DAVE WILLIAMS sabía que su hermana se traía algo entre manos.
El joven estaba grabando el programa piloto de Dave Williams and Friends, su propio show para la televisión. Cuando se lo propusieron por primera vez no se lo había tomado muy en serio, en aquel momento se le había antojado un lastre innecesario que sumar al éxito arrollador de Plum Nellie. Sin embargo, el grupo había acabado separándose y Dave necesitaba el programa. Era el inicio de su carrera en solitario y tenía que salir bien.
El productor había propuesto como invitada a la hermana de Dave, una estrella de cine. Evie gozaba de mayor popularidad que nunca. Su última película, una comedia sobre una chica presuntuosa que contrataba a un abogado negro, había tenido una enorme aceptación.
Evie se había ofrecido a cantar a dúo con el coprotagonista de la película, Percy Marquand, y a Charlie, el productor, le había encantado la idea, aunque le preocupaba la elección de la canción. Charlie era un hombre de corta estatura, maneras agresivas y voz chillona.
—Tiene que ser una pieza cómica —había dicho—. No pueden cantar True Love ni Baby, It’s Cold Outside.
—Como si eso fuera tan fácil —respondió Dave—. La mayoría de los dúos son románticos.
Charlie había dicho que no con un gesto de cabeza.
—Olvídalo, esto es la televisión, no podemos hacer ni la menor alusión a que exista una atracción sexual entre una mujer blanca y un hombre negro.
—¿Qué te parece Anything You Can Do, I Can Do Better? Es divertida.
—No, en cuanto empezaran a cantar eso de: «Todo lo que tú puedas hacer, yo puedo hacerlo mejor», la gente creería que están hablando de los derechos civiles.
Charlie Lacklow era listo, pero a Dave no le caía bien. En realidad ni a Dave ni a nadie. Era un fanfarrón de mal carácter, y las contadas ocasiones en que intentaba parecer amable lo hacía de manera tan obsequiosa que incluso era peor.
—¿Qué tal Mockingbird? —propuso Dave.
Charlie lo sopesó unos instantes.
—«Si ese ruiseñor no canta, él me comprará un anillo de diamantes» —canturreó, y añadió con tono normal a continuación—: Creo que podría funcionar.
—Claro que funcionará —aseguró Dave—. La pieza original era de un dúo compuesto por dos hermanos, Inez y Charlie Foxx, y nadie pensó que hubiera nada incestuoso en la canción.
—De acuerdo.
Dave había hablado con Evie acerca de la sensibilidad del público televisivo estadounidense y, después de explicarle por qué habían escogido aquella pieza, ella había accedido… Sin embargo, su hermana tenía un brillo en la mirada que Dave conocía muy bien, un brillo que anunciaba problemas, el mismo que le había visto justo antes de la representación escolar de Hamlet, en la que Evie había interpretado a Ofelia en cueros.
También habían hablado de la ruptura con Beep.
—Todo el mundo se comporta como si se hubiera tratado de uno de esos típicos amores de adolescencia que no duran —se quejó Dave—, pero dejé los amores de adolescencia mucho antes de dejar de ser adolescente, y nunca me ha gustado demasiado ir por ahí tirándome a todo lo que se mueve. Iba en serio con Beep. Quería tener hijos con ella.
—Maduraste antes que ella —dijo Evie—. Y yo maduré antes que Hank Remington. Aunque Hank ha sentado la cabeza con Anna Murray, y he oído que ya no va por ahí tirándose a todo lo que se mueve.
Puede que Beep haga lo mismo.
—Pero ya será demasiado tarde para mí, como lo fue para ti —contestó Dave con un deje de amargura.
La orquesta estaba ensayando, Evie se encontraba en maquillaje y Percy estaba vistiéndose. El director, Tony Peterson, le pidió a Dave que grabara la presentación mientras tanto.
El programa era en color y Dave llevaba un traje de terciopelo en un tono burdeos. Miró a la cámara, imaginó que Beep volvía a entrar en su vida tendiéndole los brazos y sonrió afectuosamente.
—Y ahora, para todos sus admiradores, una sorpresa especial.
Tenemos con nosotros a las dos estrellas que protagonizan el último éxito de la gran pantalla, Mi cliente y yo: ¡Percy Marquand y nada más y nada menos que mi propia hermana, Evie Williams!
Y aplaudió. El estudio estaba en silencio, pero antes de que se emitiera el programa añadirían a la banda de sonido los aplausos de un público ficticio.
—Me encanta esa sonrisa, Dave —dijo Tony—. Repitámoslo.
Dave lo hizo tres veces más, hasta que el director se dio por satisfecho.
En ese momento Charlie entró acompañado de un hombre de unos cuarenta y tantos años que vestía un traje de color gris. Dave enseguida vio que Charlie se mostraba obsequioso.
—Dave, me gustaría presentarte a nuestro patrocinador —dijo—. Albert Wharton, jefazo de National Soap y uno de los empresarios más destacados de Norteamérica. Ha volado hasta aquí desde Cleveland, Ohio, para conocerte. ¿No es todo un detalle por su parte?
—Desde luego —contestó Dave.
La gente atravesaba medio mundo para verlo cada vez que daba un concierto, pero él siempre actuaba como si el gesto lo honrara.
—Tengo dos hijos adolescentes, un chico y una chica —dijo Wharton—. No sabe lo que van a envidiarme cuando sepan que le he conocido.
Dave intentaba concentrarse en hacer un buen programa y lo último que necesitaba era hablar con un magnate del detergente. Sin embargo, sabía que debía comportarse con amabilidad con aquel hombre.
—Le firmaré un par de autógrafos para sus hijos.
—Les hará mucha ilusión.
Charlie chascó los dedos para atraer la atención de la señorita Pritchard, su secretaria, que los seguía.
—Jenny, cariño —la llamó, a pesar de que se trataba de una cuarentona seria y formal—. Ve al despacho a buscar un par de fotos de Dave.
Wharton parecía el típico empresario conservador de pelo corto y ropa aburrida, cosa que impulsó a Dave a decir:
—¿Cómo es que se ha animado a patrocinar mi programa, señor Wharton?
—Nuestro producto estrella es un detergente llamado «Espuma» —contestó Wharton.
—He visto los anuncios —dijo Dave con una sonrisa—. ¡Espuma lo deja todo más blanco!
Wharton asintió con la cabeza. Seguramente todo el mundo le iba con la misma cantinela cuando el hombre nombraba la marca.
—Espuma es un producto muy conocido y de confianza, y esto es así desde hace muchos años —explicó—. Por esa razón, también está un poco anticuado. Las amas de casa jóvenes suelen decir: «Espuma, sí, es el que usaba siempre mi madre». Cosa que está bien, pero tiene sus riesgos.
A Dave le divertía oírlo hablar del carácter de una caja de detergente como si fuera una persona, aunque Wharton lo hacía sin rastro de humor ni ironía, por lo que Dave reprimió el impulso de tomárselo a la ligera.
—Así que estoy aquí para hacerles saber que Espuma es joven y está en la onda.
—Exacto —confirmó Wharton sonriendo al fin—. Y, de paso, para llevar un poco de música popular y humor sano a los hogares americanos.
Dave esbozó una sonrisa.
—¡Menos mal que no soy de los Rolling Stones!
—Desde luego —dijo Wharton completamente en serio.
Jenny regresó con dos fotografías en color de Dave de veinte centímetros por veinticinco y un rotulador.
—¿Cómo se llaman sus hijos? —le preguntó Dave a Wharton.
—Caroline y Edward.
Dave dedicó una a cada uno y las firmó.
—Listos para el bloque de Mockingbird —anunció Tony Peterson.
Habían construido un pequeño escenario para la actuación. Parecía un rincón de una tienda elegante, con vitrinas de cristal repletas de artículos de lujo. Percy apareció con un traje oscuro y una corbata plateada, como un jefe de planta. Evie era una clienta ricachona con sombrero, guantes y bolso. Cada uno se situó en un extremo del mostrador. Dave sonrió ante las molestias que Charlie se había tomado para asegurarse de que nadie pudiera calificar su relación de amorosa.
Ensayaron con la orquesta. La canción era de carácter optimista y alegre, y la voz de barítono de Percy y la de contralto de Evie armonizaban a la perfección. En los momentos adecuados, Percy sacaba un pájaro enjaulado y una bandeja de anillos de detrás del mostrador.
—Añadiremos risas enlatadas en ese punto, para que el público sepa que pretende ser gracioso —dijo Charlie.
Cantaron para las cámaras. La primera toma fue perfecta, pero la repitieron por si acaso, como siempre.
Dave se sentía mejor a medida que se acercaban al final. Aquello era el entretenimiento familiar ideal para el público estadounidense y empezó a creer que el programa podía tener éxito.
En el último compás de la canción, Evie se inclinó sobre el mostrador, se puso de puntillas y besó a Percy en la mejilla.
—¡Maravilloso! —aseguró Tony acercándose al escenario—. Gracias a todos. Preparad la siguiente presentación de Dave, por favor.
De pronto Tony parecía tener prisa, como si se sintiera incómodo, y Dave se preguntó por qué sería.
Evie y Percy bajaron de la tarima.
—No podemos emitir ese beso —anunció el señor Wharton, que estaba junto a Dave.
—Claro que no —se apresuró a decir Charlie Lacklow con tono adulador antes de que a Dave le diera tiempo a abrir la boca—. No se preocupe, señor Wharton, no es necesario incluirlo, seguramente pasaremos a un plano de Dave aplaudiendo.
—A mí me ha parecido un beso simpático y bastante inocente —comentó Dave con suma tranquilidad.
—¿Ah, sí? —dijo Wharton, muy serio.
El chico se preguntó con preocupación si aquello iba a ser un problema.
—Déjalo, Dave —insistió Charlie—. No podemos retransmitir un beso interracial en la televisión americana.
Dave se quedó pasmado, aunque pensándolo bien se dio cuenta de que los blancos casi nunca tocaban a los pocos negros que aparecían en televisión, si es que lo hacían alguna vez.
—¿Es una especie de política o algo así? —preguntó.
—Más bien una norma tácita —contestó Charlie—. Tácita e inquebrantable —añadió con firmeza.
—¿Y eso por qué? —preguntó con tono desafiante Evie, que había estado escuchando la conversación.
Dave vio la expresión de su hermana y gimió para sus adentros.
Evie no iba a dejarlo pasar. Buscaba pelea.
Sin embargo, se hizo el silencio durante unos segundos. Nadie sabía qué decir, sobre todo con Percy delante.
Fue Wharton quien finalmente contestó a la pregunta de Evie.
—El público no lo aprobaría —dijo con su aburrido tono de contable—. La mayoría de los americanos creen que no deberían existir los matrimonios interraciales.
—Exacto, lo que ocurre en la televisión ocurre en tu casa, en tu salón —añadió Charlie Lacklow—. Lo ven los niños, y tu suegra.
Wharton miró a Percy y recordó que estaba casado con Babe Lee, una mujer blanca.
—Disculpe si le he ofendido, señor Marquand —dijo.
—Estoy acostumbrado —contestó Percy con tranquilidad.
No negó que estuviera ofendido, pero rehusó darle mayor importancia. A Dave le pareció una actitud sorprendentemente magnánima.
—Pues tal vez la televisión tendría que esforzarse en combatir los prejuicios de la gente —dijo Evie, indignada.
—No seas ingenua —le espetó Charlie con grosería—. Si les enseñamos algo que no les gusta, se limitarán a cambiar el puñetero canal.
—Entonces todas las cadenas deberían hacer lo mismo y mostrar una América donde todos los hombres son iguales.
—No funcionaría —aseguró Charlie.
—Quizá, pero habría que intentarlo, ¿no? —replicó Evie—. Tenemos una responsabilidad.
Miró a quienes la rodeaban: a Charlie, a Tony, a Dave, a Percy y a Wharton. Dave se sintió culpable cuando los ojos de su hermana se detuvieron en él porque sabía que Evie tenía razón.
—Todos nosotros hacemos programas de televisión que influyen en el modo de pensar de la gente —insistió la joven.
—No necesariamente… —dijo Charlie antes de que Dave lo interrumpiera.
—Venga ya, Charlie. Influimos en la gente. Si no lo hiciéramos, el señor Wharton estaría malgastando su dinero.
A Charlie no pareció gustarle eso, pero tampoco supo qué contestar.
—Ahora, hoy mismo, tenemos la oportunidad de hacer de este un mundo mejor —sostuvo Evie—. A nadie le importaría que besara a Bing Crosby en la televisión en una franja horaria de máxima audiencia. Ayudemos a la gente a comprender que no pasa nada si la mejilla que beso es un poco más oscura.
Todos miraron al señor Wharton.
Dave sintió que empezaba a sudar debajo de su ajustada camisa con volantes. No quería que Wharton se ofendiera.
—Sabe cómo defender una causa, jovencita —dijo Wharton—, pero yo debo responder ante mis accionistas y mis empleados. No estoy aquí para hacer de este un mundo mejor, estoy aquí para vender Espuma a todas las amas de casa, y no lo conseguiré si asocio mi producto al sexo interracial, con todos mis respetos al señor Marquand, de quien, por cierto, soy un gran admirador. Percy, tengo todos sus discos.
A Dave le dio por pensar en Mandy Love. Había estado colado por ella, y Mandy era negra, no de un color tostado como Percy, sino de un bello e intenso marrón oscuro. Dave había besado su piel hasta que le habían dolido los labios. Incluso habría acabado pidiéndole que se casara con él, si ella no hubiera vuelto con su antiguo novio, y entonces se habría encontrado en la situación de Percy, haciendo esfuerzos por tolerar una conversación que degradaba su matrimonio.
—Creo que el dúo funciona bien como bonito símbolo de armonía interracial sin meterse en el jodido tema de las relaciones sexuales entre personas de distinta raza —insistió Charlie—. Estoy convencido de que hemos hecho un magnífico trabajo… Siempre que dejemos fuera lo del beso.
—Buen intento, Charlie, pero eso no son más que tonterías, y lo sabes —replicó Evie.
—Es la realidad.
—¿Acabas de decir que el sexo es «jodido», Charlie? —intervino Dave tratando de quitar hierro al asunto—. Tiene gracia.
Nadie rió.
Evie miró a Dave.
—Y tú, Dave, ¿qué piensas a hacer, además de contar chistes? —preguntó rozando la provocación—. A los dos nos educaron para luchar contra las injusticias. Nuestro padre estuvo en la Guerra Civil española.
Nuestra abuela consiguió el voto para las mujeres. ¿Y tú vas a rendirte?
—Tú eres la estrella, Dave —añadió Percy Marquand—. Te necesitan, sin ti no hay programa. Tienes poder. Úsalo para hacer lo correcto.
—Seamos realistas: no hay programa sin National Soap —dijo Charlie—. Nos costará encontrar otro patrocinador, sobre todo después de que la gente se entere de por qué se ha retirado el señor Wharton.
Dave cayó en la cuenta de que, en realidad, Wharton no había dicho que fuese a retirar su patrocinio por el beso. Y Charlie tampoco había dicho que encontrar un nuevo patrocinador fuera imposible, solo difícil. Si Dave decidía conservar el beso, el programa tal vez seguiría adelante y su carrera televisiva sobreviviría.
Tal vez.
—¿De verdad tengo la última palabra? —preguntó Dave.
—Eso parece —contestó Evie.
¿Estaba preparado para asumir ese riesgo?
No, no lo estaba.
—El beso queda fuera —decidió.
Jasper Murray voló a Memphis en abril para cubrir la huelga de los trabajadores del servicio de recogida de basuras, que estaba tomando tintes violentos.
Jasper sabía bien qué era la violencia. Opinaba que todos los hombres, él incluido, podían actuar de manera pacífica o brutal según las circunstancias. La tendencia natural era llevar una vida tranquila y atenerse a la ley, pero con el estímulo adecuado la mayoría de los hombres eran capaces de cometer torturas, violaciones y asesinatos. Lo sabía muy bien.
Por eso escuchó a ambos bandos cuando llegó a Memphis. El portavoz del ayuntamiento aseguraba que unos agitadores llegados de fuera estaban incitando el comportamiento violento de los manifestantes; los manifestantes, a su vez, culpaban a la policía de brutalidad.
—¿Quién está al mando? —preguntó Jasper.
Le respondieron que Henry Loeb.
Jasper se enteró de que Loeb, el alcalde demócrata de Memphis, era un racista declarado. Defendía la segregación, apoyaba instalaciones y servicios «separados, pero iguales» para blancos y negros, y clamaba públicamente contra las sentencias judiciales que favorecían la integración.
Y casi todos los basureros eran negros.
Los sueldos eran tan bajos que muchos dependían además de un subsidio adicional del estado, los trabajadores estaban obligados a realizar horas extras no remuneradas y la ciudad no reconocía su sindicato.
Sin embargo, el tema de la seguridad laboral era lo que había motivado la manifestación. Dos hombres habían muerto aplastados por culpa de un camión averiado, pero Loeb se había negado a retirar los camiones obsoletos y a incrementar las normas de seguridad.
El consejo municipal había votado a favor del reconocimiento del sindicato para poner fin a la huelga, pero Loeb había anulado su decisión.
Las protestas se habían generalizado.
El caso captó la atención de todo el país cuando Martin Luther King tomó partido por los trabajadores del servicio de recogida de basuras.
King había volado a Memphis por segunda vez el mismo día que Jasper llegó a la ciudad, el miércoles 3 de abril de 1968. Bajo una lluvia torrencial, Jasper fue a oír hablar a King a una concentración en Mason Temple.
Ralph Abernathy actuaba como maestro de ceremonias. Más alto y de tez más oscura que King, menos atractivo y más agresivo, Abernathy era, según los rumores, su compañero de correrías, con el que compartía su afición por el alcohol y las faldas, así como su aliado y amigo íntimo.
El público estaba compuesto por trabajadores del servicio de recogida de basuras, familiares y simpatizantes. Tras un breve vistazo a los zapatos gastados y los abrigos y sombreros deslucidos, Jasper comprendió que se encontraba ante algunas de las personas más pobres de Estados Unidos. Apenas habían recibido educación, hacían trabajos sucios y vivían en una ciudad que los consideraba ciudadanos de segunda clase y los llamaba «negros» y «muchachos» con un dejo despectivo. Sin embargo, habían perdido el miedo. No iban a tolerarlo ni un minuto más. Creían en una vida mejor. Tenían un sueño.
Y a Martin Luther King.
A pesar de sus treinta y nueve años, King parecía mayor. El pastor estaba algo metido en carnes cuando Jasper lo oyó hablar por primera vez, en Washington, pero el hombre había ganado peso en los cinco años que habían transcurrido desde entonces y en esos momentos se lo veía rollizo. Si el traje que llevaba no hubiera sido tan elegante, podría haber pasado por tendero. Sin embargo, aquella era la impresión que daba antes de abrir la boca, porque cuando hablaba se convertía en un gigante.
Esa noche estaba de un humor apocalíptico. Mientras los relámpagos centelleaban a través del cristal de las ventanas y el rugir de los truenos interrumpía su discurso, King contó a los asistentes que, esa mañana, su avión había sufrido un retraso por culpa de una amenaza de bomba.
—Aunque ahora ya no me importa, porque he estado en la cima de la montaña —dijo, y la gente lo vitoreó—. Solo deseo cumplir la voluntad del Señor. —En ese momento se vio traicionado por la emoción de sus propias palabras y le tembló la voz, como lo había hecho en los escalones del monumento a Lincoln—. Y Él me ha permitido subir a la montaña —vociferó—. Y he mirado a mi alrededor. —Volvió a alzar la voz—. ¡Y he visto la Tierra Prometida!
Jasper percibió que King estaba sinceramente conmovido. Sudaba con profusión y derramaba lágrimas. El público se contagiaba de su pasión y respondía gritando «¡Sí!» y «¡Amén!».
—Puede que yo no llegue allí con vosotros —prosiguió el pastor con la voz quebrada a causa de la emoción, y Jasper recordó que, en la Biblia, Moisés no había llegado a Canaán—, pero esta noche quiero que sepáis que nosotros, como pueblo, llegaremos a la Tierra Prometida. —Dos mil asistentes rompieron a aplaudir y a soltar amenes—. Y por eso esta noche me siento feliz. Nada me preocupa. No temo a ningún hombre. —Hizo una pausa y, a continuación, añadió lentamente—: Mis ojos han visto la gloria de la venida del Señor.
Dicho aquello, dio la impresión de que se apartaba del púlpito con paso tambaleante, y Ralph Abernathy, que estaba detrás de él, se acercó de un salto para sostenerlo y acompañarlo hasta su asiento en medio de un vendaval de vítores que rivalizaba con la tormenta del exterior.
Jasper pasó todo el día siguiente cubriendo una disputa legal. La ciudad quería que los juzgados prohibieran la manifestación que King había convocado para el lunes, y King se esforzaba por alcanzar un acuerdo que les autorizara a realizar una marcha pequeña y pacífica.
Al final de la tarde Jasper habló con Herb Gould, que se encontraba en Nueva York. Decidieron que Jasper intentaría conseguirle una entrevista a Sam Cakebread tanto con Loeb como con King el sábado o el domingo, y que Herb enviaría a un equipo para grabar imágenes de la manifestación del lunes, que incluirían en un reportaje que se emitiría ese mismo día por la noche.
Después de hablar con Gould, Jasper fue al motel Lorraine, donde se alojaba King. Se trataba de un edificio bajo de solo dos plantas y con balcones que daban al aparcamiento. Jasper vio el Cadillac blanco que sabía que una funeraria de Memphis, cuyos dueños eran negros, le había prestado a King con conductor incluido. Cerca del coche había un grupo de asistentes del pastor entre los que Jasper entrevió a Verena Marquand.
Seguía tan guapa y arrebatadora como hacía cinco años, aunque estaba distinta. Llevaba el cabello a lo afro, collares de cuentas y un caftán. Jasper distinguió unas pequeñas arrugas de cansancio alrededor de sus ojos y se preguntó cómo sería trabajar para un hombre tan fervientemente idolatrado y al mismo tiempo tan profundamente odiado como Martin Luther King.
Jasper le dedicó su mejor sonrisa y se presentó.
—Ya nos conocemos —dijo.
—Creo que no —contestó ella con recelo.
—Le aseguro que sí, aunque no la culpo por no recordarlo. Fue el 28 de agosto de 1963, y ese día pasaron muchas otras cosas.
—Básicamente el discurso de «Tengo un sueño» de Martin.
—Yo era estudiante de periodismo y le pedí que me concediera una entrevista con el doctor King. No me hizo ni caso.
Jasper también recordaba de qué modo lo cautivó la belleza de Verena. La misma fascinación que sentía en esos momentos.
Verena se ablandó.
—Y supongo que todavía quiere esa entrevista —dijo con una sonrisa.
—Sam Cakebread estará aquí el fin de semana para hablar con Henry Loeb. Sería perfecto que también pudiera entrevistar al doctor King.
—Haré lo que pueda, señor Murray.
—Por favor, llámeme Jasper.
Verena vaciló.
—Solo por curiosidad: ¿cómo nos conocimos ese día en Washington?
—Yo estaba desayunando con el senador Greg Peshkov, un amigo de la familia, y usted estaba con George Jakes.
—¿Y dónde ha estado desde entonces?
—En Vietnam, en parte.
—¿En primera línea?
—Sí, a veces en primerísima. —Odiaba hablar de aquello—. ¿Le importa que le haga una pregunta personal?
—Adelante, aunque no le prometo que responda.
—¿George y usted siguen siendo pareja?
—No voy a responder.
En ese momento oyeron a King y ambos levantaron la vista. Estaba en el balcón de su habitación, mirando abajo, y le dijo algo a uno de los asistentes que estaban en el aparcamiento, junto a Jasper y Verena.
King estaba remetiéndose la camisa, como si se vistiera después de darse una ducha, y Jasper pensó que seguramente se preparaba para salir a cenar.
King apoyó ambas manos en la barandilla y se inclinó hacia delante mientras bromeaba con alguien de abajo.
—Ben, esta noche quiero que cantes My Precious Lord para mí como nunca antes. Quiero que suene como los ángeles.
—Empieza a refrescar, pastor —le advirtió el conductor del Cadillac blanco—. Esta noche no le vendría mal un abrigo.
—De acuerdo, Jonesy —contestó King, y se irguió.
Entonces se oyó un disparo.
King se tambaleó hacia atrás, levantó los brazos en cruz, se golpeó con la pared de detrás y cayó.
Verena lanzó un chillido.
Los asistentes de King se protegieron detrás del Cadillac blanco.
Jasper apoyó una rodilla en el suelo y envolvió con los brazos a Verena, agachada delante de él, arrimándole la cabeza a su pecho en actitud protectora mientras buscaba el origen del disparo. Al otro lado de la calle había un edificio que parecía una pensión.
No hubo un segundo tiro.
Por un momento Jasper se vio atrapado en un dilema, hasta que decidió soltar a Verena.
—¿Estás bien? —preguntó.
—¡Oh, Martin! —exclamó ella alzando la vista hacia el balcón.
Se pusieron de pie con cautela, pero parecía que ya había pasado el peligro.
Sin intercambiar palabra, ambos echaron a correr hacia la escalera exterior que conducía al balcón.
King estaba tendido de espaldas, con los pies apoyados en la barandilla. Ralph Abernathy se había inclinado sobre él, igual que otro de los acompañantes del pastor, el afable Billy Kyles con sus enormes gafas. Desde allí se oían los gritos y los lamentos de la gente que estaba en el aparcamiento en el momento del disparo.
La bala había destrozado el cuello y la mandíbula del pastor y le había arrancado la corbata. La herida era espantosa y Jasper supo de inmediato que King había sido alcanzado por una bala explosiva, conocida como «dum-dum». La sangre empezaba a formar un charco alrededor de sus hombros.
—¡Martin! ¡Martin! ¡Martin! —gritaba Abernathy mientras le daba palmaditas en la mejilla. Jasper creyó atisbar una débil señal de consciencia en el rostro de King—. Martin, soy Ralph, no te preocupes, todo va a salir bien.
King movió los labios, pero no emitió ningún sonido.
Kyles fue el primero en llegar al teléfono de la habitación. Lo levantó, pero por lo visto no había nadie en centralita, y empezó a aporrear la pared con el puño mientras gritaba:
—¡Contestad al teléfono! ¡Contestad al teléfono! ¡Contestad al teléfono!
Hasta que se rindió y volvió corriendo al balcón.
—¡Llamad a una ambulancia, han disparado al doctor King! —le gritó a la gente del aparcamiento.
Alguien envolvió la cabeza destrozada de King en una toalla de baño.
Kyles cogió una colcha de color naranja de la cama y se la echó al pastor por encima para cubrirle el cuerpo hasta el cuello.
Jasper sabía de heridas. Sabía cuánta sangre podía perder un hombre y cuándo podía salir adelante o no.
Para él, Martin Luther King no tenía salvación.
Kyles levantó la mano del moribundo, le separó los dedos y le quitó el paquete de cigarrillos. Jasper nunca había visto fumar a King, por lo que supuso que lo hacía en privado. Incluso en aquellas circunstancias Kyles protegía a su amigo, un gesto que conmovió al joven.
Abernathy seguía hablando con King.
—¿Puedes oírme? —decía—. ¿Puedes oírme?
Jasper vio que el rostro del pastor mudaba de color de manera drástica. Empalideció y su tez adquirió una tonalidad grisácea. Los atractivos rasgos adoptaron una serenidad antinatural.
Jasper también conocía la muerte y sabía que la tenía delante.
Verena vio lo mismo. Dio media vuelta y se metió en la habitación, sollozando.
Jasper la rodeó con los brazos.
La mujer se derrumbó sobre su pecho, llorando, y sus lágrimas calientes empaparon la camisa blanca de Jasper.
—Lo siento mucho —dijo en un susurro—. Lo siento mucho.
Lo sentía por Verena. Lo sentía por Martin Luther King.
Lo sentía por Estados Unidos.
Esa noche estallaron las áreas más degradadas de las grandes ciudades de Estados Unidos.
Dave Williams, en el bungalow del hotel Beverly Hills en el que vivía, seguía horrorizado la cobertura televisiva. Había disturbios en ciento diez ciudades. En Washington veinte mil personas habían arrollado a la policía y prendido fuego a edificios. En Baltimore habían muerto seis personas y se habían producido setecientos heridos. En Chicago un tramo de tres kilómetros de West Madison Street había quedado reducido a escombros.
Dave no abandonó su habitación en todo el día siguiente y lo pasó sentado en el sofá, delante del televisor, sin parar de fumar. ¿Quién tenía la culpa? No solo la persona que había disparado, sino también los racistas blancos que incitaban al odio. Y la gente que no hacía nada ante las injusticias sangrantes.
Gente como Dave.
Había tenido una oportunidad única de alzarse contra el racismo.
Había ocurrido hacía unos días, en un estudio de televisión de Burbank.
Le habían dicho que una mujer blanca no podía besar a un hombre negro en la televisión estadounidense. Su hermana le había pedido que se opusiera a aquella política racista y, sin embargo, él había cedido ante los prejuicios.
Él había matado a Martin Luther King de igual modo que lo habían hecho Henry Loeb, Barry Goldwater y George Wallace.
El programa se emitiría sin el beso al día siguiente, sábado, a las ocho de la tarde.
Dave pidió una botella de whisky al servicio de habitaciones y se durmió en el sofá.
Por la mañana despertó temprano y sabiendo lo que tenía que hacer.
Se duchó, tomó un par de aspirinas para la resaca y se vistió con su ropa más conservadora: un traje a cuadros verdes de solapas anchas y pantalones acampanados. Después pidió una limusina que lo llevó al estudio de Burbank, donde llegó a las diez.
Sabía que Charlie Lacklow estaría en el despacho aunque se tratara de un festivo. El sábado era el día de emisión y seguro que surgían contratiempos de última hora, como el que Dave estaba a punto de provocar.
La secretaria de mediana edad de Charlie, Jenny, estaba sentada a su mesa en la antesala del despacho de Lacklow.
—Buenos días, señorita Pritchard —saludó Dave. La trataba con un respeto especial porque Charlie era muy grosero con ella, de ahí que la mujer adorara a Dave y estuviera dispuesta a hacer lo que fuera por él—. ¿Le importaría buscarme un vuelo a Cleveland?
—¿Ohio?
Dave la miró con una amplia sonrisa.
—¿Conoce otro Cleveland?
—¿Para hoy?
—Lo antes posible.
—¿Sabe lo lejos que está?
—A unos tres mil kilómetros.
La mujer levantó el teléfono.
—Y que una limusina me recoja en el aeropuerto.
La señorita Pritchard tomó nota y luego se puso al aparato.
—¿Cuándo sale el próximo vuelo a Cleveland? Gracias, espero. —Volvió a mirar a Dave—. ¿A qué parte de Cleveland desea ir?
—Dele al conductor la dirección de Albert Wharton.
—¿El señor Wharton lo espera?
—Será una sorpresa.
Dave le guiñó un ojo y entró en el despacho de Lacklow.
Charlie estaba sentado a su mesa. Como era sábado, se había decidido por una chaqueta de tweed y no llevaba corbata.
—¿Podrías hacer dos copias del programa? —preguntó Dave—. ¿Una con el beso y otra sin él?
—Podría —contestó Charlie—. Ya tenemos una sin el beso lista para emitirse, y podríamos montar la otra esta mañana, pero no vamos a hacerlo.
—Hoy mismo recibirás una llamada de Albert Wharton para pedirte que dejes el beso. Es solo para que estemos preparados. No querrás disgustar a nuestro patrocinador, ¿verdad?
—Claro que no, pero ¿por qué estás tan seguro de que va a cambiar de opinión?
Dave no estaba nada seguro, pero no se lo dijo a Charlie.
—Si tuviéramos listas las dos copias, ¿hasta qué hora estaríamos a tiempo de hacer el cambio?
—Más o menos hasta las ocho menos diez, horario de la Costa Este.
Jenny Pritchard asomó la cabeza por la puerta.
—Tiene una reserva para las once en punto, Dave. El aeropuerto está a unos diez kilómetros de aquí, así que debería salir cuanto antes.
—Ya voy.
—Es un vuelo de cuatro horas y media y hay una diferencia horaria de tres, así que aterrizará a las seis y media. —Le tendió una hoja de papel con la dirección del señor Wharton—. Debería estar allí a las siete.
—Tiempo de sobra —dijo Dave, y se despidió de Charlie con un gesto de la mano—. No te separes del teléfono.
Charlie parecía desconcertado, poco acostumbrado como estaba a que lo mangonearan.
—No voy a ir a ningún sitio —contestó.
—Su mujer se llama Susan y sus hijos son Caroline y Edward —dijo la señorita Pritchard, ya en la antesala del despacho.
—Gracias. —Dave cerró la puerta de Charlie—. Señorita Pritchard, si alguna vez se harta de Charlie, yo necesito una secretaria.
—Ya estoy harta —afirmó—. ¿Cuándo empiezo?
—El lunes.
—¿En el hotel Beverly Hills a las nueve?
—Que sean las diez.
La limusina del hotel llevó a Dave al LAX, el aeropuerto principal de Los Ángeles. La señorita Pritchard había llamado a la línea aérea y ya tenía a una azafata esperando para acompañarlo a través de la zona VIP y así evitar el asedio de la multitud en la sala de espera de salidas.
No había desayunado nada salvo por las aspirinas, así que agradeció la comida que le sirvieron a bordo. Dave meditaba lo que iba a decirle al señor Wharton mientras el avión descendía hacia la llana ciudad junto al lago Erie. Iba a ser complicado, pero si planteaba bien la situación tal vez conseguiría que Wharton cambiase de opinión, lo cual compensaría su cobardía anterior. Deseaba decirle a su hermana que se había redimido.
Los trámites de la señorita Pritchard habían dado resultado y el coche que debía llevarlo a la zona residencial y arbolada, no muy lejos de allí, estaba esperándolo a su llegada al aeropuerto de Hopkins. La limusina se detuvo pocos minutos después de las siete en el camino de entrada de una casa de grandes dimensiones estilo rancho, aunque nada ostentosa. Dave se acercó a la puerta y llamó al timbre.
Estaba nervioso.
Fue el propio Wharton quien acudió a abrir, vestido con un suéter gris de cuello de pico y unos pantalones anchos.
—¿Dave Williams? —dijo—. ¿Qué demon…?
—Buenas tardes, señor Wharton —lo interrumpió Dave—. Siento molestarlo, pero me gustaría hablar con usted.
El hombre pareció complacido cuando se recuperó de la sorpresa.
—Pase —dijo—. Le presentaré a la familia.
Wharton acompañó a Dave al comedor, donde daba la impresión de que estaban terminando de cenar. El empresario tenía una mujer de treinta y tantos años, bastante guapa, una hija de unos dieciséis y un hijo con acné un par de años menor que su hermana.
—Tenemos una visita sorpresa —anunció Wharton—. Os presento al señor Dave Williams, de Plum Nellie.
La señora Wharton se tapó la boca con una mano blanca y pequeña.
—Ay, Dios —musitó.
Dave le estrechó la mano y luego se volvió hacia los jóvenes.
—Vosotros debéis de ser Caroline y Edward.
A Wharton pareció complacerle que Dave recordara el nombre de sus hijos.
Los chicos estaban atónitos ante la visita sorpresa de una estrella del pop a la que habían visto en la televisión. Edward se había quedado sin habla y Caroline había enderezado la espalda para que sus pechos destacaran un poco más, mientras le lanzaba esa mirada que Dave ya había visto antes en un millar de chicas adolescentes y que decía «puedes hacerme lo que quieras».
Decidió no darse por enterado.
—Por favor, Dave, tome asiento y acompáñenos —dijo Wharton.
—¿Le apetece un trozo de tarta? —preguntó la señora Wharton—. Es de fresa.
—Sí, gracias —dijo Dave—. Vivo en un hotel, así que los postres caseros son todo un lujo.
—Ay, pobre —se lamentó la mujer, y se dirigió a la cocina.
—¿Ha llegado hoy de Los Ángeles? —preguntó Wharton.
—Sí.
—Seguro que no habrá venido solo a visitarme.
—Pues en realidad sí. Me gustaría volver a hablar con usted sobre el programa de esta noche.
—Adelante —accedió Wharton, no demasiado convencido.
La señora Wharton regresó con el postre presentado en una fuente y empezó a servir.
Dave intentó ponerse a los hijos de su lado.
—En el programa que vuestro padre y yo hemos grabado hay una sección en la que Percy Marquand hace un dúo con mi hermana, Evie Williams.
—He visto su película —dijo Edward—. ¡Es una pasada!
—Al final de la canción, Evie besa a Percy en la mejilla. —Dave hizo una pausa.
—¿Y? ¡Pues vaya cosa! —comentó Caroline.
La señora Wharton enarcó una ceja con gesto coqueto mientras le pasaba a Dave un buen trozo de tarta de fresa.
—Vuestro padre y yo hablamos sobre si ese beso ofendería a nuestro público —prosiguió Dave—, algo que ninguno de los dos queremos, y por eso concluimos que lo mejor era dejarlo fuera.
—Creo que fue una buena decisión —dijo Wharton.
—Señor Wharton, hoy he venido a verlo hasta aquí porque creo que las cosas han cambiado desde que tomamos esa decisión.
—Se refiere al asesinato de Martin Luther King.
—Han asesinado al doctor King, pero América se desangra.
Aquella frase se le había ocurrido de repente, como a veces le sucedía con las letras de las canciones.
Wharton negó con la cabeza y apretó los labios en un gesto testarudo. El optimismo de Dave perdió fuelle.
—Tengo más de un millar de empleados —dijo Wharton con cansancio—, muchos de ellos son negros, por cierto. Si las ventas de Espuma caen en picado porque ofendemos a los telespectadores, parte de esa gente perderá su empleo. No puedo asumir ese riesgo.
—Lo asumiríamos ambos —repuso Dave—. Mi popularidad también está en juego, pero quiero hacer algo para contribuir a cerrar las heridas de este país.
Wharton sonrió con indulgencia, como lo haría si uno de sus hijos dijera algo completamente idealista.
—¿Y cree que lo conseguirá con un beso?
Dave adoptó un tono de voz más duro y grave.
—Es sábado por la noche, Albert. Imagine lo siguiente: ahora mismo hay jóvenes negros por toda América planteándose si salir a prenderle fuego a algo y a romper ventanas, o relajarse y no meterse en líos. Antes de decidirse, muchos de ellos verán Dave Williams and Friends solo porque lo presenta una estrella del rock. ¿Cómo quiere que se sientan al final del programa?
—Bueno, obviamente…
—Piense en el escenario que les construimos a Percy y a Evie. Todo en ese decorado dice que los blancos y los negros deben estar separados: el vestuario, el papel que interpreta cada uno, el mostrador que hay entre ambos…
—Esa era la intención —admitió Wharton.
—Pusimos énfasis en esa separación y no es eso lo que quiero restregarle por la cara a la comunidad negra, y menos esta noche, después de que hayan asesinado a su gran ídolo. Sin embargo, el beso de Evie, justo al final, le da la vuelta a ese mensaje. El beso dice que no debemos aprovecharnos unos de otros, ni maltratarnos, ni matarnos. Dice que podemos tocarnos, algo que no debería ser tan extraño, pero lo es.
Dave contuvo la respiración. En realidad no estaba seguro de que aquel beso fuera a detener muchos altercados. Quería que se incluyera en el programa porque era lo correcto, pero creyó que tal vez podría convencer a Wharton con aquel argumento.
—Dave tiene toda la razón, papá —intervino Caroline—. Tenéis que hacerlo.
—Sí —la apoyó Edward.
Wharton no parecía demasiado dispuesto a cambiar de parecer empujado por lo que opinaran sus hijos, pero se volvió hacia su mujer y, hasta cierto punto para sorpresa de Dave, lo consultó con ella.
—¿Tú qué crees, cariño?
—Jamás te diré que hagas nada que pueda perjudicar a la compañía —contestó ella—, ya lo sabes, pero creo que esto incluso podría beneficiar a National Soap. Si recibes críticas, diles que lo hiciste por Martin Luther King. Podrías acabar siendo un héroe.
—Son las ocho menos cuarto, señor Wharton —dijo Dave—, y Charlie Lacklow espera junto al teléfono. Si lo llama en los próximos cinco minutos, aún habrá tiempo de cambiar las cintas. La decisión es suya.
Se hizo el silencio en el comedor. Wharton lo meditó unos minutos y luego se levantó.
—¡Qué demonios! Puede que tengáis razón —dijo, y se dirigió al recibidor.
Todos lo oyeron llamar. Dave se mordió el labio.
—Con el señor Lacklow, por favor… Hola, Charlie… Sí, está aquí, tomando el postre con nosotros… Hemos tenido una larga charla y llamo para pedirle que vuelva a incluir el beso en el programa… Sí, eso es lo que he dicho. Gracias, Charlie. Buenas noches.
Dave oyó que colgaba el teléfono y dejó que lo embargara una cálida sensación de triunfo.
El señor Wharton regresó al comedor.
—Bueno, ya está hecho —anunció.
—Gracias, señor Wharton —dijo Dave.
—El beso ha recibido muchísima publicidad, casi toda ella buena —le comentó Dave a Evie el martes mientras comían en el Polo Lounge.
—¿National Soap ha salido beneficiado?
—Eso es lo que dice mi nuevo amigo, el señor Wharton. Las ventas de Espuma han subido, no bajado.
—¿Y el programa?
—También es un éxito. Ya nos han encargado una temporada.
—Y todo porque hiciste lo correcto.
—Mi carrera en solitario no puede empezar mejor. No está mal para un crío que no aprobaba ni un examen.
Charlie Lacklow se sentó a su mesa.
—Siento llegar tarde —dijo con muy poca convicción—. He estado trabajando en un comunicado de prensa conjunto con National Soap. Es un poco tarde, tres días después del programa, pero quieren aprovechar la publicidad.
Le tendió un par de hojas a Dave.
—¿Puedo verlo? —preguntó Evie.
La joven sabía que su hermano tenía problemas para leer, y este le pasó los papeles.
—¡Dave! —exclamó Evie al cabo de un minuto—. Quieren que digas: «Deseo expresar mi admiración por el coraje y la visión de futuro del director ejecutivo de National Soap, el señor Albert Wharton, a la hora de insistir en la inclusión del controvertido beso en la emisión del programa». ¡Tendrán cara…!
Dave recuperó la hoja.
Charlie le alcanzó un bolígrafo.
Dave escribió «OK» en lo alto de la página, la firmó y luego se lo devolvió todo a Charlie.
—¡Esto es un escándalo! —protestó Evie hecha una furia.
—Por supuesto que lo es —admitió Dave—. Así es el mundo del espectáculo.