Fíjate bien y verás un pelo o dos que quedaron enganchados en la goma cuando me la arrancaste.
¿Quién haría una cosa así? ¿Qué tipo de hombre, Ed? En aquel momento, no me importó.
Fue la primera vez que estuvimos en tu casa, donde leerás esto, desconsolado. Fui por primera vez contigo hasta donde vives, juntos en el autobús, después de verte entrenar. Me sentía agotada, somnolienta por no haberme tomado mi habitual café en Federico’s. En realidad, harta de aburrirme en las gradas mientras tú practicabas tiros libres, con el entrenador soplando su estridente silbato en señal de «Trata de encestar más». De hecho, dormité un segundo sobre tu brazo en el autobús y cuando desperté, me estabas mirando con melancolía. Estabas sudoroso y hecho un desastre. Noté el mal aliento en mi boca incluso después de dormir solo un instante. El sol se colaba a través de las ventanas superiores, llenas de mugre y descuidadas. Me dijiste que te gustaba contemplarme mientras dormía. Que ojalá pudieras verme despertar por la mañana. Por primera vez, aunque para ser totalmente sincera no fue la primera, traté de pensar en algún lugar, uno extraordinario, donde pudiera suceder aquello. Todo el instituto sabe que si llegamos a la final estatal, los componentes del equipo se alojan en un hotel y el entrenador mira hacia otro lado, pero nuestra relación no duró tanto.
Cuando franqueamos la puerta trasera, gritaste:
—¡Joanie, estoy en casa!
Y escuché a alguien responder:
—Ya sabes las normas…, no hables conmigo hasta que te hayas duchado.
—¿Te quedas con mi hermana un segundo? —me preguntaste.
—No la conozco… —protesté en un salón con todos los cojines del sofá alineados en el suelo como fichas de dominó.
—Es simpática —me tranquilizaste—. Ya te he hablado de ella. Cuéntale las películas que te gustan y no la llames Joanie.
—Pero tú acabas de llamarla Joanie —exclamé, aunque ya estabas subiendo a saltos la escalera.
El sofá desprovisto de cojines, pilas de revistas atrasadas, una taza de té, toda la habitación desordenada. A través de la puerta se colaba una música que me gustó al instante, pero que no pude reconocer. Sonaba a jazz, aunque no del lastimero.
Caminé hacia la melodía y encontré a Joan bailando en la cocina con los ojos cerrados, acompañada de una cuchara de madera. Había montones de cosas picadas por la encimera. Ed, tu hermana es hermosamente sorprendente, díselo de mi parte.
—¿Qué es?
—¿El qué? —no mostró sorpresa ni nada.
—Lo siento. Me gusta la música.
—No deberías disculparte porque te guste esta música. Hawk Davies, La intuición.
—¿Cómo?
—«Las intuiciones se tienen o no se tienen». ¿No has escuchado a Hawk Davies?
—Ah, claro, Hawk Davies.
—No mientas. Es guay que no le conozcas. Ah, volver a ser joven.
Subió el volumen y continuó bailando. Podría…, pensé, tal vez debería regresar al salón.
—Tú eres la chica que llamó la otra noche.
—Sí —admití.
—Una amiga —recitó—. ¿Cómo te llamas, amiga?
Le contesté que Min, diminutivo de tal y todo lo demás.
—Vaya un discurso —dijo ella—. Yo soy Joan. Y me gusta que me llamen Joanie tanto como a ti Minnie.
—Ed me ha avisado.
—¡No confíes en un chaval que siempre está asquerosamente sudoroso y al final de cada jodido día tiene que darse una jodida ducha!
Gritó las últimas palabras hacia el techo. Pisotón, pisotón, pisotón, la lámpara de la cocina repiqueteó y la ducha se abrió en el piso de arriba. Joan sonrió y luego me echó una ojeada mientras se disponía de nuevo a picar cosas.
—¿Sabes qué?, espero que no te importe, y sin ánimo de ofender, pero no pareces una chica que permanezca en la banda.
—¿No?
—Tú eres más… —chas, chas, buscó la palabra, chas, chas. Detrás de ella había un portacuchillos. Como dijese bohemia…— interesante.
Me obligué a no sonreír. No parecía adecuado responder «Gracias».
—Bueno, hoy he sido una chica que se ha quedado en la banda —dije—. Supongo.
—¡Eh! —respondió con intensidad y sarcasmo, los ojos abiertos de par en par y el cuchillo levantado como el mástil de una bandera—. ¡Vamos a ver cómo los chicos juegan un partido de entrenamiento para luego verlos jugar el partido de verdad!
—¿No te gusta el baloncesto?
—Perdona, ¿te ha gustado a ti? ¿Cómo ha sido verle entrenar?
—Aburrido —respondí al instante. Solo de batería en el disco.
—Sales con mi hermano —dijo sacudiendo la cabeza; luego se acercó a la cocina, removió lo que estaba preparando y chupó la cuchara, era algo con tomate—. Serás una viuda, una viuda del baloncesto, completamente aburrida mientras él dribla por todo el mundo. Así que no te gusta el baloncesto…
Ya era cierto, Ed. Y ya me había preguntado si sería correcto hacer los deberes o simplemente leer mientras tú entrenabas. Pero nadie más lo hacía. Las otras novias no hablaban mucho entre ellas y nunca se dirigían a mí, simplemente me miraban como si el camarero se hubiera equivocado de aliño. Pero quedaba tan bien y valía tanto la pena que me saludaras con la mano, y el sudor en tu espalda cuando os dividíais en un equipo con camiseta y otro sin ella.
—… y no entiendes de música, entonces, ¿qué te gusta?
—Las películas —respondí—. El cine. Quiero ser directora.
La canción se acabó, comenzó la siguiente. Por alguna razón, Joan me miró como si le hubiera pegado un puñetazo.
—He oído… —dije—, Ed me contó que estuviste estudiando cine. ¿En State?
Ella suspiró y se puso las manos en las caderas.
—Durante un tiempo. Pero tuve que cambiar. Volverme más práctica.
—¿Por qué?
Dejó de oírse la ducha.
—Nuestra madre enfermó —respondió señalando con la barbilla hacia el dormitorio más alejado, algo de lo que nunca me habías hablado, en ninguna de nuestras noches al teléfono.
Pero soy buena cambiando de tema.
—¿Qué estás preparando?
—Albóndigas suecas vegetarianas.
—Yo también cocino, con Al.
—¿Al?
—Un amigo mío. ¿Puedo ayudarte?
—Toda mi vida, Min, durante eones he esperado que alguien me hiciera esa pregunta. Confío en que estés de acuerdo con que los mandiles son inútiles, pero toma, coge esto.
Se acercó a la puerta y manipuló el pomo un segundo antes de dejar caer algo en mi mano. Gomas para el pelo, las colocabais allí, en todos los pomos de la casa.
—¿Eh?
—Recógete el pelo, Min. El ingrediente secreto no es tu melena.
—Entonces, ¿cómo haces las albóndigas suecas vegetarianas? ¿Con pescado?
—El pescado es carne, Min. Con setas de ostra, anacardos, cebolleta, pimentón dulce que tengo que buscar, perejil y tubérculos rallados que tú puedes rallar. La salsa ya está preparada e hirviendo. ¿Suena bien?
—Sí, pero no es muy sueco que digamos.
Joan sonrió.
—En realidad, no es muy nada —admitió—. Solo estoy probando, ¿sabes? Experimento, eso es lo que hago.
—Podrías llamarlas albóndigas experimentales —sugerí, con el pelo recogido.
Me alargó el rallador.
—Me gustas —afirmó—. Dime si quieres que te preste mis viejos libros de Estudios Cinematográficos. Y avísame si Ed te trata mal para que pueda hacerle picadillo.
Así que imagino que estarás sobre un plato acompañado de limón y cualquier otra cosa, Ed. Pero bajaste por la escalera con el pelo alborotado y ropa cómoda: una camiseta de un concierto, los pies descalzos y pantalones cortos.
—Hola —saludaste envolviéndome con tus brazos. Me diste un beso y me quitaste, ay, la goma del pelo.
—Ed.
—Me gusta más así, sin ánimo de ofender, está mejor suelto.
—Necesita llevarlo recogido —se quejó Joan.
—No, estamos descansando —dijiste tú.
—Sí, y cocinando.
—Al menos podías poner una música decente.
—Hawk Davies aplastaría a Truthster como si fuera una uva. Vete a ver la televisión. Min me está ayudando.
Hiciste pucheros mientras mirabas dentro del frigorífico, y cogiste la leche para beberla directamente del cartón y luego verterla en un cuenco con cereales.
—Tú no eres mi verdadera madre —dijiste, y obviamente se trataba de una vieja broma.
Tu preciosa hermana te arrancó la goma de la mano y la dejó caer en la mía, como un gusano blanducho, una serpiente perezosa, un lazo totalmente abierto y dispuesto a amarrar algo en un rodeo.
—Si yo fuera tu verdadera madre… —dijo ella.
—Ya sé, ya sé, me habrías estrangulado en la cuna.
Te marchaste al salón a tomar tu tentempié y Joan y yo preparamos las albóndigas suecas vegetarianas, que resultaron ser deliciosas y sorprendentes. Le pasé la receta a Al esa noche, y él dijo que sonaba fenomenal y que tal vez podríamos prepararlas el viernes por la noche o el sábado o el sábado por la noche o incluso el domingo por la noche, que le pediría a su padre la noche libre en la tienda, pero yo respondí que no, que no tendría tiempo en todo el fin de semana, que iba a tener unos días ajetreados. Mi agenda estaba llena, y no es que tenga agenda. Te desplomaste estirado sobre los cojines, ¿qué hacían en el suelo?, acompañado de los cereales y la caja tonta, que podía ver pero no oír desde la cocina. Cociné con Joan como si también fuera mi hermana, o algo así, y al final bailé a su lado. Con Hawk Davies ofreciéndome su intuición, ofreciéndosela a todo el mundo aquella tarde en tu cocina. Me solté el pelo con el pelo recogido, atado con una goma de tu pomo, mientras tú permanecías tendido en el suelo, con la camiseta subida, los pantalones sueltos y caídos y los riñones al aire, como los había contemplado todo el día.
Te lo devuelvo, Ed. Te lo devuelvo todo.