ESE domingo, mientras Jacky, George, Maria y el pequeño Jack se encontraban en la iglesia cantando Shall We Gather at the River, Konstantín Chernenko murió en Moscú.
Ocurrió cuando pasaban veinte minutos de las siete de la tarde, hora local. Dimka y Natalia estaban en casa, cenando sopa de alubias con su hija, Katia, una estudiante de quince años, y el hijo de Dimka, Grisha, un universitario de veintiuno. El teléfono sonó a las siete y media, y contestó Natalia.
—Hola, Andréi —dijo, y al momento Dimka adivinó lo sucedido.
Chernenko llevaba muriéndose desde que lo habían elegido secretario general, hacía tan solo trece meses. Hacía poco que lo habían ingresado en el hospital con cirrosis y enfisema. Todo Moscú esperaba con impaciencia a que falleciera. Natalia había sobornado a Andréi, un enfermero del hospital, para que la llamara en cuanto Chernenko exhalara su último aliento. Enseguida colgó el teléfono.
—Ha muerto —confirmó.
Aquel era el momento de la esperanza. Por tercera vez en menos de trece años, un anciano y exhausto dirigente conservador había fallecido. De nuevo se ofrecía la oportunidad de que un joven diera un paso al frente y transformara la Unión Soviética en el tipo de país que Dimka deseaba para que Grisha y Katia vivieran y criaran a sus nietos. Sin embargo, esa esperanza se había desvanecido ya en dos ocasiones. ¿Ocurriría de nuevo?
Dimka apartó el plato.
—Ahora debemos pasar a la acción —dijo—. El sucesor se elegirá durante las próximas horas.
Natalia asintió.
—Lo único que importa es quién va a presidir la siguiente reunión del Politburó —opinó.
Dimka pensó que tenía razón. Así era como funcionaban las cosas en la Unión Soviética. En cuanto un aspirante asomaba la nariz por delante de los demás, nadie se arriesgaba a apostar por otro caballo ganador.
Mijaíl Gorbachov era el segundo secretario y, por tanto, el sucesor oficial del difunto líder. Sin embargo, su designación para el cargo había desatado una acalorada protesta por parte de la vieja guardia, que prefería a Víktor Grishin, de setenta años, jefe del partido en Moscú y no reformista. Gorbachov había ganado la carrera por tan solo un voto.
Dimka y Natalia abandonaron la mesa y se retiraron al dormitorio para no hacer comentarios delante de los chicos. Él se acercó a la ventana y contempló las luces de Moscú mientras ella se sentaba en el borde de la cama. No tenían mucho tiempo.
—Con la muerte de Chernenko quedan exactamente diez miembros de pleno derecho en el Politburó, incluidos Gorbachov y Grishin —dijo Dimka.
Los miembros de pleno derecho constituían el núcleo del poder soviético.
—Según mis cálculos, están divididos justo en partes iguales: Gorbachov cuenta con cuatro partidarios, y Grishin con otros tantos.
—Pero no todos se encuentran en la ciudad —señaló Natalia—. Dos de los hombres de Grishin han salido de viaje: Shcherbitski está en Estados Unidos, y Kunáyev en Kazajistán, su tierra natal, a cinco horas de distancia en avión.
—Y uno de los hombres de Gorbachov, Vorotnikov, está en Yugoslavia.
—Aun así, eso nos deja una mayoría de tres frente a dos… durante unas horas.
—Gorbachov tiene que convocar una reunión de miembros de pleno derecho esta noche. Propongo que use como pretexto la organización del funeral. Una vez convocada la reunión, la presidirá él. Y en cuanto haya presidido esa reunión, se dará por sentado que seguirá haciéndolo en las siguientes y, por tanto, se convertirá en el nuevo líder.
Natalia frunció el ceño.
—Tienes razón, pero me gustaría asegurar la jugada. No quiero que los ausentes se presenten en la capital mañana y digan que tiene que volver a hablarse todo porque ellos no estaban aquí.
Dimka lo pensó unos instantes.
—No sé qué otra cosa podemos hacer —dijo.
Desde el teléfono del dormitorio marcó el número de Gorbachov, que ya sabía que Chernenko había muerto. También él contaba con sus espías. Se mostró de acuerdo con Dimka en cuanto a la necesidad de convocar una reunión de inmediato.
Dimka y Natalia se echaron encima sus gruesos abrigos de invierno, se calzaron las botas y se dirigieron en coche al Kremlin.
Una hora después, los hombres más poderosos de la Unión Soviética se encontraban reunidos en la sala del Presídium. Dimka seguía preocupado. El grupo de Gorbachov precisaba una jugada maestra que convirtiera a su candidato en líder de forma irrevocable.
Justo antes de la reunión, Gorbachov sacó un conejo de la chistera.
Se acercó a su máximo rival, Víktor Grishin y dijo con gran ceremonia:
—Víktor Vasílievich, ¿le gustaría presidir esta reunión?
Dimka, que se encontraba lo bastante cerca para oírlo, se quedó de piedra. ¿Qué demonios estaba haciendo Gorbachov? ¿Darse por vencido?
Sin embargo, Natalia, situada a su lado, sonreía con gesto triunfal.
—¡Es genial! —exclamó con discreta euforia—. Aunque Grishin se ofrezca a presidir la reunión, los demás votarán en contra. Es una propuesta falsa, un regalo vacío.
Grishin lo pensó un momento y evidentemente llegó a la misma conclusión.
—No, camarada —respondió—. Le corresponde a usted presidir la reunión.
Entonces Dimka, con júbilo creciente, se dio cuenta de que Gorbachov le había tendido una trampa. Después de haber rechazado su propuesta, a Grishin le resultaría difícil dar marcha atrás y exigir la presidencia al día siguiente, cuando llegaran sus adeptos. Cualquier intento por su parte de ocupar la presidencia toparía con el argumento de que ya se había negado. Y si ponía pegas a eso, daría una imagen muy poco seria.
Por tanto, concluyó Dimka con una amplia sonrisa, Gorbachov se convertiría en el nuevo presidente de la Unión Soviética.
Y eso fue exactamente lo que ocurrió.
Tania llegó a casa con muchas ganas de contarle su plan a Vasili.
Llevaban viviendo más o menos juntos dos años, aunque no de forma oficial. No estaban casados. Si legalizaban su unión, no les permitirían salir juntos de la URSS, y ellos estaban decididos a abandonar el bloque soviético. Allí dentro se sentían atrapados. Tania seguía redactando informes para la TASS, que mantenía una actitud servil con respecto al partido. Vasili ejercía de guionista principal de una serie de televisión en la que héroes de mandíbula cuadrada del KGB dejaban en ridículo a espías norteamericanos, todos ellos sádicos e imbéciles. Tanto él como ella se morían de ganas de explicarle al mundo que Vasili era el aclamado novelista Iván Kuznetsov, cuyo último libro, La guardia de carcamales, una sátira salvaje sobre Brézhnev, Andrópov y Chernenko, ya estaba entre los más leídos de Occidente. A veces Vasili decía que todo cuanto importaba era que había escrito la verdad sobre la Unión Soviética en textos que llegaban al mundo entero. Con todo, Tania sabía que también deseaba obtener reconocimiento por su trabajo y poder enorgullecerse de él, en lugar de tener que ocultar lo que había hecho por miedo, como si fuera una perversión secreta.
Aunque rebosaba entusiasmo, Tania se tomó la molestia de encender la radio de la cocina antes de hablar. No creía que les hubieran colocado micrófonos en el piso, pero era una vieja costumbre y no tenían necesidad de correr riesgos.
El locutor estaba describiendo la visita de Gorbachov y su esposa a una fábrica de pantalones vaqueros de Leningrado. Tania captó la relevancia de aquel detalle. Los anteriores líderes habían visitado fundiciones de acero y astilleros. Gorbachov, en cambio, rendía homenaje a los bienes de consumo. Los productos soviéticos tenían que ser igual de buenos que los de Occidente, decía siempre, cosa con la que sus antecesores ni siquiera soñaban.
Además se hacía acompañar de su mujer. A diferencia de las esposas de los anteriores líderes, Raisa no era un mero apéndice. Resultaba atractiva y elegante, como una primera dama estadounidense. También era inteligente, había trabajado de profesora universitaria hasta que su marido se convirtió en secretario general.
Todo ello daba motivos de esperanza, pero no pasaba de ser simbólico, pensó Tania. Que llegara a dar fruto o no dependía de Occidente. Si los alemanes y los estadounidenses sabían apreciar la liberalización de la URSS y trabajaban para potenciar el cambio, tal vez Gorbachov consiguiera llegar a algo. Pero si los buitres de Bonn y de Washington la consideraban una debilidad y efectuaban movimientos amenazadores o agresivos, la élite de dirigentes soviéticos volvería a refugiarse en el caparazón del comunismo ortodoxo y la militarización excesiva. Entonces Gorbachov iría a hacer compañía a Kosiguin y Jrushchov en el cementerio de reformistas del Kremlin malogrados.
—En Nápoles se celebra un congreso de guionistas —le dijo Tania a Vasili con el sonido de la radio de fondo.
—¡Ah!
Vasili comprendió de inmediato la importancia de esa frase. La ciudad de Nápoles tenía un gobierno comunista electo.
Se sentaron juntos en el sofá.
—Quieren invitar a escritores del bloque soviético, para demostrar que Hollywood no es el único lugar donde se producen programas de televisión.
—Claro.
—Tú eres el guionista de las series televisivas de mayor éxito en la URSS. Tienes que ir.
—El sindicato de escritores decidirá quiénes son los afortunados.
—Con el beneplácito del KGB, por supuesto.
—¿Crees que tengo alguna posibilidad?
—Solicítalo, y yo le pediré a Dimka que te haga buena propaganda.
—¿Podrás venir conmigo?
—Le pediré a Daniíl que me asigne cubrir el congreso para la TASS.
—Así los dos saldremos al mundo libre.
—Sí.
—¿Y después?
—No lo tengo absolutamente todo pensado, pero esa parte debería ser la más sencilla. Desde la habitación del hotel podremos llamar a Anna Murray a Londres, y en cuanto se entere de que estamos en Italia cogerá el primer avión. Les daremos esquinazo a los supervisores del KGB y nos marcharemos a Roma con ella, que le comunicará al mundo entero que Iván Kuznetsov es en realidad Vasili Yénkov, y que él y su novia solicitan asilo político en Gran Bretaña.
Vasili guardaba silencio.
—¿De verdad crees que es posible? —preguntó casi con el tono de un niño hablando de un cuento de hadas.
Tania le cogió las dos manos.
—No lo sé —respondió—, pero quiero intentarlo.
Dimka disponía de un espacioso despacho en el Kremlin. En él tenía un gran escritorio con dos teléfonos, una pequeña mesa de reuniones y un par de sofás situados frente a una chimenea. En la pared se veía una lámina a tamaño real de un famoso cuadro soviético: La movilización contra Yudénich en la fábrica Putílov.
Su invitado era Frederik Bíró, un ministro del gobierno húngaro con ideas progresistas. Era dos o tres años mayor que Dimka, pero parecía asustado cuando se sentó en el sofá. Le pidió a la secretaria un vaso de agua.
—¿Estoy aquí para recibir una reprimenda? —preguntó con una sonrisa forzada.
—¿Por qué lo pregunta?
—Formo parte del grupo de personas que cree que el comunismo húngaro se ha quedado anquilosado; no es ningún secreto.
—No tengo ninguna intención de reprenderlo por eso ni por ninguna otra causa.
—Entonces, ¿he venido para que me alabe?
—No, tampoco. Doy por sentado que usted y sus amigos formarán el nuevo gobierno húngaro en cuanto János Kádár muera o se retire, y le deseo suerte. Pero no le he hecho venir para hablar de eso.
Bíró dejó el vaso sobre la mesa sin probar el agua.
—Ahora sí que tengo miedo.
—Permítame que ponga fin a esta tortura. La prioridad de Gorbachov es mejorar la economía soviética reduciendo el gasto militar y produciendo más bienes de consumo.
—Es un buen plan —opinó Bíró con tono cauteloso—. A mucha gente le gustaría que en Hungría se hiciera lo mismo.
—Nuestro único problema es que no funciona. O, para ser exactos, no está funcionando lo bastante deprisa, que en definitiva es lo mismo.
La Unión Soviética está en la ruina, sin blanca, en la bancarrota. El descenso del precio del crudo es la causa de la crisis inmediata, pero el problema a largo plazo son los resultados catastróficos de la planificación económica. Y la cosa es demasiado grave para solucionarse cancelando los pedidos de misiles y fabricando más pantalones vaqueros.
—Así pues, ¿cuál es la solución?
—Vamos a dejar de mantenerlos.
—¿Se refiere a Hungría?
—A todos los estados de la Europa del Este. Nunca han podido costearse su nivel de vida. Nosotros lo sufragamos vendiéndoles petróleo y otras materias primas por debajo del precio de mercado, y comprándoles esos productos deficientes que fabrican y que nadie más quiere.
—Es verdad, desde luego —reconoció Bíró—. Pero es la única forma de tener callada a la población y que el Partido Comunista siga en el poder. Si el nivel de vida de la gente cae, no tardarán mucho en empezar a preguntarse por qué deben ser comunistas.
—Ya lo sé.
—Entonces, ¿qué se supone que tenemos que hacer?
Dimka se encogió de hombros de forma intencionada.
—Ese no es problema mío sino suyo.
—¿Que es problema nuestro? —exclamó Bíró con incredulidad—. ¿Qué narices me está diciendo?
—Le estoy diciendo que la solución tienen que buscarla ustedes.
—¿Y si al Kremlin no le gusta nuestra solución?
—Eso da igual —repuso Dimka—. Ahora dependen de sí mismos.
Bíró adoptó una actitud desdeñosa.
—¿Me está diciendo que los cuarenta años de dominación soviética de la Europa del Este han tocado a su fin y que tenemos que ser países independientes?
—Exacto.
El húngaro le dirigió a Dimka una mirada severa y prolongada.
—No le creo —añadió entonces.
Tania y Vasili se dirigieron al hospital para visitar a Zoya, la tía de Tania que había sido física. La mujer tenía setenta y cuatro años, y estaba enferma de cáncer de mama. En el hospital disponía de una habitación privada puesto que era esposa de un general. A las visitas solo se les permitía entrar de dos en dos, así que Tania y Vasili esperaron fuera junto con otros miembros de la familia.
Al cabo de un rato salió el tío Volodia del brazo de Kotia, su hijo de treinta y nueve años. Volodia, un hombre fuerte con un heroico historial bélico, se había vuelto un niño indefenso que iba a donde lo llevaban sin parar de sollozar contra un pañuelo que ya estaba empapado de lágrimas. Zoya y él llevaban casados cuarenta años.
Tania entró con su prima Galina, la hija de Volodia y Zoya. Se sorprendió mucho al ver el aspecto de su tía. Zoya había sido una mujer de una belleza excepcional, incluso pasados los sesenta años. En esos momentos, sin embargo, mostraba una delgadez cadavérica, estaba casi calva y se encontraba a pocos días, o tal vez pocas horas, del final. Aun así, pasaba mucho tiempo dormitando y no parecía sufrir dolores. Tania supuso que le estaban administrando morfina.
—Volodia fue a Estados Unidos después de la guerra para descubrir cómo habían construido la bomba de Hiroshima —explicó Zoya, que estaba alegremente indiscreta bajo los efectos de la medicación. Tania pensó en decirle que no contara nada más, pero entonces cayó en la cuenta de que esos secretos ya no le importaban a nadie—. Volvió con un catálogo de Sears Roebuck —siguió diciendo su tía, que sonreía al recordarlo—. Estaba lleno de cosas bonitas que los norteamericanos pueden comprar: vestidos, bicicletas, discos, abrigos calentitos para los niños, incluso tractores para los granjeros. Jamás lo habría creído, habría pensado que se trataba de propaganda, pero Volodia estuvo allí y sabía que era cierto. Desde entonces siempre he tenido ganas de ir a Estados Unidos para verlo; solo para contemplar toda esa abundancia.
Aunque no creo que lo consiga. —Cerró los ojos de nuevo—. Da igual —musitó, y dio la impresión de que había vuelto a quedarse dormida.
Al cabo de unos minutos, Tania y Galina salieron de la habitación y dos de los nietos de Zoya ocuparon su lugar junto a la cama.
Dimka acababa de llegar y se unió al grupo que esperaba en el pasillo. Vio a Tania y a Vasili un poco apartados y se dirigió a ellos en voz baja.
—Te he recomendado para el congreso de Nápoles —le dijo a Vasili.
—Gracias…
—No me las des. No ha servido de nada. He mantenido una conversación con ese desagradable de Yevgueni Filípov. Él es quien se encarga ahora de esas cosas, y sabe que en 1961 te enviaron a Siberia por actividades subversivas.
—¡Pero Vasili se ha reinsertado! —protestó Tania.
—Eso Filípov ya lo sabe, pero dice que una cosa es reinsertarse y otra salir al extranjero. No hay nada que hacer. —Dimka posó la mano en el brazo de Tania—. Lo siento, hermana.
—O sea que estamos condenados a vivir aquí —repuso ella.
—Aún me castigan por una hoja que repartí durante un recital poético hace un cuarto de siglo. No dejamos de pensar que el país está cambiando, pero en realidad no cambia nunca.
—Como la tía Zoya, nunca lograremos ver otro mundo que no sea este.
—No os deis por vencidos todavía —repuso Dimka.