EN el Kremlin ha cundido el pánico por la visita de Nixon a China —le dijo Dimka a Tania.
Estaban en el apartamento de él. Su hija de tres años, Katia, estaba en el regazo de Tania, hojeando un libro ilustrado con dibujos de animales de granja.
Dimka y Natalia habían vuelto a mudarse a la Casa del Gobierno, de modo que el clan Peshkov-Dvorkin ocupaba tres apartamentos del mismo edificio. El abuelo Grigori seguía viviendo en su antiguo piso, que compartía con su hija, Ania, y su nieta, Tania. La ex mujer de Dimka, Nina, vivía allí con Grisha, que a sus ocho años de edad ya era todo un hombrecito que iba a la escuela. Y Dimka, Natalia y la pequeña Katia se habían trasladado allí también. Tania adoraba a sus sobrinos y siempre estaba dispuesta a quedarse con ellos y cuidarlos. A veces le daba por pensar que la Casa del Gobierno era casi como una aldea de campesinos, donde todo el clan familiar se ocupaba de los niños.
Muchas veces la gente le preguntaba si no quería tener hijos propios. «Todavía me queda mucho tiempo para eso», respondía siempre Tania. Aún tenía solo treinta y dos años, pero no se sentía libre para casarse con quien quisiera. Vasili no era su amante, pero ella se había entregado en cuerpo y alma al trabajo secreto que hacían juntos, primero con la publicación de Disidencia y luego con la introducción en Occidente de los libros de Vasili de forma clandestina. De vez en cuando la cortejaba uno de los cada vez más escasos solteros de su edad, y a veces salía a cenar e incluso se acostaba con alguno de ellos. Sin embargo, no podía hacerlos partícipes de su otra vida en la sombra.
La vida de Vasili había llegado a ser más importante que la suya propia. Con la publicación de Un hombre libre se había convertido en uno de los escritores más importantes del mundo, pues presentaba su visión de la Unión Soviética al resto del planeta. Después de su tercer libro, La era del estancamiento, empezaron a correr rumores de una posible concesión del Premio Nobel, solo que por lo visto no podían darle el galardón a alguien que escribía bajo seudónimo. Tania era la vía mediante la cual su obra llegaba a Occidente, por lo que sería imposible ocultarle a un eventual marido un secreto tan grande y de tal trascendencia.
Los comunistas odiaban a «Iván Kuznetsov». Todo el mundo sabía que no podía revelar su verdadero nombre por miedo a que le impidieran trabajar, y eso dejaba en evidencia a los dirigentes del Kremlin demostrando lo ignorantes que eran. Cada vez que se mencionaban las obras de Vasili en los medios occidentales, todos señalaban que nunca habían sido publicadas en ruso, el idioma en el que habían sido escritas, a causa de la censura soviética. Eso enfurecía al Kremlin.
—El viaje de Nixon ha sido todo un éxito —le dijo Tania a Dimka—. En nuestro despacho recibimos noticias de Occidente. Todo el mundo felicita efusivamente a Nixon por su clarividencia. Dicen que es un paso enorme hacia la estabilidad mundial. Además, sus índices de popularidad han subido… y este año hay elecciones en Estados Unidos.
La idea de que los capitalistas imperialistas pudiesen aliarse con disidentes comunistas chinos para conspirar contra la URSS era una perspectiva aterradora para los dirigentes soviéticos, así que de inmediato invitaron a Nixon a visitar Moscú en un intento de restablecer el equilibrio.
—Ahora están desesperados por asegurarse de que la visita de Nixon aquí también sea un éxito rotundo —señaló Dimka—. Serán capaces de hacer lo que sea con tal de evitar que Estados Unidos se alíe con China.
A Tania se le ocurrió una idea.
—¿Lo que sea?
—Estoy exagerando, pero ¿qué has pensado?
Tania sintió que se le aceleraba el corazón.
—¿Serían capaces de liberar a los disidentes?
—Ah. —Dimka sabía, aunque no pensaba decirlo, que Tania estaba pensando en Vasili. Pocas personas más conocían la conexión de Tania con un disidente político, y Dimka era demasiado prudente para mencionarlo en voz alta, aunque solo fuese de pasada—. El KGB está proponiendo lo contrario: medidas drásticas y contundentes. Quieren meter en la cárcel a cualquiera que pueda agitar una pancarta de protesta cuando pase la limusina del presidente de Estados Unidos.
—Eso es de idiotas —dijo Tania—. Si de repente encerramos en la cárcel a centenares de personas, los americanos lo descubrirán, porque también tienen espías, y no les gustará un pelo.
Dimka asintió.
—Nixon no querrá que las voces críticas de su país digan que ha venido aquí y ha hecho caso omiso del problema de los derechos humanos, sobre todo en un año electoral.
—Exactamente.
Dimka se quedó pensativo.
—Debemos aprovechar al máximo esta oportunidad. Tengo una reunión mañana con miembros del personal de la embajada de Estados Unidos. Me pregunto si puedo valerme de eso…
Dimka había cambiado. La invasión de Checoslovaquia fue la gota que colmó el vaso. Hasta ese momento se había aferrado con tozudez a la creencia de que el comunismo podía ser reformado, pero en 1968 había visto que en cuanto algunas personas empezaban a lograr avances para cambiar la naturaleza del gobierno comunista, sus esfuerzos eran aplastados por aquellos que tenían un interés personal en que las cosas se quedasen como estaban. Hombres como Brézhnev y Andrópov gozaban de poder, estatus y privilegios; ¿por qué iban a arriesgar todo eso?
Dimka coincidía con su hermana: el mayor problema del comunismo era que el poder absoluto del partido siempre sofocaba el cambio. El sistema soviético estaba irremediablemente paralizado en la forma de un conservadurismo aterrorizado, al igual que lo había estado el régimen zarista sesenta años atrás, cuando su abuelo había sido capataz en la fábrica Putílov de San Petersburgo.
Resultaba irónico, reflexionaba Dimka, que el primer filósofo en explicar el fenómeno del cambio social hubiese sido Karl Marx.
Al día siguiente Dimka presidió otra de la larga serie de discusiones sobre la visita de Nixon a Moscú. Natalia estaba allí, pero por desgracia también estaba Yevgueni Filípov. La delegación estadounidense la encabezaba Ed Markham, un diplomático de carrera de mediana edad.
Todos hablaban por medio de intérpretes.
Nixon y Brézhnev iban a firmar dos tratados de limitación de armamento y un acuerdo de protección del medio ambiente. Las cuestiones medioambientales no preocupaban en la esfera de la política soviética, pero al parecer era un tema que Nixon se tomaba muy en serio, e incluso había promovido una legislación pionera en Estados Unidos. Esos tres documentos bastarían para garantizar que la visita fuese aclamada como un triunfo histórico y suponía un avance importante como salvaguarda ante los peligros de una alianza entre China y Estados Unidos. La señora Nixon visitaría escuelas y hospitales. Nixon insistía en mantener un encuentro con un poeta disidente, Yevgueni Yevtushenko, a quien ya había conocido en Washington.
En la reunión de ese día, soviéticos y estadounidenses discutieron los detalles de seguridad y protocolo, como de costumbre. En mitad de la reunión, Natalia dijo las palabras que había acordado previamente con Dimka.
—Hemos considerado muy en serio su exigencia de que liberemos a un buen número de supuestos presos políticos, como gesto simbólico en favor de lo que ustedes denominan «los derechos humanos» —dijo Natalia dirigiéndose a los estadounidenses en un tono informal.
Ed Markham miró con expresión de sorpresa a Dimka, que presidía la reunión. Markham no sabía nada de aquello, y eso se debía a que en realidad Estados Unidos no había hecho semejante demanda. Dimka realizó un gesto rápido y disimulado con la mano, indicándole a Markham que no dijese nada. Como el negociador hábil y experimentado que era, el estadounidense guardó silencio.
Filípov se mostró igual de sorprendido.
—No tengo conocimiento de ninguna…
Dimka elevó el tono de voz.
—¡Por favor! ¡Yevgueni Davídovich, no interrumpa a la camarada Smótrova! Insisto en que hable una sola persona a la vez.
Filípov parecía furioso, pero su formación en el Partido Comunista lo obligaba a acatar las reglas.
Natalia siguió hablando:
—No tenemos presos políticos en la Unión Soviética, y no le vemos la lógica a la decisión de poner en la calle a unos delincuentes justamente coincidiendo con la visita de un jefe de Estado extranjero.
—Desde luego que no —comentó Dimka.
El desconcierto de Markham era absoluto. ¿Por qué plantear una demanda ficticia para después rechazarla? Sin embargo, esperó en silencio para ver adónde quería ir a parar Natalia. Mientras tanto Filípov tamborileaba con los dedos sobre su cuaderno de notas con gesto de frustración.
—Sin embargo, a un reducido número de personas se les niega el visado para realizar viajes internos a causa de su relación con grupos antisocialistas y otros alborotadores.
Esa era precisamente la situación del amigo de Tania, Vasili. Dimka había intentado conseguir su liberación una vez, pero había fracasado.
Quizá tuviera más suerte en esta ocasión.
Dimka observó a Markham con atención. ¿Se daría cuenta de lo que estaba pasando y le seguiría el juego? Dimka necesitaba que los estadounidenses fingiesen que habían exigido la puesta en libertad de los disidentes; así él podría volver luego al Kremlin y decir que Estados Unidos insistía en ese punto como condición previa para la visita de Nixon. Y entonces cualquier objeción del KGB o de otro grupo caería en saco roto, pues el Kremlin estaba desesperado por conseguir que Nixon viajase a Moscú para así apartarlo de los odiados chinos.
Natalia continuó con su discurso:
—Puesto que en realidad esas personas no han sido condenadas por los tribunales, no existe ningún impedimento legal para que el gobierno realice dicha acción, por lo que ofrecemos levantar las restricciones y permitirles viajar, como gesto de buena voluntad.
Dimka se dirigió a los estadounidenses.
—¿Satisface a su presidente esa acción por nuestra parte?
El rostro de Markham ya no reflejaba desconcierto; había entendido el juego de Natalia y Dimka, y se alegraba de que lo utilizasen de aquel modo.
—Sí, creo que con eso bastaría.
—De acuerdo, entonces —dijo Dimka, y se recostó en su silla con la profunda satisfacción de haber conseguido un verdadero logro.
El presidente Nixon llegó a Moscú en mayo, cuando la nieve se había derretido y el sol brillaba en el cielo.
Tania esperaba ver una liberación masiva de presos políticos coincidiendo con la visita, pero se había llevado una decepción. Era la mejor oportunidad en años para conseguir sacar a Vasili de su destierro siberiano y llevarlo de vuelta a Moscú. Tania sabía que su hermano lo había intentado, pero al parecer había fracasado. Sentía unas ganas inmensas de llorar.
—Hoy sigue a la esposa del presidente Nixon durante todo el día, por favor, Tania —dijo su jefe, Daniíl Antónov.
—Vete a la mierda —espetó ella—. Que sea una mujer no significa que tenga que pasarme el día escribiendo reportajes sobre mujeres.
A lo largo de toda su carrera Tania había peleado mucho para que no le encomendaran tareas consideradas «femeninas». Unas veces ganaba y otras veces perdía.
Ese día, perdió.
Daniíl era un buen tipo, pero no se dejaba amilanar fácilmente.
—No te pido que te pases el día escribiendo artículos femeninos y nunca lo he hecho, así que no me vengas con esas. Te estoy pidiendo que hoy cubras a Pat Nixon. Ahora solo tienes que hacer lo que te digo.
En realidad Daniíl era un jefe estupendo, y Tania acabó dando su brazo a torcer.
Ese día Pat Nixon iba a visitar la Universidad Estatal de Moscú, un edificio de piedra amarilla de treinta y dos plantas y con miles de salas. Parecía prácticamente vacío.
—¿Dónde están todos los estudiantes? —preguntó la señora Nixon.
—Es época de exámenes, están todos estudiando —contestó el rector de la universidad hablando mediante un intérprete.
—No voy a conocer al pueblo ruso —protestó la mujer.
A Tania le dieron ganas de decir: «Pues claro que no; si lo conociese, podrían contarle la verdad».
La señora Nixon lucía un porte conservador incluso para los parámetros de Moscú. Llevaba el pelo recogido en lo alto de la cabeza y rociado con tanta laca que tenía el aspecto, y casi la misma dureza, de un casco vikingo. Llevaba ropa demasiado juvenil para ella, pero al mismo tiempo pasada de moda, y exhibía una firme sonrisa que rara vez le fallaba, incluso cuando los reporteros que la seguían se ponían pesados.
La condujeron a una sala de estudio donde había tres estudiantes sentados a unas mesas. Parecieron sorprenderse al verla, y era evidente que no sabían quién era… Como también lo era que no querían conocerla.
La pobre señora Nixon probablemente no tenía ni idea de que cualquier contacto con occidentales era peligroso para los ciudadanos soviéticos corrientes, porque después podían ser detenidos e interrogados acerca de lo que habían dicho y de si la reunión había sido acordada con anterioridad. Solo los moscovitas más temerarios se atrevían a intercambiar palabras con los visitantes extranjeros.
Tania redactó su artículo mentalmente mientras seguía a la visitante por las instalaciones: «La señora Nixon quedó a todas luces impresionada por la nueva y moderna Universidad Estatal de Moscú. Estados Unidos no cuenta con un recinto universitario de dimensiones comparables».
La noticia de verdad se hallaba en el Kremlin, que era la razón por la que Tania se había mostrado tan arisca con Daniíl. Nixon y Brézhnev estaban firmando unos tratados que harían del mundo un lugar más seguro, y esa era la historia que Tania quería cubrir.
Por la lectura de la prensa extranjera sabía que la visita de Nixon a China y aquel viaje a Moscú habían cambiado radicalmente sus posibilidades con vistas a las elecciones presidenciales de noviembre. Desde el mínimo alcanzado en enero, su nivel de popularidad se había disparado y de pronto tenía muchas probabilidades de ser reelegido.
«La señora Nixon iba vestida con un traje dos piezas de pata de gallo, con chaqueta corta y falda discreta, justo por debajo de la rodilla. Sus zapatos blancos eran de tacón bajo, y un fular de gasa completaba su atuendo». Tania odiaba redactar textos que hablaban de moda. ¡Pero si había cubierto la crisis de los misiles cubanos, por el amor de Dios!
¡Desde Cuba, nada menos!
Por fin la primera dama se marchó en una limusina Chrysler Le-Baron, y el enjambre de periodistas se dispersó.
En el aparcamiento Tania vio a un hombre alto que llevaba un abrigo largo y raído bajo el sol de primavera. Tenía el pelo gris y despeinado, y en su rostro surcado de arrugas aún se apreciaban indicios de que había sido atractivo en el pasado.
Era Vasili.
Tania se metió el puño en la boca y se mordió la mano para reprimir el grito que le brotaba de la garganta.
Vasili vio que lo había reconocido y sonrió mostrando sus encías con algún que otro diente de menos.
Ella avanzó despacio hacia él con las manos metidas en los bolsillos del abrigo. Vasili no llevaba sombrero y entrecerraba los ojos a causa del brillo cegador del sol.
—Te han dejado salir —dijo Tania.
—Para complacer al presidente de Estados Unidos —respondió él—. Gracias, Dick Nixon.
En realidad tenía que agradecérselo a Dimka Dvorkin, pero seguramente era mejor no decirle eso a nadie, ni siquiera a Vasili.
Tania miró a su alrededor con cautela, pero no había nadie más a la vista.
—No te preocupes —dijo Vasili—. Esto lleva dos semanas abarrotado de policías y agentes de seguridad, pero todos se han ido hace cinco minutos.
Ella ya no pudo contenerse más y se arrojó a sus brazos. Vasili le dio unas palmaditas en la espalda, como si quisiera consolarla. Tania respondió abrazándolo con fuerza.
—Caramba… —exclamó él—. Qué bien hueles…
Tania se apartó de él. Quería hacerle miles de preguntas, pero no tuvo más remedio que contener su entusiasmo y elegir solo una.
—Me han asignado un apartamento de Stalin, es viejo pero acogedor.
Los apartamentos de la época de Stalin tenían habitaciones más grandes y techos más altos que los pisos compactos construidos a finales de los años cincuenta y sesenta.
Tania estaba rebosante de alegría.
—¿Quieres que vaya a visitarte allí?
—Todavía no. Comprobemos primero si me vigilan de cerca.
—¿Tienes trabajo?
Uno de los trucos favoritos de los comunistas consistía en asegurarse de que un hombre no pudiese conseguir trabajo para luego acusarlo de ser un parásito social.
—Estoy en el Ministerio de Agricultura. Escribo folletos para los campesinos donde se explican las nuevas técnicas agrícolas. No sientas lástima por mí, es un trabajo importante y se me da bien.
—¿Y tu salud?
—¡Estoy gordo!
Se abrió el abrigo para demostrárselo.
Tania se echó a reír con alegría. No estaba gordo, pero tal vez no tan delgado como antes.
—Llevas el jersey que te envié. Me sorprende que te llegara.
Era el que Anna Murray había comprado en Viena. Tania tendría que explicarle todo aquello. No sabía ni por dónde empezar.
—Casi ni me lo he quitado en estos cuatro años. Aquí en Moscú, y en mayo, no lo necesito, pero me cuesta acostumbrarme a la idea de que no siempre va a hacer un frío glacial.
—Puedo conseguirte otro.
—¡Debes de ganar mucho dinero!
—No, yo no —contestó ella con una sonrisa de oreja a oreja—. Pero tú sí.
Vasili arrugó la frente, perplejo.
—¿Y eso?
—Vayamos a un bar —dijo ella tomándolo del brazo—. Tengo un montón de cosas que explicarte.
La mañana del domingo 18 de junio la portada de The Washington Post publicaba una noticia un tanto extraña. Para la mayoría de los lectores resultaba un poco desconcertante, pero para un puñado de ellos era extremadamente inquietante ver detenidas cinco personas por una conspiración para instalar escuchas en las oficinas del partido demócrata.
Por Alfred E. Lewis, redactor de The Washington Post.
Cinco hombres, uno de los cuales se dice que es un antiguo empleado de la Agencia Central de Inteligencia, fueron arrestados a las dos y media de la madrugada de ayer en lo que las autoridades describieron como una elaborada trama para colocar micrófonos en las oficinas locales del Comité Nacional Demócrata.
Tres de ellos eran de origen cubano y se cree que otro fue entrenado por exiliados cubanos para actividades de guerrilla después de la invasión de bahía de Cochinos en 1961.
Tres agentes de paisano del departamento de policía los sorprendieron a punta de pistola en una oficina del sexto piso del lujoso edificio Watergate, en el 2600 de Virginia Avenue, en Washington, donde el Comité Nacional Demócrata ocupa la totalidad de la planta.
No ha trascendido ninguna explicación inmediata sobre por qué los cinco sospechosos querían espiar las oficinas del Comité Nacional Demócrata o si estaban trabajando para otras personas u organizaciones.
Cameron Dewar leyó el artículo y exclamó:
—¡Oh, mierda!
Apartó los copos de maíz de su desayuno, estaba demasiado tenso para comer. Sabía exactamente de qué iba todo aquello, y suponía una terrible amenaza para el presidente Nixon. Si la gente sabía, o creía siquiera, que el presidente defensor de la ley y el orden había ordenado un allanamiento de las oficinas de los demócratas, aquello podía incluso dinamitar por los aires toda esperanza de reelección.
Cam leyó todos los párrafos hasta llegar a los nombres de los acusados. Temía que Tim Tedder pudiese estar entre ellos, pero sintió un gran alivio al comprobar que no aparecía su nombre.
Sin embargo, la mayoría de los hombres mencionados eran amigos y socios de Tedder.
Este y un grupo de ex agentes del FBI y de la CIA formaban la Unidad de Investigaciones Especiales de la Casa Blanca. Tenían una oficina de alta seguridad en la planta baja del Edificio de la Oficina Ejecutiva, frente a la Casa Blanca. Colgado en la puerta había un cartel que decía fontaneros. Era una broma: su trabajo consistía en detener las filtraciones.
Cam no sabía que hubieran planeado colocar micrófonos en las oficinas de los demócratas, aunque lo cierto es que no le sorprendía; era muy buena idea y podría haberles dado pistas e información sobre las fuentes de las filtraciones.
Sin embargo, se suponía que los muy idiotas no tenían que haber acabado detenidos por la maldita policía de Washington.
El presidente se encontraba en las Bahamas, y su vuelta estaba prevista para el día siguiente.
Cam llamó a la oficina de los Fontaneros. Tim Tedder respondió al teléfono.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó.
—Destruyendo archivos.
Cam oyó el ruido de fondo de una máquina trituradora de documentos.
—Bien —dijo.
Luego se vistió y fue a la Casa Blanca.
Al principio parecía que ninguno de los sospechosos tenía conexión directa alguna con el presidente, y durante todo el domingo Cam pensó que podrían controlar el escándalo. Luego resultó que uno de ellos había dado un nombre falso. «Edward Martin» era en realidad James McCord, un agente de la CIA retirado y empleado a tiempo completo por el CREEP, el Comité para la Reelección del Presidente.
—Ya está —sentenció Cam.
Estaba hundido, destrozado. Aquello era una catástrofe.
El lunes The Washington Post publicó la información sobre McCord en un artículo elaborado y firmado por Bob Woodward y Carl Bernstein.
Aun así, Cam todavía conservaba la esperanza de que pudiesen encubrir la participación de Nixon.
Entonces intervino el FBI, que se puso a investigar a los cinco sospechosos. Cam pensó con amargura que en los viejos tiempos J. Edgar Hoover nunca habría hecho tal cosa, pero Hoover había muerto. Nixon había colocado a un amigo y colaborador, Patrick Gray, como director en funciones, pero Gray no sabía cómo funcionaba la organización y le estaba costando mucho controlarla. El resultado fue que el FBI estaba empezando a actuar como la fuerza del orden público que era.
En el momento de su detención los cinco individuos llevaban encima grandes cantidades de efectivo en billetes nuevos numerados, lo que significaba que tarde o temprano el FBI podría rastrear el origen del dinero y averiguar quién se lo había dado.
Cam ya lo sabía. Ese dinero, al igual que los pagos de todos los proyectos secretos del gobierno, procedía de los fondos reservados del CREEP.
Era imprescindible cerrar la investigación del FBI.
Cuando Cam Dewar entró en el despacho de Maria Summers en el Departamento de Justicia, esta sufrió un ataque de pánico momentáneo. ¿La habrían descubierto? ¿Habría averiguado de algún modo la Casa Blanca que ella era la fuente de la información privilegiada de Jasper Murray? Estaba de pie junto al archivador y por un instante le flaquearon tanto las piernas que temió caer redonda al suelo.
Sin embargo, Cam se mostró muy amable y ella se tranquilizó. El joven le sonrió, se sentó y la repasó de arriba abajo con un brillo adolescente en los ojos que indicaba que la encontraba atractiva.
«Sigue soñando, chico blanco», pensó ella.
¿Qué se traería entre manos? Maria se sentó a su escritorio, se quitó las gafas y le ofreció una cálida sonrisa.
—Hola, señor Dewar —dijo—. ¿Cómo salió aquella intervención telefónica?
—Al final no sacamos mucha información —respondió Cam—. Creemos que Murray podría tener un teléfono seguro en algún otro lugar que utiliza para las llamadas confidenciales.
«Gracias a Dios», pensó Maria.
—Pues qué lástima —exclamó.
—Le agradecemos su ayuda, de todos modos.
—Es muy amable. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted?
—Sí. El presidente quiere que el secretario de Justicia ordene al FBI que detenga la investigación del intento de robo en el Watergate.
Maria trató de disimular su estupor mientras su cerebro interpretaba a toda velocidad las implicaciones de aquellas palabras. Así que, efectivamente, era la Casa Blanca la que estaba detrás de todo aquello.
No salía de su asombro. Ningún presidente más que Nixon podría haber sido tan arrogante y estúpido.
De nuevo, extraería mucha más información del joven si fingía mostrarle apoyo.
—Está bien —dijo—, vamos a pensarlo con calma. Kleindienst no es Mitchell, ¿sabe usted? —John Mitchell había dimitido como secretario de Justicia para poder dirigir el CREEP. Su sustituto, Richard Kleindienst, era otro viejo amigo de Nixon, pero no tan dócil y manejable—. Kleindienst querrá una razón —aseguró Maria.
—Y nosotros le podemos dar una. La investigación del FBI puede llevar hasta asuntos confidenciales de política exterior. En particular, podría revelar información muy sensible sobre la implicación de la CIA en la invasión de bahía de Cochinos por parte del presidente Kennedy.
«Muy típico de Dick el Tramposo», pensó Maria, asqueada. Todos fingían estar protegiendo los intereses estadounidenses cuando en realidad solo estaban salvándole el pellejo al maldito presidente.
—Así que es una cuestión de seguridad nacional.
—Sí.
—Bien. Eso servirá de justificación para que el secretario de Justicia ordene al FBI que suspenda la investigación. —Pero Maria no quería ponérselo tan fácil a la Casa Blanca—. Sin embargo, puede que Kleindienst quiera garantías concretas.
—Podemos proporcionárselas. La CIA está dispuesta a elaborar una solicitud formal. Lo hará Walters. —El general Vernon Walters era el director adjunto de la CIA.
—Si la solicitud es formal, creo que podemos dar luz verde y hacer exactamente lo que quiere el presidente.
—Gracias, Maria. —El joven se puso de pie—. Ha sido de gran ayuda, una vez más.
—De nada, señor Dewar.
Cam salió del despacho.
Maria se quedó mirando con aire pensativo la silla que había dejado vacía. El presidente debía de haber autorizado el allanamiento y el intento de robo en las oficinas demócratas, o al menos había hecho la vista gorda. Esa era la única razón posible para que Cam Dewar estuviese dispuesto a llegar tan lejos para encubrirlo. Si alguien de la administración hubiese dado el visto bueno a la operación contraviniendo los deseos de Nixon, esa persona ya habría sido puesta en evidencia y despedida. A Nixon no le temblaba el pulso a la hora de deshacerse de compañeros de camino embarazosos. La única persona a la que le importaba proteger era a él mismo.
¿Iba a dejar Maria que se saliera con la suya? «Y un cuerno».
Descolgó el teléfono de su despacho.
—Con Fawcett Renshaw, por favor —dijo.