51

GRIGORI PESHKOV se moría. El viejo guerrero tenía ochenta y siete años, y su corazón empezaba a fallar.

Tania se las había arreglado para hacer llegar un mensaje al hermano de su abuelo. Lev Peshkov tenía ochenta y dos, pero había contestado que iría a Moscú en un jet privado. Tania se preguntó cómo obtendría permiso para entrar en el país, pero él lo había conseguido.

Había llegado el día anterior e iba a visitar a su hermano ese día.

Grigori yacía en la cama de su apartamento, pálido e inmóvil.

Tenía mucha sensibilidad al tacto y no soportaba el peso de las mantas en los pies, por lo que la madre de Tania, Ania, había colocado dos cajas sobre la cama y las mantas encima de estas, para que lo calentaran sin tocarlo.

Aunque el abuelo estaba débil, Tania sentía aún su poderosa presencia. Incluso en reposo su mentón sobresalía con audacia. Cuando abrió los ojos, dejó a la vista esa intensa mirada azul que con tanta frecuencia había infundido miedo en los corazones de los enemigos de la clase obrera.

Era domingo, y familiares y amigos fueron a verlo. Se estaban despidiendo, aunque obviamente fingían otra cosa. El mellizo de Tania, Dimka, y su esposa, Natalia, llevaron a Katia, su preciosa hija de siete años. La ex esposa de Dimka, Nina, fue con Grisha, de once años, que pese a su juventud empezaba ya a dar muestras de la formidable intensidad de su bisabuelo. Grigori les sonrió a todos.

—He combatido en dos revoluciones y dos guerras mundiales —dijo—. Es un milagro que haya vivido tanto tiempo.

Se quedó dormido y la mayor parte de la familia salió, por lo que Tania y Dimka se quedaron solos sentados en el borde de la cama.

Dimka había progresado en su carrera: era funcionario del Comité de Planificación Estatal y candidato a miembro del Politburó. Seguía estando muy próximo a Kosiguin, pero sus tentativas de reformar la economía soviética siempre se veían frenadas por los conservadores del Kremlin. La mujer de Dimka, Natalia, era presidenta del Departamento Analítico del Ministerio de Exteriores.

Tania le habló a su hermano del último reportaje que había escrito para la TASS. Por sugerencia de Vasili, que en esos momentos trabajaba en el Ministerio de Agricultura, había ido a Stávropol, una fértil región del sur donde las granjas colectivas estaban experimentando con un sistema de bonificaciones basado en los resultados.

—Las cosechas están listas —le dijo a Dimka—. La reforma está siendo un gran éxito.

—Al Kremlin no le gustarán las bonificaciones —repuso él—. Todos dicen que ese sistema huele a revisionismo.

—Ese sistema lleva años funcionando —explicó ella—. El primer secretario regional es un torbellino, un hombre llamado Mijaíl Gorbachov.

—Debe de tener amigos en las altas esferas.

—Conoce a Andrópov, que suele ir a un balneario de la zona a tomar las aguas.

El jefe del KGB adolecía de piedras en el riñón, un trastorno muy doloroso. Si un hombre merecía semejante dolor, pensaba Tania, ese era Yuri Andrópov.

Dimka sintió curiosidad.

—Entonces, ¿el tal Gorbachov es reformista y amigo de Andrópov? —preguntó—. Debe de ser un hombre insólito. Tendré que seguirle la pista.

—A mí me parece de un sensato alentador.

—Desde luego necesitamos ideas nuevas. ¿Recuerdas que Jrushchov pronosticó en 1961 que al cabo de veinte años la Unión Soviética superaría a Estados Unidos tanto en producción como en potencia militar?

Tania asintió.

—En aquel momento lo consideraron pesimista.

—Ahora han pasado quince años y estamos más atrasados que nunca. Y Natalia dice que los países de la Europa del Este también van ya por detrás de sus vecinos. Solo nuestras enormes subvenciones los mantienen callados.

—Pero no es suficiente. Mira la Alemania Oriental. Tuvimos que levantar un maldito muro para evitar que la gente huyera al capitalismo.

Grigori se estremeció, y Tania se sintió culpable. Acababa de cuestionar las creencias fundamentales de su abuelo sentada en su lecho de muerte.

La puerta se abrió, y un desconocido entró en la habitación. Era un anciano, delgado y encorvado pero inmaculadamente vestido. Llevaba un traje gris oscuro que se adaptaba a su cuerpo como el atuendo de un héroe de película. Su camisa blanca refulgía y su corbata roja brillaba. Tales prendas solo podían proceder de Occidente. Tania no lo había visto nunca, pero algo en él le resultaba familiar. Debía de ser Lev.

Lev obvió a Tania y a Dimka y miró al hombre que estaba tendido en la cama.

El abuelo Grigori le devolvió la mirada y le dijo que lo conocía pero que no sabía situarlo.

—Grigori —dijo el recién llegado—, hermano. ¿Cómo hemos envejecido tanto? —Hablaba en un extraño y anticuado dialecto del ruso, con el fuerte acento de un obrero de fábrica de Leningrado.

—Lev —contestó Grigori—, ¿de verdad eres tú? ¡Con lo guapo que eras!

Lev se inclinó sobre su hermano y lo besó en las dos mejillas. Luego se abrazaron.

—Has llegado justo a tiempo. Estoy a punto de irme —dijo Grigori.

Una mujer de unos ochenta años entró detrás de Lev. Iba vestida como una prostituta, pensó Tania, con un vestido negro demasiado elegante y tacones altos, maquillada y enjoyada. Tania se preguntó si en Norteamérica sería normal que las mujeres mayores vistieran de aquel modo.

—Acabo de ver a varios de tus nietos en la otra habitación —comentó Lev—. Son una buena camada.

Grigori sonrió.

—La alegría de mi vida. ¿Y tú?

—Tengo una hija con Olga, la mujer que nunca me gustó mucho, y un hijo de Marga, aquí presente, con la que me quedé. No he sido muy buen padre para ninguno de los dos. Nunca tuve tu sentido de la responsabilidad.

—¿Tienes nietos?

—Tres —contestó Lev—. Una es estrella de cine, otro cantante de pop y el tercero es negro.

—¿Negro? —se sorprendió Grigori—. ¿Cómo ocurrió?

—Ocurrió como ocurre siempre, idiota. Mi hijo Greg, que se llama así por su tío, por cierto, se folló a una chica negra.

—Bueno, ya es más de lo que llegó a hacer su tío —repuso Grigori, y ambos se rieron—. Qué vida he tenido, Lev. Asalté el Palacio de Invierno. Destruimos a los zares y construimos el primer país comunista. Defendí Moscú contra los nazis. Soy general, y Volodia también lo es. Me siento muy culpable por ti.

—¿Culpable por mí?

—Te fuiste a América y te perdiste todo eso —respondió Grigori.

—No puedo quejarme —dijo Lev.

—Incluso he tenido a Katerina, aunque ella te prefería a ti.

Lev sonrió.

—Y lo único que yo he tenido han sido cien millones de dólares.

—Sí —repuso Grigori—, te quedaste con la peor parte. Lo siento, Lev.

—No pasa nada —repuso Lev—, te perdono.

Estaba siendo irónico, pero Tania pensó que su abuelo no lo había captado.

En ese momento entró el tío Volodia. Se dirigía a una ceremonia militar y llevaba puesto el uniforme de general. Tania, conmocionada, cayó en la cuenta de que aquella era la primera vez que veía a su verdadero padre. Lev miró fijamente al hijo al que nunca había conocido.

—¡Dios mío! —exclamó—. Se parece a ti, Grigori.

—Pero es tuyo —replicó este.

Padre e hijo se estrecharon la mano.

Volodia no dijo nada; parecía atenazado por una emoción tan poderosa que le impedía articular palabra.

—Cuando me perdiste como padre, Volodia —dijo Lev—, no perdiste gran cosa. —Retuvo la mano de su hijo y lo miró de la cabeza a los pies: cabello gris plomo, penetrantes ojos azules, medallas de combate, uniforme del Ejército Rojo, botas relucientes—. Yo sí —añadió—. Creo que perdí mucho.

Mientras salía del piso, Tania se sorprendió preguntándose en qué se habían equivocado los bolcheviques, en qué momento el idealismo y la energía del abuelo Grigori se habían pervertido y transformado en tiranía. Se encaminó a la parada de autobús para acudir a su cita con Vasili. Durante el trayecto, pensando en los primeros años de la Revolución rusa, se preguntó si la decisión de Lenin de cerrar todos los periódicos excepto los bolcheviques habría sido un error clave, puesto que había significado que desde el mismo comienzo no pudieran circular ideas alternativas y nunca se cuestionara el conocimiento convencional. Gorbachov, en Stávropol, era una excepción, ya que había tenido la oportunidad de probar algo diferente. A las personas así por lo general se las anulaba. Tania era periodista y se sentía egocéntrica al sobrevalorar la importancia de una prensa libre, pero le parecía que la ausencia de periódicos críticos facilitaba la aparición de otras formas de opresión.

Habían pasado cuatro años desde la liberación de Vasili, que en ese tiempo se había reinsertado con astucia. En el Ministerio de Agricultura había ideado una radionovela educativa ambientada en una granja colectiva. Además de vivir los dramas de esposas infieles e hijos desobedientes, los personajes discutían sobre técnicas agrícolas. Obviamente, los campesinos que hacían caso omiso de los consejos de Moscú eran vagos y haraganes, y las adolescentes díscolas que cuestionaban la autoridad del Partido Comunista eran aquellas a quienes sus novios plantaban o que suspendían los exámenes. La serie tuvo un éxito abrumador. Vasili volvió a Radio Moscú y le asignaron un piso en un edificio habitado por escritores aprobados por el gobierno.

Sus encuentros eran clandestinos, pero Tania también coincidía con él de cuando en cuando en actos sindicales y fiestas privadas. Vasili ya no era el cadáver andante que había regresado de Siberia en 1972. Había ganado peso y recuperado parte de su presencia. Con cuarenta y tantos años ya no volvería a ser el galán de cine de antaño, pero las marcas que el sufrimiento había dejado en su rostro de algún modo acentuaban su atractivo. Y seguía desbordando encanto. Tania cada vez lo veía con una mujer diferente. No eran las jovencitas que lo habían adorado cuando contaba treinta y tantos años, aunque quizá sí las mujeres de mediana edad en las que se habían convertido aquellas muchachas: mujeres elegantes con ropa moderna y tacones altos que siempre parecían tener acceso a productos tan escasos como la laca de uñas, el tinte de cabello y las medias.

Tania se reunía con él en secreto una vez al mes.

Y en cada ocasión él le llevaba la última entrega del libro en el que estaba trabajando, escrito con la letra pequeña y pulcra que había perfeccionado en Siberia para ahorrar papel. Ella lo pasaba a máquina y corregía la ortografía y la puntuación si era necesario. En su siguiente encuentro, Tania le entregaba la copia mecanografiada y comentaba el texto con él.

Millones de lectores de todo el mundo compraban los libros de Vasili, pero él nunca había conocido a ninguno de ellos. Ni siquiera podía leer las críticas, que se escribían en idiomas extranjeros y se publicaban en periódicos occidentales. De modo que Tania era la única persona con la que podía hablar de su obra, y escuchaba con ansia todo cuanto ella tuviera que decirle. Era su correctora.

Tania viajaba a Leipzig todos los meses de marzo para cubrir la feria del libro que se celebraba en esa ciudad, y todos los años se reunía con Anna Murray. En 1973 Tania le había pasado a Anna el manuscrito de La era del estancamiento. Ella siempre volvía con un regalo para él de su parte —una máquina de escribir eléctrica, un abrigo de cachemira—, y con noticias de la cuenta corriente que Vasili tenía en un banco de Londres y que no dejaba de crecer. Probablemente nunca llegaría a gastar ni un penique de ese dinero.

Tania seguía siendo muy precavida cuando quedaba con él. Ese día bajó del autobús casi dos kilómetros antes del lugar de la cita y se aseguró de que nadie la siguiera mientras caminaba hacia la cafetería, llamada Iósif. Vasili ya estaba allí, sentado a una mesa con un vaso de vodka delante. En la silla de al lado descansaba un sobre abultado. Tania lo saludó con la mano, como si fueran conocidos y aquel encuentro fuera casual. Pidió una cerveza en la barra y se sentó enfrente de Vasili.

Le alegró verle tan bien. Su rostro transmitía una dignidad que no había tenido quince años atrás. Sus ojos castaños seguían siendo afables, pero tan pronto parecían vivamente perceptivos como destilaban travesura. Tania cayó en la cuenta de que, al margen de su familia, no había nadie a quien conociera mejor. Sabía cuáles eran sus cualidades: imaginación, inteligencia, encanto y la férrea determinación que le había ayudado a sobrevivir y a seguir escribiendo durante una década en Siberia. Y también sus puntos débiles, el principal de los cuales era la compulsión desmedida a seducir.

—Gracias por el soplo sobre Stávropol —dijo Tania—, he escrito un buen reportaje.

—Bien. Esperemos que no se carguen el experimento.

Tania le devolvió a Vasili su texto mecanografiado y señaló el sobre con la cabeza.

—¿Otro capítulo?

—El último —anunció él, y se lo dio.

—Anna Murray estará encantada.

La nueva novela de Vasili se titulaba Primera dama. En ella la esposa del presidente de Estados Unidos —Pat Nixon, como no podía ser de otro modo— se perdía en Moscú durante veinticuatro horas.

A Tania le maravillaba la inventiva de Vasili. Ver la vida en la URSS a través de los ojos de una norteamericana conservadora y bienintencionada era un modo tremendamente cómico de criticar la sociedad soviética. Tania se guardó el sobre en el bolso con discreción.

—¿Cuándo podrás llevarle a la editora el libro entero? —preguntó Vasili.

—En cuanto viaje al extranjero. Como muy tarde, en marzo, cuando vaya a Leipzig.

—¿Marzo? —Vasili se desmoralizó—. Faltan seis meses —dijo con tono reprobatorio.

—Intentaré que me encarguen algún reportaje para poder encontrarme con ella.

—Sí, por favor.

Tania se sintió ofendida.

—Vasili, arriesgo mi maldita vida haciendo esto por ti. Búscate a otra, si puedes, o hazlo tú mismo. Joder, no me importaría nada.

—Claro. —Vasili parecía arrepentido—. Lo siento. He invertido tanto en esto… Tres años de esfuerzo, todas las tardes al volver del trabajo, pero no tengo derecho a impacientarme contigo. —Se inclinó sobre la mesa para posar una mano sobre la de ella—. Has sido mi salvavidas más de una vez.

Ella asintió. Era cierto.

Aun así, seguía enfadada con él mientras se alejaba de la cafetería con el final de la novela en el bolso. ¿Qué era lo que la fastidiaba tanto?

Sí, eran aquellas mujeres de zapatos de tacón. Creía que Vasili debería haber superado ya esa fase. La promiscuidad era adolescente. Él se rebajaba apareciendo en cada fiesta literaria con una acompañante distinta. Debería haber sentado ya la cabeza con una mujer de su misma condición, aunque fuera joven, pero que también fuera capaz de estar a la altura de su inteligencia y que valorase su trabajo, quizá incluso ayudarle con él. Necesitaba una compañera, no una colección de trofeos.

Tania fue a las oficinas de la TASS. Antes de que llegara a su escritorio se le acercó Piotr Opotkin, redactor jefe de los artículos de fondo y supervisor político del departamento. Como siempre, un cigarrillo colgaba de sus labios.

—Me han llamado del Ministerio de Agricultura. Tu reportaje sobre Stávropol no puede salir —dijo.

—¿Qué? ¿Por qué no? El sistema de bonificaciones ha sido aprobado por el ministerio, y funciona.

—Te equivocas. —A Opotkin le gustaba decirle a la gente que se equivocaba—. Ha sido cancelado. Hay una nueva propuesta, el método de Ipátovo. Están enviando a contingentes de segadores a la región.

—Control central en lugar de responsabilidad individual, otra vez.

—Exacto. —Opotkin se retiró el cigarrillo de la boca—. Tendrás que escribir un artículo nuevo sobre el método de Ipátovo.

—¿Qué opina el primer secretario regional?

—¿El joven Gorbachov? Está poniendo en práctica el nuevo sistema.

Claro, concluyó Tania. Era un hombre inteligente. Sabía cuándo ceder y hacer lo que le ordenaban. De lo contrario no habría llegado a primer secretario.

—De acuerdo —accedió ella conteniendo la ira—. Escribiré otro artículo.

Opotkin asintió y se marchó.

Había sido demasiado bueno para ser verdad, pensó Tania; una idea nueva, las bonificaciones por resultados habían mejorado las cosechas, y todo sin necesidad de recurrir a Moscú. Era un milagro que se hubiera permitido aplicar aquel sistema durante unos años. Un sistema como aquel era del todo impensable a largo plazo.

Por supuesto que lo era.