38

DAVE WILLIAMS estaba deseando conocer a su famoso abuelo, Lev Peshkov.

En otoño de 1965 Plum Nellie se hallaba de gira en Estados Unidos. La organización de la All-Star Touring Beat Revue pagaba a los músicos una habitación de hotel cada dos noches. Las noches alternas las pasaban en el autobús.

Daban un concierto, subían al vehículo a medianoche y conducían hasta la siguiente ciudad. Dave nunca dormía bien en el autobús. Los asientos eran incómodos y había un retrete maloliente en la parte de atrás. La única posibilidad de refrescarse la ofrecía una nevera llena de las bebidas gaseosas azucaradas que Dr. Pepper, el patrocinador de la gira, les proporcionaba de forma gratuita. Un grupo de soul de Filadelfia que se llamaba los Topspins organizaba partidas de póquer a bordo; Dave perdió diez dólares una noche y ya no volvió a jugar.

Por la mañana llegaban al hotel. Si tenían suerte, podían entrar en la habitación de inmediato. Si no era así, tenían que quedarse remoloneando en el vestíbulo, de mal humor y sin poder asearse, esperando a que los huéspedes de la noche anterior abandonaran sus habitaciones.

Daban el concierto de la noche siguiente, dormían luego en el hotel y volvían al autobús por la mañana.

A Plum Nellie le encantaba aquello.

El dinero no era nada del otro mundo, pero ¡estaban de gira por Estados Unidos! Lo habrían hecho gratis.

Y además, estaban las chicas.

Buzz, el bajista, solía recibir las visitas de numerosas admiradoras en su habitación de hotel durante el transcurso de un solo día con su respectiva noche. Lew se dedicaba a explorar con entusiasmo los locales de ambiente homosexual, aunque los norteamericanos preferían usar la palabra «gay». Walli se mantenía fiel a Karolin, pero incluso él se sentía feliz viviendo su sueño de ser una estrella del pop.

A Dave no le entusiasmaba practicar el sexo con las admiradoras, pero había unas cuantas chicas maravillosas que participaban en la gira.

Se insinuó a la rubia Joleen Johnson, de las Tamettes, pero ella lo rechazó explicándole que llevaba felizmente casada desde los trece años de edad. Luego probó suerte con Little Lulu Small, a quien le gustaba coquetear con él pero no pensaba ir a su habitación. Al final, una noche se puso a charlar con Mandy Love, de Love Factory, un grupo de chicas negras de Chicago. Tenía unos enormes ojos castaños, la boca amplia y una piel suave y tostada con un tacto como el de la seda entre los dedos de Dave. Ella le enseñó a fumar marihuana, que le gustó más que la cerveza. Después de Indianápolis pasaron todas las noches de hotel juntos, aunque tenían que ser discretos: el sexo interracial era delito en algunos estados.

El autobús llegó a Washington, D. C., la mañana del miércoles.

Dave tenía una cita para almorzar con el abuelo Peshkov. El encuentro lo había organizado su madre, Daisy.

Se vistió para la cita como la estrella del pop que era: camisa roja, pantalones azules de cintura baja, una chaqueta de tweed gris con estampado a cuadros rojos y botas de punta estrecha y tacón. Pidió un taxi desde el hotel barato donde se alojaban los grupos para ir hasta aquel lugar tan elegante donde su abuelo ocupaba una suite.

Dave estaba intrigado. Había oído muchas cosas malas sobre el anciano. Si las leyendas que contaba su familia eran ciertas, Lev había matado a un policía en San Petersburgo y luego huido de Rusia después de dejar embarazada a su novia. En Buffalo, tras dejar preñada a la hija de su jefe, se casó con ella y heredó una fortuna. Había sido sospechoso del asesinato de su suegro, pero nunca habían llegado a acusarlo formalmente. Durante la Ley Seca había sido contrabandista. Mientras estuvo casado con la madre de Daisy tuvo numerosas amantes, entre ellas la estrella de cine Gladys Angelus. La lista era interminable.

Mientras esperaba en el vestíbulo del hotel, Dave se preguntó qué aspecto tendría Lev. Nunca se habían visto. Al parecer Lev había visitado Londres una vez, para la boda de Daisy con su primer marido, Boy Fitzherbert, pero no había regresado nunca.

Daisy y Lloyd iban a Estados Unidos cada cinco años más o menos, sobre todo para ver a la madre de ella, Olga, que ya vivía en una residencia de ancianos en Buffalo. Dave sabía que Daisy no sentía demasiado aprecio por su padre. Lev había estado ausente durante la mayor parte de la infancia de esta, mientras paralelamente había formado otra familia en la misma ciudad —con su amante, Marga, de quien había tenido un hijo ilegítimo, Greg—, y al parecer siempre los había preferido a ellos en lugar de a Daisy y a su madre.

Al otro lado del vestíbulo Dave vio a un hombre de unos setenta años vestido con un traje gris plata y una corbata a rayas rojas y blancas.

Recordó a su madre diciendo que su padre siempre había sido un dandi.

—¿Es usted el abuelo Peshkov? —dijo Dave, sonriente.

Se estrecharon la mano.

—¿Es que no tienes ninguna corbata? —exclamó Lev.

Dave siempre provocaba esa clase de reacciones. Por alguna razón la gente mayor se creía con el derecho de meterse con la forma de vestir de los jóvenes. Dave tenía todo un surtido de respuestas para aquellas ocasiones, desde una hostilidad manifiesta hasta unas palabras amables.

—Cuando era usted un muchacho joven en San Petersburgo, abuelo, ¿qué ropa llevaban los chicos modernos como usted?

La expresión severa de Lev se iluminó con una sonrisa.

—Yo llevaba una chaqueta con botones de madreperla, un chaleco, una cadena de reloj de bronce y una gorra de terciopelo. Y me peinaba el pelo, largo, con la raya en medio, como tú.

—Así que nos parecemos —señaló Dave—. Solo que yo nunca he matado a nadie.

Lev se sobresaltó por un momento y luego se echó a reír.

—Eres un chico listo —repuso—. Has heredado mi inteligencia.

Una mujer con un abrigo azul y un sombrero muy chic se acercó a ellos caminando como si fuera una modelo, a pesar de que debía de rondar la edad de Lev.

—Te presento a Marga. Ella no es tu abuela.

«La amante», pensó Dave.

—Obviamente, es usted demasiado joven para ser la abuela de nadie —la halagó con una sonrisa—. ¿Cómo debo llamarla?

—¡Qué zalamero eres! —respondió ella—. Puedes llamarme Marga. Yo también era cantante, ¿sabes? Aunque nunca tuve el éxito que tenéis vosotros. —Parecía sentir nostalgia—. En aquellos tiempos me comía a los chicos guapos como tú para desayunar.

«Las cantantes no han cambiado nada», pensó Dave, acordándose de Mickie McFee.

Entraron en el restaurante. Marga le hizo multitud de preguntas sobre Daisy, Lloyd y Evie. Ambos se alegraron mucho al saber del éxito de la carrera como actriz de Evie, sobre todo teniendo en cuenta que Lev era el propietario de unos estudios en Hollywood. Sin embargo, el abuelo estaba más interesado en Dave y el negocio de la música.

—Dicen que eres millonario, Dave —comentó.

—Mienten —replicó el chico—. Estamos vendiendo muchos discos, eso es verdad, pero no da tanto dinero como la gente se imagina.

Apenas nos pagan un centavo por disco. Así que si vendemos un millón de copias, a lo mejor ganamos lo suficiente para que cada uno de nosotros pueda comprarse un utilitario.

—Alguien te está robando —dijo Lev.

—No me extrañaría —opinó Dave—, pero no sé qué hacer al respecto. Despedí a nuestro primer representante, y este es mucho mejor, pero sigo sin poder permitirme el lujo de comprarme una casa.

—Yo estoy metido en la industria del cine, y a veces vendemos discos de nuestras bandas sonoras, así que he visto cómo trabaja la gente del mundillo de la música. ¿Quieres un consejo?

—Sí, por favor.

—Funda tu propia compañía discográfica.

Dave sentía curiosidad. Había estado dándole vueltas a esa misma idea, pero le parecía una fantasía.

—¿Cree que es posible?

—Puedes alquilar un estudio de grabación, supongo, durante un día o dos, o el tiempo que sea necesario.

—Podemos grabar la música, y supongo que también podemos conseguir que una fábrica nos haga los discos, pero no tengo tan claro lo de la comercialización. No me gustaría tener que perder tiempo dirigiendo a un equipo de comerciales, aunque supiera cómo hacerlo.

—No es necesario que te encargues de eso. Consigue que la compañía discográfica mayor se ocupe de las ventas y la distribución a cambio de un porcentaje. Ellos se quedarán con las migajas y tú con los beneficios.

—Me pregunto si estarían de acuerdo con eso.

—No les va a gustar, pero no tendrán más remedio que aceptar porque no pueden darse el lujo de perderos.

—Supongo.

Dave sintió simpatía por aquel astuto anciano, a pesar de su reputación de criminal.

Lev no había terminado.

—¿Qué pasa con la composición? Tú escribes las canciones, ¿no?

—Walli y yo lo hacemos juntos, por lo general. —En realidad era Walli quien trasladaba las canciones al papel, porque la letra y la ortografía de Dave eran tan malas que nadie podía leer nunca lo que escribía; pero el acto creativo era una colaboración entre ambos—. Sacamos algo de dinero extra con los derechos de autor de las letras.

—¿Algo de dinero? Deberíais sacar mucho. Seguro que vuestro editor musical contrata a un agente extranjero que se lleva una parte.

—Es verdad.

—Si investigaras un poco, verías que el agente extranjero también emplea a un subagente que se lleva otra parte, y así sucesivamente. Pero todas esas personas que se llevan un porcentaje forman parte de la misma empresa y, cuando se hayan llevado el veinticinco por ciento tres o cuatro veces, ¡zas!, ya te has quedado sin nada. —Lev sacudió la cabeza con expresión asqueada—. Monta tu propia empresa editora.

Nunca vas a ganar dinero hasta que te hagas con el control.

—¿Cuántos años tienes, Dave? —preguntó Marga.

—Diecisiete.

—Muy joven, pero al menos eres lo bastante inteligente para prestar atención a los negocios.

—Me gustaría ser más inteligente.

Después de comer se fueron al salón principal.

—Tu tío Greg va a reunirse con nosotros para tomar el café —anunció Lev—. Es el hermanastro de tu madre.

Dave recordó que Daisy hablaba con cariño de Greg. Su madre decía que había hecho algunas locuras en su juventud, pero ella también. Greg era senador republicano, pero incluso eso le perdonaba ella.

—Mi hijo, Greg, nunca se casó, pero tiene un hijo propio que se llama George —explicó Marga.

—Es un secreto a voces —añadió Lev—. Nadie lo comenta, pero en Washington todo el mundo lo sabe. Greg no es el único miembro del Congreso que tiene un hijo bastardo.

Dave sabía lo de George. Su madre se lo había contado, y Jasper Murray había llegado a conocerlo. A Dave le parecía genial tener un primo de color.

—Así que George y yo somos sus dos nietos —dijo.

—Sí.

—Mira, ahí vienen Greg y George —señaló Marga.

Dave levantó la vista. Un hombre de mediana edad con un elegante traje de franela gris que necesitaba un buen planchado estaba atravesando la sala. A su lado iba un apuesto joven negro de unos treinta años, impecablemente vestido con un traje de mohair gris oscuro y una corbata estrecha.

Se acercaron a la mesa. Ambos hombres besaron a Marga.

—Greg, este es tu sobrino, Dave Williams —dijo Lev—. George, te presento a tu primo inglés.

Tomaron asiento. Dave reparó en que George mostraba una actitud serena y segura de sí, a pesar de ser la única persona de piel oscura de la sala. Las estrellas del pop negras se dejaban crecer el pelo, igual que todos los demás en el mundo del espectáculo, pero George seguía luciendo el cabello corto, quizá porque estaba metido en política.

—Bueno, papá —dijo Greg—, ¿te habías imaginado alguna vez que llegarías a tener una familia como esta?

—Escucha, voy a decirte algo —respondió Lev—. Si pudieras volver atrás en el tiempo, a cuando yo tenía la edad que tiene Dave ahora, y vieses al joven Lev Peshkov y le dijeses cómo iba a ser su vida, ¿sabes lo que haría él? ¡Te diría que has perdido del todo la chaveta!

Esa noche George llevó a Maria Summers a cenar para celebrar que cumplía veintinueve años.

Estaba preocupado por ella. Maria había cambiado de trabajo y se había ido a vivir a otro piso, pero todavía no tenía novio. Salía con las chicas del Departamento de Estado una vez a la semana, y quedaba con George de vez en cuando, pero no tenía vida amorosa. George temía que todavía siguiera de luto. Hacía casi dos años del asesinato de Kennedy, pero era normal que una persona tardase más de ese tiempo en recuperarse de la muerte de su amante.

Definitivamente, el afecto que sentía por Maria no era un cariño fraternal. Le parecía una mujer muy sensual y de una belleza deslumbrante, y así había sido desde aquel viaje en autobús hacia Alabama.

Sentía por ella lo mismo que por la esposa de Skip Dickerson, que era guapísima y encantadora. Al igual que la mujer de su mejor amigo, Maria no estaba disponible, y punto. Si la vida hubiera sido diferente, estaba seguro de que estaría casado con ella y sería feliz. Sin embargo, él tenía a Verena, y Maria no quería a nadie a su lado.

Fueron al Jockey Club. Maria llevaba un vestido de lana gris, elegante pero sencillo. No lucía joyas de ninguna clase y no se quitó las gafas en ningún momento. Su peinado era un poco anticuado. Tenía una cara bonita y una boca sugerente y, lo que era aún más importante, era una persona cariñosa. Podría haber encontrado a un hombre fácilmente si lo hubiese intentado. Sin embargo, la gente empezaba a decir que era una mujer entregada en cuerpo y alma a su carrera, alguien cuyo trabajo ocupaba el lugar más importante de su vida. En el fondo George no creía que el trabajo la hiciese feliz, y se preocupaba por ella.

—Acaban de ascenderme —anunció ella cuando se sentaron a la mesa del restaurante.

—¡Felicidades! —exclamó George—. Vamos a celebrarlo con champán.

—Oh, no, gracias, que mañana tengo que trabajar.

—Pero ¡si es tu cumpleaños!

—Da lo mismo, no quiero. Puede que me tome luego una copita de licor, para que me ayude a dormir.

George se encogió de hombros.

—Bueno, supongo que tanta formalidad explica tu ascenso. Sé que eres inteligente, capaz y muy culta, pero por lo general nada de eso cuenta si tienes la piel oscura.

—Desde luego. Siempre ha sido casi imposible para las personas de color conseguir puestos de responsabilidad en el gobierno.

—Pues te felicito por haber conseguido superar ese prejuicio. Es todo un logro.

—Las cosas han cambiado desde que dejaste el Departamento de Justicia, ¿y sabes por qué? El gobierno está tratando de convencer a los cuerpos de policía del Sur para que contraten a negros, pero los sureños dicen: «¡Mirad a vuestro propio personal: son todos blancos!».

Así que los altos funcionarios están bajo presión. Para demostrar que no tienen prejuicios, tienen que ascender a personas de color.

—Seguramente creen que con un ejemplo es suficiente.

Maria se echó a reír.

—Pues claro.

Pidieron la cena. George se quedó pensando que tanto él como Maria habían logrado romper la barrera de la segregación racial, pero eso no demostraba que no siguiese allí. Por el contrario, ellos dos eran las excepciones que confirmaban la regla.

Maria estaba pensando en la misma línea.

—Bobby Kennedy parece un hombre íntegro —comentó.

—Cuando lo conocí, consideraba el asunto de los derechos civiles una distracción de asuntos más importantes, pero lo bueno de Bobby es que es capaz de entrar en razón y de cambiar de opinión si es necesario.

—¿Cómo le va?

—Todavía es pronto para decirlo —contestó George con evasivas.

Bobby había sido elegido senador por Nueva York, y George era uno de sus asistentes más cercanos. A George le parecía que Bobby no se estaba adaptando bien a su nuevo papel. Su carrera había atravesado tantas etapas distintas —primero había estado en primera línea, asesorando a su hermano, el presidente; luego había sido apartado por el presidente Johnson, y de pronto era un joven senador— que corría el peligro de perder la noción de quién era.

—¡Debería pronunciarse en contra de la guerra de Vietnam! —Maria mostraba una actitud muy vehemente al respecto, y George presintió que ya tenía planeado de antemano presionarlo sobre el tema—. Lo que hizo el presidente Kennedy fue reducir nuestra participación activa en Vietnam, y se negó una y otra vez a enviar efectivos de combate terrestre —dijo—. Pero en cuanto Johnson salió elegido, envió tres mil quinientos marines, y el Pentágono de inmediato pidió más. En junio exigieron otros ciento setenta y cinco mil soldados… ¡y el general Westmoreland dijo que probablemente no sería suficiente! Pero Johnson solo hace que mentir al respecto todo el tiempo.

—Lo sé. Y se suponía que el bombardeo del norte se efectuaría con el fin de sentar a Ho Chi Minh a la mesa de negociaciones, pero parece que solo ha conseguido que los comunistas se muestren más firmes todavía.

—Qué es exactamente lo que se preveía cuando el Pentágono barajó los distintos escenarios con sus simulaciones militares.

—¿El Pentágono? No creo que Bobby sepa eso. —George se lo diría al día siguiente.

—No quieren que se sepa, pero llevaron a cabo dos simulaciones sobre el efecto del bombardeo sobre Vietnam del Norte. En ambos casos obtuvieron el mismo resultado: un aumento de los ataques del Vietcong en el sur.

—Esa es justo la espiral de fracaso y la escalada de violencia que temía Jack Kennedy.

—Y el hijo mayor de mi hermano se acerca a la edad para ser llamado a filas. —El rostro de Maria reflejaba el miedo que sentía por su sobrino—. ¡No quiero que maten a Stevie! ¿Por qué no se pronuncia de una vez el senador Kennedy?

—Sabe que eso lo hará impopular.

Maria no estaba dispuesta a aceptarlo.

—¿De veras? A la gente no le gusta esta guerra.

—A la gente no le gustan los políticos que minan la moral de nuestros soldados cuestionando la guerra.

—No puede permitir que la opinión pública le dicte lo que tiene que hacer.

—En una democracia los hombres que hacen caso omiso de la opinión pública no permanecen en política mucho tiempo.

Maria levantó la voz manifestando su frustración:

—¿Así que aquí nadie puede oponerse nunca a una guerra?

—Tal vez por eso tenemos tantas.

Les sirvieron sus platos, y ella cambió de tema.

—¿Cómo está Verena?

George tenía la suficiente confianza con Maria para hablarle con franqueza.

—La adoro —dijo—. Se queda en mi casa cada vez que viene a la ciudad, que suele ser una vez al mes, pero por lo visto no quiere formalizar la relación.

—Si formalizase la relación contigo, tendría que venirse a vivir a Washington.

—¿Y qué tendría eso de malo?

—Su trabajo está en Atlanta.

George no veía el problema.

—La mayoría de las mujeres viven donde trabajan sus maridos.

—Las cosas están cambiando. Si los negros pueden ser iguales, ¿por qué no las mujeres?

—¡Anda! ¡Venga ya! —exclamó George con indignación—. No es lo mismo.

—Desde luego que no. El sexismo es peor. La mitad de la raza humana está esclavizada.

—¿Esclavizada?

—¡Piensa en cuántas amas de casa trabajan duro todo el día sin que nadie les pague por ello! Y en la mayoría de los países del mundo, una mujer que abandona a su marido se arriesga a que la policía la detenga y la lleve de vuelta a su casa. Alguien que trabaja sin recibir ninguna contraprestación y que no puede dejar su trabajo es un esclavo, George.

Se sentía incómodo con aquella discusión, sobre todo porque Maria parecía llevar todas las de ganar, pero vio la oportunidad de sacar el tema que realmente le preocupaba.

—¿Por eso estás sola? —preguntó.

Maria parecía violenta.

—En parte —contestó sin mirarlo a los ojos.

—¿Cuándo crees que vas a empezar a salir con hombres de nuevo?

—Pronto, supongo.

—¿Es que no quieres?

—Sí, pero trabajo mucho y no tengo demasiado tiempo libre.

George no se tragaba aquella excusa.

—Crees que nadie estará nunca a la altura del hombre que perdiste.

Maria no lo negó.

—¿Acaso me equivoco? —repuso.

—Yo creo que podrías encontrar a alguien que se portase mejor contigo de lo que se portó él. Alguien inteligente, atractivo y que además te fuese fiel.

—Tal vez.

—¿Aceptarías tener una cita a ciegas?

—Puede.

—¿Te importa si es blanco o negro?

—Prefiero un negro. Salir con chicos blancos es demasiado complicado.

—Está bien. —George estaba pensando en Leopold Montgomery, el periodista, pero no le dijo nada a ella todavía—. ¿Cómo estaba tu filete?

—Se me derretía en la boca. Gracias por traerme aquí, y por acordarte de mi cumpleaños.

Se comieron el postre y luego tomaron un coñac con el café.

—¿Sabes qué? Tengo un primo blanco —dijo George—. ¿Qué te parece eso? Dave Williams. Lo he conocido hoy.

—¿Y cómo es que no lo habías conocido hasta ahora?

—Es un cantante británico de música pop que está aquí de gira con su grupo, Plum Nellie.

Maria nunca había oído hablar de ellos.

—Hace diez años me sabía todas las canciones de las listas de éxitos.

¿Me estoy haciendo vieja?

George sonrió.

—Hoy cumples veintinueve años.

—¡Solo me falta un año para los treinta! ¿Cómo puede pasar tan rápido el tiempo?

—Su canción más famosa se titula I Miss Ya, Alicia.

—Ah, sí, claro. La he oído en la radio. ¿Así que tu primo está en ese grupo?

—Sí.

—¿Te ha caído bien?

—Sí. Es joven, todavía no tiene los dieciocho, pero se le ve maduro, y el cascarrabias de nuestro abuelo ruso se ha quedado prendado de él.

—¿Lo has visto actuar?

—No. Me ofreció una entrada, pero solo tocan en la ciudad esta noche, y yo ya tenía una cita.

—Vaya, George, podrías haberme llamado para anular la cena.

—¿En tu cumpleaños? De eso ni hablar. —Pidió la cuenta.

La llevó a casa en su viejo Mercedes. Ella se había mudado a un apartamento más grande en el mismo barrio, en Georgetown.

Se sorprendieron al ver un coche patrulla en la puerta del edificio con sus luces parpadeantes.

George acompañó a Maria hasta la puerta. Había un policía blanco fuera.

—¿Ocurre algo, agente? —dijo George.

—Esta noche han entrado a robar en tres pisos de este edificio —contestó el policía—. ¿Viven ustedes aquí?

—¡Yo sí! —exclamó Maria—. ¿Han robado en el número cuatro?

—Vamos a comprobarlo.

Entraron en el edificio. La puerta de Maria había sido forzada, y ella se puso muy pálida cuando entró en el apartamento. George y el policía la siguieron.

Maria miró a su alrededor con expresión de desconcierto.

—Todo parece estar igual a como lo dejé. —Al cabo de un segundo añadió—: Salvo que todos los cajones están abiertos.

—Es necesario que compruebe si falta algo.

—No tengo nada que merezca la pena robar.

—Por lo general se llevan dinero, joyas, licores y armas de fuego.

—Llevo encima mi reloj y mi anillo, no bebo alcohol, y desde luego no tengo ningún arma. —Se dirigió a la cocina y George la observó a través de la puerta abierta. Maria abrió un bote de café—. Aquí tenía ochenta dólares —le dijo al policía—. Han desaparecido.

El agente lo anotó en su libreta.

—¿Ochenta dólares exactos?

—Tres billetes de veinte y dos de diez.

Todavía faltaba por comprobar una habitación más. George cruzó el salón y abrió la puerta del dormitorio.

—¡No, George! ¡No entres ahí! —gritó Maria.

Demasiado tarde.

George estaba en la puerta, contemplando la habitación con gesto de asombro.

—Oh, Dios mío… —dijo.

De pronto entendió por qué ella no salía con nadie.

Maria dio media vuelta, muerta de vergüenza.

El policía pasó junto a George y entró en el dormitorio.

—¡Uau! —exclamó—. ¡Debe de tener al menos cien fotos del presidente Kennedy aquí dentro! Supongo que era una gran admiradora suya, ¿no?

Maria hizo un esfuerzo para que le salieran las palabras.

—Sí, eso es —contestó con un nudo en la garganta—. Una gran admiradora.

—Bueno, con las velas y las flores y todo eso… Es increíble.

George apartó la vista.

—Maria, siento haber entrado —se disculpó en voz baja.

Ella sacudió la cabeza como dando a entender que no tenía por qué disculparse; había sido sin querer. Sin embargo, George sabía que había violado un lugar sagrado y secreto para ella. Le daban ganas de abofetearse.

El policía seguía hablando:

—Es casi como… ¿cómo lo llaman en la iglesia católica? Un santuario, esa es la palabra.

—En efecto —dijo Maria—. Es un santuario.

El programa This Day pertenecía a una cadena de emisoras y estudios de radio y televisión, algunos de los cuales tenían su sede en un rascacielos del centro. En el departamento de personal trabajaba una mujer atractiva y de mediana edad que se llamaba señora Salzman y que cayó rendida ante los encantos de Jasper Murray. Cruzó unas piernas bien torneadas, lo miró con aire de superioridad por encima de sus gafas de montura azul y lo llamó «señor Murray». Él le encendió un cigarrillo y la llamó «Ojos Azules».

La mujer sintió lástima por él. Había ido hasta allí nada menos que desde el Reino Unido con la esperanza de mantener una entrevista para un trabajo que no existía. This Day nunca contrataba a principiantes, todo su personal estaba integrado por reporteros de televisión, productores, cámaras y documentalistas con suma experiencia. Varios de ellos eran nombres muy reconocidos en su profesión. Incluso las secretarias eran veteranas de las redacciones de informativos. Jasper protestó en vano aduciendo que él no era ningún principiante: había sido director de su propio periódico. La prensa estudiantil no contaba, le contestó la señora Salzman, que rezumaba compasión.

Jasper no podía volver a Londres, sería demasiado humillante. El joven estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de permanecer en Estados Unidos. Su puesto en el Western Mail ya lo habría ocupado otra persona a esas alturas.

Le suplicó a la señora Salzman que le encontrase un trabajo, el que fuese, por ingrato que pareciera, en algún departamento de la cadena a la que pertenecía This Day. Le enseñó su permiso de residencia y trabajo, obtenido de la embajada de Estados Unidos en Londres, lo que significaba que tenía autorización oficial para buscar empleo en el país. Ella le dijo que volviera al cabo de una semana.

Jasper se alojaba en un hostal para estudiantes internacionales del Lower East Side, pagando un dólar la noche. Pasó una semana explorando Nueva York, yendo a pie a todas partes para ahorrar dinero.

Luego volvió a ver a la señora Salzman. Él le llevó una rosa, y ella le dio un trabajo.

Desde luego era un puesto realmente ingrato: Jasper trabajaría como mecanógrafo en una emisora local de radio, y su tarea consistiría en escuchar la radio todo el día y dejar escrito a máquina todo lo que ocurriera: qué anuncios se emitían, qué discos sonaban, a quién entrevistaban, la duración de los boletines de noticias, los partes meteorológicos y los avisos del tráfico. A Jasper no le importaba. Había puesto un pie dentro; estaba trabajando en Estados Unidos.

El departamento de personal, la emisora de radio y el estudio de This Day estaban todos en el mismo rascacielos, y Jasper esperaba poder llegar a conocer en persona al equipo de This Day, pero eso no llegó a suceder. Formaban una élite que se mantenía al margen de los demás.

Una mañana Jasper se encontró en el ascensor con Herb Gould, redactor jefe de This Day, un hombre de unos cuarenta años con la sombra perpetua de una barba incipiente.

Jasper se presentó.

—Soy un gran admirador de su programa —dijo.

—Gracias —contestó Gould con educación.

—Mi ambición es trabajar para usted —continuó Jasper.

—No necesitamos a nadie ahora mismo —replicó Gould.

—Algún día, si tiene usted tiempo, me gustaría enseñarle mis artículos en periódicos nacionales británicos. —El ascensor se detuvo, pero Jasper siguió hablando desesperadamente—. He escrito…

Gould levantó la mano para silenciarlo y salió del ascensor.

—Gracias de todos modos —dijo, y se alejó.

Al cabo de unos días, Jasper estaba sentado frente a su máquina de escribir con los auriculares puestos y oyó la voz meliflua de Chris Gardner, el locutor del programa de media mañana, diciendo: «El grupo británico Plum Nellie estará en la ciudad hoy para dar un concierto como parte de la gira All-Star Touring Beat Revue».

Jasper aguzó el oído.

«Teníamos la esperanza de ofreceros una entrevista con estos chicos, a quienes llaman los nuevos Beatles, pero el promotor ha dicho que no habría tiempo. Así que en vez de eso, os presentamos su último éxito, compuesto por Dave y Walli: Goodbye London Town».

Cuando empezó la canción, Jasper se arrancó los auriculares, se levantó de su escritorio, que estaba en un pequeño cubículo en el pasillo, y entró en el estudio.

—Yo puedo conseguir una entrevista con Plum Nellie —anunció.

En antena Gardner tenía la voz del típico galán de cine, pero en realidad era un hombre de aspecto anodino, con los hombros de la chaqueta de punto llenos de caspa.

—¿Y se puede saber cómo piensas conseguirla, Jasper? —dijo con moderado escepticismo.

—Conozco a los del grupo. Crecí con Dave Williams. Mi madre y la suya son amigas íntimas.

—¿Puedes hacer que vengan al estudio?

Jasper seguramente podía, pero no era eso lo que quería.

—No —respondió—. Pero si me da un micrófono y una grabadora, le garantizo que podré entrevistarlos en su camerino.

Hubo un momento de crisis burocrática —el director de la emisora no quería que una grabadora muy cara saliera del edificio—, pero a las seis de la tarde Jasper estaba entre bastidores con el grupo.

Chris Gardner solo quería unos pocos minutos de declaraciones insulsas de aquellos chicos: si les gustaba Estados Unidos, lo que pensaban de las chicas que gritaban como locas en sus conciertos, si echaban de menos su país… Sin embargo, Jasper esperaba darle a la emisora algo más que eso. Su intención era conseguir que aquella entrevista fuese su pasaporte a un verdadero trabajo en televisión. Tenía que ser una sensación que estremeciese a Norteamérica entera.

Primero los entrevistó a todos juntos, formuló las preguntas más inocentes y les hizo recordar sus inicios en Londres para que se relajaran un poco. Les dijo que la emisora quería presentarlos como seres de carne y hueso, lo cual era un eufemismo entre periodistas para hacer preguntas indiscretas, pero ellos eran demasiado jóvenes e inexpertos para saberlo. Se mostraron francos y abiertos con él, salvo Dave, que tenía sus recelos, tal vez recordando el revuelo causado por el artículo de Jasper sobre Evie y Hank Remington. Los demás se fiaron de él.

Otra cosa que aún tenían que aprender era que no se podía confiar en ningún periodista.

Luego les pidió entrevistas individuales. El primero fue Dave, dado que era el líder de la banda. Jasper tuvo mucho tacto con él, evitó hacerle preguntas delicadas y no cuestionó ninguna de sus respuestas.

Dave regresó al camerino con aspecto más relajado y eso inspiró más confianza en los demás.

Jasper entrevistó a Walli el último.

Walli era quien tenía una verdadera historia que contar, pero ¿se abriría a él? Toda la estrategia de Jasper iba encaminada a ese resultado.

Colocó las sillas muy juntas y le habló a Walli en voz baja, para crear un ambiente de intimidad a pesar de que sus palabras iban a escucharlas millones de radioyentes. Puso un cenicero junto a la silla de Walli para animarle a fumar, adivinando que un cigarrillo le haría sentirse más a gusto. Walli encendió un pitillo.

—¿Qué clase de niño fuiste? —preguntó Jasper sonriendo como si fuese una pregunta la mar de inocente—. ¿Te portabas bien o eras muy travieso?

Walli esbozó una sonrisa maliciosa.

—Travieso —contestó, y se rió.

Habían empezado con buen pie.

Walli le habló de su infancia en Berlín después de la guerra y su temprano interés por la música, y luego le contó lo del club Minnesänger, donde había quedado en segundo lugar en el concurso. Aquello hizo que Karolin saliese a relucir en la conversación de una manera natural, ya que ella y Walli se habían conocido esa noche. Walli habló apasionadamente de ambos como dúo musical, de la elección de las canciones y de cómo actuaban juntos, y quedó claro lo mucho que la amaba, a pesar de que no lo dijo.

Aquello era material de primera, mucho mejor que la entrevista con cualquier otra estrella del pop, pero aún no era suficiente para Jasper.

—Estabais disfrutando, hacíais buena música y gustabais al público —comentó Jasper—. ¿Qué fue lo que salió mal?

—Cantamos If I Had a Hammer.

—Explícame por qué eso fue un error.

—A la policía no le gustó. El padre de Karolin tenía miedo de perder su trabajo por nuestra culpa, así que la obligó a dejar el dúo.

—O sea que, al final, el único lugar donde pudiste tocar tu música fue en Occidente.

—Sí —fue la lacónica respuesta de Walli.

Jasper presintió que Walli estaba intentando contenerse.

En efecto, tras un instante de vacilación, el chico añadió:

—No quiero hablar demasiado sobre Karolin… podría causarle problemas.

—No creo que la policía secreta de la Alemania del Este escuche nuestra emisora de radio —señaló Jasper con una sonrisa.

—No, pero aun así…

—No emitiremos nada peligroso, te lo garantizo.

Era una promesa hueca, pero Walli se aferró a ella.

—Gracias —dijo.

Jasper maniobró rápidamente.

—Tengo entendido que lo único que te llevaste contigo cuando te fuiste fue la guitarra.

—Sí, así es. Fue una decisión repentina.

—Robaste un vehículo…

—Hacía de conductor para el líder de la banda. Usé su camioneta.

Jasper sabía que aquella historia, a pesar de haber ocupado portadas en la prensa alemana, no era demasiado conocida en Estados Unidos.

—Llegaste al puesto de control…

—Y atravesé la barrera de madera.

—Y los guardias dispararon contra ti.

Walli se limitó a asentir.

Jasper bajó la voz:

—Y atropellaste a uno de los guardias con la camioneta.

Walli asintió de nuevo. A Jasper le dieron ganas de gritarle: «¡Esto es la radio! ¡Deja ya de asentir con la cabeza!».

—Y… —añadió en vez de gritarle.

—Lo maté —confesó Walli por fin—. Atropellé a ese muchacho y lo maté.

—Pero él intentaba matarte a ti.

Walli negó con la cabeza, como si Jasper no lo entendiera.

—Era de mi edad —dijo Walli—. Luego leí la noticia en los periódicos: tenía novia.

—Y eso es importante para ti…

Walli asintió de nuevo.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Jasper.

—Era un chico como yo —explicó Walli—. Solo que a mí me gustaban las guitarras y a él le gustaban las armas.

—Pero él trabajaba para el régimen que te tenía prisionero en la Alemania del Este.

—Éramos solo dos críos. Yo escapé porque tenía que hacerlo. Él me disparó porque tenía que hacerlo. Es el Muro lo que está mal.

Aquella era una frase tan magnífica que Jasper tuvo que reprimir su júbilo. Ya estaba redactando en su cabeza el artículo que ofrecería al tabloide New York Post. Podía ver el titular: «la secreta agonía de walli, la estrella del pop». Pero él todavía quería más.

—Karolin no se fue contigo.

—No acudió a la cita, y yo no tenía ni idea de por qué. Me llevé una gran decepción y no podía entenderlo. Así que me escapé de todos modos.

Perdido en el dolor de sus recuerdos, Walli había olvidado la precaución de mostrarse cauteloso.

—Pero volviste a buscarla —insistió Jasper.

—Conocí a unas personas que habían excavado un túnel para fugitivos. Tenía que saber por qué Karolin no había aparecido, así que atravesé el túnel hacia el otro lado, hacia el Este.

—Eso era muy peligroso.

—Si me hubiesen cogido, sí.

—Y te encontraste con Karolin, y entonces…

—Me dijo que estaba embarazada.

—Y no quiso escapar contigo.

—Temía por el bebé.

—Alicia.

—Se llama Alice. En la canción lo cambié para que rimara mejor, ya sabes.

—Lo entiendo. ¿Y cuál es vuestra situación ahora, Walli?

A Walli se le hizo un nudo en la garganta.

—Karolin no consigue el permiso para salir de la Alemania del Este, ni siquiera para una visita corta, y yo no puedo volver.

—Así que sois una familia partida en dos por el Muro de Berlín.

—Sí. —Walli dejó escapar un sollozo—. Puede que nunca llegue a ver a Alice.

«Ya te tengo», pensó Jasper.

Dave Williams no había visto a Beep Dewar desde la visita de esta a Londres hacía cuatro años. Estaba ansioso por reencontrarse con ella.

La última ciudad en la gira de la Beat Revue era San Francisco, donde vivía Beep. Dave había conseguido la dirección de los Dewar a través de su madre, y les había enviado cuatro entradas y una nota invitándolos a ir entre bastidores después del concierto. Como él estaba en una ciudad distinta cada día, no habían podido responderle, así que no sabía si aparecerían en el concierto o no.

Dave ya no se acostaba con Mandy Love, muy a su pesar. Ella le había enseñado muchas cosas, entre ellas el sexo oral, pero nunca se había sentido cómoda al lado de un novio británico blanco, y en ese momento había vuelto con su amante de tiempo atrás, un cantante de Love Factory. Era muy probable que se casaran en cuanto acabase la gira, pensó Dave.

Desde entonces él no había estado con nadie.

A aquellas alturas Dave ya sabía qué cosas le gustaban en materia de sexo. En la cama las mujeres podían ser ardientes, lujuriosas, tiernas, dulcemente sumisas o enérgicamente prácticas. A Dave las que más le gustaban eran las juguetonas.

Tenía la sensación de que Beep iba a ser de esas.

Se preguntó qué pasaría si ella aparecía esa noche.

La recordó a los trece años, fumando cigarrillos Chesterfield en el jardín de Great Peter Street. Era guapa y menuda, y más sexy de lo que ninguna chica tenía derecho a serlo a esa edad. A aquel Dave de trece años, con las hormonas adolescentes revolucionadas, le había parecido más que atractiva y se volvió loco por ella. Sin embargo, a pesar de que se llevaban bien, ella no demostró ningún interés sentimental por él.

Para su inmensa frustración, había preferido a Jasper Murray, mayor que ambos.

Sus pensamientos se desviaron hacia Jasper. Walli se había enfadado mucho cuando retransmitieron la entrevista por la radio. Lo peor había sido el artículo en el New York Post:

«“Puede que nunca llegue a ver a mi hija”, declara joven padre estrella del pop», por Jasper Murray.

Walli temía que la publicidad pudiese causarle problemas a Karolin en la Alemania Oriental. Dave recordó la entrevista de Jasper con Evie, y tomó buena nota de no volver a confiar ni en una sola palabra de lo que le dijese ese traidor.

Se preguntó si Beep habría cambiado mucho en cuatro años. Podía ser más alta, o podía haber engordado. ¿Seguiría encontrándola irresistiblemente deseable? ¿Estaría más interesada en él ahora que era mayor?

Podía tener novio, por supuesto. Y podía salir con ese chico esa noche en vez de ir al concierto.

Plum Nellie disponía de un par de horas para visitar la ciudad antes del concierto, y enseguida se dieron cuenta de que San Francisco era la ciudad más alucinante de todas. Estaba llena de gente joven vestida con ropa muy moderna y original. Las minifaldas habían quedado pasadas de moda. Las chicas llevaban vestidos que arrastraban por el suelo, flores en el pelo y campanillas que tintineaban cuando se movían.

Los hombres llevaban el pelo mucho más largo que en ningún otro sitio, ni siquiera en Londres. Algunos de los chicos y chicas negros se lo habían dejado crecer en una enorme nube muy encrespada que tenía un aspecto increíble.

A Walli en particular le encantó la ciudad. Dijo que allí se sentía como si pudiera hacer cualquier cosa. Estaba en el extremo opuesto del universo que el Berlín oriental.

En la Beat Revue actuaban doce grupos. La mayoría de ellos tocaban dos o tres canciones y luego se iban, pero los nombres más importantes disponían de veinte minutos al final. Plum Nellie era un grupo lo bastante famoso para cerrar la primera mitad con quince minutos durante los cuales interpretaban cinco canciones cortas. No se llevaban los amplificadores en las giras, sino que tocaban utilizando lo que estuviese disponible en el lugar en sí, muchas veces rudimentarios altavoces diseñados para los acontecimientos deportivos. Ese día el público, formado casi en su totalidad por quinceañeras, se pasó todo el concierto gritando a pleno pulmón, por lo que los músicos ni siquiera se oían a sí mismos. Poco importaba, nadie estaba escuchando.

El entusiasmo de actuar nada menos que en Estados Unidos empezaba a disiparse. Los integrantes de Plum Nellie se aburrían y tenían ganas de volver a Londres, donde debían grabar un nuevo álbum.

Después del concierto se quedaron entre bastidores. El concierto había tenido lugar en un teatro, por lo que su camerino era lo bastante grande, y el baño estaba limpio, una situación muy distinta de la que solían encontrar en los clubes de baile de Londres y Hamburgo. El único refresco disponible eran los botellines gratis de Dr. Pepper, el patrocinador, pero al portero no le importaba mandar a alguien a por cerveza.

Dave anunció a sus compañeros que tal vez unos amigos de sus padres irían a verlo al camerino, así que tenían que comportarse. Todos lanzaron un gemido de protesta; eso significaba que nada de drogas ni de enrollarse con las admiradoras hasta que se hubiesen ido los viejos.

Durante la segunda mitad del concierto, Dave vio al portero en la entrada del camerino de los artistas y se aseguró de que tuviese anotados los nombres de sus invitados: Woody Dewar, Bella Dewar, Cameron Dewar y Ursula «Beep» Dewar.

Quince minutos después del final, aparecieron todos en la puerta de su camerino.

Dave comprobó con regocijo que Beep apenas había cambiado.

Seguía siendo una chica menuda, no era más alta de lo que medía a los trece años, aunque sí exhibía más curvas. Llevaba los vaqueros ajustados a la altura de las caderas, pero acampanados por debajo de la rodilla, la última moda, y se había puesto un suéter muy ceñido a rayas anchas, blancas y azules.

¿Se habría arreglado para Dave? No necesariamente. ¿Qué adolescente no se vestiría para ir al camerino de los artistas en un concierto de pop?

Dave estrechó las manos de los cuatro visitantes y se los presentó al resto del grupo. Temía que sus compañeros lo dejasen en evidencia, pero ellos hicieron gala de sus mejores modales. Todos invitaban a amigos de la familia de vez en cuando, de manera que agradecían que los demás se mostrasen comedidos en presencia de familiares mayores y amistades de sus padres.

Dave tuvo que hacer un gran esfuerzo para dejar de mirar a Beep.

Todavía tenía aquel brillo en los ojos. Igual que Mandy Love. La gente lo llamaba sex appeal, o «un no sé qué», o simplemente «algo». Beep tenía una sonrisa pícara, contoneaba las caderas al andar y exhibía cierto aire de curiosidad vital. Dave sintió que lo consumía un deseo desesperado, justo igual que cuando era un muchacho virgen de trece años de edad.

Intentó hablar con Cameron, que era dos años mayor que Beep y ya estudiaba en la Universidad de California, en Berkeley, a las afueras de San Francisco, pero Cam era difícil. Estaba a favor de la guerra de Vietnam, opinaba que los derechos civiles debían progresar de una forma más gradual y le parecía bien que las relaciones homosexuales se considerasen delito. También prefería el jazz.

Dave estuvo con los Dewar quince minutos y luego anunció:

—Esta es la última noche de nuestra gira. Hay una fiesta de despedida en el hotel dentro de unos minutos. Beep y Cam, ¿os gustaría venir?

—Yo no puedo —dijo Cameron inmediatamente—. Pero gracias de todos modos.

—Es una pena —contestó Dave con educada hipocresía—. ¿Y tú, Beep?

—Me encantaría ir —dijo la chica, y miró a su madre.

—A medianoche en casa —advirtió Bella.

—Utiliza nuestro servicio de taxi para regresar a casa, por favor —sugirió Woody.

—Me aseguraré de que así sea —los tranquilizó Dave.

El matrimonio Dewar y Cameron se marcharon, y los músicos subieron al autobús con sus invitados para recorrer el corto trayecto hasta el hotel.

La fiesta se celebraba en el bar del hotel, pero en el vestíbulo Dave murmuró algo al oído de Beep:

—¿Has fumado marihuana alguna vez?

—¿Te refieres a los porros? —dijo—. ¡Pues claro!

—No grites, ¡es ilegal!

—¿Es que tienes alguno?

—Sí. Aunque deberíamos fumárnoslo en mi habitación. Podemos unirnos a la fiesta después.

—Vale.

Subieron a su habitación. Dave lió un porro mientras Beep buscaba una emisora de rock en la radio. Se sentaron en la cama y fueron pasándose el canuto por turnos.

—Cuando viniste a Londres… —dijo Dave con una sonrisa, completamente relajado.

—¿Qué?

—No demostraste ningún interés por mí.

—Me gustabas, pero eras demasiado joven.

—Eras tú la que era demasiado joven para las cosas que quería hacer contigo…

Ella esbozó una sonrisa traviesa.

—¿Qué es lo que querías hacer conmigo?

—Era una larga lista.

—¿Qué era lo primero?

—¿Lo primero? —Dave no tenía ninguna intención de decírselo, pero entonces pensó: «¿Y por qué no?». Así que soltó—: Quería verte las tetas.

Ella le pasó el porro y luego se quitó el suéter a rayas por la cabeza con un movimiento rápido. No llevaba nada debajo.

Dave se quedó anonadado y encantado. Tuvo una erección solo con mirar.

—Son preciosas… —dijo.

—Sí, lo son —repuso ella con tono soñador—. Tan bonitas que muchas veces tengo que tocármelas yo misma…

—Oh, Dios… —exclamó Dave con voz ronca.

—En tu lista —dijo Beep—, ¿qué iba lo segundo?

Dave retrasó su vuelo hasta la semana siguiente y se quedó en el hotel. Vio a Beep después de clase todos los días laborables, y durante todo el sábado y el domingo. Iban al cine, compraban ropa de moda y paseaban por el zoo. Hacían el amor dos o tres veces al día, siempre con preservativo.

Una tarde, mientras él se desnudaba, ella dijo:

—Quítate los vaqueros.

Dave la miró, acostada en la cama del hotel únicamente con las bragas puestas y una gorra de tela vaquera.

—¿De qué estás hablando?

—Esta noche tú eres mi esclavo. Haz lo que yo te diga. Quítate los vaqueros.

Él ya se los estaba quitando, y estaba a punto de señalarlo cuando se dio cuenta de que se trataba de una fantasía. La idea le hizo gracia y decidió seguirle el juego.

—Ah, ¿conque tengo que hacer lo que tú me digas? —dijo fingiendo mostrarse reacio.

—Tienes que hacer todo lo que te diga, porque me perteneces —insistió ella—. Quítate los malditos vaqueros te digo.

—Sí, señora —accedió Dave.

Ella se incorporó, observándolo, y Dave vio el brillo travieso de la lujuria en su débil sonrisa.

—Muy bien —dijo ella.

—¿Qué debo hacer ahora?

Dave sabía por qué se había rendido con tanta facilidad a los encantos de Beep, tanto cuando tenía trece años como de nuevo unos días atrás. Era muy divertida y estaba dispuesta a probarlo todo, hambrienta de nuevas experiencias. Con algunas chicas, Dave se había aburrido después de un par de polvos. Intuía que nunca podría aburrirse con Beep.

Hicieron el amor, Dave fingiendo reticencia mientras Beep le ordenaba hacer las cosas que él ya anhelaba en secreto. Era excitante y raro a la vez.

—Oye, ¿de dónde viene tu apodo, si puede saberse? —le preguntó él luego, distraídamente.

—¿No te lo he contado nunca?

—No. Hay muchas cosas que no sé de ti. Sin embargo, me siento como si fuésemos viejos amigos.

—Cuando era pequeña tenía un coche de juguete, de esos en los que te sientas y funcionan a pedales. Ni siquiera lo recuerdo, pero por lo visto me encantaba. Me pasaba horas conduciéndolo y gritando «¡Beep! ¡Beep!», como pitan los coches ingleses.

Se vistieron y salieron a comer una hamburguesa. Dave la observó mientras Beep daba un mordisco a la suya, vio el jugo que le resbalaba por la barbilla y se dio cuenta de que estaba enamorado.

—No quiero volver a Londres —dijo.

Ella tragó saliva antes de decir:

—Entonces quédate.

—No puedo. Plum Nellie tiene que grabar un nuevo álbum. Luego nos vamos de gira por Australia y Nueva Zelanda.

—Te adoro —dijo ella—. Cuando te vayas, voy a pasarme los días llorando. Pero no quiero estropear el presente preocupándome por el mañana. Cómete la hamburguesa. Necesitas proteínas.

—Siento que somos almas gemelas. Sé que soy joven, pero he tenido un montón de novias.

—No hace falta que me lo restriegues por las narices. Yo tampoco me quedo corta.

—No pretendía restregártelo. Ni siquiera estoy orgulloso de ello, es demasiado fácil cuando eres un cantante pop. Lo que trato de explicar, a mí mismo y a ti también, es por qué estoy tan seguro.

Beep hundió una patata frita en el ketchup.

—¿Seguro de qué?

—De que quiero que vayamos en serio.

Ella se quedó inmóvil, con la patata frita casi en la boca, y luego la devolvió al plato.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero que estemos juntos siempre. Quiero que vivamos juntos.

—Vivir juntos… ¿cómo?

—Beep —dijo él.

—Sigo aquí.

Dave se inclinó por encima de la mesa y le tomó la mano.

—¿Considerarías la posibilidad de casarte conmigo?

—Oh, Dios mío —exclamó ella.

—Sé que es una locura, lo sé.

—No es una locura —repuso ella—, pero es precipitado.

—¿Significa eso que quieres? ¿Que nos casemos?

—Tienes razón. Somos almas gemelas. Nunca lo he pasado ni la mitad de bien con ninguno de mis novios.

Pero seguía sin responder a la pregunta. Él se lo dijo despacio y con voz clara:

—Te quiero. ¿Quieres casarte conmigo?

Beep se quedó pensativa durante largo rato.

—¡Joder, sí! —exclamó al fin.

—No hace falta que me lo preguntéis siquiera —dijo Woody Dewar airadamente—. Vosotros dos no os vais a casar.

Era un hombre alto, vestido con una chaqueta de tweed, una camisa y corbata. Dave tenía que hacer un gran esfuerzo para no dejarse intimidar.

—¿Cómo lo has sabido? —dijo Beep.

—No importa.

—Esa sabandija de mi hermano te lo ha dicho —adivinó Beep—. Qué idiota fui al confiar en él.

—No hay necesidad de insultar a nadie.

Estaban en el salón de la mansión victoriana de los Dewar en Gough Street, en el barrio de Nob Hill. Los hermosos muebles antiguos y las cortinas caras pero descoloridas le recordaban a Dave la casa de Great Peter Street. Dave y Beep estaban sentados en el sofá de terciopelo rojo, Bella estaba en una silla de cuero antigua, y Woody de pie frente a la chimenea de piedra tallada.

—Ya sé que parece un poco precipitado, pero tengo obligaciones —dijo Dave—. Tengo una grabación en Londres, una gira por Australia, y más cosas…

—¿Precipitado? —exclamó Woody—. ¡Es una irresponsabilidad absoluta! El mero hecho de que puedas sugerir una cosa así después de apenas una semana de noviazgo demuestra que no eres ni mucho menos lo bastante maduro para el matrimonio.

—No me gusta presumir —replicó Dave—, pero me obliga a decirles que llevo viviendo de forma independiente de mis padres desde hace dos años, y en ese tiempo he construido un negocio internacional multimillonario. Aunque no soy tan rico como imagina la gente, puedo mantener a su hija cómodamente.

—¡Beep tiene diecisiete años! Y tú también. Ella no puede casarse sin mi permiso, y no os lo pienso dar. Y apuesto a que Lloyd y Daisy tendrán la misma actitud contigo, jovencito.

—En algunos estados se puede contraer matrimonio a los dieciocho años —señaló Beep.

—Tú no vas a ir a ninguno de esos estados.

—¿Y qué vas a hacer, papá? ¿Encerrarme en un convento?

—¿Amenazas con fugarte?

—Solo estoy señalando que, en el fondo, no tienes la potestad de detenernos.

Beep llevaba razón. Dave ya lo había comprobado en la biblioteca pública de San Francisco en Larkin Street. La mayoría de edad se alcanzaba a los veintiún años, pero varios estados permitían a las mujeres casarse a los dieciocho sin el consentimiento de los padres. Y en Escocia la edad eran dieciséis años. En la práctica era difícil para unos padres impedir el matrimonio entre dos personas que estaban decididas a casarse.

—Yo no apostaría por eso. No va a suceder —insistió Woody.

—No queremos pelearnos con usted —terció Dave con ánimo conciliador—, pero creo que Beep solo dice que la suya no es la única opinión que cuenta aquí.

Dave creía que sus palabras eran del todo inofensivas y que había hablado en un tono cortés, pero Woody parecía aún más furioso que antes.

—¡Fuera de esta casa antes de que te eche de una patada!

Bella intervino por primera vez.

—Quédate donde estás, Dave.

Dave no se había movido. Woody tenía una pierna maltrecha por una herida de guerra, así que no podía echar a nadie de una patada de ningún sitio.

Bella se volvió hacia su marido.

—Cariño, hace veintiún años entraste en este salón y te enfrentas-te a mi madre.

—No tenía diecisiete años, tenía veinticinco.

—Mi madre te acusó de provocar la ruptura de mi compromiso con Victor Rolandson. Y tenía razón: tú fuiste la causa, aunque en ese momento tú y yo habíamos pasado solo una noche juntos. Nos habíamos conocido en la fiesta de la madre de Dave, y al día siguiente te fuiste a invadir Normandía y no te vi durante un año entero.

—¿Una sola noche? ¿Qué le hiciste, mamá? —exclamó Beep.

Bella miró a su hija, vaciló, y luego contestó:

—Le hice una felación en un parque, cariño.

Dave se quedó anonadado. ¿Bella y Woody? ¡Era inimaginable!

—¡Bella! —protestó Woody.

—No es momento para andarse con remilgos, Woody, querido.

—¿En la primera cita? —dijo Beep—. ¡Uau, mamá! Muy bien hecho.

—Por el amor de Dios… —murmuró Woody.

—Amor mío, solo intento recordar cómo era ser joven —repuso Bella.

—¡Yo no te propuse matrimonio inmediatamente!

—Eso es verdad, te lo tomaste con una calma exasperante.

A Beep se le escapó la risa y Dave sonrió.

—¿Se puede saber por qué me desautorizas? —le dijo Woody a Bella.

—Porque te estás poniendo un poco insoportable. —Lo tomó de la mano, sonrió y dijo—: Estábamos enamorados, y ellos también. Por suerte para nosotros, por suerte para ellos.

A Woody empezaba a pasársele el enfado.

—¿Así que tenemos que dejar que hagan lo que quieran?

—Por supuesto que no, pero tal vez podríamos llegar a un compromiso.

—No veo cómo.

—Supongamos que les decimos que nos lo vuelvan a preguntar dentro de un año. Mientras tanto, Dave podrá venir a vivir aquí, en nuestra casa, siempre que pueda tomarse un descanso de su trabajo con el grupo. Mientras esté con nosotros, puede compartir la cama de Beep, si eso es lo que quieren.

—¡De ninguna manera!

—Van a hacerlo de todos modos, ya sea aquí o en otro lugar. No luches batallas que no puedes ganar. Y no seas hipócrita. Te acostaste conmigo antes de casarnos, y te acostaste con Joanne Rouzrokh antes de conocerme a mí.

Woody se levantó.

—Lo pensaré —dijo, y salió de la habitación.

Bella se dirigió a Dave:

—No os voy a dar órdenes, Dave, ni a ti ni a Beep, pero os pido, os suplico, que tengáis paciencia. Eres un buen chico de buena familia, y me hará muy feliz verte casado con mi hija. Pero, por favor, espera un año.

Dave miró a Beep. Ella asintió con la cabeza.

—Muy bien —contestó Dave—. Un año.

Cuando iba a salir del hostal por la mañana, Jasper examinó su casillero. Había dos cartas. Una era un sobre de correo aéreo azul con la elegante caligrafía de su madre. El otro llevaba una dirección mecanografiada. Antes de que pudiera abrirlos, oyó que alguien lo llamaba.

—¡Teléfono para Jasper Murray!

Jasper metió los dos sobres en el bolsillo interior de su chaqueta.

Era la señora Salzman.

—Buenos días, señor Murray.

—Hola, Ojos Azules.

—¿Lleva usted corbata hoy, señor Murray? —le preguntó.

Las corbatas estaban pasadas de moda y, de todos modos, un mecanógrafo no estaba obligado a vestir de forma elegante.

—No —contestó.

—Póngase una. Herb Gould quiere verlo a las diez.

—¿En serio? ¿Por qué?

—Hay una vacante para un puesto de documentalista en This Day.

Le enseñé sus recortes.

—¡Muchas gracias! ¡Es usted un ángel!

—Póngase corbata —insistió la señora Salzman antes de colgar.

Jasper regresó a su habitación y se puso una camisa blanca limpia y una corbata oscura y sobria. Luego volvió a ponerse la chaqueta y el abrigo y se dirigió al trabajo.

En el puesto de periódicos del vestíbulo del rascacielos compró una cajita de bombones para la señora Salzman.

Se presentó en las oficinas de This Day a las diez menos diez. Quince minutos más tarde, una secretaria lo acompañaba al despacho de Gould.

—Encantado de conocerle —dijo Gould—. Gracias por venir.

—Me alegro de estar aquí. —Jasper supuso que Gould no recordaba su conversación en el ascensor.

Gould estaba leyendo la edición de The Real Thing sobre el asesinato de Kennedy.

—En su currículum dice que fundó este diario.

—Sí.

—¿Y cómo fue eso?

—Trabajaba en el periódico universitario oficial, el St. Julian’s News. —El nerviosismo de Jasper empezó a desaparecer en cuanto se puso a hablar—. Solicité el puesto de director, pero se lo dieron a la hermana del anterior director.

—Así que fue un ataque de resentimiento.

Jasper sonrió.

—En parte, sí, aunque estaba seguro de que podía hacerlo mejor que Valerie, por lo que cogí prestadas veinticinco libras y fundé un periódico rival.

—¿Y cómo fue la aventura?

—Después de tres ediciones ya vendíamos más que el St. Julian’s News. Y sacábamos beneficios, mientras que el St. Julian’s News estaba subvencionado.

Solo estaba exagerando un poco. The Real Thing solo había cubierto gastos a lo largo del año.

—Eso es un verdadero logro.

—Gracias.

Gould levantó en el aire el recorte del New York Post con la entrevista a Walli.

—¿Cómo consiguió esta historia?

—Lo que le ocurrió a Walli no era ningún secreto. Ya había aparecido en la prensa alemana, pero en aquellos días no era una estrella del pop. Si se me permite decirlo…

—Siga.

—Creo que el arte del periodismo no siempre consiste en averiguar nuevos hechos. A veces es cuestión de tener olfato y darse cuenta de que ciertos hechos ya conocidos, escritos de la forma correcta, pueden llegar a componer una gran historia.

Gould asintió con la cabeza.

—Bien. ¿Por qué quiere pasar de la prensa a la televisión?

—Sabemos que una buena fotografía en portada vende más ejemplares que el mejor titular. Las imágenes en movimiento son aún más atrayentes. No hay duda de que siempre habrá un mercado para largos reportajes periodísticos, pero en el futuro inmediato la mayoría de la gente verá las noticias por televisión.

Gould sonrió.

—Eso es indiscutible.

Se oyó el ruido del altavoz de su escritorio.

—El señor Thomas lo llama desde la oficina de Washington —anunció su secretaria.

—Gracias, cielo. Jasper, un placer hablar con usted. Seguiremos en contacto. —Descolgó el teléfono—. Dime, Larry, ¿qué pasa?

Jasper salió del despacho. La entrevista había ido bien, pero había terminado con una rapidez frustrante. Deseó haber tenido la oportunidad de preguntarle cuándo iba a ponerse en contacto con él otra vez, pero él no era más que un aspirante, a nadie le preocupaban sus sentimientos.

Regresó a la emisora de radio. Mientras estaba en la entrevista, la secretaria que normalmente lo relevaba a la hora del almuerzo se había encargado de su trabajo. Jasper le dio las gracias y tomó el relevo. Se quitó la chaqueta y se acordó de las cartas que llevaba en el bolsillo.

Se puso los auriculares y se sentó al pequeño escritorio. En la radio, un periodista deportivo retransmitía un partido de béisbol. Jasper sacó las cartas y abrió la que llevaba la dirección escrita a máquina.

Era del presidente de Estados Unidos.

Se trataba de una carta tipo con su nombre escrito a mano en un recuadro, y decía así:

Apreciado conciudadano:

Por la presente se ordena su incorporación a filas en las Fuerzas Armadas de Estados Unidos…

—¿Qué? —exclamó Jasper en voz baja.

… y que se presente en la dirección abajo indicada el 20 de enero de 1966 a las siete de la mañana para su reasignación a una oficina de reclutamiento de las Fuerzas Armadas.

Jasper luchó por dominar el pánico. Era evidente que tenía que tratarse de un error burocrático. Él era británico, el ejército estadounidense no podía reclutar a ciudadanos extranjeros.

Sin embargo, necesitaba aclarar aquello lo antes posible. Los burócratas norteamericanos eran tan exasperantemente incompetentes como cualesquiera otros, e igual de capaces de causar un sinfín de problemas innecesarios. Era mejor fingir que se los tomaba uno en serio, como un semáforo rojo en un cruce desierto.

La oficina de reclutamiento estaba a escasas manzanas de la emisora de radio. Cuando la secretaria volvió para relevarlo durante el almuerzo, él se puso la chaqueta y el abrigo y salió del edificio.

Se subió el cuello para protegerse del frío viento de Nueva York y echó a andar con paso apresurado por las calles en dirección al edificio federal. Una vez allí, entró en una oficina del ejército en el tercer piso y encontró a un hombre con uniforme de capitán sentado a un escritorio. El pelo cortado a cepillo le pareció más ridículo que nunca, porque hasta los hombres de mediana edad se lo dejaban largo ya.

—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó el capitán.

—Estoy seguro de que me han enviado esta carta por error —dijo Jasper, y le entregó el sobre.

El capitán lo examinó.

—¿Sabe usted que es un sistema que funciona por lotería? —dijo—. El número de hombres aptos para el servicio es mayor que el número de soldados necesarios, por lo que los reclutas son seleccionados al azar.

Le devolvió la carta.

—Pero es que no creo que yo sea apto para el servicio, ¿sabe? —repuso Jasper, sonriente.

—¿Y se puede saber por qué no?

Tal vez el capitán no le hubiera notado el acento.

—No soy ciudadano estadounidense —explicó Jasper—. Soy británico.

—¿Qué hace en Estados Unidos?

—Soy periodista. Trabajo para una emisora de radio.

—Y tiene permiso de trabajo, supongo.

—Sí.

—Es usted extranjero residente.

—Exacto.

—Entonces es usted susceptible de ser llamado a filas.

—¡Pero si no soy estadounidense!

—Eso no importa.

Aquella situación era cada vez más desesperante. El ejército había metido la pata, Jasper habría puesto la mano en el fuego. El capitán, al igual que muchos funcionarios de poca monta, simplemente se negaba a admitir el error.

—¿Está diciéndome que el ejército de Estados Unidos recluta extranjeros?

El capitán se mostró impertérrito.

—El servicio militar obligatorio se basa en la residencia, no en la ciudadanía.

—Eso no puede ser.

El capitán empezaba a impacientarse.

—Si no me cree, compruébelo.

—Eso es exactamente lo que voy a hacer.

Jasper salió del edificio y regresó a la emisora. El departamento de personal sabría cómo funcionaban aquellas cosas. Iría a ver a la señora Salzman.

Le dio la caja de bombones.

—Es usted muy amable —dijo la mujer—. Al señor Gould también le ha caído bien.

—¿Qué ha dicho?

—Solo me ha dado las gracias por habérselo enviado. No ha tomado ninguna decisión todavía, pero sé que no ha concertado ninguna otra entrevista para el puesto.

—¡Eso es una noticia estupenda! Pero tengo un pequeño problema con el que tal vez podría usted ayudarme. —Le mostró la carta del ejército—. Esto debe de ser un error, ¿no?

La señora Salzman se puso las gafas y leyó la carta.

—Vaya —exclamó la mujer—. Qué mala suerte. ¡Y justo ahora que le iba todo tan bien!

Jasper no podía dar crédito a lo que oía.

—No estará diciendo que pueden llamarme a filas…

—Pues sí —respondió ella con tristeza—. Ya hemos tenido este problema antes con los empleados extranjeros. El gobierno dice que si quieren vivir y trabajar en Estados Unidos, deben ayudar a defender el país de la agresión comunista.

—¿Me está diciendo que voy a incorporarme al ejército?

—No necesariamente.

Jasper sintió renacer un rayo de esperanza en su corazón.

—¿Cuál es la alternativa?

—Podría volver a su casa. No pueden impedirle que se marche del país.

—¡Esto es un escándalo! ¿No se le ocurre ninguna manera de ayudarme?

—¿Tiene algún problema médico de alguna clase? Pies planos, tuberculosis, un soplo en el corazón…

—Nunca he estado enfermo.

—Y supongo que no es homosexual —dijo la mujer bajando la voz.

—¡No!

—¿Su familia no pertenece a una religión que prohíba el servicio militar?

—Mi padre es coronel del ejército británico.

—Pues lo siento mucho.

Jasper empezó a creérselo.

—Me van a reclutar. Aunque consiga el trabajo en This Day, no podré aceptarlo. —De pronto le asaltó un pensamiento—. ¿Y no tienen que devolverte tu trabajo cuando terminas el servicio militar?

—Solo si llevas un año en el puesto.

—¡Así que tal vez ni siquiera pueda recuperar mi trabajo como mecanógrafo en la emisora de radio!

—No hay ninguna garantía.

—Mientras que si me voy de Estados Unidos ahora…

—Puede irse a su país, pero nunca volverá a trabajar en Estados Unidos.

—Mierda.

—¿Qué va a hacer? ¿Marcharse o alistarse en el ejército?

—La verdad es que no lo sé —dijo Jasper—. Gracias por su ayuda.

—Gracias por los bombones, señor Murray.

Jasper salió del despacho completamente aturdido. No podía volver a su escritorio, tenía que pensar. Salió de nuevo a la calle. Por lo general le encantaban las calles de Nueva York: los edificios altos, los potentes camiones Mack, los coches de estilo extravagante, los escaparates deslumbrantes de las fabulosas tiendas… Ese día todo estaba cubierto por una pátina de amargura.

Se dirigió andando hacia la zona de East River y se sentó en un parque desde el que podía ver el puente de Brooklyn. Pensó en abandonar todo aquello y volver a su casa, a Londres, con el rabo entre las piernas; pensó en pasar dos largos años trabajando para un periódico británico de provincias; pensó en no poder trabajar nunca más en Estados Unidos.

Entonces pensó en el ejército: el pelo corto, las marchas militares, los sargentos que gustaban de intimidar a los reclutas, la violencia…

Pensó en la espesa jungla del Sudeste Asiático. Tal vez tendría que disparar a campesinos menudos y delgados vestidos con harapos. Podía acabar muerto o lisiado.

Pensó en todos sus conocidos de Londres, que lo habían envidiado por irse a Estados Unidos. Anna y Hank lo habían llevado a cenar al Savoy para celebrarlo. Daisy había organizado una fiesta de despedida en su honor en la casa de Great Peter Street. Su madre había llorado.

Sería como la novia que vuelve a casa después de la luna de miel y anuncia que se divorcia. La humillación parecía aún peor que el riesgo de morir en Vietnam.

¿Qué iba a hacer?