54

EL jefe de Cam Dewar, Keith Dorset, era un hombre fondón, con el pelo rubio rojizo y, como solía ocurrirles a muchos agentes de la CIA, con muy poco gusto a la hora de vestir. Ese día llevaba una chaqueta marrón de tweed, unos pantalones grises de franela, una camisa blanca de raya marrón también, y una corbata de un verde apagado.

De encontrárselo por la calle, la vista lo sortearía después de que el cerebro lo clasificara como persona anodina. Cameron no sabía si se trataba de un efecto buscado o simplemente era que tenía mal gusto.

—En cuanto a tu novia, Lidka… —dijo Keith, sentado a su mesa de la embajada estadounidense.

Cam estaba bastante seguro de que no podía acusarse a Lidka de ninguna asociación turbia, pero esperaba que se lo confirmaran.

—Solicitud denegada —sentenció Keith.

Cam se quedó atónito.

—Pero ¿qué dice?

—Que se te ha denegado la solicitud, ¿qué parte es la que no entiendes?

Los hombres de la CIA a veces se comportaban como si estuvieran en el ejército y se creían con derecho a ladrar órdenes a cualquiera que tuviera un rango inferior. Sin embargo, Cam no se dejaba intimidar con facilidad. Había trabajado en la Casa Blanca.

—Denegada ¿por qué razón? —preguntó.

—No tengo por qué darte explicaciones.

A sus treinta y cuatro años, era la primera vez que Cam tenía una novia de verdad. Tras veinte años de rechazos, se acostaba con una mujer cuyo único deseo en la vida parecía ser el de hacerlo feliz. El pánico que lo invadió ante la posibilidad de perderla lo empujó a hablar casi sin pensar.

—Tampoco tiene por qué ser tan cabrón —replicó.

—¡Cuidadito con lo que dices! Una salida de tono más y te subes al próximo avión de vuelta a casa.

Cam no quería volver, así que se retractó:

—Disculpe, pero insisto en conocer las razones de la negativa, si es posible.

—Mantienes lo que llamamos un «contacto estrecho y continuado» con ella, ¿no es así?

—Pues claro, se lo conté yo mismo. ¿Por qué es eso un problema?

—Por estadística. La mayoría de los traidores que atrapamos es-piando en perjuicio de los intereses de Estados Unidos resultan tener familiares o amigos íntimos extranjeros.

Cam sospechaba algo por el estilo.

—No estoy dispuesto a renunciar a ella por cuestiones estadísticas.

¿Han encontrado algo específico en su contra?

—¿Qué te hace pensar que tienes derecho a interrogarme?

—Lo tomaré como un no.

—Ya te he avisado sobre las salidas de tono.

En ese momento los interrumpió otro agente, Tony Savino, que se acercó con un papel en la mano.

—Estoy echándole un vistazo a la lista de medios acreditados para la conferencia de prensa de esta mañana —dijo—. Tania Dvórkina viene en representación de la TASS. —Se volvió hacia Cam—. ¿No es la mujer que habló contigo en la embajada egipcia?

—La misma —contestó Cam.

—¿Cuál es el motivo de la conferencia de prensa?

—Según pone aquí, la implantación de un nuevo protocolo simplificado para el préstamo de obras de arte entre los museos polacos y estadounidenses. —Tony levantó la vista del papel—. No es lo que acostumbraría a atraer a una periodista estrella de la TASS, ¿no?

—Debe de venir a verme —concluyó Cam.

Tania vio a Cam Dewar en cuanto entró en la sala de prensa de la embajada estadounidense. Alto y delgado, se encontraba al fondo, como una lámpara de pie. Si no hubiera estado allí, habría ido a buscarlo después de la conferencia de prensa, aunque era mejor de esa manera; así llamarían menos la atención.

Sin embargo, no quería dar la impresión de que se acercaba a él con un objetivo concreto, así que decidió esperar a que acabara el anuncio oficial. Se sentó junto a una periodista polaca que le caía bien, Danuta Górski, una morena de armas tomar y sonrisa amplia. Danuta era miembro de un movimiento medio clandestino llamado Comité de Defensa de los Obreros, que distribuía panfletos en los que se hacían eco de las quejas de los trabajadores y de las violaciones de los derechos humanos. Aquel tipo de publicaciones ilegales recibían el nombre de bibuła. Danuta vivía en el mismo edificio que Tania.

—Tendrías que visitar Gdańsk —le susurró Danuta a Tania mientras el agente de prensa estadounidense leía en voz alta el anuncio que previamente les habían repartido impreso.

—¿Por qué?

—El Astillero Lenin va a declararse en huelga.

—Hay huelgas en todas partes.

Los trabajadores exigían aumentos salariales para compensar la subida desorbitada del precio de los alimentos decretada por el gobierno. Cuando informaba sobre ellas, Tania las llamaba «interrupciones de la producción», ya que las huelgas solo se daban en los países capitalistas.

—Créeme, puede que esta sea diferente —dijo Danuta.

El gobierno polaco afrontaba cada huelga de manera expeditiva, garantizaba aumentos salariales y realizaba concesiones de manera aislada con el objetivo de acallar las protestas antes de que proliferaran como manchas en un mantel. La pesadilla de la élite gobernante (y el sueño de los disidentes) era que esas manchas acabaran uniéndose hasta que el mantel adoptase un color completamente distinto.

—¿En qué sentido, diferente?

—Han despedido a una operadora de grúa que es miembro de nuestro comité, pero han escogido a la persona equivocada. Anna Walentynowicz es mujer, viuda y tiene cincuenta y un años.

—Por lo que tiene ganadas las simpatías de los caballerosos hombres polacos.

—Además goza de bastante popularidad. La llaman «pani Ania», señora Anita.

—Tal vez me pase por allí —repuso Tania, ya que Dimka quería estar enterado de cualquier protesta que pudiera desembocar en algo serio, por si tenía que disuadir al Kremlin de tomar medidas severas.

La conferencia de prensa llegaba a su fin cuando Tania pasó junto a Cam Dewar.

—Vaya a la catedral de San Juan el viernes a las dos y visite el crucifijo Baryczkowski —le susurró en ruso.

—No es un buen lugar —siseó el estadounidense.

—Lo toma o lo deja —dijo Tania.

—Tendrá que decirme de qué va todo esto —contestó Cam con firmeza.

Tania comprendió que tendría que arriesgarse a prolongar su charla con él.

—Una vía de comunicación en caso de que la Unión Soviética invadiera la Europa occidental —dijo—. La posibilidad de formar un grupo de oficiales polacos dispuestos a cambiar de bando.

Cam se quedó boquiabierto.

—Ah… Ah… —tartamudeó—. Bien, sí.

Tania le sonrió.

—¿Satisfecho?

—¿Cómo se llama?

Tania vaciló.

—Él sabe mi nombre —dijo Cam.

Tania decidió confiar en él. Al fin y al cabo ella ya había depositado su propia vida en las manos del estadounidense.

—Stanisław Pawlak —dijo—. Lo llaman Staz.

—Pues dígale a Staz que, por razones de seguridad, no debe hablar con nadie de la embajada que no sea yo.

—De acuerdo.

Tania salió apresurada del edificio.

Esa misma noche informó a Staz. Por la mañana se despidió de él con un beso y condujo más de trescientos kilómetros en dirección norte, hacia el mar Báltico. Tenía un Mercedes-Benz 280S, viejo aunque fiable, con faros dobles alineados verticalmente. A última hora de la tarde se registró en un hotel del casco viejo de Gdańsk, frente a los embarcaderos y a los diques secos del astillero, que se encontraba en la isla de Ostrów, en la orilla opuesta del río.

Al día siguiente haría justo una semana que habían despedido a Anna Walentynowicz.

Tania se levantó temprano, se puso un mono de loneta, cruzó el puente hasta la isla, llegó a las puertas del astillero antes del amanecer y entró con paso tranquilo junto con un grupo de trabajadores jóvenes.

Era su día de suerte.

El astillero estaba empapelado de pósters recién pegados que reclamaban la devolución del puesto de trabajo a pani Ania. A su alrededor empezaban a formarse pequeños corrillos mientras varias personas repartían octavillas. Tania cogió una y descifró lo que ponía a pesar de estar en polaco.

Anna Walentynowicz se ha convertido en un estorbo porque su ejemplo motivaba a los demás. Se ha convertido en un estorbo porque defendía a los demás y era capaz de organizar a sus compañeros. Las autoridades siempre intentan aislar a quienes tienen madera de líder. Si no luchamos contra este tipo de acciones, no habrá nadie que nos defienda cuando aumenten las cuotas de producción, cuando se infrinjan las normas de seguridad e higiene, o cuando nos veamos obligados a trabajar horas extras.

Tania se quedó muda de asombro. No reclamaban salarios mayores o una jornada de menos horas, reclamaban el derecho de los trabajadores polacos a organizarse al margen de la jerarquía comunista. Tuvo la corazonada de que aquello era un avance significativo y notó que en su vientre nacía una nueva esperanza.

Se paseó por el astillero a medida que el amanecer daba paso a la mañana. En la construcción naval todo era a gran escala: los trabajadores se contaban por millares, el acero por miles de toneladas y los remaches por millones. Los altos costados de las naves a medio construir se perdían por encima de su cabeza mientras una maraña de andamiajes sostenía precariamente su peso colosal. Grúas inmensas inclinaban sus cabezas sobre las naves con la actitud adoradora de unos Reyes Magos alrededor de un pesebre gigantesco.

Allí por donde pasaba, Tania veía obreros que dejaban de trabajar para leer la octavilla y debatir el asunto.

Varios hombres iniciaron una marcha, y los siguió. Recorrieron el astillero en procesión, enarbolando pancartas improvisadas mientras repartían panfletos y animaban a los demás a unírseles, de modo que cada vez eran más numerosos. Finalmente alcanzaron la entrada principal, donde empezaron a decirles a los obreros que llegaban en ese momento que estaban en huelga.

Cerraron las puertas del astillero, tocaron la sirena e izaron la bandera nacional polaca en el edificio más cercano.

A continuación eligieron un comité de huelga.

En ello estaban cuando se vieron interrumpidos por un hombre trajeado que se encaramó a una excavadora y empezó a gritar a la multitud. Tania no lograba entender todo lo que decía, pero el hombre parecía oponerse a la formación de un comité de huelga… y los trabajadores lo escuchaban. Tania le preguntó quién era a la persona que tenía al lado.

—Klemens Gniech, el director del astillero —contestó su vecino—. No es un mal tipo.

Se quedó pasmada. ¿Cómo se dejaban influir de esa manera?

Gniech se prestaba a negociar siempre que los huelguistas volvieran primero al trabajo. Para la periodista aquello suponía una artimaña evidente. Muchos lo abuchearon y se burlaron de él, pero otros asintieron con la cabeza y unos pocos se alejaron sin prisas, dirigiéndose a sus puestos de trabajo, según parecía. ¿De verdad aquello iba a acabar tan deprisa?

En ese momento alguien subió a la excavadora de un salto y tocó al director en el hombro. El recién llegado era un hombre fornido, de baja estatura y con un bigote poblado. Aunque a Tania se le antojó una persona anodina, la gente lo reconoció y lo vitoreó. Era evidente que sabían de quién se trataba.

—¿Me recuerda? —le dijo al director alzando lo suficiente la voz para que lo oyera todo el mundo—. ¡Trabajé aquí durante diez años y luego me despidió!

—¿Quién es? —le preguntó Tania a su vecino.

—Lech Wałęsa. Un simple electricista, pero lo conoce todo el mundo.

El director intentó razonar con Wałęsa delante de la multitud, pero el hombre bajito y bigotudo no le dio opción.

—¡Declaro una huelga con ocupación! —gritó.

La gente lanzó un rugido de aprobación.

Tanto el director como Wałęsa bajaron de la excavadora y a continuación el electricista tomó el mando, algo que todos parecieron aceptar sin discusión. Cuando le ordenó al chófer del director que subiera a la limusina y fuera a buscar a Anna Walentynowicz, el hombre hizo lo que le mandaron y, algo más sorprendente aún, el director no puso ninguna objeción.

Wałęsa organizó la elección de un comité de huelga. La limusina regresó con Anna, que fue recibida entre aplausos. Se trataba de una mujer menuda, con gafas y con el pelo corto como el de un hombre.

Ese día llevaba una blusa a gruesas rayas horizontales.

El comité de huelga y el director entraron en el Centro de Seguridad e Higiene para negociar, y Tania sintió la tentación de colarse en el local con ellos, pero decidió no tentar a la suerte; ya podía darse por afortunada con haber atravesado la puerta. Los trabajadores recibían a los medios de comunicación occidentales con los brazos abiertos, pero el pase de prensa de Tania indicaba que era una periodista soviética que trabajaba para la TASS, y si los huelguistas lo descubrían, la echarían.

Sin embargo, debía de haber micrófonos en las mesas de los negociadores porque la multitud que esperaba fuera pudo seguir el debate a través de altavoces, cosa que sorprendió a Tania por su radicalismo democrático. Los huelguistas podían expresar al instante su parecer acerca de lo que se decía mediante abucheos o vítores.

Tania se enteró de que los trabajadores habían añadido varias reivindicaciones más a la reincorporación de Anna, entre otras una garantía contra posibles represalias. No obstante, por sorprendente que pudiera parecer, la única que el director rechazó fue la construcción de un monumento a las puertas del astillero en recuerdo a los trabajadores que habían muerto a manos de la policía durante la represión de las protestas de 1970 por el aumento del precio de los alimentos.

Tania se preguntó si aquella huelga también acabaría en una masacre. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al comprender que, de ser así, se encontraba en primera línea de fuego.

Gniech adujo que el terreno que había junto a las puertas había sido destinado a la construcción de un hospital.

Los huelguistas insistieron en que preferían el monumento.

El director se ofreció a instalar una placa conmemorativa en cualquier otro punto del astillero.

Rechazaron la oferta.

—¡Estamos regateando por unos héroes caídos como si fuéramos mendigos bajo una farola! —gritó un trabajador indignado junto al micrófono.

La gente del exterior aplaudió.

Otro negociador hizo un llamamiento directo a los trabajadores: ¿querían un monumento?

La multitud respondió con un rugido.

El director se retiró para consultarlo con sus superiores.

Ya había miles de partidarios al otro lado de las puertas. La gente había estado recogiendo alimentos para los huelguistas, y aunque pocas eran las familias polacas que podían permitirse regalar comida, decenas de sacos de provisiones atravesaron las puertas para que los hombres y las mujeres del interior pudieran comer.

El director regresó por la tarde y anunció que, en principio, las más altas autoridades habían aprobado la construcción del monumento conmemorativo.

Wałęsa declaró que la huelga continuaría hasta que se satisficieran todas las reivindicaciones.

Y a continuación, casi como si se tratara de algo que acababa de ocurrírsele, añadió que los huelguistas también querían discutir la creación de sindicatos libres e independientes.

«Bueno, por fin la cosa se pone interesante de verdad», pensó Tania.

El viernes después de comer, Cam Dewar se acercó en coche hasta el casco viejo de Varsovia.

Mario y Ollie lo siguieron.

Gran parte de la ciudad había quedado arrasada durante la guerra.

Tras la reconstrucción no tenía más que calles y aceras rectas y edificios modernos, un paisaje urbano poco propicio para encuentros clandestinos e intercambios furtivos. Sin embargo, los urbanistas se habían esforzado en reproducir fielmente el casco viejo original, con sus calles adoquinadas, sus callejuelas y sus casas irregulares, aunque tal vez se habían excedido en su perfección, y las superficies rectas, el diseño regular y los vivos colores daban la sensación de ser demasiado nuevos, como si se tratara del decorado de una película. Sin embargo, esa zona ofrecía un entorno más adecuado para los agentes secretos que el resto de la ciudad.

Cam aparcó y dio un paseo hasta una casa adosada en cuya primera planta se encontraba el equivalente varsoviano del Manos de Seda, un local que Cam había visitado con asiduidad antes de conocer a Lidka.

Las chicas estaban sentadas por el salón del apartamento vestidas con lencería mientras veían la televisión y fumaban. Una rubia voluptuosa se levantó de inmediato dejando que la bata se le abriera un instante, lo que permitió a Cam entrever unos muslos robustos y ropa interior de encaje.

—¡Hola, Crystek, llevas un par de semanas sin aparecer por aquí!

—Hola, Pela.

Cam se acercó a la ventana y echó un vistazo a la calle. Como siempre, Mario y Ollie estaban sentados en el bar de enfrente, bebiendo cerveza y mirando a las chicas que pasaban con sus vestidos veraniegos. Esperaban que Cam permaneciera dentro media hora como mínimo, tal vez una hora entera.

Hasta el momento todo iba según lo planeado.

—¿Qué ocurre? ¿Te sigue tu mujer? —preguntó Pela.

Las chicas se echaron a reír.

Cam sacó la cartera y pagó la tarifa habitual por una paja.

—Necesito que me hagas un favor —dijo—. ¿Te importa si salgo por la puerta de atrás?

—¿Tu mujer va a subir aquí a montar una escena?

—No se trata de mi mujer —repuso—, sino del marido de mi amiga. Si da problemas, ofrécele una mamada gratis. Pago yo.

Pela se encogió de hombros.

Cam bajó la escalera trasera y se escabulló por el patio, satisfecho consigo mismo. Se había quitado de encima a los agentes que lo seguían y estos no se habían dado cuenta. Estaría de vuelta antes de una hora, saldría por la puerta delantera y aquellos dos nunca sabrían que había abandonado el apartamento.

Cruzó la plaza del Mercado a paso ligero y enfiló la calle Świętojańska hasta la catedral de San Juan, una iglesia arrasada durante la guerra y reconstruida posteriormente. Tal vez el SB ya no lo seguía, pero podía estar vigilando a Stanisław Pawlak.

La delegación de la CIA en Varsovia había mantenido una larga reunión para decidir cómo procederían con aquel contacto y lo habían planeado todo hasta el último detalle.

Cam vio a su jefe, Keith Dorset, junto a la catedral. Ese día lucía un traje gris de líneas rectas que había comprado en una tienda polaca; ese atuendo solo se lo ponía cuando realizaba trabajos de vigilancia.

Llevaba una gorra metida en el bolsillo de la chaqueta, lo que significaba que Cam tenía luz verde. De haberla llevado puesta, Cam habría sabido que el SB estaba en el interior de la catedral y que el encuentro debía cancelarse.

El estadounidense entró por la puerta gótica de la fachada occidental. El imponente edificio y la atmósfera de carácter sacro acentuaron su fascinación. Estaba a punto de establecer contacto con un confidente enemigo, se trataba de un momento crucial.

Si salía bien, su carrera como agente de la CIA estaría sólidamente encaminada. Si no, pronto volvería a encontrarse en Langley, sentado a un escritorio.

Cam les había hecho creer a todos que Staz no se vería con nadie que no fuera él, una mentira con la que pretendía complicarle a Keith la decisión de enviarlo de vuelta a casa. Keith seguía poniendo trabas a lo de Lidka a pesar de que la investigación había demostrado que la chica no tenía ninguna relación con el SB y que ni siquiera era miembro del Partido Comunista. Sin embargo, si Cam conseguía reclutar a un coronel polaco como espía de la CIA, aquel triunfo lo colocaría en una buena posición para desafiar a Keith.

Miró a su alrededor en busca de policía secreta, pero solo vio turistas, fieles y curas.

Se encaminó hacia la nave lateral septentrional y llegó a la capilla que albergaba el famoso crucifijo del siglo XVI. El apuesto oficial polaco estaba delante de la imagen, contemplando la expresión del rostro de Jesucristo. Cam se puso a su lado. Estaban solos.

—Es la última vez que hablaremos —dijo Cam en ruso.

Stanisław contestó en el mismo idioma:

—¿Por qué?

—Es demasiado peligroso.

—¿Para usted?

—No, para usted.

—¿Cómo nos comunicaremos? ¿A través de Tania?

—No, de hecho, a partir de ahora le agradecería que no le contara nada acerca de su relación conmigo. Déjela al margen. Puede seguir acostándose con ella, si es que lo hace.

—Gracias —contestó Stanisław con un deje irónico.

Cam lo pasó por alto.

—¿Qué coche tiene?

—Un Saab 99 verde de 1975.

A continuación le dijo la matrícula, y Cameron la memorizó.

—¿Dónde deja el coche por las noches?

—En la calle Jana Olbrachta, cerca del edificio de apartamentos en el que vivo.

—Cuando aparque, deje la ventanilla ligeramente abierta para que podamos colarle un sobre.

—Es peligroso. ¿Y si otra persona lee la nota?

—No se preocupe. El sobre contendrá un anuncio mecanografiado de alguien que se ofrece para lavarle el coche a buen precio, pero cuando le pase la plancha por encima en el papel aparecerá un mensaje que le informará de la hora y el lugar del próximo encuentro. Si por cualquier razón no puede acudir a la cita, no importa, le enviaremos otro sobre.

—¿Qué ocurrirá en esas entrevistas?

—Ya llegaremos a eso. —Cam tenía una lista de cosas que decirle, acordadas por sus colegas en la reunión de planificación, y debía repasarla lo antes posible—. En cuanto a su grupo de amigos…

—¿Sí?

—No orqueste una conspiración.

—¿Por qué no?

—Los descubrirían. Los conspiradores siempre acaban cayendo.

Tiene que esperar hasta el último momento.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—Dos cosas. Una, estar listos. Confeccione una lista mental de la gente en quien confía y decida el papel que desempeñaría cada uno de ellos contra los soviéticos en el caso de que estallara la guerra. Dese a conocer entre líderes disidentes como Lech Wałęsa, pero procure que no se enteren de lo que está haciendo. Realice un reconocimiento del edificio de la televisión y planee cómo se haría con ella, pero no deje nada por escrito, debe guardarlo todo en su cabeza.

—¿Y lo segundo?

—Denos información. —Cam intentó que no se notara lo tenso que estaba. Aquella era la gran petición, a la que Stanisław podía negarse—. El orden de batalla de los ejércitos de la URSS y del Pacto de Varsovia: número de efectivos, tanques, aviones…

—Sé lo que quiere decir orden de batalla.

—Y sus planes de guerra en caso de que estalle una crisis.

Se hizo un largo silencio.

—Puedo conseguírselos —contestó Stanisław finalmente.

—Bien —dijo Cam, encantado.

—¿Y qué obtengo yo a cambio?

—Le daré un número de teléfono y una palabra clave. Solo debe utilizarlo en caso de que los soviéticos decidan invadir la Europa occidental. Cuando llame a este teléfono, contestará un alto cargo del Pentágono que habla polaco y que lo considerará a usted el representante de la resistencia polaca a la invasión soviética. Usted será, a efectos prácticos, el líder de la Polonia libre.

Stanisław asintió con la cabeza, pensativo, pero Cam sabía que la oferta lo atraía.

—Si accedo, habré depositado mi vida en sus manos —dijo al cabo de un momento.

—Ya lo ha hecho —contestó Cam.

Los huelguistas del astillero de Gdańsk procuraban mantener bien informados a los medios de comunicación internacionales sobre sus actividades. Paradójicamente, resultaba el mejor modo de tener al corriente al pueblo polaco, que no podía confiar en sus propios medios de difusión por culpa de la censura. Radio Free Europe, de patrocinio estadounidense, recogía y retransmitía las crónicas de la prensa occidental, de modo que estas llegaban a Polonia. La emisora se había convertido en la principal vía de información de quienes deseaban enterarse de lo que realmente sucedía en su país.

Lili Franck seguía lo que ocurría en Polonia a través de la televisión alemana occidental, que los habitantes del Berlín oriental tenían la posibilidad de ver si dirigían la antena de sus aparatos hacia el lugar indicado.

Para gran alegría de Lili, los paros se extendieron a pesar de los esfuerzos del gobierno. El astillero de Gdynia se declaró en huelga, y los trabajadores del transporte público se sumaron a ella por solidaridad. Crearon un Comité Interempresarial de Huelga, el MKS, con sede central en el Astillero Lenin. El derecho a formar sindicatos libres era su reivindicación principal.

Como muchas otras familias de la Alemania Oriental, los Franck comentaban con entusiasmo todos aquellos sucesos, sentados frente al televisor en la salita del primer piso de la casa de Berlín-Mitte. Empezaba a entreverse una grieta en el Telón de Acero, y debatían acaloradamente adónde conduciría todo aquello. Si los polacos podían rebelarse, tal vez pudieran hacerlo los alemanes también.

El gobierno polaco intentó negociar fábrica por fábrica y ofreció generosos aumentos de salario a los huelguistas que abandonaran el MKS y regresaran a sus puestos de trabajo. La táctica no funcionó.

Al cabo de una semana, trescientas empresas en huelga se habían unido al MKS.

La inestable economía polaca no podía mantener aquella situación de manera indefinida, de modo que el gobierno acabó aceptando la realidad y envió al vicepresidente a Gdańsk.

Una semana después se llegó a un acuerdo y los huelguistas obtuvieron el derecho a formar sindicatos libres, una victoria que asombró al mundo.

Si los polacos podían conquistar su libertad, ¿los próximos serían los alemanes?

—Sigues viéndote con esa chica polaca —le dijo Keith a Cam.

Cam no contestó. Por supuesto que seguía viéndola, estaba más feliz que un niño con zapatos nuevos. Lidka deseaba acostarse con él siempre que a él le apetecía. Hasta la fecha, muy pocas chicas habían querido. «¿Te gusta esto? —le preguntaba Lidka mientras lo acariciaba, y si él decía que sí, ella añadía—: Pero ¿te gusta solo un poco, te gusta mucho o te gusta tanto que te mueres?».

—Te dije que tu petición había sido denegada —añadió Keith.

—Pero no me dijo por qué.

Keith parecía enfadado.

—Tomé una decisión.

—Ya, ¿y era la correcta?

—¿Estás cuestionando mi autoridad?

—No, es usted quien cuestiona a mi novia.

Keith se enfadó aún más.

—Crees que me tienes en un puño porque Stanisław solo quiere hablar contigo.

Aquello era justo lo que Cam creía, pero lo negó:

—No tiene nada que ver con Staz. No estoy dispuesto a renunciar a ella porque sí.

—Puede que tenga que despedirte.

—Aun así no renunciaría a ella. De hecho… —Cam vaciló. No tenía planeado decir las palabras que acudieron a su mente, pero las pronunció de todas maneras—. De hecho, tengo pensado casarme con ella.

Keith adoptó un tono distinto:

—Cam, tal vez no sea una agente del SB, pero quizá siga teniendo un motivo encubierto para acostarse contigo.

El comentario lo irritó:

—Eso es algo que no concierne a los servicios secretos y, por lo tanto, a usted tampoco.

Keith insistió, con voz suave, como si no quisiera herir sus sentimientos:

—A muchas chicas polacas les gustaría ir a América, ya lo sabes.

Cam lo sabía. La idea se le había pasado por la cabeza, pero le avergonzaba y lo humillaba que Keith lo expresara en voz alta. Intentó mantenerse impasible.

—Lo sé —contestó.

—Perdóname por decirlo, pero podría estar contigo por ese motivo —insistió Keith—. ¿Te has planteado esa posibilidad?

—Sí, me la he planteado —admitió Cam—, y no me importa.

En Moscú el gran dilema que debían resolver era si invadir o no Polonia.

El día anterior al debate del Politburó, Dimka y Natalia se habían enfrentado a Yevgueni Filípov en una reunión preparatoria, celebrada en la Sala Nina Onilova.

—Nuestros camaradas polacos precisan de apoyo militar urgente para hacer frente a los ataques de los traidores que están al servicio de las potencias capitalistas imperialistas.

—Lo que tú quieres es invadir Polonia, igual que se hizo con Checoslovaquia en 1968 y con Hungría en 1956.

Filípov no lo negó:

—La Unión Soviética está en su derecho de invadir cualquier país cuando los intereses comunistas se ven amenazados. Esa es la Doctrina Brézhnev.

—Estoy en contra de la intervención del ejército —repuso Dimka.

—Menuda sorpresa… —dijo Filípov con un dejo de sarcasmo.

Dimka decidió pasarlo por alto.

—Tanto en Hungría como en Checoslovaquia la contrarrevolución estuvo dirigida por elementos revisionistas que surgieron de los cuadros dirigentes del Partido Comunista —expuso—. Por eso fue posible eliminarlos, fue como cortarle la cabeza a un pollo. Contaban con muy poco apoyo popular.

—¿Por qué va a ser distinta esta crisis?

—Porque en Polonia los contrarrevolucionarios son líderes de la clase obrera que cuentan con el respaldo de la clase obrera. Lech Wałęsa es electricista, Anna Walentynowicz es operaria de grúa, y cientos de fábricas están en huelga. Nos enfrentamos a un movimiento de masas.

—Aun así, hay que acabar con ello. ¿De verdad propones que abandonemos al comunismo polaco?

—Existe otro problema —intervino Natalia—. El dinero. En 1968 el bloque soviético no debía miles de millones de dólares en deuda externa, pero en la actualidad dependemos por completo de los préstamos occidentales. Ya oíste lo que dijo el presidente Carter en Varsovia: el crédito de Occidente está ligado a los derechos humanos.

—¿Y?

—Que si enviamos los tanques a Polonia, nos retirarán la línea de crédito y, camarada Filípov, tu invasión arruinaría la economía de todo el bloque soviético.

Se hizo un silencio en la sala.

—¿Alguien más tiene alguna propuesta? —preguntó Dimka.

Para Cam, que un oficial polaco se hubiera vuelto en contra del Ejército Rojo al mismo tiempo que los trabajadores del país combatían la tiranía comunista era un indicio de algo. Ambos acontecimientos eran señales del mismo cambio. Mientras se dirigía a su encuentro con Stanisław, Cam tenía la sensación de que tal vez estaba contribuyendo al desencadenamiento de un terremoto histórico.

Salió de la embajada y subió al coche. Como esperaba, Mario y Ollie lo siguieron. Era importante que lo tuvieran bajo vigilancia durante el encuentro con Stanisław, ya que, si todo salía según lo planeado, Mario y Ollie informarían diligentemente de que no había ocurrido nada que pudiera levantar sospechas.

Cam esperaba que Stanisław hubiera recibido y comprendido las instrucciones.

Aparcó junto a la plaza del Mercado y la atravesó dando un paseo con un ejemplar de Trybuna Ludu de ese día, el periódico oficial del gobierno. Mario se apeó del coche y fue detrás de él. Medio minuto después, Ollie los siguió a poca distancia.

Cam tomó una calle lateral con los dos agentes de la policía secreta a su espalda.

Entró en un bar, pidió una cerveza y se sentó cerca del ventanal, desde donde los veía paseándose por los alrededores. Pagó la bebida en cuanto se la sirvieron, para poder marcharse deprisa si era necesario.

Consultó la hora varias veces mientras disfrutaba de la cerveza.

A las tres menos un minuto salió.

Había practicado aquella maniobra hasta la saciedad en Camp Peary, el centro de entrenamiento que la CIA tenía cerca de Williamsburg, en Virginia, donde había acabado realizándola a la perfección, pero aquella era la primera vez que la ponía en práctica en una situación real.

Apretó ligeramente el paso hasta llegar al final de la manzana, donde echó un vistazo atrás y vio que Mario se encontraba a unos treinta metros detrás de él.

A la vuelta de la esquina había una tienda donde vendían tabaco y junto a la que vio a Stanisław mirando el escaparate, justo donde esperaba. Cam disponía de unos treinta segundos antes de que Mario enfilara la calle, tiempo de sobra para realizar un sencillo intercambio disimulado.

Lo único que tenía que hacer era canjear el periódico que llevaba por el de Stanisław, que debía ser idéntico al suyo, aunque si todo iba bien el del polaco contendría las fotocopias que hubiera hecho de los documentos que se encontraban en la caja fuerte del cuartel general del ejército.

Solo había un problema.

Stanisław no llevaba un periódico sino un sobre grande de color marrón.

No había seguido las instrucciones al pie de la letra, así que o bien no las había entendido o bien había decidido que los detalles no importaban.

Fuera cual fuese la razón, las cosas habían salido mal.

El pánico paralizó a Cam. Perdió el paso, no sabía qué hacer, tenía ganas de gritar a Staz y ponerlo de vuelta y media.

Sin embargo, se controló. Se obligó a tranquilizarse y tomó una decisión apresurada: no cancelaría la misión. Seguiría adelante según lo planeado.

Se dirigió directo a Stanisław y, justo cuando pasaba a su lado, intercambiaron el periódico por el sobre.

Stanisław entró en la tienda de inmediato con el periódico y desapareció de la vista.

Cam continuó caminando, ya con el sobre, que tenía un grosor de casi tres centímetros a causa de los documentos que contenía.

Volvió a mirar atrás al llegar al final de la manzana y entrevió a Mario. El agente de la policía secreta se encontraba a unos veinte metros por detrás de él y parecía tranquilo y relajado. No se había dado cuenta de lo que acababa de ocurrir. Ni siquiera había visto a su contacto.

¿Se percataría de que Cam ya no llevaba un periódico sino un sobre? En tal caso podía detenerlo y confiscárselo, lo cual pondría fin a su carrera… y a la vida de Stanisław.

Era verano, por lo que el estadounidense no llevaba abrigo bajo el que poder esconder el sobre. Además, eso podría resultar aún peor, ya que habría más posibilidades de que Mario se fijase en Cam si este de pronto iba con las manos vacías.

Pasó junto a un quiosco de periódicos, pero sabía que no podía pararse y comprar uno a la vista del agente polaco, dado que eso le haría notar que Cam se había deshecho del diario anterior.

Comprendió que había cometido una imprudencia. Se había concentrado tanto en el ejercicio de intercambio que no había pensado en la solución más sencilla: tendría que haber aceptado el sobre y no haber soltado el periódico.

Ya era demasiado tarde.

Se sentía atrapado en un callejón sin salida. Era tan frustrante que tenía ganas de gritar. ¡Todo había salido a pedir de boca salvo por un pequeño fallo!

Podía entrar en una tienda y comprar otro periódico, así que buscó una papelería. Sin embargo, aquello era Polonia, no Estados Unidos, y no había una tienda en cada manzana.

Dobló otra esquina y vio una papelera. ¡Aleluya! Apretó el paso y miró dentro, pero estaba visto que no era su día de suerte: no había periódicos. Aunque sí una revista con una portada de vivos colores. La cogió y continuó andando. Sin detenerse, volvió la portada con disimulo de modo que fuera una página de texto la que quedara a la vista.

Arrugó la nariz. Había algo asqueroso en la papelera y la revista había quedado impregnada de su olor. Intentó contener la respiración mientras deslizaba el sobre entre las páginas.

Se sintió mejor. Por fin tenía más o menos la misma apariencia que al principio.

Regresó a su coche y sacó las llaves. Si iban a detenerlo, seguramente ese sería el momento, e imaginó a Mario diciendo: «Un momento, déjeme ver ese sobre que intenta esconder». Se apresuró a abrir la puerta.

Vio a Mario a unos pasos de él.

Cam entró en el coche y dejó la revista en el hueco para los pies del lado del pasajero.

Al incorporarse divisó a Mario y a Ollie subiendo a su coche.

Parecía que lo había logrado.

Por un instante sintió que las fuerzas lo abandonaban.

Luego arrancó el motor y regresó a la embajada.

Cam Dewar estaba sentado en el cuarto de alquiler de Lidka, esperando a que esta volviera.

La joven tenía una fotografía de él en el tocador, cosa que le complació tanto que sintió ganas de echarse a llorar. Ninguna chica le había pedido nunca una foto, y mucho menos la había enmarcado para tenerla junto a su espejo.

La habitación reflejaba la personalidad de Lidka. Su color favorito era el rosa vivo, y aquella era la tonalidad de las colchas, el mantel y los cojines. En el armario apenas había ropa, pero toda le favorecía: faldas cortas, vestidos con escote de pico, bisutería bonita, estampados de flores, lazos y mariposas… En la estantería tenía todas las obras de Jane Austen en inglés y un ejemplar de Ana Karenina, de Tolstói, en polaco.

Guardaba una caja debajo de la cama, como si se tratara de un alijo secreto de pornografía, llena de revistas estadounidenses sobre decoración del hogar, repletas de fotografías de cocinas luminosas y pintadas con colores vivos.

Ese día la CIA había empezado a investigar a Lidka, un tedioso proceso que debían afrontar todas las posibles esposas. Un examen mucho más concienzudo que el que se realizaba cuando se trataba de una simple amiga. Lidka tenía que hacer un resumen de su vida y dejarlo por escrito, someterse a interrogatorios durante días y pasar una larga prueba con un detector de mentiras. Todo aquello sucedía en algún lugar de la embajada mientras Cam realizaba su jornada de trabajo habitual, y no se le permitía verla hasta que ella volvía a casa.

A Keith Dorset iba a resultarle difícil despedir a Cam. Además, la información que Staz les pasaba estaba resultando una mina.

Cam le había dado a Staz una cámara compacta de 35 milímetros, una Zorki, la imitación soviética de una Leica, para que pudiera fotografiar documentos en su despacho con la puerta cerrada, en vez de tener que fotocopiarlos en el cuarto de las secretarias. De ese modo conseguía pasarle a Cam cientos de hojas en apenas un puñado de rollos de película.

Lo último que la delegación de la CIA en Varsovia le había preguntado a Staz era qué motivos desencadenarían un ataque contra Occidente por parte del segundo escalón estratégico del Ejército Rojo. Los documentos que les había proporcionado en respuesta habían sido tan exhaustivos que Keith Dorset había recibido felicitaciones por escrito de Langley, algo muy poco habitual.

Además, Mario y Ollie no habían visto nunca a Staz.

De ahí que Cam estuviera seguro de que no iban a despedirlo y de que tampoco le impedirían casarse con Lidka, salvo que esta resultara ser una verdadera agente del KGB.

Mientras tanto, Polonia daba un brusco giro hacia la libertad. Diez millones de personas se habían afiliado al primer sindicato libre, llamado Solidaridad, lo que equivalía a uno de cada tres trabajadores polacos. Sin embargo, el mayor problema del país en esos momentos no era la Unión Soviética, sino el dinero. Las huelgas, y la consiguiente inoperancia del Partido Comunista, habían paralizado una economía débil de por sí, y aquello había dado como resultado una escasez generalizada. El gobierno racionaba la carne, la mantequilla y la harina.

Los trabajadores que habían conseguido generosos aumentos de salario descubrían que no podían comprar nada con su dinero. El valor del dólar en el mercado negro pasó a ser más del doble, con un tipo de cambio de doscientos cincuenta zlotys frente a los ciento veinte de antes. Al secretario general Gierek lo sucedió Kania, quien dio paso a su vez al general Jaruzelski, aunque todo continuó igual.

Sin embargo, Lech Wałęsa y Solidaridad habían dudado justo cuando estaban a punto de acabar con el comunismo. Se había decretado una huelga general, pero la habían desconvocado en el último minuto por consejo del Papa y del nuevo presidente estadounidense, Ronald Reagan, quienes temían un derramamiento de sangre. A Cam le decepcionaba la pusilanimidad de Reagan.

Se levantó de la cama y puso los platos y los cubiertos en la mesa.

Le había llevado a Lidka dos bistecs. Por descontado, los diplomáticos no padecían las escaseces que sufrían los polacos; los primeros pagaban con los preciados dólares y, por lo tanto, podían tener lo que quisieran.

De hecho, incluso era probable que Lidka estuviera alimentándose mejor que la élite del Partido Comunista.

Cam se preguntó si hacerle el amor antes o después de comer. Unas veces le gustaba recrearse con la expectativa. Otras no podía esperar.

En cualquier caso, Lidka siempre se adaptaba a sus necesidades.

La joven por fin llegó a casa. Lo besó en la mejilla, se descolgó el bolso del hombro, se quitó el abrigo y atravesó el pasillo en dirección al cuarto de baño.

Cuando volvió, Cam le enseñó los bistecs.

—Muy bien —dijo Lidka, que todavía no lo había mirado.

—Pasa algo, ¿verdad? —preguntó Cam.

Nunca la había visto malhumorada. Aquello era nuevo.

—No creo que pueda ser la mujer de un agente de la CIA —anunció.

Cam intentó controlar el pánico.

—Cuéntame qué ha ocurrido.

—No voy a volver mañana, no pienso pasar por esto.

—¿Cuál es el problema?

—Me siento como una delincuente.

—¿Por qué? ¿Qué te han hecho?

Por fin lo miró a la cara.

—¿Crees que estoy usándote para ir a América?

—¡No! ¡Claro que no!

—Entonces, ¿por qué me lo han preguntado?

—No lo sé.

—¿Esa pregunta tiene algo que ver con la seguridad nacional?

—Nada en absoluto.

—Me han acusado de mentir.

—¿Has mentido?

Se encogió de hombros.

—No les he contado todo. No soy una monja, he tenido amantes, y no mencioné uno o dos… ¡Pero tus antipáticos amigos de la CIA lo sabían! ¡Deben de haber ido a mi antiguo instituto!

—Ya sé que has tenido amantes, yo también. —«Aunque no muchas», pensó Cam, pero no lo dijo en voz alta—. No me importa.

—Me han hecho sentir como una prostituta.

—Lo siento, aunque no importa lo que piensen de nosotros mientras te concedan una autorización.

—Van a contarte un montón de cosas desagradables sobre mí, cosas que les ha contado gente que me odia… Chicas envidiosas y chicos con los que no he querido acostarme.

—No pienso creerles.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

Lidka se sentó en su regazo.

—Siento haberme enfurruñado.

—No pasa nada.

—Te quiero, Cam.

—Yo también te quiero.

—Ahora me siento mejor.

—Me alegro.

—¿Quieres que yo también te haga sentir mejor?

Cuando oía aquello, a Cam se le secaba la boca.

—Sí, por favor.

—Muy bien. —Lidka se levantó—. Tú túmbate y relájate, cariño —dijo.

Dave Williams voló a Varsovia con su mujer, Beep, y su hijo, John Lee, para asistir a la boda de su cuñado, Cam Dewar.

John Lee no sabía leer, aunque era un niño inteligente de ocho años e iba a una buena escuela. Dave y Beep lo habían llevado a un psicopedagogo y habían averiguado que su hijo padecía una enfermedad común llamada dislexia, o ceguera a las palabras. John Lee aprendería a leer, aunque necesitaría una ayuda especializada y tendría que aplicarse más de lo habitual para lograrlo. La dislexia era hereditaria y afectaba sobre todo a los varones.

Fue entonces cuando Dave comprendió cuál era su problema.

—Pasé toda mi época de estudiante creyendo que era tonto —le había dicho a Beep aquella noche, en la cocina de madera de pino de Daisy Farm, después de haber puesto a dormir a John Lee—. Y los profesores también lo decían. Mis padres sabían que no era así, pero por eso mismo estaban convencidos de que era un vago.

—¿Vago tú? —dijo Beep—. Eres la persona más trabajadora que conozco.

—Me pasaba algo, pero no sabíamos de qué se trataba. Ahora sí.

—Y, por lo tanto, nos aseguraremos de que John Lee no sufra como sufriste tú.

Dave por fin había encontrado la respuesta a su continua lucha con la escritura y la lectura. Hacía años que aquello había dejado de atormentarlo, sobre todo desde que era compositor y millones de personas cantaban sus canciones, pero averiguar que era disléxico había resultado un auténtico alivio de todas formas. El misterio había quedado esclarecido, había encontrado una explicación a una discapacidad angustiante, y lo más importante de todo era que sabía lo que debía hacer para que aquello no afectara a su descendencia.

—¿Y sabes otra cosa? —había dicho Beep, sirviéndose una copa de cabernet sauvignon de Daisy Farm.

—Sí —contestó Dave—, que seguramente es hijo mío.

Beep nunca había estado segura de quién era el padre de John Lee, si Dave o Walli. Aunque a medida que el niño crecía y cambiaba se parecía cada vez más a Dave, nadie sabía si la semejanza era heredada o adquirida: los gestos de las manos, el modo de hablar, el entusiasmo…

Todos esos rasgos podría haberlos aprendido un niño que idolatraba a su padre. Sin embargo, la dislexia no se aprendía.

—No es concluyente —había dicho Beep—, pero sí una prueba de peso.

—Además, en cualquier caso, ¿a quién le importa? —dijo Dave.

Sin embargo, habían prometido que nunca comentarían aquella incógnita con nadie, ni siquiera con John Lee.

La boda de Cam se celebró en una iglesia católica moderna de la pequeña población de Otwock, situada en las afueras de Varsovia. Cam se había hecho católico, aunque Dave estaba convencido de que no se trataba de una conversión sincera.

La novia llevaba el mismo vestido con el que se había casado su madre; la situación de los polacos los obligaba a reaprovechar la ropa.

A Dave, Lidka le pareció una chica atractiva, delgada, de piernas largas y pechos bonitos, pero había algo en su boca que le sugería inflexibilidad. Tal vez estaba siendo demasiado duro; quince años viviendo como una estrella del rock lo habían vuelto suspicaz respecto a las chicas. Por experiencia propia, sabía que se iban a la cama con quien fuera para conseguir algo a cambio, y más a menudo de lo que creía la mayoría de la gente.

Las tres damas de honor se habían confeccionado ellas mismas unos vestidos veraniegos cortos de algodón en un color rosa vivo.

El banquete de boda se celebró en la embajada estadounidense.

Woody Dewar corría con los gastos, pero había sido la embajada la que había conseguido comida en abundancia y alguna bebida más, aparte del vodka.

El padre de Lidka contó un chiste, medio en polaco y medio en inglés:

—Un hombre entra en una carnicería de propiedad estatal y pide una libra de vaca.

»“Nie ma”, no hay.

»“¿Cerdo, entonces?”

»“Nie ma”.

»“¿Ternera?”

»“Nie ma”.

»“¿Pollo?”

»“Nie ma”.

»El cliente se marcha, y la mujer del carnicero dice: “Ese tipo está loco”.

»“Ya lo creo —contesta el carnicero—, pero ¡qué memorión!”

Los estadounidenses no sabían dónde mirar, pero los polacos rieron con ganas.

Dave le había pedido a Cam que no le dijera a nadie que su cuñado era un miembro de Plum Nellie, pero, como solía ocurrir, la noticia había corrido como la pólvora y las amigas de Lidka lo estaban asediando. No había manera de quitarse de encima a las damas de honor y estaba claro que, si le hubiera apetecido, podría haberse ido a la cama con cualquiera de ellas o incluso, como insinuó una, con las tres a la vez.

—Tendríais que conocer al que toca el bajo —dijo Dave.

Cam y Lidka bailaban por primera vez como marido y mujer cuando Beep le susurró a Dave:

—Ya sé que es un pesado, pero es mi hermano, y la verdad es que me alegro de que por fin haya encontrado a alguien.

—¿Estás segura de que Lidka no es una cazafortunas que va detrás de un pasaporte norteamericano?

—Eso es lo que temen mis padres, pero Cam tiene treinta y cuatro años y está soltero.

—Supongo que tienes razón —admitió Dave—. ¿Qué tiene que perder?

Tania Dvórkina estaba muerta de miedo cuando acudió a la primera convención nacional de Solidaridad, en septiembre de 1981.

La jornada dio comienzo en la catedral de Oliwa, en las afueras de Gdańsk. Dos torres afiladas flanqueaban de manera amenazadora un pórtico bajo de estilo barroco a través del cual entraron los delegados.

Tania se sentó junto a Danuta Górski, su vecina de Varsovia, periodista y organizadora de Solidaridad. Igual que Tania, Danuta escribía artículos insulsos y ortodoxos para la prensa oficial mientras trabajaba para intereses distintos en privado.

El arzobispo leyó un sermón con el que pretendía llamar a la calma y que versó sobre la paz y el amor a la patria. A pesar de la exaltación del Papa, el clero polaco tenía sentimientos encontrados respecto a Solidaridad. Odiaban el comunismo, pero eran autoritarios por naturaleza y, por tanto, hostiles a la democracia. Había curas que demostraban una valentía heroica a la hora de desafiar al régimen, pero lo que la jerarquía eclesiástica deseaba era reemplazar una tiranía aconfesional por una tiranía católica.

Sin embargo, no era la Iglesia lo que preocupaba a Tania, ni ninguna de las otras fuerzas que intentaban dividir el movimiento. Peores cosas auguraban las maniobras amenazadoras de la marina soviética en el golfo de Gdańsk, además de los «ejercicios de tierra» de cien mil soldados del Ejército Rojo en la frontera oriental de Polonia. Según el artículo que Danuta había publicado ese día en Trybuna Ludu, aquella exhibición de fuerza era una respuesta al aumento de la agresividad estadounidense. Sin embargo, nadie se engañaba: la Unión Soviética quería que todo el mundo supiera que estaba lista para invadir Polonia si Solidaridad decidía algo que no le gustaba.

Después de la misa, los novecientos delegados se trasladaron en autobuses hasta el gigantesco palacio de deportes Olivia, en el campus de la Universidad de Gdańsk, donde se celebraría la convención.

Todos aquellos movimientos suponían una grave provocación, y el Kremlin odiaba Solidaridad. Hacía más de una década que no ocurría algo tan peligroso en un país del bloque soviético. Unos delegados elegidos de manera democrática y procedentes de toda Polonia se reunían para celebrar debates y aprobar resoluciones mediante votación, y todo ello sin que el Partido Comunista tuviera ningún tipo de control sobre lo que sucedía. A todos los efectos se trataba de un Parlamento nacional, y se habría calificado de revolucionario si los bolcheviques no hubieran mancillado esa palabra. No era de extrañar que a los soviéticos los consumiera la preocupación.

El pabellón deportivo disponía de un marcador electrónico y, cuando Lech Wałęsa se levantó para hablar, este se iluminó con una cruz y un eslogan en latín: Polonia semper fidelis, Polonia siempre fiel.

Tania salió, fue hasta su coche y encendió la radio. Las emisoras seguían retransmitiendo de manera habitual por todo el dial. Los soviéticos todavía no habían invadido el país.

El resto del sábado transcurrió sin más novedades; de hecho, no fue hasta el martes cuando Tania empezó a asustarse de nuevo.

El gobierno había publicado el borrador de un proyecto de ley sobre el autogobierno de los trabajadores que otorgaba a los empleados el derecho a ser consultados acerca de los nombramientos de la patronal. Tania pensó con acritud que el presidente Reagan no se detendría ni un solo segundo a considerar la posibilidad de garantizar ese tipo de derechos a los trabajadores estadounidenses. Aun así, Solidaridad decidió que el proyecto de ley no era lo bastante radical para ellos, ya que no concedía a la mano de obra la capacidad de contratar y despedir, así que propuso que se realizara un referéndum nacional para conocer la opinión del país.

Lenin debía de estar revolviéndose en su mausoleo.

Y no solo eso: añadieron una cláusula según la cual, si el gobierno se negaba a celebrar el referéndum, lo organizaría el propio sindicato.

Tania volvió a sentir una punzada de miedo en el estómago. El sindicato estaba empezando a asumir el papel de liderazgo que normalmente se reservaba el Partido Comunista. Los ateos estaban haciéndose con el control de la Iglesia. La Unión Soviética nunca lo permitiría.

La resolución se aprobó con un solo voto en contra, y los delegados se levantaron y aplaudieron.

Sin embargo, eso no fue todo.

Alguien propuso lanzar un mensaje a los obreros de Checoslovaquia, de Hungría, de la Alemania Oriental y de «todas las naciones de la Unión Soviética» que decía, entre otras cosas: «Apoyamos a aquellos de entre vosotros que han tomado el dificultoso camino de la lucha por conseguir sindicatos libres». Se aprobó a mano alzada.

Tania estaba segura de que habían ido demasiado lejos.

El mayor miedo de los soviéticos era que la cruzada polaca por la libertad se extendiera a otros países del Telón de Acero… ¡Justo a lo que estaban animando los delegados, llevados por la emoción! La invasión parecía inevitable.

Al día siguiente la prensa solo hablaba de la indignación soviética.

Solidaridad estaba interfiriendo en asuntos internos de los estados soberanos, clamaban.

Aun así, no invadieron.

El dirigente soviético Leonid Brézhnev no deseaba invadir Polonia.

No podía permitirse que los bancos occidentales le negaran el crédito, pero tenía otro plan, y Cam Dewar supo de qué se trataba a través de Staz.

Siempre se tardaban varios días en procesar el material que Staz entregaba. Recoger los rollos de película durante un intercambio peligroso y clandestino solo era el principio, a continuación había que revelar la película en el cuarto oscuro de la embajada estadounidense y, después de imprimir y fotocopiar los documentos, un traductor con una autorización de alto nivel se sentaba y los pasaba del polaco y del ruso al inglés. En el caso de que los documentos superaran el centenar, cosa frecuente, se tardaban días. Acto seguido había que volver a escribir a máquina y a fotocopiar la traducción, y no era hasta entonces cuando Cam podía valorar la importancia de la información recibida.

El invierno se había instalado en Varsovia cuando Cam se encontraba estudiando la última remesa, en la que descubrió un plan detalladamente elaborado acerca de las medidas drásticas y contundentes que el gobierno polaco tomaría llegada la ocasión. Se declararía la ley marcial, se suspenderían todo tipo de libertades y se daría marcha atrás a los acuerdos alcanzados con Solidaridad.

Solo se trataba de un plan de emergencia, pero lo que sorprendió a Cam fue que Jaruzelski hubiera elaborado aquellos procedimientos estratégicos a la semana de haber tomado posesión del cargo. Era evidente que había sido su intención desde el principio.

Y Brézhnev lo acosaba sin descanso para que lo llevara a la práctica.

Jaruzelski había resistido a la presión a principios de año, cuando Solidaridad habría contado con medios para contraatacar: los preparativos para una huelga general ya estaban bastante avanzados y los trabajadores habrían ocupado las fábricas de todo el país.

En aquella ocasión Solidaridad se había impuesto y los comunistas habían tenido que ceder; sin embargo, en esos momentos los obreros ya habían bajado la guardia.

Y además estaban hambrientos, cansados y ateridos. No había de nada, la inflación era galopante y los burócratas comunistas que anhelaban el regreso de los viejos tiempos saboteaban la distribución de alimentos. Jaruzelski calculaba que la gente se hallaba al límite de lo que podía aguantar y que pronto empezaría a plantearse como una salvación el regreso de un gobierno autoritario.

El general abogaba por la invasión soviética y había enviado un mensaje al Kremlin en el que preguntaba a las claras si podían contar con la ayuda militar de Moscú.

La respuesta que había recibido había sido igual de clara y contundente: «No se enviarán tropas».

Cam se dijo que era una buena noticia para Polonia. Tal vez los soviéticos amenazaran y lanzaran bravuconadas, pero no estaban dispuestos a dar el paso definitivo. Lo que ocurriera, tendrían que protagonizarlo los propios polacos.

No obstante, Jaruzelski podía optar por tomar medidas contundentes de todas maneras, aun sin el respaldo de los tanques soviéticos.

El plan estaba allí mismo, en el rollo de película de Staz. El propio oficial polaco temía que Jaruzelski se decidiera a llevarlo a cabo, como revelaba la inclusión de una nota manuscrita, algo lo suficientemente inusual para que Cam le prestara la debida atención. Staz había escrito:

«Reagan puede evitarlo si amenaza con retirar la ayuda financiera».

Cam pensó que aquello era muy astuto. Los créditos de los gobiernos y los bancos occidentales mantenían Polonia a flote, y lo único peor que la democracia sería la bancarrota.

Él había votado a Reagan porque este había prometido mayor agresividad en política exterior. Pues aquella era su oportunidad. Si actuaba con rapidez, el presidente podía impedir que Polonia retrocediera un paso gigantesco.

George y Verena tenían una bonita casa en las afueras de Washington, en el condado de Prince George, Maryland, la circunscripción que él representaba como congresista. Por eso se veía obligado a acudir a la iglesia todos los domingos, a una confesión distinta cada semana, para rezar junto con sus votantes. Su trabajo implicaba algún que otro compromiso latoso de aquel tipo, pero la mayor parte del tiempo se dedicaba en cuerpo y alma a la labor que desempeñaba. Jimmy Carter había dejado la Casa Blanca, que en esos momentos ocupaba Ronald Reagan, y George podía luchar por los estadounidenses más desfavorecidos, muchos de los cuales eran negros.

Cada mes o dos meses Maria Summers iba a visitar a su ahijado Jack, quien con año y medio ya apuntaba alguna de las maneras y el inconformismo de su abuela Jacky. Maria solía llevarle un libro. Después de comer, George lavaba los platos y ella los secaba mientras charlaban sobre política exterior y los servicios secretos.

Maria seguía trabajando en el mismo departamento, y su jefe de aquel entonces era el secretario de Estado Alexander Haig. George le preguntó si la información que recibían de Polonia había mejorado.

—Y mucho —contestó ella—. No sé qué hiciste, pero desde luego parece que la CIA ha espabilado.

George le pasó un cuenco para que lo secara.

—¿Qué ocurre en Varsovia?

—Los soviéticos no invadirán el país. Lo sabemos. Los comunistas polacos les han pedido que lo hagan y los rusos se han negado en redondo, pero Brézhnev está presionando a Jaruzelski para que declare la ley marcial y suspenda las actividades de Solidaridad.

—Eso sería una lástima.

—Es lo mismo que piensa el Departamento de Estado.

George vaciló.

—Adivino que viene un «pero» a continuación…

—Me conoces demasiado bien. —Maria sonrió—. Podríamos echar por tierra el plan de la ley marcial. El presidente Reagan solo tendría que declarar que toda futura ayuda económica estaría ligada al respeto de los derechos humanos.

—¿Por qué no lo hace?

—Al Haig y él creen que los polacos no impondrán la ley marcial.

—¿Quién sabe? En cualquier caso, no estaría mal lanzar la advertencia.

—Es lo mismo que pienso yo.

—Y entonces, ¿por qué no lo hacen?

—No quieren que el otro bando sepa lo buenos que son nuestros espías.

—¿De qué sirve tener servicios de inteligencia si no se usan?

—Puede que acaben haciéndolo —dijo Maria—, pero ahora mismo se lo están pensando.

Nevaba sobre Varsovia dos fines de semana antes de Navidad. Tania pasó la noche del sábado sola. Staz nunca le explicaba las razones de por qué algunas noches sí podía quedarse en su apartamento y otras no. Ella nunca había ido a su casa, a pesar de que sabía dónde vivía.

Desde que se lo había presentado a Cam Dewar, Staz nunca hablaba de nada que tuviese que ver con el ejército, y Tania suponía que eso se debía a que estaba revelándoles secretos a los estadounidenses. Era como el prisionero que hace gala de buen comportamiento durante el día mientras pasa las noches excavando un túnel para escaparse.

Sin embargo, aquel era el segundo sábado que Tania no lo veía, y no estaba segura de por qué. ¿Se estaría cansando de ella? Era algo que solía ocurrirles a los hombres. El único que había seguido formando parte de su vida de forma permanente era Vasili, y nunca se había acostado con él.

Descubrió que echaba de menos a Vasili. Nunca se había permitido enamorarse de él porque era un hombre promiscuo, pero sí la atraía mucho. Empezaba a darse cuenta de que lo que más le gustaba de un hombre era el coraje. Los tres hombres más importantes de su vida habían sido Paz Oliva, Staz Pawlak y Vasili. Daba la casualidad, además, de que los tres eran increíblemente guapos. Sin embargo, también eran valientes: Paz se había enfrentado al poderío estadounidense; Staz había traicionado los secretos del Ejército Rojo, y Vasili había desafiado el poder del Kremlin. De los tres, Vasili era el que más espoleaba su imaginación, ya que había escrito historias demoledoras sobre la Unión Soviética mientras se moría de hambre y de frío en Siberia. Se preguntó cómo estaría y qué estaría escribiendo. Se preguntó si habría vuelto a las andadas y se habría convertido de nuevo en un donjuán o si, por el contrario, habría sentado la cabeza de una vez por todas.

Se fue a la cama y leyó Doctor Zhivago en alemán —todavía no se había publicado en ruso— hasta que le entró sueño y apagó la luz.

La despertaron unos golpes. Se incorporó y encendió la lamparilla.

Eran las dos y media de la mañana, y alguien estaba aporreando una puerta, aunque no la suya.

Se levantó y se asomó a la ventana. Los coches aparcados a ambos lados de la calle estaban cubiertos por una capa de nieve recién caída.

En mitad de la calzada había dos vehículos de la policía y un BTR-60, un transporte blindado de personal, estacionados de cualquier manera, como solo los dejaban los agentes que sabían que podían hacer lo que quisieran.

Los golpes procedentes del otro lado de la puerta se transformaron en un fuerte estrépito. Era como si alguien estuviera tratando de demoler el edificio con un martillo.

Tania se puso una bata y se dirigió a la puerta. Recogió su carnet de prensa de la TASS, que estaba en una mesa de la entrada con las llaves del coche y algo de calderilla. Abrió la puerta y se asomó al pasillo. No vio nada raro, salvo que dos de sus vecinos también estaban asomados, con gesto nervioso.

Dejó la puerta entornada con ayuda de una silla y salió. El ruido procedía del piso de abajo. Miró por encima de la barandilla y vio a un grupo de hombres con el uniforme de camuflaje militar de las ZOMO, la tristemente célebre policía de seguridad. Blandiendo palancas y martillos, estaban derribando la puerta de la amiga de Tania, Danuta Górski.

—¿Qué están haciendo? —gritó Tania—. ¿Qué está pasando?

Algunos de los vecinos también vociferaban haciendo preguntas, pero la policía no les hacía ningún caso.

La puerta se abrió desde el interior y en el umbral apareció el marido de Danuta, un hombre asustado, en pijama y con gafas.

—¿Qué quieren? —dijo.

Del interior de la vivienda salía el sonido de los niños llorando.

Los policías entraron, apartándolo a empujones.

Tania corrió escalera abajo.

—¡No pueden hacer eso! —gritó—. ¡Tienen que identificarse!

Dos policías robustos salieron del apartamento sacando a rastras a Danuta, cuya melena abundante estaba toda alborotada, vestida con un camisón y una bata blanca de chenilla.

Tania se plantó delante de ellos, bloqueando la escalera. Mostró su carnet de prensa.

—¡Soy periodista soviética! —gritó.

—Entonces, ¡sal de en medio, joder! —replicó uno de los policías, y arremetió contra ella con una barra de hierro que sostenía en la mano izquierda.

No fue un golpe certero, ya que el agente forcejeaba con Danuta con la otra mano para retenerla, pero la barra de hierro le dio en plena cara a Tania, que sintió un dolor insoportable al tiempo que se tambaleaba hacia atrás. Los dos policías la apartaron de un empujón y tiraron de Danuta para bajar la escalera.

A Tania le salía sangre del ojo derecho, pero podía ver con el izquierdo. Otro agente salió del apartamento cargado con una máquina de escribir y un contestador automático.

El marido de Danuta reapareció con un niño en brazos.

—¿Adónde la llevan? —gritó.

El policía no respondió.

—Voy a llamar al ejército ahora mismo y lo averiguaré —dijo Tania, que se llevó una mano al rostro dolorido y subió la escalera.

Se miró en el espejo de la entrada. Tenía una herida en la frente, y la mejilla enrojecida e hinchada que empezaba a teñirse de morado, pero creía que al menos no le habían roto ningún hueso.

Cogió el teléfono para llamar a Staz.

No había línea.

Encendió el televisor y la radio. La televisión no emitía señal, tampoco la radio.

Entonces, todo aquello no era solo por Danuta…

Una vecina entró en su casa.

—Tienes que ir a que te vea un médico —sugirió la mujer.

—Ahora no tengo tiempo.

Tania entró en su cuarto de baño diminuto, puso una toalla bajo el grifo y se lavó la cara con cuidado. Luego regresó a su dormitorio, se vistió rápidamente con ropa interior térmica, pantalones vaqueros y un jersey grueso, y se echó encima un abrigo grande y recio con forro de piel.

Bajó corriendo la escalera y se metió en su coche. Comenzaba a nevar de nuevo, pero las carreteras principales estaban despejadas y no tardó en comprender por qué: había tanques y camiones del ejército por todas partes. Con una creciente sensación de inquietud se dio cuenta de que la detención de Danuta solo era una pequeña parte de algo mucho mayor y más siniestro.

Sin embargo, los soldados que ocupaban el centro de Varsovia no eran rusos. Aquello no era como Praga en 1968. Los vehículos llevaban distintivos del ejército polaco, y los soldados lucían uniformes del país.

Los polacos habían invadido su propia capital.

Estaban instalando controles de carretera, pero acababan de comenzar y de momento aún era posible eludirlos. Tania conducía su Mercedes a toda velocidad tentando a la suerte en las curvas más resbaladizas, en dirección a la calle Jana Olbrachta, en el oeste de la ciudad.

Aparcó delante del edificio donde vivía Staz. Sabía la dirección, pero nunca había estado allí, ya que él insistía en que era poco más que unos simples barracones.

Se precipitó corriendo en el interior y tardó un par de minutos en encontrar el piso que buscaba. Llamó a la puerta, rezando por que Staz estuviese dentro, aunque temía que lo más probable era que hubiese salido a las calles, con el resto del ejército.

Una mujer abrió la puerta.

Tania se quedó perpleja. ¿Tenía Staz otra novia?

La mujer era rubia y atractiva, y llevaba un camisón de nailon de color rosa. Observó el rostro de Tania con gesto de consternación.

—¡Está malherida! —exclamó en polaco.

Mirando al pasillo que había detrás de la mujer, Tania reparó en un pequeño triciclo rojo. Aquella mujer no era la novia de Staz, sino su esposa, y además tenía un hijo.

Tania sintió una punzada de culpa que le sacudió todo el cuerpo como una descarga eléctrica. Ella se había estado interponiendo entre Staz y su familia… y él le había mentido.

Hizo un esfuerzo por sobreponerse y concentrarse en la situación inmediata.

—Tengo que hablar con el coronel Pawlak —explicó—. Es urgente.

La mujer oyó su acento ruso y cambió de actitud al instante. Miró a Tania con expresión colérica.

—Así que tú eres la puta rusa —dijo.

Al parecer, Staz no había logrado ocultarle la aventura a su esposa.

Tania quería explicarle que no sabía que estaba casado, pero aquel no era el momento.

—¡No hay tiempo para eso! —exclamó con desesperación—. ¡Es-tán tomando la ciudad! ¿Dónde está él?

—No está aquí.

—¿Va a ayudarme a encontrarlo?

—No. Y largo de aquí. Ojalá te mueras.

La mujer cerró la puerta.

—¡Mierda! —exclamó Tania.

Se quedó en el descansillo del apartamento y se llevó la mano a la mejilla dolorida; la hinchazón parecía cada vez más grotesca. No sabía qué hacer a continuación.

La única persona además de Staz que podría saber qué ocurría era Cam Dewar. No era probable que pudiese llamarlo, porque suponía que todas las líneas telefónicas civiles de la ciudad estaban cortadas. Sin embargo, Cam tal vez acudiera a la embajada estadounidense.

Tania salió corriendo a la calle, volvió a subir a su coche y se dirigió al sur de la ciudad. Se desplazó por los barrios periféricos, evitando el centro, donde habrían instalado controles militares.

Así que Staz tenía esposa y había estado engañando a las dos mujeres.

Tania pensó con amargura que sabía mentir muy bien, de modo que probablemente sería un buen espía. Estaba tan furiosa que le daban ganas de renunciar a los malditos hombres para siempre. Todos eran iguales.

En ese momento vio a un grupo de soldados colgando un cartel en una farola. Se detuvo a mirar, aunque no se arriesgó a salir del coche.

Se trataba de un decreto emitido por algo llamado Consejo Militar de Salvación Nacional. No existía tal consejo; alguien, sin duda Jaruzelski, acababa de crearlo. Tania leyó el cartel horrorizada. Se había instaurado la ley marcial: los derechos civiles quedaban suspendidos, las fronteras estaban cerradas, se prohibía viajar de una ciudad a otra, así como celebrar reuniones públicas de cualquier índole, había toque de queda en vigor desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana, y las fuerzas armadas estaban autorizadas a usar la coacción para restaurar la ley y el orden.

Esas eran las medidas drásticas y contundentes, y habían sido planificadas cuidadosamente, pues aquel cartel se había impreso de antemano. El plan se estaba llevando a cabo con una eficiencia despiadada.

¿Había alguna esperanza?

Tania volvió a arrancar el vehículo. En una calle oscura, dos hombres de las ZOMO salieron al paso de los faros dobles de su coche y uno de ellos levantó una mano para detenerla. En ese momento ella sintió una punzada de dolor en la mejilla y de inmediato tomó una decisión: apretó el pedal del acelerador a fondo. Dio las gracias a las estrellas por aquel potente motor alemán cuando el coche salió disparado hacia delante y pilló desprevenidos a los agentes, que se apartaron a un lado de un salto. Derrapando, dobló una esquina y desapareció de su vista antes de que pudieran hacer uso de las armas.

Unos minutos más tarde se detuvo frente a la embajada de mármol blanco. Todas las luces estaban encendidas; ellos también debían de estar tratando de averiguar lo que ocurría. Bajó a toda prisa del coche y corrió hacia el marine estadounidense que custodiaba la puerta.

—Tengo información importante para Cam Dewar —anunció en inglés.

El marine señaló a su espalda, a la calle.

—Pues parece que ahí lo tiene.

Tania se volvió y vio un Polski Fiat de color verde lima aparcando en la calle. Cam estaba al volante. Tania corrió hacia el coche y él bajó la ventanilla. Se dirigió a ella en ruso, como siempre.

—Dios mío, ¿qué le ha pasado en la cara?

—He tenido una pequeña charla con los de las ZOMO —explicó—. ¿Sabe lo que está pasando?

—El gobierno ha detenido a casi todos los líderes y representantes de Solidaridad, a miles de ellos —dijo Cam con tono grave—. Todas las líneas telefónicas están cortadas. Hay controles masivos en todas las carreteras importantes del país.

—¡Pero no he visto a ningún ruso!

—No. Esto es cosa de los propios polacos.

—¿Sabía el gobierno americano que esto iba a pasar? ¿Staz se lo dijo?

Cam se quedó callado.

Tania lo interpretó como un sí.

—¿No podía Reagan hacer algo para detenerlos?

Cam parecía tan perplejo y decepcionado como Tania.

—Yo creía que sí —dijo.

Tania oyó cómo levantaba su propia voz hasta transformarla en un grito de frustración:

—Entonces, por lo que más quiera, ¿por qué no lo hizo?

—No lo sé —respondió Cam—. De verdad que no lo sé.

Cuando Tania regresó a su casa, a Moscú, en el apartamento de su madre la esperaba un ramo de flores de Vasili. ¿Cómo habría encontrado rosas en Moscú en pleno enero?

Las flores eran como un rayo de luz en un paisaje desolado. Tania había sufrido dos decepciones: Staz la había engañado, y el general Jaruzelski había traicionado al pueblo polaco. Staz no era mejor que Paz Oliva, y a ella no le quedaba más remedio que preguntarse cómo era posible que se equivocase tanto con los hombres. Tal vez también estaba equivocada con respecto al comunismo. Siempre había creído que aquello no podía durar. Era apenas una niña en 1956, cuando la rebelión del pueblo húngaro había sido aplastada. Doce años más tarde había ocurrido lo mismo con la Primavera de Praga y, después de otros trece años, Solidaridad también había corrido la misma suerte.

Tal vez el comunismo sí era realmente el único camino que les deparaba el futuro, como seguía creyendo el abuelo Grigori al morir. Si así era, sus sobrinos, los hijos de Dimka, Grisha y Katia, tenían una vida muy triste por delante.

Poco después de que Tania volviera a casa, Vasili la invitó a cenar.

Convinieron en que ya podían ser amigos abiertamente. Él se había reinsertado en la sociedad soviética, su programa de radio tenía un gran éxito desde hacía tiempo y Vasili era una estrella del sindicato de escritores. Nadie sabía que también era el disidente Iván Kuznetsov, autor de Congelación y otros libros anticomunistas que habían sido superventas en Occidente. Tania pensó que era sorprendente que ambos hubiesen logrado mantenerlo en secreto durante tanto tiempo.

Se disponía a salir de la oficina para ir a casa de Vasili cuando la abordó Piotr Opotkin, que entornaba los ojos para protegerse del humo del cigarrillo que tenía entre los labios.

—Has vuelto a hacerlo —dijo—. Nos están llegando quejas desde las altas esferas por tu artículo sobre las vacas.

Tania había visitado la región de Vladímir, donde los funcionarios del Partido Comunista eran tan ineptos que estaban dejando que el ganado muriese en masa mientras su comida se pudría en los establos. Ella había escrito un artículo furibundo y Daniíl lo había publicado.

—Supongo que los que han protestado son los mismos cabrones corruptos y perezosos que dejan morir a las vacas.

—Esos me traen sin cuidado —repuso Opotkin—. ¡He recibido una carta del secretario responsable de ideología del mismísimo Comité Central!

—Y él sabe mucho de vacas, ¿verdad?

Opotkin le arrojó un pedazo de papel.

—Vamos a tener que publicar una retractación.

Tania cogió el papel, pero no lo leyó.

—¿Por qué se empeña en defender a la gente que está destruyendo nuestro país?

—¡No podemos sabotear a los cuadros del Partido Comunista!

Sonó el teléfono del escritorio de Tania y ella respondió:

—Tania Dvórkina.

—Usted escribió el artículo sobre las vacas que mueren en Vladímir —dijo una voz que le resultó vagamente familiar.

Ella lanzó un suspiro.

—Sí, fui yo, y ya he sido reprendida como es debido. ¿Con quién hablo?

—Soy el secretario de Agricultura. Me llamo Mijaíl Gorbachov.

Me hizo una entrevista en 1976.

—Sí, es cierto.

Tania supuso que, evidentemente, Gorbachov iba a añadir su condena a la de Opotkin por el artículo.

—La llamo para felicitarle por su excelente análisis —dijo Gorbachov.

Tania se quedó perpleja.

—Vaya… ¡Gracias, camarada!

—Resulta de extrema importancia que eliminemos esa ineficiencia de nuestras granjas.

—Mmm… Camarada secretario, ¿le importaría decirle eso a mi redactor jefe? Ahora mismo estábamos discutiendo sobre el artículo y él hablaba de una posible retractación.

—¿Una retractación? Tonterías. Póngamelo al teléfono.

—El secretario Gorbachov quiere hablar con usted —dijo Tania sonriendo.

Al principio Opotkin no la creyó.

—¿Con quién hablo, por favor? —preguntó cuando se puso al aparato.

A partir de ese momento se quedó en silencio, salvo por algún que otro «Sí, camarada».

Por fin colgó el teléfono y, acto seguido, se fue sin dirigirle una palabra a Tania, quien sintió una satisfacción inmensa al arrugar el papel con la retractación y tirarlo a la basura.

Poco después Tania fue al apartamento de Vasili sin saber muy bien cuáles eran sus expectativas. Esperaba que no le pidiese que se sumase a su harén, pero por si acaso llevaba unos pantalones de sarga nada favorecedores y un insulso suéter gris, para no darle ideas. De todos modos se sorprendió al descubrir que se moría de ganas de verlo.

Vasili abrió la puerta. Llevaba un jersey azul y una camisa blanca que parecían recién estrenados. Ella lo besó en la mejilla y luego lo estudió detenidamente. Tenía el pelo gris, pero era todavía una cabellera abundante y ondulada. A sus cincuenta años, estaba en forma y se conservaba esbelto.

Abrió una botella de champán georgiano y sirvió unos aperitivos en la mesa, tostadas con ensalada de huevo y tomate, y huevas de pescado con pepino. Tania se preguntó quién los habría preparado. No sería raro que hubiese encargado la tarea a alguna de sus novias.

El apartamento era acogedor, lleno de libros y fotos. Vasili tenía un magnetófono que reproducía cintas de casete. En ese momento de su vida disponía de mucho dinero, aun sin la fortuna en derechos de autor que no podía recibir del extranjero.

Quería saberlo todo sobre Polonia. ¿Cómo era posible que el Krem lin hubiese derrotado a Solidaridad sin una invasión? ¿Por qué había traicionado Jaruzelski al pueblo polaco? No creía que en su apartamento hubiese micrófonos ocultos, pero puso una casete de Chaikovski por si acaso.

Tania le explicó que Solidaridad no estaba muerto, sino que había pasado a la clandestinidad. Muchos de los detenidos bajo la ley marcial todavía seguían en la cárcel, pero la policía secreta, con su sexismo, no había sabido apreciar el importante papel desempeñado por las mujeres. Casi todas las organizadoras seguían en la calle, incluida Danuta, que había sido detenida y luego puesta en libertad. Volvía a trabajar de forma encubierta, produciendo periódicos y panfletos ilegales, restableciendo las líneas de comunicación.

Pese a todo, Tania no tenía esperanza. Si volvían a rebelarse, serían aplastados de nuevo. Vasili se mostró más optimista.

—Han estado a punto de lograrlo —dijo—. En medio siglo nadie ha estado tan cerca de derrotar al comunismo.

Era como en los viejos tiempos, pensó Tania, que se sentía cada vez más cómoda bajo los efectos relajantes del champán. A principios de los sesenta, antes de que encarcelaran a Vasili, habían pasado muchas veladas así, sentados, charlando y discutiendo sobre política, arte y literatura.

Le habló de la llamada telefónica de Mijaíl Gorbachov.

—Es un poco raro —dijo Vasili—. Lo vemos mucho por el Ministerio de Agricultura. Es el favorito de Yuri Andrópov, y parece un comunista recalcitrante. Su esposa es aún peor. Sin embargo, presta su apoyo a las ideas reformistas siempre que puede, mientras no moleste con ello a sus superiores.

—Mi hermano tiene una gran consideración por él.

—Cuando muera Brézhnev, y no puede faltar mucho para eso, por favor…, Andrópov se presentará como candidato al liderazgo y Gorbachov lo respaldará. Si su candidatura no prospera, los dos estarán acabados. Los enviarán a ambos al destierro. No obstante, si Andrópov tiene éxito, a Gorbachov le espera un brillante porvenir.

—En cualquier otro país, a sus cincuenta años Gorbachov tendría la edad justa para convertirse en líder. Aquí, es demasiado joven.

—El Kremlin es un geriátrico.

Vasili sirvió un plato de borsch, sopa de remolacha con carne de ternera.

—Está muy bueno —dijo Tania, que no pudo resistir la tentación de preguntar a continuación—: ¿Quién lo ha hecho?

—Yo, naturalmente. ¿Quién, si no?

—No lo sé. ¿No tienes a alguien que te cocine?

—Solo una babushka que viene a limpiar el apartamento y planchar mis camisas.

—¿Y una de tus novias?

—No tengo novia ahora mismo.

Tania sentía curiosidad. Recordó la última conversación que habían mantenido antes de que se fuera a Varsovia. Él le aseguró que había cambiado y madurado. Ella le había dicho que tenía que demostrarlo con hechos, no solo con palabras. Estaba convencida que solo era otra de sus tretas para llevársela a la cama. ¿Y si estaba equivocada? Francamente, lo dudaba.

Después de cenar le preguntó qué le parecía que todas esas regalías estuviesen acumulándose en una cuenta en Londres.

—Ese dinero deberías quedártelo tú —dijo Vasili.

—No digas tonterías. Tú escribiste los libros.

—Tenía muy poco que perder, ya estaba en Siberia. No podían hacerme nada mucho peor, salvo matarme, y morir habría sido un alivio. Pero tú lo arriesgaste todo: tu carrera, tu libertad, tu vida… Tú mereces ese dinero mucho más que yo.

—Bueno, pues no lo aceptaría, aunque pudieras dármelo.

—Entonces se quedará allí hasta que me muera, probablemente.

—¿No tienes la tentación de escapar a Occidente?

—No.

—Pareces muy seguro.

—Es que lo estoy.

—¿Por qué? Tendrías la libertad de escribir lo que quisieras, todo el tiempo. No más seriales radiofónicos.

—Yo no iría… a menos que tú fueras también.

—No lo dices en serio.

Vasili se encogió de hombros.

—No espero que me creas. ¿Por qué habrías de hacerlo? Pero tú eres la persona más importante de mi vida. Fuiste a Siberia para buscarme, eso no lo hizo nadie más; intentaste que me pusieran en libertad; pasaste mis obras al mundo libre de forma clandestina. Durante veinte años has sido la mejor amiga que se pueda tener.

Tania se sintió conmovida. Nunca lo había visto desde ese punto de vista.

—Gracias por decir eso.

—Solo es la verdad. No voy a irme. —Acto seguido, añadió—: A menos, por supuesto, que vengas conmigo.

Lo miró de hito en hito. ¿Estaba proponiéndoselo en serio? A Tania le daba miedo preguntarlo. Miró por la ventana y vio los copos de nieve que revoloteaban a la luz de la farola.

—Veinte años, y nunca nos hemos besado —dijo Vasili.

—Es verdad.

—Y sin embargo, sigues pensando que soy un casanova sin corazón.

Lo cierto era que ya no sabía qué pensar. ¿Había cambiado? ¿La gente realmente podía llegar a cambiar?

—Después de tanto tiempo sería una pena echar a perder nuestra amistad —dijo ella.

—Y sin embargo, es lo que quiero, con todo mi corazón.

Tania cambió de tema:

—Si tuvieras la oportunidad, ¿desertarías y te irías a Occidente?

—Contigo, sí. Pero no me iría sin ti.

—Siempre he querido hacer de la Unión Soviética un lugar mejor, no abandonarla, pero después de la derrota de Solidaridad me resulta difícil creer en un futuro mejor. El comunismo podría durar mil años más.

—Podría durar más que tú y que yo, por lo menos.

Tania flaqueó en ese instante y se sorprendió al ver las ganas que tenía de besarlo. Más aún, quería quedarse allí, hablando con él en aquel sofá de aquel apartamento cálido, mientras los copos de nieve caían al otro lado de la ventana, durante mucho, muchísimo tiempo. Pensó que era una sensación muy extraña. Tal vez fuese amor.

Así que lo besó.

Al cabo de un rato se fueron al dormitorio.

Natalia siempre era la primera en enterarse de cualquier noticia. El día de Nochebuena se presentó en el despacho de Dimka en el Kremlin con aspecto ansioso.

—Andrópov no asistirá a la reunión del Politburó —dijo—. Está demasiado ocupado.

La siguiente reunión del Politburó estaba prevista para el día después de Navidad.

—Maldita sea —exclamó Dimka—. Eso es peligroso.

Por extraño que pudiese parecer, Yuri Andrópov había resultado ser un buen líder soviético. Durante los quince años anteriores había sido el eficiente jefe de un servicio secreto cruel y brutal, el KGB; en ese momento, como secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, continuaba reprimiendo a los disidentes de forma implacable, pero en el seno del partido era asombrosamente tolerante con las ideas nuevas y reformistas. Al igual que un papa medieval que torturaba a los herejes y al mismo tiempo debatía con sus cardenales sobre los argumentos contra la existencia de Dios, Andrópov hablaba con libertad dentro de su círculo más íntimo —que incluía tanto a Dimka como a Natalia— sobre las deficiencias del sistema soviético.

Y la conversación había dado paso a la acción. Gorbachov había ampliado su área de responsabilidad desde la agricultura a toda la economía, y había creado un programa de descentralización de la economía soviética, quitando parte del poder de decisión a Moscú para dárselo a los gestores que veían los problemas más de cerca.

Por desgracia, Andrópov cayó enfermo poco antes de la Navidad de 1983, después de haber sido líder durante menos de un año. Eso preocupaba a Dimka y a Natalia. El rival conservador de Andrópov por el liderazgo había sido Konstantín Chernenko, que aún era el número dos en la jerarquía. Dimka temía que Chernenko aprovechase la enfermedad de Andrópov para recuperar la hegemonía.

—Andrópov ha escrito un discurso para que sea leído en la reunión —explicó Natalia.

Dimka negó con la cabeza.

—Con eso no basta. En ausencia de Andrópov, Chernenko presidirá el encuentro, y una vez que eso suceda todo el mundo lo aceptará como sucesor. Y entonces el país entero dará un terrible paso hacia atrás.

La perspectiva era demasiado deprimente para considerarla siquiera.

—Es obvio que tenemos que conseguir que Gorbachov presida la reunión.

—Pero Chernenko es el número dos. Ojalá fuese él quien estuviese en el hospital.

—No tardará mucho en ingresar en uno, no goza de muy buena salud.

—Pero probablemente no lo bastante pronto. ¿Hay alguna manera de impedir que presida la reunión?

Natalia se quedó pensativa.

—Bueno, el Politburó debe hacer lo que Andrópov le indique.

—¿Y por qué no emite una orden diciendo que Gorbachov presida la reunión?

—Sí, podría hacerlo. Sigue siendo el líder.

—Podría añadir un párrafo a su discurso.

—Perfecto. Lo llamaré y se lo propondré.

Esa misma tarde Dimka recibió un mensaje citándolo a que acudiera a la oficina de Natalia. Cuando llegó, vio que tenía los ojos brillantes de emoción y triunfo. Estaba con ella Arkadi Volski, el asistente personal de Andrópov. Este había convocado a Volski al hospital y había añadido un párrafo manuscrito al discurso. En ese momento Volski se lo entregó a Dimka.

Las últimas líneas decían lo siguiente:

Por razones que comprenderán perfectamente, no voy a poder presidir las reuniones del Politburó y la Secretaría del partido en un futuro próximo. Por tanto, deseo pedir a los miembros del Comité Central que consideren la posibilidad de confiar la dirección del Politburó y la Secretaría a Mijaíl Serguéyevich Gorbachov.

Estaba redactado en forma de sugerencia, pero en el Kremlin una sugerencia del líder equivalía a una orden directa.

—Esto es dinamita —dijo Dimka—. No pueden desobedecerlo.

—¿Qué debo hacer con el discurso? —preguntó Volski.

—En primer lugar, sacar varias fotocopias —propuso Dimka—, para que nadie pueda romperlo en pedazos. Luego…

Dimka vaciló.

—No se lo diga a nadie. Simplemente déselo a Bogoliúbov —indicó Natalia. Klavdii Bogoliúbov era el encargado de preparar los documentos para las reuniones del Politburó—. Sea discreto. Dígale que añada el material adicional a la carpeta roja que contiene el discurso de Andrópov.

Estuvieron de acuerdo en que aquel era el mejor plan.

El día de Navidad no era ninguna festividad especial. A los comunistas no les gustaba su carácter religioso, habían cambiado a Santa Claus por el Abuelo Frío y a la Virgen María por la Doncella de las Nieves, y habían trasladado la celebración al día de Año Nuevo. Era entonces cuando los niños recibían los regalos. A Grisha, que ya tenía veinte años, el nuevo año iba a traerle un reproductor de casetes, y a Katia, de catorce, un vestido nuevo. Dimka y Natalia, como políticos comunistas de alto rango, ni siquiera se planteaban celebrar la Navidad, con independencia de sus creencias personales. Ambos fueron a trabajar como de costumbre.

Al día siguiente, Dimka acudió a la sala del Presídium para la reunión del Politburó. Natalia, que había llegado antes, se acercó a la puerta a recibirlo con expresión de angustia. Llevaba abierta la carpeta roja que contenía el discurso de Andrópov.

—¡Lo han eliminado! —exclamó—. ¡Han quitado el último párrafo!

Dimka se desplomó en una silla.

—Nunca imaginé que Chernenko tuviera agallas para hacer algo así —dijo.

Se dio cuenta de que no podían hacer absolutamente nada. Andrópov estaba en el hospital. Si pudiese irrumpir en aquella sala y empezar a vociferar a todo el mundo, su autoridad se vería reafirmada, pero eso era imposible. Chernenko había acertado al calcular la debilidad de Andrópov.

—Han ganado, ¿no es así? —dijo Natalia.

—Sí —contestó Dimka—. La era del estancamiento comienza de nuevo.