El sol titiló ante nosotros y nosotros le respondimos pestañeando. En el exterior, notamos un delicioso aroma a hojas, un aire limpio y agradable de respirar, así que cruzamos hacia el Boris Vian Park y contemplamos lo que teníamos delante. Era mágico, y suficientemente temprano para que el parque estuviera silencioso, con un ambiente tranquilo y extraño parecido al de la escena de Con mis propios ojos en la que Peter Klay escapa de los dos inspectores gemelos que le han estado interrogando y se esconde detrás de una victoria, una mujer alada a caballo, y entonces oye un crujido entre los arbustos y aparece un unicornio entre el césped brumoso. Esa fue la sensación que tuve en el Boris Vian Park, que cualquier cosa podía suceder.

Los bancos estaban demasiado húmedos, incluso después de que hicieras aquello tan descabellado y caballeroso de sentarte y deslizarte con un ridículo contoneo para tratar de secarlo con tu magnífico culo en vaqueros, mientras la cafeína de tu primer café de verdad recorría tu cuerpo y me hacía reír como un bebé entre burbujas. Pero aun así no me senté, estaba todavía demasiado húmedo, así que nos mojamos los zapatos bajando la ladera hasta la amplia curva donde hay un sauce llorón. Tuve una intuición. Separé las ramas para abrirnos paso igual que haces —hacías— a veces con mi pelo y allí estaba, un pequeño espacio verde seco y protegido de la lluvia. Nos deslizamos dentro y nos arrodillamos en el suelo, todo cubierto de hojas secas y tierra marrón porque no había entrado nada de agua, únicamente el sol, que proyectaba sombras a través de las ramas para mantenernos a salvo y ocultos.

—Guau.

—Vaya —dijiste.

—Es el lugar perfecto —añadí— y el libro perfecto. Es perfecto, Ed.

Alzaste los ojos hacia la luz que nos rodeaba por todas partes y luego me miraste, largo rato, hasta que sentí que me ruborizaba.

—Lo es —afirmaste—. Ahora dime por qué.

—¿No lo sabes…? Pero acabas… acabas de gastarte cincuenta y cinco dólares en este libro.

—Lo sé —respondiste—. No pasa nada.

—Pero ¿no sabes por qué?

Seguías mirándome, con las manos temblorosas en torno al vaso de café.

—Para hacerte feliz —fue lo único que dijiste, y de repente, Ed, tus palabras me dejaron sin respiración. Mantuve las manos sobre el libro, que había estado deseando abrir, paralizada por la alegría de escucharte y sin querer que callaras—. Min, ¿sabes lo que estaría haciendo ahora?

—¿Cómo?

—Los fines de semana, quiero decir.

—A esta hora, los sábados, apuesto a que normalmente estás dormido.

—Min.

—No lo sé.

Te encogiste de hombros profundamente, despacio, igual que si me estuvieras mostrando cómo actúa la confusión.

—Yo tampoco lo sé realmente —dijiste—. Ver una película tal vez, salir por ahí a algún sitio. Por la noche, estar en el porche de alguien con un barril de cerveza. Y partidos, hogueras. Nada interesante.

—A mí me gustan las películas.

Sacudiste la cabeza.

—No de ese tipo, pero no se trata de eso. No estoy…, no sé cómo explicarlo. Cuando Annette pregunta, cuando ella me pregunta «¿por qué esta chica es diferente?», la respuesta es siempre larga, porque es largo de contar.

—Mi historia es larga.

—No como las de clase de Lengua. Estaba tratando de decírtelo en el coche, antes. Es solo…, mira dónde estoy. Nunca había estado en ningún sitio como este con Jillian, ni con Amy, o Brianna, o Robin…

—No enumeres el desfile completo de rubias y todo lo demás.

—Todo lo demás —miraste hacia arriba, entre las ramas, mientras el último par de gotas de lluvia, como diminutas estrellas, estaba a punto de evaporarse y desaparecer—. Todo es distinto —dijiste—. Min, lo has cambiado todo para mí. Todo es como el café que me has hecho probar, mejor de lo que jamás imaginé…, o los lugares que ni siquiera sabía que estaban ahí, en la calle, ¿lo entiendes? Me siento como en esa peli que vi cuando era pequeño en la que un niño escucha un ruido debajo de la cama y encuentra una escalera donde nunca la había habido, y baja y entonces, sé que es para niños, empieza a sonar una canción… —tus ojos estaban recorriendo la luz que penetraba a través del árbol.

—La dirigió Martin Garner —susurré.

—Min, me gastaría cincuenta y cinco dólares en cualquier cosa para ti.

Te besé.

—Y pregúntale a Trevor, para mí decir cualquier cosa como si nada es algo casi increíble.

Otro beso, otro beso.

—Así que explícame, Min, ¿en qué he gastado el dinero?

Me apresuré a abrir el libro, Auténticas recetas de Tinseltown.

—¿Te acuerdas del afiche que me regalaste?

—No tengo ni idea de lo que es un afiche.

Coloqué la mano sobre tu rodilla, que tembló, tembló, tembló.

—Lo siento, es el café.

—Lo sé. Un afiche es la fotografía de Lottie Carson que cogiste del cine.

—¿Esa fotografía que birlé?

—No son simplemente fotografías. En el reverso, incluyen a veces información sobre los protagonistas: todas sus películas, los premios que han recibido si es que han ganado alguno. Y, esto es a lo que quiero llegar, la fecha de nacimiento.

Reposaste tu mano sobre la mía y movimos las dos juntas hacia mi pierna, también temblorosa.

—No lo pillo.

—Ed, quiero organizar una fiesta.

—¿Qué?

—El 5 de diciembre Lottie Carson cumple ochenta y nueve años.

Permaneciste callado.

—Quiero organizar una fiesta para celebrarlo. Para ella. Podemos invitarla, la seguimos hasta donde vive, así que sabemos su dirección, para enviarle la invitación.

—La invitación —repetiste.

—Sí —exclamé—, ya sabes, para invitar a la gente.

—Nunca he organizado una fiesta como esa —replicaste.

—No me digas que es de maricas.

—De acuerdo, pero no creo que pueda…

—Vamos a hacerlo juntos, Ed. Lo primero de todo es pensar dónde hacerla. Mi madre odia que haga fiestas, y además debería ser en un sitio resplandeciente, ya sabes, elegante. Lo de la música es sencillo, Al y yo tenemos algunos discos de los años treinta.

—Joan también —dijiste.

—Podríamos poner todo de jazz, así resultaría glamuroso, incluso aunque no sea lo más adecuado. Necesitamos champán, si podemos conseguirlo.

—Trevor puede conseguir cualquier cosa.

—Y ¿Trevor lo haría para algo como esto?

—Si se lo pido yo…

—Y ¿se lo pedirías?

—¿Para ti?

—Para la fiesta.

—Para esta fiesta tuya, sí, de acuerdo. Y entonces, ¿para qué es el libro?

—¿El libro de los cincuenta y cinco dólares?

—El libro de los cincuenta y cinco dólares, sí.

Te toqué.

—¿El libro de los cincuenta y cinco dólares que has comprado para mí?

—Min, me encanta comprarte cosas, pero deja ya lo de los cincuenta y cinco dólares, que me va a dar un ataque al corazón.

—Está bien, bueno, pues lo estuve hojeando mientras tú hacías el tonto con aquella espada de samurái…

—Que era guay.

—… y es perfecto. Mira los tipos que han usado aquí. Aperitivos.

—No sé lo que es un tipo.

—La fuente.

—Vale.

—Vale, pues todo el libro es de recetas proporcionadas por estrellas de cine. Y mira por dónde lo abrí en primer lugar.

—Parece un iglú.

—Es un iglú. Se trata de una receta de Will Ringer, el iglú de Greta con huevos cuadrados, ¡inspirado en Greta en tierras salvajes!

—Eso es…

—… sí, nuestra primera cita. La película que vimos.

En vez de besarme, sujetaste mi rostro. Todo estaba tan en calma allí dentro, excepto tu respiración, con olor agrio y acelerada por el café.

—Así que ¿vamos a preparar esa cosa extraña?

—No solo esa —respondí, y pasé algunas páginas—. Mira esto.

—Vaya.

—Sí, guau. Galletas con Pensieri y azúcar robada de Lottie Carson. Estas delicias, cuenta la Belleza Cinematográfica de Estados Unidos, nacieron de la necesidad, ya que creció en una familia sin recursos. «Mi madre, bendito sea su buen corazón, hacía cualquier cosa para mantenernos a los nueve hermanos alimentados y felices, y cuando la situación se ponía difícil, birlaba azúcar del club de bridge de la señora Gunderson. Esa vieja bruja la contrataba para limpiar después de sus reuniones y mi madre vaciaba el azucarero en su bolso, iba a Saint Boniface, se confesaba y luego preparaba rápidamente una tanda de estas galletas, que nos estaban esperando bien calentitas cuando volvíamos a casa del colegio. El glaseado está elaborado con Pensieri, un licor con el que papi se regalaba todos los viernes. Perdóname, padre…, pero ¡no están tan buenas si el azúcar no es robado!».

Tenías una sonrisa malévola y atractiva.

—Así que vamos a robar azúcar —dijiste.

—¿Lo harías? ¿Podemos?

—Claro, aquí cerca hay un restaurante, el Lopsided’s. Pero la tienen en esos cacharros grandes.

Te recorrí con la mirada, y luego a mí.

—En Thrifty Thrift seguramente encontremos un abrigo, algo así como un gabán por cinco dólares. Eso será lo que yo te compre, con unos bolsillos grandes y profundos. De todas maneras, necesitas otro abrigo, Ed. No puedes ir todos los días disfrazado de jugador de baloncesto con esa chaqueta.

—Soy jugador de baloncesto.

—Pero hoy eres un ladrón de azúcar.

—Robamos el azúcar para las galletas —enumeraste con los dedos y voz aritmética—, conseguimos que Trevor consiga el champán y tú, Joan y Al os encargáis de la música.

—El iglú —te recordé.

—El iglú —repetiste—, pensar dónde hacer la fiesta y enviar la invitación a esa actriz de cine a la que seguimos.

—Cinco de diciembre. Dime, por favor, dime que ese día no tienes partido.

Me retiraste el pelo de la cara. Yo te besé y luego me aparté para observar tu boca. Surgió pequeña, insegura de sí misma, pero era una sonrisa.

—Recuerda —dijiste— que no estamos seguros de que sea ella, así que es una locura…

—Pero estamos de acuerdo, ¿verdad?

—Sí —respondiste.

—Sí —repetí—, e incluso si no fuera…

—¿Incluso si no fuera?

—Tal vez esa fecha te resulte familiar. Cinco de diciembre.

Te mordisqueaste el labio extrañado y luego te quedaste paralizado, mirando el suelo cubierto de hojas.

—Min, me dijiste que tu cumpleaños, juro por Dios que lo recuerdo, no era hasta…

—Nuestro aniversario, hace dos meses que empezamos a salir.

—¿Qué?

—Será nuestro aniversario, eso es todo. Dos meses desde Greta en…

—¿Ya piensas en esas cosas?

—Sí.

—¿Todo el tiempo?

—Ed, no.

—Pero ¿algunas veces?

—Algunas veces.

Suspiraste profundamente.

—No debería habértelo dicho —me apresuré a decir—. ¿Estás…?, estás flipando.

—Estoy flipando —fue lo que respondiste, si es que lo recuerdas, porque algo me indica que podrías haber decidido recordarlo de otro modo—. Estoy flipando de no estar flipando.

—¿De verdad?

El modo en que sonreías me cortó de nuevo la respiración.

—Sí.

—¿Nos vamos?

—Vale, a robar el azúcar. Oh, espera, primero lo del abrigo.

—Mierda, Thrifty Thrift no abre hasta las diez. Lo sé por experiencia. Tenemos que esperar.

Entonces, me besaste en aquel maravilloso lugar con confianza, con alegría, sin encogerte de hombros, con avidez, deseoso.

—Madre mía —exclamaste parpadeando con asombro fingido, alejando tu café de nosotros tanto como pudiste—, me pregunto qué podemos hacer mi novia y yo durante una hora o así en un lugar escondido del parque.

Clark Baker no podría haberlo expresado mejor. Esta fue la primera vez que estuvimos los dos desnudos, con nuestra ropa apilada en montones separados y sentados el uno al lado del otro, tan próximos que en una toma cenital habría sido difícil saber, ver, de quién era cada mano y dónde descansaba, mientras la luz jugueteaba y resbalaba hacia nosotros a través de la brisa, que nos ponía la carne de gallina. Estabas tan atractivo desnudo bajo aquella hermosa luz verdosa, como una criatura que no fuese de este mundo, incluso con algunas salpicaduras de barro en las piernas, sobre todo después. Respirabas cada vez más lentamente, un ligero sudor, o quizá solo humedad de mi boca, empapaba la parte baja de tu espalda y tus manos permanecían ahuecadas tímidamente entre tus piernas hasta que te animé a retirarlas para poder mirarte y empezar de nuevo. Y yo, nunca me había sentido tan hermosa, bajo la luz y en tus brazos, casi llorando. Dos últimos tragos de tu café frío y nos vestimos para marcharnos, tratando de sacudir todo lo que pudimos: calcetines reacios a desenrollarse, mi sujetador con los aros helados, la camisa, el abrigo. Pero en ese momento tenía calor, gracias al resplandeciente sol y a todo lo demás, así que enrollé la chaqueta, la sujeté bajo el brazo mientras abandonábamos el Boris Vian Park y aquel chico del carrito se preguntaba de dónde habíamos salido, y la dejé en el coche de tu hermana el resto del día, así que hasta que no regresé a casa, subí las escaleras dando pisotones, respondiendo a gritos a mi madre, aburrida, y la tiré sobre la cama, no vi cómo saltaba esto desde algún lugar hacia el suelo de mi habitación. Lo recogí y me ruboricé al pensar cómo se había entremezclado con mis cosas. Lo coloqué en el cajón, lo que quiera que fuese, luego en la caja y ahora te toca a ti ruborizarte y lamentarte. Quién sabe, tal vez sea una semilla de algún tipo, un fruto, una vaina, un unicornio que cabalgaba entre el sotobosque donde nos recostamos juntos. Ponlo en agua, podría haberlo hecho yo, haberlo cuidado, y quién sabe lo que habría crecido, lo que habría sucedido con esta cosa del parque donde te amé, Ed, tanto.