A principios de 1965, mientras Jasper Murray se preparaba para los exámenes finales de la universidad, escribió a todas las cadenas de televisión estadounidenses cuya dirección pudo encontrar.
Todas recibieron la misma carta. Les envió su artículo sobre la relación entre Evie y Hank, su texto sobre Martin Luther King y la edición especial publicada con motivo del asesinato del presidente en The Real Thing. Les pedía trabajo. Cualquier trabajo, mientras fuera en una televisión de Estados Unidos.
Jamás había deseado nada con tantas ganas. La noticias en televisión eran mejores que en la prensa escrita: más inmediatas, más llamativas y más directas, y la televisión estadounidense era mejor que la británica. Además, sabía que a él se le daría bien. Solo necesitaba que le ofrecieran la oportunidad de acceder al medio. Lo deseaba de forma tan intensa que llegaba a dolerle.
Una vez hubo enviado las cartas —tras pagar un elevado precio— dejó que su hermana Anna lo invitara a comer. Fueron a The Gay Hussar, un restaurante húngaro frecuentado por escritores y políticos de izquierdas.
—¿Qué harás si no consigues trabajo en Estados Unidos? —preguntó Anna cuando ya habían pedido.
Esa posibilidad lo entristeció.
—De verdad que no lo sé. En este país se espera que empieces a trabajar en algún periódico local, cubriendo concursos de belleza de gatos y funerales de viejos ediles, pero no creo que pudiera soportarlo.
Anna tomó la sopa de cereza que daba fama al restaurante. Jasper pidió champiñones salteados con salsa tártara.
—Escucha, te debo una disculpa —dijo Anna.
—Sí —repuso Jasper—. Y que lo digas.
—Mira, Hank y Evie ni siquiera estaban prometidos, y mucho menos casados.
—Pero sabías perfectamente que eran pareja.
—Sí, e hice mal acostándome con él.
—Pues sí.
—No tienes derecho a echarme el sermón, joder. No suelo actuar así, pero son cosas que pasan.
Su hermano no rebatió el argumento porque era cierto. Él mismo se había acostado con mujeres que estaban casadas o prometidas.
—¿Lo sabe mamá? —preguntó en lugar de protestar.
—Sí, y está furiosa. Hace treinta años que Daisy Williams es su mejor amiga y ha sido muy amable contigo al dejarte vivir en su casa sin pagar un alquiler, y ahora yo voy y le hago eso a su hija. ¿Qué te dijo Daisy?
—Está enfadada porque le has hecho mucho daño a Evie, pero también dijo que cuando ella se enamoró de Lloyd estaba casada con otro, y que por eso cree que no tiene derecho a escandalizarse.
—Bueno, de todas formas lo siento.
—Gracias.
—Aunque en realidad no lo siento.
—¿Qué quieres decir?
—Me acosté con Hank porque me he enamorado de él. Desde aquella primera vez, hemos pasado casi todas las noches juntos. Es el hombre más maravilloso del mundo, y voy a casarme con él, si logro retenerlo.
—Como hermano, me veo obligado a preguntar qué demonios ve él en ti.
—¿Además de un buen par de tetas, quieres decir? —Anna soltó una carcajada.
—No es que no seas guapa, pero eres unos años mayor que él, y hay casi un millón de jovencitas solteras en Inglaterra a las que podría meter en su cama con solo chasquear los dedos.
Ella asintió en silencio.
—Dos cosas. Primera: es inteligente pero no tiene estudios. Soy su guía turística en el mundo del intelecto: arte, teatro, política, literatura.
Está asombrado de que alguien le hable de todas esas cosas sin prepotencia.
Jasper no se sorprendió.
—Ya hablaba de todo eso con Daisy y Lloyd. Pero ¿qué es la otra cosa?
—Ya sabes que es mi segundo amante.
Jasper asintió con la cabeza. Las chicas no solían reconocer algo así, pero Anna y él siempre se habían contado los detalles de todas sus conquistas.
—Bueno, pues con Sebastian estuve casi cuatro años —siguió diciendo ella—. Durante todo ese tiempo una chica aprende un montón.
Hank sabe muy poco de sexo, porque nunca ha estado el tiempo suficiente con una novia para llegar a una relación realmente íntima. Evie fue la pareja que le duró más tiempo, y era demasiado joven para enseñarle gran cosa a un hombre.
—Entiendo.
Jasper jamás había pensado así en las relaciones, pero le resultó lógico. Se parecía un poco a Hank, y se preguntó si las mujeres pensarían de él que era poco sofisticado en la cama.
—Hank aprendió mucho con una cantante llamada Mickie McFee, aunque solo se acostó con ella dos veces.
—¿De veras? Dave Williams se lo montó con ella en un camerino.
—¿Y Dave te lo contó?
—Creo que se lo contó a todo el mundo. Debió de ser su primer polvo.
—Mickie McFee sí que sabe.
—Bueno, así que eres la maestra de Hank en el amor.
—Aprende rápido, y está madurando a marchas forzadas. No volverá a hacerle a nadie lo que le hizo a Evie.
Jasper no estaba seguro de poder creerlo, pero no verbalizó sus recelos.
Dimka Dvorkin voló a Vietnam en febrero de 1965 junto con un nutrido grupo de funcionarios y asistentes del Ministerio de Asuntos Exteriores, entre los que se contaba Natalia Smótrova.
Era el primer viaje de Dimka fuera de la Unión Soviética, pero lo que más le emocionaba era la posibilidad de estar con Natalia. No sabía muy bien qué iba a ocurrir, pero lo invadía una placentera sensación de liberación y percibía que ella sentía lo mismo. Se encontrarían lejos de Moscú, fuera del alcance de su mujer y del marido de Natalia.
Todo era posible.
Dimka se sentía más optimista en términos generales. Kosiguin, su jefe desde la caída de Jrushchov, entendía que la Unión Soviética estaba perdiendo la Guerra Fría por culpa de la economía. La industria soviética era ineficaz, y sus ciudadanos eran pobres. El objetivo de Kosiguin era conseguir que la URSS fuera más productiva. Los soviéticos tenían que aprender a fabricar objetos que personas de otros países quisieran comprar. Debían competir con los estadounidenses en prosperidad, no solo en número de tanques y misiles. Esa era la única esperanza de convertir el mundo a su forma de vida, y era una actitud que animaba a Dimka. Brézhnev, el líder, era tristemente conservador, pero quizá Kosiguin lograra reformar el comunismo.
Parte del problema económico residía en que un gran volumen de los beneficios nacionales se invertía en presupuesto militar. Con la voluntad de reducir ese creciente gasto, Jrushchov se había sacado de la manga la política de la convivencia pacífica para coexistir con los capitalistas sin entrar en conflictos bélicos. El antiguo líder no se había esmerado mucho en aplicar la idea: sus rifirrafes con Berlín y Cuba habían requerido un mayor gasto militar, y no al contrario. Sin embargo, los pensadores progresistas del Kremlin seguían creyendo en la estrategia pacífica.
Vietnam sería una prueba de fuego.
Cuando salió del avión, Dimka recibió el impacto de la atmósfera cálida y húmeda, distinta a todo cuanto había experimentado hasta entonces. Hanoi era la antigua capital de un país antiguo y oprimido durante largo tiempo por extranjeros: primero por los chinos, luego por los franceses y finalmente por los estadounidenses. Vietnam estaba más poblado y era más colorido que ningún otro lugar que Dimka hubiera visto.
También estaba dividido en dos.
El líder vietnamita Ho Chi Minh había derrotado a Francia en una guerra anticolonialista durante la década de los cincuenta. Pero Ho era un comunista antidemocrático, y los estadounidenses se negaban a someterse a su autoridad. El presidente Eisenhower había financiado el gobierno títere del sur, con sede en la capital provincial de Saigón.
El régimen nombrado a dedo de Saigón era tiránico e impopular, y sufría los ataques constantes de una organización guerrillera, el Vietcong. El ejército de Vietnam del Sur era tan endeble que en esos momentos de 1965 debía recurrir al apoyo de veintitrés mil soldados estadounidenses.
Los norteamericanos trataban Vietnam del Sur como un país por derecho propio, al igual que la Unión Soviética trataba la Alemania Oriental como una nación. Vietnam era el reflejo de Alemania, aunque Dimka no habría osado expresarlo en voz alta.
Mientras los ministros acudían a un banquete con los líderes norvietnamitas, los ayudantes soviéticos disfrutaban de una cena menos formal con sus homólogos del país, todos los cuales hablaban ruso, y algunos incluso habían visitado Moscú. La comida consistía esencialmente en verduras y arroz con pequeñas cantidades de carne y pescado, pero era sabrosa. No había presencia de funcionarias, y los hombres parecieron sorprendidos al ver a Natalia y a otras dos mujeres soviéticas entre los comensales.
Dimka se sentó junto a un taciturno miembro de la élite del partido vietnamita de mediana edad que se llamaba Pham An. Natalia, sentada justo enfrente, le preguntó qué esperaba extraer de las conversaciones.
Pham respondió con la lista de la compra.
—Necesitamos aviones, artillería, radares, sistemas de defensa aérea, armas de pequeño calibre, munición y equipo sanitario —dijo.
Era exactamente lo que los soviéticos esperaban evitar.
—Pero no necesitarán todo eso si la guerra toca a su fin —comentó Natalia.
—Cuando hayamos derrotado a los imperialistas americanos nuestras necesidades cambiarán.
—A todos nos gustaría presenciar la victoria aplastante del Vietcong —dijo Natalia—, pero podría haber otros resultados posibles. —Intentaba introducir la idea de la convivencia pacífica.
—La victoria es la única posibilidad —respondió Pham An con desdén.
Dimka estaba abatido. Pham rechazaba con tozudez participar en la conversación para la que los soviéticos se encontraban allí. Quizá pensara que discutir con una mujer rebajaba su dignidad. Dimka esperaba que esa fuera la única razón de su cabezonería. Si los vietnamitas no contemplaban alternativas a la guerra, la misión soviética habría fracasado.
Natalia no se dejó disuadir tan pronto de su objetivo.
—La victoria militar, sin duda, no es el único resultado posible —estaba afirmando en ese instante.
Dimka descubrió que se sentía orgulloso de su valiente insistencia.
—¿Se refiere a la derrota? —preguntó Pham, enfurecido, o al menos fingiendo estarlo.
—No —respondió ella con tranquilidad—, pero la guerra no es el único camino hacia la victoria. Las negociaciones son una alternativa.
—Hemos negociado con los franceses en muchas ocasiones —repuso Pham con enfado—. Todos los acuerdos fueron ideados solo para ganar tiempo mientras se preparaban para un ataque futuro. Esa fue la lección que aprendió nuestro pueblo, una lección sobre cómo negociar con los imperialistas, una lección que jamás olvidaremos.
Dimka había leído la historia de Vietnam y sabía que la rabia de Pham estaba justificada. Los franceses habían sido tan deshonestos y pérfidos como los demás colonialistas. Pero ahí no acababa todo.
Natalia insistió en su argumento, y con bastante razón, puesto que se trataba del mensaje que Kosiguin quería transmitir a Ho Chi Minh a toda costa.
—Los imperialistas son traidores, todos lo sabemos. Pero los revolucionarios también podemos sacar partido de las negociaciones.
Lenin negoció en Brest-Litovsk. Hizo algunas concesiones, siguió en el poder e invalidó esas concesiones en cuanto tuvo una posición más fuerte.
Pham reprodujo al pie de la letra una frase de Ho Chi Minh:
—No nos plantearemos la participación en las negociaciones hasta que exista un gobierno neutral de coalición en Saigón que incluya a representantes del Vietcong.
—Sea razonable —sugirió Natalia con cautela—. Exigir tanto como condición previa no es más que una forma de evitar las negociaciones.
Deben plantearse una solución intermedia.
—Cuando los alemanes invadieron Rusia y marcharon hasta las puertas de Moscú, ¿buscaron ustedes soluciones intermedias? —preguntó Pham, airado, y dio un puñetazo sobre la mesa, un gesto que sorprendió a Dimka viniendo de un oriental supuestamente sutil—. ¡No! ¡Nada de negociaciones, ni soluciones intermedias! ¡Y nada de americanos!
Poco después finalizó el banquete.
Dimka y Natalia regresaron al hotel. Él la acompañó hasta la habitación.
—Entra —se limitó a decir ella cuando estuvieron en la puerta.
Iba a ser solo su tercera noche juntos. Las dos primeras las habían pasado en una cama con dosel en una polvorienta habitación llena de muebles viejos del Kremlin. Aun así, por algún motivo, estar juntos en el dormitorio les resultaba tan natural como si llevaran años siendo amantes.
Se besaron y se descalzaron, volvieron a besarse, fueron a lavarse los dientes y se besaron de nuevo. No estaban dejándose llevar por una lujuria incontrolable, más bien se sentían relajados y juguetones.
—Tenemos toda la noche para hacer lo que queramos —dijo Natalia, y Dimka pensó que era lo más sensual que había oído jamás.
Hicieron el amor, dieron buena cuenta del caviar y del vodka que ella había llevado consigo y luego volvieron a hacer el amor.
Después se quedaron tumbados entre las sábanas revueltas, mirando el ventilador del techo, que giraba con parsimonia.
—Supongo que alguien estará vigilándonos a través de escuchas —comentó Natalia.
—Eso espero —dijo Dimka—. Enviamos un equipo del KGB que nos salió muy caro para enseñarles a colocar micros en las habitaciones de los hoteles.
—Quizá sea el mismísimo Pham An el encargado de las escuchas —dijo Natalia, y soltó una risita nerviosa.
—De ser así, espero que lo haya disfrutado más que la cena.
—Mmm… Ha sido un verdadero desastre.
—Tendrán que cambiar de actitud si quieren que les demos armas.
Incluso Brézhnev rechaza la idea de que participemos en un conflicto a gran escala en el Sudeste Asiático.
—Pero si nos negamos a proporcionarles armamento pueden pedírselo a los chinos.
—Odian a los chinos.
—Ya lo sé. Aun así…
—Sí.
Se quedaron profundamente dormidos hasta que los despertó el teléfono. Natalia levantó el auricular y, tras decir su nombre, se quedó escuchando un rato.
—Mierda —dijo. Transcurrido un minuto, colgó—. Noticias de Vietnam del Sur —anunció—. El Vietcong atacó una base americana anoche.
—¿Anoche? ¿Solo unas horas después de que Kosiguin llegara a Hanoi? No ha sido una coincidencia. ¿Dónde?
—En un lugar llamado Pleiku. Ocho americanos muertos y casi un centenar de heridos. Y han destruido diez de sus aviones que estaban en tierra.
—¿Cuántas bajas del Vietcong?
—En la base solo dejaron un cadáver.
Dimka negó con la cabeza, estupefacto.
—Hay que reconocerles el mérito a los vietnamitas, son unos combatientes asombrosos.
—Lo son los del Vietcong. El ejército sudvietnamita es un desastre.
Por eso necesitan el apoyo de los soldados americanos.
Dimka frunció el ceño.
—¿No hay un pez gordo americano justo ahora en Vietnam del Sur?
—McGeorge Bundy, asesor de Seguridad Nacional, uno de los capitalistas imperialistas que más han instigado esta guerra.
—Estará hablando por teléfono con el presidente Johnson ahora mismo.
—Sí —dijo Natalia—. Me gustaría saber qué le dice.
Obtuvo la respuesta a última hora de ese mismo día.
Los aviones estadounidenses del portaaviones USS Ranger bombardearon un campamento militar llamado Dong Hoi en el litoral de Vietnam del Norte. Era la primera vez que los estadounidenses bombardeaban ese país, y se inició una nueva etapa del conflicto.
A lo largo del día Dimka contempló con desesperación cómo se desmoronaba la posición ocupada por Kosiguin.
Tras el bombardeo, la agresión estadounidense fue condenada por los países comunistas y los neutrales de todo el mundo.
Los líderes del Tercer Mundo esperaban que Moscú acudiera en ayuda de Vietnam, un país comunista directamente atacado por el imperialismo estadounidense.
Kosiguin no quería participar en la guerra de Vietnam, y el Kremlin no podía permitirse prestar apoyo militar a gran escala a Ho Chi Minh, aunque fue justo lo que hicieron.
No tenían otra opción. Si se retiraban, los chinos entrarían en el conflicto, ansiosos por suplantar a la URSS como poderoso amigo de los pequeños países comunistas. La posición de la Unión Soviética como defensora del comunismo mundial estaba en peligro, y todos lo sabían.
Las conversaciones sobre convivencia pacífica habían caído en el olvido.
Dimka y Natalia se sentían descorazonados, como el resto de los miembros de la delegación soviética. Su postura en las negociaciones con los vietnamitas había quedado herida de muerte. Kosiguin no tenía cartas con las que jugar; debía garantizar todo cuanto Ho Chi Minh pidiera.
Se quedaron en Hanoi tres días más. Dimka y Natalia hacían el amor todas las noches, pero durante el día solo se dedicaban a tomar nota de la lista de la compra de Pham An. Incluso antes de que la delegación se marchara, un envío de misiles tierra-aire ya estaba de camino.
Dimka y Natalia se sentaron juntos en el avión de regreso a casa.
Él se quedó adormilado evocando con deleite las húmedas noches de amor bajo el ventilador de giro parsimonioso.
—¿Por qué sonríes? —preguntó Natalia.
Dimka abrió los ojos.
—Ya lo sabes.
Ella soltó una risita.
—Aparte de eso…
—¿Qué?
—Cuando haces un repaso mental de este viaje, ¿no tienes la sensación de que…?
—¿De que nos han llevado por donde han querido y se han aprovechado de nosotros? Sí, desde el primer día.
—De hecho, el tal Ho Chi Minh ha manipulado con destreza a los dos países más poderosos del mundo y ha acabado consiguiendo todo lo que quería.
—Sí —dijo Dimka—. Eso es exactamente lo que creo.
Tania fue al aeropuerto con la copia mecanografiada del texto subversivo de Vasili en la maleta. Estaba asustada.
Ya había hecho cosas peligrosas antes. Había escrito en una publicación sediciosa; la habían detenido en la plaza Mayakovski y la habían llevado hasta el conocido sótano del KGB en el edificio de la Lubianka; había contactado con un disidente en Siberia. Pero lo que se disponía a hacer en ese instante era lo más aterrador de todo.
La comunicación con Occidente era un delito grave. Tania iba a llevar el manuscrito de Vasili a Leipzig, donde esperaba poder pasárselo a alguna editorial occidental.
La hoja informativa que habían publicado Vasili y ella solo se había distribuido en la URSS. Las autoridades se enfurecerían mucho más si averiguaban que alguien intentaba sacar material disidente del país para llevarlo a Occidente. Los culpables serían considerados no solo rebeldes, sino traidores.
Pensando en el peligro mientras iba sentada en la parte trasera del taxi, el miedo le revolvió el estómago y Tania se tapó la boca con la mano para no vomitar, hasta que desapareció la sensación.
Al llegar estuvo a punto de decirle al conductor que diera media vuelta y la llevara a casa. Entonces pensó en Vasili atrapado en Siberia, pasando hambre y frío; se armó de valor y llevó la maleta hasta la terminal del aeropuerto.
El viaje a Siberia la había cambiado. Antes de realizarlo consideraba el comunismo como un experimento bienintencionado que había fracasado y que debía desecharse. Tras su estancia allí lo consideraba una tiranía brutal cuyos líderes eran seres malvados. Cada vez que pensaba en Vasili, solo podía sentir odio hacia las personas que le habían hecho aquello. Incluso le costaba hablar con su hermano, que todavía esperaba que el comunismo fuera reformado y no erradicado.
Quería a Dimka, pero él se negaba a ver la realidad. Tania también se había dado cuenta de que en todos los lugares donde existía una opresión cruel —en el profundo Sur de Estados Unidos, en la británica Irlanda del Norte y en la Alemania Oriental— tenía que haber personas normales y buenas, como su familia, que miraran hacia otro lado para no ver la cruda realidad. Sin embargo, Tania se negaba a ser una de esas personas. Iba a combatir la crueldad hasta las últimas consecuencias.
No importaba el riesgo que tuviera que correr.
Al llegar al mostrador de embarque entregó la documentación y colocó su maleta sobre la balanza. De haber creído en Dios, se habría encomendado a él.
El personal de facturación pertenecía en su totalidad al KGB. Ese funcionario en concreto era un hombre de unos treinta años con la sombra de una barba poblada en el rostro. En muchas ocasiones Tania juzgaba a las personas imaginando cómo serían en una entrevista. Ese hombre sería vehemente hasta llegar a la agresividad, pensó, respondería a preguntas neutras como si fueran hostiles y buscaría sin cesar significados ocultos y acusaciones veladas.
La miró de forma implacable a la cara, comparándola con la fotografía. Tania intentó no parecer asustada, aunque pensó que incluso los ciudadanos soviéticos inocentes sentían miedo cuando los miraban los hombres del KGB.
—Abra la maleta —dijo el funcionario al tiempo que dejaba su pasaporte sobre el mostrador.
No había forma de saber cuál sería la razón. Podían hacerlo porque uno parecía sospechoso, porque no tenían nada mejor que hacer o porque querían fisgonear en la ropa interior de las mujeres. No tenían por qué dar explicaciones.
Con el corazón desbocado, Tania abrió la maleta.
El funcionario se arrodilló y empezó a revolver sus cosas. Le llevó menos de un minuto descubrir el manuscrito de Vasili. Lo sacó y leyó la portada: «Stalag: una novela sobre los campos de concentración nazis, de Klaus Holstein».
Era un título falso, igual que el índice, el prefacio y el prólogo.
—¿Qué es esto? —preguntó el funcionario.
—Una traducción parcial de una obra de la Alemania Oriental. Voy a la feria del libro de Leipzig.
—¿Ha sido autorizado?
—En la Alemania Oriental, por supuesto. De no ser así ni siquiera lo habrían publicado.
—¿Y en la Unión Soviética?
—Todavía no. Las obras no se pueden presentar para su aprobación sin estar finalizadas, como es evidente.
Intentó respirar con normalidad mientras el funcionario revisaba las páginas.
—Estos personajes tienen nombres rusos —comentó.
—Había muchos rusos en los campos de concentración nazis, como ya sabrá —argumentó Tania.
Si intentaban cotejar su coartada la pillarían de inmediato, y lo sabía. Solo con que el funcionario se tomara la molestia de leer algo más que las primeras cinco páginas, vería que los relatos no trataban de los nazis, sino de un gulag; al KGB le bastarían entonces un par de horas para averiguar que no había ni libro ni editorial de la Alemania Oriental, momento en el que Tania sería llevada otra vez a una celda de la Lubianka.
El hombre pasaba las páginas con despreocupación, como preguntándose si debía molestarse en armar un lío o no, pero justo entonces empezó un revuelo en el mostrador de al lado: estaban confiscándole un icono a un pasajero. El funcionario que atendía a Tania le devolvió su documentación y su tarjeta de embarque, y la despidió con un gesto brusco para ir a ayudar a su colega.
Ella sentía las piernas tan flojas que tenía miedo de no poder caminar.
Recobró fuerzas y consiguió terminar con todas las formalidades.
El avión era el Túpolev Tu-104 que Tania ya conocía, pero este había sido adaptado para el traslado de pasajeros civiles, que viajaban un tanto hacinados en sus hileras de seis asientos. El vuelo a Leipzig recorría unos mil seiscientos kilómetros y duraba algo más de tres horas.
Cuando Tania recogió su maleta al llegar, la observó con cuidado pero no percibió señal alguna de que la hubieran abierto. Sin embargo, todavía corría peligro. La llevó a la zona de aduanas e inmigración con la sensación de que transportaba algo radiactivo. Recordaba que el gobierno de la Alemania Oriental era conocido por ser más cruento que el régimen soviético. La Stasi era incluso más omnipresente que el KGB.
Mostró sus documentos. Un funcionario los analizó con detenimiento y luego la despidió con un gesto brusco de la mano.
Se dirigió a la salida sin mirar la cara de los funcionarios uniformados, todos hombres, que observaban de cerca a los pasajeros.
Entonces uno de ellos se interpuso en su camino.
—¿Tania Dvórkina?
Estuvo a punto de romper a llorar por el sentimiento de culpa.
—S-sí…
El hombre le habló en alemán:
—Por favor, acompáñeme.
«Se acabó —pensó ella—. Estoy muerta».
Lo siguió hasta una puerta lateral. Para su sorpresa, esta conducía a una zona de aparcamiento.
—El director de la feria del libro ha enviado un coche a buscarla —anunció el funcionario.
Un chófer estaba esperándola. Tania se presentó y metió la incriminatoria maleta en el maletero de una limusina Wartburg 311 de color verde y blanco.
Tania se dejó caer en el asiento trasero y se desplomó como si estuviera borracha.
Empezó a recuperarse cuando el coche estaba entrando en el centro de la ciudad. Leipzig era un antiguo cruce de caminos que acogía ferias comerciales desde la Edad Media. Su estación de trenes era la más grande de Europa. En su artículo Tania hablaría de la consolidada tradición comunista de la ciudad y de su resistencia a la ocupación nazi, que se prolongó hasta la década de 1940. No incluiría la idea que se le ocurrió en ese momento: que los magníficos edificios decimonónicos de Leipzig parecían incluso más elegantes comparados con la brutalidad de la arquitectura de la era soviética.
El taxista la condujo hasta la feria. En un gran espacio con aspecto de hangar, los editores procedentes de Alemania y del extranjero habían instalado puestos donde exponían sus libros. El director de la feria acompañó a Tania en una visita al recinto ferial. Le explicó que el principal objetivo comercial de la feria consistía en comprar y vender, no los libros en sí, sino los derechos para traducirlos y publicarlos en otros países.
Hacia el final de la tarde, la joven consiguió deshacerse de él y dar un paseo en solitario.
Le asombró el gran número de libros y su espectacular variedad: manuales automovilísticos, revistas científicas, almanaques, libros infantiles, Biblias, libros de arte, atlas, diccionarios, libros de texto escolares y las obras completas de Marx y Lenin en las principales lenguas europeas.
Ella necesitaba encontrar a alguien que quisiera traducir literatura rusa y publicarla en Occidente.
Empezó a mirar con detenimiento los puestos en busca de novelas rusas traducidas a otros idiomas.
El alfabeto occidental era distinto al cirílico, pero Tania había aprendido alemán e inglés en el instituto y había estudiado alemán en la universidad, así que podía leer los nombres de los autores y, en general, acabar descifrando los títulos.
Habló con varios editores, les dijo que era periodista de la TASS y les preguntó qué beneficios obtenían de la feria. Tomó nota de algunas declaraciones interesantes para su artículo, pero ni siquiera insinuó que tenía un libro ruso que ofrecerles.
En el puesto de un editor londinense llamado Rowley se fijó en una traducción al inglés de La joven guardia, una conocida novela soviética de Aleksandr Fadéyev. La había leído varias veces y se entretuvo en descifrar la primera página en inglés hasta que alguien la interrumpió. Una atractiva mujer de más o menos su misma edad se dirigió a ella en alemán:
—Por favor, si necesita que le responda alguna pregunta, dígamelo.
Tania se presentó y entrevistó a la mujer sobre la feria. Pronto descubrieron que la editora hablaba ruso mejor de lo que la periodista hablaba alemán, y pasaron a la lengua de la URSS. Tania se interesó sobre las traducciones al inglés de novelas rusas.
—Me gustaría publicar otras —dijo la editora—, pero muchas novelas soviéticas contemporáneas, incluida la que tiene en las manos, son demasiado pro comunistas.
Tania fingió una actitud recelosa.
—¿Quiere publicar propaganda contraria al régimen soviético?
—En absoluto —respondió la editora con una sonrisa tolerante—. Es lícito que los escritores estén de acuerdo con sus gobiernos. Mi editorial publica muchos libros que celebran la existencia del Imperio británico y sus triunfos. Pero un autor que no ve nada malo en la sociedad en la que vive quizá no sea tomado en serio. Es más inteligente incluir una pizca de crítica, aunque solo sea por dar más credibilidad a la historia.
A Tania le gustaba esa mujer.
—¿Podemos volver a vernos?
La editora vaciló.
—¿Tiene algo para mí?
Tania no respondió la pregunta.
—¿Dónde se hospeda?
—En el Europa.
La periodista tenía una habitación reservada en el mismo hotel. Era una coincidencia muy conveniente.
—¿Cómo se llama?
—Anna Murray. ¿Y usted?
—Volveremos a hablar —dijo Tania, y se marchó.
Su instinto, afinado por un cuarto de siglo de vida en la Unión Soviética, le indicaba que confiara en Anna Murray; y había pruebas, además, que refrendaban esa sensación. En primer lugar, Anna era sin duda británica, y no una rusa o alemana oriental fingiendo serlo. En segundo lugar, ni era comunista ni fingía a toda costa estar en contra del régimen. Su relajada neutralidad no era la impostura de una espía del KGB. En tercer lugar, no usaba ningún tipo de jerga. Las personas educadas en la ortodoxia soviética no podían evitar hablar del partido, las clases, los cuadros de funcionarios oficiales y la ideología.
Anna no había utilizado esa terminología.
La Wartburg verde y blanca estaba esperando en la calle. El conductor la llevó hasta el Europa, donde Tania se registró. Casi de inmediato salió de su habitación y regresó al vestíbulo del hotel.
No quería llamar la atención ni siquiera por preguntar el número de la habitación de Anna Murray en recepción. Solo con que uno de los recepcionistas fuese informador de la Stasi, tomaría nota de la presencia de una periodista soviética que buscaba a una editora inglesa.
Sin embargo, detrás del mostrador de recepción había un tablón con casillas numeradas donde el personal colocaba las llaves de las habitaciones y dejaba los mensajes. Tania cerró un sobre vacío, escribió en él «Frau Anna Murray» y lo entregó sin mediar palabra. El recepcionista lo colocó de inmediato en la casilla de la habitación 305.
Había una llave en ese hueco, lo cual significaba que Anna Murray no estaba en su habitación en ese momento.
Tania entró en el bar, pero no vio a Anna. Estuvo sentada en el mismo lugar durante una hora, bebiendo cerveza a sorbos y redactando el borrador de su artículo en una libreta. Después fue al restaurante. Anna tampoco estaba allí. Seguramente habría salido a cenar con sus compañeros a algún local de la ciudad. Tania se sentó sola y pidió una especialidad local, Allerlei, un plato de verduras. Se quedó tomando el café durante una hora, luego se marchó.
Al cruzar el vestíbulo volvió a echar un vistazo rápido a las casillas.
La llave de la 305 no estaba.
Tania regresó a su habitación, cogió el manuscrito mecanografiado y se dirigió a la puerta de la habitación de Anna.
Una vez allí vivió un instante de duda. En cuanto lo hubiera hecho, se habría comprometido. No tendría tapadera para explicar ni excusar sus actos. Estaría distribuyendo propaganda contra la Unión Soviética en Occidente. Si la pillaban, su vida se habría acabado.
Llamó a la puerta.
Anna abrió. Iba descalza y tenía el cepillo de dientes en la mano; era evidente que se estaba preparando para acostarse.
Tania se llevó un dedo a los labios para pedirle silencio. Luego le entregó a Anna el manuscrito.
—Volveré dentro de dos horas —dijo entre susurros, y se marchó.
Regresó a su habitación y se sentó en la cama, temblorosa.
Si Anna se limitaba a rechazar la obra, ya sería malo de por sí. Pero si Tania se había equivocado al juzgarla, la editora podría sentirse obligada a dar parte a las autoridades de que le habían ofrecido el libro de un disidente. Tal vez temiera ser acusada de participar en una conspiración. Quizá creyera que lo único razonable era informar de la ilegalidad en la que habían querido involucrarla.
Sin embargo, Tania estaba convencida de que la mayoría de los occidentales no pensaban así. A pesar de las grandes precauciones de la periodista, seguramente Anna no tendría la sensación de ser culpable de un delito por el simple hecho de leer un manuscrito.
De modo que la cuestión principal era si a la editora le gustaría la obra de Vasili. A Daniíl le había parecido buena, y también al director de Novi Mir. Pero eran las únicas personas que habían leído los relatos, y ambos eran rusos. ¿Cómo reaccionaría un extranjero? Tania tenía la certeza de que Anna sabría apreciar que se trataba de buena literatura, pero ¿la conmovería? ¿Le partiría el corazón?
A las once y unos minutos, Tania regresó a la habitación 305.
Anna abrió la puerta con el manuscrito en la mano.
Tenía el rostro surcado de lágrimas.
Habló entre susurros.
—Esto es algo inaguantable —dijo—. Debemos contárselo al mundo.
Un viernes por la noche Dave descubrió que Lew, el batería de Plum Nellie, era homosexual.
Hasta ese momento había creído que su amigo era simplemente tímido. Muchas chicas deseaban acostarse con los chicos que tocaban en un grupo, y el camerino en numerosas ocasiones era como un burdel, pero Lew jamás se aprovechaba de la situación. No era tan sorprendente: algunos lo hacían y otros no. Walli nunca se liaba con las admiradoras. Dave lo hacía de vez en cuando, y Buzz, el bajista, jamás decía que no.
Plum Nellie volvía a tocar en concierto. I Miss Ya, Alicia estaba dentro de los veinte primeros superéxitos: en el número diecinueve y subiendo. Dave y Walli componían canciones juntos y esperaban grabar un LP. Una tarde, a última hora, fueron a los estudios de la BBC en Portland Place y grabaron una actuación en la radio. Apenas les pagaban calderilla, pero era una oportunidad para publicitar I Miss Ya, Alicia. Quizá la canción alcanzara el primer puesto. Y como decía Dave en ocasiones, a base de calderilla también se podía vivir.
Salieron parpadeando al sol de la tarde y decidieron ir a tomar una copa a un pub cercano llamado Golden Horn.
—No me apetece una copa —dijo Lew.
—No seas aburrido —repuso Buzz—. ¿Cuándo has dicho que no a una pinta?
—Pues vamos a otro pub —sugirió Lew.
—¿Por qué?
—No me gusta el ambiente de ese.
—Si tienes miedo de que te acosen, ponte las gafas de sol.
Habían salido en televisión en varias ocasiones, y a veces los reconocían admiradores en bares y restaurantes, pero no solían producirse problemas. Habían aprendido a mantenerse alejados de los lugares donde se reunían los adolescentes, como las cafeterías cercanas a algún instituto, porque la cosa podía acabar en disturbios callejeros; pero estaban cómodos en los pubs.
Entraron en el Golden Horn y se acercaron a la barra. El barman sonrió a Lew.
—Hola, Lucy, cariño, ¿qué vas a tomar, tu vodka con tónica?
El grupo miró a Lew con sorpresa.
—¿Eres habitual del local? —preguntó Buzz.
—¿Cómo que tu vodka con tónica? —preguntó Walli.
—¿Lucy? —preguntó Dave.
El barman parecía nervioso.
—¿Quiénes son tus amigos, Lucy?
Lew miró a los otros tres.
—Malditos cabrones, me habéis descubierto.
—¿Eres mariquita? —preguntó Buzz.
Ya que lo habían pillado, Lew dejó de disimular:
—Sí, soy mariquita. Soy una florecilla, un mariposón, un unicornio violeta y un sarasa. Si no estuvierais tan ciegos ni fuerais tan idiotas lo sabríais desde hace años. Sí, beso a hombres y me acuesto con ellos siempre que puedo hacerlo sin que nos pillen. Pero no temáis, no pienso intentarlo con vosotros: sois todos jodidamente feos. Y ahora vamos a tomar una copa.
Dave lanzó vítores y empezó a dar palmas. Tras un instante de duda e impacto, Buzz y Walli hicieron lo mismo.
Dave sentía curiosidad. Sabía algo de mariquitas, pero solo la teoría. Jamás había tenido un amigo homosexual, que él supiera; aunque la mayoría de ellos lo mantenían en secreto, tal como había hecho Lew, pues su orientación sexual era considerada delito. La abuela de Dave, lady Leckwith, estaba haciendo campaña para cambiar la ley, pero hasta ese momento no había tenido éxito.
Él era partidario de la campaña de su abuela, sobre todo porque odiaba a todas las personas que estuvieran en contra de lady Leckwith: pastores pomposos, derechistas indignados y coroneles jubilados. Jamás había reflexionado en serio sobre la ley como algo que pudiera afectar a sus amigos.
Tomaron una segunda ronda de copas, y luego una tercera. A Dave empezaba a escasearle el dinero, pero le sobraba optimismo. I Miss Ya, Alicia iba a ser lanzada en Estados Unidos. Si allí se convertía en número uno, el grupo saltaría al estrellato. Y él no tendría que volver a preocuparse por los exámenes de ortografía.
El pub se llenó enseguida. La mayoría de los hombres tenían algo en común, una forma de caminar y de hablar que resultaba un tanto teatral. Entre ellos se llamaban «cariño» y «guapa». Después de un rato, a Dave le resultó fácil saber quién era mariquita y quién no. Quizá por eso se comportaban así. También había unas cuantas parejas de chicas, la mayoría con el pelo corto y pantalones. Dave se sintió como si estuviera viendo un nuevo mundo.
Sin embargo, los parroquianos del pub no parecían excluir a nadie, y se los veía contentos de compartir su pub favorito con hombres y mujeres heterosexuales. Más o menos la mitad de los presentes conocían a Lew, y el grupo se convirtió en el centro de un grupito de conversación. Los mariquitas cotorreaban de una forma peculiar que hacía reír a Dave.
—¡Uuuh, Lucy! ¡Llevamos la misma camisa! ¡Qué gozada! —exclamó un hombre con una camisa parecida a la de Lew. Luego añadió con un susurro teatral—: Eres una zorra sin imaginación.
Todos rieron, incluido Lew.
Dave fue abordado por un hombre alto.
—Oye, colega, ¿sabes quién me vendería unas pastillas? —preguntó en voz baja.
El muchacho sabía a qué se refería. Muchos músicos consumían píldoras estimulantes. Se podían comprar de varias clases en el Jump Club. Dave había probado algunas, pero no acababa de gustarle el efecto que producían.
Miró con detenimiento al desconocido. Aunque llevaba vaqueros y jersey a rayas, los pantalones eran de los baratos y no pegaban con el jersey, y el hombre llevaba el pelo rapado al estilo militar.
—No —respondió con tono cortante, y se volvió. Tuvo un mal presentimiento.
En un rincón había un diminuto escenario con un micrófono. A las nueve en punto apareció un humorista, y fue recibido con una calurosa ovación. Era un hombre vestido de mujer, aunque el peinado y el maquillaje eran tan buenos que, de haber estado en otro lugar, Dave no habría sabido apreciar la diferencia con una auténtica actriz.
—¿Me atendéis todos, por favor? —dijo el humorista—. Quería hacer un importante anuncio en público. Jerry Robertson tiene una ETS.
Todos rieron.
—¿Qué es una ETS? —le preguntó Walli a Dave.
—Enfermedad de Transmisión Sexual —respondió Dave—. Se te llena la polla de manchas.
—Lo sé porque se la pegué yo —dijo el humorista tras una pausa.
Esto provocó una nueva risa del público, y a continuación se oyó alboroto procedente de la puerta. Dave miró en esa dirección y vio a varios policías uniformados que entraban apartando a la gente a empujones.
—¡Oooh, son las fuerzas de la ley! —exclamó el humorista—. Me gustan los uniformes. La poli viene mucho por aquí, ¿os habéis fijado?
Me gustaría saber qué les atrae de este lugar.
Estaba burlándose de la situación, pero los agentes no estaban de humor. Se abrían paso a golpes entre la multitud y parecía que disfrutaban de aquella innecesaria demostración de fuerza. Cuatro de ellos se dirigieron a los aseos de hombres.
—A lo mejor solo han entrado a mear —dijo el humorista. Un agente subió al escenario—. Es usted inspector, ¿verdad? —preguntó el humorista con coquetería—. ¿Ha venido a inspeccionarme?
Otros dos policías se llevaron al humorista.
—¡Tranquilos! —gritó—. ¡Me dejaré cachear!
El inspector cogió el micrófono con brusquedad.
—Está bien, maricones de mierda —espetó—. Me han dado el chivatazo de que en este local se venden sustancias ilegales. Si no queréis que os hagamos daño, poneos de cara a la pared y preparaos para el cacheo.
La policía seguía entrando en masa en el local. Dave echó un vistazo a su alrededor en busca de una salida, pero todas las puertas estaban bloqueadas por los uniformes azules. Algunos clientes se habían colocado de cara a la pared y tenían una expresión resignada, como si no fuera la primera vez que les ocurría. La policía nunca hacía redadas en el Jump Club, pensó Dave, aunque allí vendían droga casi sin ningún disimulo.
Los policías que habían entrado en el aseo salieron empujando a dos hombres, uno de los cuales sangraba por la nariz.
—Estaban juntos en el mismo retrete, jefe.
—Acúsalos de escándalo público.
—Eso está hecho, jefe.
Dave recibió un doloroso golpe en la espalda y lanzó un grito.
—De cara a la pared —ordenó un policía blandiendo una porra.
—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó Dave.
El agente pegó la porra a la nariz del chico.
—Cierra el pico, mariquita, o te lo cierro yo a golpes con esto.
—Yo no soy…
Dave calló. Pensó que era mejor dejarles creer lo que quisieran.
Además, prefería estar del lado de los mariquitas que con la policía. Se dirigió hacia la pared y se colocó como le habían ordenado mientras se frotaba el punto de la espalda donde le habían pegado.
Entonces vio a Lew a su lado.
—¿Estás bien? —preguntó su amigo.
—Solo tengo un golpe. ¿Y tú?
—No mucho más.
Dave empezaba a entender por qué su abuela quería cambiar la ley.
Se sintió culpable por haber vivido durante tanto tiempo en la ignorancia.
—Al menos la poli no ha reconocido al grupo —dijo Lew en voz baja.
Dave asintió en silencio.
—No se les ve pinta de reconocer a estrellas del pop.
Con el rabillo del ojo vio al inspector dirigirse al hombre mal vestido que le había preguntado dónde comprar pastillas. En ese momento entendió lo de los vaqueros baratos y el corte de pelo al estilo militar: era un detective de incógnito, aunque muy mal disfrazado. En esos momentos se encogía de hombros y agitaba los brazos con gesto de impotencia, y Dave supuso que no había logrado que nadie le vendiera droga.
La policía registró a todo el mundo y los obligó a vaciarse los bolsillos. El agente que registró a Dave le manoseó la entrepierna mucho más tiempo del necesario. «¿Serán mariquitas estos polis también? —se preguntó el chico—. ¿Por eso son los que hacen esto?».
Varios hombres protestaron por el cacheo de sus partes íntimas.
Los agentes los golpearon con las porras y los detuvieron por desacato a la autoridad. Un hombre llevaba un bote de pastillas que, según dijo, le había recetado su médico, pero lo detuvieron de todas formas.
Al final la policía se marchó. El barman anunció que las copas corrían por cuenta de la casa, pero fueron pocos los que aprovecharon la oferta. Los miembros de Plum Nellie abandonaron el local. Dave decidió retirarse pronto esa noche.
—¿Estas cosas os pasan mucho a los mariquitas? —le preguntó a Lew cuando estaban despidiéndose.
—Todo el tiempo, colega —respondió Lew—. Todo el tiempo.
Joder.
Jasper fue a visitar a su hermana al piso de Hank Remington en Chelsea una tarde a las siete, cuando estaba seguro de que Anna habría llegado a casa del trabajo pero que la pareja todavía no habría salido.
Estaba nervioso. Quería pedirles algo a Anna y a Hank, algo esencial para su futuro.
Se sentó en la cocina y observó a su hermana mientras preparaba la comida favorita de Hank: un bocadillo de patatas fritas.
—¿Cómo te va el trabajo? —preguntó para darle conversación.
—De maravilla —respondió ella, y le brilló la mirada de entusiasmo—. He descubierto a un autor nuevo, un disidente ruso. Ni siquiera sé cómo se llama en realidad, pero es un genio. Voy a publicar sus relatos sobre un campo de trabajos forzados en Siberia. El libro se titula Congelación.
—No suena muy cómico.
—Tiene partes divertidas, pero te partirá el corazón. Ya he encargado la traducción.
Jasper se mostró escéptico.
—¿Y quién va a querer leer algo sobre los presos de un campo de trabajo?
—El mundo entero —respondió Anna—. Tú espera y verás. ¿Y qué me dices de ti? ¿Ya sabes qué harás después de la graduación?
—Me han ofrecido un trabajo como articulista en prácticas en el Western Mail, pero no quiero aceptarlo. Ya he sido redactor y director de mi propio periódico, por el amor de Dios.
—¿Has recibido alguna respuesta de Estados Unidos?
—Una —respondió Jasper.
—¿Solo una? ¿Y qué te proponen?
Jasper se sacó la carta del bolsillo y se la enseñó a su hermana. Era de un programa de televisión llamado This Day.
Anna la leyó.
—Solo dice que no contratan a nadie sin entrevista previa. Qué decepción.
—He pensado en tomarles la palabra.
—¿Qué quieres decir?
Jasper señaló la dirección del membrete.
—Que pienso presentarme en ese despacho con la carta en la mano y decir: «Vengo por lo de mi entrevista».
Anna rió.
—Se quedarán impresionados por la jeta que tienes.
—Solo hay una pega. —Jasper tragó saliva—. Necesito noventa libras para el billete de avión. Y solo tengo veinte.
Anna sacó la cesta de patatas de la freidora y las puso a escurrir.
Luego miró a Jasper.
—¿Por eso has venido?
Su hermano asintió en silencio.
—¿Puedes prestarme setenta libras?
—Desde luego que no —respondió ella—. No tengo setenta libras.
Soy editora. Eso es casi mi sueldo de un mes.
Jasper sabía que esa sería la respuesta de su hermana, pero no el final de la conversación. Apretó los dientes y dijo:
—¿No puedes pedírselas a Hank?
Anna dispuso las patatas fritas sobre una rebanada de pan blanco untada con mantequilla. Las roció con unas gotas de vinagre de malta y les echó un montón de sal. Puso otra rebanada encima y cortó el bocadillo en dos mitades.
Hank salió entonces del baño entremetiéndose la camisa en unos pantalones de pana de color naranja y cintura baja. Su larga melena pelirroja estaba húmeda por el agua de la ducha.
—¡Qué pasa, Jasper! —saludó con su acostumbrada simpatía. Luego besó a Anna y dijo—: ¡Vaya, nena, eso huele de maravilla!
—Hank, puede que este sea el bocadillo más caro que te comas en toda tu vida —repuso Anna.