34

EL apartamento de George estaba en la última planta de una casa victoriana adosada, estrecha y alta, en el barrio de Capitol Hill. Él prefería esa vivienda a un edificio moderno; le gustaban las proporciones de las habitaciones decimonónicas. Tenía sillas de cuero, un tocadiscos de alta fidelidad, muchas estanterías para libros y estores de lona lisa en las ventanas, en lugar de cortinas recargadas.

El piso tenía mucha mejor pinta cuando Verena estaba allí.

A George le encantaba verla haciendo cosas cotidianas en su casa: sentarse en el sofá, quitarse los zapatos, servirse un café en bragas y sujetador, cepillarse los dientes perfectos desnuda en el baño. Lo que más le gustaba era verla dormida en su cama, como estaba en ese momento, con la boca de suaves labios entreabierta, su preciosa cara en reposo, un brazo largo y estilizado echado hacia atrás de manera que dejaba ver la imagen extrañamente sensual de su axila. Se inclinó sobre ella y la besó en ese punto. Verena dejó escapar un gemido pero no despertó.

La joven se quedaba en su piso cada vez que se desplazaba a Washington, lo cual sucedía una vez al mes. A George lo estaba volviendo loco.

La quería a su lado todos los días, pero ella no estaba dispuesta a dejar su trabajo con Martin Luther King en Atlanta, y George no podía abandonar a Bobby Kennedy. Así que se hallaban atascados.

Se levantó y fue desnudo a la cocina. Puso en marcha la cafetera y pensó en Bobby, que se vestía con la ropa de su hermano y pasaba demasiado tiempo dándole la mano a Jackie junto a la tumba mientras dejaba que su carrera política se fuera al garete.

Bobby era la opción preferida de la opinión pública para ocupar el cargo de vicepresidente. El presidente Lyndon Johnson no le había pedido aún que fuera su compañero de candidatura para las elecciones del noviembre siguiente, pero tampoco lo había descartado. Los dos hombres no se llevaban nada bien, pero eso no implicaba necesariamente que no pudieran formar equipo para conseguir una victoria demócrata.

Sea como fuere, Bobby no tenía más que realizar un pequeño esfuerzo para hacerse amigo de Johnson. Con un poco de adulación, se conseguía mucho de Lyndon. George lo había planeado todo con su amigo Skip Dickerson, alguien muy cercano al nuevo presidente. Una cena en honor a Johnson en la mansión que Bobby y Ethel tenían en Virginia, Hickory Hill; unos cuantos apretones de mano efusivos a la vista de todos en los pasillos del Capitolio; un discurso en el que Bobby dijera que Lyndon era un digno sucesor de su hermano. Podía lograrse sin dificultad.

George esperaba lograrlo. Una campaña electoral podía sacar a Bobby del letargo de su duelo. Y a él mismo le entusiasmaba la perspectiva de trabajar en la campaña de unas elecciones presidenciales.

Bobby podía convertir en algo especial el puesto de vicepresidente, que normalmente era irrelevante, igual que había revolucionado antes el papel del secretario de Justicia. Se transformaría en un defensor destacado de las causas en las que creía, como los derechos civiles.

Sin embargo, antes había que reanimarlo de alguna forma.

George sirvió dos tazas de café y regresó al dormitorio. Antes de volver a meterse bajo las sábanas encendió el televisor. Tenía un aparato en todas las habitaciones, igual que Elvis; se sentía inquieto si pasaba mucho tiempo sin enterarse de las noticias.

—Vamos a ver quién ha ganado las primarias republicanas en California —dijo.

—Me vas a matar con tanto romanticismo, cariño —repuso Verena, medio dormida.

George soltó una carcajada. Verena le hacía reír a menudo. Era una de las cosas que más le gustaban de ella.

—¡Mira quién habla! —preguntó—. Si tú tampoco quieres perderte las noticias…

—Vale, tienes razón.

Verena se sentó en la cama y tomó un sorbo de café. La sábana resbaló sobre su cuerpo, y George tuvo que obligarse a apartar la mirada para fijarse en la pantalla del televisor.

Los candidatos principales al nombramiento republicano eran Barry Goldwater, el senador derechista de Arizona, y Nelson Rockefeller, el gobernador liberal de Nueva York. Goldwater era un extremista que abominaba de los sindicatos de trabajadores, la seguridad social, la Unión Soviética y, sobre todo, los derechos civiles. Rockefeller era integracionista y admirador de Martin Luther King.

Hasta entonces habían estado muy igualados en la batalla, pero el resultado de las primarias de California, que se habían celebrado el día anterior, sería decisivo. El ganador se quedaría con todos los delegados de ese estado, aproximadamente un quince por ciento del total de los asistentes a la convención republicana. Quienquiera que hubiese ganado la noche anterior sería, casi con total seguridad, el candidato republicano a las elecciones presidenciales.

La pausa publicitaria acabó entonces, y empezó el informativo, que abrió con las primarias. Goldwater había ganado. La victoria había sido ajustada —un 52 por ciento frente a un 48 por ciento—, pero Goldwater tenía todos los delegados de California.

—Mierda —exclamó George.

—Amén a eso —dijo Verena.

—Es una noticia espantosa. Tendremos a un racista recalcitrante como candidato a la presidencia.

—Puede que en realidad sea una buena noticia —arguyó ella—. Quizá todos los republicanos sensatos voten al Partido Demócrata para impedir que Goldwater sea presidente.

—Espero que tengas razón.

Sonó el teléfono, y George contestó desde el supletorio que tenía junto a la cama. De inmediato reconoció el arrastrado acento sureño de Skip Dickerson.

—¿Has visto el resultado?

—Ha ganado ese maldito Goldwater —dijo George.

—Creemos que es una buena noticia —explicó Skip—. Rockefeller podría haber vencido a nuestro hombre, pero Goldwater es demasiado conservador. Johnson lo hará trizas en noviembre.

—Eso mismo opina la gente de Martin Luther King.

—¿Cómo lo sabes?

Lo sabía porque se lo había dicho Verena.

—He hablado con… algunos de ellos.

—¿Ya? Pero si acaban de anunciar el resultado. No estarás metido en la cama con el doctor King, ¿verdad, George?

George se echó a reír.

—¿A ti qué te importa con quién me meto en la cama? Bueno, ¿qué ha dicho Johnson cuando le has dado el resultado?

Skip vaciló antes de contestar.

—No te va a gustar.

—Después de eso, tienes que decírmelo.

—Está bien, ha dicho: «Ahora ya puedo ganar sin la ayuda de ese cabrón». Lo siento, pero has preguntado.

—Maldita sea.

El «cabrón» era Bobby. George comprendió enseguida el cálculo político que había hecho Johnson. Si Rockefeller hubiese sido su oponente, él habría tenido que luchar por los votos liberales, y llevar a Bobby en la lista lo habría ayudado a conseguirlos. Sin embargo, enfrentándose a Goldwater podía contar automáticamente con todos los liberales, tanto los demócratas como muchos de los republicanos. Su problema sería, por el contrario, asegurar los votos de los blancos de clase trabajadora, muchos de los cuales eran racistas. De manera que ya no necesitaba a Bobby; de hecho, Bobby se había convertido en un lastre.

—Lo siento, George, pero, ya sabes, esto es realpolitik.

—Sí, bueno. Se lo diré a Bobby, aunque seguramente ya lo sospechará. Gracias por comunicármelo.

—Faltaría más.

George colgó.

—Johnson ya no quiere a Bobby como compañero de candidatura —informó a Verena.

—Lógico. Bobby no le gusta, y ahora ya no lo necesita. ¿A quién escogerá en su lugar?

—A Gene McCarthy, a Hubert Humphrey o a Thomas Dodd.

—¿Dónde deja eso a Bobby?

—Ahí está el problema. —George se levantó y bajó el volumen del televisor hasta que no se oyó más que un murmullo, luego volvió a la cama—. Desde el asesinato, Bobby no vale nada como secretario de Justicia. Yo sigo presionándolo para que se querelle contra los estados del Sur que impiden votar a los negros, pero él no está muy interesado.

También se ha olvidado por completo del crimen organizado… ¡y eso que le estaba yendo muy bien! Conseguimos condenar a Jimmy Hoffa, pero Bobby casi ni se enteró.

—¿Y dónde te deja eso a ti? —preguntó Verena con sagacidad.

Era una de las pocas personas capaces de adelantarse a los acontecimientos más deprisa que el propio George.

—Puede que dimita —dijo George.

—Caray.

—Llevo seis meses achicando agua y no pienso hacerlo durante mucho tiempo más. Si de verdad Bobby está en las últimas, tendré que seguir mi camino. Lo admiro más que a ningún otro hombre, pero no pienso sacrificar mi vida por él.

—¿Qué quieres hacer?

—Seguramente podría conseguir un buen empleo en un bufete de abogados de Washington. Tengo tres años de experiencia en el Departamento de Justicia, y eso está muy buscado.

—No contratan a demasiados negros.

—Es cierto, y muchos bufetes ni siquiera me concederían una entrevista. Aun así, otros tal vez quieran ficharme solo para demostrar que son liberales.

—¿De verdad?

—Las cosas están cambiando. Lyndon apuesta fuerte por la igualdad de oportunidades. Le envió a Bobby una nota quejándose de que el Departamento de Justicia contrata a muy pocas abogadas.

—¡Bien por Johnson!

—Bobby se puso hecho una furia.

—O sea que trabajarás para un bufete de abogados.

—Si me quedo en Washington.

—¿Adónde irías, si no?

—A Atlanta. Si el doctor King todavía está dispuesto a aceptarme.

—Te irías a vivir a Atlanta… —dijo Verena, pensativa.

—Podría hacerlo.

Se produjo un silencio y ambos miraron la pantalla del televisor.

Ringo Starr tenía amigdalitis, decía el presentador.

—Si me fuera a vivir a Atlanta, podríamos estar siempre juntos.

Ella parecía meditabunda.

—¿Te gustaría? —preguntó George.

Verena seguía sin responder.

Y él sabía por qué. No le había dicho en calidad de qué estarían juntos. George no lo tenía planeado, pero habían llegado a un punto en que debían decidir si se casaban o no.

Verena esperaba que le propusiera matrimonio.

Por la mente de George cruzó la imagen de Maria Summers. Fue algo espontáneo y no deseado. Algo que le hizo dudar.

Sonó el teléfono.

George descolgó. Era Bobby.

—Hola, George, despierta —dijo con tono jocoso.

Él se concentró e intentó desterrar la idea del matrimonio de su pensamiento durante un minuto. Bobby parecía más contento de lo que había estado en mucho tiempo.

—¿Ha visto el resultado de California? —preguntó George.

—Sí. Eso quiere decir que Lyndon no me necesita. Así que voy a presentarme a senador. ¿Qué te parece?

George se quedó de piedra.

—¡Senador! ¿Por qué estado?

—Nueva York.

De manera que Bobby entraría en el Senado. Tal vez lograra espabilar a aquella panda de conservadores viejos y gruñones tan aficionados a las maniobras dilatorias.

—¡Es estupendo! —exclamó George.

—Quiero que formes parte de mi equipo de campaña. ¿Qué dices?

George miró a Verena.

Había estado a punto de pedirle que se casara con él, pero de pronto ya no se iría a vivir a Atlanta. Iba a participar en la campaña, y si Bobby ganaba regresaría a Washington y trabajaría para el senador Kennedy. Todo había cambiado, una vez más.

—Digo que sí —contestó George—. ¿Cuándo empezamos?