50

JASPER MURRAY se sentía deprimido. El presidente Nixon —mentiroso, estafador y ladrón— había sido reelegido por una apabullante mayoría tras ganar en cuarenta y nueve estados. George McGovern, uno de los candidatos con menos éxito de la historia de Estados Unidos, solo ganó en Massachusetts y en el Distrito de Columbia.

Y lo que era peor: a pesar de las nuevas revelaciones sobre el caso Watergate, que escandalizaban a la intelectualidad liberal, la popularidad de Nixon se mantenía intacta. Cinco meses después de las elecciones, en abril de 1973, el índice de popularidad del presidente seguía siendo de un 60 por ciento frente a un 33 por ciento de detractores.

«¿Qué tenemos que hacer?», preguntaba Jasper, frustrado, a cualquiera que estuviera dispuesto a escucharlo. Los medios de comunicación, liderados por The Washington Post, desvelaban un delito presidencial tras otro mientras Nixon hacía lo imposible por encubrir su implicación en el robo. Uno de los ladrones del Watergate había escrito una carta, que el juez leyó en el tribunal, quejándose de que los acusados habían sufrido presión política para que se declarasen culpables y guardasen silencio. De ser cierto, eso significaba que el presidente estaba intentando obstruir el curso de la justicia. Sin embargo, a los votantes parecía no importarles.

Jasper se encontraba en la sala de prensa de la Casa Blanca el martes 17 de abril, cuando las tornas se invirtieron.

En un extremo de la sala había una discreta tarima con un atril delante de una especie de telón gris azulado, un color muy adecuado para la televisión. Nunca había suficientes sillas, por lo que algunos periodistas se sentaban sobre la moqueta marrón, y los cámaras tenían dificultades para encontrar un hueco.

La Casa Blanca había anunciado que el presidente efectuaría una breve declaración, pero que no aceptaría preguntas. Los periodistas se habían congregado a las tres en punto. Eran ya las cuatro y media y no había ocurrido nada.

Nixon apareció a las cuatro y cuarenta y dos, y Jasper creyó ver que le temblaban las manos. El presidente anunció la resolución de la disputa entre la Casa Blanca y Sam Ervin, presidente de la comisión del Senado que investigaba el caso Watergate: al personal de la Casa Blanca se le permitiría testificar ante la comisión de Ervin, aunque estarían autorizados a no responder las preguntas cuando lo considerasen oportuno. No era una gran concesión, pensó Jasper, pero sin duda un presidente inocente no habría llegado a verse siquiera en un conflicto semejante.

—A ningún individuo que esté o haya estado en posesión de un cargo relevante en la administración se le debe conceder inmunidad ante una acusación, sea del cariz que sea —dijo Nixon.

Jasper arrugó el entrecejo. ¿Qué significaba aquello? Alguien debía de estar exigiendo inmunidad, alguien cercano a Nixon. Y en ese momento Nixon se la rechazaba públicamente. Estaba cargándole el muerto a alguien. Pero ¿a quién?

—Condeno toda tentativa de encubrimiento, al margen de quién esté implicado —añadió el presidente que había intentado archivar la investigación del FBI, y luego abandonó la sala.

El secretario de prensa, Ron Ziegler, subió a la tarima y recibió una avalancha de preguntas. Jasper no hizo ninguna; estaba intrigado por la afirmación sobre la inmunidad.

Ziegler dijo que el anuncio que el presidente acababa de efectuar era la declaración «operativa». Jasper supo al instante que aquella palabra era elusiva, deliberadamente imprecisa con la intención de enturbiar la verdad en lugar de aclararla. Los demás periodistas también lo advirtieron.

Fue Johnny Apple, de The New York Times, quien preguntó si aquello significaba que las anteriores declaraciones habían sido «inoperantes».

—Sí —respondió Ziegler.

La prensa enfureció. Aquella respuesta implicaba que hasta el momento les habían mentido. Durante años habían reproducido fielmente las declaraciones de Nixon, concediéndoles la credibilidad que se le suponía al gobernante del país. Los habían tratado como a tontos.

Nunca volverían a confiar en él.

Jasper regresó a las oficinas de This Day preguntándose aún quién sería el verdadero blanco de la declaración de Nixon sobre la inmunidad.

Conoció la respuesta dos días después. Su teléfono sonó y al otro lado de la línea una mujer le dijo con voz trémula que era la secretaria de John Dean, asesor de la Casa Blanca, y que estaba llamando a periodistas de renombre para leerles una declaración de su jefe.

Era algo insólito. Si el asesor legal del presidente quería comunicar algo a la prensa, debía hacerlo por mediación de Ron Ziegler. Era evidente que existía una escisión.

—«Algunos creerán que me convertiré en el chivo expiatorio del caso Watergate, o lo desearán —leyó la secretaria—, pero quien crea eso no me conoce…».

«Ajá —pensó Jasper—. La primera rata abandona el barco».

Maria estaba perpleja con Nixon. Era un hombre sin dignidad. Cada vez más gente veía que era un farsante, pero él, lejos de dimitir, se aferraba a la Casa Blanca soltando bravatas, ofuscando, amenazando y mintiendo, mintiendo y mintiendo.

A finales de abril, John Ehrlichman y Bob Haldeman dimitieron a la vez. Los dos habían pertenecido al círculo más próximo a Nixon.

Sus apellidos alemanes les habían granjeado el apodo de «Muro de Berlín» por parte de aquellos que se habían sentido excluidos por ellos.

Habían organizado actividades delictivas para Nixon, como robo y perjurio; ¿era posible que alguien creyera que lo habían hecho contra la voluntad del presidente y sin informarle? La idea era irrisoria.

Al día siguiente, el Senado votó de forma unánime el nombramiento de un fiscal especial, independiente del mancillado Departamento de Justicia, que investigaría si había que imputar al presidente por algún delito.

Diez días más tarde, el índice de popularidad de Nixon cayó a un 44 por ciento frente a un 45; era la primera vez que obtenía un resultado negativo.

El fiscal designado trabajó deprisa. Empezó contratando a un equipo de abogados. Maria conocía a uno de ellos, una antigua funcionaria del Departamento de Justicia llamada Antonia Capel. Antonia vivía en Georgetown, no lejos del piso de Maria, y una noche esta llamó a su puerta.

Antonia abrió y pareció sorprenderse.

—No menciones mi nombre —dijo Maria.

Antonia estaba confusa, pero era perspicaz.

—De acuerdo —contestó.

—¿Podemos hablar?

—Por supuesto. Entra.

—¿Te importaría reunirte conmigo en la cafetería de la esquina?

Antonia parecía aún más sorprendida.

—Claro —respondió, no obstante—. Le pediré a mi marido que bañe a los niños… ¿Me das quince minutos?

—Sí, desde luego.

Un cuarto de hora después Antonia entró en la cafetería.

—¿Hay micrófonos ocultos en mi piso? —preguntó mientras se sentaba.

—No lo sé, pero es posible, ahora que trabajas para el fiscal especial.

—Vaya…

—Iré al grano —dijo Maria—: no trabajo para Dick Nixon. Debo mi lealtad al Departamento de Justicia y al pueblo estadounidense.

—Bien.

—Ahora mismo no tengo nada en particular que decirte, pero quiero que sepas que si hay alguna forma de ayudar al fiscal, lo haré.

Antonia era lo bastante inteligente para saber que le estaban ofreciendo la posibilidad de tener una espía dentro del Departamento de Justicia.

—Eso podría ser muy importante —comentó—, pero ¿cómo estaremos en contacto sin delatarnos?

—Llámame desde un teléfono público. Nunca digas tu nombre.

Haz cualquier comentario sobre una taza de café y me reuniré contigo aquí ese mismo día. ¿A esta hora te va bien?

—Sí, perfecto.

—¿Cómo van las cosas?

—Solo estamos empezando, buscando a los abogados adecuados para formar el equipo.

—A ese respecto, tengo una sugerencia: George Jakes.

—Creo que lo conozco. Recuérdame quién es.

—Colaboró durante siete años con Bobby Kennedy, primero en Justicia cuando Bobby era secretario del departamento, y después en el Senado. Cuando lo mataron, entró a trabajar en Fawcett Renshaw.

—Parece idóneo. Lo llamaré.

Maria se levantó.

—Salgamos por separado, así habrá menos probabilidades de que nos vean juntas.

—¿No es horrible que tengamos que comportarnos de una forma tan furtiva cuando estamos haciendo lo correcto?

—Sí, lo es.

—Gracias por venir a verme, Maria. Te lo agradezco mucho.

—Adiós. Y no le digas a tu jefe quién soy.

Cameron Dewar tenía un televisor en su despacho. Cuando las audiencias de la Comisión Ervin empezaron a transmitirse en directo desde el Senado, el televisor de Cam estuvo permanentemente encendido, al igual que casi todos los que había en el centro de Washington.

La tarde del lunes 17 de julio Cam trabajaba en un informe para su nuevo jefe, Al Haig, que había sustituido a Bob Haldeman como secretario de Estado de la Casa Blanca. En ese momento no prestaba demasiada atención al testimonio de Alexander Butterfield, una figura mediocre en la Casa Blanca que se había encargado de organizar la agenda diaria del presidente durante la primera legislatura y luego se había marchado para dirigir la Administración Federal de Aviación.

Un abogado de la comisión llamado Fred Thompson interrogaba a Butterfield.

«¿Estaba usted al corriente de la instalación de algún sistema de escucha en el Despacho Oval del presidente?».

Cam alzó la mirada. Eso era algo nuevo. ¿Un sistema de escucha —es decir, micrófonos ocultos— en el Despacho Oval? Seguro que no.

Butterfield tardó mucho en responder. La sala guardó silencio.

—Dios mío —susurró Cam.

«Sí, señor, estaba al corriente», dijo al fin Butterfield.

Cam se puso de pie.

—¡Joder, no! —gritó.

«¿Cuándo se instaló ese sistema en el Despacho Oval?», preguntó Thompson.

Butterfield vaciló y suspiró antes de contestar.

«Aproximadamente en el verano de 1970.»

—¡Madre de Dios! —chilló Cam en su sala vacía—. ¿Cómo es posible? ¿Cómo pudo ser tan idiota el presidente?

«Háblenos un poco de cómo funcionaba ese sistema —siguió interrogando Thompson—. De cómo se activaba, por ejemplo».

—¡Cierra la boca! ¡Cierra esa maldita boca! —gritó Cam.

Butterfield procedió a ofrecer una larga explicación del sistema y acabó revelando que se activaba por la voz.

Cam volvió a sentarse. Aquello era una catástrofe. Nixon había grabado en secreto todo cuanto había acontecido en el Despacho Oval.

Había hablado de robos, sobornos y chantajes sabiendo en todo momento que aquellas palabras incriminatorias estaban siendo grabadas.

—¡Idiota, idiota, idiota! —exclamó Cam en voz alta.

Ya adivinaba lo que ocurriría a continuación: tanto la Comisión Ervin como el fiscal especial exigirían escuchar las grabaciones. Con toda probabilidad obligarían al presidente a entregarlas, pues eran la prueba clave de varias investigaciones delictivas. Y entonces el mundo entero conocería la verdad.

Sin embargo, cabía la posibilidad de que Nixon lograra retener las grabaciones, o tal vez destruirlas, pero eso sería casi igual de malo. Si era inocente, las grabaciones lo confirmarían; así pues, ¿por qué iba a esconderlas? Y destruirlas equivaldría a admitir su culpa y constituiría uno más en la larga lista de delitos que se le atribuían.

Su presidencia había acabado.

Nixon seguramente se aferraría a ella, Cam lo conocía bien. No sabía reconocer cuándo perdía, nunca había sabido. En el pasado aquel había sido uno de sus puntos fuertes; en ese momento podía llevarlo a sufrir durante semanas, quizá meses, una creciente pérdida de credibilidad y una humillación cada vez mayor antes de que se rindiera.

Cam no tenía intención de participar en ello.

Descolgó el teléfono y llamó a Tim Tedder. Ambos se encontraron una hora después en el Electric Diner, un restaurante anticuado.

—¿No te preocupa que te vean conmigo? —preguntó Tedder.

—Ya no importa. Voy a dejar la Casa Blanca.

—¿Por qué?

—¿No has visto la televisión?

—Hoy no.

—En el Despacho Oval hay instalado un sistema de escucha que se activa con la voz y que ha grabado todo cuanto se ha dicho en esa sala durante los últimos tres años. Es el fin. Nixon está acabado.

—Un momento… ¿Se ha estado grabando a sí mismo durante el tiempo que se ha pasado organizando todo esto?

—Sí.

—¿Incriminándose?

—Sí.

—¿Qué clase de idiota hace eso?

—Yo creía que era inteligente. Supongo que nos ha engañado a todos, al menos a mí sí.

—¿Qué vas a hacer?

—Por eso te he llamado. Voy a empezar de cero. Quiero un trabajo nuevo.

—¿Quieres trabajar para mi empresa de seguridad? Yo soy el único empleado…

—No, no. Escucha, tengo veintisiete años, y cinco de experiencia en la Casa Blanca. Hablo ruso.

—¿Así que quieres trabajar para…?

—La CIA. Estoy capacitado.

—Sí, lo estás. Tendrás que someterte a su adiestramiento básico.

—Ningún problema. Será parte de mi nuevo comienzo.

—Estaré encantado de llamar a los amigos que tengo allí y hablarles bien de ti.

—Te lo agradezco. Y… hay algo más.

—¿Qué?

—No quiero darle mucha importancia a esto, pero sé dónde están enterrados los cuerpos. La CIA ha quebrantado algunas normas en todo este asunto del Watergate, y yo estoy al corriente de su implicación.

—Lo sé.

—Lo último que querría hacer sería chantajear a nadie. Ya sabes a quiénes soy leal, pero debes insinuar a tus amigos de la agencia que, obviamente, no haría saltar la liebre sobre mi nuevo jefe.

—Lo pillo.

—Entonces, ¿qué opinas?

—Que el puesto es tuyo.

George estaba feliz y orgulloso de integrarse en el equipo del fiscal especial. Se sentía parte del nuevo grupo que lideraba la política estadounidense, la misma sensación que había tenido trabajando para Bobby Kennedy. Su único problema era que no sabía cómo iba a poder volver después a los casos de poca monta en los que había trabajado con Fawcett Renshaw.

Al fiscal le llevó cinco meses, pero al final consiguió obligar a Nixon a entregarle tres cintas, sin editar, grabadas por el sistema de escucha instalado en el Despacho Oval.

George Jakes estaba en el despacho con el resto del equipo cuando escucharon la grabación correspondiente al 23 de junio de 1972, menos de una semana después del robo del Watergate.

Oyó la voz de Bob Haldeman: «El FBI no está controlado porque Gray no sabe exactamente cómo controlarlo».

El sonido era reverberante, pero la cultivada voz de barítono de Haldeman se oía con claridad.

«¿Por qué necesita el presidente tener controlado al FBI?», preguntó alguien. Era una pregunta retórica, pensó George. El único motivo era impedir que investigara sus delitos.

Haldeman prosiguió: «La investigación está llegando ahora a terrenos productivos porque han conseguido rastrear el dinero».

George recordó que los ladrones del Watergate llevaban encima gran cantidad de dinero en efectivo, billetes nuevos con número de serie. Eso significaba que tarde o temprano el FBI lograría averiguar quién se lo había dado.

Todo el mundo sabía ya que aquel dinero procedía del CREEP. Sin embargo, Nixon seguía negando que en aquel entonces supiera nada al respecto. Y allí estaba, ¡comentándolo seis días después del robo!

La voz grave de contrabajo de Nixon irrumpió en la grabación:

«La gente que donó dinero podría decir simplemente que se lo dio a los cubanos».

—¡Menuda gilipollez! —oyó George que alguien exclamaba en la sala.

El fiscal especial detuvo la cinta.

—O me equivoco o el presidente está proponiendo pedir a sus donantes que cometan perjurio —comentó George.

—¿Se imaginan? —dijo el fiscal, aturdido.

Apretó el botón y la voz de Haldeman prosiguió: «No queremos depender de demasiadas personas. El modo de llevar esto ahora es que Walters llame a Pat Gray y se limite a decirle: “Mantente como sea al margen de esto”».

Aquello se acercaba a un reportaje que Jasper Murray había elaborado a partir de una filtración de Maria. El general Vernon Walters era subdirector de la CIA. La agencia tenía un antiguo pacto con el FBI: si una investigación que uno de los dos llevara a cabo amenazaba con dejar al descubierto operaciones secretas del otro, tal investigación podía interrumpirse con solo solicitarlo. La idea de Haldeman parecía consistir en hacer que la CIA fingiera que la investigación del FBI sobre los ladrones del Watergate estaba amenazando de algún modo la seguridad nacional.

Lo cual sería una obstrucción del curso de la justicia.

En la cinta, el presidente Nixon dijo: «Muy bien, de acuerdo».

El fiscal volvió a detener la cinta.

—¿Han oído eso? —preguntó George sin dar crédito—. Nixon ha dicho: «Muy bien, de acuerdo».

Nixon siguió hablando: «Esto podría airear toda la operación de bahía de Cochinos, algo que consideramos que sería muy desafortunado para la CIA, para el país y para la política exterior de Estados Unidos». Parecía estar ideando una farsa que la CIA podría contarle al FBI, pensó George.

«Sí —dijo Haldeman—. En eso nos basaremos».

—¡El presidente de Estados Unidos sentado en su despacho y diciéndole a su equipo cómo cometer perjurio! —exclamó el fiscal.

Todos los presentes en la sala estaban atónitos. El presidente era un delincuente, y tenían la prueba en sus manos.

—Tenemos a ese cabrón mentiroso —dijo George.

Nixon añadió en la grabación: «No quiero que crean que estamos haciendo esto por motivaciones políticas».

«De acuerdo», convino Haldeman.

En la sala, congregados alrededor del reproductor, los abogados estallaron en carcajadas.

Maria estaba sentada a su escritorio del Departamento de Justicia cuando George la llamó.

—Acabo de recibir noticias de nuestro amigo —dijo. Ella supo que se refería a Jasper. Hablaba en clave por si los teléfonos estaban pinchados—. La oficina de prensa de la Casa Blanca ha llamado a las cadenas de televisión y ha reservado un espacio en directo para el presidente. Esta noche, a las nueve en punto.

Era jueves, 8 de agosto de 1974.

A Maria le dio un vuelco el corazón. ¿Podía tratarse del tan esperado final?

—Quizá dimita —dijo.

—Quizá.

—Dios mío, espero que así sea.

—O eso o volverá a defender su inocencia.

Maria no quería estar sola cuando eso ocurriera.

—¿Quieres venir a casa? —preguntó—. Podríamos verlo juntos.

—Sí, de acuerdo.

—Haré algo de cenar.

—Que sea ligero.

—George Jakes, eres un presumido.

—Una ensalada.

—Ven a las siete y media.

—Llevaré el vino.

Maria salió a comprar la cena bajo el calor del agosto de Washington. Ya no le importaba demasiado su trabajo. Había perdido la fe en el Departamento de Justicia. Si Nixon dimitía esa noche, empezaría a buscar otro empleo. Seguía queriendo trabajar para el gobierno; solo el gobierno tenía la capacidad de hacer que el mundo fuera un lugar mejor. Pero estaba hastiada de los delitos y las excusas de los delincuentes. Necesitaba un cambio y pensó que podía probar en el Departamento de Estado.

Compró lechuga, pero también un poco de pasta, queso parmesano y aceitunas. George tenía buen paladar y a medida que se adentraba en la madurez se iba volviendo más exigente, pero de ningún modo estaba gordo. Tampoco Maria lo estaba, aunque no podía decirse que estuviera delgada. Al acercarse a los cuarenta empezaba a parecerse… bueno, a su madre, sobre todo alrededor de las caderas.

Salió del trabajo cuando faltaban pocos minutos para las cinco. Una muchedumbre se había congregado frente a la Casa Blanca y entonaba «Cárcel para el jefe», un irónico guiño a la letra del himno Hail to the Chief, «Saludo al jefe».

Maria tomó un autobús en dirección a Georgetown.

Dado que su salario había aumentado con los años, había ido trasladándose a apartamentos más grandes, aunque siempre en la misma zona. En la última mudanza se había deshecho de todo, salvo de una fotografía del presidente Kennedy. El piso donde vivía le resultaba acogedor. A diferencia de George, que prefería los muebles modernos y rectilíneos y la decoración sencilla, a Maria le gustaban las telas estampadas, las líneas curvas y la abundancia de cojines.

Su gata gris, Loopy, fue a recibirla, como siempre, y frotó la cabeza contra su pierna. Julius, el gato, era más distante; aparecería más tarde.

Maria puso la mesa, lavó la lechuga y ralló el queso. Luego se duchó y se puso un vestido veraniego de algodón de su color favorito, el turquesa. Pensó en pintarse los labios, pero al final no lo hizo.

El informativo de la televisión se basó más en especulaciones que en noticias. Nixon se había reunido con el vicepresidente, Gerald Ford, que tal vez estuviera a punto de ascender a presidente. El secretario de prensa, Ziegler, había anunciado a los periodistas de la Casa Blanca que Nixon se dirigiría al país a las nueve, y después había abandonado la sala sin contestar a las preguntas sobre el tema de su comparecencia.

George llegó a las siete y media vestido con pantalones de sport, mocasines y camisa de cambray azul con el cuello abierto. Maria hizo la ensalada y puso la pasta a hervir mientras descorchaba una botella de chianti.

La puerta de su dormitorio estaba abierta y George se asomó dentro.

—Ya no tienes el santuario —dijo.

—He tirado la mayoría de las fotos.

Se sentaron a cenar a la pequeña mesa del comedor.

Hacía trece años que eran amigos, y ambos habían visto al otro sumido en la desesperación. Ambos habían vivido un amor arrollador al que habían perdido: Verena Marquand, a manos de los Panteras Negras, y el presidente Kennedy, a quien se había llevado la muerte.

De diferentes maneras, tanto George como Maria habían sufrido el abandono. Compartían tanto que se sentían cómodos juntos.

—El corazón es un mapa del mundo. ¿Lo sabías? —preguntó Maria.

—Ni siquiera sé lo que significa —contestó él.

—Una vez vi un mapa medieval. Representaba la Tierra como un disco plano, con Jerusalén en el centro. Roma era más grande que África, y América ni siquiera aparecía, claro. El corazón es una especie de mapa. Uno está en el centro y todo lo demás es desproporcionado.

Dibujas grandes a los amigos de la juventud, y después es imposible reajustar su tamaño cuando quieres añadir a personas más importantes.

Aquellos que te han hecho daño ocupan demasiado espacio, como aquellos a quienes has amado.

—Vale, lo pillo, pero…

—He tirado las fotos de Jack Kennedy, pero siempre será demasiado grande en el mapa de mi corazón. Eso es lo que quiero decir.

Después de cenar fregaron los platos y se sentaron con lo que quedaba de vino en un sofá grande y cómodo delante del televisor. Los gatos se durmieron en la alfombra.

Nixon apareció a las nueve.

«Por favor —pensó Maria—, que acabe ya el tormento».

Nixon estaba sentado en el Despacho Oval con una cortina azul detrás, las barras y las estrellas a su derecha y la bandera presidencial a su izquierda. Comenzó a hablar de inmediato con su voz grave y profunda:

—Es la trigésimo séptima vez que me dirijo a ustedes desde este despacho, donde se han tomado muchas decisiones que han moldeado la historia de este país.

La cámara fue acercando el plano lentamente. El presidente llevaba el traje y la corbata de costumbre.

—Durante el largo y difícil período del Watergate he sentido que mi deber era perseverar, hacer todos los esfuerzos posibles por agotar la legislatura para la que me eligieron. En los últimos días, sin embargo, he comprendido que ya no dispongo en el Congreso de una base política lo bastante fuerte para justificar que prosiga con tales esfuerzos.

—¡Era eso! —exclamó George, excitado—. ¡Está dimitiendo!

Maria se aferró a su brazo embargada por la emoción.

Las cámaras acercaron aún más el plano.

—Nunca he sido derrotista —prosiguió Nixon.

—Oh, mierda —dijo George—, ¿va a seguir?

—Pero, como presidente, debo priorizar los intereses de Estados Unidos.

—No —concluyó Maria—, no va a seguir.

—Por consiguiente, renuncio a la presidencia, y mi dimisión se hará efectiva mañana a mediodía. El vicepresidente Ford será nombrado presidente a esa hora en este despacho.

—¡Sí! —George lanzó un puño al aire—. ¡Lo ha hecho! ¡Se ha ido!

Lo que Maria sintió no fue tanto triunfo como alivio. Acababa de despertar de una pesadilla. Un mal sueño en el que quienes detentaban el poder eran unos estafadores y nadie podía hacer nada para detenerlos.

Pero en la vida real habían sido descubiertos, señalados y depuestos. Maria tuvo una sensación de seguridad, y cayó en la cuenta de que hacía dos años que no sentía que su país fuera un lugar seguro donde vivir.

Nixon no admitió su culpa. No dijo que había cometido delitos, mentido e intentado culpar a otras personas. Mientras pasaba las páginas de su discurso, solo hizo referencia a sus logros: China, las conversaciones sobre limitación armamentística, la diplomacia en Oriente Próximo. Concluyó con una desafiante nota de orgullo.

—Se acabó —dijo Maria con tono incrédulo.

—Hemos ganado —repuso George, y la abrazó.

Entonces, sin pensarlo, se besaron.

Y pareció la cosa más natural del mundo.

No fue un arrebato de pasión repentino. Se besaron con actitud juguetona, explorando los labios y la lengua del otro. George sabía a vino. Era como descubrir un tema de conversación fascinante que hubieran pasado por alto hasta ese momento. Maria se sorprendió sonriendo y besando al mismo tiempo.

No obstante, su abrazo pronto cobró pasión. El placer de Maria se volvió tan intenso que le aceleró la respiración. Desabotonó la camisa azul de George para poder acariciarle el pecho. Casi había olvidado lo que era tener el cuerpo huesudo de un hombre entre los brazos. Se deleitó con el tacto de las grandes manos de George acariciando sus partes íntimas, unas manos muy diferentes de sus propios dedos, pequeños y delicados.

Con el rabillo del ojo vio que los dos gatos salían del comedor.

George la acarició durante un rato sorprendentemente largo. Ella solo había tenido un amante, que no había sido tan paciente; en ese momento ya habría estado encima de ella. Maria estaba dividida entre el placer que le provocaba lo que George le hacía y la necesidad casi desesperada de sentirlo dentro de sí.

Y al final ocurrió. Maria había olvidado el gozo que se sentía.

Apretó su torso contra el de George y levantó las piernas para hacerlo entrar más. Pronunció su nombre una y otra vez hasta que los espasmos de placer la arrollaron y la hicieron gritar. Un instante después sintió que George eyaculaba dentro de ella, y eso le provocó aún más placer.

Yacieron juntos, fundidos, con la respiración agitada. Maria no se cansaba de tocarlo. Presionaba una mano contra su espalda y la otra contra su nuca, sintiendo su cuerpo, casi temiendo que no fuera real, que todo fuera un sueño. Besó su oreja deformada y notó el calor de su aliento en el cuello.

Poco a poco su respiración se normalizó. El mundo volvió a ser real a su alrededor. El televisor seguía encendido y emitía reacciones a la dimisión. Maria oyó decir a un comentarista: «Ha sido un día trascendental».

Suspiró.

—Sí, lo ha sido —dijo.

George creía que el ex presidente debía ir a la cárcel. Mucha gente lo creía. Nixon había cometido delitos de sobra para justificar una sentencia de prisión. Aquello no era la Europa medieval, en la que los reyes estaban por encima de la ley; aquello era Estados Unidos, y la justicia era la misma para todo el mundo. La Comisión Judicial había dictaminado que Nixon fuera destituido, y el Congreso había refrendado su informe con una notable mayoría de 412 votos frente a 3. El público apoyó la destitución por un 66 por ciento frente a un 27 por ciento. John Ehrlichman ya había sido sentenciado a veinte meses de cárcel por sus delitos; sería injusto que el hombre que le había dado las órdenes saliera impune.

Un mes después de la dimisión, el presidente Ford indultó a Nixon.

George se enfureció, como casi todo el mundo. El secretario de prensa de Ford renunció a su cargo. The New York Times afirmó que el indulto era «una medida profundamente insensata, divisoria e injusta» que había destruido de un plumazo la credibilidad del nuevo presidente. Todos asumieron que Nixon había pactado con Ford antes de cederle el poder.

—No voy a soportarlo mucho tiempo más —le dijo George a Maria en la cocina de su piso mientras mezclaba aceite de oliva y vinagre en una jarra para aliñar la ensalada—, estar sentado a un escritorio de Fawcett Renshaw mientras el país se va al infierno.

—¿Qué vas a hacer?

—He estado pensándolo mucho. Quiero volver a la política.

Maria dio media vuelta para mirarlo de frente, y él se sorprendió al ver desaprobación en su mirada.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella.

—El congresista por el distrito de mi madre, el distrito nueve de Maryland, se jubilará dentro de dos años. Creo que podrían designar-me para ocupar su escaño. De hecho, lo sé.

—¿Así que ya has hablado con la delegación del Partido Demócrata?

Era evidente que Maria estaba enfadada, pero él no tenía ni idea de por qué.

—Solo para tantear posibilidades, sí —contestó.

—Antes de hablarlo conmigo.

George se quedó atónito. Solo hacía un mes que estaban juntos.

¿Ya tenía que consultárselo todo? Estuvo a punto de decirlo, pero se tragó las palabras y probó con algo más suave:

—Quizá debería habértelo comentado antes, pero no se me ocurrió.

Vertió la vinagreta sobre la ensalada y la mezcló.

—Sabes que acabo de solicitar un puesto muy bueno en el Departamento de Estado.

—Claro.

—Creo que también sabes que quiero subir hasta lo más alto.

—Y estoy seguro de que lo harás.

—No, contigo no.

—¿De qué estás hablando?

—Los altos cargos del Departamento de Estado tienen que ser apolíticos. Deben estar al servicio de los congresistas demócratas y los republicanos con idéntica diligencia. Si se sabe que estoy con un congresista nunca me ascenderán. Siempre dirán: «No se puede confiar del todo en Maria Summers, se acuesta con el congresista Jakes». Darán por hecho que te soy leal a ti, no a ellos.

George no había pensado en eso.

—Lo siento mucho —contestó—, pero ¿qué puedo hacer?

—¿Cuánto te importa esta relación? —preguntó ella.

George intuyó que sus palabras desafiantes ocultaban una petición.

—Bueno —respondió—, es un poco pronto para hablar de matrimonio…

—¿Pronto? —repitió ella, airada—. Tengo treinta y ocho años y tú solo eres mi segundo amante. ¿Crees que estaba buscando una aventura pasajera?

—Iba a decir —prosiguió él armándose de paciencia— que si nos casamos doy por hecho que tendremos hijos y que tú te quedarás en casa para cuidar de ellos.

La cara de Maria se encendió de ira.

—Ah, ¿das por hecho eso? No solo planeas impedirme que me asciendan, ¡en realidad esperas que renuncie a mi carrera!

—Bueno, eso es lo que las mujeres suelen hacer cuando se casan.

—¿Ah, sí? ¡Joder! ¡Despierta, George! Sé que tu madre dedicó su vida desde los dieciséis años exclusivamente a cuidar de ti, pero, por el amor de Dios, ¡naciste en 1936! Estamos en los setenta. El feminismo ha llegado. Trabajar ya no es algo que la mujer hace solo para pasar el tiempo hasta que un hombre se digna convertirla en su esclava doméstica.

George no daba crédito. Aquello había salido de la nada. Él había hecho algo normal y razonable, y ella estaba fuera de sus casillas.

—No sé por qué te has puesto de tan mal humor —dijo—. No he arruinado tu carrera ni te he convertido en una esclava doméstica. De hecho, tampoco te he pedido que te cases conmigo.

La voz de Maria recobró la calma.

—Eres un cabrón —soltó—. Eres un auténtico cabrón.

Y salió de la cocina.

—No te vayas —pidió él.

George oyó cerrarse de golpe la puerta del piso.

—Mierda —dijo.

Le llegó olor a humo: los filetes se quemaban. George apagó el fuego de la sartén, pero la carne estaba ya carbonizada, incomible. La tiró a la basura.

—Mierda —repitió.