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JASPER MURRAY había pasado dos años en el ejército, uno de adiestramiento en Estados Unidos y otro combatiendo en Vietnam. Lo licenciaron en enero de 1968 sin que hubiese siquiera resultado herido.

Se sentía afortunado.

Daisy Williams le sufragó un vuelo a Londres para que visitara a la familia. Su hermana Anna era ya directora editorial de Rowley Publishing. Al fin se había casado con Hank Remington, cuyo éxito estaba perdurando más que el de la mayoría de las estrellas del rock. En la residencia de Great Peter Street reinaba una insólita quietud; los jóvenes no vivían ya con ellos, y Lloyd y Daisy se habían quedado solos. Lloyd era ministro del gobierno laborista, por lo que pasaba muy poco tiempo en casa. Ethel murió ese mes de enero, y su funeral se celebró pocas horas antes de que Jasper volviera a Nueva York.

El oficio religioso tuvo lugar en el Calvary Gospel Hall de Aldgate, apenas una choza de madera donde Ethel se había casado con Bernie Leckwith cincuenta años atrás, cuando su hermano Billy e innumerables chicos como él luchaban en las trincheras de barro congelado de la Primera Guerra Mundial.

La pequeña capilla tenía aforo para un centenar de fieles sentados y una veintena de pie, pero aquel día más de mil personas fueron a despedir a Eth Leckwith.

El pastor trasladó la ceremonia al exterior y la policía cerró la calle al tráfico. Los oradores se subieron en sillas para dirigirse a la multitud.

Los dos hijos de Ethel, Lloyd Williams y Millie Avery, ambos en la cincuentena, se situaron en la primera fila junto con la mayor parte de los nietos de Ethel y un puñado de bisnietos.

Evie Williams leyó la parábola del buen samaritano, del Evangelio de san Lucas. Dave y Walli llevaron las guitarras y cantaron I Miss you, Alicia. La mitad del gabinete estaba allí, y también el conde Fitzherbert.

Dos autobuses procedentes de Aberowen habían trasladado a un centenar de voces galesas para que se sumaran al canto de los himnos.

No obstante, la mayoría de los dolientes eran simples londinenses en cuyas vidas había influido Ethel. Atendieron al funeral de pie, indiferentes al frío, los hombres sujetándose los sombreros con ambas manos, las mujeres haciendo callar a los niños y los ancianos temblando bajo sus abrigos baratos, y cuando el pastor rezó por que Ethel descansara en paz, todos dijeron «Amén».

George Jakes tenía un sencillo plan para 1968: que Bobby Kennedy fuera presidente y pusiera fin a la guerra.

No todos los asistentes de Bobby aprobaban su posible candidatura. Dennis Wilson se contentaba con que siguiera siendo senador por Nueva York.

—La gente dirá que ya tenemos un presidente demócrata y que Bobby debería respaldar a Lyndon Johnson, no competir contra él —dijo—. Es inaudito.

Se encontraban en el Club Nacional de Prensa de Washington el 30 de enero de 1968 esperando a Bobby, que estaba a punto de desayunar con quince periodistas.

—Eso no es verdad —repuso George—. Truman tuvo como opositores a Strom Thurmond y a Henry Wallace.

—Eso fue hace veinte años. En cualquier caso, Bobby no conseguirá el apoyo demócrata.

—Pues yo creo que será más popular que Johnson.

—La popularidad no tiene nada que ver con esto —replicó Wilson—. La mayoría de los delegados del congreso demócrata están controlados por las figuras de poder del partido: líderes obreros, gobernadores y alcaldes. Hombres como Daley. —El alcalde de Chicago, Richard Daley, era la peor clase de político: desfasado, despiadado y corrupto—. Y lo único que se le da bien a Johnson son las luchas internas.

George sacudió la cabeza, asqueado. Estaba en política para desafiar las viejas estructuras de poder, no para ceder a ellas. Y, en el fondo, Bobby también.

—Habrá tanta gente en todo el país que se subirá al tren de Bobby que esas figuras de poder no podrán ignorarlo.

—¿No has hablado de esto con él? —Wilson fingía incredulidad—. ¿No le has oído decir que la gente lo considerará egoísta y ambicioso si compite contra un titular demócrata?

—Hay más gente que cree que es el heredero natural de su hermano.

—Cuando habló en el Brooklyn College, los alumnos llevaban una pancarta en la que se leía: ¿halcón, paloma o… gallina?

Aquella pulla había escocido a Bobby y consternado a George, quien, pese a ello, en ese momento intentaba imbuirse de optimismo.

—¡Eso significa que quieren que se presente como candidato! —dijo—. Saben que es el único que puede unir a jóvenes y a mayores, a blancos y a negros, a ricos y a pobres, y conseguir que todos aúnen esfuerzos para acabar con la guerra y conceder a los negros la justicia que merecen.

La boca de Wilson dibujó una mueca desdeñosa, pero, antes de que pudiera despreciar el idealismo de George, Bobby entró y todos los presentes se sentaron para desayunar.

Los sentimientos de George con respecto a Wilson habían sufrido un revés. Johnson había empezado muy bien, aprobando la Ley de Derechos Civiles de 1964 y la Ley de Derecho al Voto de 1965, y había propuesto una «guerra a la pobreza», pero no había conseguido entender la política exterior, tal como había pronosticado el padre de George, Greg. Lo único que Johnson sabía era que no quería ser el presidente que perdiera Vietnam a manos de los comunistas. En consecuencia, en esos momentos se encontraba irremediablemente enfangado en una guerra sucia y engañaba al pueblo norteamericano diciéndole que la estaban ganando.

Las palabras también habían cambiado. Cuando George era joven había oído descalificativos como «negro de mierda»; en otros ámbitos se hablaba de «personas de color», un concepto elegante, y el término más correcto era «Negro», el que empleaba el liberal The New York Times, siempre en mayúscula, como «Judío». Con el tiempo esa mayúscula de «Negro» había pasado a considerarse condescendiente, y la expresión «personas de color», evasiva, así que todo el mundo hablaba ya de personas negras, comunidad negra, orgullo negro e incluso poder negro. «Lo negro es bello», se decía. George no estaba seguro de qué diferencia suponían las palabras.

Apenas probó el desayuno; estaba demasiado ocupado anotando las preguntas y las respuestas de Bobby en previsión del comunicado de prensa que tendría que redactar.

—¿Qué tal lleva la presión que está recibiendo para presentarse como candidato a la presidencia? —preguntó uno de los periodistas.

George alzó la mirada y vio que Bobby forzaba una sonrisa antes de contestar:

—Mal, mal.

George se tensó. La puñetera sinceridad de Bobby a veces era excesiva.

—¿Qué opina de la campaña del senador McCarthy? —siguió preguntando el periodista.

No se refería al senador Joe McCarthy, de pésimo renombre, que había perseguido a los comunistas en los años cincuenta, sino a un individuo totalmente opuesto: el senador Eugene McCarthy, un liberal que, además de político, era poeta. Dos meses antes, Gene McCarthy había declarado su intención de optar a la designación demócrata y competir contra Johnson como candidato contrario a la guerra. La prensa ya lo había desestimado por considerarlo perdedor.

—Creo que la campaña de McCarthy va a ayudar a Johnson —contestó Bobby, que seguía sin referirse a Lyndon como «el presidente».

Skip Dickerson, el amigo de George que trabajaba para Johnson, se mofaba de ello.

—Y bien, ¿se presentará?

Bobby tenía mil maneras de no responder a esa pregunta, todo un repertorio de evasivas, pero ese día no recurrió a ninguna de ellas.

—No —dijo.

George dejó caer el lápiz. ¿A qué demonios venía aquello?

—No me presentaré bajo ningún concepto —añadió Bobby.

George sintió el impulso de decir: «En ese caso, ¿qué cojones estamos haciendo aquí?».

Advirtió la sonrisa satisfecha de Dennis Wilson y estuvo tentado de marcharse en ese mismo instante, pero era demasiado educado.

Permaneció en su silla tomando notas hasta que el desayuno concluyó.

De vuelta en el despacho de Bobby, en el Capitolio, redactó el comunicado de prensa como si fuera un autómata. Al citar sus palabras, hizo un sutil cambio: «No me presentaré en ninguna circunstancia previsible», aunque no iba a suponer una gran diferencia.

Tres miembros de su equipo dimitieron esa tarde. No habían ido a Washington para trabajar al servicio de un fracasado.

George estaba lo bastante enfadado para renunciar, pero mantuvo la boca cerrada. Antes quería pensar. Y quería hablar con Verena.

Ella se encontraba en la ciudad y, como siempre, se alojaba en su piso. Ya disponía de un armario propio en el dormitorio de George, donde tenía ropa de abrigo que no necesitaba en Atlanta.

Aquella noche se quedó tan disgustada que estuvo a punto de llorar.

—¡Es nuestra única baza! —dijo—. ¿Sabes cuántas bajas tuvimos en Vietnam el año pasado?

—Claro que lo sé —repuso George—: ochenta mil. Lo incluí en un discurso de Bobby, aunque él no utilizó ese dato.

—Ochenta mil bajas entre muertos, heridos y desaparecidos —insistió Verena—. Es horrible, y ahora seguirá ocurriendo.

—Sin duda habrá más este año.

—Bobby ha perdido la oportunidad de brillar. Pero ¿por qué? ¿Por qué lo ha hecho?

—Estoy demasiado enfadado para hablar con él de esto, pero creo que recela de sus propias motivaciones. Se pregunta si de verdad quiere esto por el bien de su país o por su ego. Esas dudas lo atormentan.

—Martin está igual —repuso Verena—. Se pregunta si no será culpable de los disturbios que ha habido en la ciudad.

—Pero el doctor King se reserva esas dudas. Como líder, debe hacerlo.

—¿Crees que Bobby tenía previsto hacer el anuncio?

—No, ha sido una reacción impulsiva, estoy seguro. Es una de las cosas que hacen que sea tan difícil trabajar para él.

—¿Qué vas a hacer?

—Seguramente renunciar. Lo estoy meditando.

Empezaron a cambiarse para salir a disfrutar de una cena tranquila, esperando a que la televisión emitiera el informativo. Mientras se anudaba una corbata de llamativas rayas, George contempló en el espejo cómo Verena se ponía la ropa interior. Su cuerpo había cambiado en los cinco años que habían transcurrido desde que la vio desnuda por primera vez. Ese año cumpliría los veintinueve, y ya no tenía la figura esbelta de una yegua. Sin embargo, había adquirido aplomo y elegancia.

George pensó que su apariencia madura era incluso más hermosa. Se había dejado crecer el tupido cabello en un estilo que se denominaba «natural» y que de algún modo acentuaba el atractivo de sus ojos verdes.

Verena se sentó delante del espejo frente al que él se afeitaba y empezó a maquillarse.

—Si al final renuncias, podrías venir a Atlanta y trabajar para Martin —dijo.

—No —contestó George—. El doctor King aboga por una sola causa. Quienes protestan solo hacen eso, protestar, pero los políticos cambian el mundo.

—Entonces, ¿qué has pensado hacer?

—Es posible que me presente al Congreso.

Verena dejó el cepillo de rímel y se volvió hacia George para mirarlo a los ojos.

—Vine a Washington para luchar por los derechos civiles, pero la injusticia que han sufrido los negros no es solo una cuestión de derechos —dijo George; era algo que llevaba mucho tiempo pensando—. Es una cuestión de acceso a la vivienda, de desempleo y de una guerra, la de Vietnam, en la que todos los días mueren jóvenes negros. La vida de los negros se ve afectada a largo plazo incluso por acontecimientos que tienen lugar en Moscú y Pekín. Un hombre como el doctor King inspira a la gente, pero hay que ser un político completo para hacer el bien de verdad.

—Supongo que necesitamos las dos cosas —concluyó Verena, y empezó a maquillarse los ojos.

George se puso su mejor traje, que siempre hacía que se sintiera mejor. Más tarde se tomaría un martini, tal vez dos. Durante siete años su vida había estado inextricablemente unida a la de Robert Kennedy.

Quizá había llegado el momento de avanzar.

—¿Alguna vez has pensado en lo peculiar que es nuestra relación? —preguntó.

Ella se rió.

—¡Claro! Vivimos separados y nos vemos una vez al mes o cada dos meses para disfrutar como locos de un sexo apasionado. ¡Y llevamos años así!

—Cualquier hombre podría hacer lo que tú haces y encontrarse con su amante en los viajes de trabajo —dijo George—. Más aún si estuviera casado. Eso sería lo normal.

—No me disgusta la idea —replicó ella—. Carne y patatas en casa, y un poco de caviar fuera.

—En cualquier caso, me alegro de ser el caviar.

Ella se lamió los labios.

—Mmm, salado.

George sonrió y decidió que no volvería a pensar en Bobby aquella noche.

Llegó la hora del informativo, y George subió el volumen. Esperaba que abriera con la noticia del anuncio de Bobby, pero había otra más importante: durante la celebración del Año Nuevo, al que los vietnamitas denominaban Tết, el Vietcong había lanzado una ofensiva a gran escala. Habían atacado cinco de las seis ciudades más grandes, treinta y seis capitales de provincia y sesenta poblaciones pequeñas. El asalto había dejado atónito al ejército estadounidense por su magnitud; nadie había imaginado que aquellos guerrilleros fuesen capaces de llevar a cabo una operación de semejante calibre.

El Pentágono afirmó que las fuerzas del Vietcong habían sido repelidas, pero George no lo creyó.

El presentador dijo que se esperaban importantes ataques para el día siguiente.

—Me pregunto hasta qué punto contribuirá esto a la campaña de Gene McCarthy —le dijo George a Verena.

Beep Dewar convenció a Walli Franck para que diese una charla política.

En un primer momento él se negó. Era guitarrista y temía hacer el ridículo, como lo haría un senador cantando temas pop en público. Sin embargo, procedía de una familia con inclinaciones políticas, y la educación que había recibido le impedía mostrarse apático. Recordaba la mofa de sus padres hacia aquellos alemanes occidentales que no habían protestado contra la política del Muro de Berlín y el represivo gobierno de la Alemania Oriental. Su madre decía que eran tan culpables como los comunistas. Walli comprendió en ese momento que si rechazaba una oportunidad de pronunciar unas palabras a favor de la paz sería tan malvado como Lyndon Johnson.

Además, Beep le parecía absolutamente irresistible.

De modo que accedió.

Ella lo recogió con el Dodge Charger rojo de Dave y lo llevó a la sede de la campaña de Gene McCarthy, en San Francisco, donde habló para un pequeño batallón de jóvenes entusiastas que se habían pasado el día llamando puerta por puerta.

Se sintió nervioso al situarse frente al público. Había preparado la primera frase.

—Algunas personas me han dicho que debería mantenerme alejado de la política porque no soy estadounidense —dijo con voz pausada y tono informal. Luego se encogió levemente de hombros y prosiguió—: Pero a esas personas les parece bien que los estadounidenses vayan a Vietnam y maten a gente, así que supongo que también está bien que un alemán venga a San Francisco y hable…

Para su sorpresa, el público estalló en risas y aplausos. Quizá aquello no saliera del todo mal.

La gente joven se había unido desde la Ofensiva del Tết para apoyar la campaña de McCarthy. Todos vestían con pulcritud. Los chicos iban afeitados y con media melena; las chicas, conjuntadas y con zapatos de cordones. Habían cambiado su aspecto con el fin de persuadir a los votantes de que McCarthy era el presidente adecuado no solo para los hippies sino también para los norteamericanos de clase media. Su eslogan era: «Pulcros y limpios para Genie».

Walli hizo una pausa deliberada y luego se tocó las puntas de los mechones, que le llegaban por los hombros.

—Disculpad mi pelo.

El público volvió a reír y a aplaudir. Walli cayó en la cuenta de que aquello era como un espectáculo más. Si uno era una estrella, la gente lo adoraba por ser más o menos normal. En un concierto de Plum Nellie el público estallaría en vítores desaforados ante, literalmente, cualquier cosa que Walli o Dave dijesen al micrófono. Y un chiste resultaba diez veces más gracioso cuando lo contaba alguien famoso.

—No soy político, no sé hacer discursos políticos…, pero supongo que ya escucháis todos los que queréis.

—¡De sobra! —gritó uno de los chicos, y todos volvieron a reír.

—Pero ¿sabéis?, tengo algo de experiencia. Viví en un país comunista. Un día la policía me pilló cantando una canción de Chuck Berry titulada Back in the USA y me destrozaron la guitarra.

La concurrencia enmudeció.

—Era mi primera guitarra. En aquellos tiempos solo tenía una. Me rompieron la guitarra, y con ella el corazón. Así que, ya veis, sé un poco sobre el comunismo. Es probable que sepa más sobre el comunismo que Lyndon Johnson. Odio el comunismo. —Alzó sutilmente la voz—. Y aun así estoy en contra de la guerra.

El público volvió a ovacionarlo.

—Como sabéis, hay gente que cree que Jesús volverá a la Tierra un día. No sé si es verdad o no. —Aquello incomodó un poco a los presentes, que no sabían cómo interpretarlo, y entonces Walli añadió—: Si viene a Estados Unidos, seguramente lo llamarán comunista.

Miró de reojo a Beep, que se reía junto con los demás. Ella llevaba un jersey y una falda corta pero decente, y una media melena bien peinada. Sin embargo, seguía estando sexy; era algo que no podía evitar.

—El FBI detendría a Jesús por actividades antiamericanas —prosiguió Walli—, pero a él no le sorprendería: sería algo muy parecido a lo que le ocurrió la primera vez que vino a la Tierra.

Walli apenas había preparado nada que decir después de la primera frase y estaba improvisando, pero el público parecía encantado. No obstante, decidió no extenderse demasiado.

Sí había preparado la conclusión:

—Solo he venido para deciros una cosa, y es: gracias. Gracias de parte de millones de personas de todo el mundo que quieren que esta nefasta guerra acabe. Agradecemos el duro trabajo que estáis haciendo aquí. Seguid con vuestro empeño, confío de todo corazón en que ganaréis. ¡Buenas noches!

Retrocedió un paso. Beep se acercó a él, lo tomó de un brazo, y juntos salieron por la puerta trasera sin que cesaran los vítores ni los aplausos.

—¡Dios mío! ¡Has estado impresionante! ¡Deberías presentarte a presidente! —dijo Beep en cuanto subieron al coche de Dave.

Walli sonrió y se encogió de hombros.

—A la gente siempre le gusta descubrir que una estrella del pop es humana. En realidad todo se reduce a eso.

—Pero has hablado con sinceridad, ¡y has estado muy ingenioso!

—Gracias.

—Quizá lo hayas heredado de tu madre. ¿No me dijiste que era política?

—En realidad, no. En la Alemania del Este no existe una política normal. Era concejala antes de que los comunistas apretaran el puño.

Por cierto, ¿me has notado el acento?

—Solo un poquito.

—Me lo temía. —Le preocupaba mucho su acento. La gente lo asociaba a los nazis de las películas bélicas. Intentaba hablar como un norteamericano, pero le costaba.

—En realidad, a mí me parece encantador —dijo Beep—. Ojalá hubiera podido escucharte Dave.

—¿Dónde está, por cierto?

—En Londres, creo. Suponía que lo sabías.

Walli se encogió de hombros.

—Sé que tenía que hacer algo en algún sitio. Aparecerá en cuanto tengamos que componer canciones o rodar una película o echarnos otra vez a la carretera. Tenía entendido que ibais a casaros.

—Sí, así es, pero aún no nos hemos puesto; él ha estado demasiado ocupado. Y, ya sabes, a mis padres les parece bien que compartamos habitación cuando viene, así que tampoco es que estemos desesperados por librarnos de ellos.

—Genial. —Llegaron a Haight-Ashbury, y Beep detuvo el coche frente a la puerta de Walli—. ¿Te apetece tomar un café o algo? —No sabía por qué había dicho eso; las palabras sencillamente escaparon de su boca.

—Vale.

Beep apagó el ronco motor.

La casa estaba vacía. Tammy y Lisa habían ayudado a Walli a superar el mal trago del compromiso de Karolin, y él siempre les estaría agradecido, pero habían estado viviendo una fantasía que solo había durado lo mismo que las vacaciones. Cuando el verano dio paso al otoño, las chicas se fueron de San Francisco para volver a la universidad, como la mayoría de los hippies de 1967.

Había sido una época idílica.

Walli puso el nuevo álbum de los Beatles, Magical Mystery Tour; luego hizo café y lió un porro. Se sentaron en un cojín enorme, Walli con las piernas cruzadas y Beep sobre los talones, y se fueron pasando el canuto. Él enseguida se sumió en ese apacible estado de ánimo que tanto le gustaba.

—Odio a los Beatles —dijo al cabo de un rato—. Son jodidamente buenos.

Beep se rió.

—Y las letras, rarísimas —añadió Walli.

—¡Lo sé!

—¿Qué significa ese verso de «Cuatro de pescado con postre de dedo»? Suena a… no sé, canibalismo.

—Dave me lo explicó —contestó Beep—. En Inglaterra hay restaurantes que venden pescado rebozado y patatas fritas para llevar. El «cuatro de» significa «pescado y patatas por valor de cuatro peniques».

—¿Y el «postre de dedo»?

—Se refiere a cuando un chico le mete el dedo a una chica en la… ya sabes, en la vagina.

—¿Y qué conexión hay entre las dos cosas?

—Significa que si le compras pescado con patatas a una chica, ella dejará que le metas el dedo.

—¿Te acuerdas de cuando eso era algo atrevido? —preguntó Walli con nostalgia.

—Ahora todo es diferente… por suerte —contestó Beep—. Las viejas normas ya no sirven. El amor es libre.

—Ahora, sexo oral en la primera cita.

—¿Qué prefieres? —caviló Beep—. ¿Hacerlo o que te lo hagan?

—¡Qué pregunta más difícil! —Walli no estaba seguro de si debía hablar de aquello con la novia de su mejor amigo—. Pero creo que me gusta que me lo hagan. —No pudo resistir la tentación de preguntar—:

¿Y tú?

—Yo prefiero hacerlo —respondió Beep.

—¿Por qué?

Ella dudó. Por un instante pareció sentirse culpable; tal vez tampoco ella estuviera segura de que aquella conversación fuera correcta, pese a su cháchara hippy sobre el amor libre. Le dio una larga calada al canuto y exhaló el humo. Su expresión se relajó.

—A la mayoría de los chicos se les da tan mal el sexo oral que nunca es tan excitante como debería —dijo, y le pasó el porro a Walli.

—Si tuvieras que decirles a los chicos americanos lo que deben saber sobre el sexo oral para hacerlo bien, ¿qué les dirías? —preguntó él.

Beep se rió.

—Bueno, en primer lugar que no empiecen lamiendo.

—¿No? —Walli estaba sorprendido—. Creía que se trataba de lamer.

—En absoluto. Al principio hay que ser delicado, ¡solo besar!

En ese momento Walli supo que estaba perdido.

Miró las piernas de Beep, que mantenía las rodillas apretadas. ¿Era una postura defensiva? ¿O una señal de excitación?

¿O ambas cosas?

—Ninguna chica me lo había dicho nunca —comentó él, y le devolvió el canuto.

Empezaba a notar una creciente excitación. ¿Le ocurría lo mismo a ella o solo estaba jugando con él?

Beep se acabó el porro y lo apagó en el cenicero.

—La mayoría de las chicas son demasiado tímidas para hablar de lo que les gusta —dijo—. La verdad es que incluso un beso puede ser demasiado al principio. En realidad… —Le miró directamente a los ojos, y Walli supo que también ella estaba perdida. Beep bajó la voz—: En realidad puedes excitarla solo respirando justo encima.

—Dios mío…

—Y mejor aún —añadió ella—: respirando justo encima a través de las bragas.

Ella se movió sutilmente, separando al fin las rodillas, y él vio que debajo de la falda corta llevaba unas bragas blancas.

—Increíble —dijo con voz ronca.

—¿Quieres probarlo? —propuso Beep.

—Sí —contestó Walli—, por favor.

Cuando Jasper Murray volvió a Nueva York fue a ver a la señora Salzman. Ella le había conseguido una entrevista con Herb Gould para un puesto de investigador en la televisión, en el programa informativo This Day.

Su perfil era ya muy diferente. Dos años atrás había ido a suplicar siendo un estudiante de periodismo desesperado por encontrar trabajo, alguien a quien nadie debía nada. En esos momentos era un veterano que había arriesgado la vida por Estados Unidos. Era mayor y más sabio, y esta vez sí le debían algo, sobre todo los hombres que no habían combatido. Consiguió el trabajo.

Jasper había olvidado lo que era el frío y se sentía extraño. Le molestaba la ropa: un traje y una camisa blanca con cuello abotonado y corbata. Sus zapatos formales eran tan ligeros que en todo momento tenía la impresión de ir descalzo. En el camino desde su piso hasta el despacho se sorprendió escrutando el suelo en busca de minas ocultas.

También le resultaba extraño estar ocupado. En el mundo civil apenas existían los largos y exasperantes períodos de inactividad que caracterizaban la vida militar: esperar órdenes, esperar transporte, esperar al enemigo. Desde el mismo día de su regreso, Jasper se había dedicado a llamar por teléfono, estudiar archivos, buscar información en bibliotecas y llevar a cabo entrevistas previas.

En las oficinas de This Day le aguardaba una pequeña sorpresa: Sam Cakebread, su antiguo rival en el periódico estudiantil, trabajaba para el mismo programa. Era un periodista hecho y derecho, puesto que no había tenido que hacer un alto en su carrera para ir a luchar en la guerra. A Jasper lo irritaba tener que realizar trabajo de investigación para temas que luego Sam presentaba ante la cámara.

Él cubría temas de moda, delitos, música, literatura y negocios.

Había investigado para un reportaje sobre un best seller publicado por su hermana, Congelación. El autor había firmado con seudónimo y él había tratado de averiguar, a partir del estilo y de las experiencias en campos de prisioneros que describía, cuál de los conocidos disidentes soviéticos podía haberlo escrito, y concluyó que probablemente había sido alguien de quien nadie había oído hablar nunca.

Luego decidieron dedicar un programa a aquella pasmosa operación del Vietcong, que había acabado conociéndose como la «Ofensiva del Tết».

Jasper seguía furioso por Vietnam. La rabia le ardía en las entrañas como una hoguera remojada, pero no había olvidado nada, y aún menos su promesa de poner en evidencia a los hombres que habían mentido al pueblo norteamericano.

Sam dijo que la Ofensiva del Tết había supuesto un fracaso para los norvietnamitas en tres sentidos:

—Primero: las fuerzas comunistas recibieron una orden general de «Avanzar hasta obtener la victoria final». Lo sabemos por documentos que llevaban encima soldados enemigos capturados. Segundo: aunque se sigue combatiendo en Hue y en Khe Sanh, el Vietcong ha demostrado ser incapaz de conservar una sola ciudad. Y tercero: han perdido a más de veinte mil hombres, y para nada.

Herb Gould miró a su alrededor esperando comentarios.

Jasper era el más inexperto del grupo, pero se sintió incapaz de contenerse.

—Tengo una pregunta para Sam.

—Adelante, Jasper —dijo Herb.

—¿En qué mierda de planeta vives?

Hubo un momento de silencio atónito por su grosería.

—Mucha gente es escéptica con esto, Jasper —intervino Herb con tono conciliador—, pero ¿puedes explicar tu postura… tal vez sin improperios?

—Lo que Sam acaba de darnos es solo el argumento del presidente Johnson con respecto al Tết. ¿Desde cuándo este programa se ha convertido en la agencia propagandística de la Casa Blanca? ¿No deberíamos estar desafiando la postura del gobierno?

Herb no discrepó.

—¿Cómo la desafiarías?

—Primero: los documentos encontrados en manos de los soldados capturados no pueden considerarse incuestionables. Las órdenes que se entregan por escrito a los soldados no son una guía fidedigna de los objetivos estratégicos del enemigo. Esta es mi traducción: «Demostrad al máximo vuestro heroísmo revolucionario superando todas las penurias y dificultades». Eso no es una estrategia, son palabras de aliento.

—Entonces, ¿cuál era su objetivo? —preguntó Herb.

—Hacer gala de su poder y su alcance, y desmoralizar así al régimen de Vietnam del Sur, a nuestros soldados y al pueblo americano.

Y lo han conseguido.

—Aun así, no tomaron ninguna ciudad.

—No necesitan tomar ciudades, ya están allí. ¿Cómo crees que llegaron a la embajada estadounidense en Saigón? No se tiraron en paracaídas: ¡fueron andando! Es probable que vivieran en el edificio de al lado. No toman ciudades porque ya las tienen.

—¿Y qué hay del tercer punto de Sam, las bajas? —preguntó Herb.

—Ninguna cifra del Pentágono sobre las bajas del enemigo es fiable —contestó Jasper.

—Para nuestro programa sería un desafío decirle al pueblo americano que el gobierno nos está mintiendo al respecto.

—Todo el mundo, desde Lyndon Johnson hasta el soldado raso de patrulla en la jungla, nos está mintiendo al respecto porque todos necesitan cifras elevadas para justificar lo que están haciendo. Pero yo conozco la verdad porque estuve allí. En Vietnam, cualquier muerto cuenta como baja enemiga. Lanza una granada a un refugio, mata a todos sus ocupantes (dos jóvenes, cuatro mujeres, un anciano y un bebé), y ya tienes ocho muertos del Vietcong en el informe oficial.

Herb parecía vacilante.

—¿Cómo podemos estar seguros de que eso es verdad?

—Pregunte a cualquier veterano —respondió Jasper.

—Cuesta creerlo.

Jasper tenía razón y Herb lo sabía, pero le inquietaba aceptar un argumento de esa magnitud. Sin embargo, Jasper creyó que conseguiría convencerlo.

—Mire —dijo—, hace cuatro años que enviamos a las primeras tropas terrestres a Vietnam del Sur. A lo largo de este tiempo, el Pentágono ha estado anunciando una victoria tras otra, y This Day ha estado repitiendo sus declaraciones ante el pueblo americano. Si llevamos ganando cuatro años, ¿cómo es posible que el enemigo pueda penetrar en el corazón de la capital y rodear la embajada estadounidense? ¡Abran los ojos!

Herb parecía reflexivo.

—Entonces, Jasper, si tú tienes razón y Sam se equivoca, ¿cuál sería el eje del reportaje?

—Muy sencillo —contestó Jasper—: la credibilidad de la administración después de la Ofensiva del Tết. El pasado noviembre el vicepresidente Humphrey nos dijo que estábamos ganando. En diciembre el general Palmer nos dijo que el Vietcong había sido derrotado. En enero el secretario de Defensa, McNamara, nos dijo que los norvietnamitas estaban perdiendo la voluntad de combatir. El general Westmoreland en persona les dijo a los periodistas que los comunistas eran incapaces de organizar una ofensiva a gran escala. Y entonces, una mañana, el Vietcong ataca todas nuestras capitales y ciudades en Vietnam del Sur.

—Nunca hemos cuestionado la sinceridad de nuestro presidente —comentó Sam—. Ningún programa de televisión lo ha hecho.

—Pues ha llegado el momento de hacerlo. ¿Está mintiendo el presidente? La mitad del país se lo pregunta.

Los dos miraron a Herb. La decisión era suya. Herb guardó silencio unos minutos.

—De acuerdo —dijo al fin—. Ese será el título del reportaje: «¿Está mintiendo el presidente?». Hagámoslo.

A primera hora Dave Williams cogió un vuelo de Nueva York a San Francisco y, sentado en primera clase, pidió un desayuno norteamericano: tortitas con beicon.

La vida le iba bien. Plum Nellie tenía éxito y él no tendría que hacer ningún examen más en toda su vida. Quería a Beep e iba a casarse con ella en cuanto encontrara tiempo.

Era el único miembro del grupo que todavía no se había comprado una casa, pero esperaba hacerlo ese día. Aunque sería más que una simple casa. Tenía la intención de adquirir una residencia en el campo con un pequeño terreno y construir en él un estudio de grabación.

Todo el grupo podría vivir allí mientras estuvieran produciendo un álbum, para lo cual se tardaban varios meses a causa de la técnica moderna. Dave solía recordar con una sonrisa que habían grabado su primer álbum en un solo día.

Estaba entusiasmado; nunca había comprado una casa. Se sentía más que impaciente por ver a Beep, pero había decidido ocuparse primero de los negocios para que nada los interrumpiera el tiempo que estuvieran juntos. Mortimer Schulman, su gerente comercial, fue a buscarlo al aeropuerto. Dave había contratado a Morty para que se encargara de sus finanzas personales aparte de las del grupo. Morty era un hombre de mediana edad ataviado con ropa cómoda de estilo californiano, americana azul marino y camisa azul celeste con el cuello abierto. Puesto que Dave solo tenía veinte años de edad, a menudo se encontraba con que abogados y contables lo trataban con condescendencia e intentaban darle instrucciones, más que información. Morty lo trataba como lo que era, su jefe, y le planteaba opciones, consciente de que era Dave de quien dependía tomar las decisiones.

Subieron al Cadillac de Morty, cruzaron el Puente de la Bahía y se dirigieron al norte pasando por la ciudad universitaria de Berkeley, donde estudiaba Beep.

—He recibido una oferta para ti. La verdad es que no es mi papel, pero supongo que creyeron que soy lo más parecido que tienes a un representante —dijo mientras conducía.

—¿Qué propuesta?

—Un productor de televisión que se llama Charlie Lacklow quiere hablar contigo para que presentes tu propio programa en la tele.

Dave estaba sorprendido; eso sí que no se lo esperaba.

—¿Qué clase de programa?

—Ya sabes, como The Danny Kaye Show o The Dean Martin Show.

—¿No es broma?

Era una noticia estupenda. A veces a Dave le parecía que el éxito le caía como llovido del cielo: canciones que se convertían en éxitos, discos de platino, giras con todas las entradas agotadas, películas que triunfaban… y de pronto, eso.

Había una decena de programas de variedades en la televisión estadounidense todas las semanas, puede que más, y la mayoría estaban conducidos por una estrella del cine o un cómico. El anfitrión presentaba a un invitado y charlaba con él un minuto, después el invitado, o invitada, cantaba su último éxito musical o hacía un número cómico. Su grupo había participado en muchos de esos programas, pero Dave no veía cómo podían encajar en ese formato siendo los anfitriones.

—Entonces, ¿sería The Plum Nellie Show?

—No. Dave Williams and Friends. No quieren al grupo, solo a ti.

Dave no lo veía claro.

—Es muy halagador, pero…

—Es una gran oportunidad, si te interesa mi opinión. Los grupos de pop suelen tener una vida corta, pero esta es tu ocasión de convertirte en un artista para toda la familia, un papel que puedes interpretar hasta cumplir los setenta.

Con eso dio en el blanco. Dave ya le había dado vueltas a qué hacer cuando Plum Nellie dejara de ser popular. Les sucedía a todos los artistas pop, aunque había excepciones: Elvis seguía siendo grande. Dave pensaba casarse con Beep y tener hijos, una perspectiva que le resultaba sobrecogedora. Tal vez llegara un día en que necesitara otra forma de ganarse la vida. Había pensado en hacerse productor discográfico y representante de artistas, le había ido bien en ambos papeles con Plum Nellie.

Pero esa oferta llegaba demasiado pronto. El grupo seguía teniendo un éxito enorme y por fin ganaba dinero de verdad.

—No puedo aceptar —le dijo a Morty—. Es posible que provocara la ruptura del grupo, y no puedo arriesgarme a algo así ahora que nos va tan bien.

—¿Le digo a Charlie Lacklow que no te interesa?

—Sí. Y que lo siento.

Cruzaron otro gran puente y se internaron en un paisaje lleno de colinas con plantaciones de frutales en las laderas menos escarpadas; los ciruelos y los almendros espumeaban de flores rosas y blancas.

—Esto es el valle del río Napa —informó Morty antes de doblar por una carretera secundaria cubierta de tierra que ascendía serpenteando.

Al cabo de un rato cruzaron una valla abierta y aparcaron el coche a la puerta de una gran casa de estilo rancho.

—Esta es la primera de la lista, y la que queda más cerca de San Francisco —dijo Morty—. No sé si es algo así lo que tenías en mente.

Bajaron del coche. Aquella casa con entramado de madera era un edificio laberíntico que no se terminaba nunca. Parecía que hubieran añadido dos o tres edificios a la residencia principal en diferentes momentos de su historia. La rodearon para llegar a la parte de atrás y se encontraron con una vista espectacular de todo el valle.

—¡Caray! —exclamó Dave—. A Beep le va a encantar.

Los campos de labranza descendían desde el terreno de la casa.

—¿Qué se cultiva aquí? —preguntó.

—Uva.

—No quiero ser agricultor.

—Serías hacendado. Doce hectáreas están arrendadas.

Entraron en la casa. Las estancias apenas contaban con alguna mesa y unas cuantas sillas desparejadas. No había camas.

—¿Vive alguien aquí? —quiso saber Dave.

—No. En otoño los vendimiadores usan la casa unas cuantas semanas como dormitorio.

—Y si yo me instalo…

—El agricultor buscará otro alojamiento para sus jornaleros.

Dave miró a su alrededor. La casa estaba destartalada, era casi una ruina, pero una ruina hermosa. La carpintería parecía sólida. El edificio principal tenía techos altos y una escalera elegante.

—Me muero de ganas de que Beep la vea.

El dormitorio de matrimonio disfrutaba de la misma vista espectacular del valle. Dave se imaginó junto a Beep, levantándose todas las mañanas y mirando juntos por la ventana, haciendo café y desayunando con dos o tres niños descalzos. Era perfecto.

Tendrían espacio para una media docena de habitaciones de invitados. El enorme granero separado, que en esos momentos estaba lleno de maquinaria agrícola, tenía el tamaño adecuado para un estudio de grabación.

Dave quería comprar la propiedad enseguida, pero se dijo que era mejor no entusiasmarse tan pronto.

—¿Qué precio piden?

—Sesenta mil dólares.

—Eso es mucho.

—Cinco mil dólares por hectárea suele ser el precio de mercado de un viñedo productivo —explicó Morty—. Te están dando la casa gratis.

—Sí, pero necesita muchas reformas.

—Tú lo has dicho. Calefacción central, recableado eléctrico, aislamiento, baños nuevos… Podrías gastarte casi la misma cantidad solo en arreglarla.

—Digamos que unos cien mil dólares en total, eso sin incluir equipo de grabación.

—Es mucho dinero.

Dave sonrió de oreja a oreja.

—Por suerte, puedo permitírmelo —dijo.

—Desde luego que sí.

Cuando salieron, una camioneta estaba aparcando en la entrada.

El hombre que bajó de ella tenía las espaldas anchas y un rostro curtido. Parecía mexicano, pero hablaba sin acento.

—Soy Danny Medina, el agricultor de estas tierras —se presentó, y se limpió la mano en los vaqueros antes de ofrecérsela.

—Estoy pensando en comprar la propiedad —dijo Dave.

—Bien. Será agradable tener un vecino.

—¿Dónde vive usted, señor Medina?

—Tengo una casita al otro extremo del viñedo. Queda justo al otro lado de la colina, oculta tras la cresta. ¿Es usted de Europa?

—Sí, inglés.

—A los europeos suele gustarles el vino.

—¿Aquí hacen vino?

—Un poco. La mayoría de las uvas las vendemos. A los americanos no les gusta el vino, menos a los italoamericanos, y ellos lo importan.

Casi todo el mundo prefiere beber cócteles, o cerveza. Pero nuestro vino es bueno.

—¿Tinto o blanco?

—Tinto. ¿Quiere que le dé un par de botellas para que lo pruebe?

—Claro.

Danny metió los brazos en la cabina de la camioneta, sacó dos botellas y se las acercó a Dave.

Él miró la etiqueta.

—¿«Tinto Daisy Farm»? —leyó.

—Así se llama esto. ¿No te lo había dicho? Daisy Farm —explicó Morty.

—Mi madre se llama Daisy.

—Tal vez sea una señal —opinó Danny, que volvió a subir a su vehículo—. ¡Buena suerte!

Mientras se alejaba, Dave se decidió.

—Me gusta este sitio. Vamos a comprarlo.

—¡Pero si me quedan cinco más que enseñarte! —protestó Morty.

—Tengo prisa por ver a mi prometida.

—Puede que alguna de las otras casas te guste más que esta.

—¿Alguno tiene esta vista?

—No.

—Pues volvamos a San Francisco.

—Tú mandas.

Durante el trayecto de vuelta Dave empezó a sentirse intimidado por el proyecto en el que acababa de embarcarse.

—Supongo que tendré que encontrar constructor —dijo.

—O un arquitecto —opinó Morty.

—¿De verdad? ¿Solo para reformar una casa?

—Un arquitecto hablará contigo de lo que quieres, diseñará planos y luego sacará el trabajo a concurso entre una serie de constructores.

También supervisará la obra, en teoría… aunque, por lo que yo he vivido, suelen perder el interés.

—De acuerdo —dijo Dave—. ¿Conoces a alguien?

—¿Quieres un despacho de probada reputación, o a alguien nuevo y moderno?

Dave lo sopesó.

—¿Qué te parece alguien joven y moderno que trabaje para un despacho de probada reputación?

Morty se echó a reír.

—Daré voces.

Llegaron a San Francisco poco después de mediodía, y Morty dejó a Dave en la casa que tenía la familia Dewar en Nob Hill.

La madre de Beep le abrió la puerta.

—¡Bienvenido! —exclamó—. Llegas temprano… lo cual es estupendo, solo que Beep aún no está aquí.

Dave se sintió decepcionado, pero no le sorprendió. Había previsto pasar todo el día visitando propiedades con Morty y le había dicho a Beep que no llegaría hasta bien entrada la tarde.

—Supongo que estará en la universidad —dijo Dave.

Beep estudiaba en Berkeley y estaba en segundo curso. Él sabía —aunque los padres de ella no— que estudiaba muy poco y corría el peligro de suspender los exámenes y que la expulsaran.

El chico fue al dormitorio que compartían y dejó su maleta. Las píldoras anticonceptivas estaban en la mesilla de noche. Beep era descuidada y a veces olvidaba tomárselas, pero a Dave no le importaba. Si se quedaba embarazada, lo único que harían sería adelantar la boda.

Volvió a bajar y se sentó en la cocina con Bella para hablarle de la propiedad de Daisy Farm. La mujer se contagió de su entusiasmo y enseguida quiso ver la casa.

—¿Te apetece comer algo, Dave? —ofreció—. Estaba a punto de prepararme una sopa y un sándwich.

—No, gracias, en el avión he desayunado muchísimo. —Dave estaba revolucionado—. Iré a contarle a Walli lo de Daisy Farm.

—Tienes el coche en el garaje.

El chico sacó su Dodge Charger rojo y fue recorriendo las calles de San Francisco haciendo zigzags desde el barrio más acomodado hasta el más pobre.

A Walli le encantaría la idea de tener una casa de campo donde todos pudieran vivir mientras hacían música, pensó Dave. Dispondrían de todo el tiempo del mundo para perfeccionar sus grabaciones. Walli se moría por trabajar con uno de esos nuevos grabadores de cinta de ocho pistas —y la gente hablaba ya de aparatos aún más sofisticados, de hasta dieciséis pistas—, pero la música más compleja que se hacía con los nuevos adelantos técnicos tardaba más en grabarse. Las horas de estudio eran caras, y los músicos a veces sentían que tenían que ir a toda prisa. Dave creía haber encontrado la solución.

Mientras conducía le acudió a la mente un fragmento de melodía y se puso a cantar:

—«Nos vamos a Daisy Farm…». —Sonrió. Quizá acabase siendo una canción. Daisy Farm Red sería un buen título. Podía tratarse de una chica, de un color o de un tipo de marihuana. Siguió cantando—: «Vámonos ya. Daisy Farm Red, la uva saciará nuestra sed…».

Aparcó frente a la casa de Walli en Haight-Ashbury. La puerta de entrada no estaba cerrada con llave, como de costumbre. El salón de la planta baja estaba vacío, pero en él se veían los restos de la noche anterior, que lo habían convertido en un vertedero: cajas de pizza, tazas de café sucias, ceniceros llenos y botellas de cerveza vacías.

A Dave le molestó que Walli no estuviera levantado. Estaba ansioso por hablarle de Daisy Farm, así que decidió despertarlo.

Subió al piso de arriba. La vivienda estaba en silencio. Era posible que Walli se hubiera levantado antes y hubiera salido sin recoger la casa.

La puerta del dormitorio permanecía cerrada. Dave llamó, la abrió y entró cantando:

—«Nos vamos a Daisy Farm…». —Pero calló de golpe.

Walli estaba en la cama, medio incorporado y claramente sobresaltado.

Junto a él, en el colchón, estaba Beep.

Por un momento la sorpresa inicial dejó a Dave sin habla.

—Qué pasa, tío… —empezó a decir Walli.

Dave notó una sacudida en el estómago, como si estuviera en un ascensor que descendía demasiado deprisa. El pánico lo dejó en un estado de ingravidez. Beep estaba en la cama con Walli, y Dave de pronto sentía que ya no hacía pie.

—¿Qué coño es esto? —preguntó como un estúpido.

—No es lo que parece, tío…

La sorpresa se transformó en ira.

—¿Qué me estás diciendo? ¡Acabo de encontrarte en la cama con mi prometida! ¿Cómo no va a ser lo que parece?

Beep se sentó en la cama. Tenía el pelo alborotado. La sábana cayó y dejó sus pechos al descubierto.

—Dave, deja que te lo expliquemos —pidió.

—Vale, explícamelo —dijo él cruzándose de brazos.

Beep se levantó. Estaba desnuda, y la belleza perfecta de su cuerpo hizo que Dave comprendiera, con la misma fuerza y la misma conmoción que si hubiera recibido un puñetazo en la cara, que la había perdido. Quería echarse a llorar.

—Vamos a tomarnos un café y… —dijo Beep.

—Nada de cafés —interrumpió Dave, que hablaba con severidad para ahorrarse la humillación de las lágrimas—. Explícamelo y punto.

—¡Es que no llevo nada puesto!

—Eso es porque te has estado tirando al mejor amigo de tu prometido. —Dave descubrió que hablar con rabia ocultaba su dolor—. Acabas de decirme que me lo ibas a explicar. Sigo esperando.

Beep se apartó el cabello de los ojos.

—Mira, los celos están pasados de moda, ¿vale?

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que te quiero y quiero casarme contigo, pero también me gusta Walli, y me gusta acostarme con él, y el amor es libre, ¿o no? Así que ¿por qué vamos a mentirnos?

—¿Y ya está? —dijo Dave sin dar crédito a lo que estaba escuchando—. ¿Esa es tu explicación?

—Frena un poco, tío —intervino Walli—, creo que todavía estoy un poco flipado.

—Os metisteis ácido anoche… ¿Es así como ocurrió?

Dave sintió un destello de esperanza. Si solo lo habían hecho una vez…

—Beep te quiere, tío. Conmigo solo pasa el rato cuando tú no estás, ya sabes.

La esperanza de Dave se desvaneció. No había sido la única vez.

Era algo habitual.

Walli se levantó y se puso unos vaqueros.

—Me han crecido los pies durante la noche —dijo—. Qué raro…

Dave no hizo caso de su comentario alucinado.

—Ni siquiera habéis dicho que lo sentís… ¡Ninguno de los dos!

—No lo sentimos —repuso Walli—. Nos apetecía follar y lo hicimos. Eso no cambia nada. Ya nadie es fiel. «Todo lo que necesitas es amor…». ¿Es que no entiendes la canción? —Se quedó mirando a Dave fijamente—. Oye, ¿sabías que tienes aura? Es como una especie de halo.

Nunca me había dado cuenta. Es azul, creo.

Dave también había probado el LSD y sabía que tenía muy pocas probabilidades de sacarle nada con sentido a Walli en esas condiciones.

Se volvió hacia Beep, que parecía estar saliendo del viaje.

—¿De verdad no lo sientes?

—No creo que hayamos hecho nada malo. He madurado y he dejado atrás esa mentalidad.

—O sea que ¿volverías a hacerlo?

—Dave, no rompas conmigo.

—¿Qué hay que romper? —espetó él con furia—. No tenemos ninguna relación. Te tiras a todo bicho viviente. Vive así si es lo que quieres, pero eso no es un matrimonio.

—Tienes que dejar atrás esas viejas ideas.

—Tengo que salir de esta casa. —La ira de Dave se estaba convirtiendo en dolor. Se dio cuenta de que había perdido a Beep: se la habían llevado las drogas y el amor libre, se la había llevado la cultura hippy que su música había ayudado a crear—. Tengo que alejarme de ti.

Dio media vuelta.

—No te vayas —dijo Beep—. Por favor.

Dave salió de la habitación.

Corrió escalera abajo y llegó a la calle. Subió al coche, arrancó y se alejó a toda velocidad. Estuvo a punto de atropellar a un chico de pelo largo que cruzaba Ashbury Street tambaleándose con una sonrisa perdida, completamente colocado a media tarde. A la mierda todos los hippies, pensó Dave; sobre todo, Walli y Beep. No quería volver a ver a ninguno de los dos.

Se dio cuenta de que Plum Nellie estaba acabado. Walli y él eran la esencia del grupo, y con ellos peleados no había grupo que valiera.

«Bueno, pues que así sea», pensó Dave. Empezaría su carrera en solitario ese mismo día.

Vio una cabina telefónica y paró el coche. Abrió la guantera y sacó el tubo de monedas de veinticinco centavos que guardaba allí. Después marcó el número del despacho de Morty.

—Eh, Dave, ya he hablado con el agente inmobiliario. Le he ofrecido cincuenta mil y hemos llegado a un acuerdo por cincuenta y cinco, ¿qué te parece?

—Una gran noticia, Morty —contestó Dave. Necesitaría el estudio de grabación para su trabajo en solitario—. Escucha, ¿cómo se llamaba ese productor de televisión?

—Charlie Lacklow. Pero creía que te preocupaba dividir al grupo.

—Pues de repente ya no me preocupa tanto. Concierta una cita.

Llegado el mes de marzo el futuro se presentaba inhóspito para George y para Estados Unidos.

George estaba en Nueva York con Bobby Kennedy el martes día 12, cuando se celebraban las primarias de New Hampshire, el primer choque importante entre aspirantes demócratas rivales. Bobby había salido a cenar algo tarde porque había quedado con unos viejos amigos en un restaurante de moda de la calle Cincuenta y dos, el «21». Mientras Bobby cenaba en el piso de arriba, George y el resto de su equipo lo hacían en la planta baja.

Al final no había dimitido. Bobby parecía sentirse liberado desde que había anunciado que no se presentaría a las elecciones presidenciales. Después de la Ofensiva del Tết, George había redactado un discurso en el que atacaba abiertamente al presidente Johnson, y por primera vez Bobby no se censuró, sino que pronunció cada una de sus ingeniosas frases. «¡Medio millón de soldados estadounidenses con setecientos mil aliados vietnamitas, apoyados por ingentes recursos y las armas más modernas, son incapaces de asegurar una sola ciudad siquiera y evitar los ataques de un enemigo que solo cuenta con unos doscientos cincuenta mil hombres!».

Al tiempo que Bobby parecía ir recuperando su ardor, el desencanto de George con Lyndon Johnson había llegado a su punto culminante con la reacción del presidente ante la Comisión Kerner, designada para examinar las causas de las detenciones raciales efectuadas durante el largo y candente verano de 1967. Su informe no se andaba con miramientos: la causa de los disturbios había sido el racismo de los blancos, afirmaba. Hacía una dura crítica al gobierno, a los medios de comunicación y a la policía, y llamaba a tomar medidas radicales para solventar los problemas de la vivienda, el empleo y la segregación.

Se había publicado en edición de bolsillo y había vendido dos millones de ejemplares. Sin embargo, Johnson lo rechazaba sin más. El hombre que tan heroicamente había defendido la Ley de Derechos Civiles de 1964 y la Ley de Derecho al Voto de 1965 —hitos del progreso del movimiento negro— de pronto había abandonado la lucha.

Bobby, que había tomado la decisión de no presentarse, seguía atormentándose con la duda de si había hecho o no lo correcto… como era típico en él. Hablaba de ello con sus amigos más íntimos y con los conocidos más casuales, con sus consejeros más fieles, George entre ellos, y con reporteros de diferentes periódicos. Empezaron a circular rumores de que había cambiado de opinión. George no lo creería hasta que no lo escuchara de boca del propio Bobby.

Las primarias eran carreras locales entre individuos del mismo partido que querían ser el candidato de las siguientes elecciones presidenciales. Las primeras demócratas se celebraron en New Hampshire.

Gene McCarthy era la esperanza de los jóvenes, pero le estaba yendo muy mal en los sondeos de opinión, que lo dejaban muy por detrás del presidente Johnson, quien quería presentarse a la reelección. McCarthy tenía poco dinero. Diez mil voluntarios jóvenes y entusiastas habían aterrizado en New Hampshire para hacer campaña por él, pero George y los demás asistentes que estaban sentados a la mesa del «21» esperaban confiados que el resultado de esa noche fuese una victoria para Johnson por un amplio margen.

George aguardaba con inquietud a que llegaran las presidenciales de noviembre. El moderado que iba en cabeza en el lado republicano, George Romney, había caído de la competición y le había dejado la pista despejada al excéntrico conservador Richard Nixon. Así que las elecciones presidenciales se disputarían casi sin lugar a dudas entre Johnson y Nixon, ambos defensores de la guerra.

Hacia el final de una cena lúgubre George recibió una llamada de un empleado que tenía los resultados de New Hampshire.

Todo el mundo se había equivocado. El resultado era el menos esperado. McCarthy había conseguido un 42 por ciento de los votos y había quedado asombrosamente cerca del 49 por ciento de Johnson.

George cayó en la cuenta de que Johnson, al fin y al cabo, podía ser derrotado.

Corrió al piso de arriba para darle la noticia a Bobby.

La reacción de su jefe fue pesimista.

—¡Es demasiado! —dijo—. ¿Cómo voy a conseguir ahora que McCarthy abandone?

Fue entonces cuando George comprendió que, al final, Bobby sí iba a presentarse.

Walli y Beep fueron al mitin de Bobby Kennedy para reventarlo.

Ambos estaban enfadados con él. Llevaba meses negándose a presentarse como candidato a la presidencia. No pensaba que pudiera ganar y, según ellos, no tenía agallas para intentarlo. Así que Gene McCarthy había sacado pecho, y le había ido tan bien que de pronto tenía una oportunidad real de vencer al presidente Johnson.

Hasta ese momento. Porque Bobby Kennedy había anunciado su candidatura y había dado un paso al frente para aprovecharse de todo el trabajo que habían realizado los seguidores de McCarthy y apropiarse de su victoria. Walli y Beep pensaban que era un cínico y un oportunista.

Él lo despreciaba; ella estaba que echaba chispas. La respuesta de Walli era más moderada porque entendía la realidad política que se escondía tras la ética personal. La base de McCarthy consistía sobre todo en estudiantes e intelectuales. Su golpe maestro había sido reclutar a sus seguidores jóvenes y formar un ejército de voluntarios que hicieran campaña para las primarias, y así había conseguido un éxito que nadie había esperado. Sin embargo, ¿bastarían esos voluntarios para llevarlo hasta la Casa Blanca? Durante toda su juventud Walli había oído a sus padres emitir juicios de ese estilo cuando hablaban de elecciones… no las de la Alemania Oriental, que eran una farsa, sino las de la Alemania Occidental, Francia y Estados Unidos.

Bobby contaba con un apoyo más amplio. Arrastraba consigo a los negros, que creían que estaba de su lado, y a la ingente clase trabajadora católica: irlandeses, polacos, italianos e hispanos. Walli detestaba la superficialidad moral de Bobby, pero, por mucho que enfadara a Beep, tenía que reconocer que contaba con mejores probabilidades que Gene de derrotar al presidente Johnson.

Aun así, habían acordado que lo que había que hacer era abuchear a Bobby Kennedy esa noche.

Entre el público vieron a muchas personas como ellos mismos: jóvenes con pelo largo y barba, y chicas hippy que iban descalzas.

Walli se preguntó cuántos de ellos estaban allí para reventar el acto.

También había negros de todas las edades, los jóvenes con el cabello en un estilo que había dado en llamarse «a lo afro», sus padres con los vestidos coloridos y los trajes elegantes que se ponían para ir a la iglesia. La amplitud del poder de convocatoria de Bobby quedaba demostrada por la sustancial minoría de blancos de mediana edad y clase media, vestidos con pantalones de algodón con pinzas y jerséis para protegerse de la fresca primavera de San Francisco.

Walli se había recogido el cabello dentro de una gorra vaquera y llevaba gafas de sol para ocultar su identidad.

El escenario estaba sorprendentemente vacío. Walli había esperado banderas, serpentinas, pósters y fotografías gigantes del candidato como los que había visto por televisión en mítines de otras campañas.

Bobby solo contaba con un escenario desnudo, un atril y un micrófono. En otro candidato, eso habría sido señal de que se había quedado sin dinero, pero todo el mundo sabía que Bobby tenía acceso ilimitado a la fortuna de los Kennedy. Así pues, ¿qué significaba? Para Walli, decía: «Nada de pirotecnia, este soy yo de verdad». Interesante, pensó.

En esos momentos el atril estaba ocupado por un demócrata local que preparaba a los presentes para la gran estrella. Walli reflexionó que aquello se parecía mucho al mundo del espectáculo. El público iba perdiendo la timidez para reír y aplaudir, y al mismo tiempo se iba impacientando cada vez más por ver aparecer a la gran figura. Por ese mismo motivo, los conciertos de Plum Nellie contaban con un grupo más modesto que hacía de telonero.

Sin embargo, Plum Nellie ya no existía. El grupo debería estar trabajando en un nuevo álbum para Navidad, y Walli tenía algunas canciones que habían llegado a ese punto en que quería tocárselas a Dave para que este pudiera componer algún puente y quizá cambiar un acorde o decir: «Genial, vamos a titularla Soul Kiss». Pero Dave había desaparecido.

Le había enviado a la madre de Beep una nota fría y formal dándole las gracias por haberle dejado hospedarse en su casa y pidiéndole que recogiera sus cosas y las dejara listas para que un ayudante pasara a buscarlas. Walli, después de llamar a Daisy a Londres, sabía que Dave estaba reformando una granja en el valle de Napa y que pensaba construir allí un estudio de grabación. Y Jasper Murray le había llamado por teléfono para intentar corroborar un rumor que decía que Dave iba a aparecer en un programa especial en televisión sin el grupo.

Dave padecía celos a la antigua, algo que la cultura hippy veía muy desfasado. Tenía que darse cuenta de que no se podía atar a las personas, que todo el mundo debía poder hacer el amor con quien quisiera. Sin embargo, por mucho que lo creyera firmemente, Walli no podía dejar de sentirse culpable. Dave y él habían sido muy buenos amigos, se caían bien, confiaban el uno en el otro y se habían mantenido unidos desde los días de Reeperbahn. Walli no estaba contento por haber hecho daño a su amigo.

Además, no es que Beep fuera el amor de su vida. Le gustaba mucho: era guapa, divertida y genial en el catre, y formaban una pareja muy admirada. Pero no era la única chica del mundo. Walli no se la habría tirado de haber sabido que eso acabaría destruyendo el grupo.

Sin embargo, no había pensado en las consecuencias; en lugar de eso, había vivido el momento tal como debería hacer todo el mundo. Y estando colocado era especialmente fácil ceder a esos impulsos.

Beep seguía frágil después de que Dave la hubiese dejado. Tal vez por eso Walli y ella se sentían cómodos juntos: ella había perdido a Dave y él había perdido a Karolin.

Estaba dándole vueltas a todo eso cuando de pronto anunciaron a Bobby Kennedy, y regresó al presente.

Bobby era más bajo de lo que había imaginado, y menos seguro.

Se acercó al atril con una sonrisa débil que casi parecía tímida. Se metió una mano en el bolsillo de la chaqueta, y Walli recordó al presidente Kennedy haciendo exactamente eso mismo.

Muchas personas del público levantaron carteles enseguida. Walli vio uno que decía ¡bésame, bobby! y otro en el que se leía bobby está en la onda. Beep se sacó entonces una pancarta de papel enrollado de la pernera del pantalón, y entre los dos la levantaron en alto. Solo contenía una palabra: traidor.

Bobby empezó a hablar consultando un pequeño montón de fichas que se había sacado del bolsillo interior de la chaqueta.

—Dejen que empiece con una disculpa —dijo—. Participé en muchas de las primeras decisiones que se tomaron sobre Vietnam, decisiones que nos colocaron en el camino en que nos encontramos hoy.

—¡Ya lo creo, joder! —gritó Beep, y la gente que había a su alrededor se rió.

Bobby siguió hablando con su monótono acento de Boston:

—Estoy dispuesto a aceptar mi parte de responsabilidad, pero un error pasado no es excusa para que se perpetúe. La tragedia es una herramienta para que los vivos adquiramos sabiduría. «Todos los hombres cometen errores», dijo el filósofo griego Sófocles. «Pero un hombre bueno cede cuando sabe que se ha equivocado, y repara el mal que ha hecho. El único pecado es el orgullo».

Al público le gustó eso, y aplaudió. Mientras lo hacían Bobby consultó sus notas, y Walli vio que estaba cometiendo un error escénico. El mitin debería ser un diálogo. Los asistentes querían que su estrella los mirara a los ojos y agradeciera sus aplausos. Bobby, en cambio, parecía sentirse avergonzado de ellos. Walli comprendió que esa clase de acto político no le resultaba fácil.

Bobby siguió hablando sobre Vietnam, pero no le fue muy bien, a pesar del éxito inicial de su sincera confesión. Vacilaba, tartamudeaba y se repetía. Estaba inmóvil en el escenario, como si fuera de madera, y parecía reacio a mover el cuerpo o gesticular con las manos.

Unos cuantos opositores que se encontraban en el recinto lo interrumpieron, pero Walli y Beep no se unieron a ellos. No había necesidad. Bobby se estaba suicidando sin ayuda.

Durante un momento de silencio se oyó llorar a un bebé, y Walli, con el rabillo del ojo, vio a una mujer que se levantaba para dirigirse a la salida. Bobby se interrumpió a media frase y dijo:

—¡Por favor, señora, no se vaya!

El público rió con disimulo. La mujer se volvió en el pasillo y miró a Bobby, en el escenario.

—Estoy acostumbrado a oír llorar a los niños —dijo el candidato.

Todo el mundo rió entonces a carcajadas, sabían que tenía diez hijos.

—Además —añadió—, si se va los periódicos dirán que tuve la desfachatez de echar del mitin a una madre con su hijo.

La multitud estalló en vítores; muchos jóvenes detestaban a la prensa por su cobertura tendenciosa de las manifestaciones.

La mujer sonrió y regresó a su asiento.

Bobby bajó la mirada hacia sus notas. Por un momento había transmitido la imagen de ser un ser humano cálido. En ese momento podría haberse ganado al público, pero volvería a perderlo al retomar el discurso que tenía preparado. Walli pensó que había desaprovechado su oportunidad.

Entonces el candidato pareció llegar a esa misma conclusión. Levantó la mirada y anunció:

—Hace frío aquí. ¿No tienen frío?

La gente rugió para darle la razón.

—Demos palmas —dijo Bobby—. Venga, vamos a entrar en calor.

Se puso a aplaudir y el público siguió su ejemplo, riendo.

Al cabo de un minuto paró.

—Ya me siento mejor. ¿Y ustedes?

La gente gritó para hacerle llegar de nuevo su respuesta.

—Quisiera hablarles de la decencia —dijo Bobby. Había regresado a su discurso, pero ya no consultaba las notas—. Hay gente que cree que llevar el pelo largo es indecente, igual que ir descalzo o acaramelarse en el parque. Les diré lo que pienso yo. —Alzó la voz—. ¡La pobreza es indecente! —El público bramó, exultante—. ¡El analfabetismo es indecente! —Volvieron a aplaudir—. Y yo les digo que aquí mismo, en California, es indecente que un hombre trabaje el campo con sus propias manos y doblando la espalda sin tener jamás la oportunidad de enviar a su hijo a la universidad.

Nadie en el recinto dudaba de que Bobby creía lo que estaba diciendo. Había guardado sus fichas. Se había transformado en un orador apasionado que gesticulaba con las manos, señalaba, castigaba el atril con un puñetazo; y sus oyentes respondían a la fuerza de su emotividad aclamándolo en cada una de sus frases fervientes. Walli escrutó sus rostros y reconoció en ellos las expresiones que él mismo veía cuando estaba en el escenario: jóvenes que miraban cautivados, ojos como platos, bocas abiertas, rostros que resplandecían de adoración.

Nadie miró a Gene McCarthy así nunca.

En algún momento Walli se dio cuenta de que Beep y él habían dejado discretamente en el suelo la pancarta de traidor.

Bobby hablaba de pobreza.

—En el delta del Mississippi he visto a niños con el vientre hincha-do y úlceras en la cara a causa de la inanición. —Volvió a levantar la voz—. ¡No creo que eso sea aceptable!

»Los indios que viven en sus reservas, míseras y precarias, tienen tan poca esperanza en el futuro que la mayor causa de mortalidad entre sus adolescentes es el suicidio. ¡Yo creo que podemos hacerlo mejor!

»La gente de los guetos negros no hace más que oír cada vez mayores promesas de igualdad y justicia, mientras siguen en las mismas escuelas en ruinas y se hacinan en las mismas habitaciones insalubres, alejando a las ratas. ¡Estoy convencido de que América puede hacerlo mejor!

Walli vio que estaba llegando al clímax de su discurso.

—He venido hoy aquí para pedirles su ayuda durante los próximos meses —dijo Bobby—. Si también ustedes creen que la pobreza es indecente, denme su apoyo.

El público gritó que sí, lo haría.

—Si también ustedes creen que es inaceptable que en nuestro país haya niños que mueren de hambre, colaboren con mi campaña.

La gente volvió a vitorearlo.

—¿Creen, como yo creo, que América puede hacerlo mejor?

La muchedumbre rugió de entusiasmo.

—Pues únanse a mí… ¡y América lo hará mejor!

Dio un paso atrás desde el atril y el público enloqueció.

Walli miró a Beep y percibió que sentía lo mismo que él.

—Va a ganar, ¿verdad? —preguntó Walli.

—Sí —contestó Beep—. Va directo a la Casa Blanca.

La gira de diez días llevó a Bobby a trece estados del país. Al final del último día su séquito y él subieron a un avión en Phoenix para volar a Nueva York. Para entonces George Jakes estaba convencido de que Bobby iba a llegar a la presidencia.

La respuesta del público había sido sobrecogedora. Miles de personas lo recibían en los aeropuertos. Abarrotaban las calles para ver pasar su desfile de vehículos, y Bobby siempre iba de pie en el asiento trasero de un descapotable, con George y otros ayudantes sentados en el suelo para sujetarle las piernas de modo que la gente no pudiera tirar de él y sacarlo del coche. Bandas de niños corrían a su lado gritando «¡Bobby! ¡Bobby!». Cada vez que el vehículo se detenía la gente se lanzaba a él. Le arrancaban los gemelos, los alfileres de las corbatas y los botones de los trajes.

En el avión Bobby se sentó y vació los bolsillos. De ellos salió una nevada de papeles, como si fuera confeti. George recogió algunos pedazos de la moqueta. Eran notas, decenas de ellas, escritas con esmero y cuidadosamente dobladas para metérselas a Bobby en el bolsillo. En ellas le suplicaban que fuera a graduaciones universitarias o que visitara a niños enfermos de los hospitales de la ciudad, y le decían que rezaban por él en sus hogares de las afueras y que encendían velas en iglesias rurales.

Bobby se quitó la chaqueta del traje y se arremangó, como era su costumbre. Fue entonces cuando George se fijó en sus brazos. Bobby tenía unos antebrazos velludos, pero no fue eso lo que le llamó la atención. Tenía las manos hinchadas y la piel surcada de arañazos rojos y furiosos. Había sucedido mientras la muchedumbre lo tocaba, comprendió George. No había sido su intención herirlo, pero lo adoraban tanto que lo habían hecho sangrar.

La gente había encontrado al héroe que necesitaba… pero también Bobby se había encontrado a sí mismo. Por eso George y los demás asistentes empezaron a referirse a aquella campaña como la gira del «Libre al fin». Bobby había encontrado un estilo propio. Había dado con una nueva versión del carisma Kennedy. Su hermano había sido encantador pero contenido, sereno, reservado; el carácter adecuado para 1963. Bobby era más abierto. En sus mejores momentos transmitía al público la sensación de que les estaba desnudando su propia alma, confesando que era un ser humano imperfecto que deseaba hacer lo correcto pero no siempre estaba seguro de qué era lo correcto. La frase de moda de 1968 era: «Suéltate la melena». Bobby se sentía cómodo haciendo justamente eso, y la gente lo adoraba.

La mitad de las personas que volaban en ese avión a Nueva York eran periodistas. Durante diez días habían estado fotografiando y grabando a muchedumbres extasiadas y habían enviado sus crónicas sobre cómo el nuevo, el renacido Bobby Kennedy se ganaba el corazón de los votantes. Puede que a los poderes en la sombra del Partido Demócrata no les gustara el joven liberalismo de Bobby, pero no serían capaces de cerrar los ojos al fenómeno de su popularidad. ¿Cómo iban a tomar la insulsa decisión de elegir a Lyndon Johnson para que se presentara en una segunda ocasión cuando el pueblo estadounidense clamaba por Bobby? Y si proponían a otro candidato defensor de la guerra —el vicepresidente Hubert Humphrey, por ejemplo, o el senador Muskie—, le quitaría votos a Johnson sin hacerle cosquillas siquiera al apoyo de Bobby. George no veía cómo podía quedarse Bobby sin la nominación.

Y también derrotaría a los republicanos. Estaba prácticamente decidido que su aspirante a presidente sería Dick Nixon, al que apodaban «Tricky», tramposo, un hombre del pasado que ya había visto cómo lo derrotaba un Kennedy una vez.

El camino a la Casa Blanca parecía libre de obstáculos.

Cuando el avión se acercó al aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York, George se preguntó qué harían los rivales de Bobby para intentar detenerlo. El presidente Johnson tenía anunciada una comparecencia televisiva para todo el país esa noche, mientras el avión seguía aún en el aire. George estaba impaciente por enterarse de lo que habría dicho Johnson. No se le ocurría nada que pudiera afectar a Bobby.

—Debe de ser algo especial —le dijo uno de los periodistas a Bobby— aterrizar en un aeropuerto que lleva el nombre de su hermano, ¿verdad?

Era una pregunta muy desagradable y entrometida de un reportero que esperaba provocar una respuesta desaforada con la que obtener un titular, pero Bobby ya estaba acostumbrado.

—Preferiría que se siguiera llamando Idlewild —fue lo único que dijo.

El avión rodó por la pista hasta la puerta de la terminal. Antes de que se apagara la señal de los cinturones de seguridad, un personaje conocido subió a bordo y recorrió el pasillo hasta Bobby. Era el presidente del Partido Demócrata del estado de Nueva York.

—¡El presidente no irá a las primarias! ¡El presidente no irá a las primarias! —gritó al llegar junto a él.

—Repite eso —dijo Bobby.

—¡El presidente no irá a las primarias!

—Tiene que ser una broma.

George se había quedado de piedra. Lyndon Johnson, que odiaba a los Kennedy, se había dado cuenta de que no podía ganar las primarias de su partido, sin duda por todas las razones que ya se le habían ocurrido a George. Pero esperaba que otro demócrata defensor de la guerra pudiera derrotar a Bobby. De manera que Johnson había calculado que la única forma de sabotear la candidatura de Bobby a la presidencia era retirarse de la competición.

La suerte estaba echada.