Indeleble es la palabra que utilizan en el libro Cuando las luces se apagan, en el que no dejan de hablar de imágenes con esta característica. La máscara metálica del emperador antes de hundirse en la oscuridad en Reino de furia. La mirada triste y despectiva de Patricia Ocampo en la diligencia a punto de partir en Últimos días en El Paso… Significa, lo busqué en internet para asegurarme, que permanece en tu mente. Yo solo lo había escuchado de la tinta.
Recuerdo una de esas imágenes en la que aparezco en la concha acústica de Bluebeard Gardens.
La estoy viendo: llevaba unos vaqueros, la camisa verde que me dijiste que te gustaba pero que ahora probablemente serías incapaz de distinguir entre varias, las bailarinas negras que se salían de mis pies y el jersey anudado a la cintura y colgando porque había arrancado a sudar de hacer a pie todo el trayecto desde el autobús. Estaba sentada donde tocan las marchas del Cuatro de Julio, donde acuden viejos famosos intérpretes folk para cantar gratis sobre el final de las injusticias, mero cemento gris y frío fuera de temporada, con hojas muertas y alguna ardilla ocasional que pasa frenéticamente. Y yo, sentada con las piernas estiradas en forma de uve comiendo los pistachos que tu hermana había especiado y colocado en esta elegante lata para ti. Nunca se desvanecerá. No es fiel a la realidad —no fue en absoluto así—, porque estábamos juntos, pero cuando rememoro aquello, tú no apareces en la fotografía. En la imagen indeleble, estoy sola comiendo pistachos y alineando perfectamente las cáscaras en semicírculos que se hacen cada vez más pequeños, como paréntesis dentro de otros paréntesis. En la realidad, tú estabas comprobando que había electricidad.
—Aquí hay —gritaste con entusiasmo desde detrás de un montón de lonas—, una hilera entera de enchufes.
—¿Funcionan?
—¿Debería meter los dedos? Estoy seguro de que funcionan. ¿Quién los habría desconectado? Es suficiente para las luces y la música. El viejo radiocasete de Joan debería servir, es horrible pero tiene potencia.
—Y ¿las luces?
—Nosotros tenemos luces de Navidad, pero es un coñazo sacarlas. ¿Las tienes tú en algún lugar mejor que nuestro desordenado desván? —esperé—. Ah, claro.
—Claro.
—Tú no celebras la Navidad.
—Yo no celebro la Navidad —repetí.
—Y ¿las luces de Janucá? —preguntaste regresando a mi lado—. Esas sí las ponéis. Me refiero a que es la Fiesta de las Luminarias, ¿no?
—¿Cómo sabes eso?
—He leído sobre los judíos. Quería informarme.
—Anda ya.
—Annette me lo contó —admitiste frunciendo el ceño al mirar un pistacho abierto—. Pero ella lo leyó en algún sitio.
—Bueno, pues yo no tengo. Te ayudaré a encontrarlas en el desván. No son demasiado navideñas, ¿verdad?
—Blancas, algunas de ellas.
—Perfecto —dije, y estiré las piernas aún más.
Permaneciste de pie, mirándome y masticando ruidosamente, satisfecho.
—¿De verdad?
—Sí —respondí.
—Y te reíste.
—No me reí.
—Pero no se te había ocurrido —dijiste dando unos cuantos pasos rápidos adelante y atrás sobre el escenario, atlético y bello. Bluebeard Gardens era perfecto, con su aspecto desvencijado y pintoresco como Besos antes de salir al escenario o Y ahora las trompetas. Había sillas para sentarse abajo, en el auditorio. Espacio para bailar, un estrado donde podríamos colocar la comida.
Y fuera, pasado el escenario y los asientos, las hermosas esculturas montarían guardia, severas y silenciosas. Soldados y políticos, compositores e irlandeses, todos rodeando el perímetro, enfadados sobre un caballo u orgullosos con un bastón. Una tortuga con el mundo a sus espaldas. Algunas cosas modernas como un gran triángulo negro y tres figuras encima de otra que seguramente proyecten una sombra espeluznante por la noche. Un jefe indio, enfermeras de la guerra de Secesión, un hombre que descubrió no sé qué… la hiedra había cubierto la placa demasiado para verlo, pero llevaba un tubo de ensayo en la mano, donde los pájaros se habían posado, y una carpeta a un lado. Dos mujeres con túnica que representaban las artes y la naturaleza, un regalo de nuestra ciudad hermana en algún lugar de Noruega. Aunque no invitáramos a nadie, formarían una atractiva y glamurosa multitud: el comodoro, la bailarina, el dragón del Año del Dragón de 1916. Yo había venido a merendar aquí algunas veces cuando era niña, pero mi padre siempre decía, puedo escuchar sus palabras, indelebles, que había demasiado ruido. Sin el jaleo era el lugar perfecto, perfecto para la fiesta del ochenta y nueve cumpleaños de Lottie Carson.
—Me pregunto si habrá guardias por la noche —dije.
—No.
—¿Cómo lo sabes?
—Amy y yo solíamos venir por aquí. Ella vivía en Lapp, a solo una manzana de distancia. Desde su porche se ven los leones.
—¿Amy?
—Amy Simon. En segundo. Se mudó, a su padre le trasladaron. Ese tipo era un verdadero gilipollas, estricto y paranoico. Así que solíamos enrollarnos aquí.
—Así que no soy la primera chica a la que desnudas en un parque… —dije sonriendo y pensando en ello. Empecé a meter las cáscaras una por una en esta lata.
Alzaste la vista hacia la curvatura de la concha acústica durante un segundo, «es perfecto por si llueve», me habías asegurado. Habías pensado en todo, habías estado pensando en la fiesta, tú solo.
—Pues sí —dijiste—. Tú eres la única. Aunque no la única a la que he intentado desnudar en un parque.
Me reí un poco, metí unas cuantas cáscaras más.
—Imagino que no puedo culparte por intentarlo.
—Todas las chicas —afirmaste—, todas reaccionaban igual, poniéndose frenéticas si mencionaba a otra.
—Soy diferente, lo sé —dije, un poco aburrida del comentario.
—No me refiero a eso —exclamaste—. Quiero decir que te quiero.
Cada vez que lo decías, lo decías de verdad. No era como la segunda parte de una película en la que Hollywood reúne a los mismos actores con la esperanza de que funcione otra vez. Se parecía a una nueva versión, con otro director y otro equipo intentando algo distinto y empezando de cero.
—Yo también te quiero.
—No puedo creer que sea esto lo que quieres.
—¿El qué? —pregunté—. ¿A ti?
—No, me refiero a planear una fiesta. Encuentro un parque, simplemente te lo enseño, y actúas como si hubiera hecho algo.
—Lo has hecho. Esto es ideal.
—Quiero decir que con mis amigos…, les compramos estupideces a nuestras novias.
—Sí, lo he visto por ahí.
—Ositos de peluche, dulces, revistas incluso. No digas que es una estupidez porque todos pensamos eso, todo el mundo, pero es lo que hacemos. Vosotros ¿qué hacéis? ¿Os regaláis poemas o algo así? Yo no voy a escribirte un poema.
De hecho, Joe solía escribirme poemas. Una vez, un soneto. Se los devolví en un sobre.
—Lo sé. Esto es…, me gusta esto, Ed. Es un lugar perfecto.
—Y no puedo comprarte flores porque todavía no hemos tenido una pelea, una de verdad.
—Ya te dije que nunca me compraras flores.
Puedo verte alzando los ojos y sonriendo sobre el escenario. Te devolví la sonrisa, como una idiota que no quería flores, y la jodida florería fue donde todo se vino abajo, la razón por la que el fondo de esta caja está cubierto de pétalos de rosa muertos, igual que un santuario en una autopista donde ha ocurrido un accidente.
—¿Tenemos que irnos?
Estábamos haciendo pellas, pero yo tenía un examen.
—Nos queda tiempo, un poco.
—Cielos —exclamaste—, ¿qué podemos hacer mi novia y yo en un parque…?
—Ni lo sueñes —dije—. En primer lugar, porque hace demasiado frío.
Te inclinaste y me diste un largo beso.
—Y ¿en segundo?
—En realidad, esa es la única razón que se me ocurre.
Tus manos avanzaron.
—No hace tanto frío —aseguraste—. Y no tendríamos que quitárnoslo todo.
—Ed…
—Quiero decir que no tendríamos que hacer mucho.
Me desembaracé de tus brazos y eché las últimas cáscaras en la lata.
—Mi examen —dije.
—Está bien, está bien.
—Pero gracias por traerme aquí. Tenías razón.
—Te dije que era perfecto.
—Entonces, para la fiesta tenemos comida…
—Bebida. Trevor me prometió que lo haría. Aunque no será solo champán, no puedo decir más.
—Vale. Y Trevor ¿no hará el imbécil en la fiesta?
—Bueno —dijiste—, te garantizo que lo hará. Pero digamos que no demasiado.
—Está bien. Entonces, comida, bebida, música, luces. Todo excepto las invitaciones y la lista de invitados.
—Todo excepto —repetiste con una sonrisilla.
Te tiré una cáscara y luego me levanté para recogerla. Lo hice sin saber por qué, al menos en aquel momento. No había razón alguna para guardarlas, eran cosas sin importancia, e incluso ahora no parecen nada más. Sin embargo, todo lo demás ha desaparecido. El «quiero decir que te quiero» ha desaparecido, y tu baile sobre el escenario, y toda la perfección para la fiesta. Incluso la fiesta habría desaparecido si la hubiéramos celebrado: la música devuelta a Joan, las luces de nuevo en el desván, la comida digerida y las bebidas vomitadas. Habríamos llevado a Lottie Carson a su casa con gran amabilidad y la habríamos ayudado a atravesar su propio jardín de esculturas hasta la puerta principal por la noche tarde, muy tarde, cansada por la encantadora celebración, agradecida y llamándonos queridos. Todo desaparecido, indeleble pero invisible, casi todo menos todo excepto.
El señor Nelson dijo que había superado mi récord permanente, quince minutos tarde en un día de examen, pero eso también desapareció junto al suficiente y la pregunta de redacción en la que me marqué un verdadero farol, y desaparecida está la razón por la que llegué tarde, cómo corrí hacia ti y te besé en el cuello y apreté mi mano contra tu cuerpo, murmurando que parecía como si te gustara bastante hacer todo excepto. No hicimos mucho, como prometiste. Un poco, y ese poco ha desaparecido, veintitantos minutos que salieron disparados hacia dondequiera que vayan los actores cuando la película ha terminado y nosotros estamos parpadeando ante las luces de los rótulos de salida, hacia dondequiera que se marchen los antiguos amores cuando se mudan con los gilipollas de sus padres o simplemente miran hacia otro lado cuando pasan a su lado por los pasillos. Y la sensación, la verdadera perfección de aquella tarde en la que pensaste en mí, que recordaste este jardín y me esperaste a la salida de la clase de Geometría para que hiciera pellas y viese lo que sabías que me gustaría…, esa sensación se ha desvanecido también para siempre.
Pero las cáscaras siguen aquí, Ed. Míralas, ahora son importantes y me pesan en el corazón cuando abro la lata y las agito en mis manos doloridas de escribirte. Se han vuelto indelebles, Ed, porque todo lo demás se ha desvanecido, así que tómalas. Tal vez si tú te quedas con ellas, yo me sienta mejor.