56

REBECCA notaba frías las lágrimas que le surcaban las mejillas.

Era octubre, y un viento gélido procedente del mar del Norte soplaba en el cementerio de Ohlsdorf, en Hamburgo. Era uno de los más grandes del mundo, cuatrocientas hectáreas de tristeza y dolor.

Albergaba un monumento a las víctimas de la persecución nazi, una arboleda vallada en honor a los luchadores de la Resistencia, y una enorme fosa común para los treinta y ocho mil hombres, mujeres y niños que murieron en la ciudad durante los diez días que duró la Operación Gomorra, la campaña de bombardeos que llevaron a cabo los Aliados en el verano de 1943.

No había ninguna zona especial destinada a las víctimas del Muro.

Rebecca se arrodilló y recogió las hojas que salpicaban la tumba de su marido, y luego depositó en la tierra una única rosa.

Se levantó sin dejar de mirar el sepulcro, recordando a Bernd.

Llevaba muerto un año. Había vivido hasta los sesenta y dos, una edad considerable para alguien aquejado de una lesión medular. Al final le fallaron los riñones, una causa de muerte habitual en casos como el suyo.

Rebecca pensó en la vida de su esposo. La había malogrado el Muro, y también el accidente que sufrió al escapar de la Alemania del Este, pero pese a ello había vivido bien. Había sido profesor de escuela, sin duda uno excelente. Había desafiado la tiranía del comunismo de la Alemania Oriental y había huido hacia la libertad. Su primer matrimonio acabó en divorcio, pero él y Rebecca se habían amado apasionadamente durante veinte años.

Ella no necesitaba ir allí para recordarlo. Pensaba en él todos los días. Su muerte había sido una amputación, y Rebecca no dejaba de sorprenderse de no encontrarlo a su lado. Sola en la casa que habían compartido durante tanto tiempo, a menudo le hablaba: le contaba cómo le había ido el día, comentaba las noticias, le decía cómo se sentía, si tenía hambre o si estaba cansada o inquieta. No había hecho ningún cambio en las habitaciones, que aún conservaban las cuerdas y los asideros que lo habían ayudado a él a desplazarse. La silla de ruedas seguía estando al lado de la cama, como preparada para que Bernd se incorporase y se impulsase hasta ella. Cuando se masturbaba, Rebecca lo imaginaba tendido a su lado rodeándola con un brazo, su cuerpo cálido, sus labios sobre los de ella.

Afortunadamente el trabajo la absorbía a todas horas y suponía un reto constante. En ese momento trabajaba como secretaria en el Ministerio de Asuntos Exteriores del gobierno de la Alemania Occidental. Puesto que hablaba ruso y había vivido en la Alemania Oriental, se había especializado en la Europa del Este. Tenía poco tiempo libre.

Por desgracia, la reunificación de Alemania parecía más remota que nunca. El líder radical de la Alemania del Este, Erich Honecker, parecía inexpugnable. Aún moría gente intentando saltar el Muro, y en la Unión Soviética la muerte de Andrópov solo había dado paso a otro gobernante septuagenario y achacoso, Konstantín Chernenko. Desde Berlín hasta Vladivostok, el imperio soviético era un cenagal en el que sus habitantes luchaban y con frecuencia se hundían, pero nunca progresaban.

Rebecca advirtió que sus pensamientos se habían alejado de Bernd.

Era hora de irse.

—Adiós, amor mío —dijo con ternura, y se alejó de la tumba con paso lento.

Se puso el abrigo sobre los hombros y cruzó el frío cementerio.

Agradecida, entró en el coche y arrancó. Todavía conducía la furgoneta adaptada para inválidos. Ya iba siendo hora de cambiar el vehículo por uno normal.

Condujo a casa. Frente a su edificio había un reluciente Mercedes S500 negro, y junto a él un chófer tocado con una gorra. Rebecca se animó al instante. Tal como esperaba, vio que Walli había entrado en la casa con su llave, y lo encontró sentado a la mesa de la cocina con la radio encendida, repiqueteando en el suelo con un pie al ritmo de una canción pop. Sobre la mesa estaba el último álbum de Plum Nellie, The Interpretation of Dreams.

—Me alegro de coincidir contigo —dijo su hermano—. Estoy de camino al aeropuerto. Voy a San Francisco.

Se levantó para besarla.

Le faltaban dos años para cumplir los cuarenta y su aspecto era magnífico. Seguía fumando, pero no consumía drogas ni alcohol. Llevaba una cazadora de cuero marrón sobre una camisa vaquera. «Alguna chica debería atraparlo», pensó Rebecca; sin embargo, aunque Walli tenía amigas, no parecía apurado por comprometerse.

Al besarlo, Rebecca le tocó un brazo y notó que el cuero de la cazadora era suave como la seda. Seguramente le había costado una fortuna.

—Pero si acabáis de grabar el álbum —dijo.

—Vamos a hacer una gira por Estados Unidos. Pasaré tres semanas en Daisy Farm para ensayar. Empezaremos en Filadelfia dentro de un mes.

—Dales recuerdos a los chicos.

—Claro.

—Hace mucho que no salís de gira.

—Tres años, por eso necesitamos ensayar mucho. Ahora lo que se lleva son los grandes estadios. No es como la All-Star Touring Beat Revue, con doce grupos interpretando dos o tres canciones ante dos mil personas en un teatro o un pabellón. Solo tocaremos nosotros, y para cincuenta mil personas.

—¿Vendréis a Europa?

—Sí, pero aún no hemos concretado fechas.

—¿Daréis algún concierto en Alemania?

—Casi seguro que sí.

—Avísame.

—Por supuesto. Te conseguiré una entrada.

Rebecca se rió. Siendo hermana de Walli, la trataban como a una princesa cuando iba a los camerinos en los conciertos de Plum Nellie.

La banda a menudo hablaba en las entrevistas de los viejos tiempos en Hamburgo, y de que en aquella época su hermana mayor les proporcionaba la única comida decente que probaban en la semana. Eso la había hecho famosa en el mundo del rock and roll.

—Que vaya muy bien la gira —dijo.

—Tú estás a punto de ir a Budapest, ¿no?

—Sí, para un congreso comercial.

—¿Habrá alguien de la Alemania del Este?

—Sí. ¿Por qué?

—¿Crees que podría hacerle llegar un disco a Alice?

Rebecca hizo una mueca.

—No lo sé. Mi relación con políticos de la Alemania Oriental no es muy cordial. Creen que soy una lacaya de los imperialistas capitalistas, y yo creo que ellos son unos matones a quienes nadie ha votado, que gobiernan imponiendo el terror y que encarcelan a la gente.

Walli sonrió.

—Así que no compartís mucho…

—No, pero lo intentaré.

—Gracias —dijo Walli, y le tendió el disco.

Rebecca miró la fotografía de la carátula: cuatro hombres de mediana edad con el cabello largo y vaqueros azules. Buzz, el bajista salido, tenía sobrepeso. El batería gay, Lew, lucía una incipiente alopecia. Dave, el líder de la banda, tenía algún toque gris en el pelo. Era un grupo consolidado, exitoso y rico. Rebecca recordaba a los muchachos hambrientos que se habían presentado en su casa: delgados, desaliñados, ingeniosos, encantadores y rebosantes de expectativas y sueños.

—Os ha ido bien —dijo.

—Sí —contestó Walli—. Nos ha ido bien.

La última noche de congreso en Budapest, a Rebecca y a los demás delegados les ofrecieron una cata de vinos de Tokaj. Los llevaron a unas bodegas propiedad de la organización botellera estatal de Hungría. Se encontraban en el distrito de Pest, al este del Danubio. Les ofrecieron varias clases diferentes de vino blanco: el seco, el fuerte, el néctar ligeramente alcohólico denominado eszencia, y el famoso aszú, de fermentación lenta.

A todos los funcionarios gubernamentales del mundo se les daba mal organizar fiestas, y Rebecca temía que aquella resultara tediosa.

Sin embargo, la vieja bodega, con sus techos abovedados y sus cajas de vino apiladas, desprendía una sensación acogedora, y les sirvieron aperitivos picantes húngaros: bolas de masa hervida, champiñones rellenos y salchichas.

Rebecca se acercó a uno de los delegados de la Alemania Oriental y le brindó su sonrisa más encantadora.

—Nuestros vinos alemanes son superiores, ¿no le parece? —le preguntó.

Charló con él unos minutos, no sin cierta coquetería, y luego le planteó la cuestión:

—Tengo una sobrina en el Berlín oriental y quiero enviarle un disco de música pop, pero me preocupa que se estropee o se rompa por el camino. ¿Me haría el favor de llevárselo?

—Sí, supongo que no habrá problema —contestó él, vacilante.

—Se lo daré mañana en el desayuno, si no le importa. Es usted muy amable.

—De acuerdo.

Parecía algo inquieto, y Rebecca pensó que cabía la posibilidad de que le entregara el disco a la Stasi, pero lo único que podía hacer era intentarlo.

Cuando el vino los hubo relajado a todos, Frederik Bíró se acercó a Rebecca. Era un político húngaro de su misma edad a quien ella apreciaba y que también estaba especializado en política exterior.

—¿Cuál es la realidad de este país? —le preguntó Rebecca—. ¿En qué situación se encuentra verdaderamente?

Él se miró el reloj.

—Estamos a algo más de un kilómetro de su hotel —contestó Bíró. Hablaba bien el alemán, como la mayoría de los húngaros cultos—. ¿Le gustaría volver paseando conmigo?

Ambos cogieron sus abrigos y se marcharon. El trayecto seguía el curso ancho y oscuro del río. En la otra orilla las luces de la ciudad medieval de Buda se alzaban románticas hasta el palacio que se erigía en la cumbre de la colina.

—Los comunistas prometieron prosperidad, y la gente se siente defraudada —comentó Bíró mientras caminaban—. Incluso miembros del Partido Comunista se quejan del gobierno de Kádár.

Rebecca supuso que se sentía más cómodo hablando en el exterior, donde no podía haber micrófonos ocultos.

—¿Y la solución? —preguntó.

—Lo extraño es que todo el mundo conoce la respuesta. Necesitamos descentralizar las decisiones, introducir mercados limitados y legitimar la economía sumergida semiilegal para que pueda crecer.

—¿Quién se interpone a eso? —Rebecca se dio cuenta de que le estaba disparando preguntas como un abogado en un juicio—. Discúlpeme —dijo—. No pretendía interrogarle.

—En absoluto —repuso él sonriendo—. Me gusta la gente que habla de forma directa. Ahorra tiempo.

—A los hombres no suele gustarles que una mujer les hable así.

—A mí sí. Podría decirse que siento debilidad por las mujeres asertivas.

—¿Está casado con una?

—Lo estuve, pero me divorcié.

Rebecca cayó en la cuenta de que aquello no era de su incumbencia.

—Estaba a punto de decirme quién se interpone en el camino de la reforma.

—Unos quince mil burócratas que podrían perder el poder y el puesto, cincuenta mil altos funcionarios del Partido Comunista que toman la práctica totalidad de las decisiones, y János Kádár, que nos gobierna desde 1956.

Rebecca arqueó las cejas. Bíró estaba siendo notablemente sincero.

Le pasó por la cabeza la posibilidad de que los francos comentarios de Bíró no fueran del todo espontáneos. ¿Sería premeditada toda aquella conversación?

—¿Tiene Kádár alguna solución alternativa? —preguntó.

—Sí —respondió Bíró—. Para mantener el nivel de vida de los obreros húngaros, no deja de pedir dinero a bancos occidentales, también alemanes.

—¿Y cómo pagará los intereses de esos préstamos?

—Buena pregunta —dijo Bíró.

Llegaron a la altura del hotel de Rebecca, situado al otro lado de la calle. Ella se detuvo y se apoyó sobre el muro de contención del río.

—¿Es Kádár inamovible?

—No necesariamente. Trabajo mano a mano con un joven prometedor llamado Miklós Németh.

«Ajá —pensó Rebecca—. De modo que este era el objetivo de la conversación: decirle al gobierno alemán, de un modo discreto y extraoficial, que Németh es el rival reformista de Kádár».

—Tiene treinta y pocos años y es brillante —prosiguió Bíró—, pero tememos que en Hungría se repita la situación soviética: Brézhnev reemplazado por Andrópov y después por Chernenko. Es como la cola de los servicios en una residencia de ancianos.

Rebecca rió. Bíró le gustaba.

Él inclinó la cabeza y la besó.

Ella se sorprendió solo a medias, pues había tenido la impresión de que lo atraía. Lo que en realidad la sorprendió fue la excitación que sintió con aquel beso, que le devolvió con ansia.

Y entonces se retiró, posó las manos contra su pecho y lo apartó un poco. Lo contempló a la luz de la farola. A los cincuenta años de edad, ningún hombre era un adonis, pero Frederik tenía un rostro que sugería inteligencia, compasión y la capacidad de sonreír ante las ironías de la vida. Llevaba el cabello canoso corto, tenía los ojos azules, y vestía un abrigo azul oscuro y una bufanda de un rojo vivo; conservadurismo con un toque de alegría.

—¿Por qué te divorciaste? —preguntó Rebecca.

—Tuve una aventura, y mi mujer me dejó. Tienes permiso para condenarme.

—No —repuso ella—. Yo también he cometido errores.

—Lo lamenté cuando ya era demasiado tarde.

—¿Tienes hijos?

—Dos, ya mayores. Ellos me han perdonado. Marta volvió a casarse, pero yo sigo solo. ¿Y tú?

—Me divorcié de mi primer marido cuando descubrí que trabajaba para la Stasi. Mi segundo marido se lesionó al saltar el Muro de Berlín y quedó en una silla de ruedas, pero fuimos muy felices durante veinte años. Murió el año pasado.

—Vaya, desde luego te mereces un poco de buena suerte.

—Sí, es posible. ¿Me acompañas a la entrada del hotel?

Cruzaron la calle. Las farolas de la esquina eran menos intensas, y ella volvió a besarlo. En esta ocasión lo disfrutó aún más, y se apretó contra su cuerpo.

—Pasa la noche conmigo —propuso él.

Rebecca sintió una irresistible tentación.

—No —contestó—. Es demasiado pronto. Apenas te conozco.

—Pero regresas a Alemania mañana.

—Lo sé.

—Es posible que no volvamos a vernos.

—Estoy segura de que volveremos a vernos.

—Podríamos ir a mi piso. O subir a tu habitación.

—No, aunque me halaga tu insistencia. Buenas noches.

—Buenas noches, pues.

Rebecca se encaminó al vestíbulo.

—Viajo a menudo a Bonn. Estaré allí dentro de diez días —dijo Bíró, y ella se volvió, sonriente—. ¿Querrías cenar conmigo?

—Me encantaría —contestó—. Llámame.

—De acuerdo.

Rebecca entró en el hotel con una amplia sonrisa en los labios.

Lili estaba en su casa de Berlín-Mitte una tarde de tormenta cuando su sobrina, Alice, fue a pedirle libros. A Alice no la habían admitido en la universidad, a pesar de sus excelentes notas, debido al pasado de su madre como intérprete de canciones protesta. No obstante, estaba decidida a ser autodidacta, así que estudiaba inglés por las noches después de trabajar en la fábrica. Carla tenía una pequeña colección de novelas en inglés que había heredado de la abuela Maud. Cuando Alice llamó al timbre, encontró a su tía en casa y subieron juntas al salón a mirar los libros mientras la lluvia embestía contra las ventanas. Lili suponía que eran ediciones antiguas, de antes de la guerra. Alice escogió una colección de relatos de Sherlock Holmes. Sería la cuarta generación que los leería, calculó.

—Hemos solicitado un permiso para ir a la Alemania Occidental —informó Alice, que rezumaba ansia juvenil.

—¿Hemos? —preguntó Lili.

—Helmut y yo.

Helmut Kappel era su novio. Tenía un año más que ella, veintidós, y estudiaba en la universidad.

—¿Por algún motivo en especial?

—He dicho que queremos visitar a mi padre, que vive en Hamburgo. Los abuelos de Helmut están en Frankfurt, pero Plum Nellie está haciendo una gira mundial, y en realidad lo que queremos es ver a mi padre en el escenario. Quizá podamos hacer coincidir nuestra visita con el concierto que den en Alemania, si es que dan alguno.

—Seguro que sí.

—¿Crees que nos dejarán ir?

—Podríais tener suerte.

Lili no quería echar por tierra su optimismo juvenil, pero lo dudaba. A ella siempre le habían denegado los permisos. Dejaban salir a muy pocas personas. Las autoridades sospecharían que dos jóvenes como Alice y Helmut tendrían la intención de no volver.

Lili también lo sospechaba. Alice a menudo hablaba con nostalgia de vivir en la Alemania Occidental. Como la mayoría de los chicos de su edad, quería leer libros y periódicos sin censura, ver películas y obras teatrales nuevas, y escuchar música, estuviera o no aprobada por Erich Honecker, un anciano de setenta y dos años. Si conseguía salir de la Alemania del Este, ¿por qué iba a volver?

—¿Sabes? —dijo Alice—. Casi todo lo que enemistó a esta familia con las autoridades en realidad ocurrió antes de que yo naciera. No deberían castigarme a mí.

Pero Lili pensó que su madre, Karolin, seguía cantando aquellos temas.

En ese momento sonó el timbre de la puerta, y un minuto después ambas oyeron voces agitadas en el recibidor. Bajaron para ver de qué se trataba y encontraron a Karolin ataviada con un chubasquero. Inexplicablemente llevaba una maleta. La había dejado entrar Carla, que estaba a su lado con un delantal sobre su atuendo formal de trabajo.

Karolin tenía la cara enrojecida e hinchada de llorar.

—¿Mamá…? —se extrañó Alice.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó Lili.

—Alice, tu padrastro me ha dejado —contestó Karolin.

Lili estaba atónita. ¿Odo Vossler? Le sorprendía que el bonachón de Odo tuviera agallas para dejar a su esposa.

Alice abrazó a su madre sin decir nada.

—¿Cuándo ha sido? —preguntó Carla.

Karolin se sonó la nariz con un pañuelo.

—Me lo ha dicho hace tres horas. Quiere divorciarse.

«Pobre Alice, abandonada por dos padres», pensó Lili.

—Pero se supone que los pastores no se divorcian —dijo Carla, indignada.

—También va a dejar el clero.

—¡Santo Dios!

Lili comprendió que un terremoto había sacudido a la familia.

Carla adoptó una postura pragmática.

—Será mejor que te sientes. Vamos a la cocina. Alice, coge el chubasquero de tu madre y cuélgalo para que se seque. Lili, haz café.

Lili puso agua a hervir y sacó una tarta de la alacena.

—Karolin, ¿qué le ha pasado a Odo? —preguntó Carla.

Ella bajó la mirada.

—Es… —Era evidente que le costaba decirlo. Miró hacia un lado y, en voz baja, dijo—: Odo me ha dicho que se ha dado cuenta de que es homosexual.

Alice profirió un leve grito.

—¡Qué terrible sorpresa! —exclamó Carla.

En ese instante a Lili la asaltó un recuerdo. Cinco años atrás, cuando se reunieron todos en Hungría y Walli vio a Odo por primera vez, advirtió en su rostro una expresión de perplejidad, breve pero clara. ¿Había intuido Walli la verdad sobre Odo en aquel momento?

La propia Lili siempre había sospechado que el amor que sentía Odo por Karolin no era una gran pasión sino que se acercaba más a una misión cristiana. Si algún día un hombre se le declaraba, Lili no quería que lo hiciera por cariño o amabilidad; tendría que desearla tanto que le costara quitarle las manos de encima. Ese sí era un buen motivo para proponer matrimonio.

Karolin alzó la mirada. Desvelada la verdad, fue capaz ya de mirar a Carla a los ojos.

—En realidad no ha sido ninguna sorpresa —dijo con voz queda—. En cierto modo lo sabía.

—¿Cómo?

—Cuando nos casamos había un joven, un tal Paul, muy atractivo.

Lo invitábamos a cenar un par de veces por semana, iba a estudiar a la sacristía y los sábados por la tarde los dos daban largos paseos por el parque Treptower. Es posible que nunca llegaran a más… Odo no es mentiroso. Pero cuando hacíamos el amor, de algún modo sabía que estaba pensando en Paul.

—¿Qué ocurrió? ¿Cómo acabó?

Mientras escuchaba, Lili cortó la tarta en porciones y las sirvió en un plato. Nadie la probó.

—No llegué a saber toda la historia —contestó Karolin—. Un buen día Paul dejó de venir a casa y a la iglesia, Odo nunca me dijo por qué.

Quizá ambos estuvieran evitando el contacto físico.

—Siendo pastor, Odo debía de sufrir un conflicto terrible —opinó Carla.

—Lo sé, y lo siento mucho por él… cuando no estoy enfadada.

—Pobre Odo.

—Pero Paul fue solo el primero de media docena de chicos, todos muy parecidos, guapísimos y cristianos.

—¿Y ahora?

—Ahora ha encontrado el amor verdadero. No deja de disculparse, pero ha decidido afrontar lo que es en realidad. Se va a vivir a casa de un tal Eugen Freud.

—¿Qué va a hacer?

—Quiere dar clases en la facultad de teología. Dice que es su auténtica vocación.

Lili vertió agua hirviendo en la jarra sobre el café molido. Se preguntó cómo se sentiría Walli cuando supiera que Odo y Karolin se habían separado. Obviamente, no podía reunirse con ella y con Alice por el maldito Muro de Berlín, pero ¿querría hacerlo? No tenía una relación estable, y a Lili le parecía que Karolin era el amor de su vida.

Pero eso solo eran conjeturas. Los comunistas habían decretado que no podían estar juntos.

—Si Odo ya no es pastor, tendréis que dejar la casa —dijo Carla.

—Sí. No tengo adónde ir.

—No seas tonta. Siempre tendrás un hogar aquí.

—Sabía que dirías eso —contestó Karolin, y rompió a llorar.

El timbre volvió a sonar.

—Ya voy yo —dijo Lili.

Cuando abrió la puerta se encontró frente a dos hombres. Uno llevaba uniforme de chófer y sostenía un paraguas abierto sobre el otro, que era Hans Hoffmann.

—¿Puedo entrar? —preguntó Hans, aunque pasó al recibidor sin esperar respuesta.

Llevaba un paquete plano de unos treinta centímetros.

El chófer volvió a la limusina ZIL negra que había aparcada en la acera.

—¿Qué quieres? —espetó Lili, asqueada.

—Hablar con tu sobrina, Alice.

—¿Cómo has sabido que está aquí?

Hans sonrió y no se molestó en contestar. La Stasi lo sabía todo.

Lili fue a la cocina.

—Es Hans Hoffmann. Quiere ver a Alice.

Alice se puso de pie, pálida y aterrada.

—Llévalo arriba, Lili, y quédate con ellos —dijo Carla.

Karolin hizo ademán de levantarse.

—Debería ir con ella.

Carla la disuadió poniéndole una mano en el brazo.

—No estás en condiciones de tratar con la Stasi.

Karolin aceptó y volvió a sentarse. Lili sostuvo la puerta para Alice, que salió de la cocina. Las dos mujeres subieron seguidas por Hans.

En un acto de cortesía automática, Lili estuvo a punto de ofrecerle a Hans una taza de café, pero no lo hizo; ¡por ella, como si se moría de sed!

Hans cogió uno de los libros de Sherlock Holmes que Alice había dejado sobre la mesa.

—Inglés… —comentó como confirmando una sospecha. Se sentó y tiró levemente de sus exquisitos pantalones de lana a la altura de las rodillas, para que no se le arrugaran. Dejó el paquete en el suelo, al lado de la silla, y dijo—: Bien, Alice. Quieres viajar a la Alemania Occidental. ¿Por qué?

Se había convertido en un pez gordo. Lili no sabía con exactitud qué cargo ocupaba, pero sin duda era algo más que un simple agente de la policía secreta. Pronunciaba discursos en mítines nacionales y trataba con la prensa. Sin embargo, no era lo bastante importante para acosar a la familia Franck.

—Mi padre vive en Hamburgo —dijo Alice a modo de respuesta—, y también mi tía Rebecca.

—Tu padre es un asesino.

—Eso ocurrió antes de que yo naciera. ¿Va a castigarme por ello?

No es eso lo que denominan justicia comunista… ¿verdad?

Hans volvió a asentir con suficiencia y petulancia.

—Una boca astuta, igual que tu abuela. Esta familia nunca aprenderá.

—Hemos aprendido que el comunismo significa que oficiales de segunda pueden vengarse al margen de la justicia o la ley —replicó Lili, airada.

—¿De verdad crees que hablando así vas a convencerme de que conceda a Alice permiso para viajar?

—Ya tienes tomada la decisión —repuso Lili con voz cansina—. Vas a denegárselo. No habrías venido para concedérselo. Solo quieres regocijarte.

—¿En qué pasaje de los escritos de Karl Marx —intervino Alice— se lee que en el Estado comunista los obreros no están autorizados a viajar a otros países?

—Las condiciones imperantes han hecho necesarias las restricciones.

—No, en absoluto. Quiero ver a mi padre y usted me lo impide.

¿Por qué? ¡Solo porque puede! Eso no tiene nada que ver con el socialismo, y tiene todo que ver con la tiranía.

La boca de Hans se torció en una mueca.

—Burgueses… —dijo con tono asqueado—. No soportáis que otros tengan poder sobre vosotros.

—¿Burgueses? —repitió Lili—. Yo no tengo un chófer uniformado que me cubra con un paraguas en el camino del coche a casa. Ni Alice. En esta sala solo hay un burgués, Hans.

Él cogió el paquete y se lo tendió a Alice.

—Ábrelo —dijo.

Alice arrancó el envoltorio de papel marrón. Dentro encontró el último álbum de Plum Nellie, The Interpretation of Dreams. Se le iluminó la cara.

Lili se preguntó cuál sería el siguiente truco de Hans.

—¿Por qué no pones el disco de tu padre? —propuso este.

Alice sacó el sobre blanco de la carátula a color. Luego, con el índice y el pulgar, extrajo el vinilo del sobre.

Salió en dos trozos.

—Vaya, qué lástima. Parece que se ha roto —comentó Hans.

Alice se echó a llorar.

Hans se levantó.

—Conozco la salida —dijo, y se marchó.

Unter den Linden era la amplia avenida que cruzaba el Berlín oriental hasta la Puerta de Brandemburgo. La calle continuaba, con otro nombre, hacia el Berlín occidental a través de un parque llamado Tiergarten.

Desde 1961, no obstante, Unter den Linden acababa en la Puerta de Brandemburgo, bloqueada por el Muro. Desde el parque situado en la parte occidental, la vista del gran monumento quedaba desfigurada por una pared alta y fea, de un gris verdoso y cubierta de graffitis, y un cartel en alemán que decía: ¡Atención! Está saliendo de Berlín Oeste.

Detrás se extendía el campo de la muerte del Muro.

El equipo de Plum Nellie construyó un escenario justo delante de la fea pared e instaló un imponente muro de altavoces encarados al parque. Siguiendo instrucciones de Walli, otros tantos altavoces, igual de potentes, se colocaron de cara al otro lado, al Berlín oriental. Quería que Alice lo oyera. Un periodista le dijo que el gobierno de la Alemania del Este se oponía a los altavoces.

—Dígales que si ellos derriban su Muro, yo haré lo mismo con el mío —contestó Walli, y la declaración apareció en todos los periódicos.

En un principio habían pensado dar el concierto de Alemania en Hamburgo, pero Walli se enteró de que Hans Hoffmann había roto el disco de Alice, y como venganza le había pedido a Dave que actuaran en Berlín, para que un millón de alemanes del Este pudieran escuchar las canciones que Hoffmann había intentado negarle a Alice. A Dave le encantó la idea.

En ese momento estaban juntos, contemplando el escenario desde un lateral mientras miles de admiradores se congregaban en el parque.

—Este concierto va a sonar más alto que todos los anteriores —comentó Dave.

—Bien —dijo Walli—. Quiero que oigan mi guitarra hasta en el maldito Leipzig.

—¿Te acuerdas de los viejos tiempos? —preguntó Dave—. ¿De los altavoces diminutos que tenían en los estadios de béisbol?

—Nadie nos oía… ¡Ni siquiera nosotros!

—Y ahora cien mil personas pueden escuchar música como nosotros queramos.

—Es una especie de milagro.

Cuando Walli volvió a su camerino, encontró a Rebecca allí.

—¡Esto es fantástico! —exclamó ella—. ¡Debe de haber cien mil personas en el parque!

Iba con un hombre canoso de aproximadamente su misma edad.

Walli le estrechó la mano.

—Es un honor conocerte —dijo Fred, que hablaba alemán con acento húngaro.

A Walli le hizo gracia. ¡Así que su hermana estaba saliendo con alguien a los cincuenta y tres años! Se alegró por ella. El hombre parecía ser su tipo, intelectual pero no demasiado solemne. Y a ella se la veía rejuvenecida, con el cabello cortado al estilo de la princesa Diana y un vestido morado.

Charlaron un rato y luego Rebecca lo dejó para que se preparase.

Walli se puso unos vaqueros azules limpios y una camisa de color rojo fuego. Se miró en el espejo y se perfiló los ojos de negro para que el público pudiera captar mejor su expresión. Recordó con repulsión la época en que había tenido que controlar con cuidado su consumo de drogas: una pequeña cantidad para aguantar la actuación, y una buena dosis después como recompensa. Ni por un instante había sentido tentaciones de volver a esos hábitos.

Lo reclamaron en el escenario, y se reunió con Dave, Buzz y Lew.

Toda la familia de Dave había ido a desearle suerte: su mujer, Beep, su hijo de once años, John Lee, sus padres, Daisy y Lloyd, e incluso su hermana, Evie; todos parecían orgullosos de él. Walli se alegró de verlos, pero su presencia le recordó con amargura que él no podía ver a los suyos: Werner y Carla, Lili, Karolin y Alice.

No obstante, con un poco de suerte estarían escuchándolo desde el otro lado del Muro.

El grupo salió al escenario y la muchedumbre los recibió con un clamor ensordecedor.

Unter den Linden estaba a rebosar de fans de Plum Nellie, maduros y jóvenes. Lili y su familia, entre ellos Karolin, Alice y el novio de esta, Helmut, llevaban allí desde primera hora de la mañana. Se habían asegurado un buen sitio, cerca de la barrera que la policía había colocado para mantener a la multitud a cierta distancia del Muro. A lo largo del día la gente fue congregándose en la calle, que adquirió un ambiente festivo en el que desconocidos hablaban, compartían la comida y reproducían cintas de Plum Nellie en radiocasetes portátiles. Cuando oscureció abrieron botellas de cerveza y de vino.

Y entonces la banda empezó a tocar, y la muchedumbre enloqueció.

Los berlineses del Este no podían ver nada salvo los cuatro caballos de bronce que tiraban del carro de la Victoria encima del arco, pero lo oían todo alto y claro: la batería de Lew, el ritmo sordo del bajo de Buzz, la guitarra y las armonías de Dave y, lo mejor de todo, el barítono pop perfecto de Walli y su acompañamiento lírico a la guitarra. Las canciones, conocidas por todos, brotaban con fuerza de las pilas de altavoces y emocionaban a la multitud, que no dejaba de moverse y bailar. «Ese es mi hermano —pensaba Lili una y otra vez—, mi hermano mayor, cantándole al mundo». Werner y Carla parecían orgullosos, Karolin sonreía, y a Alice le brillaban los ojos.

Lili alzó la mirada hacia el edificio de despachos gubernamentales que había allí cerca. En un pequeño balcón divisó a media docena de hombres con abrigo oscuro y corbata, bien visibles a la luz de las farolas. No bailaban. Uno de ellos hacía fotos del gentío. Lili supuso que debían de ser de la Stasi: registraban a los traidores desleales al régimen de Honecker, que en aquel momento era básicamente todo el mundo.

Fijándose mejor, le pareció reconocer a uno de los agentes, y luego tuvo la certeza de que se trataba de Hans Hoffmann. Era alto y estaba algo encorvado. Parecía enfadado y al hablar movía la mano derecha como aplastando algo. Walli había afirmado en una entrevista que quería tocar allí porque a los alemanes del Este no se les permitía escuchar su música. Hans debía de saber que el hecho de haber roto el disco de Alice era el motivo de aquel concierto y aquella congregación.

No era de extrañar que estuviera furioso.

Lili vio cómo lanzaba las manos al aire, desesperado, daba media vuelta y abandonaba el balcón desapareciendo en el interior del edificio.

Una canción acabó y otra dio comienzo. La muchedumbre estalló en vítores al identificar los primeros acordes de uno de los mayores éxitos de Plum Nellie. La voz de Walli tronó desde los altavoces:

—Esta es para mi niña.

Y empezó a cantar I Miss Ya, Alicia.

Lili miró a Alice. Las lágrimas resbalaban por su cara, pero sonreía.