LA familia Franck viajó a Hungría en dos Trabant para disfrutar de unas vacaciones. Hungría se había convertido en un destino turístico bastante popular entre los alemanes del lado oriental que podían permitirse pagar la gasolina.
Por lo que los Franck sabían, nadie los había seguido.
Habían contratado las vacaciones a través de la Oficina de Turismo del gobierno de la Alemania Oriental. A pesar de que Hungría pertenecía al bloque soviético, temían que les denegaran el visado, pero habían recibido una agradable sorpresa. Hans Hoffmann había desperdiciado la oportunidad de acosarlos. Tal vez estuviera ocupado.
Necesitaban dos coches porque llevaban a Karolin y a su familia.
Werner y Carla adoraban a su nieta, Alice, que ya tenía dieciséis años.
Lili quería a Karolin, pero no al marido de esta, Odo. Era un buen hombre y gracias a él Lili trabajaba de administradora en un orfanato que dependía de una parroquia, pero había algo forzado en el afecto que Odo mostraba por Karolin y Alice; como si al quererlas estuviera haciendo una buena obra. Lili creía que el amor debía ser una pasión imposible de controlar, no un deber moral.
A Karolin le ocurría lo mismo. Lili y ella estaban lo suficientemente unidas para compartir secretos, y le había confesado que había cometido un error al casarse con él. No era desgraciada con Odo, pero tampoco estaba enamorada. Era un hombre amable y cariñoso, pero no parecía interesado en el sexo, y como mucho hacían el amor una vez al mes.
El grupo de veraneantes estaba compuesto por seis personas: Werner, Carla y Lili, que iban en el coche de color bronce, y Karolin, Odo y Alice, que habían escogido el blanco.
Iba a ser un viaje largo, de unos mil kilómetros, y pesado, sobre todo en un Trabi con un motor de 600 centímetros cúbicos y dos tiempos con el que tenían que atravesar Checoslovaquia. El primer día llegaron hasta Praga, donde pasaron la noche.
—Estoy bastante seguro de que nadie nos sigue —comentó Werner cuando salieron del hotel la mañana del segundo día—. Parece que lo hemos conseguido.
Continuaron conduciendo hasta su destino, el lago Balatón, el mayor de la Europa central, con casi ochenta kilómetros de largo y situado tentadoramente cerca de Austria, un país libre. Sin embargo, toda la frontera estaba fortificada por doscientos cuarenta kilómetros de valla electrificada para impedir que nadie escapara del paraíso de los trabajadores.
Montaron dos tiendas, una junto a la otra, en una de las zonas de acampada de la orilla meridional.
Tenían un propósito secreto: iban a encontrarse con Rebecca.
Había sido idea de ella. Rebecca había dedicado un año de su vida a cuidar de Walli, que había conseguido dejar las drogas y en esos momentos vivía en Hamburgo en su propio apartamento, cerca de la casa de su hermana. La mayor de los Franck había dejado pasar la oportunidad de presentarse como candidata al Bundestag, el Parlamento alemán, para poder cuidar de su hermano, pero cuando Walli se recuperó le renovaron la oferta y finalmente había salido elegida. Estaba especializada en política exterior. Había visitado Hungría en un viaje oficial y había visto que el país hacía esfuerzos por atraer a visitantes occidentales; el turismo y el riesling barato eran los únicos medios de los que disponía para reducir su enorme déficit comercial con la entrada de moneda extranjera. Los occidentales se hospedaban en centros turísticos especiales, separados del resto, pero fuera de dichos enclaves nada impedía la confraternización.
Así que no existía ninguna ley en contra de lo que iban a hacer los Franck. Su viaje había sido aprobado, como el de Rebecca, quien al igual que ellos iba a Hungría para disfrutar de unas vacaciones económicas, y se encontrarían allí como por casualidad.
Sin embargo, la ley era algo puramente decorativo en los países comunistas. Los Franck sabían que tendrían muchos problemas si la policía secreta averiguaba lo que pretendían hacer, razón por la cual Rebecca lo había dispuesto todo de manera clandestina a través de Enok Andersen, el contable danés que todavía cruzaba la frontera del Berlín occidental al oriental con frecuencia para ver a Werner. No había quedado nada por escrito y no habían realizado llamadas telefónicas. El mayor de los temores de la familia Franck era que detuvieran a Rebecca (o incluso que la Stasi la secuestrara) y la llevaran a una cárcel de la Alemania Oriental. Se trataría de un incidente diplomático, pero eso no detendría a la policía secreta.
El marido de Rebecca, Bernd, no asistiría al encuentro. Su estado había empeorado y una disfunción renal le permitía trabajar solo media jornada y le impedía realizar viajes largos.
—Ve a echar un vistazo —le pidió Werner a Lili en voz baja, enderezándose después de clavar una piqueta—. No nos han seguido hasta aquí, pero puede que no les hiciera falta si ya habían enviado a sus agentes de antemano.
Lili se paseó por la zona de acampada como si hubiera ido a dar una vuelta para familiarizarse con el lugar. Los campistas del lago Balatón eran gente alegre y simpática que enseguida saludaban a una chica joven y atractiva como Lili y le ofrecían café o cerveza y algo para picar. La mayoría de las tiendas estaban ocupadas por familias, pero también había varios grupos de hombres y alguno de chicas. Sin duda los solteros se conocerían a lo largo de los días siguientes.
Lili estaba soltera. Disfrutaba del sexo y había tenido varias relaciones, incluso con una mujer, de las que su familia no sabía nada.
Imaginaba que tenía los mismos instintos maternales que las demás mujeres, y adoraba a la hija de Walli, Alice, pero se le quitaban las ganas de tener niños ante la deprimente perspectiva de que crecieran en la Alemania Oriental.
Le habían denegado una plaza en la universidad por las simpatías políticas de su familia, así que se había formado como puericultora.
De haber sido por las autoridades, Lili jamás habría medrado, pero Odo la había ayudado a encontrar un trabajo a través de la iglesia, cuyo sistema de contratación no estaba controlado por el Partido Comunista.
Sin embargo, su verdadera ocupación era la música. Cantaba y tocaba la guitarra con Karolin en pequeños bares y clubes juveniles, y a menudo en salones parroquiales. Con sus canciones protestaban contra la contaminación industrial, la destrucción de edificios y monumentos antiguos, la deforestación de los bosques y la arquitectura antiestética. El gobierno las odiaba, y ambas habían sido detenidas y amonestadas por difundir propaganda. No obstante, los comunistas tampoco podían defender la contaminación de los ríos con vertidos procedentes de fábricas, de modo que les resultaba difícil tomar medidas drásticas contra los ecologistas y, de hecho, muchas veces los habían invitado a formar parte de la Sociedad para la Protección de la Naturaleza y el Medio Ambiente, organismo oficial aunque inoperante.
El padre de Lili decía que en Estados Unidos los conservadores acusaban a los ecologistas de ir en contra del comercio. Sin embargo, a los conservadores del bloque soviético les resultaba más difícil acusarlos de anticomunistas. Al fin y al cabo, el objetivo único del comunismo era conseguir que la industria trabajara para el pueblo, y no para los jefes.
Una noche Lili y Karolin se colaron en un estudio y grabaron un álbum. No lo habían lanzado de manera oficial, pero las casetes, que iban en cajas sin distintivo, se habían vendido por miles.
Lili recorrió toda la zona de acampada, ocupada de manera casi exclusiva por alemanes del Este. El lugar destinado a los occidentales se encontraba a un kilómetro y medio de allí. Regresaba ya junto a su familia cuando se fijó en dos hombres de aproximadamente su misma edad que estaban bebiendo cerveza junto a una tienda cercana a la suya.
Uno era rubio con entradas, y el otro era moreno y llevaba un peinado al estilo Beatle que había pasado de moda hacía quince años. Los ojos de Lili se cruzaron con los del joven rubio, quien los desvió enseguida, lo cual despertó las sospechas de la joven. Los chicos no solían evitar su mirada. Además, no le ofrecieron un trago ni la invitaron a sentarse con ellos.
—Oh, no —musitó Lili.
Era fácil descubrir a los hombres de la Stasi. Se distinguían por su brutalidad, no por su habilidad. Aquella carrera estaba destinada a gente que ansiaba obtener prestigio y poder, pero que tenía poca inteligencia y ningún talento. El primer marido de Rebecca, Hans, era un ejemplo perfecto. No era más que un perdonavidas de la peor calaña, pero había ido ascendiendo poco a poco y en esos momentos parecía ser uno de sus oficiales de más alto rango. Se paseaba en una limusina y vivía en un inmenso chalet rodeado por un alto muro.
Lili no quería llamar la atención, pero se dijo que era necesario confirmar sus sospechas y decidió ir a por todas.
—¡Hola, chicos! —saludó de buen humor.
Ambos respondieron con un gruñido indiferente.
Lili no estaba dispuesta a dejarlo correr tan pronto.
—¿Habéis venido con vuestras mujeres? —preguntó.
Era imposible que no se tomaran aquello como una invitación.
El rubio negó con la cabeza.
—No —se limitó a contestar el otro.
Ni siquiera eran lo suficientemente listos para fingir.
—¿En serio? —Lili pensó que aquello casi podía considerarse una confirmación. ¿Qué hacían dos hombres jóvenes y solteros en un campamento de vacaciones si no era buscar chicas? Además, iban demasiado mal vestidos para ser homosexuales—. Escuchad, ¿adónde va uno aquí para divertirse por las noches? —preguntó forzando un tono desenfadado—. ¿Hay algún sitio donde bailar?
—No lo sé.
Aquello fue suficiente. «Si estos dos están de vacaciones, yo soy la señora Brézhnev», pensó Lili, y se alejó de allí.
Se les había presentado un problema. ¿Cómo iban a encontrarse los Franck con Rebecca sin que se enterara la policía secreta?
Las dos tiendas ya estaban montadas cuando volvió junto a su familia.
—Malas noticias —le dijo a su padre—. Dos hombres de la Stasi.
En la hilera de detrás y tres tiendas a nuestra derecha.
—Era lo que me temía —comentó Werner.
Iban a encontrarse con Rebecca dos días después en un restaurante que ella había visitado en su viaje anterior, aunque antes los Franck tendrían que quitarse de encima a la policía secreta. Lili estaba preocupada, pero sus padres parecían incomprensiblemente tranquilos.
El primer día, Werner y Carla salieron temprano en el Trabi de color bronce diciendo que iban a hacer un reconocimiento. Los hombres de la Stasi los siguieron en un Skoda verde. Werner y Carla estuvieron fuera toda la jornada y, cuando regresaron, parecían bastante confiados.
A la mañana siguiente, Werner le dijo a Lili que iba a llevarla de excursión. Sacaron las mochilas y empezaron a ponérselas junto a la tienda, ayudándose el uno al otro. Llevaban botas de montaña y sombrero de ala ancha, así que cualquiera que los observara sabría que estaban preparándose para una larga caminata.
Mientras tanto, Carla se dedicaba a repasar una lista, a punto de partir con las bolsas de la compra.
—Jamón, queso, pan… ¿Alguna cosa más? —preguntó en voz bastante alta.
Lili temía que acabaran descubriéndolos con tanta exageración.
Los agentes de la policía secreta los vigilaban sentados junto a su propia tienda con un cigarrillo en la mano.
Tomaron caminos opuestos: Carla echó a andar en dirección al aparcamiento, y Lili y Werner hacia la orilla. El agente de la Stasi del peinado a lo Beatle fue detrás de Carla, y el rubio siguió a Werner y a Lili.
—Hasta el momento todo bien —dijo Werner—. Hemos conseguido separarlos.
Cuando llegaron junto al lago, Werner torció hacia el oeste siguiendo la orilla. Era evidente que había explorado aquella ruta el día anterior. El terreno era abrupto por momentos, y el agente rubio de la Stasi que los seguía a cierta distancia, aunque no sin dificultad, no iba equipado adecuadamente para una excursión, por lo que a veces paraban fingiendo que necesitaban descansar, y así le daban tiempo a alcanzarlos.
Caminaron durante dos horas, hasta que llegaron a una playa alargada y desierta. A pocos metros, un sendero accidentado asomaba entre los árboles y acababa justo en la orilla del lago, junto a la marca de la marea alta.
Allí estaba aparcado el Trabant de color bronce, con Carla al volante.
No había nadie más a la vista.
Werner y Lili subieron al coche y Carla arrancó, dejando plantado al hombre de la Stasi.
Lili reprimió la tentación de decirle adiós con la mano.
—¿Has despistado al otro tipo? —le preguntó Werner a Carla.
—Sí, he desviado su atención junto a la tienda prendiéndole fuego a un contenedor de basura —contestó ella.
Werner sonrió complacido.
—Un truco que aprendiste de mí hace muchos años.
—¿De quién, si no? Naturalmente, ha bajado del coche y ha ido a ver qué ocurría.
—Y luego…
—Mientras estaba distraído, le he pinchado una rueda con un clavo. Lo he dejado cambiándola.
—Perfecto.
—Vosotros dos hacíais cosas así en la guerra, ¿verdad? —dijo Lili.
Se hizo un silencio. Sus padres nunca hablaban demasiado sobre aquella época.
—Sí, algo hicimos, aunque nada de lo que valga la pena hablar —contestó Carla al final.
La respuesta de siempre, ni una palabra más.
Se dirigieron a un pueblo y pararon junto a una pequeña casa con un cartel escrito en inglés en el que se leía BAR. Fuera había un hombre que les indicó que dejaran el coche en un descampado de la parte de atrás, donde nadie lo viera.
Entraron en un pequeño bar demasiado acogedor para ser un establecimiento del Estado. Lili enseguida reconoció a su hermana Rebecca y la estrechó entre sus brazos. Hacía dieciocho años que no se veían. Intentó mirarla a la cara, pero las lágrimas se lo impedían. Carla y Werner la abrazaron a continuación.
En cuanto Lili se secó los ojos, vio que Rebecca tenía el aspecto de una mujer de mediana edad, cosa que no podía sorprenderle ya que estaba a punto de cumplir cincuenta años. Y la encontró más gruesa de lo que recordaba.
Sin embargo, su elegancia fue lo que más le llamó la atención. Rebecca llevaba un vestido de verano de color azul con un estampado de topitos y una chaqueta a juego. Lucía una cadena de plata con una perla de gran tamaño alrededor del cuello y una pulsera, también de plata y bastante gruesa, en la muñeca. Las bonitas sandalias eran de tacón de corcho, y del hombro le colgaba un bolso de piel de color azul marino. Por lo que Lili sabía, la política no daba mucho dinero precisamente. ¿Era posible que todo el mundo fuera tan bien vestido en la Alemania Occidental?
Rebecca los acompañó hasta una habitación privada en la parte trasera del bar, donde había dispuesta una larga mesa con bandejas de embutidos, cuencos de ensalada y botellas de vino. De pie junto a la mesa había un hombre delgado, apuesto y de aspecto desmejorado, vestido con una camiseta blanca y unos vaqueros negros de pitillo.
Podía tener unos cuarenta y tantos años, tal vez menos si había pasado por algún tipo de enfermedad. Lili dio por sentado que se trataba de un empleado del bar.
Carla ahogó un grito.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Werner.
Lili se dio cuenta de que el hombre delgado la miraba fijamente y con aire expectante, y de pronto se fijó en aquellos ojos almendrados y comprendió que se trataba de su hermano. Se le escapó un grito de la impresión, ¡estaba muy avejentado!
—¡Mi niño! ¡Mi pobre niño! —dijo Carla abrazando a su hijo.
Lili lo estrechó con todas sus fuerzas y lo besó sin parar de llorar.
—Estás muy cambiado —susurró entre sollozos—. ¿Qué te ha pasado?
—El rock and roll —contestó él, y se echó a reír—. Aunque voy dejándolo atrás. —Miró a su hermana mayor—. Rebecca ha sacrificado un año de su vida y una gran oportunidad profesional para sacarme del pozo.
—Pues claro que lo he hecho —repuso ella—, soy tu hermana.
Lili estaba segura de que no lo había dudado ni un segundo. Para ella la familia era lo primero. Lili tenía la teoría de que le daba tanta importancia porque era adoptada.
Werner se fundió en un largo abrazo con Walli.
—No lo sabíamos —dijo con la voz quebrada por la emoción—. No sabíamos que ibas a venir.
—Decidí mantenerlo en completo secreto —admitió Rebecca.
—¿No es peligroso? —preguntó Carla.
—Desde luego —contestó Rebecca—, pero Walli estaba dispuesto a asumir el riesgo.
En ese momento Karolin entró con su familia. Igual que los demás, tardó un momento en reconocer a Walli, tras lo cual lanzó un grito, anonadada.
—Hola, Karolin —la saludó él. La tomó de las manos y la besó en ambas mejillas—. Me alegro mucho de volver a verte.
—Yo soy Odo, el marido de Karolin —se presentó Odo—. Es un placer conocerte al fin.
Algo asomó a la expresión de Walli y desapareció al instante, pero Lili supo que su hermano había visto algo en Odo que lo había sorprendido, aunque se había apresurado a ocultar su sorpresa. Los dos hombres se estrecharon la mano con cordialidad.
—Y esta es Alice —dijo Karolin.
—¿Alice? —repitió Walli mirando desconcertado a la joven de dieciséis años, alta, rubia y con el pelo tan largo que le tapaba la cara—. Te escribí una canción —dijo—. Cuando eras pequeña.
—Lo sé —contestó ella, y lo besó en la mejilla.
—Alice lo sabe todo —intervino Odo—. Se lo contamos cuando fue lo bastante mayor para comprenderlo.
Lili se preguntó si Walli había notado el tono moralizante que había empleado Odo. ¿O era cosa de ella, que estaba muy quisquillosa?
—Te quiero, pero Odo te ha criado —dijo Walli dirigiéndose a Alice—. Nunca lo olvidaré, y estoy seguro de que tú tampoco. —Se le quebró la voz unos instantes, aunque enseguida recuperó la compostura—. Venga, sentémonos y disfrutemos de la comida. Hoy es un día de celebración.
Lili supuso que su hermano había corrido con los gastos del festín.
Finalmente tomaron asiento, aunque al principio estaban incómodos, como si fueran unos extraños tratando de encontrar algo que decir. Luego varios de ellos empezaron a hablar a la vez, dirigiéndose a Walli. Todo el mundo se echó a reír.
—¡De uno en uno! —pidió él, y por fin se relajaron.
Walli les contó que tenía un ático en Hamburgo, que no estaba casado, aunque tenía novia, y que casi cada año y medio o cada dos años iba a California, se alojaba en la granja de Dave Williams durante cuatro meses y grababa un nuevo álbum con Plum Nellie.
—Soy drogadicto, pero llevo siete años limpio, ocho en septiembre —dijo—. Cuando actúo con el grupo siempre hay un guardia en la puerta de mi camerino para cachear a la gente en busca de drogas. —Se encogió de hombros—. Puede parecer una medida extrema, lo sé, pero es lo que hay.
Walli también tenía preguntas, sobre todo para Alice. Mientras la joven contestaba, Lili paseó la mirada por la mesa. Aquella era su familia: sus padres, su hermana, su hermano, su sobrina y su mejor amiga, con la que además cantaba. Qué afortunada era teniéndolos a todos juntos en la misma sala, comiendo, hablando y bebiendo vino, y en ese momento pensó que algunas familias hacían aquello mismo todas las semanas, sin darle la menor importancia.
Karolin y Walli estaban sentados juntos, y Lili se los quedó mirando. Estaban pasándolo bien. Se fijó en que todavía se hacían reír el uno al otro. Si las cosas fueran distintas, si el Muro de Berlín cayera, ¿podrían retomar su relación? Todavía eran jóvenes, Walli tenía treinta y tres años y Karolin, treinta y cinco. Lili apartó aquella idea de su mente, no eran más que ilusiones sin fundamento, fantasías infantiles.
A petición de Alice, Walli volvió a explicar la historia de cómo había escapado de Berlín. Cuando llegó a la parte en que esperaba toda la noche a Karolin, que al final no apareció, esta lo interrumpió:
—Tuve miedo. Miedo por mí y por la criatura que llevaba dentro.
—No te culpo, no hiciste nada malo —aseguró Walli—. Tampoco yo hice nada malo. Lo único malo era ese Muro.
Les explicó cómo había atravesado el puesto de control al volante de una camioneta con la que había partido la barrera.
—Nunca olvidaré al hombre que maté —confesó.
—Tú no tuviste la culpa, ¡te estaba disparando! —exclamó Carla.
—Lo sé —dijo Walli, y por su tono de voz Lili supo que por fin estaba en paz consigo mismo—. Lamento lo que ocurrió, pero no me siento culpable. Yo no hacía nada que no debiera al escapar, y él tampoco al dispararme.
—Como has dicho —intervino Lili—, lo único que está mal es el Muro.