A Walli le había costado mucho abandonar Berlín. Karolin estaba allí y él quería estar cerca de ella, pero eso no habría tenido sentido, porque los habría separado el Muro. Aunque solo estuviesen a un kilómetro y medio de distancia, no habría podido verla. No podía arriesgarse a cruzar la frontera otra vez porque, si se había librado de la muerte en la ocasión anterior, había sido gracias a la suerte. Pese a todo, le había resultado difícil irse a Hamburgo.
Walli se dijo que entendía por qué Karolin había elegido quedarse con su familia para dar a luz al hijo de ambos. ¿Quién estaba mejor preparado para ayudarla cuando se pusiese de parto, su madre o un guitarrista de diecisiete años? Pero la lógica de su decisión le servía de poco consuelo.
Pensaba en ella cuando se iba a la cama por las noches y en cuanto abría los ojos por las mañanas. Cuando veía a alguna chica guapa por la calle, solo conseguía entristecerlo, pues le recordaba a Karolin. Se preguntó cómo se encontraría. ¿Tendría náuseas por las mañanas?
¿Estaría radiante por el embarazo o se sentiría incómoda a todas horas?
¿Estaban sus padres enfadados con ella o emocionados ante la perspectiva de tener un nieto?
Se enviaban cartas y los dos siempre escribían «Te quiero», pero ambos dudaban a la hora de expresar más cosas acerca de sus emociones, conscientes de que cada palabra iba a ser examinada por un funcionario de la policía secreta en la oficina de censura, tal vez incluso por alguien a quien conocían, como Hans Hoffmann. Era como declarar sus sentimientos delante de un público lleno de desprecio.
Estaban en lados opuestos de un mismo Muro, pero para el caso era como si estuviesen a miles de kilómetros de distancia.
Así que Walli llegó a Hamburgo y se fue a vivir al espacioso piso de su hermana.
Rebecca nunca lo incordiaba. Sus padres, en sus cartas, lo atosigaban diciéndole que tenía que volver a la escuela, o tal vez prepararse para ir a la universidad. Entre sus absurdas sugerencias le decían que estudiase para ser electricista, abogado o maestro de escuela, como Rebecca y Bernd. Sin embargo, la propia Rebecca nunca le decía nada parecido. Si se pasaba todo el día en su cuarto practicando con la guitarra, ella no ponía ninguna objeción, solo le pedía que lavase su taza de café en vez de dejarla sucia en el fregadero. Si alguna vez le hablaba de su futuro, ella le contestaba: «¿Qué prisa hay? Tienes diecisiete años. Haz lo que quieras y a ver qué pasa». Bernd se mostraba igual de tolerante que ella. Walli adoraba a Rebecca, y Bernd le gustaba cada día más.
Todavía no se había acostumbrado a la Alemania Occidental. La gente tenía coches más grandes, ropa más nueva y casas más bonitas.
Se criticaba abiertamente al gobierno en los periódicos e incluso en televisión. Cuando leía alguna diatriba en contra del canciller Adenauer, que estaba cada vez más mayor, Walli se sorprendía mirando por encima de su espalda con aire de culpabilidad, temiendo que alguien lo viera leyendo material subversivo, y tenía que recordarse a sí mismo que estaba en Occidente, donde disfrutaba de libertad de expresión.
Le entristeció tener que marcharse de Berlín, pero había descubierto con gran regocijo que Hamburgo era el centro neurálgico del panorama musical alemán. Era una ciudad portuaria que proporcionaba entretenimiento y diversión a los marineros de todo el mundo. Una calle llamada Reeperbahn era el centro del barrio rojo, con bares, antros de striptease, clubes homosexuales semiclandestinos y muchos locales de música.
Walli anhelaba solo dos cosas en la vida: vivir con Karolin y ser músico profesional.
Un día, poco después de trasladarse a vivir a Hamburgo, echó a andar por Reeperbahn con su guitarra al hombro y entró en cada uno de los bares a preguntar si necesitaban un cantante y guitarrista para entretener a sus clientes. Creía que era bueno. Sabía cantar, sabía tocar y sabía complacer al público. Lo único que necesitaba era una oportunidad.
Después de que lo rechazaran varias veces, la suerte le sonrió en una cervecería llamada El Paso. Saltaba a la vista que la decoración pretendía evocar el Oeste americano, con una cabeza de buey texano de cuernos largos colgada encima de la puerta y carteles de películas de vaqueros en las paredes. El dueño llevaba un sombrero Stetson, pero su nombre era Dieter y hablaba con acento alemán del norte.
—¿Sabes tocar música de Estados Unidos? —preguntó.
—Ya lo creo —contestó Walli forzando un fuerte acento americano.
—Vuelve a las siete y media. Te haré una prueba.
—¿Cuánto me pagaría? —dijo Walli.
A pesar de que seguía recibiendo una asignación de Enok Andersen, el contable de la fábrica de su padre, estaba desesperado por demostrar que podía ser independiente económicamente y justificar su negativa a seguir los consejos de sus padres en relación con su carrera laboral.
Sin embargo, Dieter parecía un poco ofendido, como si Walli hubiese dicho algo poco educado.
—Toca una media hora o así —contestó con despreocupación—. Si me gusta cómo lo haces, entonces podemos hablar de dinero.
Walli era inexperto pero no estúpido, y estaba seguro de que aquella actitud evasiva era una señal de que la paga iba a ser más bien baja.
Sin embargo, era la única oferta que había conseguido en dos horas y la aceptó.
Se fue a casa y pasó la tarde preparando un repertorio de media hora de canciones norteamericanas. Empezaría con If I Had a Hammer, decidió, porque al público del hotel Europa le había gustado.
Seguiría con This Land is Your Land y Mess of Blues. Practicó todas las canciones varias veces, a pesar de que casi no le hacía falta.
Cuando Rebecca y Bernd llegaron a casa del trabajo y escucharon la noticia, Rebecca anunció que lo acompañaría.
—Nunca te he visto tocar para el público —señaló—. Solo te he oído tocar estrofas sueltas en casa, sin que llegaras nunca a acabar la canción.
Era todo un detalle por su parte, sobre todo teniendo en cuenta que aquella noche ella y Bernd estaban emocionados por algo más: la visita a Alemania del presidente Kennedy.
Los padres de Walli y Rebecca creían que solo la firmeza de los estadounidenses había impedido a la Unión Soviética apoderarse del Berlín occidental para incorporarlo a la Alemania del Este. Kennedy era un héroe para ellos. El propio Walli sentía simpatía por cualquiera que hiciese pasar un mal rato al gobierno de la Alemania Oriental.
Walli puso la mesa mientras Rebecca preparaba la cena.
—Mamá siempre nos enseñó que si quieres algo hay que unirse a un partido político y hacer campaña por ello —dijo—. Bernd y yo queremos que las Alemanias Oriental y Occidental se reunifiquen, para que nosotros y otros miles de alemanes más podamos reunirnos con nuestras familias de nuevo. Por eso nos hemos afiliado al Partido Liberal Democrático.
Walli quería lo mismo, con todo su corazón, pero no concebía cómo podía hacerse realidad.
—¿Qué crees que hará Kennedy? —preguntó.
—Puede decir que tenemos que aprender a vivir con la Alemania del Este, al menos por ahora. Eso es cierto, aunque no es lo que queremos oír. Si quieres que te diga la verdad, espero que les meta el dedo en el ojo a los comunistas.
Vieron las noticias después de comer. La imagen en la pantalla de su televisor Franck último modelo era en nítidos tonos grises, no se veía borrosa como en los aparatos viejos.
Ese día Kennedy había estado en el Berlín occidental y había pronunciado un discurso desde la escalera del ayuntamiento de Schöneberg. Delante del edificio había una plaza enorme, repleta de personas.
Según el presentador de las noticias, se había reunido una multitud de cuatrocientas cincuenta mil personas.
El joven y apuesto presidente habló al aire libre con una gigantesca bandera de barras y estrellas detrás mientras la brisa le alborotaba el pelo espeso. Empezó su discurso con tono combativo.
«Hay quienes dicen que el comunismo es el movimiento del futuro. ¡Decidles que vengan a Berlín! —El público manifestó su acuerdo con un rugido, y los vítores se hicieron aún más potentes cuando repitió la frase en alemán—: Lass’ sie nach Berlin kommen!».
Walli vio que Rebecca y Bernd estaban entusiasmados con aquello.
—No está hablando de normalización ni de aceptar el statu quo con resignación y realismo —dijo Rebecca con tono de aprobación.
Kennedy se mostró desafiante.
«La libertad tiene muchas dificultades y la democracia no es perfecta», proclamó.
—Se está refiriendo a los negros —comentó Bernd.
A continuación, Kennedy habló con desdén:
«¡Pero nunca hemos tenido que levantar un muro para encerrar dentro a nuestro pueblo!».
—¡Muy bien dicho! —gritó Walli.
El sol de junio brillaba sobre la cabeza del presidente.
«Todos los hombres libres, dondequiera que vivan, son ciudadanos de Berlín —dijo—. Y por lo tanto, como hombre libre, me enorgullezco de decir estas palabras: Ich bin ein Berliner!».
La multitud enloqueció. Kennedy se apartó del micrófono y guardó sus notas en el bolsillo de la chaqueta.
Bernd sonreía complacido.
—Creo que los rusos captarán el mensaje —dijo.
—Jrushchov se va a poner furioso —comentó Rebecca.
—Cuanto más furioso, mejor —señaló Walli.
Él y Rebecca estaban de muy buen humor mientras se dirigían a Reeperbahn en la furgoneta que ella había adaptado para Bernd y su silla de ruedas. El Paso había estado vacío durante la tarde y en ese momento solo había allí un puñado de clientes. Dieter, con su sombrero Stetson, se había mostrado poco amable la primera vez, pero esa noche estaba de mal humor. Hizo como que había olvidado su petición a Walli de que volviera, y este temía que retirase su oferta de hacerle una prueba, pero el dueño señaló con el pulgar hacia un pequeño escenario que había en la esquina.
Además de Dieter, en la cervecería había una camarera de mediana edad con una generosa delantera, vestida con una camisa a cuadros y una bandana; la mujer de Dieter, supuso Walli. Estaba claro que querían dotar a su bar de una personalidad distintiva, pero ninguno de los dos tenía mucho encanto y no estaban atrayendo a demasiados clientes, ni estadounidenses ni de cualquier otra nacionalidad.
Walli esperaba ser el ingrediente mágico que atrajese a la clientela.
Rebecca pidió dos cervezas. Walli enchufó su amplificador y conectó el micrófono. Estaba entusiasmado. Aquello era lo que le gustaba y lo que se le daba bien. Miró a Dieter y su mujer, preguntándose cuándo querían que empezara, pero ninguno mostraba ningún interés en él, así que tocó un acorde y empezó a cantar If I Had a Hammer.
Los escasos parroquianos lo miraron con curiosidad un momento y luego volvieron a enfrascarse en sus conversaciones. Rebecca aplaudió al ritmo de la canción con aire entusiasta, pero nadie más lo hizo.
Sin embargo, Walli dio lo mejor de sí, rasgueando rítmicamente y cantando a pleno pulmón. Tal vez hiciesen falta dos o tres canciones más, pero podía meterse a aquel público en el bolsillo, se dijo.
A mitad de la canción, el micrófono enmudeció. También el amplificador quedó en silencio. Era evidente que había fallado el suministro eléctrico del escenario, pero Walli terminó la canción sin amplificador, pensando que sería un poco menos embarazoso que parar a la mitad.
Soltó la guitarra y se fue a la barra.
—No hay corriente eléctrica en el escenario —le dijo a Dieter.
—Ya lo sé —contestó este—. La he apagado yo.
Walli se quedó patidifuso.
—¿Por qué?
—No quiero oír esa porquería de música.
Walli sintió como si le hubieran dado una bofetada. Cada vez que había actuado en público, a la gente le gustaba lo que hacía. Nunca le habían dicho que su música fuera una porquería. Se quedó paralizado de estupor. No sabía qué hacer ni qué decir.
—Te he pedido música de Estados Unidos —añadió Dieter.
Eso no tenía sentido.
—¡Esa canción fue un número uno en Estados Unidos! —exclamó Walli, indignado.
—Este local se llama El Paso por la canción de Marty Robbins, la mejor canción que se haya escrito jamás. Pensaba que ibas a tocar esa clase de música. Tennessee Waltz u On Top of Old Smoky, canciones de Johnny Cash, Hank Williams, Jim Reeves…
Jim Reeves era el músico más aburrido de la historia mundial.
—Está hablando de música country y western —señaló Walli.
Dieter no sentía la necesidad de que nadie lo ilustrase.
—Estoy hablando de música americana —dijo con la confianza que daba la ignorancia.
No tenía sentido discutir con un idiota. Aunque Walli hubiese sabido qué canciones esperaban que tocase, no lo habría hecho: él no era músico para acabar tocando On Top of Old Smoky.
Regresó al escenario y metió la guitarra en su estuche.
Rebecca lo miró desconcertada.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Al jefe no le ha gustado mi repertorio.
—¡Pero si ni siquiera ha escuchado una canción entera!
—Se cree que sabe mucho de música.
—Pobrecillo Walli…
A Walli no le molestaba el desprecio ignorante de Dieter, pero la compasión de Rebecca le dio ganas de llorar.
—No importa —dijo—. No quiero trabajar para semejante imbécil.
—Voy a hablar con él. ¡Me va a oír! —exclamó Rebecca.
—No, por favor, no lo hagas —trató de disuadirla Walli—. No va a servir de nada que mi hermana mayor le cante las cuarenta.
—No, supongo que no.
—Vamos. —Walli cogió su guitarra y el amplificador—. Volvamos a casa.
Dave Williams y Plum Nellie llegaron a Hamburgo con grandes expectativas. Últimamente tenían un éxito apabullante, su popularidad crecía cada vez más en Londres y estaban decididos a conquistar a los alemanes.
El gerente del club The Dive se llamaba Herr Fluck, cosa que a Plum Nellie le parecía graciosísima. Menos gracioso era el hecho de que Plum Nellie no le gustase demasiado. Y lo que era aún peor, después de actuar dos noches, Dave pensó que tenía razón, el grupo no le estaba dando al público lo que quería.
—¡Haced bailar! —dijo Herr Fluck en un inglés rudimentario—. ¡Haced bailar!
Los asiduos del club, casi todos adolescentes y veinteañeros, iban allí más que nada para bailar. Las canciones de mayor éxito eran las que sacaban a todas las chicas a la pista a bailar en grupos para que después los chicos pudiesen incorporarse y quedar emparejados.
Sin embargo, en general el grupo no conseguía transmitir la energía o el entusiasmo necesarios para ponerlos a todos en marcha. Dave se sentía horrorizado; aquella era su gran oportunidad y la estaban desperdiciando. Si no mejoraban, los mandarían a casa. «Por primera vez en mi vida tengo éxito en algo», le había dicho a su escéptico padre, y al final este le había dejado ir a Hamburgo. ¿Tendría que volver a casa y admitir que había fracasado en aquello también?
No entendía cuál era el problema, pero Lenny sí.
—Es Geoff —dijo. Geoffrey era el guitarra solista—. Echa de menos a los suyos. Tiene nostalgia.
—¿Y eso le hace tocar mal?
—No, eso le hace darse a la bebida, y el alcohol le hace tocar mal.
Dave decidió entonces situarse de pie al lado de la batería y tocar las cuerdas de su guitarra con más fuerza y más ritmo, pero no hubo mucha diferencia. Se dio cuenta de que cuando un músico no daba lo mejor de sí, arrastraba con él a toda la banda.
Al cuarto día de estar en Hamburgo, fue a visitar a Rebecca.
Se alegró enormemente al descubrir que no tenía uno sino dos parientes en Hamburgo, y que el segundo era un chico de diecisiete años que tocaba la guitarra. Dave había estudiado nociones básicas de alemán en el colegio y Walli había aprendido algo de inglés de su abuela Maud, pero los dos hablaban el lenguaje de la música y se pasaron toda la tarde ensayando acordes y punteos cortos con la guitarra. Esa noche Dave llevó a Walli a The Dive y sugirió al dueño del club que lo contratase para tocar en los descansos entre una actuación y otra de Plum Nellie. Walli tocó uno de los éxitos más recientes en Estados Unidos que llevaba por título Blowin’ in the Wind, al gerente le gustó y consiguió el trabajo.
Al cabo de una semana, Rebecca y Bernd invitaron al grupo a cenar. Walli les explicó que los chicos trabajaban hasta altas horas de la noche y se levantaban a mediodía, por lo que les gustaba cenar en torno a las seis de la tarde, antes de salir al escenario. A Rebecca le pareció bien.
Cuatro de los cinco componentes del grupo aceptaron la invitación: Geoff no iba a ir.
Rebecca había cocinado una gran cantidad de chuletas de cerdo en una salsa muy jugosa, acompañadas de unos generosos cuencos de patatas fritas, setas y col. Dave supuso que, siguiendo su instinto maternal, quería asegurarse de que comiesen bien al menos una vez esa semana. Tenía razón en preocuparse, porque básicamente vivían de cerveza y cigarrillos.
Su marido, Bernd, la ayudó a cocinar y servir los platos, moviéndose con sorprendente agilidad. A Dave le impresionó ver lo feliz que era Rebecca y lo mucho que amaba a Bernd.
El grupo se abalanzó sobre la comida con avidez. Iban mezclando frases en alemán e inglés, y el ambiente era cordial y agradable, aunque no entendiesen todo lo que se decía.
Después de cenar, todos dieron las gracias muy efusivamente a Rebecca y luego subieron al autobús que iba a Reeperbahn.
El barrio rojo de Hamburgo era como el Soho de Londres pero más abierto, menos discreto. Hasta que llegó allí, Dave no sabía que existiesen los «chaperos», prostitutos masculinos, además de mujeres prostitutas.
The Dive era un sótano mugriento. Comparado con aquello, el Jump Club era el no va más del lujo. En The Dive, el mobiliario estaba roto, no había calefacción ni ventilación y los baños estaban en el patio trasero.
Cuando llegaron, con el estómago aún lleno por la comida de Rebecca, se encontraron a Geoff en la barra, bebiendo cerveza.
El grupo salió al escenario a las ocho. Con pausas para descansar, iban a tocar hasta las tres de la mañana. Cada noche tocaban todo el repertorio de canciones que conocían al menos una vez, y sus favoritas tres veces. Herr Fluck los hacía trabajar duro.
Esa noche tocaron peor que nunca.
En la primera parte, al principio Geoff no estaba nada concentrado, tocaba las notas al tuntún y metía la pata en sus solos de guitarra, y eso los arrastró a todos. En lugar de concentrarse en entretener al público, se pasaban el rato tratando de tapar los errores de Geoff. Hacia el final, Lenny estaba muy enfadado.
Durante el descanso, Walli se sentó en un taburete encima del escenario y empezó a tocar la guitarra y cantar las canciones de Bob Dylan. Dave se sentó y observó. Walli tenía una armónica barata en un soporte que llevaba alrededor del cuello, para poder tocarla al mismo tiempo que la guitarra, igual que hacía Dylan. Walli era un buen músico, pensó Dave, y lo bastante inteligente para reconocer que Dylan era la última moda. La clientela de The Dive prefería sobre todo el rock and roll, pero algunos lo escucharon atentamente y, cuando Walli bajó del escenario, lo recibió una ronda de aplausos entusiastas procedente de una mesa de chicas que había en una esquina.
Dave acompañó a Walli a los camerinos y allí se encontraron con un caos monumental: Geoff estaba en el suelo, borracho e incapaz de levantarse sin ayuda. Lenny, arrodillado a su lado, iba dándole fuertes bofetadas para ver si despertaba. Probablemente eso suponía un desahogo para Lenny, aunque no consiguiera despertar a Geoff. Dave llevó una taza de café del bar y obligó a Geoff a bebérselo, pero eso tampoco sirvió de nada.
—Mierda, vamos a tener que seguir sin guitarra solista —soltó Lenny—. A menos que tú puedas tocar los solos de Geoff, Dave.
—Puedo tocar lo de Chuck Berry, pero eso es todo —contestó Dave.
—Pues tendremos que olvidarnos del resto. Aunque seguro que este público de las narices ni siquiera se dará cuenta.
Dave no estaba seguro de que Lenny tuviese razón. Los solos de guitarra formaban parte de la dinámica de una buena música para bailar, creaban un contraste de luces y sombras y evitaban que las repetitivas melodías pop se hicieran demasiado aburridas.
—Yo puedo tocar la parte que toca Geoff —ofreció Walli.
Lenny lo miró con aire desdeñoso.
—Tú nunca has tocado con nosotros.
—He oído vuestro repertorio tres noches —insistió Walli—. Puedo tocar todas esas canciones.
Dave miró a Walli y vio en sus ojos un entusiasmo que resultaba conmovedor. Era evidente que ansiaba aquella oportunidad.
Lenny se mostró escéptico:
—¿En serio?
—Puedo tocarlas. No es difícil.
—¿Ah, conque no es difícil? —Lenny parecía un poco molesto.
Dave estaba dispuesto a darle una oportunidad a Walli.
—Es mejor guitarrista que yo, Lenny.
—Joder, para eso no hace falta mucho.
—También es mejor que Geoff.
—¿Ha estado alguna vez en un grupo?
Walli entendió la pregunta.
—En un dúo. Con una cantante femenina.
—No ha trabajado con ningún batería, entonces.
Dave sabía que aquel era un punto clave. Recordó cuánto le sorprendió, la primera vez que tocó con los Guardsmen, descubrir la férrea disciplina que le imponía el ritmo de la percusión. Pero se había adaptado, y Walli seguramente podría hacer lo mismo.
—Deja que lo intente, Lenny —insistió Dave—. Si no te gusta cómo lo hace, puedes decirle que lo deje después de la primera canción.
Herr Fluck asomó la cabeza por la puerta.
—Raus! Raus! ¡Es hora de salir al escenario! —exclamó.
—Está bien, está bien, wir kommen —respondió Lenny, y se puso de pie—. Coge tus bártulos y sube al escenario, Walli.
Walli hizo lo que le decía.
La primera canción de la segunda actuación era Dizzy Miss Lizzy, basada en los acordes de guitarra.
—¿Quieres empezar con algo más fácil? —le dijo Dave a Walli.
—No, gracias —contestó él.
Dave esperaba que aquella seguridad en sí mismo estuviese justificada.
Lew, el batería, contó:
—Tres, cuatro, ¡uno!
Walli entró justo en su momento y tocó el riff.
El grupo entró un poco más tarde. Tocaron la introducción. Justo antes de que Lenny se pusiera a cantar, Dave lo miró y Lenny asintió con la cabeza.
Walli tocó la parte de la guitarra a la perfección y sin esfuerzo aparente.
Al acabar la canción, Dave le guiñó un ojo a Walli.
Tocaron todo el repertorio. Walli interpretó cada canción correctamente, e incluso se sumó a alguno de los coros. Su actuación levantó el ánimo y la energía del grupo y lograron sacar a las chicas a la pista.
Fue su mejor actuación desde que habían llegado a Alemania.
Cuando salieron del local, Lenny rodeó a Walli con el brazo.
—Bienvenido al grupo —dijo.
Walli casi no pegó ojo esa noche. Tocando con Plum Nellie se había sentido realizado musicalmente, parte del grupo; había sentido que este incluso mejoraba con él. Le había hecho tan feliz que empezó a temer que no fuese a durar. ¿De verdad le había dicho en serio Lenny eso de «Bienvenido al grupo»?
Al día siguiente Walli fue a la económica pensión del barrio de St. Pauli, donde se hospedaba el grupo. Llegó a mediodía, justo cuando se estaban levantando.
Estuvo un par de horas con Dave y Buzz, el bajista, repasando el repertorio, puliendo el comienzo y el final de las canciones. Parecían dar por sentado que volvería a tocar con ellos, pero él quería que se lo confirmasen.
Lenny y Lew, el batería, se levantaron a eso de las tres de la tarde.
Lenny fue muy directo.
—Entonces, ¿estás decidido a unirte al grupo?
—Sí —contestó Walli.
—Pues no se hable más —dijo Lenny—. Ya eres uno de nosotros.
Walli no parecía convencido.
—¿Qué pasa con Geoff?
—Hablaré con él cuando se levante.
Fueron a una cafetería llamada Harald’s, en Grosse Freiheit, y estuvieron tomando café y fumando durante una hora. Luego regresaron a la pensión y despertaron a Geoff. Parecía enfermo, lo cual no era de extrañar teniendo en cuenta lo mucho que había bebido; tanto, que había perdido el conocimiento. El guitarra se sentó en el borde de la cama mientras Lenny hablaba con él y los demás escuchaban desde la puerta.
—Ya no formas parte del grupo —anunció Lenny—. Lo siento, pero anoche nos dejaste tirados. Te emborrachaste tanto que ni siquiera estabas en condiciones de aguantarte de pie, conque mucho menos de tocar la guitarra. Walli te sustituyó y le he pedido que se una al grupo a partir de ahora, de forma permanente.
—¡Pero si solo es un maldito crío! —soltó Geoff.
—No solo sabe estar sobrio, es mejor guitarrista que tú.
—Necesito un café —dijo Geoff.
—Pues vete al Harald’s.
No volvieron a verlo antes de salir de la pensión para ir al club.
Estaban preparándose en el escenario justo antes de las ocho cuando Geoff entró en el local, sobrio, guitarra en mano.
Walli lo miró con consternación. Antes había tenido la impresión de que Geoff había aceptado que lo echaban del grupo. Tal vez en ese momento la resaca que sufría era tan monumental que no tuvo ganas de discutir.
Fuera cual fuese la razón, no había hecho las maletas y no se había marchado, así que Walli empezó a ponerse nervioso. Había sufrido demasiados reveses: cuando la policía le rompió la guitarra para que no pudiese presentarse en el Minnesänger; cuando Karolin no acudió a la cita tras la actuación en el hotel Europa; cuando el propietario de El Paso le desconectó el suministro eléctrico en mitad de su primera canción… ¿Sería posible que fuese a llevarse otra decepción?
Todos dejaron lo que estaban haciendo y vieron que Geoff subía al escenario y abría la funda de su guitarra.
—¿Qué estás haciendo, Geoff? —dijo Lenny en ese momento.
—Te voy a demostrar que soy el mejor guitarrista que has escuchado en tu vida.
—¡Joder, Geoff! Estás despedido y no hay más que hablar. Lárgate cagando leches a la estación y coge el tren a Hook.
Geoff cambió de tono y pasó a la adulación.
—Llevamos tocando juntos seis años, Lenny. Eso tiene que contar para algo, tienes que darme una oportunidad.
Sus palabras parecían tan razonables que Walli, alarmado, estaba seguro de que Lenny se mostraría de acuerdo. Sin embargo, este negó con la cabeza.
—Sabes tocar bien la guitarra, sí, pero no eres ningún prodigio.
Además, te has comportado como un cabrón: desde que llegamos aquí has estado tocando tan mal que anoche estuvieron a punto de despedirnos… hasta que reclutamos a Walli.
Geoff miró a su alrededor.
—¿Qué piensan los demás? —inquirió.
—¿Quién te ha dicho que en este grupo hay democracia? —repuso Lenny.
—¿Quién te ha dicho que no es así? —Geoff se volvió hacia Lew, el batería, que estaba ajustando un pedal—. ¿Tú qué opinas?
Lew era el primo de Geoff.
—Dale otra oportunidad —dijo Lew.
Geoff se dirigió al bajista.
—¿Y tú, Buzz?
Buzz era un tipo afable que siempre daba la razón a quienquiera que gritase más fuerte.
—Yo le daría una oportunidad.
Geoff exhibió una expresión triunfal.
—Eso hace tres contra uno, Lenny.
—No, no es así —intervino Dave—. En una democracia hay que saber contar. Sois vosotros tres contra Lenny, Walli y yo…, lo que convierte esto en un empate.
—No te preocupes por los votos —dijo Lenny—. Este es mi grupo y soy yo quien toma las decisiones. Geoff se va. Guarda tu instrumento, Geoff, o lo tiro ahora mismo a la calle por esa puerta de mierda.
Llegados a ese punto, Geoff pareció aceptar que Lenny iba en serio.
Guardó la guitarra en su estuche y cerró la tapa.
—Os prometo una cosa, panda de cabrones —dijo mientras la cogía—. Si me voy yo, os iréis todos.
Walli se preguntó qué significaba eso. Tal vez solo fuese una vana amenaza. En cualquier caso, no había tiempo de pensar en ello. Un par de minutos después empezaron a tocar.
A Walli se le disiparon todos sus miedos. Se dio cuenta de que era bueno y de que el grupo era mejor con él como miembro. El tiempo pasó muy deprisa. En el descanso volvió a subirse él solo al escenario e interpretó las canciones de Bob Dylan. Incluyó una pieza que había escrito él mismo, llamada Karolin. Al parecer, al público le gustó. Después volvió a subir directamente al escenario para abrir la segunda parte con Dizzy Miss Lizzy.
Mientras tocaba You Can’t Catch Me vio a un par de policías de uniforme en la parte de atrás del club hablando con el propietario, Herr Fluck, pero no le dio importancia.
Cuando acabaron, a medianoche, Herr Fluck los estaba esperando en su camerino. Se dirigió a Dave sin preámbulos de ninguna clase.
—¿Cuántos años tienes?
—Veintiuno —contestó el chico.
—No me vengas con esas.
—¿Y a usted qué más le da?
—En Alemania tenemos leyes sobre emplear a menores de edad en los bares.
—Tengo dieciocho años.
—La policía dice que tienes quince.
—¿Qué sabrá la policía?
—Han estado hablando con el guitarrista al que acabáis de despedir, Geoff.
—El muy hijo de puta… —dijo Lenny—. Nos ha vendido.
—Dirijo un club nocturno —explicó Herr Fluck—. Aquí vienen prostitutas, traficantes de drogas y delincuentes de todo tipo. Debo demostrar constantemente a la policía que hago todo lo posible por cumplir con la ley. Dicen que tengo que mandaros a casa, a todos vosotros. Así que… adiós.
—¿Cuándo tenemos que irnos? —preguntó Lenny.
—Os vais del club ahora mismo. Os iréis de Alemania mañana.
—¡Eso es una barbaridad! —exclamó Lenny.
—Cuando eres el propietario de un club, haces lo que te dice la policía. —Señaló a Walli—. Él no tiene que marcharse del país, siendo alemán.
—A la mierda —dijo Lenny—. He perdido dos guitarristas en un mismo día.
—No, no es verdad —repuso Walli—. Yo me voy con vosotros.