A Maria no se le permitió asistir al funeral.
El día siguiente al asesinato era sábado, pero, al igual que la mayor parte del personal de la Casa Blanca, fue a trabajar y cumplió con sus obligaciones en la oficina de prensa. Tenía la cara surcada de lágrimas, pero nadie lo advirtió, ya que la mitad de sus compañeros también lloraban.
No obstante, estaba mejor allí que en casa, sola. El trabajo la distraía un poco del dolor, y no tenía fin: la prensa mundial quería conocer hasta el último detalle de los preparativos del funeral.
La televisión lo retransmitió todo. Millones de familias norteamericanas pasaron el fin de semana sentadas frente al televisor. Las tres cadenas cancelaron su programación habitual. Los informativos se compusieron únicamente de historias relacionadas con el asesinato, y entre una edición y la siguiente se emitieron documentales sobre John F. Kennedy: su vida, su familia, su trayectoria profesional y su presidencia. Con un patetismo despiadado, se repusieron una y otra vez las felices secuencias de Jack y Jackie saludando a la muchedumbre congregada en Love Field el viernes por la mañana, una hora antes de que él muriese. Maria recordaba haberse preguntado ensimismada si se cambiaría por Jackie. Las dos lo habían perdido ya.
El domingo a mediodía, en el sótano de la comisaría de policía de Dallas, el principal sospechoso, Lee Harvey Oswald, también fue asesinado, y asimismo en presencia de cámaras que lo retransmitieron en directo, a manos de un gángster de poca monta llamado Jack Ruby, y aquel siniestro misterio se sumó a una tragedia insoportable.
El domingo por la tarde Maria le preguntó a Nelly Fordham si se necesitaba un pase para ir al funeral.
—Oh, cielo, lo siento, no han invitado a nadie de esta oficina —contestó Nelly con delicadeza—. Solo a Pierre Salinger.
A Maria la atenazó el pánico y se le aceleró el corazón. ¿Cómo era posible que no fuera a estar presente cuando enterrasen al hombre al que había amado?
—¡Tengo que ir! —exclamó—. Hablaré con Pierre.
—Maria, no puedes ir —repuso Nelly—. De ninguna de las maneras.
Algo en el tono de Nelly disparó una alarma en su interior. Aquello no era un consejo.
—¿Por qué no? —Su voz delataba temor.
—Jackie sabe lo vuestro —le susurró Nelly.
Aquella era la primera vez que alguien de la oficina admitía estar al corriente de su relación con el presidente, pero la angustia le impidió reparar del todo en ese importante detalle.
—¡Es imposible que lo sepa! Siempre fui con mucho cuidado.
—A mí no me preguntes, no tengo ni idea.
—No te creo.
Nelly podría haberse ofendido, pero se limitó a mirarla con pesadumbre.
—Aunque entiendo poco de esas cosas, creo que la esposa siempre lo sabe.
Maria, indignada, quería negarlo, pero entonces pensó en las secretarias Jenny y Jerry; en Mary Meyer y Judith Campbell, que no se perdían ninguna reunión social, y en algunas chicas más. Maria estaba segura de que todas habían mantenido relaciones sexuales con el presidente Kennedy. No tenía pruebas, pero al verlas con él de algún modo lo había sabido. Y Jackie también tenía intuición femenina.
Aquello significaba que Maria no podría asistir al funeral. En ese momento lo vio claro. No podía obligar a la viuda a enfrentarse a la amante de su marido en unas circunstancias como aquellas. Maria lo comprendió con absoluta y deprimente certeza.
Así pues, el lunes se quedó en casa para ver las exequias por televisión.
La capilla ardiente se había instalado en la rotonda del Capitolio.
A las diez y media el ataúd, envuelto con la bandera, fue sacado del edificio y colocado sobre una cureña, un armón donde se montan los cañones, tirada por seis caballos blancos. Acto seguido, el cortejo se dirigió a la Casa Blanca.
Dos hombres destacaban en la comitiva fúnebre por ser varios centímetros más altos que los demás: el presidente francés, Charles de Gaulle, y el nuevo presidente estadounidense, Lyndon Johnson.
A Maria ya se le habían agotado las lágrimas y hacía tres días que solo podía gimotear. A esas alturas lo que estaba viendo en la televisión ya no era más que un desfile, un espectáculo organizado para satisfacer al mundo. Para ella aquello no era una cuestión de tambores, banderas y uniformes. Había perdido a un hombre, un hombre cálido, risueño, sensual, un hombre con problemas de espalda, leves arrugas en la comisura de unos ojos color avellana y una colección de patitos de goma en la bañera. Nunca volvería a verlo, y la vida sin él se le antojaba larga y vacía.
Cuando las cámaras captaron un primer plano de Jackie, cuyo hermoso rostro se veía con claridad a pesar del velo, Maria pensó que también ella parecía aturdida.
—Me equivoqué contigo —le dijo a la cara que llenaba la pantalla—. Que Dios me perdone.
La sobresaltó el timbre de la puerta. Era George Jakes.
—No deberías pasar por esto sola —dijo.
Ella sintió un aflujo de gratitud e impotencia. Siempre que necesitaba un amigo de verdad, George estaba ahí.
—Entra —lo invitó—. Disculpa la dejadez… —Llevaba un camisón y un albornoz viejo.
—Para mí estás guapa. —George la había visto bastante más desaliñada.
Había comprado una bolsa de bollos glaseados, y Maria los puso en un plato. No había desayunado, pero no los probó; no tenía apetito.
Un millón de personas se aglomeraban a lo largo de la ruta, según el presentador. El ataúd fue trasladado desde la Casa Blanca hasta la catedral de St. Matthew, donde se había congregado otra muchedumbre.
A las doce se guardaron cinco minutos de silencio y el tráfico se detuvo en todo el país. Las cámaras enfocaron multitudes enmudecidas, de pie en las calles de las ciudades. Resultaba extraño estar en Washington y no oír coches fuera. Maria y George permanecieron sentados frente al televisor en el pequeño apartamento de ella, con la cabeza inclinada. George la tomó de la mano y se la sostuvo; ella sintió un arrebato de afecto hacia él.
Cuando concluyeron los cinco minutos de silencio, Maria hizo café. Recuperó el apetito y ambos comieron los bollos. No se permitió el acceso de las cámaras dentro de la catedral, de modo que durante un rato no hubo nada que ver.
George habló para distraerla, y ella lo agradeció.
—¿Seguirás en la oficina de prensa? —preguntó.
Maria apenas había pensado en ello, pero tenía clara la respuesta.
—No. Voy a dejar la Casa Blanca.
—Buena idea.
—Al margen de todo lo demás, no veo futuro en la oficina de prensa. Nunca ascienden a las mujeres, y me pasaría la vida como auxiliar.
Estoy en el gobierno porque quiero que se hagan cosas.
—En el Departamento de Justicia hay una vacante que podría interesarte —comentó George como si se le acabara de ocurrir, aunque Maria sospechó que ya tenía planeado decírselo—. El trabajo consiste en el trato con corporaciones que contravienen la reglamentación gubernamental, el «cumplimiento», según lo llaman ellos. Podría ser interesante.
—¿Crees que tendría posibilidades?
—¿Con un doctorado en Derecho por la Universidad de Chicago y dos años de experiencia en la Casa Blanca? Por supuesto.
—Aunque no contratan a muchos negros…
—¿Sabes? Creo que Lyndon podría cambiar eso.
—¿De verdad? ¡Pero si es sureño!
—No lo prejuzgues. Hay que admitir que nuestra gente lo ha tratado mal. Bobby lo odia, no me preguntes por qué. Tal vez porque llama Jumbo a su polla.
Maria rió por primera vez en tres días.
—Bromeas…
—Al parecer la tiene grande. Si quiere intimidar a alguien, se la saca y dice: «Te presento a Jumbo». Eso es lo que se comenta.
Maria sabía que los hombres contaban esa clase de historias, y aquella podía ser tan cierta como falsa. Recuperó la seriedad.
—En la Casa Blanca todos creen que Johnson ha sido despiadado, especialmente con los Kennedy.
—No me lo trago. Verás, cuando el presidente acababa de morir y nadie sabía qué hacer, Estados Unidos estuvo en una situación de máxima vulnerabilidad. ¿Y si los soviéticos elegían ese momento para invadir el Berlín occidental? Somos el gobierno del país más poderoso del mundo y tenemos que hacer nuestro trabajo, sin detenernos ni un minuto, por muy tristes que estemos. Lyndon cogió las riendas de inmediato, ¡y suerte que lo hizo!, porque nadie más lo pensó.
—¿Ni siquiera Bobby?
—Bobby el que menos. Lo aprecio, ya lo sabes, pero se ha rendido al dolor. Se ha centrado en consolar a Jackie y en organizar el funeral de su hermano, en lugar de gobernar el país. Francamente, la mayoría de los nuestros están igual de mal. Puede que crean que Lyndon está siendo despiadado; yo creo que está ejerciendo de presidente.
Al otro lado de la muchedumbre, de nuevo sacaron el ataúd de la catedral y lo colocaron sobre la cureña para trasladarlo al Cementerio Nacional de Arlington. En esa ocasión la comitiva se desplazó en una larga fila de limusinas negras. El cortejo dejó atrás el monumento a Lincoln y cruzó el río Potomac.
—¿Qué hará Johnson con el proyecto de ley de derechos civiles?
—Esa es la gran pregunta. Ahora mismo la ley está condenada al fracaso, en manos del Comité de Reglas; su presidente, Howard Smith, ni siquiera está dispuesto a decir cuándo empezarán a estudiarla.
Maria pensó en el atentado de la escuela dominical. ¿Cómo podía respaldar nadie a aquellos sureños racistas?
—¿Y ese comité no puede invalidarlo como presidente?
—Teóricamente sí, pero cuando los republicanos se alían con los demócratas del Sur tienen mayoría, y siempre se oponen a los derechos civiles, opine lo que opine la gente. No sé cómo son capaces de fingir que creen en la democracia.
Las cámaras enfocaron a Jackie Kennedy prendiendo una llama que ardería a perpetuidad sobre el sepulcro. George volvió a cogerle la mano a Maria, y esta vio lágrimas en sus ojos. Observaron en silencio cómo el ataúd descendía lentamente hacia la tumba.
Jack Kennedy se había ido.
—Dios mío, ¿qué va a ser ahora de todos nosotros? —dijo Maria.
—No lo sé —contestó George.
George se despidió de Maria de mala gana. Estaba mucho más sensual de lo que ella creía con el camisón y el albornoz viejo, y con los rizos al natural y desaliñados, en lugar de concienzudamente alisados. Pero ella ya no lo necesitaba; esa noche había quedado con Nelly Fordham y varias chicas más de la Casa Blanca en un restaurante chino para celebrar una especie de velatorio privado, de modo que no estaría sola.
George cenó con Greg en el Occidental Grill, un restaurante con paredes revestidas de madera oscura y situado a un tiro de piedra de la Casa Blanca. George sonrió cuando vio aparecer a su padre. Como siempre, Greg lucía su ropa cara como si se tratase de harapos: llevaba la corbata fina de satén negro torcida, los puños de la camisa desabotonados y una marca blanquecina en la solapa del traje negro. Por suerte, George no había heredado su aire descuidado.
—Creía que necesitarías que alguien te animara un poco —dijo Greg.
Adoraba los restaurantes de lujo y la cocina refinada, y aquella era una característica que George sí había heredado. Ambos pidieron langosta, y una botella de chablis.
George se sentía más cerca de su padre desde la crisis de los misiles de Cuba, cuando la amenaza de una aniquilación inminente había llevado a Greg a abrirle su corazón. Hasta entonces George había vivido con la sensación de que el hecho de ser hijo ilegítimo había supuesto siempre un motivo de bochorno, y que cuando Greg asumía el rol de padre lo hacía con diligencia pero sin entusiasmo. En cambio, tras aquella sorprendente conversación George había comprendido que Greg lo quería de verdad. Su relación seguía siendo escasa y más bien distante, pero George sabía que estaba fundamentada sobre algo auténtico y duradero.
Mientras esperaban a que les sirvieran, Skip Dickerson, amigo de George, se acercó a su mesa. Iba vestido para el funeral, con un traje oscuro y una corbata negra que contrastaban de forma drástica con su cabello rubio y su tez pálida.
—Hola, George —saludó con su acento sureño—. Buenas noches, senador. ¿Puedo sentarme un momento?
—Te presento a Skip Dickerson —le dijo George a su padre—. Trabaja para Lyndon… Para el presidente, debería decir.
—Acerca una silla —lo invitó Greg.
Skip llevó a su mesa una silla tapizada en cuero, se inclinó hacia delante y se dirigió a Greg con determinación:
—El presidente sabe que usted es científico.
«Pero ¿de qué demonios va esto?», pensó George. Skip nunca malgastaba el tiempo con chismorreos.
Greg sonrió.
—Estudié Física en la universidad, sí.
—Se licenció summa cum laude en Harvard.
—A Lyndon esas cosas le impresionan más de lo que deberían.
—Pero fue uno de los científicos que desarrolló la bomba atómica.
—Trabajé en el proyecto Manhattan, es cierto.
—El presidente Johnson quiere asegurarse de que aprueba los planes para el estudio del lago Erie.
George sabía de qué hablaba Skip. El gobierno federal estaba financiando un estudio de la zona lacustre de la ciudad de Buffalo que con toda probabilidad derivaría en un proyecto de construcción de un puerto de grandes dimensiones. Aquello supondría millones de dólares para varias compañías del norte del estado de Nueva York.
—Verás, Skip —contestó Greg—, antes queremos estar seguros de que el presupuesto del estudio no va a sufrir recortes.
—Puede estarlo, señor. El presidente lo considera de máxima prioridad.
—Me alegra saberlo, gracias.
A George no le cabía la menor duda de que aquella conversación no tenía nada que ver con la ciencia y que estaba relacionada con lo que los congresistas denominaban «barriles de tocino»: favoritismos hacia ciertos estados en la asignación de proyectos financiados con fondos públicos nacionales.
—De nada. Disfrute de la cena. Ah, antes de irme… ¿Podemos contar con su apoyo al presidente en el puñetero proyecto de ley del trigo?
Los soviéticos habían tenido una mala cosecha y necesitaban cereal de forma perentoria. Como parte del proceso de intentar mejorar algo las relaciones con la Unión Soviética, el presidente Kennedy les había vendido a crédito excedentes de trigo.
Greg se reclinó en la silla.
—Algunos miembros del Congreso —comentó con aire reflexivo— creen que si los comunistas no son capaces de alimentar a su pueblo no tenemos por qué ayudarlos. El proyecto de ley del trigo del senador Mundt anulará el pacto de Kennedy, y en cierto modo opino que Mundt hace bien.
—¡Y el presidente Johnson coincide con usted! —exclamó Skip—. De ningún modo quiere ayudar a los comunistas, pero eso será lo primero que se vote después del funeral. ¿Acaso queremos ser una bofetada para el difunto presidente?
—¿Es eso lo que de verdad preocupa al presidente Johnson? —terció George—. ¿O quiere enviar un mensaje dejando claro que él está ahora al cargo de la política exterior y que no va a permitir que el Congreso cuestione cada decisión que tome, por nimia que sea?
Greg chascó la lengua.
—A veces olvido lo inteligente que eres, George. Eso es exactamente lo que quiere Lyndon.
—En realidad lo que quiere el presidente es trabajar mano a mano con el Congreso en política exterior —aclaró Skip—, pero agradecería mucho poder contar con su apoyo mañana. Considera que la aprobación del proyecto de ley del trigo supondría una terrible deshonra a la memoria del presidente Kennedy.
George advirtió que ninguno de los tres estaba dispuesto a decir lo que en verdad estaba ocurriendo allí y que se resumía sencillamente en que Johnson amenazaba con cancelar el proyecto del puerto de Buffalo si Greg votaba a favor del proyecto de ley del trigo.
Y Greg cedió.
—Por favor, dile al presidente que comprendo su preocupación y que puede contar con mi voto.
Skip se puso de pie.
—Gracias, senador. Estará muy complacido.
—Antes de que te vayas, Skip… —intervino George—. Sé que el presidente está muy ocupado, pero en algún momento de los próximos días tendrá que pensar en el proyecto de ley de derechos civiles. Por favor, llámame si crees que puedo ayudar en algo.
—Gracias, George. Es muy amable de tu parte.
Skip se marchó.
—Has sido muy hábil —comentó Greg.
—Solo me he asegurado de que sepa que la puerta está abierta.
—Algo muy importante en política.
Llegó la cena y, cuando los camareros se retiraron, George cogió el tenedor y el cuchillo.
—Estoy con Bobby y creo en él —dijo mientras empezaba a trinchar la langosta—, pero no deberíamos subestimar a Johnson.
—Tienes razón, aunque tampoco lo sobrevalores.
—¿Qué quieres decir?
—Lyndon tiene dos defectos. Por un lado, es intelectualmente débil. Bueno, sí, es astuto como un turón de Texas, pero eso es otra cosa. Solo estudió Magisterio y nunca dominó el pensamiento abstracto. Se siente inferior a nosotros, los formados en Harvard, y con motivo. No acaba de entender la política internacional. Los chinos, los budistas, los cubanos, los bolcheviques… Todos tienen formas de pensar diferentes que él nunca entenderá.
—¿Cuál es el otro defecto?
—También es moralmente débil. No tiene principios. Su defensa de los derechos civiles es auténtica, pero no ética. Simpatiza con la gente de color como si estuviera desvalida, y cree que él también lo está porque procede de una familia pobre de Texas. Es una reacción visceral.
George sonrió.
—Ha conseguido que hicieras justo lo que quería.
—Correcto. Lyndon sabe cómo ir manipulando a la gente, uno por uno. Es el político parlamentario más hábil que he conocido, pero no es un estadista. Jack Kennedy era todo lo contrario: incompetente para manejar al Congreso, soberbio en el escenario internacional. Lyndon será impecable en su trato con el Congreso, pero ¿como líder del mundo libre? No lo sé.
—¿Crees que existe alguna posibilidad de que el comité del congresista Howard Smith apruebe el proyecto de ley de derechos civiles?
Greg esbozó una sonrisa maliciosa.
—Estoy impaciente por ver lo que hará Lyndon. Cómete la langosta.
Al día siguiente, el proyecto de ley del trigo del senador Mundt fue rechazado por 57 votos a 36.
El titular del día después rezaba:
«Ley del trigo: primera victoria de Johnson».
El funeral concluyó. Kennedy ya no estaba y Johnson era presidente. El mundo había cambiado, pero George no sabía lo que eso significaba; en realidad, nadie lo sabía. ¿Qué clase de presidente sería Johnson? ¿Sería diferente? ¿En qué sentido? Un hombre al que la mayoría de la gente no conocía se había convertido de la noche a la mañana en el líder del mundo libre y en el gobernante de su país más poderoso. ¿Qué iba a hacer?
Johnson estaba a punto de anunciarlo.
La Cámara de Representantes se hallaba a rebosar. Los focos de la televisión brillaban sobre los congresistas y los senadores. Los magistrados de la Corte Suprema llevaban togas negras, y los miembros de la Junta de Jefes de Estado Mayor refulgían con sus medallas.
George estaba sentado al lado de Skip Dickerson en la tribuna, tan concurrida que incluso los escalones de los pasillos estaban ocupados.
George observó a Bobby Kennedy, que se encontraba abajo, al final de la hilera reservada para el gabinete, con la cabeza gacha y la mirada clavada en el suelo. Bobby había perdido peso en los cinco días transcurridos desde el magnicidio. Asimismo, había empezado a ponerse la ropa de su difunto hermano, que no le sentaba bien y acrecentaba la imagen de hombre hundido.
En el palco presidencial estaban sentadas Lady Bird Johnson y sus dos hijas, una poco agraciada, la otra guapa; las tres llevaban peinados pasados de moda. Las acompañaban varias lumbreras del Partido Demócrata: Daley, alcalde de Chicago; Lawrence, gobernador de Pennsylvania, y Arthur Schlesinger, el intelectual del equipo de Kennedy, quien ya estaba conspirando para derrocar a Johnson en las elecciones presidenciales del año siguiente, algo que George casualmente sabía.
Para sorpresa de todos, había también dos rostros negros en el palco.
George sabía quiénes eran: Zephyr y Sammy Wright, la cocinera y el chófer de la familia Johnson. ¿Era aquello una buena señal?
Las grandes puertas batientes se abrieron. Un portero de nombre William Miller y al que todos conocían por el cómico sobrenombre de «Fishbait», cebo, anunció en voz muy alta:
—¡Señor presidente de la Cámara, el presidente de Estados Unidos!
Lyndon entró, y todos los presentes se pusieron de pie y aplaudieron.
George tenía dos turbadores interrogantes en relación con Lyndon Johnson, y ambos se despejarían aquel día. El primero era: ¿abandonaría el problemático proyecto de ley de derechos civiles? Los pragmáticos del Partido Demócrata lo urgían a hacerlo, aunque si Johnson quería una buena excusa la tenía: el presidente Kennedy no había conseguido el apoyo del Congreso a la ley, lo cual la condenaba al fracaso. El nuevo presidente tenía potestad para abandonarla por considerarla un trabajo mal hecho. Johnson podría alegar que la legislación sobre el tema de la segregación, que provocaba divisiones tan atroces, debería esperar a después de las elecciones.
Si decía eso, el movimiento por los derechos civiles retrocedería años. Los racistas celebrarían la victoria, el Ku Klux Klan creería que todo lo que había hecho estaba justificado, y los sectores blancos y corruptos de la policía, los jueces, los líderes eclesiásticos y los políticos del Sur sabrían que podían continuar persiguiendo, golpeando, torturando y matando a negros sin temer a la justicia.
Pero si Johnson no decía eso, si confirmaba su apoyo a los derechos civiles, surgiría el otro interrogante: ¿tendría autoridad para seguir los pasos de Kennedy? Esa pregunta también iba a recibir respuesta en la siguiente hora, y las probabilidades eran ínfimas. Lyndon era muy hábil en el cara a cara, pero apenas impresionaba cuando se dirigía a grupos grandes en actos formales…, justo lo que iba a tener que hacer unos momentos después. Para el pueblo estadounidense aquella sería su primera gran comparecencia como líder del país, y la que lo definiría, para bien o para mal.
Skip Dickerson se mordía las uñas.
—¿Has escrito tú el discurso? —preguntó George.
—Solo algunas frases. Ha sido un trabajo de equipo.
—¿Qué va a decir?
Skip sacudió la cabeza, ansioso.
—Espera y verás.
Los círculos más enterados de Washington esperaban que Johnson fracasara. Era un orador pésimo, tedioso y envarado. Unas veces precipitaba sus palabras; otras, parecía arrastrarlas. Cuando quería enfatizar algo, sencillamente gritaba. Sus gestos eran de un torpe bochornoso: alzaba una mano y disparaba un dedo al aire, o levantaba los dos brazos y agitaba los puños. Por lo general, los discursos desvelaban la peor faceta de Lyndon.
George fue incapaz de deducir nada por el porte de Johnson mientras este avanzaba entre los aplausos de los presentes, se dirigía al estrado, se situaba frente al atril y abría un cuaderno negro. No dio muestras ni de seguridad ni de nerviosismo mientras se ponía unas gafas sin montura y esperaba paciente a que los aplausos amainaran y el público se sentara.
Cuando al fin habló, lo hizo con un tono de voz uniforme y comedido:
—De buena gana habría dado todo lo que tengo por no estar aquí hoy.
La Cámara quedó en silencio. Había tocado la nota exacta de humildad y aflicción. Era un buen comienzo, pensó George.
Johnson prosiguió en la misma línea, hablando con lenta dignidad.
Si sentía el impulso de precipitarse, lo estaba controlando con firmeza.
Llevaba traje y corbata azules, y una camisa con cuello de presilla, un estilo considerado formal en el Sur. De cuando en cuando miraba de un lado al otro, dirigiéndose a la totalidad de la Cámara y dando la impresión al mismo tiempo de estar al mando de ella.
Haciéndose eco de Martin Luther King, habló de sueños: los sueños de Kennedy de conquistar el espacio, de hacer llegar la educación a todos los niños, de crear un Cuerpo de Paz.
—Ese es nuestro reto —prosiguió—. No dudar, no cejar, no desviarnos y rezagarnos en este funesto momento, sino persistir en nuestro camino para cumplir con el destino que la Historia nos ha reservado.
Los aplausos lo obligaron a hacer una pausa.
—Nuestras tareas más inmediatas —añadió— están aquí, en esta colina.
Era la hora de la verdad. La colina del Capitolio, donde se encontraba el Congreso, había estado en guerra con el presidente durante la mayor parte de 1963. El Congreso tenía potestad para demorar la legislación, y la ponía en práctica a menudo aunque el presidente hubiera hecho campaña y obtenido el respaldo de la ciudadanía para sus planes. Sin embargo, desde que John Kennedy anunció su proyecto de ley de derechos civiles se había declarado en huelga, como una fábrica llena de obreros militantes, postergándolo todo, negándose con terquedad a aprobar incluso leyes rutinarias, desdeñando la opinión pública y el proceso democrático.
—En primer lugar —anunció Johnson, y George contuvo el aliento mientras esperaba a escuchar lo que el nuevo presidente iba a priorizar—, ninguna oración ni ningún elogio podría honrar con mayor elocuencia la memoria del presidente Kennedy que aprobar lo antes posible la ley de derechos civiles, por la que él luchó tanto tiempo.
En un arrebato de alegría, George se levantó de un salto y aplaudió.
No fue el único que lo hizo, porque volvió a estallar una ovación, y en esta ocasión se prolongó aún más.
Johnson esperó a que cesaran para proseguir con su discurso:
—Ya hemos hablado suficiente sobre derechos civiles en este país.
Hemos hablado durante cien años o más. Ahora ha llegado el momento de escribir el siguiente capítulo… y escribirlo en los libros de la ley.
El público volvió a aplaudir.
George miró eufórico los pocos rostros negros que había en la Cámara: cinco congresistas, entre ellos Gus Hawkins, de California, que en realidad parecía blanco; el señor y la señora Wright en el palco presidencial; varios espectadores en la tribuna. Sus semblantes transmitían alivio, esperanza y regocijo.
Luego su mirada se dirigió a las hileras de asientos situados detrás del gabinete, ocupados por los senadores veteranos, la mayoría de ellos sureños, de aspecto hosco y resentido.
Ninguno de ellos se había sumado a los aplausos.
Skip Dickerson se lo expuso a George seis días después en el pequeño estudio situado al lado del Despacho Oval.
—Nuestra única oportunidad es presentar una solicitud de relevo.
—¿Qué es eso?
Dickerson se apartó de los ojos el cabello rubio.
—Es una resolución aprobada por el Congreso que releva al Comité de Reglas del control del proyecto de ley y lo obliga a enviarlo al hemiciclo para someterlo a debate.
George se sintió frustrado al ver los farragosos procedimientos que habría que seguir para que no encarcelaran al abuelo de Maria por votar.
—Nunca había oído hablar de eso.
—Necesitamos mayoría de votos. Los demócratas sureños se opondrán, así que calculo que nos faltarán cincuenta y ocho.
—Mierda. ¿Necesitamos que nos apoyen cincuenta y ocho republicanos para poder hacer lo correcto?
—Sí, y ahí es donde entras tú.
—¿Yo?
—Muchos republicanos afirman defender los derechos civiles.
A fin de cuentas, su partido es el de Abraham Lincoln, que liberó a los esclavos. Queremos que Martin Luther King y todos los líderes negros llamen a sus partidarios republicanos, les expliquen la situación y les pidan que voten la solicitud. El mensaje es que no se puede estar a favor de los derechos civiles si no se está a favor de la solicitud.
George asintió.
—Muy bien.
—Algunos dirán que están a favor de los derechos civiles pero no de este procedimiento tan precipitado. Deben entender que el senador Howard Smith es un segregacionista acérrimo, y que se asegurará de que el comité debata las reglas hasta que sea demasiado tarde para aprobar el proyecto de ley. Lo que está haciendo no es retrasar, es sabotear.
—De acuerdo.
En ese momento un secretario asomó la cabeza por la puerta.
—Ahora puede recibirlos —anunció.
Los dos jóvenes se pusieron de pie y entraron en el Despacho Oval.
Como siempre, a George le impactó la mera corpulencia de Lyndon Johnson. Medía metro noventa y dos, pero no era solo la estatura.
Tenía la cabeza grande, la nariz larga y los lóbulos de las orejas como tortitas. Le estrechó la mano a George y luego la sostuvo y le puso la otra mano sobre el hombro, acercándose lo bastante para que lo incomodara aquella intimidad.
—George —dijo Johnson—, he pedido al equipo de Kennedy que se quede en la Casa Blanca y me ayude. Todos os habéis formado en Harvard y yo fui a la Escuela Superior de Magisterio del Sudoeste de Texas. Ya ves, os necesito más que él.
George no sabía qué contestar. Aquel grado de humildad era bochornoso.
—Estoy aquí para ayudarle en todo cuanto esté en mi mano, señor presidente —repuso tras dudar unos instantes.
Para entonces ya debían de haber dicho lo mismo un millar de personas, pero Johnson reaccionó como si lo oyera por primera vez.
—Me alegra mucho que digas eso, George —repuso con fervor—. Gracias. —Y acto seguido entró en materia—: Muchas personas me han pedido que ablande el proyecto de ley de derechos civiles para que a los sureños les cueste menos tragarla. Me han sugerido que retire la prohibición de la segregación en lugares y servicios públicos, pero no estoy dispuesto a hacerlo, George, por dos motivos: el primero es que detestarán la ley al margen de lo dura o lo blanda que sea, y no creo que acaben apoyándola por mucho que yo le corte las uñas.
A George aquello le pareció bien.
—Si no se puede evitar la lucha, mejor luchar por lo que realmente se desea.
—Exacto. Y te diré la segunda razón: tengo una amiga y empleada, la señora Zephyr Wright.
George recordaba al señor y a la señora Wright, que se habían sentado en el palco presidencial de la Cámara de Representantes.
—En una ocasión en que estaba a punto de irse a Texas en coche —siguió diciendo Johnson—, le pedí que se llevara a mi perro. Ella me contestó: «Por favor, no me pida que haga eso». Y yo tuve que preguntarle por qué. «Conducir por el Sur ya es bastante duro siendo negro», dijo. «Es muy difícil encontrar un sitio donde comer o dormir, o incluso ir al servicio. Con un perro sería imposible». Eso me dolió, George; casi me hizo llorar. La señora Wright tiene estudios universitarios, como ya sabes. Fue entonces cuando caí en la cuenta de lo importante que son los lugares y los servicios públicos cuando hablamos de segregación. Sé lo que es sentirse despreciado, George, y puedes estar seguro de que no se lo deseo a nadie.
—Me alegra oír eso —repuso él.
Sabía que lo estaba embaucando. Johnson seguía sosteniéndole la mano y el hombro, seguía estando un poco demasiado cerca, con sus ojos oscuros mirándolo con notable intensidad. A George no se le escapaba lo que pretendía Johnson, pero aun así estaba funcionando.
Lo conmovió la historia de Zephyr, creyó que el presidente sabía lo que era sentirse despreciado, y sintió un aflujo de afecto y admiración por aquel hombretón torpe y sensible que parecía estar de parte de los negros.
—Va a ser duro, pero creo que podemos conseguirlo —concluyó Johnson—. Haz todo lo que puedas, George.
—Sí, señor —contestó él—. Lo haré.
George le explicó a Verena Marquand la estrategia del presidente Johnson poco antes de que Martin Luther King fuese al Despacho Oval.
Ella estaba arrebatadora con un impermeable de PVC rojo, pero por una vez George no se dejó distraer por su belleza.
—Tenemos que poner toda la carne en el asador con este asunto —dijo con apremio—. Si la solicitud fracasa, la ley fracasa, y los negros del Sur volverán a donde empezaron.
Entregó a Verena un listado de congresistas republicanos que todavía no habían firmado la solicitud.
Ella estaba impresionada.
—El presidente Kennedy nos hablaba de votos, pero nunca tuvo un listado como este —comentó.
—Así es Lyndon —repuso George—. Si los congresistas encargados de la disciplina de partido le dicen cuántos votos creen que tienen, él contesta: «No basta con creerlo. ¡Necesito saberlo!». Tiene que disponer de todos los nombres. Y hace bien, esto es demasiado importante para conjeturar.
Le dijo que los líderes de los derechos civiles tendrían que presionar a los liberales republicanos.
—Todos y cada uno de estos hombres deben recibir una llamada de alguien interesado por su aprobación.
—¿Es eso lo que el presidente va a decirle al doctor King esta mañana?
—Sí.
Johnson había quedado, uno por uno, con todos los líderes más importantes. Jack Kennedy los habría reunido a todos a la vez, pero Lyndon era incapaz de obrar su magia tan bien en grupos grandes.
—¿Cree Johnson que los líderes de los derechos civiles podrán hacer cambiar de opinión a todos estos republicanos? —preguntó Verena, escéptica.
—Solos no, pero está reclutando a más gente. Se está entrevistando con todos los líderes sindicales. Esta mañana ha desayunado con George Meany.
Verena sacudió su hermosa cabeza, maravillada.
—Al menos hay que reconocerle que le sobra energía. —Parecía pensativa—. ¿Por qué no pudo hacer algo así el presidente Kennedy?
—Por el mismo motivo por el que Lyndon no puede patronear un yate: no sabía hacerlo.
La reunión de Johnson con King fue bien, pero a la mañana siguiente el optimismo de George se vio truncado por un revés segregacionista.
Varios republicanos destacados se pronunciaron en contra de la solicitud. McCullough, de Ohio, afirmó que había irritado a gente que, de no haber sido por ella, habría apoyado el proyecto de ley de derechos civiles. Gerald Ford les dijo a los periodistas que el Comité de Reglas debía disponer de tiempo para llevar a cabo audiencias, lo cual era una patraña, pues todos sabían que Smith quería acabar con el proyecto de ley, no debatirlo. En cualquier caso, se informó a los periodistas de que la solicitud había fracasado.
Sin embargo, Johnson no se desalentó. El miércoles por la mañana se dirigió al Consejo Asesor de Negocios, ochenta y nueve de los empresarios más importantes de Estados Unidos.
—Soy el único presidente que tienen. Si me hacen fracasar, ustedes también fracasarán, ya que el país habrá fracasado.
Luego hizo lo propio con el consejo ejecutivo de la AFL-CIO, la mayor federación de sindicatos:
—Los necesito, los quiero a mi lado y creo que deberían apoyarme.
Recibió una gran ovación, y los treinta y tres miembros del lobby de la siderurgia asaltaron el Capitolio.
George compartía cena con Verena en un restaurante cercano cuando Skip Dickerson pasó junto a su mesa.
—Clarence Brown ha ido a ver a Howard Smith —susurró.
George se lo explicó a Verena.
—Brown es el republicano más veterano del comité de Smith; le estará diciendo a Smith que no ceda e ignore a los grupos de presión, o bien que los republicanos no van a poder soportar esta tensión durante mucho más tiempo. Si dos personas del comité se posicionasen en contra de Smith, sus decisiones quedarían invalidadas por una mayoría de votos.
—¿Sería posible que todo acabara tan deprisa? —se sorprendió Verena.
—Smith podría saltar antes de que lo empujen. Sería más digno.
George apartó el plato a un lado. La tensión le había quitado el apetito.
Media hora después Dickerson volvió a pasar por su lado.
—¡Smith ha cedido! —vociferó—. Mañana habrá una declaración formal. —Y se alejó, propagando la noticia.
George y Verena se miraron, sonrientes.
—Bueno, que Dios bendiga a Lyndon Johnson —dijo Verena.
—Amén —repuso George—. Tenemos que celebrarlo.
—¿Qué podemos hacer?
—Ven a mi apartamento —propuso George—. Pensaré en algo.