EL día en que el divorcio de Dimka fue definitivo, hubo una reunión de los principales asistentes del Kremlin para tratar la crisis de Checos lovaquia.
Dimka se sentía animado. Ansiaba casarse con Natalia, y uno de los grandes obstáculos había desaparecido ya. Estaba impaciente por contarle la noticia, pero cuando llegó a la Sala Nina Onilova vio que varios asistentes ya se hallaban allí, y tuvo que esperar.
Cuando Natalia entró, con los rizos cayéndole alrededor de la cara de ese modo que a él le parecía tan encantador, Dimka le dedicó una amplia sonrisa. Ella no sabía a qué se debía, pero se la devolvió, alegre.
Dimka se sentía casi igual de feliz con respecto a Checoslovaquia.
El nuevo líder de Praga, Alexander Dubček, había resultado ser un reformista con el que se identificaba. Por primera vez desde que trabajaba en el Kremlin, el satélite soviético había declarado que su versión del comunismo podría no ser exactamente la misma que la del modelo de la URSS. El 5 de abril Dubček había anunciado un Programa de Acción que incluía la libertad de expresión, el derecho a viajar a Occidente, el fin de las detenciones arbitrarias y una mayor independencia para el sector industrial.
Si funcionaba en Checoslovaquia, también podría funcionar en la Unión Soviética.
Dimka siempre había creído que era posible reformar el comunismo, a diferencia de su hermana y los disidentes, que opinaban que debía abolirse.
La reunión dio comienzo, y Yevgueni Filípov presentó un informe del KGB que afirmaba que elementos burgueses estaban intentando socavar la revolución checoslovaca.
Dimka exhaló con fuerza. Aquello era típico del Kremlin bajo el mandato de Brézhnev: cuando la gente se resistía a su autoridad, nunca les preguntaban si lo hacían por causas legítimas, sino que siempre buscaban —o inventaban— motivos perversos.
La respuesta de Dimka fue desdeñosa:
—Dudo que queden muchos elementos burgueses en Checoslovaquia, después de veinte años de comunismo.
A modo de prueba, Filípov extrajo dos hojas de papel. Una era la carta de Simon Wiesenthal, director del Centro de Documentación Judía de Viena, en la que alababa el trabajo de los colegas sionistas de Praga. La otra era un folleto impreso en Checoslovaquia que clamaba por la secesión de Ucrania de la URSS.
Al otro lado de la mesa, Natalia Smótrova se mostró irónica.
—¡Es tan evidente que esos documentos son falsos que dan ganas de reír! No es ni remotamente verosímil que Simon Wiesenthal esté organizando una contrarrevolución en Praga. Por favor, seguro que el KGB sabe hacerlo mejor…
—¡Dubček ha acabado siendo una serpiente entre la hierba! —replicó Filípov, airado.
Había un ápice de verdad en aquello. Cuando el anterior líder checo perdió la popularidad, Brézhnev aprobó a Dubček como sustituto porque parecía un hombre gris y fidedigno, pero su radicalismo había supuesto una terrible conmoción para los conservadores del Kremlin.
—¡Dubček ha permitido que los periódicos ataquen a líderes comunistas! —añadió Filípov con indignación.
Filípov pisaba terreno pantanoso. El predecesor de Dubček, Novotný, utilizaba licencias de importación gubernamentales para comprar coches de la marca Jaguar que después vendía a sus colegas del partido con un enorme margen de beneficios, según los periódicos recientemente oportunistas.
—¿De verdad quieres proteger a hombres de esa calaña, camarada Filípov? —inquirió Dimka.
—Quiero que los países comunistas se gobiernen con disciplina y rigor —contestó él—. Los periódicos subversivos pronto empezarán a exigir esa presunta democracia de Occidente en la que los partidos políticos que representan a facciones burguesas rivales crean la ilusión de diversidad y al mismo tiempo unidad para reprimir a la clase trabajadora.
—Nadie quiere eso —replicó Natalia—, pero sí que Checoslovaquia sea un país culturalmente avanzado para los turistas occidentales.
Si aplicamos una política represora y el turismo decae, la Unión Soviética se verá obligada a desembolsar aún más dinero para salvaguardar la economía checa.
—¿Es esa la postura del Ministerio de Exteriores? —repuso Filípov con desdén.
—Lo que quiere el Ministerio de Exteriores es negociar con Dubček para garantizar que el país siga siendo comunista, no propone una intervención bruta que distancie a países tanto capitalistas como comunistas —respondió Natalia.
Al final los argumentos económicos prevalecieron entre la mayoría de los presentes, quienes recomendaron al Politburó que otros miembros del Pacto de Varsovia interrogasen a Dubček en la siguiente reunión, que se celebraría en Dresde, en la Alemania Oriental. Dimka estaba exultante: habían eludido la amenaza de una purga radical, al menos de momento. El emocionante experimento checo del comunismo reformado podía proseguir.
Ya fuera de la sala, Dimka se dirigió a Natalia:
—El divorcio ya es efectivo. No estoy casado con Nina, y es oficial.
—Bien —musitó; parecía nerviosa.
Dimka llevaba un año sin vivir con Nina y el pequeño Grigor.
Tenía un apartamento modesto donde él y Natalia disfrutaban de cierta intimidad durante varias horas una o dos veces a la semana. Era un apaño insatisfactorio para ambos.
—Quiero casarme contigo —dijo él.
—Yo también quiero casarme contigo.
—¿Hablarás con Nik?
—Sí.
—¿Esta noche?
—Pronto.
—¿De qué tienes miedo?
—No tengo miedo por mí —contestó Natalia—, no me importa lo que me haga. —Dimka se estremeció al pensar en su labio partido—. Eres tú quien me preocupa —añadió—. Recuerda al hombre de la grabadora.
Dimka lo recordaba: el comerciante del mercado negro que había estafado a Natalia había recibido tal paliza que acabó en el hospital. Natalia temía que a Dimka le ocurriera lo mismo si le pedía el divorcio a Nik.
Él no lo creía así.
—Pero yo no soy un delincuente de los bajos fondos, soy la mano derecha del presidente del Consejo de Ministros. Nik no puede tocar-me. —Estaba seguro de ello al noventa y nueve por ciento.
—No lo sé —repuso Natalia, abatida—. Nik también tiene contactos en las altas esferas.
Dimka bajó la voz.
—¿Aún te acuestas con él?
—Muy pocas veces. Tiene otras chicas.
—¿Lo disfrutas?
—¡No!
—¿Y él?
—No mucho.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—Su orgullo. Le enfurecería saber que yo podría preferir a otro hombre.
—No me asusta su furia.
—A mí sí, pero hablaré con él. Te lo prometo.
—Gracias. —Dimka redujo su voz a un susurro—. Te quiero.
—Yo también te quiero.
Dimka volvió a su despacho y le resumió la reunión a su jefe, Alekséi Kosiguin.
—Yo tampoco creo al KGB —dijo Kosiguin—. Andrópov quiere eliminar las reformas de Dubček y está inventando pruebas para conseguirlo. —Yuri Andrópov era el nuevo director del KGB, y un fanático de la línea dura. Kosiguin prosiguió—: Pero necesito información secreta fidedigna desde Checoslovaquia. Si el KGB no es de fiar, ¿a quién puedo recurrir?
—Envíe a mi hermana —propuso Dimka—. Es periodista de la TASS. En la crisis de los misiles cubanos le transmitió a Jrushchov información valiosísima desde La Habana por medio del sistema de telégrafos del Ejército Rojo. Podría hacer lo mismo desde Praga.
—Buena idea —convino Kosiguin—. Encárgate de organizarlo, ¿quieres?
Dimka no vio a Natalia al día siguiente, pero al otro ella lo llamó por teléfono justo antes de salir del despacho, a las siete.
—¿Has hablado con Nik? —preguntó él.
—Aún no. —Antes de que Dimka pudiera expresar su decepción, ella añadió—: Pero ha pasado algo. Filípov ha ido a verlo.
—¿Filípov? —Dimka estaba atónito—. ¿Qué puede querer un alto cargo del Ministerio de Defensa de tu marido?
—Nada bueno. Creo que le ha hablado a Nik de nosotros.
—¿Por qué iba a hacer eso? Sé que siempre chocamos en las reuniones, pero aun así…
—Hay algo que no te he contado. Filípov se me insinuó.
—¡Será cabrón…! ¿Cuándo?
—Hace dos meses, en el Moskvá Bar. Tú estabas fuera con Kosiguin.
—Increíble. ¿Creía que ibas a acostarte con él solo porque yo no estaba en la capital?
—Algo así. Fue bochornoso. Le dije que no me acostaría con él aunque fuera el último hombre que quedara en Moscú. Seguramente tendría que haber sido menos dura.
—¿Crees que ha hablado con Nik para vengarse?
—Estoy segura.
—¿Qué te ha dicho Nik?
—Nada. Eso es lo que me preocupa. Ojalá hubiese vuelto a partir-me el labio.
—No digas eso.
—Tengo miedo por ti.
—Tranquila, no me pasará nada.
—Ten cuidado.
—Lo tendré.
—No vuelvas a casa andando. Coge el coche.
—Siempre vuelvo en coche.
Se despidieron y colgaron. Dimka se puso el pesado abrigo y el gorro de pieles y salió del edificio. Tenía su Moskvich 408 en el aparcamiento del Kremlin, y allí no corría peligro. Durante el trayecto se preguntó si Nik tendría valor para embestir contra su coche, pero no ocurrió nada.
Llegó a casa y aparcó en la calle, en la siguiente manzana. Aquel era el momento de mayor vulnerabilidad. Tenía que andar desde el coche hasta su portal a la luz de las farolas. Si tenían previsto atacarlo, podrían hacerlo allí.
No vio a nadie, aunque tal vez estuvieran escondidos.
No sería Nik quien llevaría a cabo la agresión, supuso Dimka.
Enviaría a algunos de sus matones. Dimka se preguntó a cuántos.
¿Debería defenderse? Contra dos tendría alguna posibilidad, no era tan blando. Pero si eran tres o más, lo mejor que podía hacer era tirarse al suelo y aguantar la paliza.
Bajó del coche y lo cerró con llave.
Caminó por la acera. ¿Aparecerían por sorpresa desde detrás de aquella furgoneta aparcada? ¿O por la esquina del siguiente edificio?
¿Acecharían en el portal?
Llegó a su edificio y entró. Tal vez estuvieran en el vestíbulo.
Tuvo que esperar mucho rato hasta que llegó el ascensor.
Cuando por fin estuvo dentro y las puertas se cerraron, se preguntó si habrían entrado en su piso.
Abrió la puerta. En el apartamento reinaba el silencio. Dimka miró en el dormitorio, en el salón, en la cocina y en el baño.
No había nadie.
Echó el pasador de la puerta.
Durante dos semanas Dimka vivió con el miedo de que lo atacaran en cualquier momento. Al final concluyó que no pasaría. Tal vez a Nik no le importaba que su esposa tuviera una aventura, o quizá era demasiado prudente para enemistarse con alguien que trabajaba en el Kremlin. Fuera como fuese, Dimka empezó a sentirse más seguro.
Aún se maravillaba de la inquina de Yevgueni Filípov. ¿Cómo podía haberse sorprendido incluso de que Natalia lo rechazara? Era un hombre gris y conservador, de aspecto vulgar y mal vestido; ¿qué cualidades imaginaría poseer para tentar a una mujer atractiva que ya tenía un amante, además de un marido? Sin embargo, era evidente que se sentía profundamente herido, aunque su venganza parecía no haber dado fruto.
No obstante, la principal preocupación de Dimka era el movimiento de reforma que se estaba pidiendo con la Primavera de Praga y que había provocado la división más amarga en el Kremlin desde la crisis cubana de los misiles. El jefe de Dimka, el presidente soviético Alekséi Kosiguin, lideraba a los optimistas que confiaban en que los checos acabarían encontrando una vía para salir de la ciénaga de ineficacia y derroche que constituía la típica economía comunista. Acallando su entusiasmo por motivos tácticos, proponían que se vigilara de cerca a Dubček, pero que se evitara la confrontación en la medida de lo posible. En cambio, los conservadores como el jefe de Filípov, el ministro de Defensa Andréi Grechko, y el director del KGB, Andrópov, estaban incómodos con la situación de Praga. Temían que las ideas radicales socavaran su autoridad, contagiaran a otros países y acabaran con la alianza militar del Pacto de Varsovia. Querían enviar los tanques, deponer a Dubček e instalar un régimen comunista rígido con una lealtad servil a Moscú.
El verdadero líder, Leonid Brézhnev, nadaba entre dos aguas, como solía hacer, esperando a que se alcanzara un consenso.
Pese a contarse entre las personas más poderosas del mundo, a los hombres que estaban al mando del Kremlin les daba miedo mostrar disconformidad. El marxismo leninismo daba respuesta a todas las preguntas, de modo que la decisión final siempre era infaliblemente correcta. Cualquiera que argumentase a favor de alguna otra solución era por consiguiente declarado culpable de separarse del pensamiento ortodoxo.
Dimka se preguntaba a veces si sería igual de terrible en el Vaticano.
Dado que ninguno de ellos quería ser el primero en expresar una opinión, encargaban a sus asistentes una discusión informal previa a todos los plenos del Politburó.
—No se trata solo de que Dubček tenga ideas revisionistas con respecto a la libertad de prensa —le comentó Yevgueni Filípov a Dimka una tarde en el amplio pasillo que daba acceso a la sala del Presídium—. Es un eslovaco que quiere conceder más derechos a la minoría oprimida de la que procede. Imagina que esa idea empieza a propagarse por lugares como Ucrania y Bielorrusia.
Como siempre, Filípov parecía vivir con una década de retraso. En aquellos momentos casi todo el mundo se dejaba crecer más el cabello, pero él seguía llevándolo al rape. Dimka intentó olvidar por un momento que era un cabrón liante.
—Esos peligros son remotos —argumentó—. No existe una amenaza inmediata para la Unión Soviética, sin duda nada que justifique una torpe intervención militar.
—Dubček ha desprestigiado al KGB. Ha expulsado a varios agentes de Praga y ha aprobado la investigación de la muerte del antiguo ministro de Exteriores, Jan Masaryk.
—¿Está autorizado el KGB para asesinar a ministros de gobiernos amigos? —preguntó Dimka—. ¿Es ese el mensaje que queréis enviar a Hungría y a la Alemania del Este? Eso dejaría al KGB en peor lugar que a la CIA. Al menos los americanos solo asesinan en países enemigos, como Cuba.
—¿Qué se puede ganar permitiendo esa estupidez en Praga? —preguntó Filípov, irritado.
—Si invadimos Checoslovaquia, se congelarán las relaciones diplomáticas. Lo sabes.
—¿Y qué?
—Eso perjudicará nuestras relaciones con Occidente. Estamos intentando reducir la tensión con Estados Unidos para gastar menos en el ejército. Ese esfuerzo podría ser saboteado. Una invasión podría incluso ayudar a Richard Nixon a ser elegido presidente, y Nixon podría aumentar el gasto en defensa. ¡Piensa cuánto nos costaría eso!
Filípov intentó interrumpirlo, pero Dimka se le adelantó:
—La invasión también sacudiría al Tercer Mundo. Estamos intentando fortalecer nuestros lazos con países no alineados por la rivalidad con China, que quiere reemplazarnos como líder del comunismo global. Por eso estamos organizando una conferencia comunista mundial en noviembre. Esa conferencia podría resultar un fracaso humillante si invadimos Checoslovaquia.
—Entonces, ¿tú sencillamente dejarías que Dubček hiciera lo que quisiera? —se mofó Filípov.
—Todo lo contrario. —Dimka desveló la propuesta por la que abogaba su jefe—: Kosiguin irá a Praga y negociará una solución intermedia… Una salida no militar.
Era el turno de Filípov para poner las cartas sobre la mesa.
—El ministro de Defensa apoyará esa propuesta en el pleno del Politburó con la condición de que iniciemos de inmediato los preparativos para una invasión en caso de que las negociaciones fracasen.
—De acuerdo —dijo Dimka, que estaba seguro de que el ejército procedería con esos preparativos de cualquier modo.
Tomada la decisión, se encaminaron en direcciones opuestas. Dimka volvió a su despacho justo cuando su secretaria, Vera Pletner, descolgaba el teléfono, y vio que su cara se tornaba del color del papel que tenía en la máquina de escribir.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó Dimka.
Ella le pasó el auricular.
—Su ex esposa —dijo.
Dimka contuvo un gruñido y cogió el teléfono.
—¿Qué pasa, Nina?
—¡Ven ahora mismo! —gritó ella—. ¡Grisha no está!
Dimka tuvo la sensación de que se le paraba el corazón. Grigor, a quien llamaban Grisha, aún no había cumplido los cinco años ni había empezado a ir al colegio.
—¿Qué quieres decir con que no está?
—No lo encuentro, ha desaparecido. ¡He mirado en todas partes!
Dimka sintió una punzada en el pecho y se esforzó por conservar la calma.
—¿Dónde lo has visto por última vez?
—Ha subido a ver a tu madre. Le he dejado ir solo, como siempre, no son más que tres pisos en ascensor.
—¿Cuándo ha sido eso?
—Hace menos de una hora. ¡Tienes que venir!
—Voy. Llama a la policía.
—¡Ven cuanto antes!
—Llama a la policía, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Dimka dejó caer el auricular y salió a toda prisa del despacho y del edificio. No se había parado a ponerse el abrigo, pero apenas notó el frío en el aire de Moscú. Saltó a su Moskvich, puso primera y se alejó del recinto. Incluso dando gas a fondo, el coche no corría mucho.
Nina conservaba el piso que habían compartido en la Casa del Gobierno, a un kilómetro aproximadamente del Kremlin. Dimka aparcó en doble fila y subió.
En el vestíbulo había un hombre del KGB.
—Buenas tardes, Dimitri Iliich —saludó el hombre con cortesía.
—¿Ha visto a Grisha, mi hijo? —preguntó Dimka.
—Hoy no.
—Ha desaparecido… ¿Podría haber salido?
—No desde que volví de almorzar a la una.
—¿Ha entrado algún extraño en el edificio hoy?
—Varios, como siempre. Tengo la lista…
—La miraré después. Si ve a Grisha, llame al piso de inmediato.
—Sí, por supuesto.
—La policía llegará de un momento a otro.
—Los enviaré arriba en cuanto estén aquí.
Dimka esperó el ascensor. Transpiraba con profusión. Estaba tan nervioso que pulsó el botón equivocado y tuvo que volver a esperar mientras se detenía en una planta intermedia. Cuando llegó a la de Nina, la encontró en el pasillo con su madre, Ania.
Ania se frotaba las manos de forma compulsiva contra el delantal de flores que llevaba puesto.
—No llegó a mi piso —dijo—. ¡No entiendo qué ha pasado!
—¿Podría haberse perdido? —preguntó Dimka.
—Ya había subido unas veinte veces antes —contestó Nina—. Conoce el camino… Pero, sí, podría haberse distraído con algo y haber ido a otro sitio. Tiene cinco años.
—El portero está seguro de que no ha salido del edificio, así que solo tenemos que buscar. Llamaremos a la puerta de todos los pisos.
No, esperad, la mayoría de los residentes tienen teléfono. Bajaré y los llamaré desde el del portero.
—Podría no estar en un piso —opinó Ania.
—Vosotras buscad en todos los pasillos, las escaleras y los armarios de la limpieza.
—De acuerdo —dijo Ania—. Subiremos en el ascensor a la última planta e iremos bajando.
Mientras lo hacían, Dimka bajó corriendo la escalera. Una vez en el vestíbulo le explicó al portero lo que estaban haciendo y empezó a llamar por teléfono a todos los apartamentos. No estaba seguro de cuántos había en el edificio, ¿un centenar, tal vez? «Se ha perdido un niño, ¿lo han visto?», decía cada vez que alguien contestaba a su llamada. En cuanto escuchaba «No» colgaba y llamaba al siguiete piso. Anotó los apartamentos en los que no contestaban o que no tenían teléfono.
Había cubierto cuatro plantas sin el menor atisbo de esperanza cuando llegó la policía: un sargento gordo y un agente joven. Su calma era exasperante.
—Echaremos un vistazo —dijo el sargento—. Conocemos el edificio.
—¡Se necesitan más de dos para buscar bien! —exclamó Dimka.
—Solicitaremos refuerzos si es necesario, señor —repuso el sargento.
Dimka no quería malgastar tiempo discutiendo con ellos. Reanudó las llamadas, pero empezaba a pensar que eran Nina y Ania quienes tenían más probabilidades de encontrar a Grisha. Si el niño hubiera ido al apartamento equivocado, sin duda su ocupante habría llamado ya al portero. Grisha podía estar subiendo y bajando la escalera, perdido.
Dimka sintió ganas de llorar al imaginar lo asustado que estaría el pequeño.
Después de otros diez minutos de llamadas, los dos agentes de la policía aparecieron en la escalera procedentes del sótano con Grisha entre ambos, de la mano del sargento.
Dimka dejó caer el teléfono y corrió hasta él.
—¡No podía abrir la puerta y lloraba! —dijo el niño.
Dimka lo cogió en brazos y lo estrechó contra sí, luchando por no derramar lágrimas de alivio.
—¿Qué ha pasado, Grisha? —preguntó un minuto después.
—La policía me ha encontrado —contestó él.
Ania y Nina bajaron la escalera y también corrieron hacia ellos con un alivio inmenso. Nina arrebató a Grisha de los brazos de Dimka y lo apretó con fuerza contra su pecho.
Dimka se volvió hacia el sargento.
—¿Dónde lo han encontrado?
El hombre parecía muy satisfecho consigo mismo.
—En el sótano, en una despensa. La puerta no estaba cerrada con llave, pero el crío no alcanzaba a la manilla. Estaba asustado, pero por lo demás no parece haber sufrido ningún daño.
Dimka se dirigió al niño:
—Dime, Grisha, ¿por qué has bajado al sótano?
—El hombre me dijo que había un cachorrito… ¡pero no he encontrado el cachorrito!
—¿El hombre?
—¿Alguien a quien conoces?
Grisha sacudió la cabeza.
El sargento se puso la gorra para marcharse.
—Bien está lo que bien acaba.
—Un momento —lo detuvo Dimka—, acaba de oír al niño. Un hombre lo convenció para que bajara con el señuelo de un cachorro.
—Sí, señor, es también lo que me ha dicho a mí, pero no parece haberse cometido ningún delito, hasta donde puedo ver.
—¡El niño ha sido secuestrado!
—Es difícil saber con exactitud qué ha pasado, más aún cuando la información proviene de un niño tan pequeño.
—No, no es nada difícil. Un hombre ha inducido al niño a bajar al sótano y después lo ha abandonado allí.
—Pero ¿qué sentido tendría eso?
—Mire, le agradezco mucho que lo haya encontrado, pero ¿no cree que se está tomando esto demasiado a la ligera?
—Todos los días se pierde algún niño.
Dimka empezó a sospechar.
—¿Cómo ha sabido dónde buscar?
—Un golpe de suerte. Como ya le he dicho, conocemos el edificio.
Dimka decidió no verbalizar sus sospechas mientras se encontrara tan alterado. Se volvió hacia Grisha de nuevo.
—¿Te dijo el hombre cómo se llamaba?
—Sí —contestó Grisha—. Se llamaba Nik.
La mañana siguiente Dimka encargó que le llevasen el expediente del KGB correspondiente a Nik Smótrov.
Estaba iracundo. Quería conseguir una pistola y matarlo. Tenía que recordarse a todas horas que debía mantener la calma.
A Nik no le habría resultado difícil eludir al portero el día anterior.
Podría haber fingido que iba a entregar algo, haber entrado justo detrás de algún residente para parecer parte de un grupo o haber mostrado una tarjeta del Partido Comunista. A Dimka le costaba un poco más imaginar cómo Nik podía saber que Grisha iba a ir solo de un punto a otro del edificio, pero, meditándolo, concluyó que Nik probablemente habría inspeccionado el edificio unos días atrás. Podía haber charlado con algunos vecinos, averiguado los hábitos del niño y elegido la mejor oportunidad. Seguro que también había sobornado a aquellos dos policías locales. Su intención era darle un susto de muerte a Dimka.
Y lo había conseguido.
Pero iba a lamentarlo.
En teoría Alekséi Kosiguin, como presidente, podía consultar cualquier expediente que quisiera. En la práctica el director del KGB, Yuri Andrópov, decidía lo que Kosiguin podía y no podía ver. Sin embargo, Dimka estaba seguro de que las actividades de Nik, si bien delictivas, no tenían dimensiones políticas, de modo que no había motivo para que le denegasen el expediente. Y, en efecto, esa misma tarde llegó a su escritorio.
Era grueso.
Tal como Dimka sospechaba, Nik comerciaba en el mercado negro.
Al igual que la mayoría de los hombres como él, era un oportunista.
Compraba y vendía cualquier cosa que cayera en sus manos: camisas de flores, perfumes caros, guitarras eléctricas, lencería, whisky escocés… cualquier lujo importado ilegalmente y difícil de conseguir en la Unión Soviética. Dimka leyó con atención los informes, buscando algo con que pudiera destruir a Nik.
El KGB operaba con rumores, y Dimka necesitaba algo incontestable. Podía acudir a la policía, informar de lo que contenía el expediente del KGB y exigir una investigación. Sin embargo, no cabía duda de que Nik estaba sobornando a la policía; de lo contrario no habría salido impune de sus delitos tanto tiempo. Y sus protectores obviamente querrían que los sobornos continuasen, así que se asegurarían de que la investigación no llegara a ningún puerto.
El expediente contenía cuantioso material sobre la vida personal de Nik. Tenía una amante y varias amigas, entre ellas una con la que fumaba marihuana. Dimka se preguntó cuánto sabría Natalia sobre aquellas amigas. Nik se reunía con colegas de sus negocios la mayoría de las tardes en el Bar Madrid, cerca del Mercado Central. Tenía una esposa guapa, que…
Dimka se quedó perplejo al leer que la mujer de Nik hacía tiempo que tenía una aventura con Dimitri Iliich «Dimka» Dvorkin, asistente del presidente Kosiguin.
Era horrible ver su nombre allí. Al parecer, la intimidad no existía.
Al menos no había fotografías ni grabaciones.
Sin embargo, sí había una foto de Nik, a quien Dimka nunca había visto. Era un hombre atractivo con una sonrisa encantadora. En la foto llevaba una chaqueta con hombreras, muy de moda. Según las notas que la acompañaban, medía un metro ochenta y tenía complexión atlética.
Dimka quería machacarlo a puñetazos.
Apartó de sus pensamientos las fantasías de venganza y siguió leyendo.
No tardó en encontrar un filón.
Nik compraba televisores al Ejército Rojo.
El ejército soviético disponía de un presupuesto colosal que nadie se atrevía a cuestionar por temor a ser considerado antipatriota. Parte del dinero se gastaba en equipos de alta tecnología que se compraban a Occidente. En particular, todos los años el Ejército Rojo adquiría centenares de televisores caros. Su marca predilecta era Franck, del Berlín occidental, cuyos aparatos tenían una calidad de imagen superior y un sonido excelente. Según el expediente, el ejército no necesitaba la mayor parte de esos televisores. Los encargaba un reducido grupo de oficiales de rango medio, cuyos nombres figuraban en esas páginas.
Los oficiales luego declaraban obsoletos los aparatos y se los vendían a bajo precio a Nik, quien los revendía por una suma exorbitante en el mercado negro y repartía los beneficios.
Casi todos los negocios de Nik eran de poca monta, pero ese chanchullo le había reportado importantes cantidades de dinero durante años.
No había pruebas de que fuera verdad, pero para Dimka tenía lógica. El KGB había informado al ejército, pero la investigación que este llevó a cabo no desveló ninguna prueba. Dimka pensó que lo más probable era que el investigador hubiese sido incluido en el trato.
Llamó por teléfono al despacho de Natalia.
—Una pregunta rápida —dijo—: ¿de qué marca es el televisor que tenéis en casa?
—Franck —contestó ella de inmediato—. Es fantástico. Si quieres puedo conseguirte uno.
—No, gracias.
—¿Por qué lo preguntas?
—Luego te lo explico. —Dimka colgó.
Miró el reloj. Eran las cinco. Salió del Kremlin y fue en coche hasta la calle Sadóvaya Samotióchnaya.
Tenía que amedrentar a Nik. No iba a ser fácil, pero tenía que conseguirlo y hacerle entender que nunca, jamás, debía amenazar a su familia.
Aparcó su Moskvich pero no bajó. Se tomó unos instantes para recordar la actitud que había adoptado durante todo el proyecto de los misiles cubanos, con la obligación de mantenerlo en secreto a cualquier precio. Había destruido la carrera de no pocos hombres y les había destrozado la vida sin vacilar porque tenía que hacer su trabajo. En ese momento iba a destrozar a Nik.
Entonces cerró el coche con llave y se encaminó al Bar Madrid.
Empujó la puerta y entró. Se detuvo y miró a su alrededor. Era un lugar lóbrego y moderno, frío y plástico, apenas caldeado por una estufa eléctrica y con varias fotografías de bailaores de flamenco en las paredes. El puñado de clientes que había lo miraron interesados. Todos tenían aspecto de criminales. Ninguno se parecía a la fotografía de Nik que incluía el expediente.
Al fondo de la sala había una barra que hacía esquina y, junto a ella, una puerta con el cartel de privado.
Dimka avanzó por el local como si fuera su propietario. Sin detenerse, se dirigió al hombre que había detrás de la barra.
—¿Está Nik ahí dentro?
El hombre lo miró como a punto de decirle que esperase, pero entonces volvió a mirarlo a la cara y cambió de opinión.
—Sí —contestó.
Dimka abrió la puerta.
En una pequeña estancia cuatro hombres jugaban a las cartas. Sobre la mesa había mucho dinero. A un lado, en un sofá, dos jóvenes ataviadas con vestidos de fiesta y muy maquilladas fumaban cigarrillos americanos largos y parecían aburrirse.
Dimka reconoció a Nik al instante. Era atractivo, como sugería la fotografía, pero la cámara no había captado la frialdad de su semblante. Nik alzó la mirada.
—Esta sala es privada. Largo —dijo.
—Te traigo un mensaje —repuso Dimka.
Nik dejó las cartas boca abajo en la mesa y se reclinó en la silla.
—¿Quién cojones eres?
—Te va a pasar algo malo.
Dos jugadores se levantaron y se pusieron de cara a Dimka. Uno se llevó una mano al interior de la chaqueta. Dimka pensó que estaba a punto de sacar una pistola, pero Nik levantó una mano en un gesto de cautela, y el hombre dudó.
Nik seguía mirando a Dimka.
—¿De qué estás hablando?
—Cuando te pase, preguntarás quién ha sido.
—¿Y tú me lo dirás?
—Te lo estoy diciendo ahora. Dimitri Iliich Dvorkin. Él es la causa de tus problemas.
—Yo no tengo ningún problema, imbécil.
—No lo tenías hasta ayer, cuando cometiste un error… imbécil.
Los hombres que acompañaban a Nik se pusieron tensos, pero él mantuvo la calma.
—¿Ayer? —Entornó los ojos—. ¿Eres tú el mamón al que se está follando?
—Cuando te encuentres en un aprieto tan grande que no sepas qué hacer, recuerda mi nombre.
—¡Eres Dimka!
—Volverás a verme —dijo Dimka; dio media vuelta lentamente y salió de la sala.
Mientras cruzaba el bar todos los ojos estaban clavados en él, pero Dimka no dejó de mirar al frente, esperando que una bala le impactase en la espalda en cualquier momento.
Alcanzó la puerta y salió.
Sonrió para sí. «Lo he conseguido», pensó.
Lo siguiente era cumplir su amenaza.
Condujo unos diez kilómetros desde el centro de la ciudad hasta el aeródromo de Jodinka, y aparcó frente al cuartel general del Servicio Secreto del Ejército Rojo. El viejo edificio era un estrambótico ejemplo de la arquitectura de la era de Stalin: una torre de nueve plantas rodeada por un anillo exterior de dos. La directiva se había ampliado hasta ocupar otro edificio próximo, más nuevo, de quince plantas; las organizaciones de inteligencia nunca iban a menos.
Dimka entró en el edificio antiguo con el expediente de Nik del KGB bajo el brazo y preguntó por el general Volodia Peshkov.
—¿Tiene cita? —preguntó un guardia.
Dimka alzó la voz.
—¡No me jodas, chaval! Llama a la secretaria del general y dile que estoy aquí.
Tras un torbellino de inquieta actividad —pocas personas se dejaban caer por aquel lugar sin que las hubiesen citado—, le hicieron pasar por un detector de metal y lo acompañaron en el ascensor hasta un despacho situado en la última planta.
Era el edificio más alto de la zona y tenía excelentes vistas de los tejados de Moscú. Volodia recibió a Dimka y le ofreció té. A él siempre le había gustado su tío. Con sus cincuenta y tantos años, Volodia tenía ya el pelo cano. Pese a su dura mirada azul, era reformista, algo insólito entre los militares, por lo general conservadores. Pero él había estado en Estados Unidos.
—¿Qué te preocupa? —preguntó Volodia—. Pareces dispuesto a matar a alguien.
—Tengo un problema —contestó Dimka—. Me he ganado un enemigo.
—Algo nada raro en los círculos en los que trabajas.
—No tiene nada que ver con la política. Nik Smótrov es un gángster.
—¿Cómo te has enemistado con un hombre así?
—Me acuesto con su mujer.
Volodia le dirigió una mirada reprobatoria.
—Y te está amenazando.
Probablemente su tío nunca le había sido infiel a Zoya, su esposa científica, que era tan hermosa como inteligente, y eso significaba que no mostraría mucha empatía para con Dimka. Volodia habría pensado de un modo distinto de haber sido tan insensato para casarse con alguien como Nina.
—Nik secuestró a Grisha —dijo Dimka.
Volodia se envaró.
—¿Qué? ¿Cuándo?
—Ayer. Lo encontramos. Estaba encerrado en el sótano de la Casa del Gobierno. Pero ha sido una advertencia.
—¡Tienes que dejar de ver a esa mujer!
Dimka pasó por alto sus palabras.
—He venido a verte por un motivo en particular, tío. Hay algo en lo que puedes ayudarme, y hacerle un favor al ejército al mismo tiempo.
—Sigue.
—Nik está detrás de un fraude que le cuesta al ejército millones todos los años. —Dimka le habló de los televisores. Cuando acabó, dejó el expediente sobre el escritorio de Volodia—. Está todo aquí, también los nombres de los oficiales que lo organizan.
Su tío no cogió el expediente.
—No soy policía. No tengo autoridad para detener a ese tal Nik.
Y si está sobornando a agentes de la policía, no puedo hacer gran cosa.
—Pero puedes arrestar a los oficiales implicados.
—Sí, eso sí. Estarán en la prisión militar antes de que pasen veinticuatro horas.
—Y puedes acabar con este negocio.
—En un santiamén.
«Y entonces Nik quedará arruinado», pensó Dimka.
—Gracias, tío —dijo—. Me has sido de mucha ayuda.
Dimka estaba en su piso, haciendo la maleta para viajar a Checoslovaquia, cuando Nik fue a verlo.
El Politburó había aprobado el plan de Kosiguin. Dimka iba a volar con él a Praga para negociar una solución no militar a la crisis.
Encontrarían el modo de permitir que el experimento de liberalización prosiguiera y asegurarse a la vez de que los reaccionarios no supusieran una amenaza esencial para el sistema soviético. Sin embargo, en lo que Dimka confiaba era que a largo plazo el sistema soviético cambiara.
En mayo el clima en Praga era templado y lluvioso. Dimka estaba doblando el chubasquero cuando oyó el timbre de la puerta.
En su edificio no había portero ni interfonos. La puerta de la calle nunca se cerraba con llave, y las visitas subían por la escalera sin llamar.
No era tan lujoso como la Casa del Gobierno, donde se encontraba su antiguo apartamento, en el que vivía su ex esposa. De cuando en cuando Dimka sentía cierto rencor, pero le alegraba que Grisha estuviera cerca de su abuela.
Abrió la puerta y se quedó petrificado al encontrarse frente al marido de su amante.
Nik era un centímetro más alto que él, y también más corpulento, pero Dimka estaba preparado para plantarle cara. Retrocedió un paso y cogió el primer objeto pesado que vio, un cenicero de vidrio, para usarlo a modo de arma.
—No vas a necesitarlo —dijo Nik, tras lo cual entró en el recibidor y cerró la puerta a su paso.
—Vete a la mierda —replicó Dimka—. Márchate ahora, antes de que te metas en más problemas. —Consiguió que su voz transmitiera más seguridad de la que sentía.
Nik lo fulminó con una mirada cargada de odio.
—Te has salido con la tuya —dijo—. No me tienes miedo. Eres lo bastante poderoso para convertir mi vida en una mierda. Yo debería tenerte miedo a ti. De acuerdo, lo admito: estoy asustado.
No lo parecía.
—¿Para qué has venido? —preguntó Dimka.
—Esa puta me importa un rábano. Solo me casé con ella para complacer a mi madre, que ya está muerta. Pero el orgullo de un hombre se resiente cuando otro atiza su lumbre. Ya sabes a lo que me refiero.
—Ve al grano.
—Mi negocio se ha ido a pique. En el ejército nadie me dirige la palabra, por no hablar de venderme televisores. Los mismos hombres que se han construido dachas de cuatro habitaciones con el dinero que han ganado gracias a mí pasan por mi lado en la calle sin mirarme siquiera… Me refiero a los que no están en la cárcel.
—No deberías haber amenazado a mi hijo.
—Ahora lo sé. Creía que mi mujer se abría de piernas para algún burócrata de medio pelo. No sabía que se estaba follando a un caudillo.
Te subestimé.
—Pues lárgate de aquí y lámete las heridas.
—Tengo que ganarme la vida.
—Prueba trabajando.
—Nada de bromas, por favor. He encontrado otro suministrador de televisores occidentales… Nada que ver con el ejército.
—¿Y por qué debería importarme?
—Puedo reconstruir el negocio que has destruido.
—¿Y?
—¿Me invitas a pasar y a sentarme?
—No seas tan imbécil.
La rabia volvió a refulgir en los ojos de Nik, y Dimka temió haber ido demasiado lejos, pero la llama se apagó enseguida.
—Vale, este es el trato —dijo Nik con docilidad—: te daré el diez por ciento de los beneficios.
—¿Quieres que me meta en el negocio contigo? ¿En un negocio delictivo? Debes de estar loco.
—De acuerdo, el veinte por ciento. Y no tienes que hacer nada, excepto dejarme en paz.
—No quiero tu dinero, idiota. Esto es la Unión Soviética. No puedes comprar todo lo que te dé la gana como en América. Mis conexiones valen infinitamente más de lo que tú podrías pagarme jamás.
—Tiene que haber algo que desees…
Hasta entonces Dimka solo había discutido con Nik para desconcertarlo, pero en ese momento vio una oportunidad.
—Ah, sí —contestó—. Hay algo que deseo.
—Tú dirás.
—Divórciate de tu mujer.
—¿Qué?
—Quiero que te divorcies.
—¿Divorciarme de Natalia?
—Divórciate de tu mujer —repitió Dimka—. ¿Cuál de esas cuatro palabras te cuesta entender?
—¡Joder! ¿Eso es todo?
—Sí.
—Puedes casarte con ella. De todos modos, tampoco volvería a tocarla.
—Si te divorcias, te dejaré en paz. No soy poli ni encabezo una cruzada contra la corrupción en la Unión Soviética. Tengo trabajo más importante que hacer.
—Trato hecho. —Nik abrió la puerta—. Le diré que suba.
Eso pilló a Dimka desprevenido.
—¿Está aquí?
—Esperando en el coche. Haré que mañana os envíen sus cosas.
No quiero volver a verla en mi casa.
—No te atrevas a hacerle daño —dijo Dimka alzando la voz—. Si le haces aunque sea un moretón, se acaba el trato.
Nik se dio la vuelta y lo señaló con un dedo amenazador.
—Y tú cumple tu palabra. Si intentas joderme, le cortaré los pezones con unas tijeras de cocina.
Dimka lo creyó capaz de hacerlo. Contuvo un escalofrío.
—Sal de mi piso.
Nik se marchó sin cerrar la puerta.
Dimka respiraba con dificultad, como si hubiese estado corriendo.
Se quedó inmóvil en el pequeño recibidor del apartamento mientras oía a Nik bajar por la escalera. Luego devolvió el cenicero a la mesita de donde lo había cogido. Tenía los dedos empapados en sudor y estuvo a punto de caérsele.
Lo que acababa de ocurrir parecía un sueño. ¿De verdad había estado Nik en su recibidor y había accedido a divorciarse? ¿De verdad lo había ahuyentado él?
Un minuto después volvió a oír pasos en la escalera, aunque diferentes de los anteriores: más ligeros, más rápidos. Dimka no salió del apartamento, se sentía clavado al suelo.
Natalia apareció en el umbral con una amplia y radiante sonrisa.
Se lanzó a sus brazos, y él hundió la cara entre sus rizos.
—Estás aquí —dijo.
—Sí —contestó ella—, y nunca me iré.