GEORGE JAKES asistió a la inauguración de una exposición de arte afroamericano en el centro de Washington. El arte no le interesaba demasiado, pero un congresista negro debía apoyar aquel tipo de iniciativas. La mayor parte de su trabajo como miembro del Congreso era de más relevancia.
El presidente Reagan había aumentado el gasto público en defensa de manera desorbitada, pero ¿quién iba a pagarlo? Los ricos no, ya que de pronto disfrutaban de una gran rebaja de los impuestos.
Había un chiste que George siempre contaba. Un periodista le había preguntado a Reagan cómo iba a reducir los impuestos y a aumentar el gasto al mismo tiempo. «Voy a llevar una doble contabilidad», había sido la respuesta.
En realidad el plan de Reagan consistía en hacer recortes en la Seguridad Social y el sistema sanitario público del Medicare. Si se salía con la suya, los hombres en paro y las madres que dependían de un subsidio del Estado saldrían perdiendo en beneficio de la financiación del boom de la industria de defensa. La sola idea hacía que George se subiera por las paredes. Sin embargo, tanto él como otros congresistas luchaban para impedirlo, y hasta el momento lo habían conseguido.
Como consecuencia, Reagan había aumentado el endeudamiento del Estado y había incrementado el déficit. Todas aquellas armas nuevas y relucientes para el Pentágono las pagarían las generaciones futuras.
George aceptó una copa de vino blanco que le ofreció un camarero y se paseó por la sala echando un vistazo a las obras expuestas.
También habló brevemente con un periodista, aunque no disponía de mucho tiempo. Verena salía esa noche, debía acudir a una cena, un compromiso político en Georgetown, y él se quedaría a cargo del hijo de ambos, Jack, que tenía cuatro años. Habían contratado a una niñera (no les quedaba otro remedio, ya que sus trabajos ocupaban casi todo su tiempo), pero uno de ellos siempre debía estar disponible por si la mujer no aparecía.
Dejó la copa sin probarla siquiera; el vino gratis casi nunca valía la pena. Se puso el abrigo y se marchó. Había empezado a caer una lluvia gélida, por lo que se cubrió la cabeza con el catálogo de la exposición y corrió hacia el coche. Hacía tiempo que había cambiado su elegante y viejo Mercedes por un Lincoln Town Car plateado. Un político tenía que conducir un vehículo estadounidense.
Se metió en el coche, puso en marcha los limpiaparabrisas y arrancó para ir camino del condado de Prince George. Cruzó el puente de South Capitol Street y tomó Suitland Parkway en dirección este, pero lanzó un juramento en cuanto vio lo congestionado que estaba el tráfico; iba a retrasarse.
Cuando llegó a casa, el Jaguar rojo de Verena se encontraba en el camino de entrada con el morro medio fuera, listo para salir. Se lo había regalado su padre cuando Verena había cumplido cuarenta años.
George aparcó al lado y entró en la casa con el maletín cargado de trabajo para esa noche.
Su mujer lo esperaba en el recibidor. Estaba despampanante con aquel vestido de noche negro y los zapatos de charol de tacón alto, pero se subía por las paredes.
—¡Llegas tarde! —gritó.
—Lo siento mucho —se disculpó George—. No sabes cómo está el tráfico en Suitland Parkway.
—Se trata de una cena muy importante para mí. Asistirán tres miembros del gabinete de Reagan ¡y voy a llegar tarde!
George comprendía su irritación. Para un miembro de un grupo de presión, la oportunidad de conocer a gente poderosa en un acontecimiento social no tenía precio.
—Bueno, ya estoy aquí —dijo George.
—¡No soy tu criada! ¡Cuando se queda en algo, hay que cumplirlo!
Aquellos sermones eran habituales. Verena solía enfadarse y gritar, y él siempre intentaba tomárselo con calma.
—¿Está la niñera?
—No, Tiffany no está, se ha ido a casa porque no se encontraba bien, por eso he tenido que esperarte.
—¿Dónde está Jack?
—Viendo la tele en el cuarto de estar.
—Bien, ahora entro y me quedo con él. Tú vete.
Verena resopló y se marchó con paso airado.
Hasta cierto punto, George envidiaba a quien esa noche se sentara a su lado durante la cena. Verena seguía siendo la mujer más atractiva que había conocido. Sin embargo, había aprendido que ser su amante a distancia, como lo había sido durante quince años, era mejor que ser su marido. En los viejos tiempos hacían el amor más veces en un solo fin de semana que en esos momentos durante todo un mes. Desde que se habían casado, las frecuentes y crispadas discusiones, por lo general sobre el cuidado del niño, habían ido minando poco a poco el amor que se profesaban. Vivían juntos, se ocupaban de su hijo y se dedicaban a sus carreras. ¿Se querían? George ya no estaba seguro.
Se dirigió al cuarto de estar, donde encontró a Jack en el sofá, delante del televisor. El niño era el gran consuelo de George. Se sentó a su lado y le pasó el brazo sobre los pequeños hombros. Jack se acurrucó a su lado.
Los personajes de la pantalla, un grupo de alumnos de instituto, parecían embarcados en algún tipo de aventura.
—¿Qué estás viendo? —preguntó George.
—Whiz Kids. Es genial.
—¿De qué va?
—Son unos chicos que atrapan a los malos con sus ordenadores.
George se fijó en que uno de los niños prodigio era negro y sonrió al pensar en las vueltas que daba la vida.
—Tenemos mucha suerte de que nos hayan invitado a esta cena —le comentó Cam Dewar a su esposa, Lidka, cuando el taxi se detuvo junto a la entrada de la gran mansión de R Street, cerca de la biblioteca de Georgetown—. Quiero que causemos una buena impresión.
—Eres un pez gordo de la policía secreta —dijo Lidka con desdén—. Yo diría que son ellos los que deben impresionarte a ti.
Lidka no entendía cómo funcionaban las cosas en Estados Unidos.
—La CIA no es la policía secreta —corrigió Cam—, y para esta gente yo no soy un pez gordo.
En cualquier caso Cam tampoco era un don nadie. Gracias a su anterior trabajo en la Casa Blanca, en esos momentos desempeñaba la función de oficial de enlace de la CIA con la administración Reagan, y estaba encantado.
Había conseguido superar la decepción del fracaso de Reagan en Polonia, que él achacaba a la inexperiencia. Reagan llevaba siendo presidente menos de un año cuando Solidaridad fue aplastada.
En el fondo, y haciendo de abogado del diablo, Cam pensaba que un gobernante debía tener suficientes conocimientos y ser lo bastante inteligente para tomar decisiones sin vacilar desde el momento en que ocupaba el cargo. De hecho, recordaba haberle oído decir a Nixon:
«Reagan es un buen tipo, pero no sabe un carajo de política exterior».
Sin embargo, lo importante era que Reagan tenía el corazón a la derecha; era un anticomunista a ultranza.
—¡Y tu abuelo fue senador!
Aquello tampoco contaba demasiado. Gus Dewar era un nonagenario que, tras la muerte de la abuela, se había trasladado de Buffalo a San Francisco para estar cerca de Woody, Beep y su bisnieto, John Lee.
Además, hacía tiempo que estaba retirado de la política y era demócrata, lo que para los partidarios de Reagan equivalía a ser un liberal radical.
Cam y Lidka ascendieron el breve tramo de escalera que conducía a una casa de ladrillo rojo que recordaba un pequeño castillo francés, con claraboyas en el tejado de pizarra y una entrada de piedra blanca coronada por un pequeño frontón griego. Se trataba del hogar de Frank y Marybell Lindeman, dos pesos pesados entre los donantes de la campaña de Reagan, y beneficiarios multimillonarios de su rebaja de impuestos. Marybell se encontraba entre el reducido grupo de mujeres que capitaneaba la vida social de Washington. Ella agasajaba a los hombres que dirigían Estados Unidos, razón por la que Cam se sentía afortunado de estar allí.
Aunque los Lindeman eran republicanos, las cenas de Marybell estaban consideradas reuniones interpartidistas, y esa noche Cam esperaba ver allí a altos cargos de ambos lados.
Un mayordomo recogió sus abrigos.
—¿Por qué tienen esos cuadros tan espantosos? —preguntó Lidka en el vestíbulo echando un vistazo a su alrededor.
—Lo llaman arte del Oeste —dijo Cam—. Eso es un Remington, muy valioso.
—Si yo tuviera tanto dinero como esta gente, no compraría cuadros de indios y vaqueros.
—Es una apuesta por un tipo de arte. Los impresionistas no tienen por qué ser necesariamente los mejores pintores de todos los tiempos.
Los artistas norteamericanos son igual de buenos.
—No, no lo son. Eso lo sabe todo el mundo.
—Cuestión de gustos.
Lidka se encogió de hombros; un misterio más sobre cómo funcionaban los estadounidenses.
El mayordomo los acompañó a una estancia de amplias dimensiones. Parecía un salón del siglo XVIII, con una alfombra que representaba un dragón chino y varias sillas de respaldo alto tapizadas en seda amarilla. Cam vio que eran los primeros en llegar y, un segundo después, Marybell apareció por la puerta. Era una mujer escultural, con una melena de un tono rojizo que resultaba difícil determinar si correspondía a su color natural o no. Lucía una gargantilla de diamantes que Cam encontró insólitamente grandes.
—¡Qué amables al venir tan temprano! —dijo.
Cam sabía que aquello era una crítica, pero Lidka no se dio cuenta.
—Estaba deseando ver su espléndida casa —comentó la joven con excesivo entusiasmo.
—¿Qué le parece América? —preguntó Marybell—. Dígame, en su opinión, ¿qué es lo mejor de este país?
Lidka lo meditó unos instantes.
—Que tienen todos estos negros —contestó.
Cam reprimió un gemido. ¿Qué narices estaba diciendo?
Marybell se quedó muda de asombro.
Lidka agitó una mano para señalar al camarero con la bandeja de copas de champán, a la doncella que les llevaba canapés y al mayordomo; los tres eran afroamericanos.
—Lo hacen todo, abren puertas, sirven bebidas, barren el suelo…
En Polonia no tenemos a nadie que haga ese trabajo, ¡lo tenemos que hacer nosotros mismos!
Marybell parecía bastante preocupada. Aquel tipo de conversaciones no estaban bien vistas, ni siquiera en el Washington de Reagan. En ese momento alzó la vista y descubrió que acababa de llegar otro invitado.
—¡Karim, querido! —exclamó con voz chillona, y abrazó a un atractivo hombre de piel oscura que vestía un inmaculado traje de raya diplomática—. Le presento a Cam Dewar y a su esposa Lidka. Karim Abdulá, de la embajada saudí.
Karim les estrechó las manos.
—He oído hablar de usted, Cam —dijo—. Trabajo en estrecha colaboración con algunos de sus colegas de Langley.
Karim acababa de informar a Cam de que pertenecía a los servicios de inteligencia saudíes.
El recién llegado se volvió hacia Lidka, que parecía un poco intimidada, y Cam sabía por qué. Su mujer no esperaba encontrar a alguien de piel tan oscura como Karim en la fiesta de Marybell.
Sin embargo, Karim la encandiló.
—Me habían dicho que las mujeres polacas eran las más bellas del planeta —comentó—, pero no lo creía… hasta ahora.
Y le besó la mano.
A Lidka le encantaban aquellas fantochadas.
—He oído lo que decía sobre los negros —prosiguió Karim— y estoy de acuerdo con usted. Tampoco en Arabia Saudí los hay, ¡por eso los importamos de la India!
Cam vio que las sutiles distinciones del racismo de Karim desconcertaban a Lidka. Para él los indios eran negros, pero los árabes no. Por suerte, Lidka sabía cuándo mantener la boca cerrada y prestar atención a un hombre.
Empezó a llegar más gente.
—Aunque hay que tener mucho cuidado con lo que se dice —añadió el saudí bajando la voz en actitud conspirativa—, algunos de los invitados podrían ser liberales.
Como si quisiera ilustrar sus palabras, en ese momento entró un hombre alto, de constitución atlética y con una melena espesa y rubia, que parecía una estrella de cine. Era Jasper Murray.
Cam arrugó la nariz. Odiaba a Jasper desde que eran adolescentes.
El británico había acabado siendo periodista de investigación y había contribuido a la caída del presidente Nixon, sobre el que había escrito un libro, Dick el Tramposo, que había resultado un éxito tanto editorial como cinematográfico. Apenas se le había oído durante la administración Carter, pero había vuelto a la carga en cuanto Reagan había llegado a la presidencia. En esos momentos era uno de los personajes más populares de la televisión junto con Peter Jennings y Barbara Walters.
Justo la noche anterior, su programa, This Day, había dedicado media hora a la dictadura militar de El Salvador, apoyada por Estados Unidos.
Murray se había hecho eco de las denuncias de varios grupos de defensa de los derechos humanos que acusaban a los escuadrones de la muerte gubernamentales de ser responsables de la matanza de treinta mil personas.
Frank Lindeman, el marido de Marybell, era el dueño de la cadena que emitía This Day, por lo que era probable que Jasper se hubiera visto obligado a aceptar la invitación a la cena. La Casa Blanca había presionado a Frank para que se deshiciera de Jasper, pero hasta el momento él se había negado. A pesar de que era el socio mayoritario, debía responder ante un consejo de administración y ante unos inversores que podrían crear problemas si despedía a una de sus mayores estrellas.
Marybell daba la impresión de estar esperando algo con cierta impaciencia hasta que, ya bastante tarde, llegó un nuevo invitado. Se trataba de una mujer negra de una belleza y una elegancia extraordinarias. Se llamaba Verena Marquand y pertenecía a un grupo de presión. Cam nunca la había visto en persona, pero la reconoció de las fotografías.
El mayordomo anunció la cena y todos pasaron al comedor a través de unas puertas dobles. Las mujeres expresaron su admiración cuando vieron la extensa mesa llena de cristalería reluciente y centros plateados con rosas amarillas de invernadero. Cam vio que Lidka se había quedado pasmada y supuso que aquello superaba cualquiera de sus revistas de decoración. Era probable que su esposa no hubiera visto o llegado a imaginar nada tan espléndido.
Había dieciocho personas alrededor de la mesa, pero una de ellas monopolizó inmediatamente la conversación. Se trataba de Suzy Cannon, una cronista de sociedad de lengua viperina. La mitad de lo que escribía acababa siendo falso, pero tenía un olfato infalible para encontrar el punto débil de las personas. Se definía como conservadora, aunque le interesaban más los escándalos que la política. Para ella no existía la intimidad, y Cam rezó para que Lidka mantuviera la boca cerrada. Cualquier cosa que se dijera esa noche podía aparecer en los periódicos del día siguiente.
Sin embargo, para su sorpresa, Suzy volvió su mirada penetrante hacia él.
—Creo que Jasper y usted ya se conocían —comentó.
—No mucho —contestó Cam—. Coincidimos en Londres hace muchos años.
—Pero he oído decir que ambos se enamoraron de la misma chica.
¿Cómo narices sabía eso?
—Yo tenía quince años, Suzy —explicó Cam—. Seguramente me enamoré de la mitad de las chicas de Londres.
Suzy se volvió hacia Jasper.
—¿Y usted? ¿Recuerda usted esa rivalidad?
Jasper estaba en plena conversación con Verena Marquand, a quien tenía sentada a su lado, y no pareció que le gustara la interrupción.
—Si tiene pensado escribir un artículo sobre amores de adolescencia de hace más de veinte años y considerarlo noticia, Suzy, lo único que puedo decirle es que debe de estar acostándose con su director.
Todo el mundo se echó a reír. De hecho, Suzy estaba casada con el director de noticias de su periódico.
Cam se dio cuenta de que la risa de Suzy era forzada y de que miraba a Jasper con un odio profundo. También recordó que la mujer había sido una joven periodista de This Day, programa del que la habían despedido después de que redactara una serie de reportajes prácticamente inventados.
—Cam, supongo que le resultó interesante el programa que Jasper presentó anoche —dijo Suzy.
—Más que interesante, indignante —contestó Cam—. El presidente y la CIA intentan prestar apoyo al gobierno anticomunista de El Salvador.
—Y parece que Jasper está del otro lado, ¿no?
—Estoy del lado de la verdad, Suzy —replicó Jasper—. Ya sé que es un concepto nuevo para usted.
Cam se fijó en que Jasper se había deshecho por completo de su acento británico.
—Es lamentable que una cadena importante emita ese tipo de propaganda —dijo Cam.
—¿Qué dirías tú acerca de un gobierno que asesina a treinta mil de sus ciudadanos? —repuso Jasper con sequedad.
—No nos consta esa cifra.
—Entonces, ¿a cuántos salvadoreños crees que ha asesinado su propio gobierno? Danos la cifra estimada por la CIA.
—Eso es algo que deberías haber preguntado antes de emitir el programa.
—Oh, y lo hice, pero no recibí ninguna respuesta.
—Ningún gobierno centroamericano es perfecto, pero tú solo te fijas en los que reciben nuestro apoyo. Sinceramente, yo diría que eres antiamericano.
Suzy sonrió.
—Es usted británico, ¿no es así, Jasper? —preguntó con una dulzura emponzoñada.
El periodista acabó enfadándose.
—Soy ciudadano estadounidense desde hace más de una década.
Soy tan pro americano que arriesgué mi maldita vida por este país.
Estuve dos años en el ejército de Estados Unidos y uno de ellos en Vietnam, y no me lo pasé precisamente con el culo pegado a una silla en Saigón, sino en primera línea, donde tuve que matar a gente. Usted nunca ha hecho nada parecido, Suzy. ¿Y tú, Cam? ¿Qué hiciste tú en Vietnam?
—No me llamaron a filas.
—Entonces tal vez te convendría cerrar la puta boca.
Marybell los interrumpió.
—Creo que ya hemos hablado suficiente de Jasper y Cam. —Se volvió hacia el congresista de Nueva York que se sentaba junto a ella—. Veo que su ciudad ha prohibido la discriminación de los homosexuales.
¿Está usted a favor?
La conversación dio un giro hacia los derechos de los homosexuales y Cameron se relajó… demasiado pronto.
Alguien preguntó acerca de la legislación en otros países y Suzy se dirigió a Lidka:
—¿Qué dice la ley en Polonia?
—Polonia es un país católico —contestó Lidka—. Allí no tenemos homosexuales. —Se hizo un silencio, y entonces añadió—: Gracias a Dios.
Jasper Murray dejó la casa de los Lindeman al mismo tiempo que Verena Marquand.
—A Suzy Cannon le encanta crear polémica —comentó Jasper mientras bajaban los escalones de la entrada.
Verena se echó a reír, y su perfecta dentadura blanca relució a la luz de las farolas.
—Eso es cierto.
Llegaron a la acera. Jasper no vio por ninguna parte el taxi que había pedido y decidió acompañar a Verena hasta su coche.
—Suzy la tiene tomada conmigo —dijo el periodista.
—¿Y qué daño puede hacerte? Ahora eres un pez gordo.
—Pues bastante. En estos momentos se está llevando a cabo una seria campaña en mi contra en Washington. Es año de elecciones y la administración no quiere programas de televisión como el que hice anoche.
Jasper se sentía cómodo sincerándose con ella. El azar los había reunido el día que habían visto morir a Martin Luther King, y aquella sensación de intimidad nunca los había abandonado.
—Estoy convencida de que puedes hacer frente a los cotilleos —sostuvo Verena.
—No sé qué decirte. Mi jefe, Sam Cakebread, y yo somos viejos rivales y nunca le he gustado. Además, Frank Lindeman, el dueño de la cadena, no tendría ningún reparo en deshacerse de mí si encontrara el pretexto perfecto. Ahora mismo la gran preocupación del consejo de administración es que lo acusen de parcialidad si me despiden; sin embargo, un error y a la calle.
—Deberías hacer como Suzy y casarte con el jefe.
—Lo haría si pudiera. —Miró a ambos lados de la calle—. Pedí un taxi para las once, pero no lo veo. El sueldo no me alcanza para limusinas.
—¿Quieres que te lleve a casa?
—Genial, gracias.
Subieron al Jaguar.
Verena se quitó los zapatos de tacón alto y se los tendió.
—¿Te importaría dejarlos por ahí, en el suelo? A un lado.
Conducía con medias, lo que le produjo a Jasper un estremecimiento sensual. Siempre había encontrado a Verena irresistiblemente atractiva. La observó mientras ella se incorporaba al tráfico nocturno y pisaba el acelerador. Era buena conductora, aunque tal vez iba demasiado deprisa, lo cual no le sorprendía.
—No hay mucha gente en la que pueda confiar —dijo Jasper—. Soy una de las personas más populares de este país y me siento más solo que nunca. Pero confío en ti.
—A mí me pasa lo mismo desde ese fatídico día en Memphis. Nunca me he sentido tan aterradoramente vulnerable como cuando oí el disparo. Me cubriste la cabeza con los brazos, y esas cosas no se olvidan así como así.
—Ojalá te hubiera conocido antes que George.
Verena lo miró de reojo y sonrió, aunque Jasper no estaba seguro de qué significaba aquello.
Llegaron a su edificio y ella aparcó junto a la acera de una calle de sentido único.
—Gracias por traerme —dijo Jasper, y bajó del coche. Luego volvió a entrar medio cuerpo, recogió los zapatos del suelo y los dejó en el asiento del pasajero—. Bonitos zapatos —añadió, y cerró la puerta.
Rodeó el coche hasta la acera y se acercó a la ventanilla del conductor. Verena bajó el cristal.
—Me olvidaba de darte un beso de buenas noches —dijo Jasper.
Se agachó y la besó en los labios. Ella abrió la boca de inmediato y empezaron a besarse con avidez. Verena le pasó una mano por detrás de la nuca y lo atrajo hacia el interior del coche, donde continuaron con una pasión desenfrenada. Jasper metió una mano por la ventanilla y la deslizó por debajo del vestido de noche de Verena hasta colocarla sobre el mullido triángulo cubierto de algodón de su pubis. Ella gimió y empujó la cadera hacia arriba, contra sus dedos.
—Sube a casa —susurró Jasper con voz ronca, separando su boca.
—No.
Verena le apartó la mano de la entrepierna.
—Quedemos mañana.
Ella no contestó, pero fue empujándolo hasta que la cabeza y los hombros de Jasper estuvieron fuera del coche.
—¿Nos vemos mañana? —insistió él.
Verena metió la primera.
—Llámame —contestó.
Luego pisó el acelerador y se alejó con gran estruendo.
George Jakes no sabía si dar crédito al programa de Jasper Murray.
Incluso a él le costaba creer que el presidente Reagan pudiera respaldar un gobierno que asesinaba a miles de sus ciudadanos. Cuatro semanas después, y para asombro de todos, The New York Times desveló que el jefe del escuadrón de la muerte de El Salvador, el coronel Nicolás Carranza, era un agente de la CIA que recibía noventa mil dólares al año, los cuales salían de los bolsillos de los contribuyentes estadounidenses.
Los votantes estaban furiosos. Creían que la CIA habría entrado en vereda después del Watergate, pero era evidente que estaba fuera de control, si pagaba a un monstruo para que cometiera una matanza.
En su despacho de casa, George acabó poco antes de las diez el trabajo que se había llevado de la oficina. Enroscó el capuchón de la pluma, pero permaneció sentado unos minutos más, reflexionando.
Ningún miembro del Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes sabía lo del coronel Carranza, del mismo modo que lo ignoraban los integrantes del comité equivalente del Senado. Los habían sorprendido con la guardia bajada y estaban avergonzados. Su función era supervisar a la CIA y, por lo tanto, la gente pensaba que la culpa era de ellos. Sin embargo, ¿qué podían hacer si los espías les mentían?
Suspiró y se levantó. Salió del despacho, apagó la luz y fue a la habitación de Jack, que estaba sumido en un profundo sueño. Cuando veía a su hijo de aquella manera, tan tranquilo, George tenía la sensación de que el corazón no le cabía en el pecho. Aunque dos de los abuelos del niño eran blancos, la suave piel de Jack era sorprendentemente oscura, como la de Jacky. Era cierto que decían aquello de «lo negro es bello», pero la gente de piel clara seguía recibiendo un trato de favor en la comunidad afroamericana. Sin embargo, Jack era bello para George. El niño tenía la cabeza descansada sobre el osito de peluche de una manera que no parecía muy cómoda, así que su padre deslizó una mano por debajo de su cabeza y sintió los suaves rizos de Jack, iguales que los suyos. La alzó un milímetro, sacó el osito y volvió a depositarla con delicadeza sobre la almohada. Jack continuó durmiendo, ajeno a lo que ocurría.
George fue a la cocina y se sirvió un vaso de leche, con el que se dirigió al dormitorio. Verena ya estaba en la cama con el camisón puesto y una montaña de revistas a un lado, leyendo y viendo la tele al mismo tiempo. George se bebió la leche y luego fue al baño a lavarse los dientes.
Parecía que las cosas iban mejor entre ellos. Últimamente apenas hacían el amor, pero Verena estaba más reposada. De hecho, hacía cerca de un mes que no estallaba. Trabajaba mucho, a menudo hasta altas horas de la noche. Tal vez era más feliz cuanto más absorbente era su trabajo.
George se quitó la camisa y levantó la tapa del cesto de la ropa sucia. Estaba a punto de dejar caer la camisa cuando vio el conjunto de Verena: un sujetador negro de encaje y unas braguitas a juego. Parecía nuevo, aunque él no recordaba habérselo visto puesto. Si se compraba ropa interior sexy, ¿por qué no se la enseñaba? Desde luego no era algo que a él le diera vergüenza.
Al acercarse vio algo incluso más extraño: un pelo rubio. Y de pronto lo invadió el terror y se le cerró el estómago. Sacó las prendas del cesto.
—Dime que no es verdad —dijo presentándose en el dormitorio con el conjunto en la mano.
—No es verdad —contestó ella, pero entonces vio lo que le enseñaba—. ¿Vas a hacer la colada? —bromeó, aunque George sabía que estaba nerviosa.
—Bonito conjunto —dijo.
—Mejor para ti.
—Aunque no te lo he visto puesto.
—Peor para ti.
—Pero hay quien sí.
—Pues sí, el doctor Bernstein.
—El doctor Bernstein es calvo y hay un pelo rubio en tus bragas.
La piel de color capuchino de Verena adquirió un tono más pálido, pero mantuvo su actitud desafiante.
—Bueno, Sherlock Holmes, y ¿qué deduces de eso?
—Que te has acostado con un hombre de pelo largo y rubio.
—¿Por qué tiene que ser de hombre?
—Porque te gustan los hombres.
—Puede que también me gusten las mujeres. Está de moda. Ahora todo el mundo es bisexual.
George sintió una inmensa tristeza.
—Veo que no niegas que tienes una aventura.
—En fin, George, me has pillado.
George negó con la cabeza. No se lo podía creer.
—¿Estás quitándole importancia?
—Creo que sí.
—Entonces lo admites. ¿A quién te estás tirando?
—No voy a decírtelo, así que no te molestes en volver a preguntarlo.
George tenía cada vez más dificultades para controlar su rabia.
—¡Te comportas como si lo que has hecho estuviera bien!
—No pienso disimular. Sí, me veo con alguien que me gusta. Lamento herir tus sentimientos.
George se quedó pasmado.
—¿Cómo ha podido ocurrir algo así? ¿De la noche a la mañana?
—No ha sido de la noche a la mañana. Llevamos casados más de cinco años. Se acabó la pasión, como dice el blues.
—¿Qué no he hecho bien?
—Casarte conmigo.
—¿A qué viene tanto rencor?
—¿Rencor? Yo creía que se trataba de aburrimiento.
—¿Qué quieres hacer?
—No voy a dejar de verme con esa persona por un matrimonio que ya no existe.
—Sabes que no puedo aceptar algo así.
—Pues vete, esto no es una cárcel.
George se sentó en el taburete del tocador de Verena y enterró la cara en las manos. De pronto se vio inundado por una oleada de intensa emoción que lo devolvió a su infancia. Recordó la vergüenza que pasaba al ser el único niño de la clase que no tenía padre. Revivió cómo lo reconcomía la envidia cuando veía a otros niños jugar a la pelota con sus padres, o arreglar la cámara pinchada de una bicicleta, o comprar un bate de béisbol, o probarse unos zapatos. Volvió a hervirle la sangre al pensar en el hombre que, desde su punto de vista, los había abandonado a su madre y a él y no se había vuelto a preocupar por la mujer que se le había entregado ni por el niño que había nacido de su amor. Tenía ganas de gritar, tenía ganas de pegar a Verena, tenía ganas de llorar.
—No voy a dejar a Jack —consiguió decir al fin.
—Como quieras —contestó Verena.
Tiró las revistas al suelo, apagó el televisor y la lamparita de noche y se tumbó de espaldas a él.
—¿Eso es todo? —dijo George, incrédulo—. ¿Eso es todo lo que tienes que decir?
—Quiero dormir. Tengo una reunión a primera hora.
George se la quedó mirando. ¿La conocía de verdad?
Por supuesto que sí. En el fondo siempre había sabido que había dos Verenas: una de ellas era una activista comprometida con la defensa de los derechos civiles, y a la otra le gustaba divertirse. Él las quería a ambas y siempre había creído que, con su ayuda, las dos Verenas podían llegar a convertirse en una sola persona, feliz y equilibrada.
Pero se había equivocado.
Se quedó allí unos minutos, observándola bajo la escasa luz de la farola de la esquina que se colaba por la ventana. «Te esperé tanto tiempo… —pensó—. Largos años de amor a distancia. Luego, al fin te casaste conmigo y tuvimos a Jack y pensé que todo iría bien, para siempre».
Se levantó. Se desnudó y se puso el pijama.
Sin embargo, no fue capaz de acostarse a su lado.
Había una cama en la habitación de invitados, pero no estaba hecha.
Se dirigió al recibidor y sacó del armario el abrigo más grueso que encontró. Después fue a la habitación de invitados y se acostó con la prenda por encima.
Aunque no durmió.
Hacía un tiempo que George se había fijado en que Verena a veces llevaba ropa que no le favorecía. Como aquel vestido con un bonito estampado de flores que se ponía cuando quería parecer una chica inocente y con el que acababa teniendo un aspecto ridículo. O el traje marrón que deslucía su tez, aunque le había costado una fortuna y no estaba dispuesta a admitir que había sido un error. O el suéter de color mostaza que apagaba y enturbiaba sus preciosos ojos verdes.
George suponía que le pasaba a todo el mundo. Él mismo tenía tres camisas de color crema y estaba esperando a que los cuellos se deshilacharan para poder tirarlas. La gente se ponía ropa que odiaba por un sinfín de razones.
Pero nunca cuando quedaban con un amante.
Verena parecía una estrella de cine con el traje negro de Armani, la blusa de color turquesa y el collar de coral negro, y ella lo sabía.
Seguro que iba a encontrarse con su amiguito.
Para George era tal la humillación, que un dolor persistente se había alojado en su estómago y ya no podía soportarlo más. Era como estar a punto de saltar de un puente.
Verena salió de casa a primera hora de la mañana y dijo que volvería temprano, por lo que George imaginó que se verían a la hora de comer. Desayunó con Jack, lo dejó con Tiffany, la niñera, y luego se dirigió a su despacho, en el Cannon House Office Building, cerca del Capitolio, para cancelar las citas que tenía ese día.
A las doce del mediodía, y como de costumbre, el Jaguar rojo seguía en el aparcamiento que había cerca de la oficina del centro donde trabajaba Verena. George esperó al final de la manzana en su Lincoln plateado, sin perder de vista la salida. El coche rojo apareció a las doce y media, y George se incorporó al tráfico y lo siguió.
Verena cruzó el Potomac y puso rumbo hacia la campiña virginiana. A medida que el tráfico iba haciéndose más fluido, George empezó a quedarse atrás. Sería un poco humillante que lo descubriera, aunque esperaba que Verena no se fijara en algo tan corriente como un Lincoln plateado. Desde luego no podría haber hecho aquello en su viejo y llamativo Mercedes.
Poco antes de la una, Verena tomó una salida hacia un restaurante rural llamado The Worcester Sauce. George pasó de largo, hizo un cambio de sentido a un kilómetro y medio del desvío y regresó. A continuación entró en el aparcamiento del restaurante, escogió una plaza desde la que pudiera observar el Jaguar y se dispuso a esperar.
Y a darle vueltas a la cabeza. Sabía que estaba haciendo una tontería. Sabía que aquello podía acabar resultando muy embarazoso, o algo peor. Sabía que debía irse de allí.
Sin embargo, necesitaba averiguar quién era el amante de su esposa.
Salieron a las tres.
Por la forma de andar de Verena, George supo que había tomado una o dos copas de vino durante la comida. La pareja se dirigió al aparcamiento, iban cogidos de la mano. Verena se echó a reír tontamente por algo que dijo su acompañante, y George sintió que le hervía la sangre.
El hombre era alto y fornido, con una melena abundante y bastante larga.
Cuando se aproximaron un poco más, George reconoció a Jasper Murray.
—El muy hijo de puta… —dijo en voz alta.
Jasper siempre se había sentido atraído por Verena, desde la primera vez que se habían visto, en el hotel Willard, el día del discurso de «Tengo un sueño» de Martin Luther King. Sin embargo, muchos hombres se sentían atraídos por Verena. George nunca habría imaginado que Jasper, precisamente él, pudiera ser el traidor.
Se acercaron al Jaguar y se besaron.
George sabía que debía arrancar el coche y largarse de allí. Había averiguado lo que quería, no había nada más que hacer.
Vio que ella tenía la boca abierta, que apretaba sus caderas contra él y que ambos se besaban con los ojos cerrados.
Y bajó del coche.
Jasper le estaba tocando un pecho a Verena.
George cerró la puerta con fuerza y atravesó el asfalto a grandes zancadas.
Jasper estaba demasiado concentrado en lo que hacía, pero ella oyó el portazo y abrió los ojos, momento en el que vio a George. Verena apartó a Jasper y gritó.
Aunque ya era demasiado tarde.
George llevó el puño hacia atrás y golpeó a Jasper con toda la fuerza acumulada en los músculos de la espalda y los hombros. Sus nudillos impactaron contra el lado izquierdo de la cara de Jasper, y George sintió el aplastamiento de la carne blanda —profundamente reconfortante— y, un instante después, la dureza de los dientes y los huesos. La mano le ardía de dolor.
Jasper se tambaleó hacia atrás y cayó al suelo.
—¡George! —chilló Verena—. ¿Qué haces?
Y se arrodilló junto al periodista sin preocuparse por las medias.
Jasper se incorporó sobre un codo y se tocó la cara.
—Maldito animal —dijo mirando a George.
George quería que se levantara del suelo y le devolviera el golpe.
Quería más violencia, más dolor, más sangre. Se lo quedó mirando largo rato a través de una neblina roja, hasta que la bruma se disipó y comprendió que Jasper no iba a levantarse y pelear.
Dio media vuelta, regresó al Lincoln y se fue de allí.
Cuando llegó a casa, Jack estaba en su dormitorio, entretenido con su colección de coches de juguete. George cerró la puerta para que la niñera no pudiera oírlos y se sentó en la cama, que estaba cubierta por una colcha que parecía un bólido.
—Tengo que decirte algo importante —le anunció a su hijo.
—¿Qué te ha pasado en la mano? —preguntó Jack—. La tienes hinchada y roja.
—Me he dado un golpe. Tienes que prestarme atención.
—Vale.
Aquello iba a ser difícil de entender para un niño de cuatro años.
—Sabes que yo nunca dejaré de quererte —dijo George—. Igual que la abuela Jacky me quiere a mí, aunque ya no sea un niño pequeño.
—¿Va a venir hoy la abuela?
—Tal vez mañana.
—Escucha, a veces los papás y las mamás dejan de quererse. ¿Lo sabías?
—Sí, el papá de Pete Robbins ya no quiere a su mamá. —Jack adoptó un tono muy serio—. Se han… divorciado.
—Me alegro de que entiendas esas cosas, porque tu madre y yo ya no nos queremos.
George observó la cara de Jack, intentando adivinar si lo había comprendido o no. El niño parecía desconcertado, como si estuviera ocurriendo algo aparentemente imposible. George sintió que se le partía el corazón al ver la expresión de su rostro. «¿Cómo puedo estar haciéndole algo así a la persona que más quiero en el mundo? —pensó—. ¿Cómo he llegado a esto?».
—Sabes que he estado durmiendo en la habitación de invitados.
—Sí.
George se preparó para la parte más dura.
—Bueno, pues esta noche iré a dormir a casa de la abuela.
—¿Por qué?
—Porque mamá y yo ya no nos queremos.
—Vale, entonces nos vemos mañana.
—A partir de ahora voy a dormir a menudo en casa de la abuela.
Jack empezó a comprender cómo iba a afectarle todo aquello.
—¿Me seguirás leyendo un cuento antes de ir a dormir?
—Todas las noches, si tú quieres.
George se prometió que lo cumpliría.
El niño seguía meditando lo que implicaba aquel cambio.
—¿Me prepararás la leche caliente del desayuno?
—A veces. O lo hará mamá. O Tiffany.
Jack sabía distinguir una evasiva.
—No sé —dijo—, creo que es mejor que no duermas en casa de la abuela.
George perdió su entereza.
—Bueno, ya veremos —contestó—. Eh, ¿quieres un poco de helado?
—¡Sí!
Fue el peor día de su vida.
George había salido del Capitolio e iba dándole vueltas al asunto de los rehenes mientras se dirigía en coche al condado de Prince George.
Ese año habían secuestrado a cuatro estadounidenses y a un francés en el Líbano. Uno de los estadounidenses había sido liberado, pero los demás se pudrían en alguna cárcel, siempre y cuando siguieran vivos.
George sabía que uno de ellos era el jefe de la delegación de la CIA en Beirut.
Estaban casi seguros de que los secuestradores pertenecían a un grupo activista musulmán llamado Hezbolá, el Partido de Dios, fundado en 1982 como respuesta a la invasión israelí del Líbano. Estaban financiados por Irán y los había entrenado la Guardia Revolucionaria.
Estados Unidos consideraba que Hezbolá era un brazo armado del gobierno de Irán, país al que acusaba de fomentar el terrorismo y al que, por lo tanto, no debería permitírsele la compra de armas. A George eso le parecía irónico, dado que el presidente Reagan fomentaba el terrorismo en Nicaragua financiando a la Contra, un despiadado grupo antigubernamental que llevaba a cabo asesinatos y secuestros.
En cualquier caso, George se sentía furioso por lo que sucedía en el Líbano y quería enviar a los marines a Beirut con toda la artillería.
¡Había que enseñar a esa gente lo que ocurría cuando se secuestraban ciudadanos estadounidenses!
Era algo que creía con firmeza, aunque sabía que se trataba de una reacción infantil. Del mismo modo que la invasión israelí había propiciado el nacimiento de Hezbolá, una ofensiva estadounidense contra Hezbolá solo provocaría más terrorismo, y una generación más de jóvenes de Oriente Próximo crecería jurando venganza contra Estados Unidos, el gran Satán. Cuando los ánimos se enfriaban, George y cualquiera que lo pensara un poco comprendía que la venganza era contraproducente. Lo único que podía hacerse era romper la cadena.
Algo más sencillo de decir que de hacer.
Además, George también era consciente de que no había superado la prueba en lo personal. Le había dado un puñetazo a Jasper Murray y, aunque el tipo no era de los que se arrugaban, había sido lo suficientemente sensato para resistirse a la tentación de responder. De ahí que no hubiera habido que lamentar más daños, pero no había sido gracias a él.
Volvía a vivir con su madre… ¡a sus cuarenta y ocho años! Mientras, Verena seguía en la casa familiar con el pequeño Jack. George sospechaba que Jasper pasaba allí alguna noche, pero no estaba seguro.
Igual que millones de hombres y mujeres, intentaba encontrar el modo de seguir adelante con su vida tras un divorcio.
Era viernes por la tarde, así que se puso a pensar en el fin de semana. Iba de camino a casa de Verena, con quien había establecido una rutina: él recogía a Jack el viernes por la tarde y se lo llevaba a casa de la abuela Jacky, donde el niño pasaba el fin de semana, antes de llevarlo de vuelta a casa el lunes por la mañana. No era así como le habría gustado criar a su hijo. Pensó en lo que harían. El sábado irían a la biblioteca pública y escogerían algunos cuentos para leer antes de ir a dormir. El domingo acudirían a la iglesia, por descontado.
Llegó a la casa unifamiliar que antes era su hogar y vio que el coche de Verena no estaba en el camino de entrada, por lo que dedujo que todavía no había llegado. George aparcó, fue hasta la puerta y llamó al timbre por educación antes de abrir con su propia llave.
La casa permanecía en silencio.
—Soy yo —dijo alzando la voz. No había nadie en la cocina. Finalmente encontró a Jack sentado delante del televisor, solo—. Hola, colega —lo saludó. Luego se sentó y lo abrazó—. ¿Dónde está Tiffany?
—Ha tenido que irse a su casa —dijo Jack—. Mamá llega tarde.
George reprimió su enfado.
—Entonces, ¿estás solo?
—Tiffany dijo que era una mergencia.
—¿Cuánto hace de eso?
—No lo sé.
Jack todavía no sabía calcular el tiempo.
George estaba furioso. Su hijo se había quedado solo en casa con cuatro años. ¿En qué pensaba Verena?
Se levantó y miró a su alrededor. La maleta del fin de semana de Jack se hallaba en el recibidor. Le echó un vistazo y vio que contenía todo lo necesario: pijama, ropa limpia y el osito de peluche. Tiffany la había dejado preparada antes de irse a atender lo que Jack había llamado «mergencia».
Fue a la cocina y escribió una nota: «Me he encontrado a Jack solo en casa. Llámame».
Luego cogió a su hijo y salieron a buscar el coche.
La casa de Jacky estaba a menos de dos kilómetros de allí. Cuando llegaron, Jacky le dio a su nieto un vaso de leche y una galleta casera mientras este le contaba que, cuando el gato de la casa de al lado iba a visitarlos, le ponían un plato de leche. Luego Jacky miró a George.
—Muy bien, ¿y a ti qué te pasa?
—Vamos al salón y te lo explico. —Fueron a la otra habitación—. Jack estaba solo en casa.
—Vaya, eso no puede ser.
—Pues claro que no, joder.
Por una vez, Jacky pasó por alto la palabrota.
—¿Sabes por qué?
—Verena no se ha presentado a la hora acordada y la niñera ha tenido que irse.
En ese momento oyeron un chirrido de neumáticos que procedía de la calle. Ambos miraron por la ventana y vieron a Verena bajando del Jaguar rojo y corriendo hacia la puerta.
—Voy a matarla —dijo George.
Jacky le abrió la puerta y Verena se dirigió apresuradamente a la cocina, donde empezó a besar a Jack.
—Ay, cariño, ¿estás bien? —le preguntó entre lágrimas.
—Sí —contestó el niño con despreocupación—. Me he comido una galleta.
—Las galletas de la abuela están riquísimas, ¿verdad?
—Ya lo creo.
—Verena, será mejor que vengas y te expliques —dijo George.
A Verena le faltaba el aliento y sudaba. Esta vez no parecía tenerlo todo bajo control con su arrogancia habitual.
—¡Solo me he retrasado unos minutos! —exclamó—. ¡No sé por qué esa maldita niñera me ha dejado plantada!
—No puedes retrasarte cuando estás al cargo de Jack —dijo George muy serio.
Aquello no le sentó bien a su ex mujer.
—Ya, como si tú siempre fueras puntual.
—Yo nunca lo he dejado solo.
—¡Todo se complica cuando estás sola!
—Tú te lo has buscado.
—George, en eso te equivocas —intervino Jacky.
—Mamá, tú no te metas.
—No, estoy en mi casa y se trata de mi nieto, así que pienso meterme en lo que me dé la gana.
—¡No puedo pasarlo por alto, mamá! Lo que ha hecho no está bien.
—Si yo no me hubiera equivocado nunca, no te habría tenido.
—Eso no tiene nada que ver.
—Yo solo digo que todos cometemos errores y que, aun así, a veces las cosas salen bien. Anda, deja de sermonear a Verena. De ese modo no arreglarás nada.
A regañadientes, George admitió que su madre tenía razón.
—¿Y qué quieres que hagamos?
—Lo siento, George, pero es que no doy abasto —dijo Verena, y se echó a llorar.
—Bueno, ahora que hemos dejado de gritar, tal vez podamos empezar a pensar. Esa niñera que tenéis es una birria —sentenció Jacky.
—¡No sabes lo difícil que es conseguir niñera! Y nosotros lo tenemos peor que la mayoría de la gente. Los demás contratan a inmigrantes ilegales y les pagan al contado, pero los políticos tenemos que contratar a alguien con permiso de trabajo y que pague impuestos, ¡por eso nadie quiere el trabajo!
—De acuerdo, tranquila, no te estoy echando la culpa —le dijo Jacky a Verena—. Tal vez podría ayudaros yo.
George y Verena se la quedaron mirando.
—Tengo sesenta y cuatro años, estoy a punto de jubilarme y necesito hacer algo —se explicó—. Os serviré de apoyo. Si la niñera te falla, trae a Jack y déjalo a pasar la noche cuando lo necesites.
—Vaya, yo diría que es una solución —dijo George.
—¡Jacky, eso sería maravilloso! —exclamó Verena.
—No me des las gracias, cariño, lo hago por egoísmo, así veré más a mi nieto.
—¿Estás segura de que no será demasiado trabajo, mamá? —preguntó George.
Jacky resopló con desdén.
—¿Cuándo fue la última vez que algo resultó demasiado trabajo para mí?
George sonrió.
—Creo que nunca.
Y con eso quedó todo dicho.
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