ESE verano Dimka y Natalia pintaban el piso mientras los rayos del sol se colaban por las ventanas abiertas. Tardaron más tiempo del necesario porque iban parando para hacer el amor. Natalia llevaba su gloriosa cabellera recogida en un moño y cubierta por un trapo, y vestía una camisa vieja de Dimka con el cuello deshilachado; pero los pantalones cortos le quedaban ceñidos y, cada vez que subía a la escalera, él tenía que besarla. Le bajaba los pantalones tan a menudo que al cabo de un rato ella decidió quedarse solo con la camisa, tras lo cual empezaron a hacer más aún el amor.
No podían casarse hasta que el divorcio de Natalia se hubiera formalizado y, para guardar las apariencias, ella tenía su propio piso por allí cerca, pero en la intimidad ya habían iniciado su nueva vida juntos en el apartamento de Dimka. Recolocaron el mobiliario al gusto de Natalia y compraron un sofá. Establecieron una dinámica propia: él preparaba el desayuno, ella hacía la cena; él le lustraba los zapatos, ella le planchaba las camisas; él compraba la carne y ella, el pescado.
Nunca veían a Nik, pero Natalia inició una relación con Nina. La ex mujer de Dimka era la amante reconocida del mariscal Pushnói y pasaba muchas semanas con él en su dacha, donde celebraban cenas con sus amigos más íntimos, algunos de los cuales iban acompañados también de sus queridas. Dimka no sabía qué acuerdo tenía Pushnói con su esposa, una mujer madura de aspecto agradable que siempre aparecía junto a él en los acontecimientos de Estado. Durante los fines de semana que Nina pasaba en el campo, Dimka y Natalia cuidaban de Grisha. Al principio Natalia se sentía algo nerviosa, porque ella no había tenido hijos; Nik odiaba a los niños. Pero no tardó en enamorarse del pequeño, que se parecía mucho a Dimka; y, como era de esperar, Natalia acabó descubriendo su instinto maternal.
La vida personal de Dimka era feliz, pero no su vida pública. Los conservadores del Kremlin solo fingían aceptar el compromiso de Checoslovaquia. En cuanto Kosiguin y Dimka regresaron de Praga, los conservadores se pusieron manos a la obra para minar el acuerdo y ejercieron presión para provocar una invasión que acabara con Dubček y sus reformas. La discusión fue encendiéndose en Moscú al calor de los meses estivales de junio y julio, y a pesar del soplo de la brisa del mar Negro en las dachas a las que migraban las élites del Partido Comunista durante sus vacaciones de verano.
Para Dimka aquello no era una cuestión checoslovaca. Él lo relacionaba todo con su hijo y el mundo en el que crecería. Cuando hubieran transcurrido quince años, Grisha ya iría a la universidad; pasados veinte, estaría trabajando; veinticinco años después, quizá tuviera sus propios hijos. ¿Tendría Rusia un sistema mejor, algo similar a la idea del comunismo más humano de Dubček? ¿O seguiría siendo la Unión Soviética una tiranía en la que la inamovible autoridad del partido sería impuesta con puño de hierro por el KGB?
A Dimka le enfurecía que Leonid Brézhnev, el secretario general, lo observara todo desde la barrera. Había llegado a despreciarlo. Por miedo a acabar en el bando perdedor, Brézhnev jamás tomaba partido hasta saber a ciencia cierta cuál sería la decisión colectiva más probable.
No tenía visión de futuro, ni valentía, ni planes para mejorar la Unión Soviética como país. No era un líder.
El conflicto alcanzó un punto decisivo durante una reunión del Politburó que se inició el 15 de agosto y duró dos días. Como siempre, constó de conversaciones formales que giraban en torno a opiniones formales plagadas de clichés, mientras las verdaderas batallas se libraban fuera.
A plena luz del día, en la explanada del palacio amarillo y blanco del Senado, Dimka tuvo un enfrentamiento cara a cara con Yevgueni Filípov entre los coches aparcados y las limusinas que esperaban a los altos cargos reunidos.
—¡Lee los informes del KGB que llegan desde Praga! —espetó Filípov—. ¡Concentraciones de estudiantes contrarrevolucionarios!
¡Clubes donde se discute abiertamente sobre el derrocamiento del comunismo! ¡Alijos secretos de armas!
—No me creo ninguna de esas patrañas —dijo Dimka—. Sí que se habla de reforma, cierto, pero los antiguos líderes fracasados, a los que ahora se deja al margen, están exagerando los peligros.
La verdad era que el conservador Andrópov, director del KGB, encargaba a los servicios secretos la redacción de informes inverosímiles para azuzar al resto de los conservadores; pero Dimka no era tan inconsciente para decirlo en voz alta.
Él contaba con una fuente fiable de información, su hermana.
Tania se encontraba en Praga, desde donde enviaba artículos a la TASS de contenido nada comprometedor y, al mismo tiempo, proporcionaba a Dimka y a Kosiguin informes en los que afirmaba que Dubček era un héroe para todos los checos salvo para los viejos burócratas del partido.
En una sociedad tan cerrada, al pueblo le resultaba casi imposible acceder a la verdad. Los rusos contaban muchas mentiras. En la Unión Soviética casi toda la información oficial estaba sesgada: las cifras sobre productividad, los estudios sobre política internacional, los interrogatorios policiales a sospechosos, las previsiones económicas. En la intimidad los rusos comentaban que la única página creíble del periódico era la de la programación televisiva y radiofónica.
—No sé en qué dirección van a ir las cosas —le dijo Natalia a Dimka el viernes por la noche. Ella seguía trabajando para el ministro de Asuntos Exteriores Andréi Gromiko—. Todas las noticias procedentes de Washington apuntan a que el presidente Johnson no hará nada si invadimos Checoslovaquia. Ya tiene demasiados problemas tal como está la situación: revueltas, asesinatos, Vietnam y las elecciones presidenciales a la vuelta de la esquina.
Habían terminado de pintar por esa tarde y estaban sentados en el suelo compartiendo una botella de cerveza. Natalia tenía una mancha de pintura amarilla en la frente. Por algún motivo, eso hizo que Dimka sintiera ganas de hacerle el amor. Estaba preguntándose si abandonarse a su impulso o ir a ducharse primero, cuando ella dijo:
—Antes de que nos casemos…
Aquella frase empezaba mal.
—¿Sí?
—Deberíamos hablar de los hijos.
—Deberíamos haberlo hablado antes de pasarnos el verano follando como locos. —Jamás habían usado ningún método anticonceptivo.
—Sí, pero tú ya tienes un hijo.
—Ambos lo tenemos. Es de los dos. Serás su madrastra.
—Y me encanta. Es fácil querer a un niño que se parece tanto a ti, pero ¿qué opinas de tener más?
Dimka percibió que, por algún motivo, a ella le preocupaba el tema, y sintió la necesidad de tranquilizarla. Dejó la cerveza y la abrazó.
—Te adoro —dijo—. Y me encantaría tener hijos contigo.
—¡Oh, menos mal! —exclamó ella—. Porque estoy embarazada.
Resultaba difícil encontrar periódicos en Praga, según descubrió Tania. Era una irónica consecuencia de la abolición de la censura aplicada por Dubček. Antes de ello, pocas personas se habían molestado en leer la información falsa y anodina de la prensa controlada por el Estado. Sin embargo, desde que los rotativos podían contar la verdad, la tirada no era suficiente para satisfacer la demanda. Tania debía levantarse a primera hora de la mañana para comprarlos antes de que se agotaran.
La televisión también gozaba de libertad. En los programas sobre la actualidad, trabajadores y estudiantes cuestionaban y criticaban a los ministros del gobierno. Los presos políticos liberados tenían permiso para enfrentarse a los agentes de la policía secreta que los habían encarcelado. Alrededor del televisor del vestíbulo de cualquier gran hotel siempre había un pequeño corrillo de televidentes ansiosos siguiendo la discusión de turno en la pantalla.
Discusiones similares tenían lugar en las cafeterías, en los comedores de las empresas y en el ayuntamiento. El pueblo que había reprimido sus verdaderos sentimientos durante veinte años de pronto podía expresarlos con libertad.
El ambiente de liberación era contagioso. Tania se sentía tentada de creer que los viejos tiempos ya se habían superado y que no existía peligro. Debía recordarse de forma constante que Checoslovaquia seguía siendo un país comunista con policía secreta y sótanos de tortura.
Llevaba consigo el manuscrito mecanografiado de la primera novela de Vasili.
Le había llegado poco antes de marcharse de Moscú de la misma forma que el primer relato: un desconocido que no deseaba responder pregunta alguna se lo había entregado en plena calle al salir del trabajo. Como el primer manuscrito, el segundo estaba escrito con letra pequeña, sin duda para ahorrar papel. Su irónico título era Un hombre libre.
Tania lo había mecanografiado en papel de carta. Debía contar con que le abrirían el equipaje. A pesar de ser periodista autorizada de la TASS, era posible que cualquier habitación de hotel en la que se hospedase fuera registrada, y que el piso que le habían asignado para alojarla en Praga fuese examinado a fondo. Por ello había ideado un escondite ocurrente, o eso le parecía a ella. Sin embargo, vivía con el miedo constante metido en el cuerpo. Era como estar en posesión de una bomba nuclear. Deseaba pasársela a otro cuanto antes.
En Praga había trabado amistad con un corresponsal de un periódico británico.
—Hay una editora en Londres especializada en la traducción de novelas de la Europa del Este —le comentó a la primera oportunidad que tuvo—. Se llama Anna Murray, de Rowley Publishing. Me encantaría hacerle una entrevista sobre literatura checa. ¿Crees que podrías entregarle un mensaje?
Era una maniobra peligrosa, pues suponía establecer una conexión rastreable entre Anna y ella, pero Tania debía arriesgarse y creía que aquel era un riesgo menor.
—Anna Murray llegará a Praga el próximo martes —le dijo dos semanas después el periodista británico—. No pude darle tu teléfono porque no lo tenía, pero se alojará en el hotel Palace.
El martes Tania llamó al hotel y dejó un mensaje para Anna en el que decía: «Reúnete con Jakub en el monumento a Jan Hus a las cuatro». Jan Hus era un filósofo medieval a quien el Papa había ordenado quemar en la hoguera por haber defendido que la misa debía oficiarse en lengua vernácula, y se había convertido en un símbolo de la resistencia checa al control extranjero. Su monumento conmemorativo se encontraba en la plaza de la Ciudad Vieja de Praga.
Los agentes de la policía secreta de todos los hoteles tenían un especial interés en los huéspedes de Occidente, y Tania debía contar con que les enseñarían todos sus mensajes y que, por tanto, se presentarían en el monumento para ver con quién iba a reunirse Anna. Por eso la periodista no acudió a la cita. En cambio abordó a Anna por la calle y le entregó con disimulo una tarjeta donde había escrito la dirección de un restaurante del casco antiguo y el mensaje: «Hoy a las ocho. Mesa reservada a nombre de Jakub».
Todavía existía la posibilidad de que siguieran a la editora desde su hotel hasta el restaurante. Aunque era improbable porque la policía secreta no contaba con suficientes hombres como para seguir a todos los extranjeros durante toda su estancia. No obstante, Tania siguió tomando precauciones. Esa noche se puso una chaqueta holgada de cuero, a pesar de que el tiempo era cálido, y fue al restaurante antes de la hora acordada. Se sentó a una mesa distinta a la que había reservado. Mantuvo la cabeza gacha cuando Anna entró, y se quedó mirando la puerta mientras la editora tomaba asiento.
Anna tenía un aspecto de extranjera innegable. Nadie en la Europa del Este iba tan bien vestido. Llevaba un traje sastre de color burdeos que resaltaba su voluptuosa figura, y lo había complementado con un maravilloso fular multicolor, parisino sin duda alguna. Anna tenía el pelo y los ojos oscuros, seguramente herencia de su madre judeoalemana. Debía de rondar la treintena, calculó Tania, pero era una de esas mujeres que embellecían con el paso de los años.
Nadie parecía haberla seguido hasta el restaurante. Tania permaneció en su sitio durante quince minutos observando a las personas que iban entrando, mientras Anna pedía una botella de riesling húngaro e iba bebiendo de su copa a sorbos. Entraron cuatro personas, una pareja de ancianos y dos jóvenes en una cita romántica; ninguno de ellos tenía pinta de policía ni por asomo. Al final Tania se levantó, fue a reunirse con Anna en la mesa reservada y dejó la chaqueta doblada en el respaldo de la silla de la editora.
—Gracias por venir —dijo Tania.
—Por favor, no hay de qué. Me alegra haber venido.
—Ha sido un largo viaje.
—Viajaría diez veces más lejos para reunirme con la mujer que me entregó Congelación.
—Ha escrito una novela.
Anna se arrellanó en el asiento con sonrisa de satisfacción.
—Eso era justo lo que esperaba que me dijeras. —Sirvió vino en la copa de Tania—. ¿Dónde está?
—Escondida. Te la entregaré antes de que nos vayamos.
—Está bien. —Anna se sentía confusa porque no veía ni rastro del manuscrito, pero confió en las palabras de Tania—. Me has hecho muy feliz.
—Siempre supe que Congelación era un relato maravilloso —comentó Tania con gesto pensativo—, pero nunca imaginé que tendría tanto éxito. En el Kremlin están furiosos con lo ocurrido, sobre todo porque no logran averiguar quién la escribió.
—Deberías saber que al autor le corresponde una fortuna en derechos.
Tania negó con la cabeza.
—Recibir dinero del extranjero lo delataría.
—Bueno, pues quizá algún día pueda cobrarlos. He pedido a la casa de agentes literarios más importante de Londres que lo represente.
—¿Qué es un agente literario?
—Alguien que vela por los intereses del autor, negocia los contratos y se asegura de que el editor pague a tiempo.
—Jamás había oído hablar de algo así.
—Han abierto una cuenta corriente a nombre de Iván Kuznetsov, pero deberías pensar si debe invertirse el dinero en algo.
—¿Cuánto es?
—Más de un millón de libras.
Tania quedó impactada. Vasili sería el hombre más rico de la Unión Soviética si pudiera echar mano a ese dinero.
Pidieron la cena. Los restaurantes de Praga habían mejorado en los últimos meses, pero la comida seguía siendo tradicional. Su ternera y las bolas de masa hervida cortadas en rodajas se servían bien cubiertas de contundente salsa aderezada con crema de leche y una cucharada de mermelada de arándanos.
—¿Qué ocurrirá aquí, en Praga? —preguntó Anna.
—Dubček es un comunista sincero que quiere que el país siga formando parte del Pacto de Varsovia, por ello no representa una amenaza importante para Moscú; pero los dinosaurios del Kremlin no lo ven así. Nadie sabe qué va a ocurrir.
—¿Tienes hijos?
Tania sonrió.
—La pregunta clave. Quizá nosotros hayamos decidido sufrir el sistema soviético a cambio de una vida tranquila, pero ¿tenemos derecho a transmitir esa pobreza y esa opresión a la generación futura? No, no tengo hijos. Tengo un sobrino, Grisha, al que quiero mucho. Es hijo de mi hermano mellizo. Y esta mañana mi hermano me contaba por carta que la mujer que pronto se convertirá en su segunda esposa está embarazada, así que tendré otro sobrino o sobrina. Por el bien de ambos espero que Dubček tenga éxito, y que otros países comunistas sigan el ejemplo checo. Pero el sistema soviético es inherentemente conservador, mucho más reticente al cambio que el capitalismo. Ese puede ser su fallo fundamental, a largo plazo.
—Aunque no podamos pagar a nuestro autor —dijo Anna cuando hubieron terminado—, ¿podríamos entregarte un regalo para que se lo hagas llegar? Si es que hay algo de Occidente que a él le guste.
Lo que necesitaba era una máquina de escribir, pero eso hubiera acabado con su anonimato.
—Un jersey —contestó Tania—. Un jersey grueso que abrigue.
Siempre pasa frío. Y algo de ropa interior: camisetas de manga larga y calzoncillos largos.
Anna parecía horrorizada ante ese atisbo de la vida íntima de Iván Kuznetsov.
—Viajaré mañana a Viena y le compraré las prendas de mejor calidad.
Anna asintió, encantada.
—¿Podemos volver a encontrarnos aquí mismo el viernes?
—Sí.
Tania se levantó.
—Deberíamos salir por separado.
En el rostro de Anna afloró una mirada de pánico.
—¿Y el manuscrito?
—Ponte mi chaqueta —dijo la periodista. Tal vez fuera algo pequeña para Anna, que estaba más gruesa que Tania, pero podría ponérsela—. Cuando llegues a Viena, descose el forro. —Le dio un apretón de manos a la editora—. No lo pierdas —le advirtió—. Es la única copia.
Tania despertó en plena noche porque algo agitaba su cama. Se incorporó, aterrorizada, creyendo que la policía secreta había llegado para detenerla. Cuando encendió la luz vio que estaba sola, pero el movimiento de la cama no había sido un sueño. La foto enmarcada de Grisha que tenía sobre la mesilla de noche parecía estar bailando, y se oía el repiqueteo de los pequeños botes de maquillaje que vibraban sobre la superficie de cristal de la cómoda.
Bajó de un salto de la cama y fue a abrir la ventana. Estaba amaneciendo y se oía un ruido atronador procedente de la cercana calle principal, aunque Tania no lograba ver qué estaba provocándolo. La invadió un ligero temor.
Buscó su chaqueta de cuero y recordó que se la había dado a Anna.
Se puso unos vaqueros y un jersey a toda prisa, se calzó los zapatos y salió corriendo. A pesar de lo temprano que era ya había gente en la calle. Caminó con paso ligero hacia el lugar de donde procedía el ruido.
En cuanto llegó a la calle principal supo qué ocurría.
El estruendo lo causaban unos tanques. Rodaban por el asfalto con lentitud aunque imparables, y sus ruedas de oruga emitían un estrépito horrendo. A los mandos de los pesados vehículos iban soldados soviéticos uniformados, la mayoría jóvenes, casi unos niños. Al echar un vistazo a lo largo de la calle iluminada por la luz del alba, Tania vio que había docenas de tanques, quizá cientos, y que la hilera se extendía hasta el puente de Carlos y más allá. En las aceras había pequeños grupos de hombres y mujeres checos, muchos de ellos todavía en pijama, observando con desesperación y desconcierto cómo invadían su ciudad.
Tania entendió que los conservadores del Kremlin habían ganado.
La Unión Soviética había invadido Checoslovaquia. La breve temporada de reforma y esperanza había finalizado.
Vio a una mujer de mediana edad de pie junto a ella. La señora llevaba en el pelo una anticuada redecilla como la que su madre se ponía por las noches, y tenía el rostro surcado de lágrimas.
Fue entonces cuando la propia Tania percibió la humedad de sus mejillas y se dio cuenta de que también ella estaba llorando.
Una semana después de que los tanques entraran en Praga, George Jakes se encontraba sentado en su sofá de Washington, en ropa interior, viendo por televisión el seguimiento informativo de la convención demócrata de Chicago.
Se había calentado una lata de sopa de tomate y se la había tomado directamente del cazo, que en ese momento se hallaba sobre la mesa de centro con los rojos restos de líquido espeso solidificándose en su interior.
George sabía lo que debía hacer. Debía ponerse un traje y salir a buscar un trabajo nuevo, una novia nueva y una vida nueva.
Pero por algún motivo no le veía ningún sentido.
Había oído hablar de la depresión y sabía que eso era lo que le ocurría.
Apenas le conmovía el espectáculo de la policía de Chicago causando estragos. Centenares de manifestantes se encontraban pacíficamente sentados en el asfalto frente al centro de convenciones. Los agentes cargaban contra ellos con las porras, golpeaban a todo el mundo con violencia, como si no fueran conscientes de que estaban cometiendo un delito violento ante las cámaras de televisión o, más bien, como si lo supieran pero les trajera sin cuidado.
Alguien, supuestamente el alcalde Richard Daley, había soltado a los perros.
George especulaba distraído sobre las consecuencias políticas de esa actuación y llegó a la conclusión de que se trataba del final de la no violencia como estrategia política. Tanto Martin Luther King como Bobby Kennedy se habían equivocado, y en ese momento ambos estaban muertos. Los Panteras Negras tenían razón. El alcalde Daley, el gobernador Ronald Reagan, el candidato a la presidencia George Wallace y todos sus jefes de policía racistas usarían la violencia contra cualquiera cuyas ideas considerasen deleznables. Los negros necesitaban armas para protegerse. Como las necesitaba cualquiera que quisiera enfrentarse a los grandes mastodontes de la sociedad estadounidense. En ese preciso instante, en Chicago, la policía estaba tratando a los chavales blancos de clase media como había tratado siempre a los negros. Eso tenía que cambiar ciertas actitudes.
Alguien llamó al timbre. George frunció el ceño, contrariado. No esperaba ninguna visita y no deseaba hablar con nadie. Desoyó el timbrazo con la esperanza de que la persona que había llamado se marchara. El timbre volvió a sonar. «Podría haber salido —pensó—; ¿cómo saben que estoy en casa?». Sonó una tercera vez, de forma prolongada y con insistencia, y George se dio cuenta de que el visitante inesperado no iba a desistir.
Fue hacia la puerta. Era su madre, y llevaba una cazuela tapada con un plato.
Jacky lo miró de arriba abajo.
—Lo que yo creía —dijo, y entró sin que la invitara a pasar.
Dejó la cacerola sobre la cocina de su hijo y encendió el fogón.
—Ve a ducharte —ordenó—. Aféitate esa cara de lástima y ponte algo decente.
George pensó en protestar, pero no tenía fuerzas. Le pareció más fácil obedecer a su madre.
Ella empezó a recoger la sala, llevó el cazo con la sopa de tomate al fregadero, dobló los periódicos y abrió las ventanas.
George se retiró a su dormitorio. Se quitó la ropa interior, se duchó y se afeitó. Era un gesto inútil. Al día siguiente volvería a estar hecho un asco.
Se puso unos pantalones de algodón y una camisa azul, y regresó al comedor. El guiso olía bien, no podía negarlo. Jacky había puesto la mesa.
—Siéntate —dijo su madre—. La cena está lista.
Había preparado un guiso de pollo de granja con salsa cremosa de tomate, chiles verdes y queso gratinado por encima. George no pudo resistirse y se comió dos platos llenos. Después su madre lavó y secó los platos, y se sentó con él para ver las noticias sobre la convención.
Estaba hablando el senador Abraham Ribicoff, que proponía a George McGovern como candidato de última hora por la alternativa pacífica, y provocó un gran revuelo al manifestar: «Con George McGovern como presidente de Estados Unidos no tendríamos que aguantar las tácticas de la Gestapo desplegadas en las calles de Chicago».
—Vaya, eso sí que es acusarlos con todas las letras —dijo Jacky.
La sala de convenciones quedó en silencio. El realizador televisivo pasó a un primer plano del alcalde Daley. Parecía un sapo gigante, con ojos saltones, papada y un cuello formado por rollos de grasa. Durante un instante olvidó que estaba saliendo en televisión, como sus policías, y le gritó injurias a Ribicoff.
Los micrófonos no captaron sus palabras.
—Me pregunto qué habrá dicho —murmuró George.
—Ya te lo digo yo —repuso Jacky—. Sé leer los labios.
—No lo sabía.
—A los nueve años me quedé sorda. Tardaron mucho tiempo en saber qué me ocurría. Al final me sometieron a una operación que me devolvió la audición, pero nunca he olvidado cómo leer los labios.
—Muy bien, mamá, pues demuéstralo. ¿Qué le ha dicho el alcalde Daley a Abe Ribicoff?
—Le ha dicho: «Que te den por culo, judío hijo de puta». Eso ha dicho.
Walli y Beep estaban hospedados en el Hilton de Chicago, en la decimoquinta planta, donde el equipo de campaña de McCarthy había instalado su oficina central. La medianoche del jueves, último día de la convención, regresaron a su dormitorio sintiéndose cansados y desilusionados. Habían perdido: Hubert Humphrey, el vicepresidente de Johnson, había sido elegido como candidato demócrata. Las elecciones enfrentarían a dos hombres que apoyaban la guerra de Vietnam.
Ni siquiera tenían hierba para fumar. Lo habían dejado por miedo a dar a la prensa un motivo para desprestigiar a McCarthy. Vieron la tele durante un rato y luego se fueron a la cama, demasiado tristes para hacer el amor.
—Mierda —dijo Beep—, vuelvo a clase dentro de un par de semanas. No sé si podré aguantarlo.
—Supongo que yo grabaré un disco —señaló Walli—. Tengo nuevas canciones.
Beep tenía sus dudas al respecto.
—¿Crees que puedes arreglar las cosas con Dave?
—No. Me gustaría, pero él no querrá. Cuando me llamó para contarme que había visto a mis padres en Berlín Este me habló con mucha frialdad, aunque el gesto fue muy amable.
—Ay, Dios, le hicimos mucho daño —se lamentó Beep con tristeza.
—Además, le va bien solo, con su programa de televisión y todo lo demás.
—Entonces, ¿grabarás un álbum?
—Iré a Londres. Sé que Lew querrá tocar la batería para mí, y Buzz, el bajo: los dos están cabreados con Dave por haberse cargado el grupo. Grabaré las pistas básicas con ellos, luego añadiré la voz yo solo y pasaré un tiempo retocando, colocando punteos de guitarra y armonías vocales, y quizá algo de cuerda y viento.
—Vaya, sí que lo tienes pensado.
—He tenido tiempo. Llevo medio año sin pisar un estudio.
Se oyó un estruendo y el ruido de algo que se rompía; la habitación se inundó de una luz procedente de la entrada. Aterrorizado y sin dar crédito, Walli se dio cuenta de que alguien había echado la puerta abajo. Retiró las sábanas y saltó de la cama.
—Pero ¿qué coño…? —gritó.
Alguien encendió la lámpara del dormitorio, y vio a dos policías de Chicago uniformados entrando por la puerta derribada.
—¿Qué coño está pasando? —preguntó.
A modo de respuesta uno de los agentes lo atacó con la porra.
Walli consiguió apartarse, aunque de todas formas recibió el golpe; en lugar de darle en la cabeza, la porra impactó con violencia sobre su hombro. Empezó a gritar y a retorcerse de dolor mientras Beep chillaba.
Sujetándose el hombro lesionado, Walli regresó caminando de espaldas a la cama. El policía volvió a agitar la porra, y él saltó hacia atrás, cayó sobre el colchón y recibió un nuevo golpe en la pierna.
Aulló de dolor.
Los dos agentes blandieron sus armas y Walli rodó sobre la cama para proteger a Beep. Una porra le dio en la espalda y la otra en la cadera.
—¡Basta ya, por favor, basta! —gritó la chica—. ¡No hemos hecho nada malo, dejen de pegarle!
Walli sintió otros dos golpes lacerantes y pensó que iba a morir, pero la paliza se interrumpió de pronto, y oyó las pisadas firmes de las botas saliendo del dormitorio.
Se apartó de Beep.
—¡Ah, joder, cómo duele! —dijo.
Ella se arrodilló para intentar verle las heridas.
—¿Por qué lo han hecho? —preguntó.
Walli oyó ruidos procedentes del exterior: estaban derribando otras puertas y sacando a más personas a rastras de la cama entre golpes y chillidos.
—La policía de Chicago puede hacer lo que le venga en gana —contestó—. Esto es peor que Berlín Este.
En octubre, durante un vuelo con destino a Nashville, Dave Williams iba sentado junto a un partidario de Nixon.
Él se dirigía a Nashville para grabar un disco. Su propio estudio en Napa, Daisy Farm, todavía estaba en obras, y en la capital de Tennessee encontraría a algunos de los mejores músicos del momento. Dave opinaba que la música rock estaba volviéndose demasiado cerebral, con esos sonidos psicodélicos y esos solos de guitarra de veinte minutos de duración, así que había pensado en grabar un disco con las clasicas canciones pop de dos minutos: The Girl of My Best Friend, I Heard it through the Grapevine y Woolly Bully. Además, sabía que Walli estaba grabando un álbum en solitario y él no quería ser menos.
También tenía otra razón. Little Lulu Small, quien había coqueteado con él en la gira de la All-Star Beat Revue, vivía en Nashville en ese momento y hacía los coros para varios grupos. Dave necesitaba a alguien que lo ayudara a olvidar a Beep.
En la primera plana del periódico que estaba leyendo había una fotografía de los Juegos Olímpicos de Ciudad de México. Era de la ceremonia de entrega de medallas a los atletas de los doscientos metros lisos.
El oro había sido para Tommie Smith, un estadounidense negro que había batido el récord mundial. Un australiano blanco había ganado la plata y otro estadounidense negro, el bronce. Los tres lucían el emblema de los derechos humanos en la chaqueta oficial de las olimpiadas. Mientras sonaba el himno nacional de Estados Unidos de fondo, los dos atletas negros habían agachado la cabeza y levantado el puño en el saludo del Poder Negro, y esa era la foto de primera plana en todos los rotativos.
—Qué vergüenza —comentó el hombre que estaba sentado junto a Dave en primera clase.
Debía de tener unos cuarenta años e iba vestido con atuendo formal: traje, camisa blanca y corbata. Había sacado de su maletín un voluminoso documento mecanografiado y estaba tomando notas con un bolígrafo.
Dave no solía hablar con sus compañeros de asiento en los aviones.
La conversación acababa convirtiéndose en un interrogatorio sobre qué se sentía al ser una estrella del pop, y eso lo aburría. Sin embargo, ese hombre en cuestión parecía no conocerlo, y Dave sintió curiosidad por saber qué tendría un tipo así en la cabeza.
—Veo que el presidente del Comité Olímpico Internacional —siguió comentando su vecino— los ha expulsado de los juegos. Pues bien hecho, sí señor.
—El presidente se llama Avery Brundage —dijo Dave—. En este periódico dice que en 1936, cuando los juegos se celebraron en Berlín, defendió el derecho de los alemanes a realizar el saludo nazi.
—Pues tampoco estoy de acuerdo con eso —replicó el hombre de negocios—. Los Juegos Olímpicos no son políticos. Nuestros atletas compiten como estadounidenses.
—Son estadounidenses cuando ganan carreras y cuando los llaman a filas —dijo Dave—, pero son negros cuando quieren comprarse la casa que está junto a la suya.
—Bueno, yo estoy a favor de la igualdad, pero los cambios graduales suelen ser mejor que los drásticos.
—Quizá deberíamos tener un ejército formado solo por soldados blancos en Vietnam, hasta que nos aseguremos de que la sociedad estadounidense está preparada para la igualdad total.
—También estoy en contra de la guerra —repuso el hombre—. Si los vietnamitas son tan tontos para querer ser comunistas, pues que lo sean. Lo que tendría que preocuparnos son los comunistas de Estados Unidos.
Dave pensó que era de otro planeta.
—¿A qué se dedica usted?
—Vendo espacio publicitario para las emisoras de radio. —Le tendió una mano—. Ron Jones.
—Dave Williams. Estoy en el mundo de la música. Si no le importa que le pregunte, ¿a quién votará en noviembre?
—A Nixon —respondió Jones sin vacilar.
—Pero si está en contra de la guerra y cree que los negros deben tener derechos, aunque no sea ya, estará de acuerdo con lo que propone el programa de Humphrey para esos problemas.
—Al diablo con esos problemas. Tengo mujer y tres hijos, una hipo-teca y un préstamo que pedí para comprar el coche; esos son mis problemas. He luchado para ascender hasta ser director regional de ventas y tengo la oportunidad de convertirme en director nacional dentro de un par de años. Me he dejado la vida trabajando como un burro para conseguirlo y nadie va a quitármelo: ni esos negros alborotadores, ni esos hippies drogadictos, ni esos comunistas que trabajan para Moscú, ni mucho menos un liberal sensiblero como Hubert Humphrey. Me da igual lo que diga sobre Nixon, ese hombre lucha por personas como yo.
En ese momento Dave, con la abrumadora sensación de no poder escapar al destino, tuvo el presentimiento de que Nixon iba a ganar.
George Jakes se puso un traje, camisa blanca y corbata por primera vez desde hacía varios meses, y salió a comer con Maria Summers al Jockey Club. Ella lo había invitado.
Podía suponer qué iba a ocurrir. Maria habría estado hablando con su madre, esta le habría dicho a Maria que George se pasaba el día tirado en su piso sin hacer nada, y Maria le diría que reaccionara de una vez por todas.
Él no le veía el sentido. Su vida estaba acabada. Bobby había muerto y el futuro presidente sería o bien Humphrey o bien Nixon. No había nada que hacer, ni para detener la guerra, ni para conseguir la igualdad de los negros, ni para impedir que la policía golpeara a cualquiera que no le gustara.
Aun así, había accedido a comer con Maria. Ellos dos habían pasado por muchas cosas juntos.
Maria había conservado su atractivo en la madurez. Llevaba un vestido negro con chaqueta a juego y un collar de perlas. Irradiaba confianza y autoridad. Parecía lo que era: una mujer con éxito, burócrata de nivel medio del Departamento de Justicia. No quiso tomar un cóctel, así que pidieron la comida.
—Nunca se supera —le dijo a George cuando el camarero se hubo marchado.
Su amigo supo que estaba comparando la pena que él sentía por la muerte de Bobby con su propio dolor por la pérdida de Jack.
—Es una herida en el corazón que no se cierra jamás —añadió.
George asintió en silencio. Tenía tanta razón que le costaba no romper a llorar.
—El trabajo es la mejor cura —siguió diciendo Maria—. El trabajo y el tiempo.
George se dio cuenta de que ella había sobrevivido. Su pérdida había sido aún mayor, puesto que Jack Kennedy había sido su amante, no solo su amigo.
—Tú me ayudaste. Me conseguiste un empleo en el Departamento de Justicia. Esa fue mi salvación: un ambiente nuevo, un reto nuevo.
—Pero no un nuevo novio.
—No.
—¿Todavía vives sola?
—Tengo dos gatos —aclaró ella—. Julius y Loopy.
George asintió en silencio. Ser soltera la había ayudado en el Departamento de Justicia, donde habrían dudado a la hora de ascender a una mujer casada que podía quedarse embarazada y dejar el trabajo.
Sin embargo, una solterona tenía más posibilidades.
Les sirvieron los platos y comieron en silencio durante unos minutos. Entonces Maria soltó el tenedor.
—Quiero que vuelvas al trabajo, George.
Lo conmovía la cariñosa preocupación de su amiga y admiraba la fuerte determinación con la que había rehecho su vida, pero él no conseguía sentir ningún entusiasmo. Hizo un impotente gesto de indiferencia.
—Bobby está muerto, McCarthy ha perdido la candidatura. ¿Para quién voy a trabajar?
—Para Fawcett Renshaw. —Maria lo sorprendió con esa respuesta.
—¿Para esos cabrones?
Fawcett Renshaw era el bufete de Washington que le había ofrecido un puesto a George cuando se licenció, pero que había retirado la oferta cuando el joven se convirtió en miembro de los Viajeros de la Libertad.
—Serías su experto en derechos civiles —añadió ella.
A George le gustó la ironía de la situación. Siete años atrás su implicación en la lucha por los derechos civiles le había impedido trabajar en Fawcett Renshaw; en ese momento, lo convertía en experto.
«Hemos ganado algunas batallas —pensó—, a pesar de todo». Y empezó a sentirse mejor.
—Has trabajado en el Departamento de Justicia y en el Capitolio, conoces su funcionamiento interno y eso vale mucho —siguió argumentando Maria—. Además, ¿sabes qué? De pronto se ha puesto de moda que los bufetes de Washington cuenten con un abogado negro en su equipo.
—¿Cómo sabes lo que quiere Fawcett Renshaw? —preguntó George.
—En el Departamento de Justicia tenemos mucha relación con ellos. Por lo general intentamos que sus clientes acaten la legislación gubernamental.
—Acabaría defendiendo a empresas que incumplen la legislación de los derechos civiles.
—Piensa en ello como una experiencia de formación. Aprenderás de primera mano cómo funciona la legislación para la igualdad sobre el terreno. Eso te resultaría muy valioso si algún día decides regresar a la política. Mientras tanto ganarás un buen sueldo.
George se preguntó si algún día regresaría a la política.
Levantó la vista y vio a su padre acercándose a la mesa.
—He terminado ahora mismo de comer —dijo Greg—. ¿Puedo unirme a vosotros?
Su hijo se preguntó si ese encuentro aparentemente casual había sido planeado por Maria. Recordaba que el viejo Renshaw, el socio más antiguo del bufete, había sido amigo de la infancia de su padre.
—Justo ahora estábamos hablando de la vuelta al trabajo de George —le comentó Maria a Greg—. Fawcett Renshaw lo quiere en su equipo.
—Renshaw me dijo algo. Para ellos no tienes precio. Tus contactos son increíbles.
—Parece que va a ganar Nixon —apuntó George con vacilación—. La mayoría de mis contactos son demócratas.
—Aun así son útiles. De todas formas no creo que Nixon dure mucho. La pifiará a las primeras de cambio.
George puso cara de sorpresa. Greg era un republicano liberal que hubiera preferido a alguien como Nelson Rockefeller para candidato a la presidencia. Aun así, su comentario era de una deslealtad asombrosa con el partido.
—¿Crees que el movimiento pacifista acabará con Nixon? —preguntó George.
—Eso ni lo sueñes. Es más probable que ocurra todo lo contrario.
Nixon no es Lyndon Johnson. Nixon entiende de política internacional, seguramente más que muchas personas de Washington. No te dejes engañar por todas las tonterías que dice sobre los rojos, eso es solo para contentar a los paletos blancos que viven en caravanas. —Greg era un esnob—. Nixon nos sacará de Vietnam y dirá que hemos perdido la guerra porque el movimiento pacifista ha minado al ejército.
—¿Y qué acabará con él?
—Dick Nixon es un mentiroso —afirmó Greg—. Miente más que habla. Cuando la administración republicana subió al poder en 1952, Nixon afirmó que habíamos descubierto miles de elementos subversivos en el gobierno.
—¿Cuántos encontrasteis?
—Ninguno. Ni uno solo. Lo sé porque yo era un joven senador por aquel entonces. Luego les contó a los medios que había encontrado un informe sobre cómo convertir Estados Unidos al socialismo entre los archivos de la administración demócrata saliente. Los periodistas exigieron verlo.
—Y él no tenía ninguna copia.
—Correcto. También dijo que había dado con una circular secreta distribuida por los comunistas sobre un plan para infiltrarse en el Partido Demócrata. Tampoco llegó a verla nadie. Sospecho que la madre de Dick nunca le dijo que mentir estaba mal.
—Hay mucha falacia en política —afirmó George.
—Y en muchos otros ámbitos de la vida. Pero hay pocas personas que mientan con tanto descaro como Nixon. Es un mentiroso y un estafador, y hasta ahora se ha librado. Hay mucho mentiroso por ahí, pero todo cambia si eres presidente. Los periodistas saben que les han mentido sobre Vietnam y miran con lupa todo cuanto les cuenta el gobierno. A Dick lo pillarán, y entonces caerá. Y ¿sabes qué más?
Nunca entenderá por qué. Dirá que la prensa ha conseguido echarlo del cargo.
—Espero que tengas razón, de verdad.
—Acepta el trabajo, George —suplicó Greg—. Queda mucho por hacer.
George asintió en silencio.
—Quizá lo haga.
Claus Krohn era pelirrojo. En la cabeza tenía el pelo castaño cobrizo, pero en el resto del cuerpo su vello era de una tonalidad anaranjada.
A Rebecca le gustaba especialmente el triángulo que le crecía desde la entrepierna hasta un punto próximo al ombligo, que era donde miraba cuando le practicaba sexo oral, de lo cual disfrutaba como mínimo tanto como él.
En ese momento yacía con la cabeza reposada en su vientre y jugueteaba con los tersos rizos de vello. Se encontraban en el piso de él un lunes por la noche. Rebecca no tenía reuniones ese día de la semana, pero mentía diciendo lo contrario, y su marido fingía creerla.
Las relaciones físicas eran fáciles, pero los sentimientos eran más difíciles de gestionar. A Rebecca le resultaba tan complicado mantener a esos dos hombres en compartimentos separados de su cabeza que a menudo sentía ganas de dejarlo todo. Se sentía terriblemente culpable por serle infiel a Bernd. Sin embargo, como contrapartida recibía la recompensa de un sexo apasionado y satisfactorio con un hombre encantador que la adoraba. Y su marido le había dado permiso. Se lo recordaba a sí misma una y otra vez.
Además, ese año el amor estaba de moda. Todo lo que se necesitaba era amor. Rebecca no era hippy —era maestra, y una respetada política municipal—, pero de todas formas participaba de la atmósfera de promiscuidad, casi como si inhalara sin querer un humo de marihuana que inundara el ambiente. ¿Por qué no?, se preguntaba. ¿Qué tenía de malo?
Al hacer balance de sus treinta y siete años de vida solo se arrepentía de las cosas que no había hecho: no había sido infiel al desgraciado de su primer marido; no se había quedado embarazada de Bernd cuando todavía habría podido; no había huido de la tiranía de la Alemania Oriental años antes.
Al menos jamás se arrepentiría de no haberse acostado con Claus.
—¿Eres feliz? —preguntó él.
«Sí —se dijo ella—, cuando consigo no pensar en Bernd durante unos minutos».
—Por supuesto —respondió—. Si no, no estaría jugueteando con tu vello púbico.
—Me encanta el tiempo que pasamos juntos, aunque siempre es tan breve…
—Ya lo sé. Me gustaría tener una segunda vida para poder pasarla entera contigo.
—Yo me conformaría con un fin de semana.
Rebecca intuyó demasiado tarde hacia dónde iba la conversación.
Durante un segundo se quedó sin aliento.
Ya se lo había temido. Las noches de los lunes no eran suficientes.
Quizá nunca había existido la posibilidad de que Claus se conformase con un solo encuentro semanal.
—Ojalá no hubieras dicho eso —murmuró.
—Podrías contratar a una enfermera para que cuidara de Bernd.
—Ya lo sé.
—Podríamos ir en coche hasta Dinamarca, donde nadie nos conoce. Alojarnos en un hotelito de la costa. Pasear por esas playas interminables y respirar el aire salado.
—Sabía que esto ocurriría. —Rebecca se levantó y buscó su ropa interior a toda prisa—. Solo era cuestión de tiempo.
—¡Oye, para el carro! No estoy obligándote a nada.
—Ya sé que no me obligas; eres un hombre tierno y considerado.
—Si no te sientes bien pasando un fin de semana fuera, pues no lo haremos.
—No, no lo haremos.
Rebecca encontró las bragas y se las puso, luego recogió el sujetador.
—Entonces, ¿por qué te vistes? Nos queda al menos media hora.
—Cuando empezamos con esto juré que le pondría fin en cuanto se pusiera serio.
—¡Escúchame! Siento mucho haber querido pasar un fin de semana fuera contigo. No volveré a mencionarlo, lo prometo.
—Ese no es el problema.
—¿Y cuál es?
—El problema es que sí quiero irme contigo. Eso es lo que me descoloca. Lo deseo más que tú.
Claus parecía confuso.
—¿Entonces…?
—Pues que tengo que elegir. No puedo seguir amándoos a los dos.
Rebecca se subió la cremallera del vestido y se calzó.
—Elígeme a mí —suplicó él—. A Bernd le has dado seis largos años de tu vida. ¿Es que no es suficiente? ¿Cómo no va a estar satisfecho?
—Le hice una promesa.
—Incúmplela.
—Alguien que incumple sus promesas se deprecia. Es como perder un dedo. Peor que acabar paralítico, que es algo meramente físico.
Alguien cuyas promesas se quedan en nada tiene el alma tullida.
Él parecía avergonzado.
—Tienes razón.
—Gracias por amarme, Claus. No olvidaré jamás ni un solo segundo de nuestras noches de los lunes.
—No puedo creerme que esté perdiéndote —susurró él, y se volvió de espaldas.
Ella deseó besarlo una vez más, pero decidió no hacerlo.
—Adiós —dijo, y se marchó.
Al final las elecciones presidenciales se resolvieron con un margen de votaciones tan ajustado que se vivieron momentos de infarto.
En septiembre Cam tenía una confianza ciega en que Richard Nixon ganaría. Gozaba de una gran ventaja en las encuestas. La revuelta policial en el Chicago gobernado por los demócratas, muy vívida aún en la memoria de los televidentes, había manchado el buen nombre de su contrincante, Hubert Humphrey. Después, a lo largo de septiembre y octubre, Cam descubrió que los votantes tenían una memoria muy efímera y observó con horror cómo Humphrey empezaba a ganar puntos. El viernes previo a las elecciones el sondeo de la empresa Harris Poll sobre intención de voto situaba a Nixon como ganador con un 40 por ciento de los votos frente al 37 de su oponente; el lunes, el sondeo de Gallup presentaba como triunfador a Nixon por un 42 por ciento frente a un 40; el día de la votación, Harris Poll daba como ganador al candidato demócrata «por una cabeza».
La noche de la votación, Nixon se registró en una suite del Waldorf Towers de Nueva York. Cam y otros voluntarios imprescindibles se reunieron en una habitación más modesta con un televisor y una nevera repleta de cervezas. El joven echó un vistazo a la habitación y se preguntó emocionado cuántos de ellos ocuparían un cargo en la Casa Blanca si Nixon resultaba elegido esa noche.
Cam había conocido a una chica sencilla y formal llamada Stephanie Maple, y esperaba que se acostara con él, bien para celebrar la victoria de Nixon, bien para consolarlo por su derrota.
A las once y media de la noche estaban viendo al eterno portavoz de Nixon, Herb Klein, hablar desde la tenebrosa sala de prensa, situada varios pisos por debajo de donde se encontraban:
«Seguimos pensando que podemos ganar con una ventaja de entre tres y cinco millones de votos, aunque a estas alturas de la noche todo apunta a que será un resultado más próximo a los tres millones».
Cam miró a Stephanie y enarcó las cejas con gesto de perplejidad.
Sabían que Herb mentía. Con los votos que se llevaban recontados a medianoche, Humphrey iba ganando por unos seiscientos mil. Luego, a las doce y diez de la madrugada, llegaron noticias que desinflaron aún más las esperanzas de Cam: la CBS informaba de que Humphrey había ganado en el estado de Nueva York, y no por los pelos, sino por medio millón de votos.
Todas las miradas se volvieron hacia California, donde la votación se prolongaba hasta tres horas después de que se hubieran cerrado los colegios electorales de la Costa Este. Ese estado fue para Nixon, así que el resultado final estaba en manos de Illinois.
Nadie podía predecir el resultado de Illinois. La maquinaria del Partido Demócrata del alcalde Daley siempre mentía descaradamente, pero ¿había disminuido el poder del gobernante municipal a causa de la imagen que había dado su cuerpo de policía al golpear a los jóvenes ante las cámaras de televisión? ¿Sería su apoyo a Humphrey fiable siquiera? El candidato demócrata se había mostrado muy comedido a la hora de reprochar a Daley su comportamiento: «El pasado mes de agosto, Chicago se llenó de dolor», había declarado. No obstante, los matones no encajaban bien las críticas, y corrió el rumor de que Daley se había enfadado tanto que su apoyo al demócrata era más bien endeble.
Fuera cual fuese el motivo, Daley no pudo prestar su apoyo a Humphrey ya que no ganó en Illinois.
Cuando la televisión anunció que Nixon se había hecho con ese estado por apenas ciento cuarenta mil votos, los voluntarios de campaña del republicano estallaron de júbilo. El escrutinio había acabado y ellos habían ganado.
Se felicitaron los unos a los otros durante un rato, luego el grupo se deshizo y cada cual se fue a su habitación a dormir un poco antes del discurso de la victoria que el nuevo presidente pronunciaría por la mañana.
—¿Te apetece otra copa? —le preguntó Cam a Stephanie en voz baja—. Tengo una botella en mi habitación.
—Ay, Dios mío, no, gracias —respondió ella—. Estoy destrozada.
Él tuvo que aceptar la derrota.
—Quizá otro día.
—Claro.
De camino a su habitación, Cam se topó con John Ehrlichman.
—¡Felicidades, señor!
—Y a ti también, Cam.
—Gracias.
—¿Cuándo te gradúas?
—En junio.
—Ven a verme entonces. Puede que te ofrezca un trabajo.
Ese era el sueño de Cam.
—¡Gracias!
Entró en su habitación muy animado a pesar de las calabazas que le acababa de dar Stephanie. Puso la alarma del despertador y cayó en la cama, agotado pero victorioso. Nixon había ganado. La década de los sesenta, decadente y liberal, estaba tocando a su fin. A partir de ese momento la gente tendría que trabajar para conseguir lo que quisiera; se acabó lo de exigirlo en manifestaciones. Estados Unidos volvería a ser un país poderoso, conservador y rico. Se instauraría un nuevo régimen en Washington.
Y Cam formaría parte de él.