LA universidad de Alabama era la última institución académica estatal solo para blancos de Estados Unidos. El martes 11 de junio, dos jóvenes negros llegaron al campus de Tuscaloosa para matricularse como estudiantes. George Wallace, el diminuto gobernador de Alabama, se encontraba ante las puertas de la universidad con los brazos cruzados y las piernas separadas, y juró que no los dejaría pasar.
En el Departamento de Justicia de Washington, George Jakes permanecía sentado con Bobby Kennedy y otras personas escuchando los partes telefónicos de quienes se hallaban presentes en la universidad. Tenían el televisor encendido, pero por el momento ninguna de las cadenas retransmitía imágenes en directo de lo que sucedía.
Hacía menos de un año, dos personas habían muerto tiroteadas durante los altercados de la Universidad de Mississippi tras la matriculación del primer alumno de color. Los hermanos Kennedy estaban decididos a evitar que se repitiera la tragedia.
George había estado en Tuscaloosa y había visitado el campus arbolado. Allí lo habían mirado con mala cara mientras paseaba por la zona de césped, pues era el único rostro de color entre las guapas chicas con calcetines cortos de colegiala y los elegantes chicos vestidos con americana. Después le había dibujado a Bobby un esquema de los pórticos señoriales del Auditorio Foster, con sus tres puertas, delante de las que se encontraba el gobernador Wallace en ese preciso instante con un atril portátil, rodeado por la Policía de Carreteras. La temperatura del mes de junio en Tuscaloosa superaba con creces los treinta grados. George imaginaba a los reporteros y a los fotógrafos apiñados delante de Wallace, sudando a mares bajo el sol a la espera del estallido de violencia.
Ambos bandos habían anticipado y planificado el enfrentamiento hacía tiempo.
George Wallace era un demócrata sureño. Abraham Lincoln, quien abolió la esclavitud, había sido republicano, mientras que los sureños partidarios de la esclavitud habían sido demócratas. Y esos mismos sureños seguían en el partido, contribuyendo a la elección de presidentes demócratas para minar su trayectoria una vez en el poder.
Wallace era un hombre menudo y feo, que se estaba quedando calvo salvo por un mechón de pelo justo encima de la frente que engominaba y peinaba con forma de ridículo tupé. Sin embargo, era astuto, y George Jakes no lograba imaginar qué estaría tramando ese día. ¿Qué resultado esperaba obtener Wallace? ¿Un altercado? ¿O quizá algo más sutil?
El movimiento de los derechos civiles, que dos meses atrás parecía agonizar, había remontado el vuelo tras los disturbios en Birmingham.
No paraban de llegarles donativos; en un acto para la recaudación de fondos celebrado en Hollywood, estrellas de cine como Paul Newman y Tony Franciosa habían extendido cheques por valor de mil dólares cada uno. La Casa Blanca tenía pánico a que aumentaran los desórdenes y se mostraba desesperada por apaciguar a los manifestantes.
Bobby Kennedy había accedido a presentar un proyecto de ley de derechos civiles. Ya admitía que había llegado la hora de que el Congreso prohibiera la segregación racial en todos los establecimientos públicos —hoteles, restaurantes, autobuses y aseos— y que debía garantizarse el derecho al voto de los negros. Sin embargo, todavía no había convencido a su hermano, el presidente.
Esa mañana Bobby fingía estar tranquilo y tener controlada la situación. Un equipo de televisión estaba grabándolo, y tres de sus siete hijos correteaban por su despacho. Pero George sabía lo deprisa que la relajada amplitud de miras de Bobby podía mutar en furia cuando las cosas se torcían.
El secretario de Justicia estaba decidido a que no se produjeran disturbios, pero también lo estaba a conseguir que los dos estudiantes se matriculasen. Un juez había emitido una orden judicial para la admisión de los jóvenes, y Bobby no podía permitir verse derrotado por parte de un gobernador estatal resuelto a saltarse la ley. Estaba dispuesto a enviar al ejército para llevarse a Wallace por la fuerza; pero eso también habría supuesto un final indeseado: Washington amenazando al Sur.
Bobby estaba en mangas de camisa, inclinado sobre el teléfono con altavoz de su amplia mesa de escritorio y con rodetes de sudor en las axilas. El ejército había instalado unidades móviles de comunicación, y un miembro del equipo iba informando a Bobby de lo que ocurría.
«Nick ha llegado», dijo la persona que hablaba por el teléfono. Nicholas Katzenbach era el ayudante del secretario de Justicia y rostro visible de Bobby en el lugar de los acontecimientos. «Está acercándose a Wallace… Va a entregarle la orden de cese de actividades ilegales».
Katzenbach iba armado con una proclama presidencial donde se ordenaba a Wallace que dejara de desafiar una orden judicial. «Ahora Wallace pronuncia un discurso».
George Jakes llevaba el brazo izquierdo en un discreto cabestrillo de seda negra. La policía estatal le había roto un hueso de la muñeca en Birmingham, Alabama. Dos años atrás, un agitador racista le había roto el mismo brazo en Anniston, también en Alabama. George esperaba no tener que regresar a ese estado nunca más.
«Wallace no está hablando de segregación —dijo la voz del teléfono—. Está hablando de derechos estatales. Dice que Washington no puede interferir en los centros educativos de Alabama. Intentaré acercarme para escucharlo».
George frunció el ceño. En su discurso inaugural como gobernador, Wallace había dicho: «Segregación hoy, segregación mañana, segregación siempre». Pero en aquella ocasión se había dirigido a los habitantes blancos de Alabama. ¿A quién intentaba impresionar en ese momento? Algo estaba ocurriendo que escapaba a la comprensión tanto de los hermanos Kennedy como de sus asesores.
El discurso de Wallace fue largo. Cuando por fin terminó, Katzenbach pidió una vez más al gobernador que acatara la orden judicial, pero este se negó. Habían quedado en tablas.
Katzenbach abandonó el lugar, pero el drama no había terminado.
Los dos estudiantes, Vivian Malone y James Hood, estaban esperando en un coche. Como ya se había acordado de antemano, Katzenbach acompañó a Vivian hasta la residencia universitaria y otro abogado del Departamento de Justicia hizo lo mismo con James. Solo era una medida temporal. Para matricularse formalmente, debían acceder al Auditorio Foster.
Empezaron las noticias del mediodía en televisión, y alguien subió el volumen del aparato en el despacho de Bobby Kennedy. Wallace estaba frente al atril y parecía más alto de lo que en realidad era. No dijo nada sobre la gente de color, ni sobre la segregación ni sobre los derechos civiles. Se refirió al poder del gobierno central, que oprimía la soberanía del estado de Alabama. Habló con indignación sobre libertad y democracia como si no hubiera negros a los que se les negara el derecho a votar. Citó la Constitución estadounidense como si él no la despreciara cada día de su vida. Fue una bravata en toda regla, y eso dejó a George preocupado.
Burke Marshall, el abogado blanco que dirigía la división de los derechos civiles, se encontraba en el despacho de Bobby. George seguía sin fiarse de él, pero Marshall había tomado una deriva más radical desde lo sucedido en Birmingham y proponía solucionar las tablas de Tuscaloosa con el envío de militares.
—¿Por qué no lo hacemos directamente? —le preguntó a Bobby.
Este accedió.
Aquello requería su tiempo. Los ayudantes del secretario de Justicia pidieron bocadillos y café. En el campus todos resistían en sus puestos.
Llegaron noticias de Vietnam. En una encrucijada de caminos de Saigón, un monje budista llamado Thich Quang Duc se había bañado con veinte litros de gasolina, había encendido tranquilamente una cerilla y se había prendido fuego. Su inmolación fue un acto de denuncia contra la persecución de la mayoría budista por parte del presidente puesto en el poder por Estados Unidos, Ngo Dinh Diem, que era católico.
No paraban de abrirse frentes para Kennedy.
Al final, la persona que se comunicaba con Bobby por el teléfono con altavoz dijo: «El general Graham ha llegado… con cuatro militares».
—¿Con cuatro? —preguntó George—. ¿Esa es nuestra demostración de fuerza?
Oyeron una nueva voz y supusieron que era el general dirigiéndose a Wallace.
«Señor, es mi triste deber pedirle que se retire, en cumplimiento de las órdenes del presidente de Estados Unidos».
Graham era el comandante en jefe de la Guardia Nacional de Alabama, y quedó claro que estaba cumpliendo su deber en contra de sus principios.
Sin embargo, la voz del teléfono dijo: «Wallace se marcha… ¡Wallace se va! ¡Wallace se va! ¡Se acabó!».
Hubo vítores y apretones de mano en el despacho.
Transcurridos unos minutos, los demás se percataron de que George no se unía a la celebración.
—¿Y a ti qué te pasa? —preguntó Dennis Wilson.
En opinión de George, las personas que lo rodeaban no estaban dándose cuenta de lo sucedido.
—Wallace ya lo había planeado así —dijo—. Desde el principio tenía pensado abandonar en cuanto enviásemos a los militares.
—Pero ¿por qué? —preguntó Dennis.
—Eso es lo que me tiene con la mosca detrás de la oreja. Llevo toda la mañana sospechando que estaba utilizándonos.
—¿Y qué gana Wallace con esta pantomima?
—Publicidad. Acaba de salir en televisión como el típico hombre de a pie que resiste a las amenazas de un gobierno opresor.
—¿El gobernador Wallace protestando por ser víctima de la opresión? —dijo Wilson—. ¡Eso sí que tiene gracia!
Bobby había estado siguiendo la conversación y en ese momento se decidió a intervenir.
—Escuchad lo que dice George —sugirió—. Está planteando las preguntas adecuadas.
—A nosotros nos parece ridículo —dijo George—, pero muchos americanos de clase trabajadora tienen la sensación de que los hipócritas bienhechores de Washington, como todos los que estamos presentes en esta sala, quieren obligarlos a tragar con la integración.
—Lo sé —admitió Wilson—. Aunque no es muy común que algo así lo diga un… —iba a decir «negro», pero cambió de opinión— defensor de los derechos civiles. ¿Dónde quieres ir a parar?
—Lo que ha hecho hoy Wallace ha sido dirigirse a esos votantes de clase trabajadora. Lo recordarán resistiendo allí, desafiando a Nick Katzenbach, «el típico liberal de la Costa Este», dirán, y recordarán a los militares obligando al gobernador Wallace a retirarse.
—Wallace es el gobernador de Alabama. ¿Por qué iba a querer dirigirse a toda la nación?
—Sospecho que se presentará contra Jack Kennedy en las primarias demócratas del año que viene. Quiere presentarse a presidente, amigos.
Y ha inaugurado su campaña electoral hoy en la televisión nacional, con nuestra ayuda.
Se hizo un silencio generalizado en el despacho mientras los presentes asimilaban aquella afirmación. George supo que los había convencido con su teoría y que les preocupaban sus consecuencias.
—Ahora mismo Wallace es la noticia más destacada y ha quedado como un héroe —concluyó George—. Quizá el presidente Kennedy debería tomar cartas en el asunto.
Bobby presionó el botón del intercomunicador que tenía sobre la mesa del escritorio.
—Póngame con el presidente —dijo, y se encendió un habano.
Dennis Wilson contestó una llamada por otro teléfono.
—Los dos estudiantes han entrado en el auditorio y se han matriculado.
Pasado un rato, Bobby cogió el teléfono para hablar con su hermano. Le informó de la victoria pacífica y luego escuchó.
—¡Sí! —exclamó en un momento determinado—. George Jakes ha dicho lo mismo… —Se produjo otra larga pausa—. ¿Esta noche? Pero si no tenemos ningún discurso… Claro que puede redactarse. No, creo que has tomado la decisión correcta. Hagámoslo. —Colgó y miró a los presentes en la sala—. El presidente va a presentar un nuevo proyecto de ley de derechos civiles —anunció.
George no cabía en sí de alegría. Eso era lo que Martin Luther King, él mismo y todos los defensores del movimiento por los derechos civiles habían pedido desde un principio.
—Y lo anunciará por televisión, en directo, esta noche —siguió diciendo Bobby.
—¿Esta noche? —preguntó George, sorprendido.
—Dentro de un par de horas.
Era lo lógico, pensó George, aunque habría que hacerlo a todo correr. El presidente volvería a encabezar los titulares, y ese era el lugar que debía ocupar; por delante de George Wallace y Thich Quang Duc.
—Y quiere que vayas para allá y redactes el discurso con Ted —añadió Bobby.
—Sí, señor —dijo George.
Salió del Departamento de Justicia como en una nube. Caminó tan deprisa que al llegar a la Casa Blanca estaba jadeando. Se tomó un instante para recuperarse en la planta baja del Ala Oeste y luego subió al primer piso. Encontró a Ted Sorensen en su despacho con un grupo de compañeros. George se quitó la chaqueta y se sentó.
Entre los documentos esparcidos sobre la mesa había un telegrama de Martin Luther King dirigido al presidente Kennedy. En Danville, Virginia, cuando sesenta y cinco negros habían protestado en contra de la segregación, cuarenta y ocho de ellos habían recibido una paliza tan brutal por parte de la policía que habían acabado en el hospital. «El aguante de los negros está al límite», decía el telegrama de King. George subrayó esa frase.
El grupo trabajó a marchas forzadas para redactar el discurso. Se iniciaría con una mención a los acontecimientos de ese mismo día en Alabama y haría hincapié en que los militares habían entregado una orden judicial. No obstante, el presidente no entraría en detalles sobre la trifulca, sino que a renglón seguido haría un apasionado llamamiento a los valores morales de todos los estadounidenses de bien. Cada pocos minutos, Sorensen iba entregando las hojas manuscritas a las mecanógrafas para que las pasaran a limpio.
George se sentía frustrado por el hecho de que algo tan importante tuviera que hacerse con tantas prisas, pero entendía el motivo. La redacción de un proyecto de ley era un proceso racional; la política, por el contrario, era un juego donde gobernaba la intuición. Jack Kennedy había nacido para ello, y su instinto le decía que ese día debía tomar la iniciativa.
El tiempo volaba. El discurso todavía estaba redactándose cuando los equipos de televisión se trasladaron al Despacho Oval y empezaron a instalar los focos. El presidente Kennedy recorrió el pasillo hasta el despacho de Sorensen y le preguntó cómo iba. Sorensen le enseñó un par de hojas, y al presidente no le gustaron. Entraron en el despacho de las mecanógrafas, y Kennedy empezó a dictar los cambios para que los introdujeran. Eran las ocho de la tarde y el discurso seguía inacabado, pero el presidente ya se hallaba en antena.
George estaba viendo la televisión en el despacho de Sorensen, al borde de un ataque de nervios.
El presidente Kennedy bordó su interpretación.
Empezó a hablar en un tono demasiado formal, aunque solo un poco, pero se dejó llevar por la pasión cuando habló de lo que le deparaba el futuro a un bebé negro: la mitad de posibilidades que uno blanco de acabar el instituto, una tercera parte de posibilidades de licenciarse en la universidad, el doble de posibilidades de estar en el paro, y siete años menos de esperanza de vida.
—Nos hallamos esencialmente ante una cuestión moral —afirmó—. Es tan antigua como las Sagradas Escrituras y tan clara como la Constitución estadounidense.
George estaba maravillado. Gran parte de lo que decía no estaba en el discurso, y era la expresión de un nuevo Jack Kennedy. El elegante y moderno presidente había descubierto el poder de hablar como un predicador. Quizá lo hubiera aprendido de Martin Luther King.
—¿Quién de nosotros estaría dispuesto a cambiar de color de piel? —preguntó pasando a expresiones más breves y sencillas—. ¿Quién de nosotros se conformaría con el consejo de tener paciencia y aguantar los aplazamientos?
Habían sido Jack Kennedy y su hermano Bobby quienes habían aconsejado tener paciencia y aplazar el proceso, pensó George. Se alegraba mucho de que al final se hubieran dado cuenta del dolor tan innecesario que provocaba ese consejo.
—Predicamos la libertad allá donde vamos —afirmó el presidente. George sabía que estaba a punto de viajar a Europa—. Pero ¿vamos a decirle al mundo y, lo que es mucho más importante, a nosotros mismos que esta es la tierra de los hombres libres, a menos que sean negros? ¿Que no tenemos ciudadanos de segunda, a menos que sean negros? ¿Que no tenemos sistema de clases ni de castas, ni guetos, ni raza superior, salvo en relación con los negros?
George se sentía pletórico. Eran palabras contundentes, sobre todo la referencia a la raza superior, que evocaba a los nazis. Era el tipo de discurso que siempre había querido que el presidente pronunciara.
—Las llamas de la frustración arden en todas las ciudades, de norte a sur, donde no se puede recurrir a soluciones por la vía legal —afirmó Kennedy—. La semana que viene pediré al Congreso de Estados Unidos que actúe, que se comprometa como jamás lo ha hecho nadie en este siglo, con la propuesta de que… —se había puesto formal, pero entonces retomó el discurso directo— el racismo no tenga cabida ni en la vida ni en la ley estadounidenses.
Esa frase se convertiría en un titular, pensó George enseguida: «El racismo no tiene cabida ni en la vida ni en la ley estadounidenses».
Estaba emocionado hasta la lágrima. Estados Unidos estaba cambiando, en ese mismo instante, por segundos, y él formaba parte de ese cambio.
—Aquellos que no hacen nada provocan tanto bochorno como violencia —siguió diciendo el presidente, y George sintió que lo decía de corazón, aunque no hacer nada hubiera sido su política hasta hacía solo unas horas—. Pido el apoyo de todos nuestros compatriotas —finalizó Kennedy.
La retransmisión llegó a su fin. A lo largo del pasillo, los focos de televisión se apagaron y los equipos empezaron a recoger el material de grabación. Sorensen felicitó al presidente.
George se sentía eufórico, aunque estaba agotado. Regresó a su piso, comió unos huevos revueltos y vio las noticias. Tal como había esperado, la retransmisión del discurso presidencial era la noticia más destacada. Se fue a la cama y durmió a pierna suelta.
El teléfono lo despertó. Era Verena Marquand. Hablaba entre sollozos y no decía cosas muy coherentes.
—¿Qué ha pasado? —preguntó George.
—Medgar —respondió ella, y luego añadió algo que él no logró entender.
—¿Te refieres a Medgar Evers?
George lo conocía, era un activista negro de Jackson, Mississippi.
Medgar era empleado fijo de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color, el más moderado entre los grupos de defensa de los derechos civiles. Había investigado el asesinato de Emmett Till y había organizado un boicot contra los comercios blancos. Su labor lo había convertido en un héroe nacional.
—Le han disparado —dijo Verena entre sollozos—. En la entrada de su casa.
—¿Ha muerto?
—Sí. Deja tres hijos, George, ¡tres! Sus niños oyeron el disparo, salieron y encontraron a su padre desangrándose en el camino de entrada a la casa.
—¡Por el amor de Dios!
—¿Qué le pasa a esa gente? ¿Por qué nos hacen esto, George? ¿Por qué?
—No lo sé, nena —respondió George—. No lo sé.
Por segunda vez, Bobby Kennedy envió a George a Atlanta con un mensaje para Martin Luther King.
George llamó a Verena para concertar la cita.
—Me encantaría verte en tu piso —aprovechó para decirle.
No lograba entender a Verena. Aquella noche en Birmingham habían hecho el amor y habían sobrevivido a la bomba del atentado racista. George se había sentido muy unido a ella. Pero habían pasado los días y las semanas, no habían vuelto a acostarse, y la intimidad entre ellos se había evaporado. Con todo, al sentirse angustiada por la noticia del asesinato de Medgar Evers, Verena no había llamado ni a Martin Luther King ni a su padre, sino a George. En ese momento, el joven no sabía qué clase de relación tenían.
—Claro —accedió ella—. ¿Por qué no?
—Llevaré una botella de vodka. —Sabía que era su destilado favorito.
—Comparto el piso con otra chica.
—¿Llevo dos botellas?
Ella rió.
—Tranquilo, fiera. Laura estará encantada de salir por la noche. Yo le he hecho varias veces el mismo favor.
—¿Eso quiere decir que prepararás la cena?
—No soy muy buena cocinera.
—¿Y si fríes un par de filetes y yo preparo una ensalada?
—Tienes gustos refinados.
—Por eso me gustas tú.
—Zalamero.
George llegó al día siguiente en avión. Esperaba poder pasar la noche con Verena, pero no quería que ella creyese que lo daba por sentado, así que se registró en un hotel y luego cogió un taxi para ir a su apartamento.
Tenía algo más que la seducción en mente. La última vez que había llevado un mensaje de Bobby a King, se había sentido indeciso. En esa ocasión Bobby tenía razón y King se equivocaba, y George estaba decidido a hacer cambiar de idea al pastor. Para ello, debería convencer antes a Verena.
En junio hacía calor en Atlanta, y ella le abrió la puerta con un vestido corto y sin mangas que dejaba a la vista sus brazos estilizados y morenos. Iba descalza, y eso hizo que él pensara si llevaba algo debajo del vestido. Lo besó en los labios, aunque brevemente, por lo que George no supo cómo interpretarlo.
Tenía un piso elegante y moderno, con mobiliario contemporáneo.
George supuso que no podía pagárselo con el modesto sueldo que recibía de Martin Luther King. Los royalties de los discos de Percy Marquand debían de cubrir los gastos del alquiler.
Dejó la botella de vodka sobre la encimera de la cocina y ella le pasó una botella de vermut y una coctelera.
—Quiero estar seguro de que entiendes una cosa —dijo George antes de preparar las copas—: el presidente Kennedy se ha metido en el lío más gordo de toda su carrera política. Esto es muchísimo peor que lo de bahía de Cochinos.
Verena se quedó atónita, tal como él pretendía.
—Cuéntame por qué —dijo.
—Por su proyecto de ley de derechos civiles. La mañana siguiente a su discurso televisado, después de que tú me llamaras para contarme lo del asesinato de Medgar, el portavoz del partido en la Cámara telefoneó al presidente. Le dijo que iba a ser imposible aprobar el proyecto de ley agrícola, la asignación de fondos para el transporte público, las ayudas internacionales y el presupuesto espacial. El programa legislativo de Kennedy ha quedado totalmente destruido. Tal como temíamos, esos demócratas sureños están vengándose. Y, de la noche a la mañana, la valoración en las encuestas de opinión sobre el presidente ha caído diez puntos.
—Pero le ha ido muy bien en el plano internacional —comentó ella—. Quizá deberíais actuar con más mano dura en el ámbito nacional.
—Créeme, lo estamos haciendo —dijo George—. Lyndon Johnson ha tomado cartas en el asunto.
—¿Johnson? ¿Es una broma?
—No, no es broma. —George tenía amistad con uno de los ayudantes del vicepresidente, Skip Dickerson—. ¿Sabías que la ciudad de Houston cortó la electricidad del puerto para protestar contra la nueva política de la armada sobre integración en los permisos para bajar a tierra?
—Sí, los muy cabrones.
—Lyndon ha resuelto el problema.
—¿Cómo?
—La NASA planea construir una base de seguimiento aeroespacial por valor de millones de dólares en Houston. Lyndon acaba de amenazar con cancelar el proyecto. La ciudad ha restablecido el suministro eléctrico del puerto en cuestión de segundos. Jamás subestimes el poder de Lyndon Johnson.
—No nos vendría mal que en la administración tuvierais a más gente con ese talante.
—Cierto.
Pero los hermanos Kennedy estaban molestos. No querían mancharse las manos. Preferían ganar la discusión por la vía de la conciliación. Así que no recurrían mucho a Johnson, y en realidad no lo tenían en muy buena estima por sus técnicas de coacción.
George llenó la coctelera con hielo, luego echó algo de vodka y la agitó. Verena abrió la nevera y sacó dos copas de cóctel. Él vertió una cucharadita de vermut en cada copa helada, lo removió para repartirlo por las paredes y luego añadió el vodka frío. Verena colocó una aceituna en cada copa.
A George le gustó la sensación de estar haciendo algo juntos.
—Formamos un buen equipo, ¿no crees? —dijo.
Verena alzó su copa y bebió.
—Preparas unos martinis deliciosos —comentó.
George sonrió con desgana. Había esperado otra respuesta, una que le confirmase su relación.
—Sí que me quedan buenos —dijo después de probar un sorbo.
Verena sacó de la nevera la lechuga, los tomates y dos filetes de solomillo de ternera. George empezó a lavar las hojas. Mientras lo hacía llevó la conversación por los derroteros que le interesaban, hacia el verdadero motivo de su visita.
—Sé que ya lo hemos hablado, pero a la Casa Blanca no le conviene que el doctor King tenga aliados comunistas.
—¿Quién dice que los tiene?
—El FBI.
Verena resopló con suficiencia.
—Esa famosa y fiable fuente de información sobre el movimiento de los derechos civiles. Déjate de bobadas, George. Ya sabes que John Edgar Hoover cree que cualquiera que no esté de acuerdo con él es comunista, incluido Bobby Kennedy. ¿Dónde están las pruebas?
—Al parecer el FBI tiene pruebas.
—¿Al parecer? Entonces no las has visto. ¿Las ha visto Bobby?
George se sintió avergonzado.
—Hoover dice que es una fuente que no se puede revelar.
—¿Hoover se ha negado a enseñarle las pruebas al secretario de Justicia? ¿Para quién cree que trabaja? —Dio un sorbo a su copa con expresión pensativa—. ¿Y el presidente, él sí ha visto las pruebas?
George se quedó callado.
La incredulidad de Verena aumentaba por momentos.
—Hoover no puede negarse a enseñárselas al presidente.
—Creo que el presidente ha decidido no forzar el asunto para evitar un enfrentamiento.
—¿Cómo podéis ser tan ingenuos? George, escúchame bien: no existen pruebas.
George decidió darle la razón.
—Seguramente estás en lo cierto. No creo que Jack O’Dell y Stanley Levison sean comunistas, aunque antes puede que sí lo fueran. Pero ¿no ves que la verdad no importa? Hay motivos para la sospecha, y con eso basta para desacreditar al movimiento de los derechos civiles.
Y ahora que el presidente ha propuesto un proyecto de ley, él también es víctima del descrédito. —George envolvió las hojas lavadas de lechuga con un trapo de cocina y lo estrujó para secarlas. El enfado lo hizo apretar más de lo necesario—. Jack Kennedy ha puesto su vida política en la cuerda floja por los derechos civiles, y nosotros no podemos permitir que lo acusen de tener aliados comunistas. —Puso la lechuga en una ensaladera—. ¡Hay que librarse de esos dos tipos y resolver el problema!
Verena habló con paciencia.
—O’Dell trabaja para la organización de Martin Luther King, como yo, pero Levison ni siquiera está en plantilla. Solo es amigo y consejero de Martin. ¿De verdad quieres dar a John Edgar Hoover el poder de escoger a los amigos de Martin?
—Verena, están interponiéndose en el camino del proyecto de ley de derechos civiles. Dile al doctor King que se deshaga de ellos, por favor.
La joven lanzó un suspiro.
—Creo que lo hará. Por su conciencia cristiana está costándole un poco asimilar la idea de rechazar a dos partidarios tan antiguos y leales, pero acabará haciéndolo.
—Gracias a Dios.
George se sintió más animado, por fin podía regresar y darle buenas noticias a Bobby.
Verena sazonó los filetes y los puso en la sartén.
—Pero te diré algo —añadió—. Eso no cambiará absolutamente nada. Hoover seguirá filtrando historias a la prensa para acusar al movimiento de los derechos civiles de ser un frente comunista. Lo haría aunque fuéramos republicanos de toda la vida. John Edgar Hoover es un mentiroso patológico que odia a los negros, y es una puñetera vergüenza que tu jefe no tenga huevos para despedirlo.
George quería protestar pero, por desgracia, la acusación era cierta. Cortó un tomate para echarlo a la ensalada.
—¿Te gusta el filete muy hecho? —preguntó Verena.
—No demasiado.
—¿Al punto? A mí también.
George preparó un par de copas más y se sentaron a la pequeña mesa a comer. Entonces él empezó con la segunda parte de su mensaje.
—Al presidente le ayudaría que el doctor King desconvocara esa maldita sentada en Washington.
—Eso es imposible.
King había convocado una «sentada masiva, militante y monumental» en Washington, coincidiendo con actos de desobediencia civil en todo el país. Los hermanos Kennedy estaban horrorizados.
—Piénsalo bien —dijo George—. En el Congreso hay personas que siempre votarán por los derechos civiles y otras que jamás lo harán.
Los que importan son los votantes que podrían decidir una cosa u otra.
—Los indecisos —dijo Verena, usando una expresión que se había puesto de moda.
—Exacto. Saben que el proyecto es correcto desde un punto de vista moral, pero impopular desde el punto de vista político, y buscan excusas para votar en contra de él. Esa manifestación vuestra les dará la oportunidad de decir: «Estoy a favor de los derechos civiles, pero en contra si me encañonan para que los acepte». No es buen momento.
—Como dice Martin, para los blancos nunca es buen momento.
George torció el gesto.
—Tú eres más blanca que yo.
—Y más guapa.
—Eso es cierto. Eres lo más bonito que he visto en toda mi vida.
—Gracias. Venga, come.
George cogió el tenedor y el cuchillo. Cenaron prácticamente en silencio. El joven le hizo un cumplido a Verena por los filetes y ella dijo que él, para ser un hombre, preparaba una ensalada muy buena.
Al terminar llevaron las copas al salón, se sentaron en el sofá, y George retomó la discusión.
—Ahora es distinto, ¿es que no lo ves? La administración está de vuestra parte. El presidente intenta que se admita como sea el proyecto de ley que hemos exigido durante años.
Ella negó con la cabeza.
—Si algo hemos aprendido es que el cambio se produce antes si no dejamos de presionar. ¿Sabes que ahora hay negros en Birmingham que consiguen que les sirvan camareras blancas?
—Sí, ya lo sabía. ¡Qué giro de los acontecimientos tan increíble!
—Y no se ha conseguido esperando con paciencia. Ha ocurrido porque se lanzaron piedras y se provocaron incendios.
—La situación ha cambiado.
—Martin no desconvocará la manifestación.
—¿La modificaría?
—¿A qué te refieres?
Era el plan alternativo de George.
—¿No podría ser una marcha respetuosa con la ley en lugar de una sentada? Los congresistas se sentirían menos amenazados.
—No lo sé. Podría planteárselo.
—Celebrada un miércoles, para que la gente no quiera quedarse a pasar el fin de semana en la ciudad, y que termine pronto para que los manifestantes se marchen antes de que anochezca.
—Intentas poner el parche antes de la herida.
—Si tiene que haber una manifestación, deberíamos hacer todo lo posible para que fuera un acto no violento y conseguir dar una buena impresión, sobre todo en televisión.
—En ese caso, ¿qué te parece instalar aseos portátiles por todo el camino? Supongo que Bobby puede conseguirlo, aunque no pueda despedir a Hoover.
—Gran idea.
—¿Y qué te parece conseguir el apoyo de unos cuantos blancos?
Todo quedará mejor en la tele si hay tanto manifestantes blancos como negros.
George lo pensó.
—Apuesto a que Bobby podría conseguir que los sindicatos enviaran a unos cuantos hombres.
—Si puedes prometer esas dos condiciones como compensación, creo que tenemos alguna posibilidad de que Martin cambie de parecer.
George se dio cuenta de que Verena se había dejado convencer y que habían pasado a hablar de cómo persuadir a King. Eso suponía una victoria a medias.
—Y si el doctor King accede a transformar la sentada en una marcha, creo que podríamos lograr que el presidente la respaldara. —Eso era de cosecha propia, aunque tal vez ocurriera.
—Haré cuanto esté en mi mano —respondió ella.
George la rodeó con un brazo.
—¿Lo ves? Formamos un gran equipo —dijo. Verena sonrió pero no dijo nada. Él insistió—: ¿No estás de acuerdo?
En lugar de contestar, lo besó. Fue como el último beso que le había dado: un beso de algo más que amigos, aunque no del todo sensual.
—Después de que aquella bomba rompiera la ventana de mi habitación en el hotel, tú fuiste descalzo a recoger mis zapatos —dijo ella, pensativa.
—Lo recuerdo —dijo George—. El suelo estaba cubierto de cristales rotos.
—Eso es —afirmó ella—. Y ese fue tu error.
George frunció el ceño.
—No lo entiendo. Creí que estaba siendo amable.
—Exacto. Eres demasiado bueno para mí, George.
—¿Cómo? ¡Eso es una locura!
Ella hablaba en serio.
—Me acuesto con cualquiera, George. Me emborracho. Soy infiel.
Una vez lo hice con Martin.
George puso expresión de sorpresa, pero no dijo nada.
—Mereces algo mejor —siguió diciendo Verena—. Vas a tener una carrera maravillosa. Podrías convertirte en nuestro primer presidente negro. Necesitas una mujer que te sea fiel, que trabaje contigo, que te apoye y te haga destacar. Y esa no soy yo.
A George le enternecieron sus palabras.
—No estaba pensando en un futuro tan lejano —dijo—. Solo quería besarte un poco más.
Verena sonrió.
—Eso sí puedo hacerlo.
Él la besó larga y pausadamente. Al cabo de un rato empezó a acariciarle el muslo y luego metió la mano por debajo de su vestido sin mangas. Ascendió hasta la cadera y descubrió que no se había equivocado: Verena no llevaba ropa interior.
Ella supo qué estaba pensando.
—¿Lo ves? —dijo—. Soy mala.
—Lo sé —respondió él—. Y aun así me vuelves loco.