Parte del azúcar se ha caído y se ha desparramado por el fondo de la caja, así que todo ha quedado salpicado de dulzor, al contrario de como yo me siento. Aunque seamos realistas, ha salido sin problemas. En Lopsided’s nos sirvieron el desayuno: fruta y tostadas para mí, dos huevos con beicon, salchichas, buñuelos de patata, un pequeño montón de tortitas y un gran zumo de naranja para ti, café con mucha leche y tres golpes de azúcar del dispensador para ambos. Hablamos un poco y yo hojeé las recetas, esperando a que terminaras de comer y te limpiases la boca, algo que finalmente tuve que hacer yo misma. Aquí y allá sentía trozos de hoja y briznas de hierba sobre la piel que la ropa incrustaba aún más en ella, como un proyecto de cerámica que hice una vez. En el espejo del baño me descubrí en el cuello incluso un pegote de barro, que limpié rápidamente ruborizada; aquel papel barato era tan áspero que busqué algún arañazo en mi reflejo y luego, mirándome a los ojos, permanecí quieta un segundo y traté de descubrir, como todas las chicas en todos los espejos de cualquier lugar, la diferencia entre amante y fulana. LOS EMPLEADOS DEBEN LAVARSE LAS MANOS fue la respuesta. Cuando regresé a la mesa, noté que los demás clientes nos ignoraban, o nos contemplaban con envidia o admiración o disgusto, o quizá no hubiera otros clientes, no lo sé. Para dejar de mirarte fijamente, jugueteé con el azúcar hasta que detuviste mi mano con las tuyas.

—¿No es como volver a la escena del crimen?

—El crimen aún no se ha cometido —respondí.

—Aún —dijiste—, así que tal vez no deberías llamar la atención sobre el azúcar que está a punto de desaparecer.

Me quedé quieta.

—Soy virgen.

Estuviste a punto de escupir el zumo de naranja.

—Vale.

—Pensé que tenía que decírtelo.

—Está bien.

—Porque no lo había hecho antes.

—Escucha, no pasa nada —tosiste un poco—. Algunas de mis mejores amigas son vírgenes.

—¿De verdad?

—Ehhh. Bueno, no. Supongo que ya no.

—Todos mis amigos son vírgenes —dije.

—¡Ah! —exclamaste—, Bill Haberly. Mierda, se suponía que no debía decírselo a nadie.

—Mira, el hecho de que sea sorprendente…

—No, no. He conocido…, ya sabes, a un montón de vírgenes.

—Así que dejaron de serlo después de que tú las conocieras, es eso lo que me estás diciendo.

Te pusiste rojo como un tomate.

—Yo no he dicho eso; además, no es asunto tuyo. Espera, me estabas tomando el pelo, ¿verdad? ¿Te estabas quedando conmigo?

—Pues resulta que no.

—Oye, me resulta difícil hablar de este asunto igual que a ti.

—¿Te sorprende?

—Que estés hablando de ello, sí.

—No, que sea…

—Sí. Supongo. Quiero decir que… tuviste novio el año pasado, ¿no? Ese tío, John.

—Joe.

—Eso.

—¿Lo sabías?

A lo que me refería, Ed, era a si ya te habías fijado en mí entonces.

—En realidad, me lo dijo Annette. Así que supongo que me ha sorprendido.

—Bueno. No lo hicimos.

—Está bien. No pasa nada.

—Quiero decir que queríamos. Bueno, él quería. Los dos, aunque yo no estaba segura.

—No pasa nada.

—¿De verdad?

—Claro, ¿qué te crees? ¿Que soy una especie de… gilipollas?

—No, no lo sé. Yo solo…, es que vuelve a sucederme lo mismo.

—¿El qué?

—Que no estoy segura.

—¡Para!, no tenemos por qué hacerlo.

—¿No?

—No —respondiste—. Es…, digamos que pronto, ya sabes. ¿No es así?

—Para mí, pero lo tuyo es distinto. Me refiero a que están tus amigos, las hogueras y todo lo demás.

—En las hogueras todo es palabrería. Bueno, la mayor parte.

—Vale.

—Espera, me estás diciendo que…, lo del parque, o…, ya sabes, lo de anoche… ¿no querías…?

—No, no.

—¿No? ¿No querías…?

—No —exclamé—. . Solo quería contarte lo que te acabo de decir.

—Vale.

—Porque no lo había hecho antes, como ya te he dicho.

—Está bien —respondiste, pero entonces te diste cuenta de que no era la respuesta adecuada. Hiciste un intento—. ¿Gracias?

Y yo casi respondí: te quiero. En vez de eso, me callé y tú también. La camarera acudió a rellenar nuestras tazas y dejó la cuenta. La dividimos y luego, con el montón de billetes sobre la pequeña bandeja, nos miramos el uno al otro. Tal vez tú te sintieras solo aturdido y repleto, pero yo estaba… feliz. Agradecida, supongo, y ligera. Encantada incluso, a lo que había que sumar la agitación del nuevo café que recorría mi interior. Y otra vez estuve a punto de decirlo. En vez de eso…

—Ahora.

—¿Cómo?

Me incliné hacia ti, notando tu frente cálida contra la mía.

—El azúcar —susurré—. Ahora.

Pero, Ed, ya lo habías cogido.