60

LILI FRANCK y su familia no cabían en sí de asombro.

Estaban viendo las noticias de la televisión de la Alemania Occidental. Todos los habitantes del país veían los canales de la otra Alemania, incluso los burócratas comunistas; los delataba el ángulo de las parabólicas instaladas en sus azoteas.

Los padres de Lili estaban presentes, Carla y Werner, además de Karolin y Alice, con su prometido, Helmut.

Era 2 de mayo, y los húngaros habían abierto su frontera con Austria.

No lo hicieron de forma discreta. El gobierno celebró una rueda de prensa en Hegyeshalom, el lugar donde la carretera que unía Budapest con Viena cruzaba la frontera. La intención de tal acción podría haber sido la de provocar a los soviéticos para que reaccionaran. Con gran pompa y boato, frente a cientos de cámaras extranjeras, la alarma electrónica y el sistema de rastreo fueron desconectados a lo largo de toda la frontera.

La familia Franck contemplaba la escena con incredulidad.

Guardias fronterizos armados con gigantescas tenazas empezaron a despedazar la valla: levantaban grandes rectángulos de alambrado de púas, los arrastraban por el suelo y los lanzaban con descuido a un montón.

—Dios mío —dijo Lili—, estamos contemplando la caída del Telón de Acero.

—Los soviéticos no lo tolerarán —opinó Werner.

Lili no estaba tan segura. En ese momento ya no estaba segura de nada.

—Es evidente que los húngaros no lo harían si no esperasen la aceptación soviética, ¿no?

Su padre negó con la cabeza.

—Quizá crean que pueden irse de rositas…

A Alice le brillaba la mirada de esperanza.

—¡Pero eso significa que Helmut y yo podemos irnos! —exclamó. Su prometido y ella estaban desesperados por marcharse de la Alemania Oriental—. Podríamos ir en coche hasta Hungría, como si estuviéramos de vacaciones, y luego ¡cruzar la frontera!

Lili se sintió conmovida; deseaba para Alice las oportunidades que ella no había tenido en la vida, pero no creía que fuera tan fácil.

—¿Podemos hacerlo? ¿De verdad? —preguntó Helmut.

—No, no podéis —sentenció Werner con rotundidad. Señaló el televisor—. En primer lugar, todavía no veo a nadie que de verdad esté cruzando la frontera. Esperemos a ver si realmente ocurre. En segundo lugar, el gobierno húngaro podría cambiar de opinión en cualquier momento y empezar a detener a gente. En tercer lugar, si los húngaros empiezan a dejar que la gente se marche, los soviéticos enviarán sus tanques y lo impedirán.

Lili opinaba que su padre era demasiado pesimista. A sus setenta años estaba volviéndose algo timorato. Ella lo había notado sobre todo en el negocio; Werner se había mofado de la idea de los mandos a distancia para los televisores y, cuando empezaron a hacerse imprescindibles al cabo de poco tiempo, su fábrica había tenido que trabajar a marchas forzadas para ponerse al día de la demanda.

—Ya veremos —dijo Lili—. Dentro de unos días seguro que hay gente que intentará escapar. Entonces sabremos si alguien los detiene.

—¿Y si el abuelo Werner se equivoca? —preguntó Alice, emocionada—. ¡No podemos desaprovechar una oportunidad como esta!

¿Qué deberíamos hacer?

—Parece peligroso —intervino su madre, Karolin, con ansiedad.

—¿Qué te hace pensar que el gobierno de la Alemania Oriental seguirá permitiéndonos ir a Hungría? —le preguntó Werner a Lili.

—Deben hacerlo —respondió ella—. Si dejan sin vacaciones de verano a miles de familias estallará una revolución.

—Aunque sea seguro para otros, quizá sea distinto en nuestro caso.

—¿Por qué?

—Porque somos la familia Franck —dijo Werner con tono de exasperación—. Tu madre era concejala municipal por los socialdemócratas, tu hermana dejó en evidencia a Hans Hoffmann, Walli mató a un guardia fronterizo, y Karolin y tú os dedicáis a la canción protesta. Además, nuestro negocio familiar está en el Berlín occidental, así que no pueden confiscarlo. Siempre hemos sido molestos para los comunistas. En consecuencia, y por desgracia, recibimos un trato especial.

—Por eso debemos tomar precauciones especiales, pero ya está —apuntó Lili—. Alice y Helmut serán más que precavidos.

—Yo quiero ir, sea cual sea el peligro —afirmó Alice con entusiasmo—. Entiendo el riesgo que implica, pero estoy dispuesta a correrlo. —Lanzó una mirada acusadora a su abuelo—. Habéis criado a dos generaciones bajo el yugo del comunismo. Es un sistema maligno, brutal, estúpido y está acabado, pero ahí sigue. Quiero vivir en Occidente, y Helmut también. Queremos que nuestros hijos se eduquen en un mundo libre y próspero. —Se volvió hacia su prometido—. ¿Verdad que es eso lo que queremos?

—Sí —respondió él, aunque Lili sospechaba que estaba más preocupado que Alice.

—Es una locura —repuso Werner.

Carla intervino por primera vez.

—No es ninguna locura, cariño —le dijo con contundencia a Werner—. Es peligroso, sí. Pero recuerda las cosas que hicimos nosotros, los riesgos que corrimos para conquistar la libertad.

—Algunos de nuestros compañeros murieron.

—Pero creíamos que valía la pena arriesgarse —contestó Carla, decidida a no dejarse amedrentar.

—Estábamos en guerra. Debíamos plantar cara a los nazis.

—Esta es la guerra de Alice y Helmut, la Guerra Fría.

Werner dudó un instante y luego lanzó un suspiro.

—Quizá tengas razón —claudicó a regañadientes.

—Está bien —dijo Carla—. En ese caso vamos a trazar un plan.

Lili volvió a mirar el televisor. En Hungría seguían desmantelando la valla.

El día de las elecciones en Polonia, Tania fue a la iglesia con Danuta, que era candidata.

Era un domingo soleado, 4 de junio, con alguna que otra nube esponjosa en el cielo azul. Danuta había vestido a sus dos hijos con sus mejores galas y los había peinado. Marek se había puesto una corbata roja y blanca, los colores de Solidaridad, que además eran los colores de la bandera polaca. Danuta llevaba sombrero, un bombín blanco de paja con una pluma roja.

Tania era un mar de dudas. ¿De verdad estaba ocurriendo todo aquello? ¿Elecciones en Polonia? ¿La valla fronteriza desmantelada en Hungría? ¿El desarme de Europa? ¿De verdad Gorbachov apostaba por la apertura y la reestructuración?

La periodista soñaba con disfrutar de esa libertad junto a Vasili.

Ambos darían la vuelta al mundo: París, Nueva York, Río de Janeiro, Delhi. Vasili sería entrevistado en televisión y hablaría de su obra y de los largos años de secretismo. Tania escribiría artículos de viaje, quizá incluso su propio libro.

Sin embargo, cuando dejaba de soñar despierta esperaba de un momento a otro la llegada de malas noticias: controles de carretera, tanques, detenciones, toque de queda y hombres calvos con traje barato apareciendo en televisión para anunciar que habían sofocado un complot contrarrevolucionario financiado por el imperialismo capitalista.

El sacerdote pidió a sus feligreses que votaran a los candidatos más devotos. Puesto que todos los comunistas eran ateos por definición, aquello era una manipulación sin ambages. Al autoritario clérigo polaco no le gustaba mucho el movimiento liberal de Solidaridad, pero todos sabían quiénes eran sus verdaderos enemigos.

Las elecciones habían llegado antes de lo que esperaba Solidaridad.

El sindicato se había dado prisa en recaudar fondos, alquilar despachos, contratar personal y montar una campaña electoral nacional; todo se había hecho en cuestión de un par de semanas. Jaruzelski había convocado así los comicios de forma deliberada, con la intención de perjudicar a Solidaridad, a sabiendas de que el gobierno contaba con una organización sólida y lista para la acción.

Sin embargo, aquella era la última cosa inteligente que había hecho el general. Desde ese momento los comunistas habían quedado en un estado de letargo, como si estuvieran tan seguros de su triunfo en las urnas que apenas tuvieran que preocuparse por hacer campaña. Su eslogan era «Con nosotros estará más seguro», que sonaba a anuncio de preservativos. Tania había hecho esa broma en su artículo de la TASS y, para su sorpresa, los editores no la habían omitido.

La gente se había tomado las elecciones como una competición entre el general Jaruzelski, líder brutal del país durante casi una década, y el contestatario electricista Lech Wałęsa. Danuta se había sacado una foto con Wałęsa, igual que los demás candidatos de Solidaridad, y los carteles estaban colgados por todas partes. Durante el transcurso de la campaña, el sindicato había publicado un periódico diario, redactado sobre todo por Danuta y sus amigas. El cartel más popular de Solidaridad mostraba a Gary Cooper en el papel del sheriff Will Kane, sujetando una papeleta electoral en lugar de un revólver, con la frase: nadie solo ante el peligro, 4 de junio de 1989.

Quizá la incompetencia de la campaña comunista fuera algo previsible, pensó Tania. Al fin y al cabo, la idea de ir quitándose la gorra para saludar a los transeúntes y decirles «Por favor, vótenme» resultaba totalmente ajena para la élite gobernante polaca.

La nueva cámara alta, llamada Senat, contaba con cien escaños, y los comunistas esperaban ocupar la mayoría. El pueblo polaco estaba contra la pared desde el punto de vista económico, y Tania creía que tal vez por ello votarían al conocido Jaruzelski en lugar de al inconformista Wałęsa. En la cámara baja, denominada Sejm, los comunistas no podían perder, porque el 65 por ciento de los escaños ya estaban reservados para ellos y sus aliados.

Las aspiraciones de Solidaridad eran modestas. Imaginaban que si conseguían una minoría de votos importante, los comunistas se verían obligados a darles voz en el gobierno.

Tania esperaba que estuvieran en lo cierto.

Después de misa Danuta estrechó la mano a todos los feligreses.

A continuación, Tania y la familia Górski fueron al colegio electoral. La papeleta era larga y complicada, por lo que Solidaridad había instalado un puesto a la entrada para enseñar a la gente cómo votar. En lugar de marcar el nombre de los candidatos seleccionados, debían tachar aquellos que no les gustaban. Los responsables de campaña de Solidaridad, exultantes, enseñaban papeletas de muestra con todos los candidatos comunistas tachados.

Tania observaba cómo votaban los presentes. Para la mayoría eran sus primeras elecciones libres. Se quedó mirando a una mujer de aspecto desaliñado que dirigía el lápiz hacia la lista y emitía un gruñidito de satisfacción cada vez que localizaba a un comunista y tachaba su nombre con una sonrisa de placer. La periodista sospechaba que el gobierno había cometido un estúpido error al escoger un sistema en el que se hacía una marca en un papel como muestra de rechazo, ya que podía provocar una sensación incluso físicamente satisfactoria.

Habló con algunos de los votantes y les preguntó en qué estaban pensando al tomar su decisión.

—Yo he votado por los comunistas —dijo una mujer con abrigo caro—. Han hecho posibles estas elecciones.

Aunque la mayoría parecía haber escogido a los candidatos de Solidaridad, el sondeo de Tania no tenía nada de científico, por supuesto.

Fue a casa de Danuta para comer, luego las dos dejaron a Marek a cargo de los niños y se dirigieron en el coche de Tania hasta las oficinas centrales de Solidaridad, justo en el piso de encima del Café Surprise, en el centro de la ciudad.

El ánimo de los presentes era muy alegre. Las encuestas de opinión situaban a Solidaridad en cabeza, pero nadie se relajaba demasiado porque casi el cincuenta por ciento de los votantes seguían indecisos.

Sin embargo, las noticias que llegaban desde todos los puntos del país informaban de que la moral estaba alta. La misma Tania se sentía alegre y optimista. Al margen del resultado, estaban celebrándose unas elecciones auténticamente libres en un país del bloque soviético, y ese simple hecho ya era un motivo de celebración.

Cuando los colegios cerraron esa tarde, Tania acompañó a Danuta a supervisar el recuento de votos. Se trataba de un momento de tensión.

Si las autoridades decidían jugar sucio, había cientos de formas con las que podían amañar los resultados. Los encargados del escrutinio pertenecientes a Solidaridad observaron el proceso de cerca, pero ninguno detectó irregularidades graves. Solo eso ya resultaba asombroso.

Y Danuta obtuvo una victoria aplastante.

Por su mirada de asombro anonadado, Tania supo que no había esperado nada parecido.

—Soy diputada —dijo Danuta con expresión de incredulidad—. El pueblo me ha elegido.

Entonces se le dibujó una amplia sonrisa de oreja a oreja y empezó a recibir las felicitaciones de todos. La besaba tanta gente que a Tania casi le preocupó la higiene.

En cuanto pudieron marcharse recorrieron en coche las calles iluminadas por farolas de regreso al Café Surprise, donde los parroquianos estaban apiñados en torno a los televisores. El resultado de Danuta no fue el único demoledor: los candidatos de Solidaridad habían obtenido muchos más votos de los que nadie había imaginado.

—¡Esto es maravilloso! —exclamó Tania.

—No, no lo es —dijo Danuta con tristeza.

Tania se dio cuenta de que la gente de Solidaridad estaba apagada, y se sintió desconcertada por aquella reacción triste ante las noticias victoriosas.

—Pero ¿por qué narices dices eso?

—Nos está yendo demasiado bien —dijo Danuta—. Los comunistas no lo tolerarán. Habrá alguna reacción.

Tania no había pensado en ello.

—Hasta ahora el gobierno no ha ganado nada —explicó Danuta—. Incluso en los lugares donde no tienen oposición, algunos comunistas ni siquiera han obtenido el cincuenta por ciento mínimo. Es demasiado humillante. Jaruzelski tendrá que revocar el resultado.

—Hablaré con mi hermano —dijo Tania.

Tenía un número especial que le permitía la comunicación directa con el Kremlin. Era tarde, pero Dimka todavía estaba en su despacho.

—Sí, Jaruzelski acaba de llamar —informó este a su hermana—. Tengo entendido que los comunistas están siendo humillados.

—¿Qué ha dicho Jaruzelski?

—Quiere imponer de nuevo la ley marcial, exactamente lo mismo que hizo hace ocho años.

A Tania se le cayó el alma a los pies.

—Mierda. —Recordó cómo los matones de las ZOMO se habían llevado a Danuta a rastras a prisión mientras sus hijos lloraban—. Otra vez no.

—Propone declarar nulas las elecciones. «Todavía tenemos las riendas del poder en nuestras manos», han sido sus palabras.

—Es cierto —dijo Tania con desesperación—. Tienen todas las armas.

—Pero a Jaruzelski le da miedo hacerlo solo. Quiere contar con el apoyo de Gorbachov.

Tania se sintió esperanzada.

—¿Y qué ha dicho Gorbi?

—Todavía no ha respondido. Han ido a despertarlo hace un momento.

—¿Qué crees que hará?

—Seguramente le dirá a Jaruzelski que solucione él solo sus problemas. Es lo que lleva diciendo desde hace cuatro años, pero es imposible saberlo con certeza. Ver al partido sufriendo un rechazo así en unas elecciones libres… podría ser demasiado incluso para Gorbachov.

—¿Cuándo lo sabrás?

—Gorbachov dirá que sí o que no y volverá a la cama. Llámame dentro de una hora.

Tania colgó. No sabía qué pensar. Era evidente que Jaruzelski estaba dispuesto a tomar medidas drásticas, detener a todos los militantes de Solidaridad, tirar por la borda las libertades civiles y reimplantar su dictadura, tal como había hecho en 1981. Era lo que había ocurrido siempre que los países comunistas olían de cerca la libertad. Sin embargo, Gorbachov afirmaba que los viejos tiempos habían quedado superados. ¿Sería cierto?

Polonia estaba a punto de descubrirlo.

Tania miraba el teléfono muerta de impaciencia por la tensión de la espera. ¿Qué debía decirle a Danuta? No quería aterrorizar a todo el mundo, pero quizá debiera advertirles sobre las intenciones de Jaruzelski.

—Ahora tú también pareces triste —dijo Danuta—. ¿Qué ha dicho tu hermano?

Tania vaciló un instante, luego comentó que no había nada decidido, lo cual era la pura verdad.

—Jaruzelski ha llamado a Gorbachov, pero todavía no ha logrado hablar con él.

Siguieron mirando las pantallas de los televisores. Solidaridad estaba ganando en todas partes. Hasta ese momento los comunistas no habían conseguido ni un solo escaño, y seguían llegando más resultados que confirmaban las primeras señales de victoria. No se trataba solo de un gran triunfo de Solidaridad, había sido una derrota aplastante para los comunistas.

En la sala que quedaba encima de la cafetería, la euforia se entremezclaba con el miedo. No iba a producirse un cambio gradual del signo del poder, tal como ellos habían esperado, así que durante las siguientes veinticuatro horas podían ocurrir dos cosas: o bien los comunistas recuperaban el poder por la fuerza, o bien, si no lo hacían, estarían acabados para siempre.

Tania se obligó a esperar otra hora antes de volver a llamar a su hermano a Moscú.

—Ya han hablado —dijo Dimka—. Gorbachov se ha negado a respaldar las medidas represoras.

—No sabes qué agradecida me siento —dijo Tania—. ¿Qué va a hacer Jaruzelski?

—Dar marcha atrás hasta donde pueda.

—¿De veras? —Tania no daba crédito a unas noticias tan buenas.

—Se ha quedado sin alternativa.

—Supongo que sí.

—Disfruta de la celebración.

Tania colgó y fue a hablar con Danuta.

—No habrá violencia —anunció—. Gorbachov la ha desautorizado.

—Oh, Dios mío —exclamó Danuta con un júbilo teñido de cierta incredulidad—. Entonces hemos ganado de verdad, ¿no?

—Sí —respondió Tania. Un sentimiento de satisfacción y esperanza brotaba de lo más hondo de su ser—. Este es el principio del fin.

Era pleno verano y ese 7 de julio hacía un calor sofocante en Bucarest.

Dimka y Natalia estaban con Gorbachov en una cumbre del Pacto de Varsovia. Su anfitrión era Nicolae Ceauşescu, el enloquecido dictador de Rumanía.

El punto más relevante del programa era «El problema de Hungría».

Dimka sabía que lo había incluido en la lista el líder de la Alemania Oriental, Erich Honecker. La liberalización de Hungría implicaba una amenaza para el resto de los países del Pacto de Varsovia, pues ponía de manifiesto la naturaleza represora de sus regímenes no reformados.

Y la Alemania Oriental se llevaba la peor parte: centenares de alemanes orientales que se encontraban de vacaciones en Hungría estaban abandonando sus tiendas de campaña y adentrándose en el bosque para atravesar agujeros abiertos en la vieja valla fronteriza en dirección a Austria y a la libertad. Las carreteras que llevaban desde el lago Balatón hasta la frontera estaban plagadas de diminutos coches Trabant y Wartburg, abandonados sin ningún remordimiento. La mayoría de esas personas no tenían pasaporte, pero eso no importaba: los trasladarían a la Alemania Occidental, donde les concederían la nacionalidad de forma automática y los ayudarían a instalarse. Tenían claro que pronto reemplazarían sus viejos vehículos por fiables y cómodos Volkswagen.

Los líderes del Pacto de Varsovia se reunieron en una gran sala alrededor de unas mesas dispuestas en rectángulo y repletas de banderas. Como siempre, Dimka, Natalia y los demás asistentes se sentaban contra las paredes de la sala. Honecker era la fuerza impulsora, pero Ceauşescu encabezó la carga. Se levantó de su asiento, junto a Gorbachov, y empezó a atacar las políticas reformistas del gobierno húngaro.

Era un hombre pequeño y encorvado, con cejas pobladas y mirada demencial. Aunque se dirigía a solo unas decenas de presentes en la sala de conferencias, gritaba y gesticulaba como si arengara a millares en un estadio. Su boca de gesto torcido lanzaba escupitajos al despotricar, y dijo sin ambages lo que quería: lo mismo que en 1956. Reclamó una invasión de Hungría por parte de los países del Pacto de Varsovia para derrocar a Miklós Németh y reinstaurar en esa nación la doctrina más tradicional del Partido Comunista.

Dimka echó un vistazo a la sala. Honecker asentía con la cabeza.

El líder checo de la línea dura, Miloš Jakeš, tenía expresión de aprobación. Tódor Zhívkov, de Bulgaria, estaba sin duda de acuerdo. Solo el líder de Polonia, el general Jaruzelski, seguía inmóvil e inexpresivo, amedrentado quizá por su derrota electoral.

Todos esos hombres eran tiranos brutales, torturadores y responsables de matanzas. Stalin no había sido una excepción, había sido el típico líder comunista. Cualquier sistema político que permitiera gobernar a esa clase de personas era un sistema maligno, pensó Dimka.

«¿Por qué nos habrá costado tanto tiempo darnos cuenta de ello?», reflexionó.

Sin embargo, como la mayoría de los presentes en la sala, él observaba a Gorbachov.

La retórica ya no importaba. Era baladí quién tuviera razón y quién no. Ninguno de los allí reunidos tenía el poder de hacer nada sin el consentimiento del hombre de la mancha de nacimiento en la calva.

Dimka creía saber qué se disponía a hacer Gorbachov, aunque no podía tener la certeza absoluta. El dirigente ruso estaba tan dividido como el imperio que gobernaba entre las tendencias conservadoras y las reformistas, y no había discurso que lograra hacerlo cambiar de parecer. Gran parte del tiempo dio la impresión de estar aburriéndose.

La voz de Ceauşescu se alzó hasta prácticamente convertirse en un grito. En ese momento Gorbachov captó la mirada de Miklós Németh y le dedicó al húngaro una tímida sonrisa mientras Ceauşescu escupía saliva y vilipendios.

Y entonces, para profundo asombro de Dimka, Gorbachov guiñó un ojo.

El líder ruso siguió sonriendo un segundo más, luego desvió la mirada y recuperó la expresión de aburrimiento.

Maria consiguió evitar a Jasper Murray hasta casi el final de la visita a Europa del presidente Bush.

No lo conocía en persona, pero sí sabía cómo era; lo había visto en televisión, como todo el mundo. Era más alto al natural, eso era todo.

Durante años ella había sido la fuente secreta de los mejores programas de Jasper, pero él no lo sabía, ya que solo conocía a George Jakes, el intermediario. Siempre habían actuado con cautela, razón por la cual jamás habían sido descubiertos.

Ella conocía la verdadera historia de por qué habían despedido a Jasper de This Day. La Casa Blanca había presionado a Frank Lindeman, el dueño de la cadena. Así fue como un presentador estrella había acabado en el exilio. Aunque con la tormenta política de la Europa del Este, además del buen olfato de Jasper para las mejores noticias, el destino al que lo habían enviado resultó ser inmejorable.

Bush y su séquito, incluida Maria, acabaron en París. Maria estaba en los Campos Elíseos con el gabinete de prensa el 14 de julio, día de la conmemoración de la toma de la Bastilla, viendo un interminable despliegue de poderío militar y deseando regresar a casa para volver a hacer el amor con George, cuando Jasper se dirigió a ella y le señaló una enorme valla publicitaria con un cartel de Evie Williams anunciando crema facial.

—Estaba coladita por mí a los quince años —dijo.

Maria miró la foto. Evie Williams había sido incluida en la lista negra de Hollywood por sus ideas políticas, pero era toda una estrella en Europa, y Maria recordaba haber leído que su línea personal de productos cosméticos estaba dándole más dinero del que había ganado con las películas.

—Tú y yo no nos conocemos —dijo Jasper—, pero resulta que conocí a tu ahijado, Jack Jakes, cuando vivía con Verena Marquand.

Maria le estrechó la mano con actitud cautelosa. Hablar con periodistas siempre era peligroso. No importaba lo que se dijera, el simple hecho de mantener una conversación con ellos lo situaba a uno en una posición de desventaja, porque siempre podría ponerse en tela de juicio lo que en realidad había declarado.

—Me alegro de conocerte al fin —repuso ella.

—Te admiro por tus logros —siguió diciendo Jasper—. Tu trayectoria ya habría sido notable para un hombre blanco. En el caso de una mujer afroamericana, es asombrosa.

Maria sonrió. Desde luego que Jasper era encantador; era su truco para conseguir que la gente hablara. Sin embargo, no era en absoluto de fiar y habría vendido a su madre con tal de conseguir una ex clusiva.

—¿Estás disfrutando de tu estancia en Europa? —preguntó ella con tono neutro.

—Ahora mismo es el lugar más apasionante del mundo. Soy un tipo con suerte.

—Eso es genial.

—Por el contrario —añadió Jasper—, este viaje no es que haya sido un éxito para el presidente Bush.

«Ya estamos», pensó Maria. Se encontraba en una posición difícil.

Debía defender al presidente y las políticas del Departamento de Estado, aunque estuviera de acuerdo con la afirmación de Jasper. Bush había fracasado a la hora de hacerse con las riendas del movimiento de liberación en la Europa del Este; era demasiado timorato.

—A nosotros nos ha parecido un triunfo —dijo, a pesar de todo.

—Bueno, eso es lo que tienes que decir. Pero, extraoficialmente, ¿fue un acierto que Bush animara a Jaruzelski, un tirano comunista de la vieja escuela, a presentarse a la candidatura para la presidencia de Polonia?

—Quizá Jaruzelski sea el mejor candidato para dirigir una reforma gradual —dijo Maria, aunque en realidad no lo creía.

—Bush enfureció a Lech Wałęsa al ofrecerle un irrisorio paquete de ayudas de cien millones de dólares, cuando Solidaridad había pedido diez mil millones.

—El presidente Bush es un hombre precavido —replicó Maria—. Cree que los polacos deben reformar antes su economía para luego obtener la ayuda. De no ser así, malgastarían el dinero. El presidente es conservador. Tal vez eso no te guste, Jasper, pero sí gusta al pueblo estadounidense. Por eso lo eligieron.

Jasper sonrió, consciente de que Maria había ganado ese asalto dialéctico.

—En Hungría Bush alabó al gobierno comunista por echar abajo la valla fronteriza, y no a la oposición que provocó la medida con sus presiones. Rogó a los húngaros que no fueran demasiado lejos, ni demasiado deprisa. ¿Qué clase de consejo es ese viniendo del líder del mundo libre?

Maria no contradijo a Jasper. Tenía razón en todo, así que decidió eludir la pregunta. Para concederse unos instantes de reflexión, se quedó mirando un camión de plataforma que transportaba un misil alargado con una bandera francesa pintada en el costado.

—Estás perdiéndote una noticia más interesante —dijo entonces.

Jasper Murray puso expresión de escepticismo, no era una acusación a la que estuviera muy acostumbrado.

—Soy todo oídos —dijo con un tono algo cómico.

—No puedo hablarte en calidad oficial.

—Pues hazlo de forma extraoficial.

Ella lo miró con dureza.

—Lo haré si eso queda claro.

—Queda claro.

—Está bien. Seguramente ya sabes que algunos han advertido al presidente que Gorbachov es un fraude, que la glásnost y la perestroika son pura palabrería por parte de los comunistas, carente de intencionalidad, y que toda esta pantomima no es más que una forma de engatusar a Occidente para que baje la guardia y lleve a cabo el desarme de forma prematura.

—¿Quién se lo ha advertido?

La respuesta era que la CIA, el asesor de Seguridad Nacional y el secretario de Defensa, pero Maria no pensaba mencionarlos hablando con un periodista, ni siquiera de forma extraoficial.

—Jasper, si todavía no lo sabes —se limitó a decir—, no eres tan buen periodista como todos creemos.

Él sonrió de oreja a oreja.

—De acuerdo. ¿Cuál es el bombazo?

—El presidente Bush atendió a esas advertencias antes de acceder a realizar este viaje. El bombazo es que ha visto la realidad sobre el terreno en Europa y ha cambiado de opinión. Estando en Polonia comentó: «Tengo la vertiginosa sensación de estar siendo testigo directo de un verdadero cambio en la historia».

—¿Puedo citarlo?

—Sí que puedes. Me lo dijo a mí.

—Gracias.

—Ahora el presidente cree que el cambio del comunismo es real y permanente, y que debemos alentarlo y protegerlo, en lugar de despreciarlo diciendo que no es auténtico.

Jasper dedicó a Maria una mirada prolongada que, según ella interpretó, contenía una pizca de respeto inesperado.

—Tienes razón —dijo al final—. Esta noticia es mejor. En Washington los señores de la Guerra Fría, como Dick Cheney y Brent Scowcroft, se van a subir por las paredes.

—Eso lo has dicho tú —aclaró Maria—. No yo.

Lili, Karolin, Alice y Helmut fueron en coche desde Berlín hasta el lago Balatón, en Hungría, en el Trabant blanco de Lili. Como siempre, el viaje duró dos días, y durante el camino Lili y Karolin fueron cantando todas las canciones que sabían.

Lo hacían para ocultar su miedo. Alice y Helmut iban a intentar escapar a Occidente. Nadie sabía qué ocurriría.

Lili y Karolin no los acompañarían. Ambas seguían solteras, pero de todas formas su vida estaba en la Alemania Oriental. Despreciaban el régimen, pero querían combatirlo, no huir de él. Para Alice y Helmut era distinto, ellos tenían toda la vida por delante.

Lili solo conocía a dos personas que hubieran intentado escapar: Rebecca y Walli. El prometido de Rebecca había caído desde un tejado y había quedado inválido de por vida. Walli se había topado con un guardia fronterizo al que había matado, una experiencia traumática que lo había atormentado durante años. No eran precedentes muy halagüeños. Pero la situación había cambiado, ¿o no?

La primera noche en el campamento de vacaciones conocieron a un hombre de mediana edad llamado Berthold. Estaba sentado a la entrada de su tienda de campaña dirigiéndose a media docena de jóvenes que bebían latas de cerveza.

—Resulta evidente, ¿verdad? —decía con voz de estar haciendo una confidencia para ganarse a su público—. Todo esto es una trampa de la Stasi. Es su nuevo método para dar caza a los rebeldes.

Un joven que estaba sentado en el suelo y fumaba un cigarrillo se mostró escéptico.

—¿Y cómo funciona?

—En cuanto cruzas la frontera, te detienen los austríacos. Te entregan a la policía húngara, que te envía de regreso a la Alemania Oriental, esposado, y allí te llevan directamente a las salas de interrogatorio de la jefatura de la Stasi, en Lichtenberg.

—¿Y usted cómo lo sabe? —preguntó una chica que se encontraba de pie.

—Mi primo intentó cruzar la frontera por aquí —contestó Berthold—. Lo último que me dijo fue: «Te enviaré una postal desde Viena». Ahora está en un campo de prisioneros cerca de Dresde, trabajando en una mina de uranio. Es la única forma que tiene el gobierno de conseguir trabajadores para esas minas, nadie más quiere hacerlo; la radiación provoca cáncer de pulmón.

La familia debatió la teoría de Berthold en voz baja antes de irse a dormir.

—Berthold es un sabelotodo —dijo Alice con desprecio—. ¿Cómo puede haberse enterado de que su primo está trabajando en una mina de uranio? El gobierno no reconoce que utiliza así a los prisioneros.

Sin embargo, Helmut estaba preocupado.

—Quizá sea un idiota, pero ¿y si la historia es cierta? La frontera podría ser una trampa.

—¿Para qué iban los austríacos a devolver a los fugitivos? —preguntó Alice—. No le tienen ninguna simpatía al comunismo.

—Tal vez no quieran hacerse cargo del problema y de los gastos que implica su llegada. ¿Qué más les dará a ellos el destino de los alemanes orientales?

Discutieron durante una hora y no llegaron a ninguna conclusión.

Lili se quedó despierta largo rato, preocupada.

A la mañana siguiente, en el comedor común, Lili vio a Berthold engatusando a otro grupo de jóvenes con sus historias frente a un enorme plato de queso y jamón. ¿Hablaba en serio o era un agente de la Stasi? Lili sintió la urgencia de averiguarlo. Daba la impresión de que el hombre se quedaría en el comedor un buen rato, así que, de forma impulsiva, decidió ir a registrar su tienda de campaña.

Las tiendas no estaban cerradas, solo se advertía a los campistas que no dejaran dentro ni dinero ni objetos de valor. Con todo, la entrada de Berthold tenía los lazos de cierre fuertemente atados.

Lili empezó a deshacer los nudos intentando aparentar tranquilidad, como si la tienda fuera suya. Tenía el corazón desbocado. Se esforzó por no parecer culpable a ojos de la gente que andaba por allí.

Estaba acostumbrada a pasar inadvertida —los conciertos que daba con Karolin siempre eran semiilegales—, aunque jamás había hecho nada similar. Si Berthold, por casualidad, terminaba el desayuno y regresaba al campamento antes de lo que ella esperaba, ¿qué le diría?

¿«Vaya, me he equivocado de tienda. ¡Lo siento!»? Las tiendas eran muy parecidas entre sí. Quizá no la creyera, pero ¿qué iba a hacer?

¿Llamar a la policía?

Separó las lonas de la entrada y se metió en el interior.

Berthold era pulcro y ordenado, para ser un hombre. Tenía la ropa bien doblada en una maleta, y una bolsa con cierre de cordón ajustable llena de prendas para la colada. También vio un neceser con una cuchilla y jabón de afeitar. Su cama consistía en una lona tensada sobre un somier metálico, y junto a ella había una pequeña pila de revistas en alemán. Todo parecía inofensivo.

«No te precipites —se dijo—. Busca pistas. ¿Quién es este tipo y qué está haciendo aquí?».

Había un saco de dormir doblado sobre el catre. Cuando Lili lo levantó notó un peso en su interior. Bajó la cremallera del saco, rebuscó dentro y encontró un libro con fotos pornográficas… y una pistola.

Era una pistola negra y pequeña, de cañón corto. Ella no sabía mucho sobre armas y no podía identificar la marca, pero creía que era lo que llamaban una «nueve milímetros». Parecía diseñada para pasar desapercibida.

Se la metió en el bolsillo de los vaqueros.

Ya tenía la respuesta a su pregunta. Berthold no era un simple sabelotodo fanfarrón. Era un agente de la Stasi, enviado a ese lugar para propagar historias terroríficas y disuadir a los posibles fugitivos.

Lili volvió a doblar el saco de dormir y salió de la tienda de campaña. No había ni rastro de Berthold. Ató a toda prisa los cordones de la lona de entrada con dedos temblorosos. Unos segundos más y se encontraría a salvo. En cuanto Berthold buscara su pistola, sabría que alguien había estado allí, pero si Lili lograba huir jamás descubriría quién. Supuso que ni siquiera denunciaría el robo a la policía húngara, porque seguramente las autoridades no aprobarían que un agente secreto alemán fuera armado a sus campamentos de verano.

Lili se alejó a paso ligero.

Karolin se encontraba en la tienda de Helmut y Alice, hablando con ellos en susurros; seguían debatiendo si el cruce de la frontera sería una trampa. Lili interrumpió la discusión.

—Berthold es un agente de la Stasi —dijo—. He registrado su tienda.

Sacó la pistola del bolsillo del pantalón.

—Es una Makárov —dijo Helmut, que había servido en el ejército—. Una pistola semiautomática de fabricación soviética, el arma oficial de la Stasi.

—Si la frontera fuera de verdad una trampa —opinó Lili—, la Stasi lo mantendría en secreto. El hecho de que Berthold esté contándoselo a todo el mundo prueba con bastante certeza que no es cierto.

Helmut asintió en silencio.

—A mí me basta con eso. Nos vamos.

Todos se levantaron.

—¿Quieres que me deshaga de la pistola? —le preguntó Helmut a Lili.

—Sí, por favor.

Se la pasó, aliviada de desprenderse de ella.

—Buscaré un lugar apartado en la playa y la lanzaré al lago.

Mientras Helmut lo hacía, las mujeres metieron toallas, trajes de baño y botes de protector solar en el maletero del Trabi como si fueran a pasar el día de excursión, para seguir con la farsa de las vacaciones familiares. Cuando Helmut regresó, fueron a la tienda de víveres y compraron queso, pan y vino para un picnic.

Luego se dirigieron hacia el oeste.

Lili no paraba de echar la vista atrás, pero no vio que nadie los siguiera.

Recorrieron unos ochenta kilómetros y salieron de la carretera principal cuando se acercaban a la frontera. Alice llevaba un mapa y una brújula magnética. Mientras avanzaban por carreteras rurales fingiendo buscar un lugar en el bosque donde disfrutar del picnic, vieron varios coches con matrícula de la Alemania Oriental abandonados en el arcén y supieron que aquel era el lugar adecuado.

No había ni rastro de autoridades oficiales, pero Lili estaba preocupada de todas formas. Sin duda la policía secreta de la Alemania Oriental tendría interés en perseguir a los fugitivos, pero seguramente no había nada que pudieran hacer.

—Calculo que estamos a menos de kilómetro y medio de la valla —dijo Alice mientras pasaban junto a un pequeño lago.

Unos segundos después Helmut, que iba al volante, salió de la carretera y se adentró por una pista de tierra que había entre los árboles. Detuvo el coche en un claro, a unos metros del agua, y apagó el motor.

—Bueno —dijo rompiendo el silencio—. ¿Vamos a simular un picnic?

—No —contestó Alice con la voz aflautada por la tensión—. Quiero irme ya.

Todos bajaron del coche.

Alice encabezaba la marcha mirando la brújula. El terreno era practicable, no había mucha broza que ralentizara el paso. Los altos pinos filtraban la luz solar, y los rayos dibujaban manchas doradas sobre el manto de agujas del suelo. El bosque estaba en silencio. Lili oyó el graznido de algún ave acuática y, de vez en cuando, el rugido distante de algún tractor.

Pasaron junto a un Wartburg Knight amarillo, medio oculto entre las ramas bajas; tenía las ventanillas rotas, y sus guardabarros empezaban a oxidarse. Un pajarillo salió volando del maletero abierto, y Lili se preguntó si habría anidado allí.

No dejaba de mirar a su alrededor en busca de alguna mancha de color verde o gris que revelara la presencia de un uniforme, pero no vio nada. Se dio cuenta de que Helmut también estaba alerta.

Subieron por una pendiente y al llegar a lo alto el bosque terminó de pronto. Salieron a una franja de terreno despejado y, a unos noventa metros de distancia, vieron la valla.

No era muy impresionante. Tenía postes de madera tosca, sin barnizar, y varias hileras de alambre que supuestamente estaba electrificado. La hilera superior, a casi dos metros del suelo, era una alambrada de púas. Al fondo se veía un campo de cereales amarillo madurando bajo el sol de agosto.

Cruzaron la franja desbrozada y llegaron a la valla.

—Podemos escalarla por aquí mismo —dijo Alice.

—¿Seguro que han desconectado la electricidad? —preguntó Helmut.

—Sí.

Movida por la impaciencia, Karolin alargó la mano y tocó todos los alambres, agarrándolos con firmeza.

—Desconectada, sí —dijo.

Alice besó y abrazó a su madre y a Lili. Helmut les estrechó la mano.

A unos noventa metros, en lo alto de un montículo aparecieron dos guardias con las casacas grises y las gorras puntiagudas del Servicio de Guardia Fronteriza Húngara.

—¡Oh, no! —exclamó Lili.

Ambos hombres levantaron sus fusiles.

—Que nadie se mueva —dijo Helmut.

—¡No puedo creer que hayamos estado tan cerca de conseguirlo! —se lamentó Alice, y empezó a llorar.

—No desesperes —la animó Helmut—. Esto aún no ha terminado.

Acercándose a ellos, los guardias bajaron los fusiles y les hablaron en alemán. Sin duda sabían exactamente lo que ocurría.

—¿Qué están haciendo aquí? —preguntó uno.

—Hemos venido de picnic al bosque —respondió Lili.

—¿De picnic? ¿De verdad?

—¡No queremos hacer nada malo!

—No pueden estar aquí.

Lili tenía muchísimo miedo de que los soldados los detuvieran.

—Está bien, está bien —dijo—. ¡Ya nos vamos!

Temía que Helmut iniciara una pelea. Sabía que podían matarlos a los cuatro, empezó a temblar y se le aflojaron las piernas.

Entonces habló el otro guardia.

—Tengan cuidado —dijo, y señaló la valla en la dirección desde la que habían llegado su compañero y él—. A unos cuatrocientos metros de aquí hay un hueco en la valla. Podrían cruzar la frontera sin pretenderlo.

Los dos guardias se miraron y rieron con ganas. Luego siguieron su marcha.

Lili, desconcertada, no podía despegar los ojos de las espaldas de los hombres, que se alejaban sin volver la cabeza. Lili y los demás los observaron en silencio hasta perderlos de vista.

—Ha parecido como si estuvieran diciéndonos dónde…

—¡Dónde encontrar un hueco en la valla! —exclamó Helmut—. ¡Vamos a buscarlo, deprisa!

Echaron a andar presurosos en la dirección que les había señalado el guardia. Se mantuvieron pegados a la linde del bosque por si debían ocultarse. Justo a unos cuatrocientos metros de recorrido llegaron a un lugar donde la valla estaba rota. Alguien había desclavado varios postes de madera y había cortado con tenazas la alambrada, que yacía en el suelo. Parecía que un enorme camión hubiera derribado la frontera.

La tierra estaba hollada por muchas pisadas, la hierba escaseaba y se veía marrón. Al otro lado del hueco se abría un sendero que avanzaba entre dos campos hasta un bosquecillo por donde asomaban algunos tejados; un pueblo, o tal vez una sencilla aldea.

La libertad.

De un pino joven que crecía por allí cerca colgaban unos treinta, cuarenta o incluso cincuenta llaveros. La gente dejaba las llaves de sus pisos y sus coches allí abandonadas como gesto desafiante, para demostrar que no pensaban regresar jamás. La brisa agitó las ramas, y el metal destelló bajo la luz del sol. Parecía un árbol de Navidad.

—No empecéis a dudar ahora —dijo Lili—. Ya nos hemos despedido hace diez minutos. Marchaos.

—Mamá, Lili, os quiero.

—Vete ya —dijo Karolin.

Alice tomó de la mano a Helmut.

Lili escrutó con detenimiento la franja de tierra desbrozada que recorría la valla. No se veía a nadie.

Ambos jóvenes cruzaron la frontera con cuidado de no pisar los alambres de la valla derribada.

Una vez se encontraron en el otro lado, se detuvieron y se despidieron con la mano aunque solo estaban a tres metros de distancia.

—¡Somos libres! —exclamó Alice.

—Dale un beso a Walli de mi parte —pidió Lili.

—Y de mi parte también —dijo Karolin.

Alice y Helmut siguieron caminando cogidos de la mano por el sendero que cruzaba los campos de cereales.

Al llegar al final de la senda volvieron a despedirse con la mano.

Luego se adentraron en la pequeña aldea y desaparecieron de la vista.

Karolin tenía el rostro surcado de lágrimas.

—Me pregunto si volveremos a verlos algún día —dijo.