59

A Jasper Murray lo despidieron en otoño de 1988.

No le sorprendió. El ambiente había cambiado en Washington. El presidente Reagan seguía siendo popular pese a haber cometido delitos mucho más graves que los que habían hecho caer a Nixon: financiar el terrorismo en Nicaragua, intercambiar armas por rehenes con Irán, y convertir a mujeres y a niñas en cadáveres destrozados en las calles de Beirut. El colaborador de Reagan, el vicepresidente George H. W. Bush, tenía números para sucederlo en el cargo. De algún modo —y Jasper no conseguía entender cómo había ocurrido—, la gente que desafiaba al presidente y desvelaba sus mentiras y sus estafas ya no eran héroes, como había ocurrido en los años setenta, sino que se los consideraba desleales e incluso antipatriotas.

De manera que para Jasper la noticia no supuso ninguna conmoción, aunque sí se sentía profundamente herido. Había empezado a trabajar en This Day hacía veinte años y había contribuido a convertirlo en un programa informativo muy respetado. El despido parecía una negación del trabajo de toda su vida. La generosa indemnización que recibió no alivió en medida alguna el dolor.

Quizá no debería haber hecho un chiste sobre Reagan al final del último programa; después de decirle a la audiencia que se marchaba, añadió: «Y recuerden: aunque el presidente les diga que llueve y parezca muy, muy sincero, miren por la ventana… solo para asegurarse».

Frank Lindeman palideció.

Sus compañeros organizaron una fiesta de despedida en el Old Ebbitt Grill a la que asistieron la mayoría de los activistas y los líderes de opinión de Washington. Ya entrada la noche, y apoyado contra la barra, Jasper dio un discurso. Herido, triste y desafiante, dijo:

—Amo este país. Lo amé nada más llegar, en 1963. Lo amo porque es libre. Mi madre huyó de la Alemania nazi; el resto de su familia no lo consiguió. La primera medida de Hitler fue someter la prensa al gobierno. Lenin hizo lo mismo. —Jasper había tomado varias copas de vino, y a consecuencia de ello se mostraba algo más franco de lo habitual—. Estados Unidos es libre porque tiene periódicos y canales de televisión irreverentes que ponen en evidencia y avergüenzan a los presidentes que se pasan la Constitución por el culo. —Alzó la copa—. Por la prensa libre. Por la irreverencia. Y que Dios bendiga a América.

Al día siguiente, Suzy Cannon, siempre ansiosa por patear al hombre que ya estaba en el suelo, publicó un largo y mordaz perfil de Jasper. Se las arregló para insinuar que su servicio en Vietnam y su nacionalización como ciudadano estadounidense no habían sido más que tentativas desesperadas por ocultar un odio visceral a Estados Unidos. También lo retrató como un depredador sexual despiadado que había arrebatado a Verena de los brazos de George Jakes, igual que a Evie Williams de los brazos de Cam Dewar ya en los sesenta.

El resultado fue que a Jasper le costó mucho encontrar trabajo.

Después de varias semanas intentándolo, al fin otra cadena le ofreció un puesto como corresponsal en Europa con base en Bonn.

—Seguro que puedes encontrar algo mejor —le dijo Verena, que no tenía tiempo para fracasados.

—Ninguna cadena me contratará como presentador.

Era de noche y estaban en el salón, después de ver el informativo y a punto de acostarse.

—Pero ¿Alemania? —insistió ella—. ¿No es un puesto para un novato que empieza a escalar?

—No necesariamente. La Europa del Este es un polvorín. Podrían producirse noticias interesantes en esa parte del mundo en los próximos años.

Verena no estaba dispuesta a dejarle ver la cara positiva.

—Hay trabajos mejores —opinó—. ¿No te ofreció The Washington Post una columna de opinión?

—Llevo toda la vida trabajando en la televisión.

—No has probado con las cadenas locales —repuso ella—. Podrías ser… el pez grande de un estanque pequeño.

—No, en absoluto. Sería una vieja gloria en decadencia. —La idea le hizo estremecerse de humillación—. No pienso intentarlo.

Verena lo miró desafiante.

—Muy bien, pero no me pidas que vaya contigo a Alemania.

Jasper ya esperaba aquello, pero le sorprendió su rotunda determinación.

¿Por qué no?

—Tú sabes alemán. Yo no.

Jasper no dominaba el alemán, pero ese no era su mejor argumento.

—Sería una aventura —dijo.

—Sé realista —replicó Verena con severidad—. Tengo un hijo.

—También resultaría una aventura para Jack. Sería bilingüe desde pequeño.

—George podría llevarme a juicio para impedirme que sacara a Jack del país. Tenemos la custodia compartida. Y aunque no fuera así, tampoco lo haría. Jack necesita a su padre y a su abuela. ¿Y qué hay de mi trabajo? Tengo mucho éxito, Jasper. Doce personas trabajan para mí, todas ellas presionan al gobierno a favor de causas liberales. No puedes estar pidiéndome en serio que renuncie a eso.

—Bueno, supongo que volveré a casa por vacaciones.

—¿Bromeas? ¿Qué clase de relación tendríamos? ¿Cuánto tiempo tardarás en retozar con una rolliza fräulein del Rin de trenzas rubias?

Era cierto que Jasper había sido promiscuo la mayor parte de su vida, pero nunca había engañado a Verena. La perspectiva de perderla le pareció de pronto insoportable.

—Puedo serte fiel —contestó, desesperado.

Verena captó su angustia, y su voz se suavizó.

—Jasper, eso es conmovedor. Creo que incluso estás siendo sincero, pero te conozco, y tú me conoces a mí. Ninguno de los dos es capaz de vivir en el celibato por mucho tiempo.

—Escucha —suplicó él—, todo el mundo que trabaja en la televisión de este país sabe que estoy buscando empleo, y este es el único que me han ofrecido. ¿No lo entiendes? Estoy contra las putas cuerdas.

¡No tengo alternativa!

—Lo entiendo, y lo siento, pero debemos ser realistas.

A Jasper le dolió más su compasión que su burla.

—En cualquier caso, no será para siempre.

—¿Ah, no?

—Claro que no. Pienso volver a lo más alto.

—¿En Bonn?

—Habrá más noticias europeas que nunca copando los informativos americanos. ¡Te lo demostraré, joder!

El rostro de Verena se entristeció.

—Mierda. Te vas de verdad, ¿no?

—Ya te lo he dicho, tengo que hacerlo.

—Bueno —dijo ella, pesarosa—, no esperes encontrarme aquí cuando vuelvas.

Jasper nunca había estado en Budapest. De joven siempre había mirado hacia Occidente, hacia Estados Unidos. Además, desde que él tenía memoria Hungría había estado cubierta por las grises nubes del comunismo. Sin embargo, en noviembre de 1988 y con la economía en ruinas, sucedió algo asombroso. Un pequeño grupo de jóvenes comunistas reformistas se hicieron con el control del gobierno y uno de ellos, Miklós Németh, fue nombrado primer ministro. Entre otros cambios, el nuevo dirigente abrió un mercado de valores.

A Jasper le parecía pasmoso.

Solo seis meses antes, Károly Grósz, jefe de los comunistas húngaros con aires de matón, había afirmado en la revista Newsweek que una democracia con diversidad de partidos era «una imposibilidad histórica» en Hungría. Németh, sin embargo, promulgó una ley que permitía los «clubes» políticos independientes.

Aquello suponía un bombazo, pero ¿serían permanentes esos cambios? ¿O Moscú tomaría medidas pronto?

Jasper voló a Budapest con la habitual ventisca del mes de enero.

Junto al Danubio, la nieve se apilaba en los torreones del enorme edificio del Parlamento. Fue en ese edificio donde Jasper conoció a Miklós Németh.

Había conseguido la entrevista con la ayuda de Rebecca Held.

Aunque nunca la había visto, sabía de ella por Dave Williams y Walli Franck. En cuanto llegó a Bonn la buscó; era lo más próximo que tenía a un contacto alemán. Ella era una figura importante en el Ministerio de Exteriores del país. Y aún mejor, era amiga —o quizá amante, suponía Jasper— de Frederik Bíró, asistente de Miklós Németh. Bíró había organizado la entrevista.

Fue este quien recibió a Jasper en el vestíbulo y lo escoltó por el laberinto de pasillos y corredores hasta el despacho del primer ministro.

Németh tenía solo cuarenta y un años de edad. Era un hombre bajo con una densa cabellera castaña y un mechón acaracolado que le caía sobre la frente. Su rostro transmitía inteligencia y determinación, pero también ansiedad. Para la entrevista se sentó detrás de una mesa de roble, nervioso y rodeado de asistentes. Sin duda era muy consciente de que no solo estaba hablando con Jasper, sino también con el gobierno de Estados Unidos… y de que Moscú estaría escuchándolo.

Al igual que cualquier primer ministro, hablaba empleando básicamente tópicos previsibles: era probable que vinieran tiempos difíciles, pero el país saldría fortalecido a largo plazo, etcétera, etcétera, pensó Jasper. Necesitaba algo mejor.

Le preguntó si los nuevos «clubes» políticos podrían llegar a ser partidos políticos libres.

Németh dirigió a Jasper una mirada dura, directa, y contestó con voz clara y firme:

—Esa es una de nuestras mayores ambiciones.

Jasper ocultó su perplejidad. Ningún país del Telón de Acero había tenido nunca partidos políticos independientes. ¿Estaba siendo sincero Németh?

Jasper preguntó si el Partido Comunista llegaría a ceder algún día su «liderazgo» en la sociedad húngara.

Németh volvió a lanzarle esa misma mirada.

—No me cuesta imaginar que dentro de dos años el jefe del Gobierno no sea miembro del Politburó —contestó.

Jasper se contuvo para no exclamar «¡Dios santo!».

La entrevista fluía, así que decidió arriesgarse con un tema peliagudo:

—¿Podrían intervenir los soviéticos para impedir estos cambios, como hicieron en 1956?

Németh le dirigió la misma mirada una tercera vez.

—Gorbachov ha destapado una olla hirviendo —dijo con voz pausada, y luego añadió—: Es posible que el vapor duela, pero el cambio es irreversible.

Y Jasper supo que tenía su gran primicia desde Europa.

Pocos días después vio una grabación de su reportaje tal como lo había emitido la televisión estadounidense. Lo acompañaba Rebecca, una mujer de cincuenta y tantos años desenvuelta, segura de sí misma, cordial pero con cierto aire de autoridad.

—Sí, creo que Németh es del todo sincero —comentó en respuesta a la pregunta de Jasper.

Este había concluido el reportaje hablando directamente a cámara delante del edificio del Parlamento: «La tierra helada es dura como la piedra en este país de la Europa del Este —dijo en la pantalla—, pero, como siempre, las semillas de la primavera empiezan a estremecerse bajo la superficie. Es evidente que el pueblo húngaro quiere un cambio, pero ¿lo permitirán sus caciques de Moscú? Miklós Németh cree que en el Kremlin reina un nuevo espíritu de tolerancia. Solo el tiempo dirá si está en lo cierto».

Ese había sido el cierre de Jasper, pero entonces, para su sorpresa, vio que habían añadido otra pieza a su crónica. Un portavoz de James Baker, secretario de Estado del recién nombrado presidente George H.

W. Bush, hablaba con un entrevistador invisible. «No se puede confiar en los indicios de moderación en las actitudes comunistas —afirmó—. Los soviéticos están intentando adormecer a Estados Unidos con una falsa sensación de seguridad. No hay motivo para dudar de la disposición del Kremlin a intervenir en la Europa del Este en el mismo instante en que se sientan amenazados. La necesidad más perentoria ahora es subrayar la credibilidad de la fuerza nuclear disuasoria de la OTAN».

—¡Cielo santo! —exclamó Rebecca—. ¿En qué planeta viven?

Tania Dvórkina volvió a Varsovia en febrero de 1989.

Lamentaba dejar a Vasili solo en Moscú, sobre todo porque iba a echarlo de menos, pero también porque aún le preocupaba un poco la posibilidad de que llenara el apartamento de jovencitas. En el fondo no creía que eso fuera a ocurrir, ya que aquella época había terminado, pero se sentía algo inquieta.

Varsovia era una asignación importante. Polonia estaba en ebullición. De algún modo Solidaridad había resurgido de sus cenizas. Sorprendentemente el general Jaruzelski —el dictador que había sofocado la libertad solo ocho años atrás, faltando a todas sus promesas y aniquilando el sindicato independiente— había accedido, por desesperación, a participar en una ronda de conversaciones con grupos opositores.

En opinión de Tania, Jaruzelski no había cambiado: la transformación la había sufrido el Kremlin. Él seguía siendo el mismo tirano, aunque ya no gozaba de la confianza ni el apoyo soviéticos. Según Dimka, a Jaruzelski le dijeron que Polonia debía resolver sola sus problemas, sin la ayuda de Moscú. La primera vez que Mijaíl Gorbachov lo dijo, Jaruzelski no lo creyó, como tampoco ninguno de los gobernantes de la Europa del Este, pero de eso hacía ya tres años, y por fin el mensaje empezaba a calar.

Tania no sabía qué iba a ocurrir. Nadie lo sabía. Nunca había oído hablar tanto de cambio, liberalización y libertad. Sin embargo, los comunistas seguían controlando el bloque soviético. ¿Se acercaba el día en que Vasili y ella pudieran desvelar su secreto y confesarle al mundo la verdadera identidad del escritor Iván Kuznetsov? En el pasado tales esperanzas habían acabado siempre aplastadas bajo las orugas de los tanques soviéticos.

En cuanto llegó a Varsovia, Tania recibió una invitación para ir a comer al apartamento de Danuta Górski.

Al llegar a su puerta y llamar al timbre recordó la última vez que había visto a Danuta, arrastrada fuera de aquel mismo piso por agentes de las ZOMO, la brutal policía de seguridad, ataviados con sus uniformes de camuflaje, siete años atrás, la noche en que Jaruzelski declaró la ley marcial.

Danuta abrió la puerta con una sonrisa espléndida, toda ella dientes y cabello. Abrazó a Tania y luego la acompañó al comedor del pequeño apartamento. Su marido, Marek, estaba abriendo una botella de riesling húngaro, y en la mesa había una bandeja de salchichas de tamaño aperitivo y un platillo con mostaza.

—Pasé dieciocho meses en la cárcel —dijo Danuta—. Creo que me soltaron porque estaba radicalizando a los demás presos. —Echó la cabeza atrás, riéndose.

Tania admiraba su coraje. «Si fuera lesbiana podría enamorarme de ella», pensó. Todos los hombres a los que había amado eran valientes.

—Ahora formo parte de la Mesa Redonda —prosiguió Danuta—. Todos los días, el día entero.

—¿Es de verdad una mesa redonda?

—Sí, y enorme. En teoría nadie manda en ella, pero en la práctica Lech Wałęsa preside las reuniones.

Tania estaba maravillada. Un electricista sin educación dominando el debate sobre el futuro de Polonia. Algo así había sido el sueño de su abuelo, el obrero bolchevique Grigori Peshkov, aunque Wałęsa era anticomunista. En cierto modo Tania se alegraba de que el abuelo Grigori no hubiera vivido para ver aquella ironía, podría haberle roto el corazón.

—¿Saldrá algo de la Mesa Redonda? —preguntó.

—Es una trampa —intervino Marek antes de que Danuta pudiera contestar—. Jaruzelski quiere inutilizar a la oposición asignando cargos a sus líderes, haciéndolos partícipes del gobierno comunista sin cambiar el sistema. Es su estrategia para permanecer en el poder.

—Probablemente Marek tenga razón —convino Danuta—, pero la trampa no va a funcionar. Estamos exigiendo sindicatos, libertad de prensa y elecciones auténticas.

Tania estaba atónita.

—¿De verdad contempla Jaruzelski la posibilidad de celebrar elecciones?

Polonia ya tenía unas elecciones falsas en las que solo los partidos comunistas y sus aliados estaban autorizados a presentar candidatos.

—Las conversaciones se rompen una y otra vez, pero él necesita detener las huelgas, así que vuelve a convocar la Mesa Redonda, y nosotros volvemos a exigir elecciones.

—¿Qué hay detrás de las huelgas? —preguntó Tania—. Quiero decir, en esencia…

Marek volvió a interrumpirlas:

—¿Sabes lo que dice la gente? «Cuarenta y cinco años de comunismo y seguimos sin tener papel higiénico». ¡Somos pobres! El comunismo no funciona.

—Marek tiene razón —coincidió Danuta una vez más—. Hace varias semanas una tienda de aquí, de Varsovia, anunció que al lunes siguiente vendería televisores a plazos. En realidad no tenía ninguno, solo confiaba en conseguirlos. La gente empezó a acudir a la tienda el viernes. El lunes por la mañana había quince mil personas en la cola… ¡solo para anotar su nombre en una lista!

Danuta fue a la cocina y volvió con un recipiente lleno de zupa ogórkowa, la sopa agria de pepino que a Tania le encantaba. Olía deliciosamente bien.

—Entonces, ¿qué va a pasar? —preguntó mientras la tomaba—. ¿Habrá elecciones auténticas?

—No —contestó Marek.

—Es posible —opinó Danuta—. La última propuesta es que dos tercios de los escaños del Parlamento se reserven para los comunistas y que los demás se otorguen en unas elecciones libres.

—¡Así que seguiremos teniendo elecciones amañadas! —puntualizó Marek.

—Pero sería mejor que lo que tenemos ahora —replicó Danuta—. ¿Tú no lo crees?

—No lo sé —respondió Tania.

El deshielo primaveral aún no había llegado y Moscú seguía sepultado bajo su manto de nieve cuando el nuevo primer ministro húngaro fue a reunirse con Mijaíl Gorbachov.

Yevgueni Filípov estaba al corriente de la visita de Miklós Németh y acorraló a Dimka a la salida del despacho de su jefe pocos minutos antes de la reunión.

—¡Hay que poner fin a este absurdo! —dijo.

Aquellos días Filípov se mostraba cada vez más frenético, había observado Dimka. Llevaba el pelo gris desaliñado e iba a todas partes corriendo. Contaba ya sesenta y pocos años, y su rostro lucía la expresión permanentemente ceñuda que lo había acompañado la mayor parte de su vida. Sus trajes holgados y su cabello casi al rape volvían a estar de moda; los jovencitos de Occidente lo llamaban «estilo retro».

Filípov detestaba a Gorbachov. El líder soviético encarnaba todo contra lo que Filípov había luchado a lo largo de su vida: la relajación de las normas en lugar de la estricta disciplina de partido; la iniciativa individual en lugar de la planificación central; la amistad con Occidente en lugar de la guerra contra el imperialismo capitalista. Dimka casi sentía compasión por un hombre que había desperdiciado su vida librando una batalla imposible de ganar.

Al menos él confiaba en que así fuera. El conflicto aún no había terminado.

—¿De qué absurdo en particular estamos hablando? —preguntó con voz cansada.

—¡De los partidos políticos independientes! —contestó Filípov como si estuviera mencionando una atrocidad—. Los húngaros han iniciado una deriva peligrosa. Jaruzelski ahora habla de lo mismo en Polonia. ¡Jaruzelski!

Dimka comprendía la incredulidad de Filípov. Ciertamente era asombroso que el tirano polaco estuviera intentando convertir Solidaridad en parte del futuro del país y permitiera que otros partidos políticos compitieran en unas elecciones de estilo occidental.

Y Filípov no lo sabía todo. La hermana de Dimka, que se encontraba en Varsovia por encargo de la TASS, estaba enviándole información muy precisa. Jaruzelski se hallaba contra las cuerdas, y Solidaridad era categórico. No solo conversaban; planeaban unas elecciones.

Aquello era lo que Filípov y los conservadores del Kremlin luchaban por evitar.

—¡Esos cambios son muy peligrosos! —insistió Filípov—. Abren la puerta a tendencias contrarrevolucionarias y revisionistas. ¿Qué sentido tienen?

—Resulta que ya no disponemos de dinero para subsidiar a nuestros satélites…

—No tenemos satélites. Tenemos aliados.

—Sean lo que sean, no están dispuestos a hacer lo que decimos si no podemos comprar su obediencia.

—Antes disponíamos de un ejército para defender el comunismo… pero ahora ya no.

Había parte de verdad en esa exageración. Gorbachov había anunciado que un cuarto de millón de soldados y diez mil tanques se retirarían de la Europa del Este, una medida económica esencial, pero también un gesto de paz.

—No podemos permitirnos ese ejército —dijo Dimka.

Filípov estaba tan indignado que parecía a punto de estallar.

—¿No te das cuenta de que estás hablando del final de todo aquello por lo que llevamos trabajando desde 1917?

—Jrushchov dijo que tardaríamos veinte años en alcanzar a los americanos en riqueza y potencia militar. Han pasado ya veintiocho y estamos muy por detrás de donde estábamos en 1961, cuando Jrushchov hizo su afirmación. Yevgueni, ¿qué quieres preservar con tu lucha?

—¡La Unión Soviética! ¿Qué imaginas que piensan los americanos mientras reducimos nuestro ejército y permitimos que el revisionismo crezca entre nuestros aliados? ¡Se están muriendo de risa! El presidente Bush es un guerrero frío, decidido a derrocarnos. No te engañes.

—Discrepo —repuso Dimka—. Cuanto más nos desarmemos, menos razones tendrán los americanos para aumentar sus reservas nucleares.

—Espero que tengas razón —dijo Filípov—, por el bien de todos.

Y se marchó.

Dimka también esperaba tener razón. Filípov había puesto el dedo en la llaga de la estrategia de Gorbachov. Todo dependía de que el presidente Bush fuera razonable. Si los estadounidenses respondían al desarme con medidas recíprocas, Gorbachov se vería reforzado y sus rivales en el Kremlin quedarían en ridículo. Pero si Bush no respondía —o, lo que era aún peor, aumentaba su inversión militar—, entonces sería Gorbachov quien quedaría en ridículo. Estaría debilitado, y sus oponentes podrían aprovechar la oportunidad para derrocarlo y regresar a los viejos y buenos tiempos de la confrontación de superpotencias.

Dimka se dirigió a las dependencias de Gorbachov. Estaba impaciente por reunirse con Németh, ya que lo que ocurría en Hungría era emocionante, pero también estaba ansioso por saber qué le diría su jefe a Németh.

El líder soviético no era predecible. Era un comunista de toda la vida que, sin embargo, no estaba dispuesto a imponer el comunismo en otros países. Su estrategia era clara: glásnost y perestroika, apertura y reestructuración. Sus tácticas eran menos obvias y, al margen de la cuestión de que se tratase, siempre resultaba difícil saber en qué dirección saltaría. Dimka tenía que estar alerta en todo momento.

Gorbachov no se mostró caluroso con Németh. El primer ministro húngaro había pedido una hora de recepción y se le habían concedido veinte minutos. Iba a ser una reunión complicada.

Németh llegó con Frederik Bíró, a quien Dimka ya conocía. El secretario de Gorbachov los llevó de inmediato a los tres al gran despacho. Se trataba de una sala enorme de techo alto, con paredes revestidas de madera y pintadas de color crema. Gorbachov se encontraba al otro lado de un escritorio de madera contemporáneo teñido de negro, situado en un rincón. Sobre él únicamente había un teléfono y una lámpara. Los visitantes se sentaron en elegantes sillas tapizadas con cuero negro. Todo simbolizaba modernidad.

Németh entró en materia sin demasiadas cortesías. Estaba a punto de anunciar las elecciones libres, dijo. Y libres significaba libres; el resultado podía ser un gobierno no comunista. ¿Qué opinaba Moscú?

Gorbachov enrojeció, y la marca de nacimiento púrpura que tenía en la calva se oscureció.

—El camino correcto es regresar a las raíces del leninismo —dijo.

Eso no significaba gran cosa. Todo aquel que intentaba cambiar la Unión Soviética aseguraba estar regresando a las raíces del leninismo.

—El comunismo puede volver a encontrar su camino —prosiguió Gorbachov— retrocediendo a la época anterior a Stalin.

—No, no puede —replicó Németh bruscamente.

—¡Solo el partido puede crear una sociedad justa! No es posible dejar eso al azar.

—Discrepamos. —Németh empezaba a parecer enfermo. Tenía la tez pálida y la voz trémula. Era un cardenal desafiando la autoridad del Papa—. Debo hacerle una pregunta muy directa —añadió—: si celebramos elecciones y el Partido Comunista queda fuera del poder, ¿intervendrá la Unión Soviética con fuerza militar como en 1956?

En la sala se hizo un silencio sepulcral. Ni siquiera Dimka sabía qué respondería Gorbachov.

Entonces este pronunció una única palabra en ruso:

Niet. —«No».

Németh parecía un hombre a quien acababan de revocar su sentencia de muerte.

—Al menos mientras yo ocupe este sillón —puntualizó Gorbachov.

Németh rió. No creía que Gorbachov corriera peligro de ser depuesto.

Se equivocaba. El Kremlin siempre se presentaba ante el mundo como un frente unido, pero nunca era tan armónico como pretendía.

La gente no tenía idea de lo débil que era el poder de Gorbachov. Németh se sintió satisfecho al conocer sus intenciones, pero Dimka tenía más información que él.

Sin embargo, el primer ministro húngaro no había acabado. Había recibido de Gorbachov una inmensa concesión: ¡la promesa de que la URSS no intervendría para impedir el derrocamiento del comunismo en Hungría! Aun así, con sorprendente audacia, Németh presionó para obtener otra garantía.

—La valla está desvencijada —dijo—. Debemos renovarla o retirarla.

Dimka sabía a qué se refería Németh. La frontera entre la Hungría comunista y la Austria capitalista estaba protegida por una valla electrificada de acero inoxidable, de doscientos cuarenta kilómetros de longitud y cuyo mantenimiento resultaba caro. Repararla por entero costaría millones.

—Si es preciso renovarla, hágalo —contestó Gorbachov.

—No —repuso Németh. Tal vez estuviera nervioso, pero también estaba decidido. Dimka admiró su coraje—. No tengo dinero y no la necesito. —Németh prosiguió—: Es una instalación del Pacto de Varsovia. Si usted la quiere, es usted quien debe renovarla.

—Eso no va a ocurrir —replicó Gorbachov—. La Unión Soviética ya no tiene dinero para esas cosas. Hace una década el barril de petróleo costaba cuarenta dólares y podíamos hacer cualquier cosa. Ahora cuesta… ¿cuánto?, ¿nueve? Estamos arruinados.

—Permítame que me asegure de que nos estamos entendiendo —dijo Németh. Transpiraba, y se secó la cara con un pañuelo—. Si usted no paga, nosotros no renovaremos la valla, y por tanto dejará de ser operativa como barrera. La gente podrá pasar a Austria y nosotros no los detendremos.

Se produjo otro elocuente silencio.

—Que así sea —concluyó al fin Gorbachov, y suspiró.

Ese fue el final de la reunión. Las cortesías de despedida se redujeron al mínimo. Los húngaros no veían el momento de marcharse.

Habían conseguido todo lo que habían pedido. Le estrecharon la mano a Gorbachov y salieron del despacho a paso ligero. Era como si quisieran llegar al avión antes de que el secretario general tuviera tiempo de cambiar de opinión.

Dimka regresó a su despacho con ánimo reflexivo. Gorbachov lo había sorprendido por partida doble: primero mostrándose tan inesperadamente hostil frente a las reformas de Németh, y después no oponiéndole una resistencia real.

¿Abandonarían los húngaros la valla? Se trataba de una parte esencial del Telón de Acero. Si de pronto permitían que la población cruzara la frontera y pasara a Occidente, eso supondría un cambio incluso más trascendental que las elecciones libres.

Sin embargo, Filípov y los conservadores aún no se habían rendido.

Estaban alerta ante el menor indicio de debilidad en Gorbachov. Dimka no dudaba de que tenían planes de emergencia para un golpe.

Contemplaba pensativo el gran cuadro revolucionario que decoraba la pared de su despacho cuando Natalia llamó.

—Sabes lo que es un misil Lance, ¿verdad? —preguntó sin preámbulos.

—Un arma nuclear tierra-tierra de apoyo táctico y corto alcance —respondió él—. Los americanos tienen unos setecientos en Alemania.

Por suerte solo llega a ciento veinte kilómetros.

—Ya no —repuso ella—. El presidente Bush quiere actualizarlos.

Los nuevos alcanzarán los cuatrocientos cincuenta.

—Joder. —Eso era lo que Dimka había temido y Filípov había anticipado—. Pero no tiene sentido. No hace tanto que Reagan y Gorbachov retiraron los misiles balísticos de medio alcance.

—Bush cree que Reagan se excedió con el desarme.

—¿Es definitivo?

—Bush se ha rodeado de halcones de la Guerra Fría, según la delegación del KGB en Washington. El secretario de Defensa, Cheney, es un exaltado. Y también Scowcroft. —Brent Scowcroft era el asesor de Seguridad Nacional—. Y hay una mujer igual de mala, una tal Condoleeza Rice.

Dimka se desesperó.

—Filípov me va a soltar un «Te lo dije».

—Filípov y otros. Es una medida peligrosa para Gorbachov.

—¿Qué plazos tienen los americanos?

—Van a presionar a la Europa occidental en la cumbre de la OTAN de mayo.

—Mierda —dijo Dimka—. Ahora tenemos un problema.

Rebecca Held trabajaba en su casa de Hamburgo entrada la noche, con la mesa de la cocina repleta de documentos. En la encimera había una taza de café sucia y un plato con las migas del sándwich de jamón que había cenado. Se había quitado el elegante atuendo de trabajo, se había desmaquillado y se había puesto ropa interior vieja y holgada y un antiguo salto de cama de seda.

Se estaba preparando para su primera visita a Estados Unidos. Iba a ir con su jefe, Hans-Dietrich Genscher, vicecanciller de Alemania, ministro de Exteriores y cabeza del Partido Liberal Democrático al que ella pertenecía. Su misión consistía en explicar a los norteamericanos por qué no querían más armas nucleares. La Unión Soviética empezaba a ser menos amenazadora con Gorbachov al frente. Las cabezas nucleares actualizadas no solo eran innecesarias, sino que además serían contraproducentes, ya que socavarían las iniciativas de paz de Gorbachov y fortalecerían a los halcones de Moscú.

Rebecca leía una valoración de las luchas de poder en el Kremlin elaborada por los servicios secretos alemanes cuando sonó el timbre.

Miró el reloj. Eran las nueve y media. No esperaba visita y desde luego no iba vestida para recibir a nadie. No obstante, tal vez fuera un vecino o alguien que necesitara un cartón de leche.

No tenía guardaespaldas las veinticuatro horas; por suerte, no era lo bastante importante para despertar el interés de los terroristas. De todos modos la puerta tenía mirilla, así que podía echar un vistazo antes de abrir.

Se sorprendió al ver fuera a Frederik Bíró.

Se vio invadida por una mezcla de sentimientos. Una visita sorpresa de su amante era una delicia… pero ella estaba hecha un adefesio.

A los cincuenta y siete años todas las mujeres querían disponer de tiempo para acicalarse antes de mostrarse ante un hombre.

Sin embargo, difícilmente podía pedirle que esperase en el rellano mientras se maquillaba y se cambiaba de ropa interior.

Abrió la puerta.

—Cariño —dijo él, y la besó.

—Me alegro de verte, pero me has pillado desprevenida —contestó Rebecca—. Estoy horrible.

Fred entró y ella cerró la puerta. Él la apartó estirando los brazos y la observó.

—Pelo alborotado, gafas, bata, descalza… —dijo—. Estás adorable.

Ella rió y lo acompañó a la cocina.

—¿Has cenado? —preguntó—. ¿Quieres que te haga una tortilla?

—Solo café, por favor. He cenado en el avión.

—¿Qué haces en Hamburgo?

—Me ha enviado mi jefe. —Fred se sentó a la mesa—. El primer ministro Németh va a venir a Alemania la próxima semana para reunirse con el canciller Kohl. Va a hacerle una pregunta. Como todos los políticos, quiere conocer la respuesta antes de hacerla.

—¿Qué pregunta?

—Tengo que explicártelo.

Rebecca dejó una taza de café frente a él.

—Adelante, tengo toda la noche.

—Espero no alargarme tanto. —Fred introdujo una mano bajo el salto de cama y ascendió por su muslo—. Tengo otros planes. —Le alcanzó la ropa interior—. ¡Oh! —exclamó—. Braguitas… grandes…

Ella se azoró.

—¡No te esperaba!

Él sonrió con picardía.

—Podría meter las dos manos dentro… Tal vez los dos brazos.

Rebecca retiró sus manos y se dirigió al otro lado de la mesa.

—Mañana pienso tirar toda la ropa interior vieja. —Se sentó lo más lejos posible de él—. Deja de abochornarme y dime para qué has venido.

—Hungría va a abrir la frontera con Austria.

A Rebecca le pareció haber oído mal.

—¿Cómo has dicho?

—Vamos a abrir la frontera. Dejaremos que la valla se derrumbe.

Nuestro pueblo será libre de ir a donde quiera.

—No puedes hablar en serio…

—Es una decisión tanto política como económica. La valla se cae a trozos y no podemos costear una nueva.

Rebecca empezaba a entenderlo.

—Pero si los húngaros pueden salir, también podrán hacerlo los demás. ¿Cómo detendréis a los checos, los yugoslavos, los polacos…?

—No los detendremos.

—… y los alemanes del Este. ¡Oh, Dios mío! ¡Mi familia podrá salir!

—Sí.

—No sucederá. Los soviéticos no lo permitirán.

—Németh fue a Moscú para informar a Gorbachov.

—¿Y qué dijo Gorbi?

—Nada. No le hace gracia, pero no intervendrá. Tampoco puede permitirse renovar la valla.

—Pero…

—Yo estuve allí, en la reunión en el Kremlin. Németh le preguntó directamente si los soviéticos los invadirían como en 1956. Y su respuesta fue Niet.

—¿Le crees?

—Sí.

Era una noticia que cambiaría el mundo. Rebecca llevaba toda su vida política trabajando por aquello, pero no podía creer que fuera a suceder de verdad: ¡su familia podría pasar de la Alemania Oriental a la Occidental! ¡La libertad!

—Podría haber un inconveniente —dijo Fred entonces.

—Me lo temía.

—Gorbachov prometió que no intervendría militarmente, pero no dijo si impondría sanciones económicas.

Rebecca pensó que aquel era el menor de los problemas que tenían.

—La economía húngara mirará a Occidente y crecerá.

—Eso es lo que queremos, pero llevará tiempo. La gente podría pasar penalidades. El Kremlin podría confiar en empujarnos a un derrumbe económico antes de que la economía tenga tiempo de adaptarse. Podría haber una contrarrevolución.

Rebecca vio que tenía razón. Era un peligro grave.

—Sabía que era demasiado bueno para ser verdad —comentó, desanimada.

—No desesperes. Tenemos una solución. Por eso estoy aquí.

—Cuéntamela.

—Necesitamos el apoyo del país más rico de Europa. Si conseguimos una gran línea de crédito de los bancos alemanes, podremos resistir la presión soviética. La semana que viene Németh le pedirá un préstamo a Kohl. Sé que tú no puedes autorizar sola algo así, pero confiaba en que me orientases. ¿Qué dirá Kohl?

—No puedo imaginar que se niegue, si la recompensa es la apertura de las fronteras. Además del beneficio político, piensa en lo que podría significar eso para la economía alemana.

—Es posible que necesitemos mucho dinero.

—¿Cuánto?

—Probablemente mil millones de marcos.

—No te preocupes —dijo Rebecca—, los tendrás.

La economía soviética empeoraba por momentos, según el informe de la CIA que el congresista George Jakes tenía delante. Las reformas de Gorbachov —descentralización, más bienes de consumo, menos armas— no eran suficientes.

Se presionaba a los satélites de la Europa del Este para que siguieran a la URSS en la liberalización de sus economías, pero los cambios serían ínfimos y graduales, según pronosticaba la agencia. Si algún país rechazaba de plano el comunismo, Gorbachov enviaría los tanques.

Aquello extrañó a George, que asistía a una reunión del Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes. Polonia, Hungría y Checoslovaquia iban por delante de la Unión Soviética avanzando hacia la libre empresa y la democracia, y Gorbachov no estaba haciendo nada para detenerlos.

Pero el presidente Bush y el secretario de Defensa, Cheney, creían fervorosamente en la amenaza soviética, y, como siempre, la CIA se veía presionada para decirle al presidente lo que quería oír.

La reunión del comité le dejó a George una sensación de insatisfacción y ansiedad, y tomó el precario metro del Capitolio para volver al Cannon House Office Building, donde disponía de tres salas abarrotadas. En el vestíbulo había un mostrador de recepción, un sofá para que las visitas esperasen y una mesa redonda para las reuniones. A un lado estaba el despacho administrativo, repleto de escritorios del personal, estanterías de libros y archivadores. En el lado opuesto se encontraba el despacho privado de George, con un escritorio, una mesa de reuniones de grandes dimensiones y una fotografía de Bobby Kennedy.

Le intrigó ver en su lista de visitas a un clérigo de Anniston, Alabama: el pastor Clarence Bowyer, que quería hablar con él sobre los derechos civiles.

George nunca olvidaría Anniston, la ciudad donde los viajeros de la libertad habían sido atacados por una turba que había incendiado su autobús. Había sido la única vez en que alguien había intentado realmente matarlo.

Debía de haber accedido a la solicitud de aquel hombre, aunque no recordaba por qué. Dio por hecho que un pastor de Alabama que quisiera verle sería afroamericano, y se quedó perplejo cuando su ayudante hizo pasar a un hombre blanco. El reverendo Bowyer tenía más o menos la edad de George y llevaba una camisa blanca y una corbata oscura, pero también calzado deportivo, tal vez por lo mucho que tendría que caminar en Washington. Tenía el cabello entrecano, los incisivos grandes y el mentón retraído, lo cual acentuaba su parecido con una ardilla roja. Había algo en él que a George le resultaba vagamente familiar. Lo acompañaba un adolescente con el que guardaba una gran semblanza.

—Intento llevar el evangelio de Jesús a soldados y empleados del Centro Militar de Anniston —dijo Bowyer a modo de presentación—. Muchos miembros de mi congregación son afroamericanos.

Bowyer era sincero, pensó George, y su grey era mixta, algo insólito.

—¿Qué le interesa de los derechos civiles, pastor?

—Verá, señor, de joven fui segregacionista.

—Mucha gente lo fue —repuso George—. Todos hemos aprendido.

—Yo he hecho algo más que aprender —dijo Bowyer—. He pasado décadas sumido en un hondo arrepentimiento.

Aquello parecía un poco desmesurado. Algunas de las personas que solicitaban reuniones con congresistas estaban locas en cierta medida. El personal de George hacía lo imposible por filtrar a los desequilibrados, pero alguno que otro se colaba. Sin embargo, Bowyer le parecía bastante cuerdo.

—Arrepentimiento —repitió para hacer tiempo.

—Congresista Jakes —dijo Bowyer con tono solemne—, he venido a disculparme con usted.

—¿Por qué, exactamente?

—En 1961 lo golpeé con una barra de hierro. Creo que le rompí un brazo.

George comprendió al instante por qué aquel hombre le resultaba conocido. Había formado parte de la turba de Anniston. Había intentado golpear a Maria, pero George interpuso el brazo. Aún le dolía cuando hacía frío. George miró atónito a aquel clérigo ferviente.

—Así que fue usted —dijo.

—Sí, señor. No tengo ninguna excusa que ofrecerle. Sabía lo que hacía, y me equivoqué, pero nunca lo he olvidado. Solo me gustaría que supiera cuánto lo siento, y quería que mi hijo, Clam, presenciara mi confesión.

George estaba perplejo. Nunca le había ocurrido nada semejante.

—Y se hizo pastor —concluyó.

—Al principio me hice alcohólico. Por culpa del alcohol perdí el trabajo, la casa y el coche. Entonces, un domingo el Señor guió mis pasos hacia una pequeña misión, en una choza de una barriada pobre.

El pastor, que por cierto era negro, hacía suyo el capítulo veinticinco del Evangelio de san Mateo, especialmente el versículo cuarenta: «De cierto os digo que cuanto hicisteis a uno de estos, mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis».

George había escuchado más de un sermón sobre ese versículo.

Su mensaje era que un mal que se hiciera a cualquier persona era un mal que se hacía a Jesús. Los afroamericanos, que habían sufrido más males que la mayoría de los ciudadanos, obtenían gran consuelo con esa idea. El versículo aparecía incluso en el Vitral de Gales de la Iglesia Baptista de la Calle Dieciséis de Birmingham.

—Fui a esa iglesia a burlarme y salí salvado —comentó Bowyer.

—Me alegra saber que su corazón se abrió, pastor.

—No merezco su perdón, congresista, pero confío en que Dios me conceda el suyo. —Bowyer se puso de pie—. Sé que su tiempo es valioso, así que no le robaré más. Gracias.

George también se levantó. Sintió la necesidad de corresponder de forma adecuada a un hombre poseído por una emoción tan fuerte.

—Antes de que se marche —dijo—, déjeme que le estreche la mano. —Le tomó una mano entre las suyas—. Si Dios puede perdonarle, Clarence, creo que yo también debería hacerlo.

Bowyer se quedó sin habla. Las lágrimas afloraron a sus ojos mientras le estrechaba la mano a George.

Llevado por un impulso, este lo abrazó. El hombre sollozaba y se estremecía.

Un minuto después, George lo dejó ir y retrocedió un paso. Bowyer intentó hablar, pero fue incapaz. Llorando, dio media vuelta y se marchó.

Su hijo también le estrechó la mano a George.

—Gracias, congresista —dijo con voz trémula—. No puedo expresar cuánto significa para mi padre su perdón. Es usted un gran hombre, señor. —Y siguió a Bowyer fuera de la sala.

George volvió a sentarse, algo aturdido. «Bueno —pensó—, menuda sorpresa».

Aquella noche se lo contó a Maria, que reaccionó sin la menor empatía.

—Supongo que estás en tu derecho de perdonarlo, fue a ti a quien le rompió un brazo —dijo—. Yo no siento mucha compasión por los segregacionistas. Me gustaría ver al pastor Bowyer pasando un par de años en la cárcel, o en una cadena de presos; entonces quizá aceptaría sus disculpas. Todos esos jueces corruptos, los policías brutales y los que lanzaban bombas incendiarias siguen libres, lo sabes. Nunca se les ha llevado ante la justicia por lo que hicieron. Algunos seguramente estarán cobrando sus malditas pensiones. ¿Y también quieren el perdón? Yo no pienso ayudarlos a que se sientan mejor. Si la culpa los amarga, me alegro. Es lo menos que merecen.

George sonrió. Maria se estaba volviendo más batalladora en la cincuentena. Era una de las empleadas más veteranas del Departamento de Estado, a la que republicanos y demócratas respetaban por igual, y se comportaba con aplomo y autoridad.

Estaban en su apartamento y ella hacía la cena, lubina a las finas hierbas, mientras George ponía la mesa. Un aroma delicado llenó el salón e hizo salivar a George. Maria llenó su copa de un chardonnay Lynmar y preparó brécol al vapor. Estaba más rellenita que antes e intentaba adoptar los magros gustos culinarios de George.

Después de cenar se sentaron en el sofá a tomar el café. Maria estaba relajada.

—Quiero poder mirar atrás y decir que el mundo era un lugar más seguro cuando dejé el Departamento de Estado que cuando llegué —comentó—. Quiero que mis sobrinos y mis sobrinas, y mi ahijado, Jack, críen a sus hijos sin la amenaza de un holocausto provocado por el choque de superpotencias. Entonces podré decir que mi vida valió la pena.

—Comprendo cómo te sientes —repuso George—, pero parece un sueño imposible. ¿O tú crees que puede conseguirse?

—Quizá. El bloque soviético está más cerca de derrumbarse que en cualquier otro momento desde la Segunda Guerra Mundial. Nuestro embajador en Moscú cree que la Doctrina Brézhnev está acabada.

La Doctrina Brézhnev afirmaba que la Unión Soviética controlaba la Europa del Este, igual que la Doctrina Monroe otorgaba ese mismo derecho a Estados Unidos en Sudamérica.

George asintió.

—Que Gorbachov ya no quiera gobernar el imperio comunista es una gran ganancia geopolítica para Estados Unidos.

—Y deberíamos estar haciendo todo lo posible por contribuir a que Gorbachov permanezca en el poder, pero no lo hacemos porque el presidente Bush cree que todo es una trampa de Gorbachov para que nos confiemos, así que en realidad está planeando aumentar nuestro arsenal nuclear en Europa.

—Lo que sin duda perjudicará a Gorbachov y beneficiará a los halcones del Kremlin.

—Exacto. De todos modos, mañana vendrán un puñado de alemanes para intentar enderezarlo.

—¡Buena suerte! —exclamó George, escéptico.

—Sí.

George se acabó el café, pero no quería moverse. Se sentía cómodo, lleno de comida y vino, y disfrutando como siempre de la conversación con Maria.

—¿Sabes qué? —dijo—. Aparte de mi hijo y de mi madre, eres la persona que más me gusta del mundo.

—¿Cómo está Verena? —replicó ella con brusquedad.

George sonrió.

—Viéndose con tu ex novio Lee Montgomery. Ahora es redactor de The Washington Post. Creo que van en serio.

—Fantástico.

—¿Recuerdas…? —Seguramente no tendría que decir aquello, pero se había tomado media botella de vino y pensó: «¡Qué demonios!»—. ¿Recuerdas cuando hicimos el amor en este sofá?

—George —contestó Maria—, no lo hago tan a menudo para olvidarlo.

—Por desgracia, yo tampoco.

Ella se rió.

—Me alegro —repuso.

Él se sentía nostálgico.

—¿Cuánto hace de aquello?

—Fue la noche en que Nixon dimitió. Hace quince años. Tú eras joven y atractivo.

—Y tú eras casi tan guapa como hoy.

—Bah, zalamero.

—Estuvo bien, ¿verdad? El sexo, quiero decir.

—¿Bien? —Maria fingió sentirse ofendida—. ¿Eso es todo?

—Estuvo genial.

—Sí.

A George lo asaltó una sensación de arrepentimiento por las oportunidades perdidas.

—¿Qué nos ocurrió?

—Teníamos diferentes caminos que seguir.

—Sí, supongo. —Hubo un silencio, y luego George añadió—:

¿Quieres volver a hacerlo?

—Creía que nunca ibas a pedírmelo.

Se besaron, y George recordó al instante cómo había sido la primera vez: tan relajado, tan natural, tan perfecto…

El cuerpo de Maria había cambiado: era más blando, tenía la piel más seca al tacto. George supuso que algo parecido le habría ocurrido al suyo: los músculos que le había moldeado la lucha habían desaparecido hacía tiempo. Pero nada de eso supuso diferencia alguna. Los labios y la lengua de ella se movieron con fervor en su boca, y él sintió el mismo placer anhelante encontrándose entre los brazos de una mujer sensual y cariñosa.

Maria le desabotonó la camisa. Mientras él se la quitaba, ella se levantó y se quitó el vestido rápidamente.

—Antes de que lleguemos más lejos… —dijo George.

—¿Qué? —Maria volvió a sentarse—. ¿Te lo estás pensando?

—Todo lo contrario. Ese sujetador es muy bonito, por cierto.

—Gracias. Vas a poder quitármelo enseguida. —Le desabrochó el cinturón.

—Pero quiero decirte algo, aun a riesgo de estropearlo todo…

—Adelante —lo animó ella—, arriésgate.

—Me estoy dando cuenta de algo que supongo que debería haber visto antes.

Ella lo miró con una leve sonrisa, sin decir nada, y él tuvo la extraña sensación de que sabía perfectamente lo que iba a decir.

—Me estoy dando cuenta de que te quiero —dijo George.

—¿De veras?

—Sí. ¿Te importa? ¿No pasa nada? ¿Me he cargado el momento?

—Tonto —dijo Maria—. Yo llevo años enamorada de ti.

Rebecca llegó al Departamento de Estado, en Washington, un cálido día de primavera. Había narcisos en los arriates, y ella rebosaba esperanza. El imperio soviético se debilitaba, tal vez de forma irreversible.

Alemania tenía la oportunidad de volver a estar unida y ser libre. Los estadounidenses solo tenían que empujar en la dirección correcta.

Pensó que era Carla, su madre de adopción, el motivo por el que ella estaba allí, en Washington, representando a su país y negociando con los hombres más poderosos del mundo. Carla había acogido a una chica judía de trece años de edad durante la guerra en Berlín y le había infundido la seguridad necesaria para llegar a ser una estadista internacional. «Tengo que conseguir una fotografía para enviársela», pensó.

Con su jefe, Hans-Dietrich Genscher, y un puñado de asistentes, fue al edificio de arte moderno que albergaba el Departamento de Estado. En el vestíbulo de dos plantas había un enorme mural titulado La defensa de las libertades humanas, que representaba a las cinco libertades protegidas por el ejército estadounidense.

Los alemanes fueron recibidos por una mujer a quien Rebecca hasta ese momento solo conocía como una voz cálida e inteligente al teléfono: Maria Summers. Se sorprendió al ver que era afroamericana.

Luego se sintió culpable por haberse sorprendido; no había razón por la que una afroamericana no pudiera ocupar un cargo de responsabilidad en el Departamento de Estado. Sin embargo, había muy pocos rostros negros en el edificio. Maria era una excepción, y la sorpresa de Rebecca, a fin de cuentas, estaba justificada.

Maria era simpática y cordial, pero enseguida se hizo evidente que el secretario de Estado, James Baker, no. Los alemanes esperaron fuera de su despacho cinco minutos, después diez. Saltaba a la vista que Maria estaba abochornada. Rebecca empezó a preocuparse. Aquello no podía ser una casualidad. Hacer esperar al vicecanciller alemán era un insulto. Baker debía de ser hostil.

Rebecca sabía que los norteamericanos habían actuado así otras veces. Después les decían a los medios de comunicación que sus visitantes se habían sentido desairados a consecuencia de sus puntos de vista, y en la prensa de esos países aparecían entonces artículos embarazosos. Ronald Reagan había hecho lo mismo con el líder de la oposición británica, Neil Kinnock, porque era partidario del desarme.

A Rebecca le importaban poco esa clase de desaires. Los políticos eran muy dados a las poses; no eran más que muchachos enseñando sus vergas. Pero aquel en particular significaba que muy probablemente la reunión fuera a ir mal, y eso era una mala noticia para la distensión.

Transcurridos quince minutos los dejaron pasar. Baker era un hombre larguirucho y atlético, y tenía acento de Texas, pero no había nada de pueblerino en él: iba peinado, afeitado y vestido de forma impecable. Le dio a Hans-Dietrich Genscher un apretón de manos más que breve.

—Estamos profundamente decepcionados con su actitud —dijo.

Por suerte Genscher no se amilanaba con facilidad. Hacía quince años que era vicecanciller y ministro de Exteriores de Alemania, y sabía cómo pasar por alto los malos modales. Era un hombre alopécico, miope y de rostro rollizo y belicoso.

—Nosotros opinamos que su política está desfasada —repuso con serenidad—. La situación en Europa ha cambiado, y es preciso que lo tengan en cuenta.

—Debemos mantener la fuerza nuclear disuasoria de la OTAN —replicó Baker como repitiendo un mantra.

Genscher controló su impaciencia con visible esfuerzo.

—Discrepamos, y nuestro pueblo también. Cuatro de cada cinco alemanes quieren que se retiren de Europa las armas nucleares.

—¡La propaganda del Kremlin los está embaucando!

—Vivimos en una democracia. Al final, la gente decide.

Dick Cheney, el secretario de Defensa estadounidense, también se encontraba en la sala.

—Uno de los principales objetivos del Kremlin es desnuclearizar Europa —dijo—. ¡No debemos caer en su trampa!

A Genscher lo irritaba a todas luces que intentaran aleccionarlo sobre política europea unos hombres que sabían mucho menos que él del tema. Parecía un profesor de escuela intentando explicar en vano algo a alumnos deliberadamente obtusos.

—La Guerra Fría ha terminado —dijo.

Rebecca se sentía horrorizada viendo que aquella discusión iba a ser del todo infructífera. Nadie escuchaba, todos tenían una decisión tomada de antemano.

Estaba en lo cierto. Los dos bandos intercambiaron comentarios irritados unos minutos más, y la reunión llegó a su fin.

No hubo ocasión para fotografías.

Mientras los alemanes de marchaban, ella se devanó los sesos en busca de algún modo de rescatar la situación, pero no se le ocurrió ninguno.

—No ha ido como esperaba —le dijo Maria a Rebecca en el vestíbulo.

No era una disculpa, aunque sí lo que más podía acercarse a ella dentro de las limitaciones de su puesto.

—No se preocupe —contestó Rebecca—. Lamento que no haya habido más diálogo y menos bravatas.

—¿Hay algo que podamos hacer para aproximar a nuestros superiores en esta cuestión?

Rebecca estaba a punto de decir que no lo sabía, pero en ese momento se le ocurrió una idea.

—Quizá sí —respondió—. ¿Por qué no trae al presidente Bush a Europa? Que lo vea por sí mismo. Que hable con los polacos y los húngaros. Creo que eso podría hacerle cambiar de opinión.

—Tiene razón —convino Maria—. Voy a sugerirlo. Gracias.

—Buena suerte —dijo Rebecca.