PROBABLEMENTE la ciudad más racista de Estados Unidos era Birmingham, en el estado de Alabama. George Jakes se desplazó hasta allí en avión en abril de 1963.
Todavía recordaba muy bien que la última vez que visitó Alabama habían intentado matarlo.
Birmingham era una ciudad industrial sucia y decadente, y desde el avión se la veía rodeada de una tenue aura rosada de contaminación, como si fuera un fular de gasa alrededor del cuello de una prostituta entrada en años.
George percibió la hostilidad mientras avanzaba andando por la terminal. Era el único hombre de color enfundado en un traje. Recordó el ataque contra él y Maria y los Viajeros de la Libertad en Anniston, a solo noventa kilómetros de distancia: las bombas incendiarias, los bates de béisbol y las largas cadenas de hierro, pero sobre todo aquellas caras, crispadas y deformadas hasta transformarse en máscaras de odio y locura.
Salió del aeropuerto, localizó la parada de taxis y subió al primer vehículo de la fila.
—Fuera del coche, muchacho —dijo el conductor.
—¿Cómo dice?
—A mi taxi no sube ningún negro de mierda.
George lanzó un suspiro. No quería bajar del taxi, y en realidad le dieron ganas de seguir allí sentado en señal de protesta. No le gustaba ponerles las cosas fáciles a los racistas, pero tenía un trabajo que hacer en Birmingham y no podía hacerlo desde la cárcel, así que se apeó.
Se quedó de pie junto a la puerta abierta y miró a la cola de taxis.
El coche de detrás también lo conducía un taxista blanco, de modo que supuso que obtendría la misma respuesta. Entonces, tres coches más atrás, un brazo de piel oscura asomó por la ventanilla y lo saludó con la mano.
Él se apartó del primer taxi.
—¡Y cierra la puerta! —gritó el conductor.
George vaciló un instante antes de contestar.
—Yo no le cierro la puerta a ningún maldito segregacionista. —No era una frase demasiado brillante, pero sintió una punzada de satisfacción y se alejó dejando la puerta abierta.
Subió al coche del taxista negro.
—Yo sé adónde va —dijo el hombre—. A la Iglesia Baptista de la Calle Dieciséis.
La iglesia era la sede del vehemente pastor Fred Shuttlesworth. Él había fundado el Movimiento Cristiano de Alabama por los Derechos Humanos después de que los tribunales estatales prohibieran la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color, más moderada. Obviamente, pensó George, allí daban por sentado que cualquier negro que llegase al aeropuerto era un activista de los derechos civiles.
Sin embargo, él no se dirigía a la iglesia.
—Lléveme al hotel Gaston, por favor —dijo.
—Conozco el Gaston —respondió el conductor—. Vi allí a Little Stevie Wonder, en el salón principal. Está a solo una manzana de la iglesia.
Era un día muy caluroso y el taxi no tenía aire acondicionado.
George bajó la ventanilla y dejó que la corriente de aire le refrescase la piel sudorosa.
Bobby Kennedy lo había enviado allí con un mensaje para Martin Luther King. El mensaje decía que dejara de ejercer presión, que calmase los ánimos y pusiese fin a sus protestas, que las cosas estaban cambiando. George tenía la sensación de que al doctor King no le iban a gustar sus palabras.
El Gaston era un hotel de construcción moderna y escasa altura.
Su propietario, A. G. Gaston, era un minero del carbón que se había convertido en el empresario negro más importante de Birmingham.
George sabía que Gaston estaba nervioso por los disturbios que la campaña de King había llevado hasta Birmingham, pero de todos modos ofrecía su apoyo al movimiento en la medida de lo posible. El taxi de George atravesó la entrada y llegó a un aparcamiento.
Martin Luther King se alojaba en la habitación número treinta, la única suite del hotel, pero antes de ir a verlo George almorzó con Verena Marquand en un restaurante cercano, el Jockey Boy. Cuando pidió su hamburguesa al punto, la camarera lo miró como si le hablase en una lengua extranjera.
Verena pidió una ensalada. Estaba más guapa que nunca con aquellos pantalones blancos y una blusa de color negro. George se preguntó si tendría novio.
—Vas de mal en peor —le dijo él mientras esperaban la comida—: primero Atlanta y ahora Birmingham. Vente a Washington, antes de que acabes muerta de asco en algún pueblucho de mala muerte.
La estaba provocando, pero si Verena se iba a vivir a Washington estaba decidido a pedirle que saliera con él.
—Voy a donde me lleva el movimiento —repuso ella con el semblante muy serio.
Llegó la comida.
—¿Por qué ha decidido King marcarse esta ciudad como objetivo? —preguntó George mientras comían.
—El comisario de Seguridad Pública, el jefe de policía en realidad, es un blanco racista y sanguinario llamado Eugene «Bull» Connor.
—He visto su nombre en los periódicos.
—Solo su apodo, «el toro», ya dice todo lo que hace falta saber de él. Por si fuera poco, aquí en Birmingham es donde está la sección más violenta del Ku Klux Klan.
—¿Tienes idea de por qué?
—Esta es una ciudad que vive del acero, y la industria está en declive. Los puestos de trabajo cualificados, los que perciben los salarios más altos, siempre se han reservado para los blancos, mientras que los negros desempeñan las tareas peor remuneradas, como la limpieza.
Ahora los blancos intentan desesperadamente mantener su nivel de vida y sus privilegios… justo en el momento en que los negros están empezando a reclamar la parte que les toca por justicia.
Era un análisis brillante, y el respeto que George sentía por Verena fue en aumento.
—¿Cómo se manifiesta eso?
—Los miembros del Klan lanzan bombas de fabricación casera a las casas de los negros más prósperos en los vecindarios mixtos. Hay quienes llaman a esta ciudad «Bombingham». Ni que decir tiene que la policía nunca arresta a nadie por el lanzamiento de los artefactos explosivos, y resulta que el FBI nunca llega a averiguar quién es el responsable de los atentados.
—No me extraña. J. Edgar Hoover tampoco puede dar con la mafia, pero conoce el nombre de todos los comunistas de Estados Unidos.
—Sin embargo, los supremacistas están perdiendo su dominio aquí.
Algunas personas han empezado a darse cuenta de que no le hacen ningún bien a la ciudad. Bull Connor acaba de perder las elecciones a la alcaldía.
—Lo sé. La opinión de la Casa Blanca es que los negros de Birmingham obtendrán lo que quieren en su debido momento, si son pacientes.
—La opinión del doctor King es que ahora es el momento de incrementar la presión.
—¿Y qué resultados está teniendo eso?
—Si te soy sincera, estamos un poco decepcionados. Cuando ocupamos los asientos de la barra de un restaurante, las camareras apagan las luces y nos dicen que lo sienten, pero que están cerrando.
—Una maniobra inteligente. Algunas localidades hicieron algo similar con los Viajeros de la Libertad. En lugar de armar un escándalo, se limitaron a ignorar sin más lo que estaba pasando. Aunque ese grado de autocontrol suele ser demasiado para la mayoría de los segregacionistas, y no tardaron en liarse a golpes con todo el mundo.
—Bull Connor no nos da permiso para manifestarnos, por lo que nuestras marchas son ilegales y los manifestantes normalmente acaban en la cárcel, pero son muy pocos para aparecer en las noticias nacionales.
—Entonces, tal vez sea hora de otro cambio de táctica.
Una joven negra entró en la cafetería y se acercó a su mesa.
—El doctor King puede recibirlo ahora, señor Jakes.
George y Verena dejaron el almuerzo a medias. Al igual que ocurría con el presidente, al doctor King no se le pedía que esperase a que uno hubiese terminado de hacer lo que estaba haciendo.
Volvieron al Gaston y subieron a la suite de King. Como de costumbre, iba vestido con un traje oscuro; el calor no parecía afectarle.
A George volvió a impresionarle lo menudo que era, y también su atractivo. Esta vez King se mostró menos receloso, más afable.
—Siéntese, por favor —dijo señalando un sofá. Se dirigió a él con voz suave, a pesar de que sus palabras eran afiladas—: ¿Qué tiene que decirme el secretario de Justicia que no puede decírmelo por teléfono?
—Quiere que considere usted aplazar su campaña aquí, en Alabama.
—Supongo que no me sorprende.
—Apoya lo que trata usted de conseguir, pero piensa que tal vez no sea el momento más propicio para alentar la protesta.
—Dígame por qué.
—Bull Connor acaba de perder las elecciones a la alcaldía contra Albert Boutwell. Hay un nuevo gobierno en el ayuntamiento. Boutwell es reformista.
—Hay quienes piensan que Boutwell solo es una versión más digna de Bull Connor.
—Pastor, es posible que sea así, pero a Bobby le gustaría que le diese a Boutwell la oportunidad de probarse a sí mismo… en un sentido u otro.
—Entiendo. Así que el mensaje es: «Esperar».
—Sí, señor.
King miró a Verena como invitándola a hacer algún comentario, pero la joven guardó silencio.
—El septiembre pasado —dijo King al cabo de un momento—, los comerciantes de Birmingham prometieron retirar de sus tiendas los humillantes carteles que dicen solo blancos y, a cambio, Fred Shuttlesworth acordó una moratoria de las manifestaciones. Hemos mantenido nuestra promesa, pero los comerciantes han roto la suya. Como tantas otras veces, han hecho pedazos nuestras esperanzas.
—Lamento oír eso —repuso George—, pero…
King hizo caso omiso de la interrupción.
—La acción directa no violenta persigue crear tanta tensión y sensación de crisis que una comunidad se vea obligada a enfrentarse al problema y abrir la puerta a una negociación sincera. Me está pidiendo que le dé tiempo a Boutwell para que muestre su verdadero rostro.
Puede que Boutwell no emplee métodos tan brutales como los de Connor, pero es un segregacionista y está decidido a mantener el statu quo. Es necesario empujarlo a actuar.
Aquello era tan razonable que George ni siquiera podía fingir no estar de acuerdo. Las probabilidades de que lograse convencer a King estaban disminuyendo deprisa.
—En la lucha por los derechos civiles, nunca hemos logrado ningún avance sin presionar —prosiguió King—. Francamente, George, nunca he conseguido poner en marcha una campaña que se ajustase al «momento más propicio» a los ojos de hombres como Bobby Kennedy.
Hace años que vengo escuchando la palabra «espera». Resuena en mis oídos con ensordecedora familiaridad; ese «espera» siempre significa «nunca». Llevamos esperando trescientos cuarenta años por nuestros derechos. Las naciones africanas se están moviendo con la velocidad del rayo hacia la independencia, pero nosotros todavía nos arrastramos a paso de tortuga para ganarnos el derecho a que nos sirvan una taza de café en la barra de una cafetería.
George se dio cuenta en ese instante de que estaba asistiendo al ensayo de un sermón, pero se quedó hipnotizado de todos modos.
Había abandonado cualquier esperanza de cumplir la misión que Bobby le había encomendado.
—Nuestro principal escollo en el camino hacia la libertad no es el Consejo de Ciudadanos Blancos ni el Ku Klux Klan, sino el blanco moderado, mucho más inclinado al orden que a la justicia; el que dice una y otra vez, al igual que Bobby Kennedy: «Estoy de acuerdo con el objetivo que persigue, pero no puedo aprobar sus métodos». Movido por su paternalismo, cree que puede establecer el calendario para la libertad de otro hombre.
En ese momento George se sintió profundamente avergonzado, puesto que al fin y al cabo él era el mensajero de Bobby.
—Los miembros de esta generación tendremos que lamentarnos no solo por las palabras y los actos odiosos de las malas personas, sino por los clamorosos silencios de las buenas —señaló King, y George tuvo que luchar para contener las lágrimas—. Siempre es el momento propicio para hacer lo correcto. Pero corra el juicio como las aguas y la justicia como arroyo impetuoso, dijo el profeta Amós. Dígaselo a Bobby Kennedy, George.
—Sí, señor, lo haré —contestó George.
Cuando George regresó a Washington llamó a Cindy Bell, la chica con la que su madre había intentado emparejarlo, y le pidió una cita. «¿Por qué no?», le dijo ella.
Iba a ser su primera cita desde que había roto con Norine Latimer llevado por la ingenua esperanza de llegar a mantener una relación amorosa con Maria Summers.
Tomó un taxi para ir a casa de Cindy el siguiente sábado por la noche. Ella seguía viviendo en casa de sus padres, un hogar humilde de clase trabajadora. Su padre abrió la puerta. Llevaba una barba espesa y George supuso que un chef no necesitaba lucir un aspecto demasiado cuidado.
—Encantado, George, es un placer —dijo el hombre—. Tu madre es una de las mejores personas que he conocido. Espero que no te moleste que haga un comentario tan personal.
—Gracias, señor Bell —repuso George—. La verdad es que estoy de acuerdo con usted.
—Pasa. Cindy está casi lista.
George reparó en un pequeño crucifijo en la pared del pasillo y recordó que los Bell eran católicos. Se acordó de los comentarios de su adolescencia, cuando todos decían que las chicas que iban a colegios de monjas eran las más calientes.
Cindy apareció con un jersey ajustado y una falda muy corta que hicieron a su padre arrugar la frente, aunque no dijo nada. George tuvo que sofocar una sonrisa. Era una mujer de curvas voluptuosas y no tenía ninguna intención de ocultarlo. Llevaba colgada una cadenita de plata con una pequeña cruz entre sus generosos pechos, ¿a modo de protección, tal vez?
George le regaló una caja de bombones adornada con una cinta azul.
Una vez en la calle, la joven arqueó las cejas al ver el taxi.
—Me voy a comprar un coche —comentó George—. Es que hasta ahora no he tenido tiempo.
—Mi padre admira a tu madre por haberte criado ella sola —explicó Cindy mientras se dirigían hacia el centro—. Y por haberlo hecho tan bien, además.
—También se prestan libros el uno al otro —señaló George—. ¿A tu madre no le importa?
Cindy se echó a reír. La idea de que la generación de sus padres pudiera sentir celos por causa del sexo resultaba de por sí graciosa.
—Eres muy agudo. Mi madre ya sabe que no hay nada más entre ellos… pero sigue en guardia de todos modos.
George se alegró de haberla invitado a salir. Era inteligente y simpática, y él empezó a darle vueltas a lo agradable que sería besarla. La imagen de Maria comenzaba a difuminarse en su recuerdo.
Fueron a cenar a un restaurante italiano. Cindy confesó que le encantaban todas las clases de pasta. Pidieron tagliatelle con setas y luego escalopes de ternera en salsa de jerez.
Cindy tenía un título de la Universidad de Georgetown, pero le contó que trabajaba como secretaria de un corredor de seguros negro.
—A las chicas siempre nos contratan como secretarias, incluso después de haber pasado por la universidad —comentó—. Me gustaría trabajar para el gobierno. Ya sé que la gente piensa que es aburrido, pero Washington es desde donde se dirige todo el país. Por desgracia, el gobierno casi siempre contrata a blancos para los trabajos importantes.
—Eso es cierto.
—¿Cómo lo conseguiste tú?
—Bobby Kennedy quería un rostro negro en su equipo, para aportar credibilidad a su discurso sobre los derechos civiles.
—Entonces solo eres un símbolo.
—Lo fui, al principio. Ahora la cosa va mejor.
Después de cenar fueron al cine a ver a Tippi Hedren y Rod Taylor en la última película de Alfred Hitchcock, Los pájaros. Durante las escenas de miedo, Cindy se agarraba a George de una forma que a él le parecía encantadora.
A la salida, discutieron cordialmente sobre el final de la película, pues no se ponían de acuerdo. A Cindy le había parecido horrible.
—¡Menudo chasco! —exclamó—. Me he quedado esperando alguna explicación.
George se encogió de hombros.
—En esta vida no todo tiene una explicación.
—Sí, sí que la tiene, solo que a veces no la conocemos.
Fueron al bar del hotel Fairfax a tomar una copa. Él pidió un whisky escocés y ella un daiquiri. Su cruz de plata llamó la atención de George.
—¿Es una simple joya o significa algo más para ti? —preguntó.
—Significa algo más —respondió ella—. Me hace sentir a salvo.
—A salvo de… ¿algo en particular?
—No, simplemente me protege, en general.
George se mostró escéptico.
—¿No te creerás eso…?
—¿Por qué no?
—Eh… Bueno, no pretendo ofenderte si crees de verdad, pero a mí me parece pura superstición.
—Pensaba que eras religioso. Vas a la iglesia, ¿no?
—Acompaño a mi madre porque es importante para ella, y yo la quiero. Para hacerla feliz, entono himnos y escucho las oraciones y los sermones, y todo eso me parece simple… palabrería.
—¿No crees en Dios?
—Creo que es probable que haya una inteligencia que controla el universo, un ser que decidió cuáles eran las reglas, como «E = mc2» y el valor de pi, pero no creo que a ese ser le preocupe si cantamos sus alabanzas o no, dudo que sus decisiones puedan verse manipuladas por rezarle a una estatua de la Virgen María, y no creo que vaya a dispensarte ningún trato especial en función de lo que lleves colgando alrededor del cuello.
—Ah.
George vio que la había escandalizado. Se dio cuenta de que había hablado como si estuviese en una reunión en la Casa Blanca, donde los temas de discusión eran demasiado importantes para que uno se preocupara por si sus opiniones herían o no los sentimientos de los demás.
_Me parece que no debería ser tan directo —dijo—. ¿Te he ofendido?
—No —contestó ella—. Me alegro de que me lo hayas dicho.
Apuró su copa, y George dejó algo de dinero en la barra y bajó del taburete.
—He disfrutado mucho hablando contigo —comentó.
—Ha sido una buena película, con un final decepcionante —repuso ella.
Esas palabras resumían más o menos toda la velada. Ella era agradable y atractiva, pero George no se veía enamorándose de una mujer cuyas creencias sobre el universo eran tan diametralmente opuestas a las suyas.
Salieron y pararon un taxi.
En el trayecto de vuelta, George se dio cuenta de que en su fuero interno no lamentaba que la cita hubiese sido un desastre. Todavía no había superado del todo su desengaño amoroso con Maria. Se preguntó cuánto tiempo más tardaría en sobreponerse.
—Gracias por esta noche tan agradable —dijo Cindy cuando llegaron a su casa. Lo besó en la mejilla y bajó del coche.
Al día siguiente, Bobby envió a George de nuevo a Alabama.
George y Verena estaban en el parque Kelly Ingram, en el corazón negro de Birmingham, a las doce del mediodía del viernes 3 de mayo de 1963. Al otro lado de la calle se encontraba la famosa Iglesia Baptista de la Calle Dieciséis, un magnífico edificio bizantino de ladrillo rojo diseñado por un arquitecto negro. El parque estaba abarrotado de defensores de los derechos civiles, de espectadores y de padres preocupados.
Se oían los cantos procedentes del interior de la iglesia: Ain’t Gonna Let Nobody Turn Me Round. Un millar de estudiantes de secundaria negros se preparaban para emprender una marcha de protesta.
Al este del parque, las avenidas que llevaban hasta el centro estaban bloqueadas por cientos de policías. Bull Connor había requisado los autobuses escolares para trasladar en ellos a los manifestantes a la cárcel, y tenía preparados perros de ataque por si alguno se negaba a ir. La policía contaba con el apoyo de los bomberos y sus mangueras de agua a presión.
No había hombres de color ni en el cuerpo de policía ni en el de bomberos.
Siguiendo de forma escrupulosa las normas, los defensores de los derechos civiles siempre solicitaban permiso para manifestarse, pero se lo denegaban todas las veces. Así, cuando se manifestaban a pesar de todo, los detenían y los enviaban a la cárcel.
Como consecuencia, la mayoría de los negros de Birmingham eran reacios a participar en manifestaciones y de ese modo permitían que el gobierno municipal, formado íntegramente por blancos, pudiese asegurar que el movimiento de Martin Luther King no contaba con demasiado apoyo.
El propio King había ido a la cárcel allí hacía tres semanas exactas, el Viernes Santo. George no daba crédito a lo ignorantes que llegaban a ser los segregacionistas: ¿es que no sabían qué otro personaje histórico había sido apresado en Viernes Santo? A King lo habían confinado en una celda de aislamiento por una cuestión de pura maldad.
Sin embargo, el encarcelamiento de King apenas había aparecido en los periódicos. Que un negro fuese maltratado por exigir sus derechos como estadounidense no era noticia. King había sido criticado por ocho clérigos blancos en una carta que recibió mucha publicidad.
Él, desde la cárcel, había escrito una respuesta que clamaba enardecidamente contra las leyes injustas. Ningún periódico la había publicado todavía, aunque tal vez alguno lo haría. En general, la campaña había tenido muy poco eco.
Los adolescentes negros de Birmingham habían reclamado sumarse a las manifestaciones y al final King había accedido a permitir que los escolares se incorporasen a las marchas, pero eso no cambió nada; Bull Connor metió en la cárcel a los niños y a nadie le importó.
El sonido de los himnos del interior de la iglesia era emocionante, pero con eso no bastaba. La campaña de Martin Luther King en Birmingham no estaba dando resultados demasiado satisfactorios, igual que la vida amorosa de George.
George se quedó observando a los bomberos en las calles al este del parque. Disponían de un nuevo tipo de arma: el dispositivo parecía tomar agua de dos bocas de entrada y expulsarla a través de una única boquilla. Era lógico suponer que aquello proporcionaba una fuerza mucho más potente al chorro de agua. El artilugio estaba montado sobre un trípode, lo que sugería que era demasiado pesado para que lo sostuviese uno de los bomberos. George se alegró de ser estrictamente un espectador y no participar en la marcha, pues sospechaba que aquel chorro podía hacer algo más que empapar de agua a los manifestantes.
Las puertas de la iglesia se abrieron de golpe y un grupo de estudiantes apareció en los tres arcos de su pórtico. Iban ataviados con sus mejores galas y, sin dejar de cantar, desfilaron por la larga y amplia escalinata hacia la calle. Eran cerca de sesenta, pero George sabía que aquel era solo el primer grupo; había varios centenares más en el interior. La mayoría eran estudiantes de secundaria, acompañados por un puñado de chavales más pequeños.
George y Verena los siguieron a distancia. El público congregado en el parque los vitoreó y los aplaudió mientras avanzaban por la calle Dieciséis, pasando por delante de las tiendas y los comercios regentados en su mayoría por gente de color. Torcieron al este en la Quinta Avenida y llegaron a la esquina de la Diecisiete, donde las barricadas de la policía les impedían el paso.
Un capitán de la policía habló a través de un megáfono.
—¡Dispersaos, despejad la calle! —gritó, y señaló a los bomberos que tenía a su espalda—. De lo contrario os vais a mojar, os lo advierto.
En ocasiones anteriores, la policía se había limitado a conducir a los manifestantes hasta los furgones y los autobuses para llevarlos a la cárcel, pero George sabía que en esos momentos las cárceles estaban abarrotadas y no cabía nadie más, y que Bull Connor tenía la esperanza de limitar el número de detenciones ese día; preferiría que todos se fuesen a sus casas… cuando eso era precisamente lo último que los manifestantes pensaban hacer. Los sesenta muchachos se plantaron en medio de la calle, enfrentados cara a cara a la horda de agentes blancos, y siguieron cantando a pleno pulmón.
El capitán de la policía les hizo una señal a los bomberos, que accionaron el agua. George advirtió que habían desplegado las mangueras convencionales, no el cañón de agua montado sobre el trípode. Sin embargo, el chorro a presión obligó a la mayor parte de los manifestantes a retroceder y puso en fuga a la multitud de espectadores, que corrieron a refugiarse en el parque y los soportales de las casas. El capitán no dejaba de vociferar a través del megáfono:
—¡Evacuad la zona! ¡Evacuad la zona!
La mayoría de los manifestantes se batieron en retirada, pero no todos. Diez de ellos decidieron quedarse sentados en el suelo. Calados hasta los huesos, hicieron caso omiso del agua y siguieron cantando.
Fue entonces cuando los bomberos activaron el cañón.
El efecto fue instantáneo: en lugar de un chorro de agua desagradable pero inofensivo, los estudiantes sentados fueron abatidos por una violenta descarga de potencia extrema. Cayeron de espaldas en el suelo y gritaron de dolor. Su himno se convirtió en un coro de chillidos aterrorizados.
Entre los jóvenes manifestantes, la más pequeña era apenas una niña. El agua llegó a levantarla del suelo y la catapultó hacia atrás. Salió rodando calle abajo como si fuera una hoja arrancada de un árbol, agitando los brazos y las piernas sin cesar, con impotencia. Todos los presentes empezaron a gritar y proferir insultos contra la policía.
George soltó una imprecación y salió corriendo a la calle.
Los bomberos dirigieron entonces implacablemente la manguera montada en el trípode para perseguir a la niña e impedir que escapara a su fuerza. Estaban intentando arrastrarla con el agua como si fuese un resto de basura. George fue el primero de varios hombres en llegar hasta ella. Se interpuso entre la pequeña y la manguera y les dio la espalda a los bomberos.
Fue como si estuviese recibiendo un puñetazo tras otro.
El chorro lo hizo caer de rodillas en el suelo, pero al menos la niña había encontrado un parapeto de protección, de forma que se levantó y corrió hacia el parque. Sin embargo, la manguera la siguió y la derribó de nuevo.
George se enfureció. Los bomberos eran como perros de caza hostigando a un cervatillo. Los gritos de protesta de la multitud le decían que también ellos sentían una ira irrefrenable.
George corrió tras la niña y la protegió de nuevo. Esta vez estaba preparado para recibir el impacto del chorro y se las arregló para no perder el equilibrio. Se arrodilló y cogió a la pequeña en brazos. Llevaba el vestidito rosa, su ropa de los domingos, chorreando. Cargando con ella, se dirigió tambaleante hacia la acera. Los bomberos lo persiguieron con el chorro tratando de derribarlo de nuevo, pero él consiguió tenerse en pie el tiempo suficiente para llegar al otro lado de un coche aparcado.
Dejó a la niña, que gritaba aterrorizada, en la acera.
—Tranquila, ya estás a salvo —dijo George intentando calmarla.
Pero la niña no conseguía serenarse. Entonces una mujer con expresión de angustia se abalanzó corriendo hacia ella y la cogió en brazos. La niña se abrazó a la mujer y George supuso que sería su madre. Llorando, la madre se llevó a la pequeña de inmediato.
George, que estaba magullado y calado hasta los huesos, dio media vuelta para ver qué ocurría. Los manifestantes habían sido instruidos en la protesta no violenta, pero ese no era el caso del resto de la multitud que, enfurecida, estaba tomando represalias y arrojaba piedras a los bomberos. La escena se estaba convirtiendo en una auténtica revuelta.
No veía a Verena por ninguna parte.
La policía y los bomberos avanzaban a lo largo de la Quinta Avenida tratando de dispersar a la multitud, pero una lluvia de proyectiles frenaba su avance. Varios hombres entraron en los edificios de la acera sur de la calle y bombardearon a la policía desde las ventanas superiores lanzándoles piedras, botellas y basura. George se alejó corriendo de los enfrentamientos y se detuvo en la siguiente esquina, en la puerta del restaurante Jockey Boy, para sumarse a un pequeño grupo de periodistas y espectadores formado por blancos y negros.
Al mirar en dirección norte, vio que otros grupos de jóvenes manifestantes salían de la iglesia y enfilaban hacia diferentes calles en dirección sur para esquivar los disturbios. Eso iba a crearle un problema a Bull Connor, pues tendría que dividir sus fuerzas.
El comisario respondió soltando a los perros.
Los animales salieron de los furgones policiales gruñendo, enseñando los dientes y forcejeando con las correas de cuero. Sus adiestradores exhibían la misma ferocidad: blancos de aspecto robusto que llevaban gorras de policía y gafas de sol. Tanto los perros como sus adiestradores eran como bestias salvajes ansiosas por atacar.
Los policías y los perros se precipitaron por las calles en manada.
Los manifestantes y los peatones trataron de huir despavoridos, pero la multitud abarrotaba las calles y muchos de ellos no lograron escapar.
Los perros estaban fuera de sí, atacaban, mordían y arrancaban a dentelladas trozos de carne de las piernas y los brazos de la gente, malherida y cubierta de sangre.
Algunos huyeron en dirección oeste, hacia el corazón del barrio negro, perseguidos por los policías mientras que otros buscaron refugio en la iglesia. George vio que ya no salían más activistas de los arcos del pórtico; la manifestación estaba llegando a su fin.
Sin embargo, la policía aún no había quedado satisfecha.
De pronto, dos agentes acompañados de sus perros surgieron de la nada junto a George. Uno sujetó a un joven negro y alto; George se había fijado en él porque llevaba una chaqueta de punto de aspecto caro. El chico tenía unos quince años y no había participado en la manifestación más que como simple espectador. Sin embargo, la policía lo obligó a volverse y el perro saltó e hincó los dientes en el torso del muchacho, que lanzó un alarido de miedo y dolor. Uno de los periodistas sacó una fotografía.
George estaba a punto de intervenir cuando el agente apartó al perro. Luego detuvo al chico por participar en una manifestación ilegal.
George reparó en un hombre blanco de barriga oronda, vestido con una camisa y sin chaqueta, que estaba observando la detención del joven, y lo reconoció por las fotografías de los periódicos; era Bull Connor.
—¿Por qué no habéis traído a un perro más fiero? —le preguntó Connor al agente que había efectuado la detención.
Le dieron ganas de encararse con aquel tipo. Se suponía que era el comisario de Seguridad Pública, pero se comportaba como un vulgar matón callejero.
Sin embargo, no tardó en comprobar que corría el peligro de que lo detuvieran a él también, sobre todo ahora que su elegante traje había quedado reducido a un montón de harapos empapados. A Bobby Kennedy no le haría ninguna gracia que George acabase en la cárcel.
No sin gran esfuerzo, reprimió su cólera, cerró la boca, dio media vuelta y echó a andar rápidamente de vuelta al Gaston.
Por suerte, tenía otro par de pantalones en su equipaje. Se dio una ducha, se vistió de nuevo con ropa seca y envió su traje al servicio de tintorería del hotel. Llamó al Departamento de Justicia y le dictó a una secretaria su informe sobre los acontecimientos del día para que lo leyera Bobby Kennedy. Lo redactó con un estilo seco y carente de emociones, obviando el hecho de que él también había recibido el impacto de las mangueras.
En el salón del hotel volvió a encontrar a Verena, que había salido ilesa de los enfrentamientos pero parecía muy afectada.
—¡Pueden hacer lo que quieran con nosotros! —exclamó con un dejo de histeria en la voz.
Él sentía lo mismo, pero para ella era mucho peor. A diferencia de George, Verena no había participado en el movimiento de los Viajeros de la Libertad, y supuso que aquella debía de ser la primera vez que presenciaba un episodio de odio racial violento en su horror más descarnado.
—Deja que te invite a una copa —dijo George, y se fue a la barra.
A lo largo de la hora siguiente trató de apaciguarla. Sobre todo se limitó a escucharla, y de vez en cuando le hacía un comentario comprensivo o tranquilizador. Lo que más la ayudó a sosegarse, sin embargo, fue ver que también él se iba calmando. El esfuerzo hizo que George lograse mantener a raya su propio estado de indignación efervescente, que estaba en ebullición.
Cenaron juntos tranquilamente en el restaurante del hotel, y acababa de anochecer cuando se retiraron.
—¿Quieres venir a mi habitación? —dijo Verena una vez en el pasillo.
George se quedó estupefacto. No había sido una velada romántica ni sensual, él no la había considerado una cita amorosa. Solo eran dos compañeros activistas que se habían ofrecido consuelo mutuo.
Verena advirtió su vacilación.
—Solo quiero que alguien me abrace —explicó—. ¿Te parece bien?
No estaba seguro de entenderla, pero asintió de todos modos.
La imagen de Maria desfiló un instante por su cerebro, pero George la ahuyentó. Ya era hora de que la olvidase por fin.
Una vez dentro de la habitación, ella cerró la puerta a su espalda y lo rodeó con los brazos. Él apretó su cuerpo contra el de ella y la besó en la frente. Verena apartó la cara y apoyó la mejilla en su hombro.
«Vaya —pensó George—, quiere que la abrace pero no quiere que la bese». En ese momento decidió limitarse a seguir sus indicaciones. A él le parecería bien lo que ella desease.
—No quiero dormir sola —dijo Verena al cabo de un minuto.
—Está bien —contestó él con un tono neutro.
—¿Podemos dormir abrazados y ya está?
—Claro —dijo George, aunque no creía que eso fuese posible.
Ella se apartó de él y, acto seguido, se quitó los zapatos rápidamente y se despojó del vestido deslizándoselo por la cabeza. Llevaba bragas y sujetador blancos. George se quedó mirando embobado su piel perfecta y cremosa. Verena se quitó la ropa interior en un abrir y cerrar de ojos. Tenía los pechos planos y firmes, con unos pezones pequeños.
Su vello púbico tenía un tono rojizo. Era la mujer más hermosa a la que George había visto desnuda en toda su vida, y con diferencia.
Sus ojos tuvieron que absorber el asombroso espectáculo de su cuerpo en un solo vistazo, porque Verena se metió en la cama de inmediato.
George se volvió y se quitó la camisa.
—¡Tu espalda! ¡Oh, Dios mío! ¡Qué horror! —exclamó Verena.
Sentía la espalda dolorida por el efecto de la manguera, pero no se le había ocurrido que pudiesen haberle dejado marcas visibles. Se volvió de espaldas al espejo que había junto a la puerta, miró por encima del hombro y vio a qué se refería Verena: tenía toda la piel llena de moretones.
Se quitó los zapatos y los calcetines muy despacio, porque tenía una erección y esperaba perderla de un momento a otro, pero no fue así. No podía evitarlo. Se levantó, se quitó los pantalones y los calzoncillos y luego se metió en la cama tan deprisa como lo había hecho ella.
Se abrazaron. Su erección presionaba el vientre de Verena, pero ella no reaccionó de ninguna forma en particular. Su melena le hacía cosquillas en el cuello y sus senos se aplastaban contra su pecho. Estaba muy excitado, enardecido de deseo, pero el instinto le decía que no hiciese nada, así que se quedó quieto.
Verena empezó a llorar. Al principio solo emitía unos gemidos débiles, y George no estaba seguro de si obedecían a alguna reacción de índole sexual, pero entonces sintió sus cálidas lágrimas sobre el pecho y ella se echó a temblar entre sollozos. Él le dio unas palmaditas en la espalda, el gesto primordial para tratar de consolar a otro ser humano.
Una parte de sí observaba perplejo lo que estaba haciendo: se había acostado desnudo en la cama junto a una mujer hermosa y lo único que podía hacer era acariciarle la espalda. Sin embargo, a un nivel más profundo aquello tenía sentido. George sintió, vaga pero certeramente, que se estaban proporcionando el uno al otro una forma de consuelo más poderosa que el sexo. Ambos eran presa de una intensa emoción, aunque se tratase de una emoción para la que George no tenía un nombre.
Los sollozos de Verena fueron apaciguándose poco a poco. Al cabo de un rato, su cuerpo se relajó, su respiración se hizo más acompasada y regular, y cayó en brazos del sueño.
La erección de George remitió. Cerró los ojos y se concentró en el calor de aquel cuerpo femenino contra el suyo, en el tenue aroma a mujer que despedían su piel y su pelo. Con una chica como Verena en sus brazos, estaba seguro de que no lograría conciliar el sueño.
Sin embargo, se durmió.
Cuando despertó a la mañana siguiente, ella ya no estaba.
Ese sábado por la mañana, Maria Summers fue a trabajar sumida en un estado de ánimo muy pesimista.
Mientras Martin Luther King había estado en la cárcel en Alabama, la Comisión de los Derechos Civiles había elaborado un informe terrible sobre los abusos cometidos contra los negros en Mississippi, pero la administración Kennedy hábilmente había restado importancia al informe. Un abogado del Departamento de Justicia llamado Burke Marshall había escrito un memorándum poniendo pegas a sus conclusiones; el jefe de Maria, Pierre Salinger, había calificado sus propuestas de extremistas y la prensa estadounidense había caído en el engaño.
Y el hombre al que ella amaba era el máximo responsable de todo aquello. El presidente Kennedy tenía un buen corazón, Maria estaba convencida de ello, pero siempre tenía los ojos puestos en los votantes.
Le había ido bien en las elecciones de mitad de legislatura del año anterior: su astuta gestión de la crisis de los misiles de Cuba le había granjeado una enorme popularidad y habían conseguido evitar la mayoría aplastante con la que todo el mundo esperaba que ganaran los republicanos. Sin embargo, en ese momento le preocupaba la reelección del año siguiente. No le gustaban los segregacionistas del Sur, pero tampoco estaba dispuesto a sacrificarse a sí mismo por luchar contra ellos.
De manera que la campaña por los derechos civiles estaba perdiendo fuelle.
El hermano de Maria tenía cuatro hijos por los que ella sentía un profundo afecto. Ellos, y los hijos que la propia Maria pudiese llegar a tener en el futuro, iban a ser ciudadanos de segunda clase en su propio país. Si viajaban por el Sur, tendrían problemas para encontrar un hotel dispuesto a darles alojamiento; si acudían a una iglesia blanca, les prohibirían la entrada a menos que el pastor fuese liberal y los dirigiese a una zona especial reservada para negros. Verían un cartel que diría solo blancos en la puerta de los baños públicos, y una señal con la palabra negros que los dirigiría a un cubo en el patio trasero. Preguntarían por qué nunca salían personas de raza negra en televisión, y sus padres no sabrían qué responderles.
Entonces llegó a la oficina y vio los periódicos.
En la portada de The New York Times aparecía una fotografía de Birmingham que le hizo dar un respingo de horror: la imagen mostraba a un policía blanco con un pastor alemán de aspecto salvaje. El perro estaba mordiendo a un adolescente negro de aire inofensivo mientras el policía sujetaba al muchacho agarrándolo de la chaqueta de punto. El agente enseñaba los dientes con una mueca de avidez maliciosa, como si también él quisiera morder a alguien.
Nelly Fordham percibió el sobresalto de Maria y levantó la vista del Washington Post.
—Es terrible, ¿verdad? —comentó.
La misma fotografía ocupaba las portadas de muchos otros diarios estadounidenses, así como las ediciones de los periódicos extranjeros que se recibían por correo aéreo.
Maria se sentó a su escritorio y comenzó a leer. Advirtió, con un destello de esperanza, que el tono de los rotativos había cambiado. La prensa ya no podía seguir señalando con un dedo acusador a Martin Luther King y decir que su campaña era inoportuna y que los negros debían ser pacientes. La historia había cambiado gracias a la imparable alquimia de los medios de comunicación, un proceso misterioso que Maria había aprendido a respetar y temer a un tiempo.
Su entusiasmo fue en aumento cuando empezó a sospechar que los sureños blancos habían ido demasiado lejos. La prensa ya estaba hablando de violencia contra los niños en las calles de Estados Unidos.
Seguían publicando declaraciones de hombres que afirmaban que era todo culpa de King y sus agitadores, pero no había rastro del habitual tono desdeñoso y soberbio del que solían hacer gala los segregacionistas, que había quedado sustituido por una nota de negación desesperada. ¿Era posible que una fotografía lo cambiase todo?
Salinger entró en la sala.
—Atención todo el mundo —dijo—. El presidente ha abierto los periódicos esta mañana y al ver las fotografías de Birmingham se ha sentido al borde de las náuseas… y quiere que la prensa lo sepa. No se trata de una declaración oficial, sino de un comentario off-the-record.
Las palabras claves son «al borde de las náuseas». Sacadlo de inmediato, por favor.
Maria miró a Nelly y ambas arquearon las cejas. Eso sí era una novedad.
Maria cogió el teléfono.
El lunes por la mañana George se movía aún como un anciano, con cautela, tratando de mitigar al máximo las punzadas de dolor. Según los periódicos, el cañón de agua del Departamento de Bomberos de Birmingham producía una presión de siete kilos por centímetro cuadrado, y George sentía cada kilo en cada centímetro de su espalda.
Él no era el único que sufría dolores la mañana del lunes, sino que había cientos de manifestantes malheridos. Algunos de ellos presentaban heridas por las mordeduras de los perros de la policía y habían requerido puntos de sutura. Miles de niños en edad escolar estaban todavía en la cárcel.
George rezó porque sus padecimientos hubiesen merecido la pena.
De pronto había esperanza. Los ricos empresarios blancos de Birmingham querían poner fin al conflicto. Nadie iba a comprar a las tiendas; el boicot a los comercios del centro promovido por los negros se había hecho más efectivo aún a causa del temor de los blancos a quedar atrapados en algún disturbio callejero. Incluso los tozudos propietarios de las fábricas de acero pensaban que sus negocios se estaban viendo perjudicados por la reputación de la ciudad como capital mundial del racismo violento.
Y la Casa Blanca detestaba los continuos titulares en la prensa internacional. Los periódicos extranjeros, dando por sentado el derecho de los negros a la justicia y la democracia, no podían entender por qué el presidente de Estados Unidos parecía incapaz de hacer cumplir sus propias leyes.
Bobby Kennedy envió a Burke Marshall para tratar de llegar a un acuerdo con los ciudadanos más respetables de Birmingham. Dennis Wilson lo acompañó como su asistente. George no confiaba en ninguno de los dos. Marshall había puesto pegas al informe de la Comisión de los Derechos Civiles con una serie de argucias legales, y Dennis siempre había sentido celos de George.
La élite blanca de Birmingham no estaba dispuesta a negociar directamente con Martin Luther King, de manera que Dennis y George tendrían que actuar como intermediarios, con Verena como representante del doctor King.
Burke Marshall quería que King desconvocase la manifestación del lunes.
—¿Y dejar de hacer presión, justo cuando estábamos empezando a ganar ventaja? —exclamó Verena con incredulidad, dirigiéndose a Dennis Wilson en el elegante salón del hotel Gaston.
George asintió con la cabeza.
—De todos modos, el gobierno municipal no puede hacer nada en estos momentos —replicó Dennis.
El consistorio estaba pasando por una crisis distinta pero que afectaba a aquel asunto: Bull Connor había impugnado las elecciones que había perdido, por lo que había dos hombres que afirmaban ser el nuevo alcalde.
—Así que están divididos y debilitados. ¡Eso es bueno! —dijo Verena—. Si esperamos a que resuelvan sus diferencias, saldrán fortalecidos y más decididos que nunca. ¿Es que en la Casa Blanca no saben nada de política?
Dennis pretendía dar a entender que los defensores de los derechos civiles estaban confusos con respecto a sus reclamaciones, y eso también enfurecía a Verena.
—Tenemos cuatro exigencias muy simples —explicó—. Primero: la derogación inmediata de la segregación en restaurantes, lavabos, fuentes de agua potable y todas las dependencias interiores de los comercios. Segundo: contratación no discriminatoria y ascensos para los empleados negros en los comercios. Tercero: la puesta en libertad de todos los manifestantes encerrados en la cárcel y la retirada de todos los cargos. Cuarto: para el futuro, la formación de un comité mixto para negociar el fin de la segregación en los cuerpos policiales, las escuelas, los parques, los cines y los hoteles. —Miró a Dennis—. ¿Le parece confusa alguna de ellas?
King estaba reclamando cosas que parecían justas por naturaleza, pero, pese a todo, aquello era demasiado para los blancos. Esa misma tarde Dennis regresó al Gaston y transmitió a George y Verena las contrapropuestas. Los dueños de las tiendas estaban dispuestos a eliminar la segregación en los probadores con efecto inmediato, así como en otras dependencias al cabo de un tiempo. Cinco o seis empleados negros podrían ser ascendidos a puestos «de responsabilidad» en cuanto terminasen las manifestaciones. Los empresarios no podían hacer nada respecto a los manifestantes encarcelados, porque eso era asunto de los tribunales. La segregación en las escuelas y otras instituciones de la ciudad tendría que remitirse al alcalde y al concejo municipal.
Dennis parecía satisfecho. ¡Por primera vez en la historia los blancos estaban negociando!
Sin embargo, Verena mostró una actitud desdeñosa.
—Eso no es nada —dijo—. Nunca piden a dos mujeres que compartan un probador, así que no se puede decir que los probadores estén segregados, para empezar. Y hay más de cinco hombres negros en Birmingham capaces de ponerse una corbata para ocupar un puesto de responsabilidad. En cuanto al resto…
—Dicen que no tienen el poder de revocar las decisiones de los tribunales ni de cambiar las leyes.
—¡Qué ingenuo es usted! —exclamó Verena—. En esta ciudad los tribunales y el gobierno municipal hacen lo que los empresarios les dicen que hagan.
Bobby Kennedy le pidió a George que elaborase una lista de los empresarios blancos más influyentes de la ciudad, con sus números de teléfono. El presidente iba a llamarlos personalmente y decirles que debían hacer concesiones.
George advirtió otras señales esperanzadoras. La noche del lunes las concentraciones masivas en las iglesias de Birmingham recaudaron la asombrosa cantidad de cuarenta mil dólares en donaciones para la campaña; los ayudantes de King tardaron casi toda la noche en contar el dinero, cosa que hicieron en una habitación de hotel alquilada a tal fin. Más dinero aún estaba llegando a raudales a través del correo postal. Hasta entonces, el movimiento siempre había vivido al día y había subsistido de forma más bien precaria, pero Bull Connor y sus perros habían traído consigo unos beneficios imprevistos y extraordinarios.
King y su gente, Verena incluida, se prepararon para celebrar una reunión hasta bien entrada la madrugada en la sala de estar de la suite del líder del movimiento. En ella hablarían de qué podían hacer para seguir manteniendo la presión. George no estaba invitado —no quería enterarse de cosas que pudiese sentirse en la obligación de transmitir a Bobby—, así que se fue a la cama.
Por la mañana se puso su traje y bajó a la rueda de prensa que King iba a dar a las diez en punto. Encontró el patio del hotel abarrotado con más de un centenar de periodistas de todo el mundo, sudando a mares bajo el sol implacable de Alabama. La campaña de King en Birmingham era la noticia del momento, gracias una vez más a Bull Connor.
—Las actividades que han tenido lugar en Birmingham en los últimos días marcan la mayoría de edad del movimiento no violento —dijo King—. Esta es la culminación de un sueño.
George no veía a Verena por ninguna parte y empezó a albergar la sospecha creciente de que la verdadera acción se estaba desarrollando en algún otro lugar. Salió del hotel y dobló la esquina en dirección a la iglesia. No encontró a Verena, pero sí se fijó en que algunos estudiantes salían del sótano del templo y subían a los coches aparcados en fila a lo largo de la Quinta Avenida. Percibió un aire de fingida indiferencia entre los adultos que los vigilaban.
Se tropezó con Dennis Wilson, que tenía noticias.
—El Comité de Ciudadanos va a celebrar una reunión de emergencia en la Cámara de Comercio.
George había oído hablar de aquel grupo no oficial cuyos miembros formaban la comunidad de empresarios blancos que gobernaba la ciudad y que eran conocidos con el apodo de «Big Mules». Eran los hombres que ostentaban el poder real en Birmingham. Si les estaba entrando el pánico, eso significaba que algo iba a tener que cambiar.
—¿Qué tienen planeado los del grupo de King? —preguntó Dennis.
George se alegró de no saberlo.
—No me invitaron a la reunión —respondió—, pero han tramado algo, eso seguro.
Se despidió de Dennis y se fue andando al centro. Sabía que incluso por el mero hecho de pasear a solas podían detenerlo por manifestarse sin permiso, pero tenía que correr el riesgo; no sería de ninguna utilidad para Bobby si se escondía en el Gaston.
A los diez minutos llegó al típico barrio comercial de ciudad sureña: grandes almacenes, cines, edificios institucionales y una línea de ferrocarril que atravesaba el centro.
George no descubrió cuál era el plan de King hasta que vio cómo lo ponían en práctica.
De pronto, varios ciudadanos negros que hasta entonces iban andando solos o en grupos de dos y de tres personas, empezaron a confluir en un mismo punto y a congregarse, blandiendo pancartas que hasta ese momento habían mantenido ocultas. Algunos se sentaron bloqueando la acera, otros se arrodillaron para rezar en las escalinatas del gigantesco ayuntamiento de estilo art déco. Unos adolescentes que formaban en fila india y entonaban himnos entraban y salían de las tiendas segregadas. El tráfico fue ralentizándose hasta detenerse por completo.
Los manifestantes habían pillado desprevenida a la policía, que estaba concentrada en las inmediaciones del parque Kelly Ingram, a menos de un kilómetro de distancia. Sin embargo, George estaba convencido de que aquel ambiente de protesta pacífica solo duraría mientras Bull Connor siguiese presa del desconcierto.
Cuando la mañana dio paso a la tarde, George regresó al Gaston, donde encontró a Verena con cara de preocupación.
—Esto es genial, pero se nos escapa de las manos —señaló—. Nuestra gente está entrenada para protestar de forma no violenta, pero hay miles de personas que se están sumando a las manifestaciones y que no tienen esa disciplina.
—Eso aumenta la presión sobre los Big Mules —dijo George.
—Sí, pero no queremos que el gobernador declare la ley marcial.
El gobernador de Alabama, George Wallace, era un segregacionista inflexible.
—La ley marcial implica control federal —puntualizó George—. Entonces el presidente tendría que pedir la integración, al menos parcial.
—Si fuerzan la integración desde fuera, la comunidad de empresarios blancos que gobierna esta ciudad encontrará maneras de sabotear-la. Es mejor que tomen ellos mismos la decisión.
George vio que Verena era toda una experta en política, y muy perspicaz, además. Era innegable que había aprendido mucho de King, pero no estaba seguro de si llevaba razón con respecto a aquello.
Se comió un sándwich de jamón y volvió a salir. El ambiente en los alrededores del parque Kelly Ingram estaba más tenso. Había cientos de policías en el parque, blandiendo sus porras y conteniendo a sus perros rabiosos. El cuerpo de bomberos ahuyentaba con sus mangueras a cualquiera que intentase ir al centro. Los negros, rebelándose contra el uso de las mangueras, empezaron a arrojar piedras y botellas de Coca-Cola a la policía. Verena y otros miembros del grupo de King se desplazaban entre la multitud, pidiendo a la gente que mantuviese la calma y se abstuviese de emplear la violencia, pero sus palabras tenían escaso efecto. Un vehículo blanco y extraño al que la gente llamaba «el tanque» recorría arriba y abajo la calle Dieciséis, con Bull Connor gritando a través de un altavoz:
—¡Dispersaos! ¡Despejad las calles!
A George le habían dicho que no era ningún tanque, sino un carro blindado que Connor había adquirido de un excedente de las unidades del ejército.
George vio a Fred Shuttlesworth, el rival de King como líder de la campaña. A sus cuarenta y un años, era un hombre enjuto de aspecto rudo, con un bigote corto y vestido con ropa elegante. Había sobrevivido a dos atentados y su esposa había sido apuñalada por un miembro del Ku Klux Klan, pero él parecía no tener miedo y se negaba a abandonar la ciudad. «No me salvé para luego salir huyendo», le gustaba decir.
Aunque era luchador por naturaleza, en ese momento estaba tratando de dar indicaciones a algunos de los jóvenes.
—No hay que provocar ni burlarse de la policía —les decía—. No actuéis como si tuvierais intención de golpearlos.
Era un buen consejo, pensó George.
Los muchachos se reunieron alrededor de Shuttlesworth y él los guió de regreso hacia su iglesia como si fuera el flautista de Hamelín, agitando un pañuelo blanco en el aire en un intento de mostrar a la policía su intención pacífica.
Casi surtió efecto.
Shuttlesworth condujo a los niños más allá de los camiones de bomberos, hasta la entrada del sótano de la iglesia, que estaba a pie de calle, y les hizo entrar y bajar la escalera. Cuando todos estuvieron dentro, se volvió para seguirlos. Sin embargo, en ese momento George oyó una voz que decía:
—Vamos a mojar un poco al pastor.
Shuttlesworth, arrugando la frente, se volvió a mirar atrás. El potente chorro de un cañón de agua le dio de lleno en el pecho. Se tambaleó y cayó de espaldas por la escalera con un estrépito y soltando un alarido.
—¡Oh, Dios mío! ¡Shuttlesworth está herido! —gritó alguien.
George se precipitó al interior de la iglesia. Shuttlesworth yacía al pie de la escalera, jadeando.
—¿Se encuentra bien? —exclamó George, pero Shuttlesworth no podía contestar—. ¡Llamen a una ambulancia, deprisa! —gritó George.
Le parecía increíble que las autoridades hubiesen sido tan estúpidas. Shuttlesworth era un personaje inmensamente popular; ¿de veras querían alentar una revuelta en toda regla?
Se oyeron las sirenas de las ambulancias, y al cabo de unos minutos dos hombres llegaron con una camilla y se llevaron al pastor.
George los siguió hasta la acera. Los manifestantes negros y los agentes blancos de la policía estaban arremolinándose peligrosamente alrededor del templo. Los reporteros habían acudido de inmediato y los fotógrafos de prensa sacaban instantáneas mientras subían la camilla a la ambulancia. Todos observaron al vehículo alejarse por la calle.
Al cabo de un momento apareció Bull Connor.
—He esperado una semana para ver cómo alcanzaban a Shuttlesworth de un manguerazo —dijo con tono jovial—. Siento habérmelo perdido.
George se puso furioso. Esperaba que uno de los manifestantes le diese un puñetazo a Connor en aquella cara gorda y fea.
—Se lo han llevado en ambulancia —dijo uno de los periodistas blancos.
—Ojalá hubiese sido un coche fúnebre —comentó el comisario con sarcasmo.
George tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlar su ira. Lo salvó Dennis Wilson, que salió de la nada y lo agarró del brazo.
—¡Buenas noticias! —exclamó—. ¡La comunidad de empresarios ha dado su brazo a torcer!
George se dio media vuelta.
—¿Qué quieres decir con eso de que han dado su brazo a torcer?
—Que han formado un comité para negociar con los activistas.
Desde luego, aquellas sí eran buenas noticias. Algo los había hecho cambiar: las manifestaciones, las llamadas telefónicas del presidente o la amenaza de la ley marcial. Fuera cual fuese la razón, estaban lo bastante desesperados para sentarse con los representantes negros y discutir una tregua. Tal vez podrían alcanzar un acuerdo antes de que los disturbios llegasen a ser realmente graves.
—Pero necesitan un lugar para reunirse —añadió Dennis.
—Verena conocerá alguno. Vamos a buscarla.
George se volvió para marcharse, pero se detuvo y volvió a mirar a Bull Connor. Se dio cuenta de que aquel hombre era cada vez más irrelevante; el comisario estaba en las calles, burlándose de los activistas de los derechos civiles, pero en la Cámara de Comercio los hombres más poderosos de la ciudad habían cambiado el rumbo de la historia… y lo habían hecho sin consultar a Connor. Tal vez se acercaba el día en que aquellos matones blancos y gordos ya no gobernarían el Sur.
Aunque también podía ocurrir todo lo contrario.
El acuerdo se anunció en rueda de prensa el viernes. Fred Shuttlesworth compareció ante los medios con las costillas rotas por el cañón de agua.
—¡Birmingham ha llegado a un acuerdo con su propia conciencia! —afirmó.
Poco después se desmayó y tuvieron que llevárselo de la sala. Martin Luther King declaró la victoria y regresó a su casa en Atlanta.
La élite blanca de Birmingham había accedido al fin a tomar algunas medidas para luchar contra la segregación. Verena se quejó de que no eran muy ambiciosas, y en cierto modo tenía razón, pues las concesiones eran menores, pero George creía que se había producido un cambio radical: los blancos habían aceptado que era necesario negociar con los negros sobre la segregación. Ya no podían seguir imponiendo su propia ley sin más. Las negociaciones continuarían, y no podían ir más que en una sola dirección.
Ya fuese un pequeño avance o un punto de inflexión importante, la noche del sábado todas las personas de raza negra de Birmingham lo estaban celebrando, y Verena invitó a George a su habitación.
No tardó en descubrir que no era una de esas mujeres a las que le gustaba que el hombre tomase la iniciativa en la cama. Ella sabía lo que quería y se sentía cómoda pidiéndolo. A George le pareció perfecto.
De hecho, casi cualquier cosa le habría parecido perfecta. Estaba encantado con su precioso cuerpo de piel cremosa y sus hipnóticos ojos verdes. Verena habló mucho mientras hacían el amor, le decía cómo se sentía, le preguntaba si aquello le gustaba o eso otro lo avergonzaba, y la conversación acentuó la intimidad entre ambos. George se dio cuenta, con más fuerza que nunca, de que el sexo podía ser una forma de conocer el carácter de la otra persona, además de su cuerpo.
Cuando estaban a punto de acabar, ella quiso subirse encima. También aquello era una novedad; nunca lo había hecho así con ninguna mujer. Verena se sentó a horcajadas sobre él, y George la sujetó de las caderas y se movió al compás. Ella cerró los ojos, pero él no. Observó su rostro, entre fascinado y extasiado, y cuando Verena al fin llegó al orgasmo, él también lo alcanzó.
Minutos antes de la medianoche, George se acercó en albornoz a la ventana y contempló las farolas de la Quinta Avenida mientras Verena estaba en el baño. Pensó de nuevo en el acuerdo que King había alcanzado con los blancos de Birmingham. Si aquel era un triunfo para el movimiento de los derechos civiles, los segregacionistas más recalcitrantes no aceptarían la derrota, pero ¿qué iban a hacer? Sin duda Bull Connor tendría algún plan para sabotear el acuerdo, al igual que George Wallace, el gobernador racista.
Ese mismo día el Ku Klux Klan había celebrado una reunión en Bessemer, una pequeña localidad a unos treinta kilómetros de Birmingham. Según los servicios de información de Bobby Kennedy, habían acudido miembros del Klan procedentes de Georgia, Tennessee, Carolina del Sur y Mississippi. Seguro que los oradores habrían pasado la noche exaltando su indignación por lo ocurrido en Birmingham y pronunciando discursos enardecidos por el hecho de que la ciudad hubiese cedido ante los negros. Para entonces las mujeres y los niños ya se habrían ido a casa, pero los hombres habrían empezado a beber y fanfarronear alardeando de todo lo que iban a hacer al respecto.
Al día siguiente, domingo 12 de mayo, era el día de la Madre. George recordó el día de la Madre de hacía dos años, cuando unos blancos habían intentado matarlo a él y a otros viajeros de la libertad lanzando bombas incendiarias a su autobús en Anniston, a unos noventa kilómetros de allí.
Verena salió del baño.
—Vuelve a la cama —dijo ella metiéndose bajo las sábanas.
George la obedeció, ansioso. Tenía la esperanza de hacer el amor con ella al menos una vez más antes del amanecer, pero justo cuando estaba a punto de volverse y dar la espalda a la ventana, algo llamó su atención. Los faros de dos coches avanzaban por la Quinta Avenida.
El primer vehículo era un coche patrulla blanco del Departamento de Policía de Birmingham, claramente identificado con el número veinticinco. Iba seguido de un viejo Chevrolet de principios de los cincuenta. Ambos coches aminoraron la velocidad a medida que fueron aproximándose al Gaston.
De repente George se dio cuenta de que los policías y las fuerzas estatales que habían estado patrullando las calles alrededor del hotel habían desaparecido. No había nadie en la acera.
«¿Qué demonios…?».
Al cabo de un segundo, un objeto salió despedido por la ventanilla trasera del Chevrolet, al otro lado de la acera, en dirección a la pared del hotel. El objeto aterrizó justo debajo de las ventanas de la habitación de la esquina, la número treinta, la que Martin Luther King había ocupado hasta ese mismo día, cuando había abandonado la ciudad.
Entonces los dos coches pisaron el acelerador.
George se apartó de la ventana, cruzó la habitación en dos zancadas y se tiró encima de Verena.
Justo empezaba a emitir un gemido de protesta cuando quedó sofocado por el ruido de una potente explosión. Todo el edificio se estremeció como si hubiese un terremoto. El estrépito de los cristales rotos y el estruendo de los cascotes de las paredes inundaron el aire.
La ventana de la habitación se hizo añicos produciendo un ruido repiqueteante, como el tañido de unas campanas tocando a muertos. Hubo un momento de silencio aterrador. Cuando el ruido de los dos coches se desvaneció en la distancia, George oyó gritos procedentes del interior del edificio.
—¿Estás bien? —le dijo a Verena.
—¡Joder! ¿Qué diablos ha pasado? —exclamó ella.
—Alguien ha arrojado una bomba desde un coche. —Frunció el ceño—. El coche tenía una escolta policial, ¿te lo puedes creer?
—¿En esta ciudad de mierda? ¡Pues claro que me lo creo!
George se apartó de ella y echó un vistazo a la habitación. Vio cristales rotos por todo el suelo; había un pedazo de tela verde enredada a los pies de la cama, y al cabo de unos segundos se dio cuenta de que era la cortina. La onda expansiva había arrancado una imagen del presidente Roosevelt de la pared, y este yacía boca arriba en la moqueta, con los fragmentos de cristal desperdigados sobre su sonrisa.
—Tenemos que ir abajo —dijo Verena—. Puede haber heridos.
—Espera un momento, voy a buscar tus zapatos.
George apoyó los pies en una zona despejada de la moqueta. Para cruzar la habitación tuvo que recoger los fragmentos de vidrio y apartarlos a un lado. Se alegró de ver sus zapatos junto a los de ella en el vestidor. Se calzó y ató los cordones de cuero negro y luego cogió los zapatos de salón blancos de Verena y se los llevó.
En ese momento se fue la luz.
Los dos se vistieron rápidamente a oscuras. Descubrieron que no había agua en el baño y bajaron la escalera.
El vestíbulo en penumbra estaba abarrotado por el personal del hotel y los huéspedes, todos víctimas del pánico. Había varios heridos sangrando, pero ningún muerto, al parecer. George se abrió paso para salir al exterior. Junto a las farolas vio un agujero de metro y medio de diámetro en la pared del edificio y una voluminosa pila de escombros en la acera; los remolques estacionados en el aparcamiento adyacente habían quedado reducidos a chatarra por la fuerza de la explosión, pero milagrosamente nadie había resultado herido de gravedad.
Llegó un policía acompañado de un perro y luego acudió una ambulancia, a la que siguieron más agentes. De forma harto inquietante, varios grupos de negros empezaron a concentrarse a las puertas del hotel y en el parque Kelly Ingram, una manzana más allá. George advirtió con desasosiego que no se trataba de los mismos cristianos pacíficos que habían salido alegremente de la Iglesia Baptista de la Calle Dieciséis cantando himnos. Aquellas personas habían pasado el sábado por la noche bebiendo en bares, en salas de billar y en los improvisados garitos negros conocidos como juke joints, y no suscribían la filosofía de Gandhi de resistencia pasiva que preconizaba Martin Luther King.
Alguien dijo que habían arrojado otra bomba a escasas manzanas de distancia, en la casa parroquial donde vivía el hermano de Martin Luther King, Alfred, a quien siempre llamaban A. D. King. Un testigo había visto a un policía uniformado colocar un paquete en el porche segundos antes de la explosión. Era evidente que la policía de Birmingham había tratado de asesinar a los dos hermanos King al mismo tiempo.
La muchedumbre se puso aún más furiosa.
No tardaron en empezar a lanzar botellas y piedras. Los perros y los cañones de agua eran sus blancos favoritos. George regresó al interior del hotel. A la luz de las linternas, Verena estaba ayudando a rescatar a una anciana negra de entre un montón de escombros en una habitación de la planta baja.
—Las cosas se están poniendo muy feas ahí fuera —le dijo George a Verena—. Están tirando piedras a la policía.
—Pues me parece muy bien, joder. Son los policías quienes han tirado las bombas.
—Piénsalo un momento —repuso George con tono apremiante—. ¿Por qué quieren los blancos provocar una revuelta esta noche? Para sabotear el acuerdo.
Verena se limpió el polvo del yeso de la frente. George la miró a la cara y vio que una rápida maniobra de cálculo sustituía la expresión de furia.
—Maldita sea, tienes razón —sentenció ella.
—No podemos permitir que lo hagan.
—Pero ¿cómo podemos evitarlo?
—Tenemos que sacar a todos los líderes del movimiento a la calle para que calmen a la gente.
Verena asintió con la cabeza.
—Sí, claro. Buena idea. Empezaré a reunirlos a todos.
George volvió a salir. La tensión iba en aumento: después de volcar un taxi, le habían prendido fuego en mitad de la carretera. A una manzana de allí, una tienda de comestibles ardía en llamas. Los coches patrulla procedentes del centro de la ciudad se veían obligados a detenerse en la calle Diecisiete por una lluvia de proyectiles.
George cogió un megáfono y se dirigió a la multitud.
—¡Atención! ¡Mantened todos la calma! —gritó—. ¡No pongáis en peligro nuestro acuerdo! Los segregacionistas están intentando provocar una revuelta: ¡no les deis lo que quieren! ¡Volved a casa y meteos en la cama!
—¿Por qué tenemos que ser siempre nosotros los que nos vamos a casa cuando son ellos quienes provocan la violencia, eh? —espetó un hombre de color que estaba a su lado.
George subió de un salto al capó de un coche aparcado y se encaramó al techo del vehículo.
—¡Esto no nos ayuda en nada! —vociferó—. ¡Nuestro movimiento no es violento! ¡Todo el mundo a casa!
—¡Nosotros no somos violentos, pero ellos sí! —gritó alguien.
Al punto, una botella de whisky vacía voló por los aires y golpeó a George en la frente. Él bajó del techo del coche y se tocó la cabeza.
Le dolía, pero no se había hecho sangre.
Otros empezaron a repetir sus consignas. Verena apareció con varios líderes del movimiento y varios predicadores más, y todos se mezclaron con la multitud para intentar aplacar a la gente. A. D. King subió a un coche.
—¡Acaban de arrojar una bomba a nuestra casa! —gritó—. Nosotros decimos: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Pero vosotros no nos estáis ayudando. ¡Nos estáis perjudicando! Por favor, ¡despejad este parque!
Poco a poco las palabras fueron surtiendo efecto. George advirtió que no se veía a Bull Connor por ninguna parte; el hombre que estaba al mando era el jefe de policía Jamie Moore —un profesional de las fuerzas policiales más que un nombramiento político—, y eso era una ayuda. La actitud de la policía parecía haber cambiado. Ni los adiestradores de perros ni los bomberos parecían tener tantas ganas de pelea como antes. George oyó a un agente gritar a un grupo de negros:
—¡Somos vuestros amigos!
Era mentira, pero una mentira nueva.
George advirtió que había halcones y palomas entre los segregacionistas. Martin Luther King se había aliado con las palomas, por lo que habían desbancado a los halcones. En ese momento, los halcones estaban tratando de reavivar el fuego del odio. No podían permitirles que se salieran con la suya.
Sin el estímulo de la agresión policial, la muchedumbre perdió las ganas de provocar una revuelta. George empezó a oír otro tipo de comentarios. Cuando la tienda de comestibles se derrumbó a causa del incendio, se oyeron voces de arrepentimiento entre la gente.
—Esto es una vergüenza —señaló un hombre.
—Hemos ido demasiado lejos —coincidió otro.
Al final los predicadores consiguieron que todos se pusieran a cantar y George se relajó. Presintió que todo había terminado.
Encontró al jefe de policía Moore en la esquina de la Quinta Avenida y la calle Diecisiete.
—Tenemos que enviar a unos operarios al hotel, jefe, para que hagan reparaciones —dijo con tono cortés—. No hay agua ni luz, y las condiciones de higiene se van a deteriorar muy deprisa.
—Veré lo que puedo hacer —dijo Moore, y se llevó el walkie-talkie a la oreja.
Sin embargo, antes de que pudiera hablar apareció la policía estatal.
Llevaban unos cascos azules y portaban carabinas y escopetas de dos cañones. Llegaron precipitadamente, la mayoría de ellos en coches, algunos a caballo. En cuestión de segundos había doscientos efectivos policiales o más. George los observaba horrorizado. Aquello era una catástrofe porque podían reactivar la revuelta en cualquier momento, pero se dio cuenta de que eso era justo lo que pretendía el gobernador George Wallace. Como Bull Connor y los autores de los lanzamientos de las bombas incendiarias, Wallace veía que la única esperanza para los segregacionistas era alentar el caos y hacer saltar por los aires toda sensación de ley y orden.
De pronto un coche se detuvo y de él salió el director de Seguridad Pública del gobernador Wallace, el coronel Al Lingo, armado con una escopeta. Dos de los hombres que lo acompañaban, al parecer sus guardaespaldas, llevaban subfusiles Thompson.
El jefe Moore enfundó el walkie-talkie. Habló despacio y en voz baja, pero tuvo la precaución de no dirigirse a Lingo por su rango militar.
—Señor Lingo, le agradecería que se fuera de aquí.
Lingo no se molestó en ser cortés.
—Coge tu culo cobarde y llévatelo de vuelta a la comisaría —soltó—. Ahora yo estoy al mando, y voy a dar la orden de meter a esos negros cabrones en la cama.
George suponía que le dirían que se largara de allí, pero estaban demasiado absortos en su discusión para fijarse en él.
—Esas armas no son necesarias —dijo Moore—. ¿Quiere hacer el favor de guardarlas? Alguien va a acabar muerto.
—¡Ya lo creo que sí! —exclamó Lingo.
George se alejó rápidamente en dirección al hotel.
Antes de entrar en el edificio se volvió a mirar, justo a tiempo de ver a los policías estatales cargar contra la multitud.
Entonces los disturbios comenzaron de nuevo.
George encontró a Verena en el patio del hotel.
—Tengo que volver a Washington —anunció.
No quería irse. Quería pasar tiempo con Verena, charlar con ella, ahondar en su recién descubierta intimidad. Quería hacer que se enamorara de él, pero eso tendría que esperar.
—¿Qué vas a hacer en Washington? —preguntó ella.
—Asegurarme de que los hermanos Kennedy entienden lo que está pasando. Alguien tiene que decirles que el gobernador Wallace está provocando la violencia con el fin de sabotear el acuerdo.
—Son las tres de la mañana.
—Me gustaría llegar al aeropuerto lo antes posible y coger el primer vuelo. Puede que tenga que volar vía Atlanta.
—¿Y cómo vas a llegar al aeropuerto?
—Buscaré un taxi.
—Ningún taxi va a aceptar llevar a un negro esta noche, sobre todo a un negro con un chichón en la frente.
George se tocó la cara, palpándosela, y localizó un bulto justo donde ella había dicho.
—¿De dónde habrá salido esto?
—Recuerdo haber visto cómo te golpeaba una botella en la frente.
—Ah, sí. Bueno, puede parecer una estupidez, pero debo tratar de llegar al aeropuerto.
—¿Y tu equipaje?
—No puedo hacer las maletas a oscuras. Además, no tengo muchas cosas. Me iré sin equipaje.
—Ten cuidado —dijo Verena.
George la besó. Ella le rodeó el cuello con los brazos y presionó su cuerpo delgado contra el de él.
—Ha sido fantástico —susurró, y acto seguido lo soltó.
George salió del hotel. Las avenidas que llevaban directamente al centro en dirección este estaban bloqueadas; tendría que dar un rodeo.
Caminó hacia el oeste y luego hacia el norte, y luego torció en dirección este cuando le pareció que ya se hallaba lejos de los disturbios. No vio ningún taxi. Tal vez tendría que esperar al primer autobús de la mañana del domingo.
Una luz tenue brillaba en el cielo de levante cuando un coche se detuvo frenando en seco a su lado. George se dispuso a salir corriendo por temor a que se tratase de grupos radicales blancos, pero cambió de idea cuando vio a tres policías estatales bajar del vehículo, fusiles en ristre.
«No les hará falta ninguna excusa si quieren matarme», pensó atemorizado.
El líder era un hombre de baja estatura que se comportaba con actitud arrogante. George reparó en que llevaba los galones de sargento en la manga.
—¿Adónde vas, muchacho? —inquirió.
—Estoy intentando llegar al aeropuerto, sargento —respondió George—. Tal vez ustedes puedan decirme dónde puedo encontrar un taxi.
El líder se dirigió al resto con una sonrisa burlona.
—Que está intentando llegar al aeropuerto, dice —repitió, como si la idea le hiciese mucha gracia—. ¡Cree que podemos ayudarle a encontrar un taxi!
Sus subordinados rieron con ganas.
—¿Y qué vas a hacer en el aeropuerto? —le preguntó el sargento a George—. ¿Limpiar los cuartos de baño?
—Voy a coger un avión a Washington. Trabajo en el Departamento de Justicia. Soy abogado.
—No me digas. Bueno, pues yo trabajo para George Wallace, el gobernador de Alabama, y nosotros no les hacemos mucho caso a los de Washington, por aquí abajo. Métete en el maldito coche antes de que te rompa esa cabeza de chorlito que tienes.
—¿Por qué razón me detienen?
—No te hagas el listo conmigo, muchacho.
—Si me detiene sin una causa justificada es usted un criminal, no un policía.
Con un movimiento ágil y repentino, el sargento blandió su rifle por la culata. George se agachó y levantó la mano instintivamente para protegerse la cara. La culata de madera del fusil le golpeó con fuerza en la muñeca izquierda, causándole mucho dolor. Los otros dos agentes le inmovilizaron los brazos. Él no opuso resistencia, pero lo llevaron a rastras como si estuviera forcejeando. El sargento abrió la puerta trasera del coche y lo arrojó al asiento de atrás. Cerraron la puerta antes de que George hubiera entrado del todo en el vehículo y le pillaron la pierna; profirió un alarido de dolor. Volvieron a abrir, le metieron la pierna herida dentro de un empujón y cerraron.
Permaneció inmóvil, tirado en el asiento trasero del coche. La pierna le dolía horrores, pero la muñeca era aún peor. «Pueden hacer lo que quieran con nosotros —pensó— porque somos negros». En ese momento deseó haber arrojado piedras y botellas a la policía en lugar de haber corrido por ahí diciéndole a la gente que se calmase y regresase a casa.
Los policías lo llevaron al Gaston. Una vez allí, abrieron la puerta trasera del coche y echaron a George de un empujón. Sujetándose la muñeca izquierda con la mano derecha, entró cojeando en el patio.
Ese domingo por la mañana, más tarde, George encontró por fin un taxi con un conductor negro y se dirigió al aeropuerto, donde tomó un vuelo a Washington. La muñeca izquierda le dolía tanto que no podía mover el brazo, y se guardó la mano en el bolsillo para apoyarla. Tenía la muñeca hinchada, y para aliviar el dolor se quitó el reloj y se desabrochó el puño de la camisa.
Llamó al Departamento de Justicia desde un teléfono público del aeropuerto y se enteró de que iba a haber una reunión de urgencia en la Casa Blanca a las seis de la tarde. El presidente volaba desde Camp David, y habían trasladado a Burke Marshall en helicóptero desde West Virginia. Bobby estaba de camino al Departamento de Justicia, iba a necesitar una reunión informativa inmediatamente y no, no había tiempo para que George fuese a su casa a cambiarse de ropa.
Después de prometerse que a partir de ese momento siempre guardaría una camisa limpia en el cajón de su escritorio, George consiguió un taxi para desplazarse al Departamento de Justicia y fue directamente al despacho de Bobby.
A pesar de la mueca de dolor cada vez que trataba de mover el brazo izquierdo, George insistió en que sus heridas eran demasiado leves para requerir atención médica. Hizo un resumen de los acontecimientos de la noche anterior ante el secretario de Justicia y un grupo de asesores, incluido Marshall. Por alguna razón, el enorme terranova negro de Bobby, Brumus, también estaba allí.
—La tregua que con tanta dificultad se acordó esta semana corre peligro —dijo George como conclusión—. Los atentados y la brutalidad de la policía estatal han debilitado el compromiso de los negros con la no violencia. Por otra parte, los disturbios amenazan con debilitar la posición de los blancos que negociaron con Martin Luther King.
Los enemigos de la integración, con George Wallace y Bull Connor a la cabeza, tienen la esperanza de que un bando o ambos renieguen del acuerdo. Tenemos que evitar como sea que esto suceda.
—Bueno, eso está bastante claro —señaló Bobby.
Todos subieron al coche de Bobby, un Ford Galaxie 500. Era verano y llevaba la capota bajada. Recorrieron el breve trayecto hasta la Casa Blanca. Brumus disfrutó del paseo.
En el exterior de la Casa Blanca se habían concentrado varios miles de manifestantes, una mezcla significativa de blancos y negros, con pancartas que decían: proteged a los niños de birmingham.
El presidente Kennedy estaba en el Despacho Oval, sentado en su silla favorita, una mecedora, esperando al grupo del Departamento de Justicia. Con él se encontraba un poderoso trío formado por militares: Bob McNamara, el chico prodigio de Ford y secretario de Defensa, así como el secretario del Ejército y el jefe de Estado Mayor del Ejército.
George se dio cuenta de que aquel grupo se había reunido allí ese día porque la noche anterior los negros de Birmingham habían provocado incendios y arrojado botellas. En todos los años de protestas no violentas por los derechos civiles, nunca se había convocado ninguna reunión de emergencia de tanta trascendencia, ni siquiera cuando el Ku Klux Klan lanzaba bombas incendiarias contra las casas de los negros.
Los disturbios daban resultado.
Los militares estaban presentes para discutir el envío del ejército a Birmingham. Como de costumbre, Bobby se centró en la realidad política.
—Los ciudadanos van a exigir que el presidente tome medidas —dijo—, pero he aquí el problema: no podemos admitir que estamos enviando tropas federales para controlar a la policía estatal, eso sería como una declaración de guerra de la Casa Blanca contra el estado de Alabama. Así que tendríamos que decir que es para controlar a los manifestantes… y eso sería como una declaración de guerra de la Casa Blanca contra los negros.
El presidente Kennedy lo entendió de inmediato.
—En cuanto los blancos cuenten con la protección de las tropas federales, podrían romper el acuerdo que acaban de firmar —aseveró.
«En otras palabras —pensó George—, la amenaza de disturbios por parte de los negros es lo que está manteniendo el acuerdo con vida». No le gustaba aquella conclusión, pero era difícil no llegar a ella.
En ese momento intervino Burke Marshall, quien veía el acuerdo como obra suya.
—Si ese acuerdo se rompe —dijo con cansancio—, los negros se… hum…
El presidente terminó su frase.
—Será imposible controlarlos.
—Y no solo en Birmingham —añadió Marshall.
La sala se quedó en silencio mientras todos contemplaban la posibilidad de que estallasen disturbios similares en otras ciudades de Estados Unidos.
—¿Qué tiene previsto King para hoy? —preguntó el presidente Kennedy.
—Volver a Birmingham —contestó George. Lo había averiguado justo antes de salir del Gaston—. Estoy seguro de que en estos momentos ya está visitando las iglesias más importantes, instando a la gente a que vuelvan a casa en paz después del servicio y a que no salgan a la calle esta noche.
—¿Y harán lo que les pide?
—Sí, siempre y cuando no haya más atentados y los policías estatales estén bajo control.
—¿Y cómo podemos garantizar eso?
—¿Podría enviar a los soldados a las inmediaciones de Birmingham, pero no a la ciudad en sí? Eso demostraría su apoyo al acuerdo. Connor y Wallace sabrían que, si se portan mal, perderán su poder, pero no les daría a los blancos la posibilidad de incumplir el acuerdo.
Estuvieron discutiéndolo durante un rato y al final eso fue lo que decidieron hacer.
George se trasladó a la Sala del Gabinete con un pequeño subgrupo a redactar una declaración para la prensa, mecanografiada por la secretaria del presidente. Las conferencias de prensa solían convocarse en la oficina de Pierre Salinger, pero ese día había demasiados periodistas y cámaras de televisión en la sala y, como era una noche de verano cálida, el anuncio se hizo en la Rosaleda. George vio al presidente Kennedy salir al jardín y situarse delante de la prensa mundial para hacer su declaración.
—El acuerdo de Birmingham ha sido y es un acuerdo justo. El gobierno federal no va a permitir que lo saboteen unos pocos extremistas de uno y otro lado.
«Dos pasos adelante, un paso atrás y dos más adelante —pensó George—, pero vamos haciendo progresos».