30

DESDE la oficina de prensa de la Casa Blanca, Maria Summers veía por televisión cómo el Air Force One aterrizaba en Love Field, el aeropuerto de Dallas, con un sol radiante.

Colocaron una escalerilla junto a la puerta trasera, y el vicepresidente Lyndon Johnson y su esposa, Lady Bird Johnson, ocuparon sus puestos al pie de la escalerilla y aguardaron para saludar al presidente.

Una valla de tela metálica impedía el acceso a una multitud de dos mil personas.

La portezuela del avión se abrió, y se produjo una emocionante pausa hasta que apareció Jackie Kennedy vestida con un traje de Chanel y un casquete a juego. Justo detrás iba su marido, el amante de Maria, el presidente John F. Kennedy. En secreto, cuando Maria pensaba en él lo llamaba Johnny, tal como hacían sus hermanos de vez en cuando.

«¡Incluso desde aquí se le nota el bronceado!», dijo el comentarista de televisión, un periodista local. Maria dedujo que era novato; por televisión las imágenes se veían en blanco y negro, y no se le había ocurrido explicar a los televidentes de qué color eran las cosas. Toda mujer pendiente del programa querría saber que el traje de Jackie era rosa.

Maria se preguntó si estaría dispuesta a ocupar el lugar de Jackie, de ofrecérsele la oportunidad. En su fuero interno se moría de ganas de que Kennedy le perteneciera, de poder decirle a todo el mundo que lo amaba, de señalarlo y decir: «Es mi marido». Sin embargo, ese matrimonio conllevaba tanto satisfacción como tristeza. El presidente Kennedy engañaba a su esposa continuamente, y no solo con Maria. Aunque él jamás se lo había confesado, poco a poco ella se había dado cuenta de que solo era una más de sus amantes, tal vez de varias decenas. Si ya resultaba bastante duro ser su querida y tener que compartirlo, cuánto más debía de resultarlo ser su esposa y saber que mantenía relaciones íntimas con otras mujeres, que las besaba y les acariciaba sus partes, que les metía su sexo en la boca a la menor oportunidad. Maria podía darse por contenta: tenía lo que le correspondía como amante; Jackie, en cambio, no tenía lo que le correspondía como esposa. Maria no sabía qué era peor.

La pareja presidencial bajó la escalerilla y se dispuso a estrechar la mano de los peces gordos texanos que los estaban esperando. Maria se preguntó cuántos de quienes se mostraban tan satisfechos de aparecer en público junto a Kennedy lo apoyarían en las elecciones del año siguiente. Y cuántos, tras su sonrisa, estaban ya planeando traicionarlo.

La prensa de Texas lo trataba con hostilidad. En los últimos dos años The Dallas Morning News, propiedad de un conservador acérrimo, había calificado a Kennedy de sinvergüenza, de filocomunista, de ladrón y de «imbécil rematado». Esa mañana se esforzaba por dar con algo negativo que decir sobre el exitoso viaje oficial de Jack y Jackie, y al final había optado por un titular con muy poca fuerza: «El estruendo de la controversia política acompaña a Kennedy durante su visita oficial». En el interior, no obstante, había un agresivo anuncio a toda plana financiado por un supuesto Comité Estadounidense de Investigación en el que se planteaban una serie de preguntas maliciosas dirigidas al presidente, como: «¿Por qué Gus Hall, líder del Partido Comunista de Estados Unidos, ha elogiado casi todas sus políticas?». Esas ideas eran de lo más estúpido, pensó Maria. En su opinión, cualquiera que opinara que el presidente Kennedy era comunista en secreto tenía que estar loco de remate. Sin embargo, el tono era muy cruel, cosa que la hizo estremecerse.

Un redactor de la oficina de prensa interrumpió sus pensamientos.

—Maria, si no estás ocupada…

No lo estaba, era evidente puesto que se encontraba viendo la televisión.

—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó.

—Quiero que vayas a los archivos. —El edificio de los Archivos Nacionales se encontraba a menos de un kilómetro y medio de la Casa Blanca—. Esto es lo que me hace falta.

Le tendió una hoja de papel. Maria solía redactar notas de prensa, por lo menos los borradores, pero no la habían ascendido a redactora de la oficina; ninguna mujer obtenía ese puesto. Llevaba más de dos años como auxiliar. Con gusto habría cambiado de trabajo hacía tiempo de no haber sido por su aventura amorosa.

—Iré ahora mismo —dijo mirando la lista.

—Gracias.

Echó un último vistazo al televisor. El presidente se apartó del grupo de representantes oficiales, se dirigió a la multitud y estiró el brazo por encima de la valla para estrechar manos mientras Jackie se apostaba tras él con su casquete. La muchedumbre rugió con entusiasmo ante la posibilidad de llegar a tocar a la pareja de oro. Maria vio a los agentes de los servicios secretos, a quienes conocía tan bien, intentando mantenerse cerca del presidente y escrutando la multitud con ojos severos, atentos a cualquier peligro.

«Por favor, cuidad de mi Johnny», dijo para sí.

Después se marchó.

Esa mañana George Jackes se dirigía en su Mercedes descapotable a McLean, Virginia, una población situada a doce kilómetros de la Casa Blanca. Allí vivían Bobby Kennedy y su familia, en una casa de ladrillos pintada de blanco que tenía trece dormitorios y se conocía con el nombre de Hickory Hill. El secretario de Justicia tenía prevista una reunión a la hora de comer para hablar del crimen organizado. El tema quedaba fuera de las competencias de George, pero a medida que se estrechaba su vínculo con Bobby lo invitaban a reuniones que abarcaban más ámbitos.

George aguardaba en la sala de estar junto con su rival, Dennis Wilson, viendo por televisión las imágenes que se emitían desde Dallas. El presidente y Jackie estaban haciendo lo que todos los miembros de la administración deseaban: meterse en el bolsillo a los texanos, charlar con ellos y dejarse tocar. Jackie los obsequiaba con su popular e irresistible sonrisa mientras les tendía la mano enguantada para que se la estrecharan.

George divisó a su amigo Skip Dickerson detrás de ellos, cerca del vicepresidente Johnson.

Al final los Kennedy se retiraron a su limusina. Era una larga Lincoln Continental de cuatro puertas descapotable, y tenía la capota bajada. La gente acudía para ver a su presidente en carne y hueso, sin siquiera una ventanilla de por medio. El gobernador de Texas, John Conally, los esperaba junto a la puerta abierta ataviado con un sombrero vaquero de color blanco. El presidente y Jackie ocuparon el asiento trasero, y Kennedy apoyó el codo derecho sobre el lateral con aire relajado y feliz. El coche arrancó despacio, y el resto de los vehículos desfilaron tras él. Tres autobuses de prensa cerraban la marcha.

La comitiva salió del aeropuerto y siguió avanzando por la carretera, y la retransmisión televisiva finalizó. George apagó el aparato.

En Washington también hacía buen tiempo, y Bobby había decidido celebrar la reunión al aire libre, así que todos juntos salieron por la puerta trasera y cruzaron el césped hasta la zona de la piscina, donde había mesas y sillas preparadas. Al volverse para mirar la casa, George vio que habían construido una nueva ala. No estaba terminada, y los pintores que la estaban decorando tenían un transistor encendido cuyo sonido parecía un mero susurro desde tanta distancia.

George admiraba el trabajo de Bobby con respecto al crimen organizado. Tenía diferentes departamentos gubernamentales trabajando en equipo para acabar con ciertos dirigentes de clanes mafiosos. Había reforzado la Oficina Federal de Narcóticos, y también había incluido en el equipo operativo a la de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego.

Bobby había ordenado al Servicio de Impuestos Internos que investigara las declaraciones de la renta de los gángsteres, y había conseguido que el Servicio de Inmigración y Nacionalización deportara a aquellos que no eran ciudadanos estadounidenses. Todo ello en conjunto suponía la ofensiva federal contra el crimen organizado más efectiva de todos los tiempos.

Solo le falló el FBI. El que debería ser aliado incondicional del secretario de Justicia en la batalla, J. Edgar Hoover, se había mantenido al margen alegando que la mafia no existía, tal vez porque, tal como George sabía, lo estaban amenazando con hacer pública su homosexualidad.

La cruzada de Bobby, como casi todo lo que emprendía la administración Kennedy, no había recibido ningún apoyo en Texas. El juego ilegal, la prostitución y las drogas tenían gran éxito entre muchos ciudadanos destacados. The Dallas Morning News había criticado a Bobby por dotar de demasiado poder al gobierno federal, y argüía que el crimen debía seguir siendo responsabilidad de las fuerzas del orden locales; aunque, como todo el mundo sabía, la mayoría eran incompetentes o corruptas.

La esposa de Bobby, Ethel, interrumpió la reunión para servir la comida: sándwiches de atún y crema de marisco. George la observó con admiración. Era una mujer delgada y atractiva de treinta y cinco años, y costaba creer que hacía tan solo cuatro meses había dado a luz a su octavo hijo. Vestía con la discreta elegancia que George ya reconocía como el sello distintivo de las mujeres Kennedy.

El teléfono situado junto a la piscina empezó a sonar y Ethel contestó.

—Sí —dijo, y extendió el largo cable del auricular hasta Bobby—. Es J. Edgar Hoover —anunció.

George se quedó de piedra. ¿Era posible que Hoover se hubiera enterado de que estaban hablando del crimen organizado sin él, y llamara para reprenderlo? ¿Era posible que hubiera colocado micrófonos en el jardín de Bobby?

El secretario de Justicia cogió el teléfono.

—¿Diga?

Al otro lado del césped, George observó que uno de los pintores se comportaba de forma extraña. Con la radio portátil en las manos, había dado media vuelta y se dirigía a toda velocidad hacia Bobby y el grupo reunido junto a la piscina.

George volvió a mirar al secretario de Justicia. Una expresión de horror demudó el rostro de Bobby, y de repente George tuvo miedo.

Bobby se apartó del grupo y se cubrió la boca con la mano.

«¿Qué le estará diciendo ese cabrón de Hoover?», pensó.

En ese momento Bobby regresó junto al grupo que disfrutaba de la comida.

—¡Han disparado a Jack! —gritó—. ¡Podría perder la vida!

Los pensamientos de George se sucedieron a cámara lenta. Jack.

O sea el presidente. Le habían disparado. En Dallas, se suponía. Podía perder la vida. Podía haber muerto.

El presidente podía haber muerto.

Ethel fue corriendo hasta Bobby. Todos se pusieron de pie al instante. El pintor se acercó a la zona de la piscina radio en mano, incapaz de pronunciar palabra.

Entonces todo el mundo empezó a hablar al mismo tiempo.

George continuaba viviéndolo todo a cámara lenta. Pensó en las personas para quienes Jack era importante. Verena se hallaba en Atlanta y oiría la noticia por la radio. Su madre estaba trabajando en el Club de Mujeres Universitarias y se enteraría en cuestión de minutos. El Congreso se encontraba reunido, y Greg estaba allí. Maria…

Maria Summers. Habían disparado a su amante secreto. Debía de estar consternada… y no tendría a nadie que le ofreciera consuelo.

Tenía que acudir a su lado.

Cruzó el césped y la casa corriendo, se dirigió al aparcamiento situado en la parte delantera, subió al Mercedes descapotable y se marchó a toda velocidad.

Faltaban pocos minutos para las dos de la tarde en Washington, la una en Dallas, y las once de la mañana en San Francisco, donde Cam Dewar, en plena clase de matemáticas, estaba estudiando las ecuaciones diferenciales y tenía grandes dificultades para entenderlas. Para él se trataba de una experiencia nueva, ya que hasta ese momento no había tenido ningún problema con los estudios.

El año que había pasado en la escuela de Londres no le había hecho ningún mal. De hecho, en Inglaterra los chicos de su edad iban un poco más adelantados porque empezaban la escuela siendo más pequeños.

Lo único que había supuesto un golpe para su amor propio había sido el desdén con que Evie Williams le había dado calabazas.

Cameron sentía poco respeto por el profesor de matemáticas, Mark «Fabian» Fanshore, un joven moderno con el pelo cortado al rape y corbatas de punto. Quería hacerse amigo de sus alumnos, pero Cameron creía que un profesor debía demostrar autoridad.

El director, el señor Douglas, entró en el aula. Era un maestro adusto y distante a quien no le preocupaba caer bien o mal mientras lo obedecieran. A Cameron, sin embargo, le resultaba más simpático que el profesor de matemáticas.

Fabian levantó la cabeza, sorprendido; el señor Douglas no solía interrumpir las clases. El director le dijo algo en voz baja, y debía de ser una noticia terrible, porque el atractivo rostro de Fabian palideció a pesar de su bronceado. Hablaron unos momentos, hasta que el profesor asintió y Douglas salió del aula.

Sonó el timbre que anunciaba el descanso de media mañana, pero Fabian anunció con tono firme:

—Permaneced sentados, por favor, y escuchadme con atención, ¿de acuerdo? —Tenía la mala costumbre de añadir a media voz expresiones como «¿De acuerdo?» y «¿Vale?» con una frecuencia innecesaria—. Debo daros una mala noticia. De hecho, es una noticia horrible.

Ha ocurrido una cosa espantosa en Dallas, Texas.

—Hoy el presidente está en Dallas —señaló Cameron.

—Cierto, pero no me interrumpáis, ¿vale? La terrible noticia es que han disparado al presidente. Aún no sabemos si ha muerto, ¿de acuerdo?

—¡Joder! —exclamó alguien en voz alta.

Sin embargo, para sorpresa de todos, Fabian no hizo caso de la imprecación.

—Bueno, quiero que conservéis la calma. Es posible que algunas chicas se disgusten mucho. —En la clase de matemáticas no había chicas—. Los más pequeños necesitarán que los tranquilicemos. Vosotros ya sois mayorcitos, así que espero que sepáis comportaros y ayudéis a los más débiles, ¿vale? Ahora, salid tal como hacéis siempre a la hora del recreo, y más tarde comprobad las posibles variaciones en los horarios de las clases. ¡Vamos, salid!

Cameron recogió los libros y salió al pasillo, y allí toda esperanza de tranquilidad y orden se desvaneció en cuestión de segundos. Las voces de los niños y los adolescentes que salían de las aulas se convirtieron en un auténtico fragor. Unos corrían, otros se habían quedado pasmados, algunos lloraban y la mayoría gritaban.

Todo el mundo preguntaba si el presidente había muerto.

A Cam no le gustaba la política liberal de Kennedy, pero de repente eso dejó de importarle. Si hubiera tenido la edad suficiente, habría votado a Nixon. Aun así, lo ocurrido le producía una gran indignación.

Kennedy era el presidente de Estados Unidos, lo había elegido el pueblo, y un atentado contra su persona era un atentado contra el pueblo estadounidense.

«¿Quién ha disparado al presidente? —pensó—. ¿Habrán sido los rusos? ¿Fidel Castro? ¿La mafia? ¿El Ku Klux Klan?».

En ese momento divisó a su hermana pequeña.

—¿Ha muerto el presidente? —gritó Beep.

—No se sabe —respondió Cam—. ¿Quién tiene una radio?

Su hermana lo pensó un momento.

—El señor Duggie tiene una.

Era cierto, en el despacho del director había un antiguo aparato de radio de caoba.

—Voy a ver —dijo Cam.

Avanzó por los pasillos hasta el despacho del director y llamó a la puerta.

—¡Pase! —anunció la voz del señor Douglas, y Cameron entró. El director estaba escuchando la radio junto con tres profesores—. ¿Qué quieres, Dewar? —preguntó Douglas con su habitual tono de irritación.

—Señor, en la escuela todo el mundo quiere escuchar la radio.

—Verás, chico, no puedo dejaros entrar a todos.

—He pensado que a lo mejor podría poner la radio en el vestíbulo y subir el volumen.

—¿Conque eso habías pensado? —soltó Douglas, dispuesto a darle una negativa rotunda.

—No es mala idea —musitó no obstante la subdirectora, la señora Elcot.

Douglas lo consideró un momento y luego asintió.

—De acuerdo, Dewar. Bien pensado. Sal al vestíbulo y yo llevaré la radio.

—Gracias, señor —dijo Cameron.

Jasper Murray estaba invitado al estreno de Juicio a una mujer, que tendría lugar en el King’s Theatre del West End de Londres. Los estudiantes de periodismo no solían asistir a esa clase de acontecimientos, pero Evie Williams actuaba en la obra y se había asegurado de que Jasper formara parte de la lista de invitados.

El periódico de Jasper, The Real Thing, iba bien; tanto, que había dejado los estudios durante un año para dedicarse a dirigir la publicación. El primer número se había agotado después de que lord Jane, en un inusitado arrebato, lo criticase durante la semana de inicio de las clases por desprestigiar a los miembros del cuerpo de gobierno de la universidad. Jasper estaba encantado de haber conseguido sacar de quicio a lord Jane, uno de los pilares de la clase dirigente británica que perjudicaba a personas como Jasper y su padre. Con el segundo número, que contenía más revelaciones sobre los peces gordos de la universidad y sus turbias inversiones, habían cubierto gastos, y el tercero les había reportado beneficios. Jasper se había visto obligado a ocultarle la magnitud de su éxito a Daisy Williams, que tal vez habría exigido que le devolviera el préstamo.

Enviarían el cuarto número a imprenta al día siguiente. Con ese Jasper no estaba tan contento, pues no contenía nada especialmente polémico.

Decidió olvidarse de eso por el momento y se arrellanó en la butaca. La carrera profesional de Evie había cobrado mayor importancia que sus estudios; no tenía sentido asistir a la escuela de arte dramático cuando ya se obtenían papeles en películas y en teatros del West End.

La chica que en la adolescencia había estado chiflada por Jasper se había convertido en una adulta muy segura de sí misma, alguien que todavía estaba descubriendo sus capacidades pero a quien no le cabía ninguna duda sobre cuál era su meta.

Su distinguido novio, Hank Remington, estaba sentado junto a Jasper. Tenía la misma edad que él. Aunque Hank era millonario y famoso en el mundo entero, no miraba por encima del hombro a un simple estudiante. De hecho, como había dejado los estudios a los quince años, solía respetar a quienes consideraba personas cultas. Eso complacía a Jasper, por lo que no decía lo que sabía que era cierto: que la genialidad de Hank valía mucho más que unos buenos resultados académicos.

Los padres de Evie se encontraban sentados en la misma fila que ellos, y también su abuela, Eth Leckwith. El gran ausente era su hermano, Dave, que tenía una actuación con su grupo musical.

Se abrió el telón. La obra representaba un juicio. Jasper había oído a Evie ensayar su papel y sabía que el tercer acto tenía lugar en la sala de un tribunal. Sin embargo, el inicio de la acción se situaba en el despacho de un abogado. Evie, que interpretaba el papel de su hija, salía a escena en mitad del primer acto y tenía una pelea con su padre.

Jasper estaba impresionado por la seguridad de Evie y la autoridad de su interpretación. Cada dos por tres tenía que recordarse que aquella era la misma persona con quien había convivido cuando eran niños.

Descubrió que le molestaba la actitud petulante del padre y que se sentía igual de indignado y frustrado que la hija. Evie cada vez estaba más enfadada, y cuando se aproximaba el final del primer acto inició una vehemente súplica de piedad que mantuvo al auditorio embelesado y en silencio.

Entonces ocurrió algo.

La gente empezó a hacer comentarios.

Al principio los actores no lo notaron. Jasper miró a su alrededor, preguntándose si alguien se había desmayado o había vomitado, pero no vio nada que justificara los murmullos. En el otro extremo del teatro, dos personas abandonaron sus asientos y salieron acompañados de un hombre que parecía haber acudido para avisarlos.

—¿Por qué no se callan esos cabrones? —susurró Hank, sentado junto a Jasper.

Al cabo de unos instantes, la brillante actuación de Evie empezó a decaer, y Jasper supo que se había dado cuenta de que ocurría algo.

Intentó volver a captar la atención del público con recursos histriónicos: habló más alto y con la voz quebrada por la emoción, y caminó de un lado a otro del escenario con gestos exagerados. Fue un intento valiente, y la admiración de Jasper aumentó más aún, pero no funcionó.

Los susurros de fondo se convirtieron en un rumor, y luego en un rugido.

Hank se puso de pie, dio media vuelta y se dirigió a las personas sentadas detrás de él.

—¿Quieren hacer el favor de cerrar la boca, puñetas?

En el escenario, Evie se tambaleaba.

—Piensa en lo mucho que esa mujer… —Vaciló—. Piensa en lo que esa mujer ha vivido, lo que ha sufrido, lo que ha tenido que… —Y enmudeció.

El veterano actor que hacía el papel de padre y abogado se levantó del escritorio.

—Calma, calma, querida —declamó.

Era difícil saber si la frase formaba o no parte del guión. El hombre se acercó al frente del escenario, donde Evie aguardaba de pie, y le pasó el brazo por los hombros. Luego se volvió, entornó los ojos ante los focos e interpeló directamente al público.

—Si fueran tan amables, damas y caballeros —empezó a decir con la sonora voz de barítono que lo había hecho famoso—, ¿alguien podría explicarnos qué es lo que ocurre?

Rebecca Held tenía prisa. Había salido del trabajo con Bernd, había preparado la cena para los dos y se estaba arreglando para acudir a una reunión mientras su marido recogía la mesa. Hacía poco que la habían elegido miembro del Parlamento que gobernaba la ciudad-estado de Hamburgo, lo cual contribuía a engrosar el cada vez más numeroso grupo de voces femeninas en la política.

—¿Seguro que no te importa que tenga que salir ya? —le preguntó a Bernd.

Él dio media vuelta con la silla de ruedas para mirarla.

—Nunca dejes de hacer nada por mí —respondió—. Nunca sacrifiques nada. Nunca digas que no puedes ir a un sitio o hacer algo porque tienes que cuidar de tu marido paralítico. Quiero que disfrutes de una vida plena que te ofrece todo lo que siempre has deseado. De esa forma serás feliz, te quedarás a mi lado y seguirás queriéndome.

Rebecca había formulado la pregunta más bien por cortesía, pero era evidente que Bernd le había estado dando vueltas al tema. Su respuesta la conmovió.

—Qué bueno eres —dijo—. Igual que Werner, mi padrastro. Eres un hombre fuerte, y seguramente tienes razón, porque lo cierto es que te quiero, te quiero más que nunca.

—Hablando de Werner —comentó él—, ¿qué entiendes de la carta de Carla?

Todo el correo de la Alemania Oriental tenía muchas probabilidades de ser revisado por la policía secreta, y el remitente podía acabar en la cárcel por decir algo indebido, sobre todo en las cartas que se enviaban a Occidente. Cualquier mención a los apuros que pasaban, a la escasez o a la falta de empleo, por no hablar de las alusiones directas a la policía secreta, podían ocasionar problemas. Por eso Carla escribía entre líneas.

—Dice que Karolin está viviendo con Werner y con ella —explicó Rebecca—. Así que imagino que a la pobre chica sus padres la echaron de casa. Seguramente presionados por la Stasi, tal vez por el propio Hans.

—¿Es que la venganza de ese hombre no tiene límites? —exclamó Bernd.

—En fin. La cuestión es que Karolin se ha hecho amiga de Lili, que tiene casi quince años, o sea la edad perfecta para que le fascine un embarazo. Y la futura madre recibirá un montón de buenos consejos de la abuela Maud. Esa casa será un refugio para Karolin, igual que lo fue para mí cuando mataron a mis padres.

Bernd asintió.

—¿No te sientes tentada de intentar reencontrar tus raíces? —preguntó—. Nunca hablas de que eres judía.

Ella negó con la cabeza.

—Mis padres eran laicos. Sé que Walter y Maud solían ir a la iglesia, pero Carla abandonó la costumbre y la religión nunca ha significado gran cosa para mí. En cuanto a la raza, es mejor olvidarla. Prefiero honrar la memoria de mis padres trabajando por la democracia y la libertad en toda Alemania, tanto la Oriental como la Occidental. —Sonrió con gesto irónico—. Siento el discurso. Tendría que haberlo reservado para el Parlamento.

Rebecca cogió el maletín que contenía los documentos de la reunión, y Bernd consultó su reloj.

—Pon las noticias antes de irte, por si hay algo que te convenga saber.

Rebecca encendió el televisor. El informativo estaba a punto de empezar.

«El presidente de Estados Unidos, John F. Kennedy, ha recibido hoy un disparo que le ha causado la muerte en Dallas, en el estado de Texas», anunció el presentador.

—¡No! —La exclamación de Rebecca sonó casi como un grito.

«El joven presidente y su esposa, Jackie, estaban recorriendo la ciudad en un descapotable cuando un hombre armado ha efectuado varios disparos y ha herido al presidente, que ha muerto al cabo de pocos minutos en un hospital de la ciudad».

—¡Su pobre esposa! —dijo Rebecca—. ¡Sus hijos!

«Se cree que el vicepresidente Lyndon B. Johnson, que también formaba parte de la comitiva, va de camino a Washington para tomar el relevo como nuevo presidente».

—Kennedy era el defensor del Berlín occidental. —Rebecca estaba consternada—. Él mismo dijo Ich bin ein Berliner. Era nuestro héroe.

—Sí que lo era —afirmó Bernd.

—¿Qué nos pasará ahora?

—Cometí un terrible error —le dijo Karolin a Lili mientras estaban sentadas en la cocina de la casa de Berlín-Mitte—. Tendría que haberme escapado con Walli. ¿Me preparas una bolsa de agua caliente? Vuelve a dolerme la espalda.

Lili sacó una bolsa de goma del armario y la llenó en el grifo del agua caliente. Tenía la impresión de que Karolin era demasiado dura consigo misma.

—Hiciste lo que creías que era lo mejor para tu hijo.

—Estaba asustada —repuso Karolin.

Lili le colocó la bolsa de agua en la espalda.

—¿Quieres un poco de leche templada?

—Sí, por favor.

La niña vertió leche en un cazo y lo puso a calentar.

—Me dejé llevar por el miedo —siguió diciendo Karolin—. Creía que Walli era demasiado joven para fiarme de él. En cambio, mis padres me parecían dignos de confianza, y ha resultado ser al revés.

El padre de Karolin la había echado de casa después de que la Stasi lo amenazara con dejarlo sin su trabajo de supervisor en una terminal de autobuses. Lili había quedado consternada. No comprendía cómo unos padres podían hacer algo así.

—No me imagino a mis padres dándome la espalda —dijo.

—Nunca lo harían —opinó Karolin—. Cuando me presenté en la puerta de su casa sin un lugar donde dormir, sin dinero y embarazada de seis meses, no dudaron ni un segundo en acogerme.

Se estremeció al notar otra contracción.

Lili sirvió un poco de leche caliente en una taza y se la dio.

—Os estoy muy agradecida a tu familia y a ti —dijo Karolin tras dar un sorbo—. Aunque la verdad es que nunca volveré a creer en nadie. La única persona en quien puedes confiar es en ti mismo, es lo que he aprendido. ¡Dios mío! —exclamó a continuación, frunciendo el ceño.

—¿Qué pasa?

—Estoy mojada.

Una mancha de humedad se extendía por el delantero de su falda.

—Has roto aguas —dedujo Lili—. Eso quiere decir que vas a tener al bebé.

—Tengo que asearme. —Karolin se puso de pie, pero soltó un gemido—. No creo que me dé tiempo a llegar al cuarto de baño —dijo.

Lili oyó que alguien abría la puerta de la entrada.

—Ha llegado mi madre. ¡Gracias a Dios!

Al cabo de un momento Carla entró en la cocina y no le hizo falta más que un vistazo para entender lo que estaba ocurriendo.

—¿Con cuánta frecuencia tienes las contracciones? —preguntó.

—Cada dos minutos más o menos —respondió Karolin.

—Madre mía, no tenemos mucho tiempo —dijo Carla—. Ni siquiera intentaré llevarte arriba. —Empezó a extender toallas en el suelo a toda prisa—. Túmbate ahí. Yo tuve a Walli aquí mismo, en este suelo —añadió con tono alegre—, supongo que también valdrá para ti.

Karolin se tumbó y Carla le retiró la ropa interior mojada.

Lili estaba asustada a pesar de que tenía al lado a su madre, una mujer muy competente. La niña no podía imaginar cómo pasaría el cuerpo del bebé por un agujero tan pequeño. Al cabo de unos minutos vio que la abertura empezaba a ensancharse, pero sus temores aumentaron en lugar de disminuir.

—Será fácil y rápido —anunció Carla con tranquilidad—. Qué suerte tienes.

Parecía que Karolin contenía los gritos de dolor. Lili pensó que ella en su lugar se habría puesto a dar alaridos.

—Pon la mano aquí y sujeta la cabeza cuando salga —le dijo Carla a Lili.

Lili dudaba, pero su madre la animó.

—Vamos, todo irá bien.

La puerta de la cocina se abrió y entró Werner.

—¿Habéis oído las noticias? —preguntó.

—Este no es lugar para hombres —soltó Carla sin mirarlo—. Ve al dormitorio, abre el primer cajón de la cómoda y tráeme el chal de cachemira azul cielo.

—De acuerdo —dijo Werner—. Pero han disparado al presidente Kennedy y ha muerto.

—Luego me lo cuentas —insistió Carla—. Tráeme el chal.

Werner desapareció.

—¿Qué ha dicho de Kennedy? —preguntó Carla al cabo de un momento.

—Me parece que el bebé empieza a salir —dijo Lili, temerosa.

Karolin profirió un grito larguísimo a causa del dolor y del esfuerzo, y la cabeza del bebé salió. Lili la sujetó con una mano y la notó mojada, viscosa y cálida.

—¡Está vivo! —exclamó.

De repente la embargó una mezcla de amor y ansias de protección por aquel diminuto pedazo de vida.

Y todo su miedo desapareció.

El periódico de Jasper se elaboraba en un pequeño despacho del edificio de la asociación de estudiantes. En el cubículo había un escritorio, dos teléfonos y tres sillas. Jasper se reunió allí con Pete Donegan media hora después de salir del teatro.

—En esta facultad hay cinco mil estudiantes, y otros veinte mil o más en el resto de las facultades de Londres. Muchos de ellos son estadounidenses —dijo Jasper en cuanto Pete entró—. Debemos avisar a todos nuestros articulistas y pedirles que se pongan a trabajar de inmediato. Tienen que hablar con todos los estudiantes procedentes de Estados Unidos que puedan localizar, a poder ser esta misma noche y como máximo mañana por la mañana. Si hacemos esto bien, obtendremos unos beneficios descomunales.

—¿Cuál será el titular de primera plana?

—Seguramente «Consternación entre los estudiantes estadounidenses». Ve y consigue una foto de alguien que sirva de ejemplo. Yo me encargaré de los profesores norteamericanos. Está Heslop, de inglés, Rawlings, de ingeniería… Y seguro que Cooper, el de filosofía, hará alguna declaración escandalosa, como siempre.

—A un lado tenemos que poner la biografía de Kennedy —opinó Donegan—. Y tal vez incluir una página con fotografías de su vida: Harvard, la armada, su boda con Jackie…

—Espera —dijo Jasper—. ¿No estudió en Londres en algún momento? Su padre fue embajador estadounidense en la ciudad, y al parecer era un cabrón de derechas que apoyaba a Hitler. Pero creo recordar que su hijo estudió en la London School of Economics.

—Es cierto, ahora me acuerdo —dijo Donegan—. Pero dejó los estudios al cabo de muy poco tiempo, unas semanas, me parece.

—Da igual —repuso Jasper, emocionado—. Seguro que alguien de la plantilla llegó a conocerlo. No importa que su conversación con él durara menos de cinco minutos. Con una frase me basta, y me da igual si solo es: «Era bastante alto». El titular de portada será: «“El JFK al que conocí de alumno”, por un profesor de la LSE».

—Me pongo manos a la obra de inmediato —dijo Donegan.

Cuando George Jakes estaba a un kilómetro y medio de la Casa Blanca, empezó a haber retenciones y el tráfico se detuvo sin motivo aparente. El joven dio un golpe en el volante a causa de la frustración.

Imaginaba a Maria llorando a solas en alguna parte.

La gente comenzó a tocar el claxon. Varios coches por delante, un conductor bajó de su vehículo y se puso a hablar con alguien en la acera. En una esquina, media docena de transeúntes estaban reunidos junto a un coche aparcado que tenía la ventanilla bajada, seguramente para escuchar la radio. George vio que una mujer bien vestida se tapaba la boca con la mano, horrorizada.

Frente a su Mercedes había un Chevrolet Impala nuevo de color blanco. La puerta se abrió y el conductor bajó del vehículo. Vestía traje y llevaba sombrero, parecía un comercial haciendo visitas. Miró a su alrededor y vio a George en el descapotable.

—¿Es verdad? —preguntó.

—Sí —respondió George—. Han disparado al presidente.

—¿Ha muerto?

—No lo sé.

El coche de George no tenía radio.

El comercial se acercó a la ventanilla abierta de un Buick.

—¿Ha muerto el presidente?

George no oyó la respuesta.

El tráfico no avanzaba.

Apagó el motor, bajó del coche y echó a correr.

Se desanimó mucho al comprobar que había perdido su buena forma física. Siempre estaba demasiado ocupado para hacer ejercicio.

Intentó pensar en la última vez que se había entrenado a conciencia, pero no lo recordaba. Empezó a sudar y a jadear, y a pesar de las prisas no tuvo más remedio que alternar la carrera con trechos a paso ligero.

Cuando llegó a la Casa Blanca, tenía la camisa empapada de sudor.

Maria no se encontraba en la oficina de prensa.

—Ha ido a los Archivos Nacionales a buscar información —explicó Nelly Fordham con la cara húmeda por las lágrimas—. Es probable que ni siquiera se haya enterado todavía.

—¿Se sabe si el presidente ha muerto?

—Sí —le confirmó Nelly, y empezó a sollozar de nuevo.

—No quiero que Maria se entere por boca de un extraño —dijo George.

Salió del edificio y echó a correr por Pennsylvania Avenue en dirección a los Archivos Nacionales.

Dimka llevaba un año casado con Nina, y su hijo Grigor tenía seis meses, cuando por fin reconoció que estaba enamorado de Natalia.

Natalia solía reunirse con sus amigas para tomar una copa en el Moskvá Bar después del trabajo, y Dimka había cogido por costumbre unirse al grupo cuando Jrushchov no lo tenía ocupado hasta tarde.

A veces tomaban más de una copa, y Dimka y Natalia siempre eran los últimos en marcharse.

Descubrió que era capaz de hacerla reír. En general no tenía fama de ser muy gracioso, pero sí se tomaba a risa las continuas ironías de la vida en el mundo soviético, igual que ella.

—Un obrero ha demostrado que las fábricas de bicicletas pueden producir guardabarros más deprisa dando forma primero a una tira de metal y cortándola después, en lugar de cortarla primero y tener que dar forma a las piezas de una en una —explicó Dimka—. Pues se ha ganado una reprimenda y una sanción por poner en peligro el plan quinquenal.

Natalia se echó a reír y abrió su boca de labios carnosos tanto que hasta enseñó los dientes. Esa risa sugería un potencial para abandonarse más allá de los límites dictados por la prudencia, lo cual hizo que a Dimka se le acelerara el pulso. La imaginó echando la cabeza hacia atrás de esa misma forma mientras hacían el amor. Luego la imaginó riendo de esa misma forma durante los siguientes cincuenta años, y se dio cuenta de que aquella era la vida que deseaba.

Pero no se lo dijo. Ella estaba casada y parecía feliz con su marido.

Por lo menos no había dicho nada malo de él, aunque nunca tenía prisa por volver a casa y regresar a su lado. Sin embargo, lo más importante de todo era que Dimka tenía esposa y un hijo, y les debía lealtad.

Aun así, se moría de ganas de decirle: «Te quiero. Voy a dejar a mi familia. ¿Quieres dejar a tu marido para venir a vivir conmigo y ser mi amiga y mi amante durante el resto de nuestra vida?».

—Es tarde. Será mejor que me vaya —dijo en lugar de eso.

—Deja que te acompañe en coche —se ofreció ella—. Hace demasiado frío para ir en moto.

Se detuvieron en una esquina, cerca de la Casa del Gobierno. Él se inclinó para despedirse de ella con un beso, y Natalia le permitió que se lo diera en los labios, aunque solo un instante, y se apartó. Dimka bajó del coche y entró en el edificio.

Mientras subía en el ascensor, pensó en la excusa que le daría a Nina por llegar tarde. En el Kremlin se estaba viviendo una auténtica crisis: la cosecha de cereales del último año había sido catastrófica y el gobierno soviético estaba intentando por todos los medios importar trigo para alimentar a la población.

Cuando entró en el piso, Grigor estaba durmiendo y Nina veía la televisión.

—Me han entretenido en el despacho, lo siento —dijo, y le dio un beso en la frente—. Teníamos que acabar un informe sobre los problemas con las cosechas.

—Eres un mentiroso de mierda —soltó Nina—. Te han estado llamando del despacho cada diez minutos. Intentaban localizarte para decirte que han asesinado al presidente Kennedy.

A Maria le rugía el estómago. Miró el reloj y se dio cuenta de que se había olvidado del almuerzo. El trabajo que estaba llevando a cabo la absorbía, y durante dos o tres horas nadie se había acercado a molestarla. Aun así, como casi había terminado, decidió llegar hasta el final antes de salir a comer un sándwich.

Volvió a inclinarse sobre el antiguo libro de contabilidad que estaba consultando, pero enseguida levantó la cabeza porque había oído un ruido, y se quedó de piedra al ver entrar a George Jakes jadeando, con la chaqueta del traje empapada de sudor y los ojos ligeramente desorbitados.

—¡George! —exclamó—. ¿Qué narices…? —Se interrumpió.

—Maria —empezó a decir él—. Lo siento mucho.

Rodeó la mesa y le posó las manos en los hombros con un gesto que sobrepasaba un poco los límites de intimidad permitidos en una relación estrictamente platónica.

—¿Qué es lo que sientes? —preguntó ella—. ¿Qué has hecho?

—Nada.

Maria intentó retroceder, pero él la retuvo sujetándole los hombros.

—Le han disparado —dijo.

Maria vio que George estaba al borde de las lágrimas. Dejó de resistirse y se acercó más a él.

—¿A quién han disparado? —preguntó.

—En Dallas.

Entonces empezó a comprender, y un tremendo temor se abrió paso en sus entrañas.

—No —dijo.

George asintió.

—El presidente ha muerto. Lo siento mucho —añadió en voz baja.

—Ha muerto —repitió Maria—. No puede ser.

Le flaquearon las piernas y cayó de rodillas. George se arrodilló a su lado y la estrechó en sus brazos.

—No, mi Johnny no —exclamó ella, y un sollozo enorme brotó de su interior—. Johnny, mi Johnny —gimió—. No me dejes, por favor.

Por favor, Johnny. Por favor, no te vayas.

El mundo se volvió gris, y Maria se derrumbó sin poder remediarlo, cerró los ojos y perdió el conocimiento.

En el escenario del Jump Club de Londres, Plum Nellie interpretó una atrevida versión de Dizzy Miss Lizzy y se retiró del escenario entre gritos de «¡Otra, otra!».

—¡Ha estado muy bien, chicos! ¡Es lo mejor que hemos tocado! —exclamó Lenny entre bastidores.

Dave miró a Walli, y ambos sonrieron. El éxito del grupo aumentaba deprisa, y cada una de sus actuaciones era la mejor hasta el momento.

A Dave le sorprendió descubrir que su hermana lo esperaba en el camerino.

—¿Qué tal ha ido la obra? —preguntó—. Siento no haber podido ir a verte.

—Se ha interrumpido en el primer acto —dijo ella—. Han disparado al presidente Kennedy, y ha muerto.

—¡El presidente! —exclamó Dave—. ¿Cuándo ha sido?

—Hace unas horas.

Dave pensó en su madre, que era estadounidense.

—¿Cómo se lo ha tomado mamá?

—Fatal.

—¿Quién le ha disparado?

—No se sabe. Estaba en Texas, en una ciudad que se llama Dallas.

—No había oído nunca ese nombre.

—¿Qué tocamos como bis? —terció Buzz, el bajista.

—No podemos tocar ningún bis, sería una falta de respeto. Han asesinado al presidente Kennedy. Tenemos que pedir un minuto de silencio o algo así.

—Podemos tocar una canción triste —propuso Walli.

—Dave, tú sabes lo que deberíamos hacer —dijo Evie.

—¿Yo? —Lo pensó un segundo y respondió—: Ah, claro.

—Pues vamos allá.

Dave salió al escenario con Evie y enchufó la guitarra. Se acercaron juntos al micrófono de pie mientras el resto del grupo observaba desde el lateral.

Dave habló al micrófono.

—Mi hermana y yo somos medio británicos y medio americanos, pero esta noche nos sentimos sobre todo americanos. —Hizo una pausa—. La mayoría de vosotros seguramente sabréis que hoy han disparado al presidente Kennedy, y ha muerto.

Se oyeron varios gritos ahogados entre el público que indicaban que algunas personas no sabían nada, luego todos callaron.

—Por eso nos gustaría interpretar una canción especial, para todos los presentes pero sobre todo para los americanos.

Dave tocó un acorde en sol.

Evie cantó:

Oh, say can you see by the dawn’s early light

What so proudly we hail’d at the twilight’s last gleaming En la sala reinaba un silencio absoluto.

Whose broad stripes and bright stars, through the perilous fight O’er the ramparts we’d watched, were so gallantly streaming La voz de Evie ascendió hasta resultar estremecedora: And the rocket’s red glare, the bombs bursting in air Gave proof through the night that our flag was still there Dave vio que varias personas del público se habían echado a llorar.

O say does that star-spangled banner yet wave

O’er the land of the free and the home of the brave?

—Gracias por escucharnos —dijo Dave—, y que Dios bendiga a América.