61

EL Berlín occidental despertaba nostalgia en Walli. Le hacía recordar cuando era un adolescente con una guitarra y tocaba los éxitos de los Everly Brothers en el local de folk Minnesänger, justo al lado de Ku’damm, y soñaba con ir a América para ser una estrella del pop.

«Conseguí lo que deseaba —pensó—, y mucho más que ni soñaba siquiera».

Cuando se registraba en el hotel se encontró con Jasper Murray.

—Me habían dicho que estabas aquí —dijo Walli—. Supongo que es emocionante cubrir lo que está pasando en Alemania.

—Sí, lo es —contestó Jasper—. A los americanos no suelen interesarles las noticias de Europa, pero esta es especial.

—Tu programa, This Day, no es lo mismo sin ti. He oído que está perdiendo audiencia.

—Supongo que debería fingir que lo lamento. ¿A qué te dedicas estos días?

—Estamos preparando un nuevo álbum. Dejé a Dave con las mezclas, en California. Seguramente se lo cargará añadiendo rasgueos y carillones.

—¿Qué te ha traído a Berlín?

—Voy a encontrarme con mi hija, Alice. Ha escapado de la Alemania Oriental.

—¿Siguen allí tus padres?

—Sí, y mi hermana Lili. —«Y Karolin», pensó, pero no la mencionó. Ansiaba que también ella escapase. En el fondo de su corazón todavía la añoraba, a pesar de todos los años que habían pasado—. Rebecca está aquí, en Occidente. Ahora es un pez gordo en el Ministerio de Exteriores.

—Lo sé. Me ha ayudado mucho. Quizá podríamos hacer un reportaje sobre una familia dividida por el Muro. Mostraría el sufrimiento humano provocado por la Guerra Fría.

—No —contestó Walli con firmeza. No había olvidado la entrevista de Jasper en los años sesenta, que había ocasionado tantos problemas a los Franck—. El gobierno del Este haría sufrir mucho a mi familia.

—Lástima. Un placer verte, de todos modos.

Walli se alojó en la Suite Presidencial y encendió el televisor del salón, de marca Franck, producido en la fábrica de su padre. Todas las noticias hablaban de personas que huían de la Alemania Oriental por Hungría y en ese momento también por Checoslovaquia. Bajó el volumen. Tenía por costumbre dejar el televisor encendido mientras hacía otras cosas.

Le había emocionado saber que compartía esa manía con Elvis.

Se duchó y se puso ropa limpia. Luego lo llamaron de recepción para anunciarle que Alice y Helmut estaban abajo.

—Dígales que suban —pidió Walli.

Estaba nervioso, lo cual era absurdo. Se trataba de su hija, aunque solo la había visto una vez en veinticinco años. En aquella ocasión no era más que una adolescente flaca con el cabello largo y claro, y le recordó a la primera vez que había visto a Karolin, en los años sesenta.

Un minuto después llamaron a la puerta y Walli abrió. Alice era ya una mujer joven, sin la torpeza de la adolescencia. Llevaba media melena, así que ya no se parecía tanto a la Karolin de años atrás, aunque sí tenía su misma sonrisa radiante. Iba vestida con prendas holgadas de la Alemania Oriental y zapato plano, y Walli se dijo que un día la llevaría de compras.

La besó con torpeza en las dos mejillas y le estrechó la mano a Helmut.

Alice admiró la suite.

—¡Uau! Qué habitación tan bonita.

No era nada en comparación con los hoteles de Los Ángeles, aunque Walli no se lo dijo. A ella le quedaba mucho que aprender, pero tenía por delante una eternidad.

Walli pidió café y tarta al servicio de habitaciones, y se sentaron a la mesa del salón.

—Qué sensación más rara —confesó Walli—. Eres mi hija, pero somos dos extraños.

—Conozco tus canciones —repuso Alice—. Todas. No estabas conmigo, pero llevas toda la vida cantándome.

—Eso es… impresionante.

—Sí.

Alice y Helmut le narraron su huida en detalle.

—Pensándolo ahora, fue fácil —comentó Alice—, pero en ese momento estaba muerta de miedo.

Vivían de forma provisional en un piso que les había alquilado el contable de la fábrica Franck, Enok Andersen.

—¿Qué tenéis previsto hacer a largo plazo? —preguntó Walli.

—Yo soy ingeniero eléctrico —contestó Helmut—, pero me gustaría aprender a llevar un negocio. La semana que viene acompañaré a un comercial de televisores Franck. Su padre, Werner, dice que es la forma de empezar.

—En el Este yo trabajaba en una farmacia —dijo Alice—. Al principio seguramente haré lo mismo aquí, pero me gustaría llegar a montar una tienda.

A Walli le complació ver que ambos pensaban en trabajar. En el fondo le había inquietado que quisieran vivir de su dinero, lo cual no los habría beneficiado. Walli sonrió.

—Me alegro de que ninguno de los dos quiera dedicarse a la música.

—Pero lo primero que queremos hacer es tener hijos —añadió Alice.

—Vaya, qué bien. Estoy impaciente por ser estrella del rock y abuelo. ¿Os vais a casar?

—Lo hemos hablado —contestó ella—. En el Este nos daba igual, pero ahora nos gustaría. ¿Qué te parece?

—Para mí el matrimonio no es gran cosa, pero creo que me emocionaría que vosotros decidierais dar el paso.

—¡Fantástico! Papá, ¿cantarías en mi boda?

Aquello salió como de la nada y lo golpeó de lleno. Lo único que pudo hacer fue tratar de no llorar.

—Claro, cariño —consiguió decir—. Me encantaría.

Para ocultar su emoción se volvió hacia el televisor.

En la pantalla se veían imágenes de la manifestación celebrada la tarde anterior en Leipzig, en la Alemania Oriental. Los manifestantes llevaban velas y echaban a andar en silencio desde una iglesia. Su actitud era pacífica, pero varios furgones de la policía embistieron contra la multitud y atropellaron a algunas personas, y después los agentes saltaron a la calle y empezaron a detener a la gente.

—Cabrones… —masculló Helmut.

—¿Por qué se manifestaban? —preguntó Walli.

—Por el derecho a viajar —contestó Helmut—. Nosotros hemos escapado, pero no podemos volver. Ahora Alice te tiene a ti, pero no puede visitar a su madre. Y yo estoy separado de mis padres. No sabemos si volveremos a verlos.

Alice estaba furiosa.

—La gente se manifiesta porque no hay motivo por el que tengamos que vivir así. Yo debería poder ver tanto a mi madre como a mi padre. Se nos debería permitir ir y venir entre el Este y el Oeste. Alemania es un único país. Deberíamos librarnos de ese Muro.

—Totalmente de acuerdo —dijo Walli.

A Dimka le gustaba su jefe. En lo más profundo de su ser, Gorbachov creía en la verdad. Desde la muerte de Lenin, todos los líderes soviéticos habían sido unos embusteros, todos habían obviado lo que estaba mal y se habían negado a admitir la realidad. La característica más asombrosa del liderazgo soviético de los anteriores sesenta y cinco años era la negativa a afrontar los hechos. Gorbachov era diferente. Mientras luchaba por navegar en la tormenta que estaba sacudiendo la Unión Soviética, él se aferraba a ese principio esencial: siempre debe decirse la verdad. Dimka lo admiraba profundamente.

Tanto Gorbachov como él se alegraron de que Erich Honecker fuera depuesto como gobernante de la Alemania Oriental. Honecker había perdido el control del país y del partido. Sin embargo, su sucesor los defraudó. Para consternación de Dimka, subió al poder su leal asistente, Egon Krenz. Era como huir del fuego para caer en las brasas.

En cualquier caso, Dimka creía que Gorbachov tendría que echar una mano a Krenz. La Unión Soviética no podía consentir el derrumbe de la Alemania del Este. Tal vez la URSS pudiera vivir con elecciones democráticas en Polonia y un mercado fuerte en Hungría, pero Alemania era distinta. Estaba dividida, como Europa, entre el Este y el Oeste, entre el comunismo y el capitalismo, y un hipotético triunfo de la Alemania Occidental equivaldría a la ascensión del capitalismo y el final del sueño de Marx y Lenin. Ni siquiera Gorbachov podía consentir eso… ¿o sí?

Krenz efectuó el habitual peregrinaje a Moscú dos semanas después. Dimka le estrechó la mano a un hombre de cara oronda, con cabello gris y cierto aire de petulancia. Debía de haber sido un ídolo en su juventud.

Gorbachov lo recibió con fría cortesía en el gran despacho de paredes amarillas del Kremlin.

Krenz llevaba consigo un informe elaborado por el responsable de planificación económica en el que se afirmaba que la Alemania Oriental estaba en la bancarrota. El informe había sido retenido por Honecker, aseguró Krenz. Dimka sabía que hacía décadas que se ocultaba la verdad sobre la economía de la Alemania Oriental. Toda la propaganda relativa al crecimiento económico había sido un embuste. La productividad de las fábricas y las minas equivalía al cincuenta por ciento de la de Occidente.

—Hemos ido tirando con préstamos —le dijo Krenz a Gorbachov; estaba sentado en una silla de cuero del majestuoso despacho—. Diez mil millones de marcos anuales.

Incluso Gorbachov se quedó atónito.

—¿Diez mil millones?

—Hemos tenido que pedir créditos a corto plazo para pagar el interés de los créditos a largo plazo.

—Lo cual es ilegal —terció Dimka—. Si los bancos lo descubren…

—El interés de nuestra deuda es ahora de cuatro mil quinientos millones de dólares anuales, lo que equivale a dos tercios de nuestros ingresos en divisas. Necesitamos su ayuda para superar esta crisis.

Gorbachov se erizó. No soportaba que los líderes de la Europa del Este mendigaran dinero.

—La Alemania Oriental —prosiguió Krenz— es en cierto modo hija de la Unión Soviética. —Probó suerte con un chiste masculino—: Uno tiene que reconocer la paternidad de sus hijos.

Gorbachov no sonrió siquiera.

—No estamos en condiciones de ofrecerle ayuda —replicó sin rodeos—. No en la situación actual de la Unión Soviética.

Dimka se sorprendió. No esperaba que Gorbachov fuera tan duro.

Krenz parecía frustrado.

—Entonces, ¿qué voy a hacer?

—Debe ser honesto con su pueblo y decirle que no pueden seguir viviendo como estaban acostumbrados a hacerlo.

—Habrá problemas —dijo Krenz—. Tendrá que declararse un estado de excepción. Habrán de tomarse medidas para impedir un asalto masivo al Muro.

Dimka pensó que aquello se acercaba al soborno político. Gorbachov también, y se envaró.

—En ese caso, no espere que el Ejército Rojo le rescate —repuso Gorbachov—. Debe resolver el problema por sí mismo.

¿Hablaba en serio? ¿Iba la Unión Soviética a desentenderse de la Alemania del Este? La emoción de Dimka creció a la par que su asombro. ¿Estaba dispuesto Gorbachov a llegar hasta el final?

Krenz parecía un sacerdote que acababa de saber que Dios no existía. La Alemania Oriental había sido creada por la Unión Soviética, subsidiada por las arcas del Kremlin y protegida por el ejército soviético. Aquel hombre era incapaz de asumir la idea de que todo había acabado. Saltaba a la vista que no tenía la menor idea de qué hacer.

Cuando se marchó, Gorbachov se dirigió a Dimka:

—Envía un recordatorio a los comandantes de nuestras fuerzas en la Alemania Oriental: bajo ningún concepto deben intervenir en conflictos entre el gobierno y los ciudadanos. Es máxima prioridad.

«Cielo santo —pensó Dimka—. ¿De verdad es esto el fin?».

En noviembre hubo ya manifestaciones todas las semanas en las principales ciudades de la Alemania Oriental. Su frecuencia seguía aumentando, y también su tamaño. Era imposible sofocarlas con cargas policiales, por brutales que fueran.

Lili y Karolin fueron invitadas a participar en una concentración en Alexander Platz, no lejos de su casa, a la que acudieron varios centenares de miles de personas. Alguien había pintado un cartel enorme con el eslogan wir sind das volk, «Nosotros somos el pueblo». En todo el perímetro de la plaza había policía con el uniforme antidisturbios esperando la orden de cargar contra la muchedumbre con sus porras. Pero los agentes parecían más asustados que los manifestantes.

Un orador tras otro denunciaba el régimen comunista, y la policía no hacía nada.

Los organizadores permitieron también la participación de pro comunistas y, para perplejidad de Lili, el defensor del gobierno a quien eligieron fue Hans Hoffmann. Desde su posición entre bambalinas, donde ella y Karolin aguardaban su turno para subir al escenario, observó la conocida figura encorvada del hombre que había perseguido a su familia durante un cuarto de siglo. Pese a su abrigo azul, casi temblaba de frío… o tal vez de miedo.

Cuando Hans intentó sonreír amistosamente, solo consiguió parecer un vampiro.

—Camaradas —dijo—, el partido ha escuchado las voces del pueblo y nuevas medidas están en camino.

La multitud sabía que aquello era una sandez y empezó a silbar.

—Pero debemos proceder de un modo ordenado, reconociendo que el partido debe liderar la evolución del comunismo.

Los silbidos se transformaron en abucheos.

Lili observó a Hans de cerca. Su expresión transmitía rabia y frustración. Un año atrás, una palabra suya habría destruido a cualquiera de las personas que se encontraban allí, pero en ese momento, de pronto, eran ellas quienes parecían ostentar el poder. Hans ni siquiera conseguía acallarlas. Tuvo que alzar la voz y gritar para hacerse oír, incluso con la ayuda del micrófono.

—Y en concreto debemos evitar que los miembros de los cuerpos estatales de seguridad se conviertan en chivos expiatorios por los errores que les haya obligado a cometer el anterior gobierno.

Aquello no era sino una súplica de compasión para con los matones y los sádicos que llevaban décadas oprimiendo al pueblo, y la muchedumbre estaba enfurecida. Lo abuchearon al grito de Stasi raus!, «fuera la Stasi».

Hans tuvo que vociferar:

—¡Al fin y al cabo, solo obedecían órdenes!

Eso provocó un estallido de risas incrédulas.

Para Hans, lo peor que podía ocurrirle era que se rieran de él. Su cara se encendió de ira. De pronto Lili recordó una escena de hacía veinte años, cuando Rebecca le lanzó los zapatos por la ventana. Había sido la risa de las vecinas lo que había enfurecido a Hans.

Este permaneció frente al micrófono, incapaz de hacerse oír por encima del barullo general, pero decidido a no tirar la toalla. Era una batalla de voluntades entre él y la muchedumbre, y la perdió. Su expresión arrogante se crispó, parecía estar a punto de llorar. Finalmente dio media vuelta y se alejó del atril.

Aún lanzó una última mirada a la multitud, que se reía y se mofaba de él, y se rindió. Mientras se marchaba, vio a Lili y la reconoció.

Sus miradas coincidieron cuando ella y Karolin accedían al escenario, cada una con una guitarra. En ese instante él parecía un perro apaleado, tan hundido que Lili casi sintió lástima por él.

Pasó por su lado y se dirigió al centro del escenario. Algunos asistentes las reconocieron, otros las conocían solo de nombre, pero todos les dieron un caluroso recibimiento. Ambas se acercaron a los micrófonos, rasguearon un acorde mayor y empezaron a tocar This Land is Your Land.

Y la muchedumbre enloqueció.

Bonn era una ciudad provinciana situada en la ribera del Rin, una opción poco probable como capital estatal, y esa era precisamente la razón por la que había sido elegida, para simbolizar su naturaleza temporal y la fe del pueblo alemán en que un día Berlín volvería a ser la capital de la Alemania unificada. Pero hacía ya cuarenta años de aquello, y Bonn seguía ejerciendo la capitalidad.

Era un lugar tedioso, algo que Rebecca agradecía, ya que estaba demasiado ocupada para tener vida social, salvo cuando Fred Bíró se hallaba en la ciudad.

Tenía mucho que hacer. Su especialidad era la Europa del Este, que se encontraba en mitad de una revolución cuyo final nadie atisbaba.

Casi siempre tenía almuerzos de trabajo, pero ese día se tomó un respiro. Salió del Ministerio de Exteriores y se encaminó hacia un restaurante asequible, su favorito, donde pidió su plato predilecto, Himmel und Erde, «cielo y tierra», elaborado con patatas, manzana y beicon.

Mientras comía apareció Hans Hoffmann.

Rebecca retiró su silla y se levantó. Su primer pensamiento fue que había ido a matarla. Estaba a punto de gritar para pedir ayuda cuando se fijó en su semblante. Hans parecía derrotado y triste. El miedo se desvaneció; aquel hombre ya no era peligroso.

—Por favor, no te asustes. No voy a hacerte daño —dijo él.

Rebecca siguió de pie.

—¿Qué quieres?

—Que hablemos un momento. Tan solo uno o dos minutos.

Por un instante Rebecca se preguntó cómo habría conseguido pasar a la Alemania Occidental, y luego comprendió que las restricciones de movimiento no afectaban a los oficiales de alto rango de la policía secreta. Podían hacer lo que les viniera en gana. Probablemente les habría dicho a sus colegas que tenía una misión secreta en Bonn.

Y tal vez fuera cierto.

El dueño del restaurante se acercó a ellos.

—¿Va todo bien, frau Held?

Rebecca siguió mirando fijamente a Hans un momento.

—Sí, gracias, Günter —contestó—. Creo que sí.

Se sentó de nuevo, y Hans ocupó la silla de enfrente.

Ella cogió el tenedor y volvió a dejarlo. Había perdido el apetito.

—De acuerdo, uno o dos minutos.

—Ayúdame —dijo él.

Rebecca no daba crédito a lo que acababa de oír.

—¡¿Qué?! —exclamó—. ¿Que te ayude? ¿A ti?

—Todo se está derrumbando. Tengo que salir. La gente se ríe de mí. Temo que me maten.

—¿Qué demonios imaginas que podría hacer yo por ti?

—Necesito un sitio donde alojarme, dinero, documentación.

—¿Has perdido el juicio? ¿Después de todo lo que nos has hecho a mi familia y a mí?

—¿No entiendes por qué lo hice?

—¡Porque nos odias!

—Porque te amo.

—No digas estupideces.

—Me encargaron que espiara a tu familia y, sí, empecé a salir contigo para tener acceso a ella, pero luego ocurrió algo: me enamoré de ti.

Ya había dicho aquello antes, el día que ella saltó el Muro. Y lo había dicho de corazón. Sí, había perdido el juicio, concluyó Rebecca.

Y volvió a sentir miedo.

—No le hablé a nadie de mis sentimientos —siguió diciendo Hans con una sonrisa nostálgica, como recordando un amor inocente de su juventud en lugar de un malvado engaño—. Fingía aprovecharme de ti y manipular tus sentimientos, pero te amaba de verdad. Luego pro-pusiste que nos casáramos. ¡Fue como tocar el cielo! Tenía la excusa perfecta para mis superiores.

Aquel hombre vivía en un mundo onírico, pero ¿acaso no lo hacía toda la élite gobernante de la Alemania Oriental?

—El año que pasamos juntos como marido y mujer fue la mejor época de mi vida —añadió Hans—. Y tu rechazo me rompió el corazón.

—¿Cómo puedes decir eso?

—¿Por qué crees que no he vuelto a casarme?

Rebecca estaba atónita.

—No lo sé —contestó.

—No me interesan las demás mujeres. Rebecca, tú eres el amor de mi vida.

Ella lo miró fijamente y comprendió que aquello no era una invención ridícula sin más, sino un intento desesperado por despertar compasión en ella. Hans era sincero. Sentía todo cuanto decía.

—Acéptame —suplicó.

—No.

—Por favor.

—La respuesta es no —repitió ella—. Y siempre será no. Nada de lo que digas me hará cambiar de opinión. Por favor, no me obligues a emplear palabras duras para hacértelo entender. —«No sé por qué soy tan reticente a herirlo —pensó—; él nunca dudó al ser cruel conmigo»—. Acepta lo que he dicho y vete.

—De acuerdo —repuso él, abatido—. Sabía que dirías eso, pero tenía que intentarlo. —Se puso de pie—. Gracias, Rebecca. Gracias por aquel año de felicidad. Siempre te amaré.

Dio media vuelta y salió del restaurante.

Rebecca lo siguió con la mirada, conmocionada aún. «¡Cielo santo! —pensó—. Esto sí que no me lo esperaba».