39

EL Club Juvenil de St. Gertrud había cambiado.

Lili recordaba que había empezado siendo algo más o menos inocente. El gobierno de la Alemania Oriental aprobaba los bailes tradicionales, aunque tuvieran lugar en el sótano de una iglesia, y no le importaba que un pastor protestante como Odo Vossler charlara con la juventud sobre relaciones personales y sexo, dado que cabía esperar que su punto de vista fuera tan puritano como el de ellos.

Dos años después el club ya no era algo tan cándido. Ya no inauguraban las noches con una danza tradicional. Ponían música rock y practicaban un estilo de baile enérgico e individualista que los jóvenes de todo el mundo identificaban con el desenfreno. Después Lili y Karolin tocaban la guitarra y cantaban canciones que hablaban de libertad. La noche siempre acababa con un debate conducido por el pastor Odo en el que se discutían cuestiones que solían adentrarse en territorio prohibido: democracia, religión, las deficiencias del gobierno de la Alemania Oriental y la atracción irresistible del estilo de vida occidental.

Aquel tipo de conversaciones eran el pan de cada día en casa de Lili, pero para algunos jóvenes constituía una experiencia nueva y liberadora oír que se criticaba al gobierno o que se ponían en entredicho los postulados del comunismo.

No era el único lugar donde ocurría. Tres o cuatro noches a la semana Lili y Karolin iban con sus guitarras a otra iglesia o a una vivienda particular, ya fuera en Berlín o en los alrededores. Ambas eran conscientes del peligro que entrañaba aquello, pero estaban convencidas de que no tenían nada que perder. Karolin sabía que no volvería a ver a Walli mientras el Muro de Berlín siguiera en pie. Después de que en los periódicos estadounidenses aparecieran artículos sobre Walli y Karolin, la Stasi había castigado a la familia haciendo que expulsaran a Lili de la universidad, por lo que en esos momentos la joven trabajaba de camarera en la cafetería del Ministerio de Transporte. Ambas habían decidido que no permitirían que el gobierno les cortara las alas. Disfrutaban de bastante popularidad entre los jóvenes que se oponían a los comunistas en secreto, y grababan sus canciones, que pasaban de mano en mano entre sus admiradores. Lili tenía la sensación de que mantenían viva la llama.

Para Lili, St. Gertrud ofrecía un aliciente adicional: Thorsten Greiner. El chico tenía veintidós años, aunque aparentaba menos gracias a su cara de crío, como Paul McCartney. Además compartía con Lili la pasión por la música. Hacía poco que el joven había roto con Helga, una chica que no le llegaba a la suela de los zapatos… en opinión de Lili.

Una noche de 1967, Thorsten llevó el último disco de los Beatles al club. En una de las caras había una canción alegre titulada Penny Lane, que todos bailaron con entusiasmo, mientras que en la otra aparecía una canción rara y fascinante, Strawberry Fields Forever, y Lili y los demás se lanzaron a una especie de danza lenta e hipnótica, balanceándose al son de la música y moviendo los brazos como si fueran plantas acuáticas. Escucharon el disco una y otra vez.

Cuando la gente le preguntó a Thorsten cómo lo había conseguido, el joven se dio unos golpecitos en un lado de la nariz con un gesto misterioso y no dijo nada. Sin embargo, Lili sabía la verdad. Una vez a la semana Horst, tío de Thorsten, cruzaba la frontera al Berlín occidental en una furgoneta cargada de rollos de tela y ropa barata, los mayores artículos de exportación del lado oriental. Horst siempre daba a los guardias fronterizos una parte de los cómics, los discos de música pop, el maquillaje y la ropa moderna con los que regresaba.

Los padres de Lili pensaban que la música era algo frívolo. Para ellos lo único serio era la política. Sin embargo, no alcanzaban a entender que, para Lili y su generación, la música era política, incluso cuando las canciones hablaban de amor. Los nuevos estilos de guitarra y de canto estaban íntimamente relacionados con llevar el pelo largo y vestir de una forma distinta, con la tolerancia racial y la libertad sexual.

Las canciones de los Beatles o de Bob Dylan le decían a la generación anterior: «No hacemos las cosas a vuestra manera». Para los adolescentes de la Alemania Oriental, aquello era un mensaje eminentemente político, cosa que el gobierno sabía y era la razón por la que prohibía los discos.

Todo el mundo estaba bailando al son de Strawberry Fields Forever cuando llegó la policía.

Lili, que tenía delante a Thorsten, sabía inglés y estaba intrigada por la parte en la que Lennon cantaba: «Vivir es fácil con los ojos cerrados, sin entender nada de lo que ves». Pensó que aquellas palabras describían a la perfección a la mayoría de los habitantes de la Alemania Oriental.

Lili fue de las primeras en atisbar los uniformes en la puerta de entrada y enseguida comprendió que la Stasi por fin había descubierto lo que realmente ocurría en el Club Juvenil St. Gertrud. Era inevitable, la gente joven siempre acababa hablando de las cosas emocionantes que hacían allí. Nadie sabía cuántos ciudadanos de la Alemania Oriental eran confidentes de la policía secreta, pero la madre de Lili decía que eran más de los que había tenido la Gestapo. «Ahora no podríamos hacer lo que hacíamos en la guerra», había dicho Carla. Aunque cuando Lili le había preguntado qué hacía en la guerra, su madre se había cerrado en banda, como siempre. En cualquier caso, desde el principio habían sido conscientes de que tarde o temprano la Stasi acabaría enterándose de lo que sucedía en el sótano de la iglesia de St. Gertrud.

Lili dejó de bailar de inmediato y miró a su alrededor en busca de Karolin, pero no la vio. Tampoco vio a Odo por ninguna parte. Debían de haber ido a algún lado. En uno de los extremos de la sala, justo enfrente de la puerta de entrada, había una escalera que conducía a la vicaría, aledaña a la iglesia. Seguramente habrían salido por allí por alguna razón.

—Voy a buscar a Odo —le dijo a Thorsten.

Consiguió abrirse camino entre la gente que bailaba y escabullirse por la escalera antes de que la mayoría se diera cuenta de que la policía estaba haciendo una redada. Thorsten la siguió. Llegaron a lo alto de los escalones justo en el momento en que Lennon cantaba: «Campos de fresas…», y de pronto la música se interrumpió.

La voz áspera de un agente de policía empezó a dar órdenes mientras ellos dos atravesaban el recibidor de la vicaría. Se trataba de una casa bastante grande para un hombre soltero; Odo tenía suerte. Lili había estado allí en contadas ocasiones, pero sabía que tenía un despacho en la planta baja que daba a la parte delantera y supuso que sería allí donde encontraría al pastor. La puerta permanecía entornada, ella la abrió del todo y entró.

Allí, en una habitación revestida de madera de roble y con estanterías llenas de obras de contenido bíblico, Odo y Karolin estaban fundidos en un apasionado abrazo mientras se besaban con la boca abierta. Karolin le cogía la cabeza con las manos y tenía los dedos enterrados en el largo y tupido pelo de Odo, quien le acariciaba y sobaba los pechos mientras el cuerpo de ella, arqueado y tenso como un arco, se pegaba al suyo.

Lili se quedó muda de la sorpresa. Consideraba a Karolin la esposa de su hermano, creía que era un mero tecnicismo que no estuvieran casados de verdad. Nunca se le había pasado por la cabeza que Karolin pudiera sentir algo por otro hombre… ¡Y mucho menos por un pastor!

Por un momento su cerebro buscó con desesperación una explicación alternativa, como que estuvieran ensayando una obra o haciendo gimnasia.

—¡Dios mío! —exclamó Thorsten en ese momento.

Odo y Karolin dieron un respingo y se separaron con una rapidez que casi resultó cómica. La sorpresa y la culpa se dibujaron en sus rostros. Al cabo de un instante ambos empezaron a hablar a la vez.

—Íbamos a contártelo… —dijo Odo.

—Ay, Lili, lo siento mucho… —dijo Karolin a su vez.

Durante un instante en que pareció congelarse el tiempo, Lili fue vívidamente consciente de todos los detalles: el estampado a cuadros de la chaqueta de Odo; los pezones de Karolin, que se marcaban bajo su vestido; el título de Teología de Odo, colgado en la pared en su marco de latón; la anticuada alfombra de flores, con un trozo desgastado delante de la chimenea.

En ese momento recordó qué la había llevado hasta allí.

—Ha venido la policía —informó Lili—. Están en el sótano.

—¡Mierda! —exclamó Odo, y salió de la habitación a grandes pasos.

Lili oyó que bajaba la escalera a toda prisa.

Karolin no apartaba la mirada de ella. Ninguna de las dos sabía qué decir, hasta que Karolin rompió el hechizo:

—Debo ir con él. —Y a continuación fue tras Odo.

Lili y Thorsten se quedaron en el despacho. Lili pensó con tristeza que era un lugar bonito para besarse: el revestimiento de madera de roble, la chimenea, los libros, la alfombra… Pensó en Walli. Pobre Walli.

Los gritos procedentes del sótano la sacaron de su ensimismamiento y en ese momento comprendió que no hacía falta que volviera a la cripta. El abrigo había quedado allí abajo, pero no hacía demasiado frío, así que podría arreglárselas sin él. Tenía que salir de allí.

La puerta principal de la vicaría daba al lado contrario de la entrada del sótano y Lili se preguntó si la policía habría rodeado todo el edificio. Concluyó que no era probable.

Cruzó el recibidor y abrió la puerta de la calle, pero no había policía a la vista.

—¿Nos vamos? —le preguntó a Thorsten.

—Sí, deprisa.

Salieron y cerraron sin hacer ruido.

—Te acompaño a casa —dijo Thorsten.

Apretaron el paso hasta la esquina del edificio y recuperaron un ritmo normal en cuanto perdieron la iglesia de vista.

—Debe de haber sido toda una sorpresa para ti —comentó Thor sten.

—¡Creía que Karolin quería a Walli! —exclamó Lili—. ¿Cómo ha podido hacerle algo así?

Se echó a llorar.

Thorsten le pasó un brazo sobre los hombros y continuaron caminando.

—¿Cuánto hace que Walli se fue?

—Casi cuatro años.

—¿Y han mejorado las perspectivas que tiene Karolin de emigrar?

Lili negó con un gesto de cabeza.

—No, son aún peores.

—Necesita que alguien la ayude a criar a Alice.

—¡Nos tiene a mi familia y a mí!

—Tal vez piensa que Alice necesita un padre.

—Pero… ¡el pastor!

—La mayoría de los hombres ni siquiera se plantearían la posibilidad de casarse con una madre soltera. Odo es distinto precisamente porque es pastor.

Cuando llegaron a su casa, Lili tuvo que llamar al timbre de la puerta porque las llaves estaban en el abrigo.

—¿Qué narices ha ocurrido? —preguntó su madre cuando fue a abrir y le vio la cara.

Lili y Thorsten entraron.

—La policía ha hecho una redada en la iglesia, y cuando he ido a avisar a Karolin ¡me la he encontrado besándose con Odo!

Volvió a echarse a llorar. Carla cerró la puerta.

—¿Te refieres a que estaban besándose de verdad?

—¡Sí, y con pasión! —contestó Lili.

—Pasad los dos a la cocina, os haré un poco de café.

Una vez que explicaron lo que había ocurrido, el padre de Lili se marchó con la intención de hacer lo que pudiera para que Karolin no pasara la noche en la cárcel. Carla aprovechó ese momento para señalar que tal vez Thorsten también debía irse a casa, por si sus padres se habían enterado de la redada y estaban preocupados. Lili lo acompañó a la puerta y le plantó un beso en los labios, breve aunque delicioso, antes de volver a entrar.

Las tres mujeres, Lili, Carla y la abuela Maud, se habían quedado solas en la cocina. Alice, que tenía tres años, dormía arriba.

—No seas demasiado dura con Karolin —le dijo Carla a Lili.

—¿Por qué no? ¡Ha traicionado a Walli! —repuso ella.

—Hace cuatro años…

—La abuela esperó cuatro años al abuelo Walter —la interrumpió Lili—. ¡Y ella ni siquiera tenía hijos!

—Eso es cierto —dijo Maud—. Aunque pensaba en Gus Dewar.

—¿El padre de Woody? —preguntó Carla, sorprendida—. Eso no lo sabía.

—Walter también se vio tentado —siguió diciendo Maud con la jovial indiscreción característica de la gente demasiado mayor para ruborizarse ante nada—. Por Monika von der Helbard, aunque no ocurrió nada.

El modo en que su abuela le quitaba hierro al asunto molestó a Lili.

—Para ti es fácil, abuela, todo eso ya queda muy lejos —protestó.

—A mí también me entristece, Lili, pero ¿qué derecho tenemos a enfadarnos? Es posible que Walli no vuelva nunca a casa y que Karolin no pueda dejar la Alemania Oriental jamás. ¿De verdad podemos pedirle que se pase la vida esperando a alguien que tal vez no vuelva a ver?

—Creía que esa era su intención. Creía que estaba dispuesta a hacerlo.

Sin embargo, Lili cayó en la cuenta de que no recordaba habérselo oído decir nunca.

—Creo que ha esperado mucho tiempo.

—¿Cuatro años es mucho tiempo?

—El suficiente para que una mujer joven empiece a preguntarse si desea sacrificar su vida por un recuerdo.

Lili comprendió con consternación que tanto Carla como Maud se compadecían de Karolin.

Estuvieron discutiendo el tema hasta medianoche, cuando Werner llegó a casa acompañado de Karolin… y Odo.

—Dos chicos han acabado peleándose con la policía, pero me alegra decir que, aparte de ellos, nadie más ha ido a la cárcel. Aunque han cerrado el club juvenil —anunció Werner.

Todo el mundo se sentó a la mesa de la cocina. Odo lo hizo junto a Karolin, a quien, para horror de Lili, le tomó la mano delante de todos.

—Lili, siento que te hayas enterado de esta manera justo cuando habíamos decidido contártelo —dijo Odo.

—¿Contarme qué? —preguntó Lili con sequedad, aunque se dijo que podía adivinarlo.

—Que nos queremos —contestó el pastor—. Supongo que no te será fácil aceptarlo, y lo siento, pero lo hemos meditado y hemos rezado mucho.

—¡Rezado! —repitió Lili, incrédula—. ¡Nunca he visto a Karolin rezar por nada!

—La gente cambia.

«Las mujeres débiles cambian para complacer a los hombres», pensó Lili, pero su madre habló antes de que ella pudiera decirlo en voz alta:

—Esto es difícil para todos, Odo. Walli quiere a Karolin y a la niña, a quien nunca ha visto. Lo sabemos por sus cartas y es fácil adivinarlo por las canciones de Plum Nellie, ya que casi todas ellas hablan de la separación y el sentimiento de pérdida.

—Si lo preferís, me iré de aquí esta noche —dijo Karolin.

Carla negó con la cabeza.

—Es difícil para nosotros, pero lo es mucho más para ti, Karolin.

No puedo pedirle a una mujer joven que consagre su vida a alguien que tal vez no vuelva a ver nunca más… Aun cuando esa persona sea nuestro querido hijo. Werner y yo ya hemos hablado de esto y sabíamos que ocurriría tarde o temprano.

Lili se quedó pasmada. ¡Sus padres lo habían visto venir! Y no le habían dicho nada. ¿Cómo podían ser tan desconsiderados?

¿O simplemente eran más sensatos que ella? Prefería creer que no se trataba de eso.

—Queremos casarnos —dijo Odo.

—¡No! —gritó Lili poniéndose de pie.

—Y esperamos que todos nos deis vuestra bendición: Maud, Werner, Carla y sobre todo tú, Lili, que te has portado como una verdadera amiga con Karolin a lo largo de todos estos años tan duros.

—Idos al infierno —espetó Lili, y salió de la cocina.

Dave Williams paseaba a su abuela en silla de ruedas por Parliament Square seguido de un tropel de fotógrafos. El publicista de Plum Nellie había avisado a los periódicos, por lo que Dave y Ethel estaban preparados para las cámaras, y de ahí que posaran de buen grado durante diez minutos.

—Gracias, caballeros —dijo Dave una vez que terminaron, y dobló hacia el aparcamiento del palacio de Westminster.

Se detuvo en la entrada de los pares, saludó para una última foto y luego empujó la silla hasta la Cámara de los Lores.

—Buenas tardes, milady —saludó el ujier.

La abuela Ethel, la baronesa Leckwith, tenía cáncer de pulmón.

A pesar de la fuerte medicación que tomaba para mantener el dolor a raya, conservaba la mente despejada. Aún caminaba si las distancias no eran largas, aunque enseguida se quedaba sin resuello. Le sobraban razones para retirarse de la política activa, pero ese día se debatiría el proyecto de ley de delitos sexuales en la Cámara de los Lores.

Para Ethel se trataba de un tema de suma importancia, lo cual en parte se debía a su amigo homosexual Robert. Para sorpresa de Dave, su propio padre, a quien el joven consideraba un viejo carroza, también era un ferviente partidario de reformar la ley. Por lo visto, Lloyd había sido testigo de las persecuciones que los homosexuales habían sufrido por parte de los nazis y no lo había olvidado nunca, aunque se negaba a entrar en detalles.

Ethel no intervendría en el debate (estaba demasiado enferma para ello), pero se había empeñado en votar. Y cuando Eth Leckwith se empeñaba en algo, no había nada que la detuviera.

Dave empujó la silla de su abuela por el vestíbulo de entrada, una especie de guardarropa en el que los colgadores disponían de un lazo de color rosa donde los parlamentarios podían dejar sus espadas. La Cámara de los Lores ni siquiera se molestaba en simular que avanzaba con los tiempos.

En Gran Bretaña, que un hombre mantuviera relaciones sexuales con otro hombre era delito, y todos los años cientos de personas eran procesadas, encarceladas y —lo peor de todo— humilladas en los periódicos por cometer dicha infracción. El proyecto de ley que se debatía ese día pretendía despenalizar aquel tipo de relaciones homosexuales siempre que estas se practicaran entre adultos, de manera consentida por ambas partes y en privado.

Se trataba de una cuestión controvertida y el proyecto de ley no disfrutaba de demasiadas simpatías entre el gran público; sin embargo, la marea estaba cambiando a favor de la reforma. La Iglesia de Inglaterra había decidido no oponerse a la modificación de la ley. Continuaba defendiendo que la homosexualidad era un pecado, pero reconocía que no debía considerarse un delito. El proyecto de ley parecía estar bien encaminado, aunque sus defensores temían una reacción en contra en el último minuto, y de ahí el empeño de Ethel en votar.

—¿Por qué tenías tantas ganas de ser tú quien me trajera a este debate? —le preguntó Ethel a Dave—. Nunca te ha interesado la política.

—Nuestro batería, Lew, es gay —contestó Dave utilizando el término que usaban los estadounidenses—. Una vez estuve con él en un pub llamado Golden Horn y la policía hizo una redada. Me indignó tanto el modo en que se comportaron los polis que desde entonces busco el modo de demostrar que estoy de parte de los homosexuales.

—Bien hecho —dijo Ethel, y a continuación añadió con la mordacidad característica de su avanzada edad—: Me alegra ver que el rock and roll no ha sofocado por completo el espíritu combativo de tus predecesores.

Plum Nellie tenía más éxito que nunca. Habían lanzado un «álbum conceptual» titulado For Your Pleasure Tonight, que simulaba ser la grabación de una actuación en la que participaban grupos de distintos estilos musicales: music-hall, folk, blues, swing, góspel, Motown…

Aunque en realidad todos eran Plum Nellie. Estaban vendiendo millones de copias en todo el mundo.

Un agente de policía ayudó a Dave a subir la silla de ruedas por un tramo de escalera. Dave se lo agradeció, preguntándose si habría participado alguna vez en una redada en un pub gay. Cuando llegaron a la sala de los pares, Dave llevó a Ethel hasta el umbral de la cámara de debate.

Ethel ya lo había hablado con el líder de la Cámara de los Lores y había obtenido su consentimiento para acceder en silla de ruedas; sin embargo, a Dave no se le permitía la entrada, así que esperó a que uno de los amigos de su abuela se percatara de su presencia y la acompañara al interior.

El debate ya se había iniciado, y los pares ocupaban sus escaños de cuero rojo a ambos lados de una sala de decoración ridículamente suntuosa, como los palacios de las películas de Disney.

Estaba hablando un par, por lo que Dave prestó atención.

—El proyecto de ley concede un fuero especial a los invertidos y fomentará la existencia de la más abyecta de las criaturas: el prostituto masculino —decía el hombre con pomposidad—. Solo aumentará las tentaciones que se hallan en el camino de los adolescentes.

A Dave le resultó un razonamiento extraño. ¿Aquel tipo creía que todos los hombres eran invertidos, pero que la mayoría sencillamente se resistían a la tentación?

—No es que no me compadezca del desafortunado homosexual, como tampoco carezco de compasión por aquellos que acaban atrapados entre sus garras.

«¿Atrapados entre sus garras? Menuda sarta de gilipolleces», pensó Dave.

Un hombre del lado laborista se levantó y se hizo cargo de la silla de ruedas de Ethel. Dave salió de la cámara y subió la escalera que conducía a la galería de espectadores.

Cuando llegó allí, hablaba un par distinto.

—La semana pasada apareció en uno de los periódicos dominicales más populares un relato, que tal vez hayan visto algunas de Sus Seño-rías, acerca de la unión matrimonial entre unos homosexuales, celebrada en un país del continente.

Dave había leído el artículo en News of the World.

—Creo que deberíamos felicitar a la publicación en cuestión por poner de relieve un suceso tan repugnante.

¿Cómo podía ser una boda un suceso repugnante?

—En el caso de que este proyecto de ley resulte aprobado, solo espero que se vigilen muy de cerca las prácticas semejantes. No creo que estas cosas puedan llegar a ocurrir en este país, pero todo es posible.

«¿De dónde sacan a estos dinosaurios?», se preguntó Dave.

Por fortuna, no todos los pares eran así. Una mujer de aspecto imponente y pelo blanco se puso en pie. Dave la había conocido en casa de su madre. Se llamaba Dora Gaitskell.

—Como sociedad, restamos importancia a muchas perversiones que se practican en privado entre hombres y mujeres. La ley, al igual que la sociedad, es muy tolerante con dichas prácticas, ante las que hace la vista gorda.

Dave estaba atónito. ¿Qué sabía aquella señora sobre las perversiones que se practicaban entre hombres y mujeres?

—A los hombres que nacen o se ven condicionados o tentados de manera irrevocable hacia la homosexualidad se les debería conceder el mismo grado de tolerancia que se le concede a cualquier otra pretendida perversión que se practica entre hombres y mujeres.

«Bien dicho, Dora», pensó Dave.

Sin embargo, el ponente favorito de Dave fue otra mujer mayor de pelo blanco y con un brillo en la mirada. Ella también había visitado la casa de Great Peter Street. Se llamaba Barbara Wootton. Después de que uno de los hombres hubiera pronunciado un largo discurso sobre la sodomía, Wootton aportó una nota de ironía.

—Yo me pregunto: ¿qué temen los que se oponen a este proyecto de ley? —dijo—. No pueden temer que les obligue a presenciar unas prácticas tan repugnantes, porque únicamente se consideran legales si se llevan a cabo en privado. No pueden temer que induzca a la corrupción de la juventud, porque dichas prácticas únicamente serán legales si se realizan entre adultos y con consenso mutuo. Solo me cabe suponer que quienes se oponen a este proyecto de ley temen que su imaginación se vea atormentada por imágenes de lo que pueda estar ocurriendo en otras partes.

Las palabras de Wootton insinuaban a las claras que quienes intentaban que la homosexualidad siguiera considerándose un delito lo hacían para que la ley continuara poniendo coto a sus fantasías personales, razonamiento ante el que Dave no pudo reprimir una carcajada, por lo que enseguida fue reprendido por un ujier.

La votación se inició a las seis y media. Dave tenía la impresión de que había más gente que había hablado en contra que a favor del proyecto de ley. El proceso de votación llevaba un tiempo desmesuradamente largo. En vez de introducir trocitos de papel en una urna o de apretar botones, los pares tenían que levantarse y abandonar la cámara a través de uno de los dos pasillos, o bien por el de «Conforme» o el de «No conforme». Un parlamentario empujó la silla de ruedas de Ethel hacia el pasillo de «Conforme».

El proyecto de ley se aprobó por 111 votos a favor y 48 en contra.

A Dave le entraron ganas de ponerse a gritar de alegría, pero le habría parecido tan fuera de lugar como aplaudir en una iglesia.

Dave se reunió con Ethel en la entrada de la cámara y se hizo cargo de la silla de ruedas que empujaba uno de los amigos de su abuela.

La mujer tenía una expresión triunfante pero estaba agotada, y Dave no pudo evitar preguntarse cuánto tiempo le quedaría.

Mientras la acompañaba por los recargados pasillos en dirección a la salida, el joven iba pensando en la increíble vida que había tenido su abuela. Su propia transformación del último de la clase a estrella del pop no era nada en comparación con la trayectoria de la mujer: de una humilde casa de dos habitaciones junto al escorial de Aberowen al dorado salón de debate de la Cámara de los Lores. Ethel, además, no solo había vivido una transformación, sino que también había participado en la de su país. Había librado y ganado batallas políticas por el voto femenino, por el bienestar social, por la atención sanitaria gratuita, por la educación de las mujeres y, en esos momentos, por la libertad de una minoría perseguida, la de los hombres homosexuales. Dave había compuesto canciones apreciadas en todo el mundo, pero eso carecía de importancia al lado de lo que había logrado su abuela.

Un anciano apoyado en dos bastones los detuvo en medio de un pasillo revestido de paneles de madera. Lo rodeaba un aire de elegancia decrépita que a Dave le sonó de algo, y entonces recordó haberlo visto antes allí, en la Cámara de los Lores, hacía cinco años, el día que Ethel había sido investida baronesa.

—Bueno, Ethel, veo que has conseguido que aprueben tu proyecto de ley de sodomía. Felicidades —dijo el hombre de buen talante.

—Gracias, Fitz —contestó ella.

En ese momento cayó en la cuenta. Se trataba del conde Fitzherbert, antiguo dueño de una gran mansión en Aberowen llamada Tŷ Gwyn, que en esos momentos albergaba un escuela de formación profesional.

—Lamento enterarme de que has estado enferma, querida mía —comentó Fitz con evidente aprecio.

—No pienso andarme con rodeos contigo —dijo Ethel—. No me queda mucho, es probable que no volvamos a vernos.

—Una tristísima noticia.

Para sorpresa de Dave, las lágrimas resbalaron por el rostro arrugado del anciano conde, que extrajo un enorme pañuelo blanco de su bolsillo superior para secarse los ojos. Fue entonces cuando Dave recordó que en la anterior ocasión en que había presenciado un encuentro similar, le había sorprendido la corriente soterrada de emoción intensa y casi incontrolable que había percibido entre ambos.

—Me alegro de haberte conocido, Fitz —dijo Ethel. El tono que empleó insinuaba que tal vez él tuviera motivos para pensar lo contrario.

—¿En serio? —contestó Fitz, y para asombro de Dave, añadió—: Nunca he querido a nadie como te he querido a ti.

—Yo tampoco —confesó ella, redoblando la estupefacción de su nieto—. Ahora que mi querido Bernie ya no está, puedo decirlo. Él fue mi alma gemela, pero tú fuiste algo más.

—Te lo agradezco.

—Aunque arrastro un único pesar —dijo Ethel.

—Lo sé —aseguró Fitz—. El chico.

—Sí. Si me concedieran un último deseo, sería que le estrecharas la mano.

Dave se preguntó quién sería ese «chico». Era evidente que él no.

—Sabía que me lo pedirías —dijo el conde.

—Por favor, Fitz.

El hombre asintió con la cabeza.

—A mi edad tendría que saber admitir cuándo me he equivocado.

—Gracias —repuso Ethel—. Ahora ya puedo morir tranquila.

—Espero que haya otra vida.

—Lo desconozco. Adiós, Fitz.

El anciano se inclinó hacia la silla de ruedas, con dificultad, y la besó en los labios.

—Adiós, Ethel —dijo tras ponerse derecho.

Dave empujó la silla y continuaron su camino.

—Era el conde Fitzherbert, ¿verdad? —preguntó al cabo de un minuto.

—Sí —contestó Ethel—. Es tu abuelo.

Las chicas eran el único problema de Walli.

Eran jóvenes, guapas, sensuales y con un aire saludable que a él se le antojaba característicamente norteamericano, y desfilaban por su puerta a decenas, todas ellas ávidas de sexo. El hecho de que él continuara siéndole fiel a su novia del Berlín oriental solo parecía hacerlo más deseable.

«Compraos una casa —les había aconsejado Dave un día a los miembros del grupo—. Luego, cuando la burbuja estalle y nadie quiera saber nada de Plum Nellie, al menos tendréis un sitio donde vivir».

Walli estaba empezando a darse cuenta de que Dave era muy inteligente. Desde que había creado sus dos compañías, Nellie Records y Plum Publishing, el grupo ganaba mucho más dinero. Walli todavía no era el millonario por el que la gente lo tomaba, aunque lo sería en cuanto empezaran a llegar las regalías derivadas de For Your Pleasure Tonight.

Mientras tanto, disponía de suficiente para poder permitirse una casa.

A principios de 1967 se compró una de estilo victoriano y con fachada de salientes semicirculares en San Francisco, en Haight Street, cerca de la esquina con Ashbury. El valor de las viviendas de aquel barrio había caído en picado a causa de la larga batalla que se había librado durante años contra el proyecto de una autopista que nunca llegó a construirse. Los bajos alquileres atraían a estudiantes y gente joven, quienes creaban un ambiente relajado que, a su vez, atraía a músicos y actores. Varios miembros de Grateful Dead y Jefferson Airplane vivían en el barrio. Era habitual ver a estrellas del rock por la calle, y Walli podía pasear por allí casi como alguien normal y corriente.

Los Dewar, las únicas personas que Walli conocía en San Francisco, esperaban que remodelara por completo el interior de la casa y la modernizara, pero él pensaba que los antiguos techos artesonados y los revestimientos de madera eran geniales y lo dejó todo como estaba, aunque sí mandó pintar las paredes de blanco.

Instaló dos baños lujosos y una cocina a medida, con lavavajillas incluido, y compró un televisor y lo último en tocadiscos, pero aparte de eso el resto del mobiliario destacaba por su sencillez. Puso alfombras y cojines en los suelos de madera pulida, y colchones y percheros con ruedas en los dormitorios. No tenía más asientos que seis taburetes de los que utilizaban los guitarristas en los estudios de grabación.

Tanto Cameron como Beep Dewar estudiaban en Berkeley, un campus dependiente de la Universidad de California, con sede en San Francisco. Cam era un bicho raro que vestía como un hombre de mediana edad y tenía ideas más conservadoras que las de Barry Goldwater. Sin embargo, Beep era genial, y le había presentado sus amigos a Walli, algunos de los cuales vivían en el barrio.

Walli se trasladaba a San Francisco siempre que no estaba de gira con el grupo o grabando en Londres. Mientras se encontraba allí, ocupaba la mayor parte del tiempo con la guitarra. Tocar en el escenario con el aparente desenfado con que él lo hacía exigía un alto grado de maestría y nunca dejaba pasar un día sin practicar durante un par de horas como mínimo. A continuación se concentraba en las canciones: probaba acordes y mezclaba fragmentos melódicos mientras trataba de decidir cuáles sonaban increíbles y cuáles no pasaban de armoniosos.

Escribía a Karolin una vez a la semana, aunque le resultaba difícil saber qué decirle. Le parecía desconsiderado hablarle de películas, conciertos y restaurantes que ella nunca podría disfrutar.

Con la ayuda de su padre, Walli había encontrado el modo de enviar cierta cantidad de dinero a Karolin todos los meses para que ella y Alice pudieran salir adelante. Un ingreso modesto en moneda extranjera alcanzaba para pagar muchas cosas en la Alemania Oriental.

Karolin le escribía una vez al mes. Había aprendido a tocar la guitarra y formaba un dúo con Lili. Cantaban canciones protesta, que grababan y distribuían. Fuera de eso, su vida parecía vacía en comparación con la de Walli, y casi todas sus novedades hacían referencia a Alice.

Igual que la mayoría de la gente de aquel barrio, Walli no cerraba la puerta con llave. Amigos y extraños entraban y salían de su casa a su antojo, aunque Walli guardaba las guitarras a buen recaudo en la última planta. Aparte de sus instrumentos, apenas tenía nada más que valiera la pena robar. Una tienda del lugar le llenaba la nevera y los armarios con provisiones una vez a la semana. Los invitados cogían lo que les apetecía y, cuando ya no quedaba nada, Walli salía a comer de restaurante.

Por las noches veía películas de cine y obras de teatro, iba a escuchar a grupos o se juntaba con otros músicos, con los que bebía cerveza y fumaba marihuana, ya fuera en su casa o en la de ellos. Las calles ofrecían un espectáculo continuo: actuaciones improvisadas, teatro callejero y otras formas de expresión artística que la gente llamaba happenings. En el verano de 1967 el barrio se hizo repentinamente famoso al convertirse en el epicentro del movimiento hippy. Cuando los colegios y las universidades cerraban por vacaciones, jóvenes de todos los rincones de Estados Unidos hacían autoestop hasta San Francisco y se dirigían a la esquina de Haight con Ashbury. La policía decidió hacer la vista gorda ante el consumo generalizado de marihuana y LSD, y ante quienes mantenían relaciones sexuales de manera más o menos pública en el parque Buena Vista. Y todas las chicas tomaban la píldora anticonceptiva.

Ellas eran el único problema de Walli.

Como Tammy y Lisa había muchas. Habían llegado de Dallas, Texas, en un autobús de la Greyhound. Tammy era rubia, Lisa era hispana, y ambas tenían dieciocho años de edad. Su única intención era pedirle a Walli un autógrafo, pero se quedaron maravilladas al encontrar la puerta abierta y a él sentado en el suelo sobre un cojín gigantesco, tocando una guitarra acústica.

Le dijeron que necesitaban una ducha después del viaje en autobús y él les indicó que siguieran recto. Se bañaron juntas sin cerrar la puerta del baño, tal como Walli descubrió en cierto momento en que, ensimismado en sus armonías, entró a mear. ¿Había sido coincidencia que en ese preciso momento Tammy estuviera enjabonando los pequeños pechos morenos de Lisa con sus manos blancas?

Walli salió y utilizó el otro baño, aunque necesitó reunir toda su fuerza de voluntad.

El cartero llegó con el correo, entre el que había varias cartas que Mark Batchelor, el representante de Plum Nellie, le enviaba desde Londres. En otra, que llevaba un sello de la Alemania Oriental, reconoció la letra de Karolin. Walli la dejó a un lado para leerla más tarde.

Fue un día normal en Haight-Ashbury. Un amigo músico se acercó hasta su casa dando un paseo y empezaron a componer una canción juntos, pero no sacaron nada. Dave Williams y Beep Dewar se dejaron caer por allí. Dave vivía con los padres de ella mientras buscaba una propiedad para comprar. Un camello llamado Jesus fue a llevarle medio kilo de marihuana, y Walli la escondió casi toda en la caja de un amplificador de guitarra. No le importaba compartirla, pero si no la racionaba no le quedaría nada para cuando se pusiera el sol.

Por la noche fue a cenar con unos amigos y se llevó a Tammy y a Lisa. Habían pasado ya cuatro años desde que había dejado el bloque soviético y todavía se maravillaba ante la abundancia de comida que había en Estados Unidos: filetes enormes, hamburguesas jugosas, montañas de patatas fritas, ensaladas gigantescas, batidos espesos, todo por casi nada, ¡y te rellenaban el café cuantas veces quisieras sin cobrarte más! No era que ese tipo de comida fuera cara en la Alemania Oriental; simplemente allí no existía. En las carnicerías siempre escaseaban los mejores cortes de carne, y los restaurantes servían de mala gana raciones escasas y poco apetitosas. Walli nunca había visto un batido en su país natal.

Durante la cena se enteró de que el padre de Lisa era médico de la comunidad mexicana de Dallas y que ella pretendía estudiar Medicina y seguir sus pasos. La familia de Tammy tenía una gasolinera bastante rentable, pero sus hermanos la dirigirían y ella iba a la escuela de Bellas Artes para estudiar diseño de moda con el objetivo de abrir una tienda de ropa. Eran chicas normales y corrientes, pero estaban en 1967, tomaban la píldora y querían echar un polvo.

Era una noche cálida. Después de cenar todos se fueron al parque y se sentaron con un grupo de gente que cantaba canciones de góspel. Walli se unió a ellos, y nadie lo reconoció en la oscuridad. Tammy estaba cansada tras el viaje en autobús, por lo que se tumbó y apoyó la cabeza en el regazo de Walli, que le acarició el largo pelo rubio hasta que se durmió.

Poco después de medianoche la gente empezó a marcharse. Walli fue dando un paseo hasta su casa, aunque no se percató de que Tammy y Lisa todavía lo acompañaban hasta que llegó allí.

—¿Tenéis algún sitio donde pasar la noche? —preguntó.

—Podríamos dormir en el parque —contestó Tammy con su acento texano.

—Podéis sobar en el suelo, si queréis.

—¿No te gustaría dormir con una de nosotras? —preguntó Lisa.

—¿O con las dos? —dijo Tammy.

Walli sonrió.

—No, tengo novia en Berlín. Karolin.

—¿Lo dices en serio? —se asombró Lisa—. Lo leí en el periódico, pero…

—En serio.

—¿Y tienes una hija pequeña?

—Ha cumplido tres años. Se llama Alice.

—Pero si ya nadie cree en la fidelidad y en todas esas tonterías, ¿no?

Sobre todo en San Francisco. Lo único que necesitas es amor, ¿no crees?

—Buenas noches, chicas.

Walli subió al dormitorio que solía utilizar y se desnudó. Oyó que ellas andaban por abajo. Era la una y media cuando se metió en la cama, temprano para un músico.

Aquel era el momento del día en que le gustaba leer y releer las cartas de Karolin. Le tranquilizaba pensar en ella y solía dormirse imaginando que la tenía entre sus brazos. Se tumbó en el colchón, apoyó la espalda en un cojín apuntalado contra la pared y se subió la sábana hasta la barbilla. A continuación abrió el sobre.

Y leyó:

Querido Walli:

Aquello era extraño. Normalmente escribía «Mi amado Walli» o «Mi amor».

Sé que esta carta te producirá dolor y sufrimiento, y lo siento tanto que casi se me parte el corazón.

¿Qué narices podía haber ocurrido? Se apresuró a continuar leyendo:

Hace cuatro años que te fuiste y ya no quedan esperanzas de que volvamos a estar juntos en un futuro próximo. Soy débil y no puedo enfrentarme a pasar el resto de mi vida sola.

Karolin estaba poniendo fin a su relación, estaba rompiendo con él. Era lo último que Walli esperaba.

He conocido a alguien, un buen hombre, y me quiere.

¡Tenía novio! Aquello era incluso peor. Lo había traicionado y Walli empezó a enfadarse. Lisa tenía razón: ya nadie creía en la fidelidad y en todas esas tonterías.

Odo es el pastor de la iglesia de St. Gertrud, en Berlín-Mitte.

—¡Joder, un cura! —exclamó Walli en voz alta.

Él amará y cuidará de mi hija.

—La llama «mi hija», ¡pero Alice también es hija mía!

Vamos a casarnos. Tus padres están disgustados, pero siguen portándose muy bien conmigo, igual que lo hacen siempre con todos. Incluso tu hermana Lili intenta hacerse cargo, aunque le resulta difícil.

«Pues claro», pensó Walli. Lili habría aguantado mucho más.

Gracias a ti fui feliz durante un tiempo y me diste a mi preciosa Alice, y eso es algo por lo que siempre te querré.

Walli sintió unas lágrimas calientes en sus mejillas.

Espero que con los años seas capaz de perdonarme, a mí y a Odo, y que algún día podamos volver a encontrarnos como amigos, tal vez cuando seamos viejos y tengamos el pelo blanco.

—Sí, en el infierno —masculló Walli.

Con cariño,

Karolin

La puerta se abrió en ese momento, y entraron Tammy y Lisa.

Las lágrimas emborronaban la visión de Walli, pero creyó entrever que ambas iban desnudas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Lisa.

—¿Por qué lloras? —dijo Tammy.

—Karolin ha roto conmigo. Se va a casar con otro —contestó Walli.

—Lo siento mucho —dijo Tammy—. Pobrecito.

A Walli le avergonzaba que lo vieran llorar, pero era incapaz de detener las lágrimas. Dejó la carta, se volvió y se tapó la cabeza con la sábana.

Las chicas se metieron en la cama con él, cada una a un lado. Walli abrió los ojos. Tammy, frente a él, le secó las lágrimas con un dedo delicado. Detrás de él, Lisa apretó su cuerpo cálido contra su espalda.

—No es el momento —consiguió decir él.

—No deberías estar solo, tan triste como estás —dijo Tammy—. Solo te abrazaremos. Cierra los ojos.

Walli se rindió y cerró los ojos. Poco a poco su angustia se convirtió en aturdimiento hasta que vació su mente y se dejó arrastrar hacia el sueño.

Cuando despertó, Tammy le besaba los labios y Lisa estaba chupándosela.

Hizo el amor con ellas, primero con una y luego con la otra. Tammy era tierna y dulce; Lisa era enérgica y apasionada. Les agradecía que intentaran consolarlo.

Pero aun así, por mucho que lo intentó, no consiguió correrse.