21

LA orquesta de Baile de Joe Henry tenía una de sus habituales actuaciones de los sábados en el restaurante del hotel Europa, en el Berlín oriental, en las que interpretaban clásicos del jazz y canciones de obras musicales para la élite de la Alemania del Este y sus esposas. Joe, que respondía al verdadero nombre de Josef Heinried, no era un gran batería en opinión de Walli, pero lograba seguir el ritmo incluso bebido, y además era del sindicato de músicos, así que no podían despedirlo.

Joe se presentó en la entrada de servicio del hotel a las seis de la tarde en una vieja camioneta Framo V901 de color negro cuya parte trasera contenía su querida batería, bien atada y protegida con almohadones. Mientras Joe aguardaba tomando una cerveza sentado a la barra, Walli tenía que encargarse de trasladar la batería de la camioneta al escenario, sacar los instrumentos de los estuches de cuero y montarlos según las preferencias de Joe. El conjunto constaba de un bombo con su pedal, dos timbales, una caja, un charles, un plato y un cencerro. Walli transportaba la batería con tanta delicadeza como si fueran huevos; era una Slingerland que Joe había ganado a un soldado estadounidense en una partida de cartas durante los años cuarenta, y jamás tendría otra como esa.

Walli recibía una remuneración ínfima, pero a cambio Karolin y él podían actuar durante el intermedio de veinte minutos con el nombre artístico de Bobbsey Twins y, lo más importante, les habían concedido sendas acreditaciones del sindicato de músicos, aunque con diecisiete años él era demasiado joven para formar parte del organismo.

Maud, la abuela inglesa de Walli, había reído con gusto cuando su nieto le dijo el nombre que le habían puesto a su dúo.

—¿Y quiénes sois, Flossie y Freddie o Bert y Nan? —había preguntado la mujer—. Cómo me haces reír, Walli.

Los Bobbsey Twins no se parecían en nada a los Everly Brothers.

Su nombre hacía referencia a una antigua colección de novelas infantiles protagonizadas por la familia Bobbsey, perfecta a más no poder, y por sus dos parejas de gemelos de mejillas sonrosadas. Walli y Karolin habían decidido conservarlo de todos modos.

Joe era idiota, pero aun así Walli estaba aprendiendo mucho de él.

Joe se aseguraba de que la orquesta tocara a un volumen suficiente para no pasar desapercibida, aunque no tanto para que los clientes se quejaran de que no podían conversar. Asignaba a cada músico el papel de solista en una pieza, de modo que todos quedaban contentos. Siempre comenzaba las actuaciones con una canción conocida, y le gustaba acabar cuando la pista de baile aún estaba de bote en bote para que el público se quedara con ganas de más.

Walli no sabía lo que le depararía el futuro, pero sí cuáles eran sus deseos. Sería músico profesional, líder de una banda, famoso y popular; y tocaría rock and roll. Quizá los comunistas moderaran su actitud con respecto a la cultura estadounidense y permitieran la formación de grupos de música pop. Quizá el comunismo acabara por caer. O, mejor aún, tal vez él encontrara la manera de huir a Estados Unidos.

Sin embargo, aún faltaba mucho para eso. De momento se contentaba con que los Bobbsey Twins adquirieran la popularidad suficiente para que Karolin y él pudieran ejercer de músicos sin tener que compaginarlo con otra actividad profesional.

Los miembros de la orquesta de Joe habían ido entrando en el local mientras Walli disponía la batería en el escenario, y a las siete en punto empezaron a tocar.

Los comunistas albergaban sentimientos encontrados con respecto al jazz. Por una parte, recelaban de todo lo que procedía de Estados Unidos; pero los nazis habían prohibido el jazz, lo cual le daba una connotación antifascista. Al final habían optado por permitirlo puesto que a mucha gente le gustaba. La orquesta de Joe no contaba con ningún vocalista, así que no tenían ningún problema con las canciones cuyas letras defendían los valores burgueses, como Top Hat, White Tie and Tails o Puttin’ on the Ritz.

Karolin llegó al cabo de un momento, y su presencia iluminó el sórdido ambiente de entre bastidores con un resplandor suave como la luz de las velas que tiñó las paredes de un tono rosáceo y desterró a las sombras los sucios rincones del local.

Por primera vez había algo en la vida de Walli que le importaba tanto como la música. Había tenido otras novias; de hecho, no le hacían falta grandes esfuerzos para encontrarlas, y casi siempre estaban dispuestas a tener relaciones con él, así que para Walli el sexo no era el sueño inalcanzable de la mayoría de sus compañeros de estudios. Con todo, jamás había experimentado nada parecido a la pasión y el amor irrefrenables que sentía por Karolin.

—Pensamos igual. A veces incluso decimos las cosas al mismo tiempo —le había explicado a la abuela Maud.

—Claro. Porque sois almas gemelas —había dicho ella.

Walli y Karolin podían hablar de sexo con la misma facilidad con que hablaban de música, y se contaban lo que les gustaba y lo que no; aunque en realidad a Karolin había pocas cosas que no le gustaran.

La orquesta tenía que tocar durante una hora más, así que Walli y Karolin se dirigieron a la parte trasera de la camioneta de Joe para acostarse juntos. El espacio se transformó en un dormitorio íntimo, apenas alumbrado por el brillo amarillento de las farolas. Los almohadones eran un diván de terciopelo y Karolin, una lánguida odalisca que abría sus prendas para ofrecer su cuerpo a los besos de Walli.

Habían probado el sexo con preservativo, pero a ninguno de los dos les gustaba. A veces tenían relaciones sin usar protección y Walli se retiraba en el último momento, pero Karolin decía que no era un método del todo seguro. Esa noche se dieron placer con las manos.

Cuando Walli hubo eyaculado en el pañuelo de Karolin, ella le mostró de qué modo complacerla, guiando sus dedos hasta que alcanzó el orgasmo con una ligera exclamación que parecía más de sorpresa que otra cosa.

—El sexo con la persona a la que amas es casi lo mejor del mundo —le había dicho Maud a Walli.

A veces las abuelas explicaban más cosas que las madres.

—Si eso es casi lo mejor, ¿qué va antes? —preguntó él.

—Ver felices a tus hijos.

—Creía que ibas a decir «tocar ragtime» —repuso Walli, y la mujer se echó a reír.

Como siempre, Walli y Karolin pasaron del sexo a la música sin pausa alguna, como si fueran una misma cosa. Walli le enseñó a Karolin una nueva canción. En su dormitorio disponía de una radio y escuchaba emisoras estadounidenses que retransmitían desde el Berlín occidental, así que conocía todas las piezas populares. La que estaba interpretando llevaba por título If I Had a Hammer, y era un éxito de un trío estadounidense llamado Peter, Paul and Mary. Tenía un ritmo pegadizo y Walli estaba seguro de que al público le encantaría.

Karolin tenía sus dudas acerca de la letra, que hacía referencia a la justicia y la libertad.

—¡Pues en Estados Unidos consideran comunista a Pete Seeger por haberla escrito! Me parece que saca de quicio a todos los extremistas.

—¿Y eso de qué nos sirve a nosotros? —preguntó Karolin con su obstinado sentido práctico.

—Aquí nadie entenderá la letra. Está en inglés.

—Bueno —accedió ella, poco convencida—. De todos modos, tengo que dejar de cantar —añadió.

Walli se quedó estupefacto.

—¿Qué quieres decir?

Ella adoptó un aire sombrío. Se había reservado la mala noticia para no estropear el momento del sexo, dedujo Walli. Karolin tenía un autocontrol impresionante.

—A mi padre lo ha interrogado la Stasi —confesó.

El padre de Karolin trabajaba como supervisor en una terminal de autobuses. No parecía interesado en política y resultaba poco probable que la policía secreta lo considerara sospechoso.

—¿Por qué? —quiso saber Walli—. ¿Cuál ha sido el motivo del interrogatorio?

—Tú —respondió ella.

—Mierda.

—Le han dicho que eres ideológicamente sospechoso.

—¿Cómo se llama el que lo ha interrogado? ¿Ha sido Hans Hoffmann?

—No lo sé.

—Seguro que sí.

Si no lo había hecho Hans en persona, no cabía duda de que era él quien estaba detrás, pensó Walli.

—Lo han amenazado con quitarle el trabajo si sigo apareciendo en público contigo.

—¿Siempre haces lo que te dicen tus padres? Tienes diecinueve años.

—Claro, pero aún vivo con ellos. —Karolin había dejado los estudios pero asistía a un curso para ser contable—. Da igual, no puedo consentir que despidan a mi padre por mi culpa.

Walli estaba destrozado. Eso echaba por tierra su sueño.

—Es que… ¡somos muy buenos! ¡A la gente le encanta lo que hacemos!

—Ya lo sé. Lo siento mucho.

—¿Cómo es que la Stasi sabe que cantas?

—¿Te acuerdas del hombre de la gorra que anduvo siguiéndonos la noche que nos conocimos? De vez en cuando lo veo.

—¿Crees que me sigue siempre?

—No siempre —dijo ella bajando la voz. La gente hablaba en voz baja de forma sistemática cuando mencionaba a la Stasi, aunque no hubiera nadie cerca—. Solo aparece de vez en cuando. Pero supongo que en algún momento me ha visto contigo, me ha seguido y ha averiguado mi nombre y mi dirección, y así han dado con mi padre.

Walli se negaba a aceptar lo que estaba sucediendo.

—Nos iremos a Berlín Oeste —resolvió él.

Karolin puso cara de desesperación.

—Ay, ojalá pudiéramos.

—Hay mucha gente que escapa.

Walli y Karolin hablaban de ello a menudo. Los fugitivos pasaban a nado los canales, obtenían documentación falsa, se escondían entre la carga de los camiones de exportación o simplemente cruzaban la frontera a toda velocidad. De vez en cuando las emisoras de la Alemania Occidental retransmitían sus historias, aunque lo más habitual era que se propagaran a través de rumores de todo tipo.

—También hay mucha gente que muere.

Aunque Walli estaba ansioso por marcharse, lo angustiaba la posibilidad de que durante la fuga Karolin resultara herida, o algo peor.

Los guardias de la frontera disparaban a matar. Y el Muro no dejaba de transformarse; cada vez imponía más. Al principio había sido solo una valla de alambre de espino, pero en muchos puntos se había convertido en una doble barrera de bloques de hormigón cuya parte central estaba iluminada por focos y custodiada por guardias y perros.

Incluso contenía obstáculos anticarro. Nadie había intentado cruzar nunca el Muro en tanque, aunque los propios guardias de la frontera sí se daban a la fuga con frecuencia.

—Mi hermana logró escapar —dijo Walli.

—Pero a su marido lo dejaron lisiado.

Rebecca y Bernd se habían casado y vivían en Hamburgo. Los dos eran maestros, aunque Bernd iba en silla de ruedas puesto que no se había recuperado por completo de la caída. Las cartas que enviaban a Carla y Werner siempre sufrían cierto retraso por la censura, pero al final llegaban.

—Sea como sea, no quiero vivir aquí —afirmó Walli con descaro—. Yo me pasaría la vida interpretando las canciones que aprueba el Partido Comunista y tú trabajarías de contable para que tu padre pudiera conservar el empleo en la terminal de autobuses. Para eso, prefiero estar muerto.

—El comunismo no puede durar eternamente.

—¿Por qué no? Llevan en el poder desde 1917. Además, ¿qué sucederá si tenemos hijos?

—¿A qué viene eso ahora? —soltó ella con brusquedad.

—Si nos quedamos aquí, no solo nos estamos condenando a nosotros mismos a vivir en una cárcel. También nuestros hijos lo sufrirán.

—¿Tú quieres tener hijos?

Walli no había previsto sacar ese tema. No sabía si quería tener hijos; antes debía ocuparse de su propia vida.

—Bueno, en esta Alemania seguro que no —respondió.

No lo había pensado antes, pero tras haberlo verbalizado se sentía seguro de ello.

Karolin se puso seria.

—Entonces, tal vez sí que debamos escapar —concluyó—. Pero ¿cómo?

Walli le había dado vueltas a muchas opciones y tenía preferencia por una.

—¿Has visto el puesto de control que hay cerca de mi escuela?

—Nunca me he fijado, la verdad.

—Es para los vehículos que transportan alimentos a la parte oeste: carne, verdura, queso y demás.

Al gobierno de la Alemania Oriental no le gustaba la idea de estar sustentando al Berlín occidental, pero necesitaba dinero, según decía el padre de Walli.

—¿Y…?

Walli había empezado a idear un plan.

—La barrera consiste en un único tablón de madera de unos quince centímetros de grosor. El conductor enseña la documentación y el guardia levanta la barrera para dejar pasar el vehículo. Luego inspeccionan la carga en el recinto fronterizo, y a la salida hay una barrera parecida.

—Sí, lo recuerdo.

—Se me ocurre que si un transportista tuviera problemas con los guardias —siguió explicando Walli con más seguridad de la que sentía—, podría lanzarse contra las barreras y, seguramente, conseguiría atravesar las dos.

—¡Walli! ¡Eso es muy peligroso!

—No hay ninguna forma segura de escapar.

—Tú no tienes camión.

—Robaremos esta camioneta.

Tras las actuaciones, Joe siempre se quedaba un rato en el bar mientras Walli recogía la batería y la cargaba en el vehículo. Cuando terminaba, Joe solía estar algo bebido y Walli lo acompañaba a casa. No tenía carnet, pero eso Joe no lo sabía y nunca estaba lo bastante sobrio para reparar en lo mal que conducía. Después de ayudarlo a entrar en su piso, Walli tenía que guardar la batería en la entrada y aparcar la camioneta en el garaje.

—Podría llevármela esta noche, después de la actuación —le propuso a Karolin—. Nos marcharíamos a primera hora de la mañana, en cuanto abran el puesto de control.

—Si se hace tarde y no he llegado a casa, mi padre saldrá a buscarme.

—Vete a casa, duerme y levántate temprano. Te esperaré en la puerta de la escuela. Joe no pondrá un pie en la calle antes del mediodía, así que para cuando se dé cuenta de que la camioneta ha desaparecido nosotros estaremos paseando por el Tiergarten.

Karolin lo besó.

—Tengo miedo, pero te quiero.

Walli oyó que la orquesta interpretaba Avalon, la última pieza de la primera parte, y reparó en que llevaban mucho rato hablando.

—Nos toca actuar dentro de cinco minutos —dijo—. Vamos.

La orquesta abandonó el escenario, y la pista de baile quedó desierta. Walli tardó menos de un minuto en instalar los micrófonos y el pequeño amplificador de la guitarra. El público siguió concentrado en sus copas y sus conversaciones hasta que los Bobbsey Twins salieron a escena. Algunos de los espectadores ni siquiera repararon en ellos, mientras que otros los contemplaron con interés; Walli y Karolin formaban muy buena pareja, y eso siempre era un buen comienzo.

Como de costumbre, empezaron con Noch Einen Tanz, que captaba la atención del público y provocaba risas. Interpretaron algunas canciones folk, dos piezas de los Everly Brothers y Hey, Paula, un éxito de un dúo estadounidense muy parecido a ellos dos que se hacía llamar Paul and Paula. Walli tenía un timbre muy alto y añadía acordes a la voz de Karolin. Se había acostumbrado a puntear la guitarra de modo que el estilo resultaba rítmico a la vez que melódico.

Terminaron con If I Had a Hammer. En general el público se mostró encantado y se dedicó a seguir el compás con palmadas, aunque hubo alguna que otra mala cara ante ciertas palabras del estribillo como «justicia» y «libertad».

Estalló un fuerte aplauso. A Walli le daba vueltas la cabeza a causa de la euforia que le provocaba saber que había cautivado al auditorio.

Era una sensación más embriagadora que el alcohol. Se sentía flotar.

Ya entre bastidores, Joe se acercó a ellos.

—Si volvéis a cantar esa canción, estáis despedidos —dijo.

A Walli le sentó como una patada, y toda su euforia se desvaneció al instante.

Se volvió hacia Karolin, furioso.

—Es la gota que colma el vaso. Yo me marcho hoy mismo.

Regresaron a la camioneta. Muchas veces volvían a hacer el amor, pero esa noche los dos estaban demasiado tensos. Walli echaba chispas.

—¿A qué hora podrías encontrarte conmigo por la mañana? —le preguntó a Karolin.

Ella lo pensó un momento.

—Me iré a casa y les diré a mis padres que quiero acostarme ya porque tengo que levantarme temprano… para ensayar el número del desfile del día del Trabajo que estamos preparando en la escuela.

—Estupendo.

—Podría reunirme contigo a las siete sin levantar sospechas.

—Perfecto. Un domingo a esa hora no habrá mucha caravana en el puesto de control.

—Entonces, vuelve a besarme.

Se dieron un beso largo y apasionado. Walli empezó a acariciarle los pechos, pero enseguida se apartó.

—La próxima vez que hagamos el amor seremos libres.

Bajaron de la camioneta.

—Te espero a las siete en punto —insistió él.

Karolin se despidió con la mano y desapareció en la oscuridad.

Walli pasó el resto de la noche invadido por una mezcla de esperanza y furia. Tenía la constante tentación de darle a entender a Joe el desprecio que sentía por él, pero al mismo tiempo temía que algo le impidiera robar la camioneta. Sin embargo, si dio alguna muestra de su aversión, Joe no lo notó, y a la una de la madrugada Walli había conseguido aparcar el vehículo en la calle de la escuela. Quedaba fuera de la vista del puesto de control, a dos esquinas, lo cual era una suerte; no quería que los guardias lo vieran y empezaran a sospechar.

Se tumbó sobre los almohadones de la parte trasera de la camioneta y cerró los ojos, pero hacía demasiado frío para dormir, así que pasó casi toda la noche pensando en su familia. Su padre llevaba más de un año con un humor de perros. Ya no poseía la fábrica de televisores en el Berlín occidental; se la había cedido a Rebecca para que el gobierno de la Alemania Oriental no hallara manera de arrebatársela a la familia.

Aun así, seguía tratando de dirigirla a distancia y había contratado a un contable danés para que le hiciera de enlace. Al ser extranjero, Enok Andersen estaba autorizado a cruzar la frontera que separaba el Berlín Oeste del Berlín Este una vez a la semana para reunirse con el padre de Walli. Por desgracia, esa no era forma de llevar ningún negocio, y el hombre se estaba volviendo loco.

Walli creía que tampoco su madre era feliz. En general vivía volcada en su trabajo de jefa de enfermeras de un gran hospital. Detestaba a los comunistas tanto como a los nazis, pero no había nada que pudiera hacer al respecto.

La abuela Maud se mostraba tan estoica como siempre. Solía decir que rusos y alemanes habían estado enfrentados desde que ella tenía uso de razón, y que su gran esperanza era vivir lo suficiente para ver quién ganaba a quién. Además, creía que tocar la guitarra era un gran logro, a diferencia de los padres de Walli, que lo consideraban una pérdida de tiempo.

A quien más echaría de menos era a Lili. Su hermana pequeña había cumplido catorce años y le caía mucho mejor que la niña pesada a quien recordaba de la infancia.

Walli intentó no pensar mucho en los peligros que lo aguardaban, no quería perder el valor. De madrugada, cuando sintió que su denuedo flaqueaba, recordó las palabras de Joe: «Si volvéis a cantar esa canción, estáis despedidos». Eso avivó su furia. En el Berlín oriental se pasaría la vida teniendo que obedecer a zopencos como Joe, que le dirían qué podía tocar y qué no, y eso no era vida ni era nada; era un infierno. No cabía otra opción: tenía que marcharse, fueran cuales fuesen las consecuencias. La alternativa resultaba inconcebible.

Ese pensamiento le infundió valor.

A las seis en punto bajó de la camioneta y se fue a buscar una bebida caliente y algo de comer. Sin embargo, no encontró ningún establecimiento abierto, ni siquiera en la estación de tren, así que regresó al vehículo con más hambre que nunca. Por lo menos el paseo lo había reconfortado.

La luz del día le sirvió para entrar en calor. Se trasladó al asiento del conductor para ver llegar a Karolin. No le sería difícil encontrarlo; conocía la camioneta, y de todos modos no había ninguna otra aparcada cerca de la escuela.

Walli repasó mentalmente una y otra vez lo que estaba a punto de hacer. Pillaría por sorpresa a los guardias. Transcurrirían varios segundos antes de que estos se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo y, luego, lo más probable era que se liaran a tiros.

Con suerte, cuando los guardias reaccionaran y se pusieran a perseguirlos, se encontrarían disparando a la parte trasera de la camioneta. ¿Hasta qué punto era eso peligroso? En realidad no tenía la más remota idea. Nunca lo habían tiroteado. Tampoco había visto a nadie utilizar un arma de fuego en ninguna circunstancia. No sabía si las balas atravesaban la chapa de los coches o no. Recordó una ocasión en que su padre había dicho que disparar a alguien no era tan fácil como parecía en las películas. Eso era todo cuanto Walli sabía del tema.

Lo asaltó un momento de angustia cuando un coche de la policía pasó a su lado. El agente que ocupaba el asiento del acompañante le clavó la mirada. Si le pedían el carnet de conducir estaba acabado.

Pensó que era un imbécil por no haber permanecido oculto en la parte trasera de la camioneta. Sin embargo, los policías siguieron su camino sin detenerse.

Hasta ese instante había imaginado que, si algo salía mal, los guardias los matarían tanto a Karolin como a él. No obstante, por primera vez contemplaba la posibilidad de que los disparos solo alcanzaran a uno y el otro sobreviviera. Era una perspectiva aterradora. Siempre se decían «Te quiero» de forma mecánica, pero en realidad Walli sentía algo muy profundo. Estaba descubriendo que amar a alguien consistía en considerar a esa persona tan valiosa que no podías soportar perderla.

Aún se le ocurrió una opción peor: quizá uno de los dos quedara lisiado, como Bernd. ¿Cómo se sentiría él si Karolin acababa paralítica por su culpa? Le entrarían ganas de suicidarse.

Por fin su reloj marcó las siete en punto. Se preguntó si Karolin se habría planteado alguna de esas opciones. Lo más probable era que sí.

¿En qué otra cosa podría haber pensado durante toda la noche? ¿Era posible que se acercara hasta la camioneta, se sentara junto a él y le confesara con un hilo de voz que no estaba dispuesta a arriesgarse?

¿Qué haría él en ese caso? No podía renunciar al plan y pasar el resto de sus días tras el Telón de Acero. Aunque ¿sería capaz de dejarla allí y marcharse solo?

Se disgustó cuando dieron las siete y cuarto y Karolin seguía sin aparecer.

A las siete y media empezó a preocuparse, y a las ocho estaba desesperado.

¿Cuál había sido el problema?

¿Habría descubierto su padre que no tenía ningún ensayo previsto para el desfile del día del Trabajo? ¿Por qué iba a molestarse en comprobar una cosa así?

¿Habría caído enferma Karolin? Por la noche no se encontraba mal.

¿Habría cambiado de opinión?

Tal vez.

Nunca había mostrado tanta seguridad como él en cuanto a la necesidad de huir. Había expresado sus dudas y preveía dificultades. La noche anterior, cuando habían comentado la idea, Walli tuvo la impresión de que en general era reacia hasta que él le habló de tener hijos en la Alemania del Este. Fue entonces cuando se convenció del punto de vista de Walli. No obstante, al parecer había cambiado de opinión.

Decidió darle tiempo hasta las nueve.

Y luego ¿qué? ¿Se marcharía solo?

Ya no sentía hambre. Estaba tan nervioso que no habría podido probar bocado. Lo que sí tenía era sed. Casi habría regalado la guitarra a cambio de un café caliente con crema de leche.

A las nueve menos cuarto Walli vio a una chica delgada con el pelo largo y rubio andando en dirección a la camioneta, y se le aceleró el pulso. Sin embargo, cuando la chica se fue acercando reparó en que tenía las cejas oscuras, la boca pequeña y dientes de conejo. No era Karolin.

A las nueve seguía sin aparecer.

¿Qué hacer, irse o quedarse?

«Si volvéis a cantar esa canción, estáis despedidos».

Walli puso en marcha el motor.

Avanzó despacio y torció la primera esquina.

Tendría que coger velocidad para lograr atravesar la barrera. Por otra parte, si se aproximaba demasiado rápido pondría sobre aviso a los guardias. Tenía que iniciar la marcha a velocidad normal, disminuirla un poco para engañarlos y luego pisar a fondo el acelerador.

Por desgracia, en ese vehículo pisar el acelerador no producía un efecto inmediato. La Framo tenía un motor de 900 centímetros cúbicos, tres cilindros y dos tiempos. A Walli se le ocurrió que habría sido mejor dejar la batería en la zona de carga de la furgoneta para que el peso le permitiera embestir la barrera con más ímpetu.

Torció otra esquina y se vio frente al puesto de control. A unos trescientos metros la calle quedaba cortada por una barrera que se elevaba para dar acceso al espacio donde se encontraba la caseta de los guardias. Unos cincuenta metros más allá, otra barrera bloqueaba la salida. Tras ella se extendían treinta metros de calzada desierta que acababan por convertirse en una calle normal del Berlín occidental.

«Berlín Oeste —pensó Walli—. El primer paso hacia la Alemania Occidental. Y luego, América».

Junto a la barrera más cercana aguardaba un camión. Walli se apresuró a detener la camioneta. Si tenía que hacer cola no podría acelerar hasta la velocidad necesaria.

El camión cruzó la barrera y otro coche se detuvo en ella. Walli esperó. No obstante, vio que un guardia miraba en dirección a él y se dio cuenta de que habían reparado en su presencia. En un intento por disimular, se apeó del vehículo, lo rodeó por detrás y abrió el portón trasero. Eso le permitía observar a través del parabrisas de delante. En cuanto el segundo vehículo hubo cruzado el espacio que separaba ambas barreras, Walli volvió a ocupar el asiento del conductor.

Puso primera y vaciló. Aún no era demasiado tarde para dar media vuelta. Podía volver a aparcar el vehículo en el garaje de Joe y regresar a casa, con lo cual su único problema sería explicarles a sus padres por qué había pasado fuera toda la noche.

Era cuestión de vida o muerte.

Si esperaba más, podía aparecer otro camión y cortarle el paso; o tal vez un guardia podía acercarse y preguntarle qué narices hacía allí, merodeando cerca de un puesto de control. Y habría perdido su oportunidad.

«Si volvéis a cantar esa canción…».

Soltó el embrague y avanzó.

Alcanzó los cincuenta kilómetros por hora y luego aminoró un poco la velocidad. El guardia que estaba apostado junto a la barrera lo observaba, pero al ver que pisaba el freno miró hacia otro lado.

Entonces Walli apretó a fondo el acelerador.

El guardia reparó en el cambio de sonido del motor y se volvió para mirar de nuevo con gesto de desconcierto. Mientras la camioneta adquiría velocidad, el guardia agitó los brazos ante Walli para que redujera, pero él no hizo caso y pisó el pedal más aún. La Framo avanzaba con pesadez, como un elefante. Walli observó el cambio de expresión del guardia a cámara lenta: de la extrañeza a la reprobación, y luego a la alarma. Al hombre lo invadió el pánico. Aunque no se encontraba en la trayectoria de la camioneta, retrocedió dos pasos y pegó todo el cuerpo a la pared.

Walli soltó un alarido que era mitad grito de guerra, mitad de profundo terror.

La camioneta se estrelló contra la barrera con un ruido de choque metálico. La colisión lanzó a Walli contra el volante, y se dio un doloroso golpe en las costillas. Eso no lo había previsto. De pronto sintió que le costaba respirar. Sin embargo, la madera se había quebrado con un estallido similar al de un disparo y la camioneta avanzaba tan solo un poco más lenta a causa del impacto.

Walli redujo a primera y aceleró. Los dos vehículos anteriores se habían hecho a un lado para pasar la inspección y habían dejado vía hasta la salida. Los tres guardias y los dos conductores que había allí se volvieron para ver de dónde procedía el ruido. La Framo seguía acelerando.

A Walli lo invadió una oleada de confianza. ¡Iba a conseguirlo!

Entonces un guardia con más aplomo del habitual se arrodilló y lo apuntó con el subfusil.

Estaba situado a un lado del camino hacia la salida, y Walli reparó al instante en que pasaría junto a él sin apenas distancia de por medio.

Seguro que le dispararía a quemarropa y lo mataría.

Sin pensarlo, dio un volantazo y fue directo hacia el guardia.

El hombre disparó una ráfaga y el parabrisas se hizo añicos, pero, para su propia sorpresa, Walli no resultó herido. Casi estaba encima del guardia cuando de repente lo asaltó el horror de atropellar a un ser humano con un vehículo, así que volvió a girar el volante para esquivarlo. Aun así, ya era demasiado tarde y la cabina de la camioneta golpeó al hombre y lo derribó.

—¡No! —gritó Walli.

El vehículo dio una sacudida cuando la rueda delantera del lado del conductor arrolló al hombre.

—¡Dios mío! —exclamó el chico con un gemido.

No se había propuesto hacer daño a nadie.

La camioneta aminoró la marcha mientras Walli cedía a la desesperación. Le entraron ganas de apearse de un salto para comprobar si el guardia estaba vivo y, de ser así, ayudarle. El subfusil volvió a abrir fuego, y entonces Walli se dio cuenta de que si podían, lo matarían.

Tras él, oía las balas rebotar contra la chapa de la camioneta.

Volvió a pisar a fondo el pedal y dio otro golpe de volante, tratando de recuperar la trayectoria inicial. Había perdido velocidad, pero aun así consiguió dirigirse hacia la barrera de salida. Aunque no sabía si iba lo bastante deprisa para atravesarla, resistió el impulso de cambiar de marcha y dejó que el motor chirriara en primera.

De pronto notó una punzada, como si alguien le hubiera clavado un cuchillo en la pierna, y soltó un grito provocado por la impresión y el dolor. Levantó el pie del pedal y la camioneta perdió velocidad al instante, así que tuvo que hacer un esfuerzo para volver a pisarlo a pesar de lo mucho que le dolía la herida. Chilló de nuevo. Notaba que la sangre fresca le resbalaba por la pantorrilla y se le metía en el zapato.

La camioneta topó contra la segunda barrera. Otra vez Walli se vio lanzado hacia delante, chocó contra el volante y se golpeó las costillas; de nuevo la tabla de madera se partió y cayó, y de nuevo la camioneta prosiguió su marcha.

Cruzó un breve tramo de cemento, y los disparos cesaron. Walli vio una calle donde había tiendas, anuncios de Lucky Strike y Coca-Cola, flamantes coches nuevos y, lo mejor de todo, un pequeño grupo de atónitos soldados vestidos con el uniforme estadounidense. Levantó el pie del acelerador y trató de frenar. De repente, el dolor era descomunal. Notaba la pierna paralizada y era incapaz de apretar el pedal del freno. Desesperado, estrelló la camioneta contra una farola.

Los soldados acudieron corriendo, y uno de ellos abrió la puerta.

—¡Buen trabajo, chico, lo has conseguido! —exclamó.

«Lo he conseguido —pensó Walli—. Estoy vivo y soy libre. Pero sin Karolin».

—Menuda carrera —dijo el soldado con admiración. No era mucho mayor que Walli.

Cuando se relajó, el dolor empezó a resultarle insoportable.

—Me duele la pierna —consiguió balbucir.

El soldado bajó la mirada.

—¡Caray, cuánta sangre! —Se volvió y se dirigió a alguien situado tras él—: ¡Eh! ¡Avisa a una ambulancia!

Walli perdió el conocimiento.

A Walli le suturaron la herida causada por la bala, y al día siguiente salió del hospital con una contusión en las costillas y la pantorrilla izquierda vendada.

Según los periódicos, el guardia atropellado en la frontera había muerto.

Walli se acercó cojeando a la fábrica de televisores Franck y le relató lo sucedido al contable danés, Enok Andersen, quien se comprometió a comunicarles a Werner y Carla que el chico estaba bien. Enok le entregó unos cuantos marcos alemanes, y Walli consiguió una habitación en la Asociación Cristiana de Jóvenes.

Durmió fatal, porque cada vez que se daba media vuelta en la cama le dolían las costillas.

Un día después recuperó la guitarra de la camioneta. El instrumento había resistido el paso de la frontera sin sufrir daños, a diferencia del propio Walli. El vehículo, en cambio, había quedado hecho chatarra.

Walli solicitó un pasaporte de la Alemania Occidental, que a los fugitivos se les concedía de forma automática.

Era libre. Había escapado al puritanismo asfixiante del régimen comunista de Walter Ulbricht. Ya podía tocar y cantar lo que le diera la gana.

No obstante, tenía el ánimo por los suelos.

Echaba de menos a Karolin, se sentía como si le faltara una mano.

No dejaba de pensar en las cosas que le diría o le preguntaría esa noche o al día siguiente, pero de repente recordaba que no podría hablar con ella. Y cada vez que lo asaltaba ese espantoso pensamiento, le suponía un duro golpe. Veía a una chica guapa por la calle y pensaba en lo que Karolin y él harían el sábado siguiente en la camioneta de Joe, hasta que se daba cuenta de que ya no compartirían más noches y lo atenazaba la congoja. Pasaba frente a locales en los que podría tratar de conseguir una actuación y se preguntaba si sería capaz de tocar sin Karolin a su lado.

Habló por teléfono con su hermana Rebecca, que lo animó a que se trasladara a vivir a Hamburgo con su marido y con ella. Walli, sin embargo, le dio las gracias y declinó su invitación. No podría abandonar Berlín mientras Karolin siguiera en la parte oriental.

Acompañado por una profunda nostalgia, al cabo de una semana se dirigió con su guitarra al club de música folk Minnesänger, donde había conocido a Karolin dos años atrás. El letrero de la entrada indicaba que cerraban los lunes, pero la puerta estaba entreabierta, así que entró de todos modos.

Danni Hausmann, el joven propietario del local, estaba sentado a la barra anotando cifras en el libro de contabilidad.

—Me acuerdo de ti —dijo Danni—. De los Bobbsey Twins. Erais muy buenos. ¿Por qué no volvisteis?

—Los vopos me destrozaron la guitarra —explicó Walli.

—Veo que ya tienes otra.

Walli asintió.

—Pero he perdido a Karolin.

—Un descuido imperdonable. Era una chica muy guapa.

—Vivíamos en la parte este. Yo he escapado, pero ella sigue allí.

—¿Cómo has escapado?

—Echando abajo la barrera con una camioneta.

—¡¿Fuiste tú?! Lo he leído en los periódicos. ¡Eso es fantástico, chaval! Pero ¿por qué no te has traído a la chica?

—Habíamos quedado y no apareció.

—Qué lástima. ¿Te apetece tomar algo?

Danni cruzó al otro lado de la barra para servir dos jarras de cerveza de barril.

—Gracias. Tengo que volver a por ella, pero me buscan por asesinato.

—Los comunistas han armado un buen jaleo con eso. Dicen que eres un criminal peligroso.

También habían exigido la extradición de Walli. El gobierno de la Alemania Occidental se había negado aduciendo que el guardia había disparado contra un ciudadano alemán que solo deseaba cruzar de una calle a otra de Berlín, y que el responsable de la muerte del hombre era el gobierno no electo de la Alemania del Este, que retenía a la población de forma ilegal.

Racionalmente Walli no creía haber hecho nada malo, pero en su fuero interno no lograba acostumbrarse a la idea de haber matado a un hombre.

—Si cruzo la frontera me detendrán —le dijo a Danni.

—Pues estás jodido, chaval.

—Además, aún no sé por qué no apareció Karolin.

—Y no puedes volver y preguntárselo. A menos que…

Walli aguzó el oído.

—¿A menos que qué?

Danni vaciló.

—Nada.

Walli dejó la cerveza sobre la barra. No pensaba desaprovechar una ocasión así.

—Vamos, dime, ¿qué?

—Supongo que si hay un berlinés en quien puedo confiar es el que ha matado a un guardia de la frontera con el Este —soltó Danni con aire pensativo.

La situación era para volverse loco.

—¿De qué me estás hablando?

Danni no terminaba de decidirse.

—Nada, una cosa que he oído por ahí.

Si solo fuera una cosa que había oído, no se andaría con tanto secretismo, pensó Walli.

—¿El qué?

—Parece que hay una forma de cruzar la frontera sin pasar por ningún puesto de control.

—¿Cómo?

—No puedo explicártelo.

Walli se molestó, tenía la impresión de que Danni estaba jugando con él.

—Entonces, ¿para qué puñetas has empezado?

—Cálmate, ¿de acuerdo? No puedo explicártelo, pero puedo acompañarte para que tú mismo lo veas.

—¿Cuándo?

Danni lo pensó unos instantes antes de responder con otra pregunta.

—¿Estás dispuesto a volver hoy mismo? ¿Ahora?

Walli tenía miedo. Sin embargo, no dudó.

—Sí, pero ¿a qué viene tanta prisa?

—Es para que no puedas decírselo a nadie. No son muy estrictos con el tema de la seguridad, pero tampoco son tontos del todo.

Estaba refiriéndose a un grupo organizado. La cosa prometía.

Walli bajó del taburete.

—¿Puedo dejar aquí la guitarra?

—Te la guardaré. —Danni cogió el instrumento y lo metió en un armario junto con varios más y un equipo de amplificación—. Vamos —dijo.

El local se encontraba junto a Ku’damm. Danni lo cerró y se dirigieron a pie hasta la parada de metro más próxima. Entonces reparó en que Walli cojeaba.

—Los periódicos dicen que te dispararon en la pierna.

—Sí, no veas cómo duele.

—Supongo que puedo confiar en ti. Un agente de la Stasi no llegaría a pegarse un tiro para pasar de incógnito.

Walli no sabía si alegrarse o morirse de miedo. ¿De veras podría regresar al Berlín oriental? ¿Ese mismo día? Le parecía demasiado bonito para ser cierto, y al mismo tiempo le aterraba la idea. En la Alemania del Este aún seguía vigente la pena de muerte. Si lo detenían, seguramente lo ejecutarían en la guillotina.

Walli y Danni viajaron en metro hasta la otra punta de la ciudad.

Entonces a Walli se le ocurrió pensar que podía tratarse de una trampa.

La Stasi debía de tener agentes en el Berlín occidental, y tal vez el dueño del Minnesänger fuera uno de ellos. Aunque, ¿para qué tomarse tantas molestias si lo que quería era detenerlo? Menudo tinglado.

Claro que, sabiendo lo vengativo que era Hans Hoffmann, lo consideraba posible.

Observó a Danni con disimulo durante el trayecto en metro. ¿En serio cabía la posibilidad de que fuera un agente de la Stasi? Costaba de creer. Danni tenía unos veinticinco años y llevaba el pelo más bien largo y peinado hacia delante, siguiendo la última moda. Calzaba unas botas con elásticos en los costados y puntera afilada. Regentaba un famoso club de música. Era demasiado moderno para ser policía.

Por otra parte, estaba en el lugar perfecto para espiar a los jóvenes anticomunistas del Berlín occidental. A buen seguro la mayoría se dejaban caer por su local, y debía de conocer a todos los cabecillas de los grupos estudiantiles de esa parte de la ciudad. ¿Le importaría a la Stasi lo que se traían entre manos esos jóvenes?

Pues claro que sí. Estaban obsesionados, como los inquisidores durante la caza de brujas en la Edad Media.

Aun así, Walli no podía dejar pasar esa oportunidad si le permitía hablar con Karolin, aunque solo fuera una vez más.

Se prometió a sí mismo que se mantendría alerta.

El sol se estaba poniendo cuando salieron del metro en el barrio de Wedding. Se dirigieron al sur, y Walli enseguida reparó en que iban camino de Bernauer Strasse, el lugar por el que había escapado Rebecca.

A la luz del atardecer vio que la calle había cambiado. En la parte sur, en lugar de la valla de alambre de espino había una pared de hormigón, y los edificios del sector comunista estaban siendo demolidos. En el lado de la libertad, donde se encontraban Walli y Danni, la calle mostraba un aspecto sórdido. Los establecimientos que ocupaban la planta baja de los bloques de pisos tenían un aire decadente. Walli supuso que nadie deseaba vivir cerca del Muro, cuya visión hería los ojos y el alma.

Danni lo guió hasta la parte posterior de un edificio al que accedieron por la entrada trasera de un negocio abandonado. Parecía que en otro tiempo había sido una tienda de comestibles, puesto que de las paredes colgaban anuncios esmaltados de salmón en lata y cacao. No obstante, tanto la tienda como las estancias que la rodeaban estaban llenas de elevados montículos de tierra removida con un estrecho pasillo en medio; Walli empezó a imaginar lo que tenía lugar allí dentro.

Danni abrió una puerta y bajó una escalera de cemento iluminada por una bombilla eléctrica. Walli lo siguió. Entonces Danni pronunció una frase que bien podía ser una contraseña:

—¡Se acercan submarinistas!

La escalera desembocaba en un gran sótano que sin duda el dueño de la tienda de comestibles utilizaba como almacén. En el suelo había un boquete de un metro cuadrado sobre el que pendía un cabrestante de aspecto sorprendentemente profesional.

Habían cavado un túnel.

—¿Cuánto tiempo lleva eso ahí? —preguntó Walli.

Si su hermana hubiera conocido su existencia un año atrás, podría haber escapado de ese modo y evitar la catastrófica caída de Bernd.

—Demasiado —respondió Danni—. Lo terminamos la semana pasada.

—Ah.

Muy tarde para que a Rebecca le hubiera resultado útil.

—Solo lo utilizamos al anochecer o al amanecer. Durante el día llamaríamos demasiado la atención, y por la noche tendríamos que utilizar linternas, lo que también delataría nuestra presencia. De todas formas, cuanta más gente cruza, más riesgo corremos de que nos descubran.

Un joven con vaqueros subió por una escalera de mano que asomaba por el agujero. Con toda probabilidad se trataba de uno de los estudiantes que habían cavado el túnel, y lanzó una severa mirada a Walli.

—¿Quién es este, Danni? —preguntó.

—Yo respondo por él, Becker —dijo Danni—. Ya lo conocía antes de que levantaran el Muro.

—¿Qué está haciendo aquí?

Becker se mostraba hostil y receloso.

—Quiere cruzar.

—¿Quiere ir al Este?

—Me escapé la semana pasada, pero tengo que volver a por mi novia —explicó Walli—. No puedo cruzar por la frontera porque maté a un guardia y me buscan por asesinato.

—¿Eres tú al que buscan? —Becker volvió a mirarlo—. Ah, sí. Me suenas de la foto del periódico. —Cambió de actitud—. Puedes pasar, pero tienes que darte prisa. —Miró el reloj—. Dentro de diez minutos exactamente empezarán a cruzar desde la parte oriental. En el túnel apenas hay espacio para una persona y no quiero que se forme un atasco y los fugitivos pierdan tiempo.

Walli estaba asustado, pero no quería desaprovechar la oportunidad.

—Pasaré ahora mismo —dijo disimulando el miedo.

—De acuerdo. Ve.

Le estrechó la mano a Danni.

—Gracias —dijo—. Volveré a por mi guitarra.

—Buena suerte con tu novia.

Walli descendió por la escalera de mano.

El agujero tenía tres metros de profundidad. En el fondo se encontraba el acceso a un túnel de aproximadamente un metro de diámetro.

Walli vio enseguida que lo habían construido a conciencia. El suelo estaba formado por tablas, y habían apuntalado el techo a intervalos.

Se puso a cuatro patas y empezó a avanzar.

Al cabo de unos segundos se dio cuenta de que el túnel no estaba iluminado, pero él siguió gateando hasta que la oscuridad fue absoluta.

Sentía un miedo visceral. Sabía que no encontraría ningún peligro real hasta que saliera del túnel en la Alemania Oriental, pero su instinto lo impulsaba a sentirse asustado ya allí, mientras se arrastraba sin poder ver nada a más de un centímetro de sus narices.

Para distraerse, trató de imaginar las calles que tenía por encima.

Estaba avanzando por debajo de la calzada y en paralelo a ella, luego cruzaría el Muro y las casas medio derruidas de la parte comunista. Lo que no sabía era cuánto duraba el recorrido del túnel ni adónde iba a parar.

Respiraba con dificultad a causa del esfuerzo. Se había rascado las manos y las rodillas de tanto arrastrarse sobre las tablas, y la herida de bala de la pantorrilla le dolía a rabiar. Con todo, lo único que podía hacer era apretar los dientes y continuar la marcha.

El túnel no podía ser interminable, en algún momento acabaría.

Tan solo tenía que seguir avanzando. La sensación de estar perdido en una oscuridad infinita no era más que un temor infantil. Debía conservar la calma, podía hacerlo. Karolin lo esperaba al otro lado. No era exactamente así, pero la imagen de su sensual sonrisa de labios carnosos le dio fuerzas para combatir el miedo.

Al fondo divisó un brillo tenue. ¿O eran imaginaciones suyas?

Durante bastante rato fue demasiado débil para que Walli pudiera estar seguro de que lo veía, pero poco a poco fue cobrando intensidad, y unos segundos más tarde el chico llegó a un punto iluminado con luz eléctrica.

Encima tenía otro boquete. De nuevo ascendió por una escalera de mano y salió a un sótano en el que se encontró con tres personas de pie, observándolo. Dos de ellas llevaban equipaje. Imaginó que serían fugitivos.

—¡No te conozco de nada! —exclamó la tercera persona, seguramente uno de los estudiantes que formaban parte de la organización.

—Me envía Danni. Soy Walli Franck.

—¡Hay demasiada gente que conoce este túnel! —soltó el otro con la voz crispada por los nervios.

«Claro, es lógico —pensó Walli—. Todo el que escapa por él conoce el secreto». Comprendía por qué Danni había dicho que el peligro aumentaba cada vez que alguien cruzaba el túnel. Se preguntó si seguiría operativo cuando decidiera regresar. Casi le entraron ganas de dar media vuelta y desandar el camino ante la idea de quedar atrapado otra vez en la Alemania Oriental.

El estudiante se volvió hacia las dos personas que llevaban equipaje.

—Adelante —dijo.

Los fugitivos descendieron por el agujero.

El hombre se volvió entonces hacia Walli y le señaló una escalera de piedra.

—Sube y espera —ordenó—. Cuando el panorama esté despejado, Cristina abrirá la trampilla desde fuera y te dejará salir. El resto es cosa tuya.

—Gracias.

Walli subió la escalera hasta que su cabeza topó con una portezuela metálica situada en el techo. Supuso que originariamente debió de servir para efectuar algún tipo de entrega de mercancías. Se sentó en un peldaño y se obligó a tomárselo con paciencia. Tenía suerte de que en el exterior hubiera alguien vigilando; si no, podrían haberlo descubierto al salir.

Al cabo de unos instantes la portezuela se abrió. A la luz de la luna Walli vio a una joven con la cabeza envuelta en un pañuelo gris. Trepó para salir, y otras dos personas con equipaje se apresuraron a bajar la escalera. La joven llamada Cristina cerró la trampilla. Walli se sorprendió al ver que llevaba una pistola en el cinturón.

Miró a su alrededor. Estaban en el pequeño patio de un edificio de apartamentos en ruinas, rodeado de paredes. Cristina señaló una puerta de madera en una de las paredes.

—Sal por ahí —lo apremió.

—Gracias.

—Desaparece —soltó ella—. Rápido.

Tenían demasiada prisa para preocuparse por las formas.

Walli abrió la puerta y salió a la calle. A su izquierda, a unos cuantos metros de distancia, se encontraba el Muro. Se volvió hacia la derecha y echó a andar.

Al principio no dejaba de mirar en todas direcciones, esperando oír de un momento a otro el frenazo de un coche de policía. Luego trató de actuar con normalidad y caminar por la acera del modo en que solía hacerlo antes de que lo hirieran. Pero no había manera; por mucho que lo intentaba no podía disimular la cojera. La pierna le dolía demasiado.

Su primer impulso fue ir directo a casa de Karolin, pero no podía presentarse ante su puerta. Su padre avisaría a la policía.

No había pensado en eso.

Tal vez fuera mejor esperar al día siguiente e ir a buscarla cuando saliera de clase. No tenía nada de sospechoso que un chico esperara a su novia en la puerta de la escuela, Walli lo había hecho muchas veces.

Sin embargo, tenía que arreglárselas de algún modo para que ninguno de los compañeros de clase de Karolin lo reconociera. Se moría de ganas de verla, pero habría sido una estupidez no tomar precauciones.

¿Qué haría mientras tanto?

El túnel daba a Strelitzer Strasse, una calle que descendía en dirección sur hasta el antiguo centro histórico de la ciudad, Berlín-Mitte, donde vivía su familia. Se encontraba a tan solo unas manzanas de la casa de sus padres. Podía ir allí.

Incluso era posible que se alegraran de verlo.

A medida que se iba acercando a su calle, se preguntó si la casa estaría vigilada. De ser así, no podría volver. Pensó de nuevo en cambiar de aspecto, pero no tenía nada con lo que disfrazarse. Aquella mañana, cuando había dejado la habitación de la Asociación Cristiana de Jóvenes, ni por asomo había pensado que esa misma noche regresaría al Berlín oriental. En casa de su familia encontraría sombreros, bufandas y otras prendas útiles para disimular su apariencia; pero antes tenía que llegar hasta allí sano y salvo.

Por suerte ya era de noche. Avanzó por la acera opuesta de la calle, buscando con la mirada a posibles soplones de la Stasi. No vio a nadie merodeando, ni sentado dentro de uno de los coches aparcados, ni asomado a una ventana. De todos modos, siguió caminando hasta el final de la calle, rodeó la manzana de su casa y se metió por el callejón que daba a los patios traseros. Abrió una verja, cruzó el patio de la casa de sus padres y llegó a la puerta de la cocina. Eran las nueve y media y su padre aún no había cerrado con llave. Walli abrió la puerta y entró.

Había luz, pero la cocina estaba desierta. Hacía rato que habrían terminado de cenar y debían de haber subido a la sala de estar. Walli cruzó el recibidor y se dirigió arriba. La puerta de la sala permanecía abierta, así que entró. Su madre, su padre, su hermana y su abuela estaban viendo la televisión.

—Hola, familia —saludó.

Lili dio un grito.

—¡Válgame Dios! —soltó la abuela Maud.

Carla palideció y se cubrió la boca con las manos.

Werner se puso de pie.

—¡Hijo mío! —exclamó. Cruzó la sala en dos zancadas y estrechó a Walli entre sus brazos—. Hijo mío. Gracias a Dios.

La intensa emoción que Walli había estado conteniendo estalló entonces, y se echó a llorar.

Su madre lo abrazó sin poder contener las lágrimas. La siguiente fue Lili; luego, la abuela Maud. Walli se enjugó los ojos con la manga de su camisa vaquera, pero el llanto no cesó. La emoción desbordante lo había cogido por sorpresa. Creía que a sus diecisiete años estaba lo bastante curtido para vivir solo, lejos de su familia. Sin embargo, se dio cuenta de que solo había estado reprimiendo la tristeza.

Al final todos se tranquilizaron y se secaron los ojos. La madre de Walli volvió a vendarle la herida de bala, que en el túnel había empezado a sangrarle de nuevo. Luego hizo café y sirvió un poco de pastel, y Walli reparó en que estaba muerto de hambre. Cuando hubo comido y bebido hasta saciarse, les explicó lo sucedido y, después de responder a todas las preguntas, se fue a la cama.

A las tres y media de la tarde del día siguiente se encontraba apoyado en la pared de enfrente de la escuela de Karolin, con una gorra y unas gafas de sol. Era temprano; las chicas salían a las cuatro.

El brillo del sol bañaba Berlín de optimismo. La ciudad contenía una mezcla de edificios antiguos y majestuosos, construcciones modernas y angulosas de hormigón, y parcelas vacías allí donde habían caído las bombas durante la guerra, aunque esos solares iban desapareciendo poco a poco.

La nostalgia invadía el corazón de Walli. Al cabo de unos minutos vería el rostro de Karolin, enmarcado por dos largos mechones de cabello rubio, y su gran boca sonriente. La saludaría con un beso y notaría contra sí la suave voluptuosidad de sus caderas. Tal vez antes de que cayera la noche se acostarían juntos y harían el amor.

También lo consumía la curiosidad. ¿Por qué no había acudido al lugar acordado nueve días atrás para escapar con él? Estaba casi seguro de que algún imprevisto había truncado sus planes; su padre debía de haber adivinado lo que tenía pensado y la había encerrado en su dormitorio, o debía de haberle sucedido alguna desgracia parecida. Sin embargo, también abrigaba el temor de que a última hora hubiera decidido no huir con él, cosa poco probable pero posible. No lograba figurarse cuál era el motivo. ¿Todavía lo amaba? La gente cambiaba.

En la Alemania Oriental los medios de comunicación lo presentaban como un asesino sin escrúpulos. ¿Habría influido eso en ella?

Pronto lo sabría.

Sus padres estaban destrozados por lo ocurrido, pero no habían intentado hacerle cambiar de opinión. No querían que se marchara de casa porque tenían la impresión de que era aún demasiado joven, pero sabían que si se quedaba en la parte oriental acabaría entre rejas. Le preguntaron qué pensaba hacer en Occidente, si estudiar o trabajar, y él respondió que no podía tomar ninguna decisión hasta haber hablado con Karolin.

Ellos lo entendieron, y por primera vez su padre no intentó decirle qué tenía que hacer. Lo trataron como a un adulto, cosa que hacía años que él pedía, pero al experimentarlo se sintió perdido y asustado.

Empezaron a salir alumnas de las aulas.

El edificio era un antiguo banco transformado en escuela. Todas eran chicas de menos de veinte años que estudiaban para convertirse en mecanógrafas, secretarias, contables o empleadas de agencias de viajes. Llevaban carteras, libros y carpetas, e iban vestidas con primaverales conjuntos de falda y jersey un poco pasados de moda; de las aspirantes a secretarias se esperaba que vistieran con modestia.

Al final salió Karolin, vestida con un conjunto de jersey y rebeca de color verde, y con los libros en un viejo maletín de piel.

Se la veía distinta, pensó Walli; tenía la cara un poco más llenita.

No podía haber engordado mucho en una semana, ¿verdad? Iba charlando con otras dos chicas, aunque al parecer sus comentarios no le hacían gracia. Walli tuvo miedo de que si se dirigía a ella en ese momento, sus compañeras lo reconocieran. Era peligroso. Aunque iba disfrazado, tal vez las chicas supieran que el famoso asesino y fugitivo llamado Walli Franck era el novio de Karolin y cayeran en la cuenta de que era el mismo muchacho de las gafas de sol.

Notó que el pánico se apoderaba de él. Sin duda no echaría por tierra sus propósitos cometiendo una tontería semejante en el último momento, después de todo lo que había soportado. Justo entonces las dos amigas de Karolin torcieron a la izquierda y se despidieron con la mano mientras ella cruzaba sola la calle.

Cuando la tuvo cerca, Walli se quitó las gafas.

—Hola, preciosa —saludó.

Ella levantó la cabeza y, al reconocerlo, dio un grito de sorpresa y se detuvo en seco. Walli percibió en su rostro una mezcla de estupefacción, miedo y algo más; ¿culpa, tal vez? A continuación Karolin echó a correr hacia él, soltó el maletín y se arrojó en sus brazos. Se abrazaron y se besaron, y a Walli le invadió el alivio y la felicidad. Su primera pregunta ya tenía respuesta: todavía lo amaba.

Poco después reparó en que los transeúntes los miraban, algunos con una sonrisa, otros con desaprobación. Volvió a ponerse las gafas.

—Vamos —dijo—. No quiero que la gente me reconozca.

Recogió del suelo el maletín de Karolin, y se alejaron de la escuela cogidos de la mano.

—¿Cómo te las has arreglado para volver? —preguntó ella—. ¿No corres peligro? ¿Qué piensas hacer? ¿Sabe alguien que estás aquí?

—Tenemos muchas cosas que comentar —dijo Walli—. Necesitamos encontrar un sitio donde podamos sentarnos a hablar en privado.

Vio una iglesia al otro lado de la calle. Tal vez estuviera abierta por si alguien buscaba paz espiritual.

Walli guió a Karolin hasta la entrada.

—Cojeas —comentó ella.

—El guardia de la frontera me disparó en la pierna.

—¿Te duele?

—Ya lo creo.

La puerta estaba abierta, y entraron.

Era una austera iglesia protestante con una tenue iluminación e hileras de bancos duros. Al fondo, una mujer con la cabeza envuelta en un pañuelo quitaba el polvo del facistol. Walli y Karolin se sentaron en el último banco y hablaron en voz baja.

—Te quiero —dijo Walli.

—Y yo a ti.

—¿Qué ocurrió el domingo por la mañana? Se suponía que tenías que encontrarte conmigo.

—Tuve miedo —confesó ella.

No era la respuesta que Walli esperaba, y le resultaba difícil comprenderla.

—Yo también —repuso él—. Pero nos habíamos hecho una promesa.

—Ya lo sé.

Walli notaba que los remordimientos atenazaban a Karolin, pero de todos modos allí había algo más. Aunque no quería atormentarla, tenía que averiguar la verdad.

—Me arriesgué muchísimo —siguió diciendo—. No tendrías que haberte echado atrás sin avisarme.

—Lo siento.

—Yo jamás te habría hecho algo así —dijo Walli con un dejo de acusación en la voz—. Te quiero demasiado.

Ella dio un respingo, como si acabara de recibir una bofetada. No obstante, respondió con vehemencia:

—No soy ninguna cobarde.

—Pero, si me quieres, ¿cómo pudiste fallarme?

—Daría mi vida por ti.

—¿Cómo puedes decir eso? Si fuera cierto, habrías venido conmigo.

—Es que no solo estaba en juego mi vida.

—No. La mía también.

—Y la de alguien más.

Walli estaba desconcertado.

—Por el amor de Dios, ¿de qué hablas?

—De la vida de nuestro hijo.

—¡¿Qué?!

—Vamos a tener un hijo. Estoy embarazada, Walli.

Se quedó boquiabierto, incapaz de pronunciar palabra. Su mundo se había vuelto del revés en un instante. Karolin estaba embarazada; un bebé formaría parte de sus vidas.

Un hijo suyo.

—Madre mía… —exclamó al fin.

—Estaba destrozada, Walli —dijo ella, angustiada—. Tienes que procurar comprenderlo. Quería marcharme contigo, pero no podía poner en peligro al bebé. No podía montarme en esa camioneta sabiendo que ibas a estrellarte contra la barrera. Me habría dado igual resultar herida, pero no podía hacerle daño al bebé. —Le hablaba con tono suplicante—. Di que lo comprendes.

—Lo comprendo —respondió él al fin—. Al menos, eso creo.

—Gracias.

Él le cogió la mano.

—Bueno, vamos a pensar qué haremos.

—Yo ya sé lo que haré —repuso ella con determinación—. Le tengo mucho cariño al bebé, no pienso deshacerme de él.

Lo sabía desde hacía unas semanas, por lo que dedujo Walli, y le había dado muchas vueltas al tema. Con todo, su convencimiento lo dejó sorprendido.

—Hablas como si la cosa no tuviera nada que ver conmigo —protestó.

—¡Es mi cuerpo! —exclamó ella, furiosa.

La mujer que limpiaba se volvió para mirarlos, y Karolin bajó la voz aunque siguió hablando con tono enérgico.

—¡No consentiré que ningún hombre, ni mi padre ni tú, me diga lo que tengo que hacer con mi cuerpo!

Walli imaginó que su padre había intentado convencerla para que abortara.

—Yo no soy tu padre. No pienso decirte lo que tienes que hacer, y no pretendo convencerte para que abortes.

—Lo siento.

—Pero ¿el hijo es tuyo o de los dos?

Ella se echó a llorar.

—De los dos —admitió.

—Entonces, vamos a hablar de lo que haremos… juntos. ¿Te parece?

Karolin le estrechó la mano.

—Eres muy maduro —dijo—. Menos mal, porque vas a ser padre antes de cumplir los dieciocho años.

Una imagen chocante, sin duda. Walli pensó en su padre, con su clásico corte de pelo y su chaleco. En adelante él tendría que desempeñar ese mismo papel: dominante, autoritario, responsable, siempre capaz de mantener a su familia. No estaba preparado para eso, dijera lo que dijese Karolin.

Pero tendría que hacerle frente de todos modos.

—¿Cuándo nacerá? —preguntó.

—En noviembre.

—¿Quieres que nos casemos?

Ella esbozó una sonrisa entre las lágrimas.

—¿Quieres casarte conmigo?

—Más que ninguna otra cosa en el mundo.

—Gracias.

Karolin lo abrazó.

La mujer carraspeó con aire reprobatorio. En la iglesia se permitía hablar, pero no tener contacto físico.

—Sabes que no puedo vivir en el Este —dijo Walli.

—¿Tu padre no podría buscarte un abogado? —sugirió ella—. ¿O intentar ejercer presión política? El gobierno podría concederte el indulto si se explican bien tus circunstancias.

La familia de Karolin no estaba metida en política, pero la de Walli sí, y el chico sabía con absoluta certeza que nunca lo indultarían después de haber matado a un guardia fronterizo.

—Eso es imposible —dijo—. Si me quedo aquí, me ejecutarán por asesinato.

—¿Y qué puedes hacer?

—Tengo que volver al sector occidental y quedarme allí, a menos que el comunismo se venga abajo, y no creo que viva para verlo.

—Ya.

—Tienes que venir conmigo a Berlín Oeste.

—¿Cómo?

—Saldremos igual que he entrado yo. Unos estudiantes han excavado un túnel por debajo de Bernauer Strasse. —Walli consultó su reloj, el tiempo pasaba muy deprisa—. Tenemos que llegar antes del anochecer.

Karolin lo miró horrorizada.

—¿Hoy?

—Sí. Hoy mismo.

—Dios mío.

—¿No prefieres que nuestro hijo crezca en un país libre?

Ella hizo una mueca de sufrimiento por la lucha que tenía lugar en su interior.

—Preferiría no arriesgarme tanto.

—Yo también, pero no tenemos elección.

Karolin apartó la mirada para fijarla sucesivamente en las hileras de bancos, la diligente empleada de la limpieza y una placa colgada en la pared que rezaba: yo soy el camino, la verdad y la vida. No resultaba de ayuda, pensó Walli, pero Karolin se decidió.

—Sí, vamos —dijo, y se puso de pie.

Salieron de la iglesia. Walli se dirigió hacia el norte. Karolin parecía apagada y él trató de levantarle el ánimo.

—Una nueva aventura de los Bobbsey Twins… —anunció, y le arrancó una pequeña sonrisa.

Walli se preguntó si alguien los estaría vigilando. Tenía la certeza casi absoluta de que nadie lo había visto salir de la casa de sus padres por la mañana; había utilizado la puerta trasera y no lo habían seguido.

Pero ¿y si andaban detrás de Karolin? Tal vez en la puerta de la escuela hubiera alguien más aguardando, alguien experto en pasar inadvertido.

Walli volvía la cabeza cada dos por tres por si veía siempre a la misma persona. No encontró a nadie sospechoso, pero consiguió asustar a Karolin.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó, temerosa.

—Comprobar si nos siguen.

—¿Lo dices por el hombre de la gorra?

—Puede ser. Vamos, tomaremos el autobús.

Justo pasaban por una parada, y Walli arrastró a Karolin al final de la cola.

—¿Por qué?

—Para ver si alguien sube y baja al mismo tiempo que nosotros.

Por desgracia era hora punta, y millones de berlineses tomaban el autobús y el tren para regresar a casa. Cuando llegó el vehículo, la cola continuaba por detrás de Walli y Karolin. Él se fijó en todas y cada una de las personas a medida que iban subiendo. Había una mujer con un impermeable, una chica guapa, un hombre con pantalones de peto de color azul y otro con traje y un sombrero de fieltro, además de dos adolescentes.

Dejaron pasar tres paradas en dirección este y luego se apearon. La mujer del impermeable y el hombre de los pantalones de peto bajaron tras ellos. Walli se dirigió hacia el oeste para desandar el camino que acababan de hacer, pensando que cualquiera que los siguiera por una ruta tan ilógica tenía que ser sospechoso.

Sin embargo, nadie lo hizo.

—Estoy casi seguro de que no nos sigue nadie —le dijo a Karolin.

—Tengo mucho miedo —repuso ella.

El sol se estaba poniendo. Tenían que darse prisa. Torcieron hacia el norte en dirección a Wedding. Walli se volvió a mirar de nuevo y vio a un hombre de mediana edad cubierto con un guardapolvo de lona marrón propio de un empleado de almacén, pero a nadie que hubiera visto antes.

—Creo que todo va bien —dijo.

—Volveré a ver a mi familia, ¿verdad? —preguntó Karolin.

—Falta bastante tiempo para eso —respondió Walli—. A menos que ellos también escapen.

—Mi padre no se marchará nunca de aquí. Le encanta su trabajo en la terminal de autobuses.

—En Occidente también hay autobuses.

—Tú no lo conoces.

En efecto, Walli no lo conocía, y Karolin tenía razón. Su padre no podía ser más diferente del inteligente y tenaz Werner. El padre de Karolin no tenía ideas políticas ni tendencias religiosas, a él le importaba muy poco la libertad de expresión. Si hubiera vivido en un país democrático, seguramente ni se habría molestado en votar. Le gustaba su trabajo, su familia y el bar. Su comida favorita era el pan. El comunismo le daba cuanto necesitaba, así que jamás escaparía a la parte occidental.

Había caído el crepúsculo cuando Walli y Karolin llegaron a Strelitzer Strasse.

Karolin estaba cada vez más nerviosa a medida que avanzaban hacia el punto en que la calle quedaba cortada por el Muro.

Frente a ellos, Walli vio a una joven pareja con un niño y se preguntó si también pensaban escapar. Así era; abrieron la puerta que daba al patio y desaparecieron por ella.

—Vamos a entrar por aquí —anunció Walli cuando también ellos llegaron a la puerta.

—Quiero que mi madre esté conmigo cuando dé a luz —dijo Karolin.

—¡Casi lo hemos conseguido! —exclamó Walli—. Al otro lado de esta puerta hay un patio con una trampilla. ¡Solo tenemos que levantarla y cruzar el túnel hacia la libertad!

—No me asusta escapar —dijo ella—. Lo que me asusta es el parto.

—Todo irá bien —trató de animarla Walli, desesperado—. En Berlín Oeste hay hospitales muy buenos. Estarás rodeada de médicos y enfermeras.

—Quiero que esté mi madre —insistió Karolin.

Walli se volvió y vio que a unos cuatrocientos metros, en la esquina de la calle, el hombre del guardapolvo marrón hablaba con un policía.

—¡Mierda! —soltó—. Sí que nos han seguido. —Miró hacia la puerta y luego a Karolin—. Ahora o nunca —dijo—. Yo no tengo elección, he de irme. ¿Vienes conmigo o no?

La chica estaba llorando.

—Quiero irme contigo, pero no puedo —se lamentó.

Por la esquina apareció un coche a toda velocidad que frenó junto al policía y el hombre que los había seguido. Del vehículo bajó alguien que a Walli le resultó familiar. Una figura alta y cargada de espaldas: Hans Hoffmann. Se dirigió al hombre del guardapolvo marrón.

—O me sigues o te marchas corriendo de aquí —le dijo Walli a Karolin—. Va a haber problemas. —Se la quedó mirando—. Te quiero.

—Y al instante se coló por la puerta.

Junto a la trampilla aguardaba Cristina, que aún llevaba el pañuelo en la cabeza y la pistola en el cinturón. Cuando vio a Walli le abrió la portezuela.

—Puede que tengas que utilizar la pistola —le advirtió este—. Viene la policía.

Se volvió a mirar una vez más, pero la puerta que daba al patio seguía cerrada. Karolin no lo había seguido. El dolor le atenazaba las entrañas; era el fin.

Bajó la escalera.

En el sótano encontró a la joven pareja con el niño junto a uno de los estudiantes.

—¡Corred! —gritó Walli—. ¡Viene la policía!

Se introdujeron por el agujero; primero la madre, luego el niño y por último el padre. El niño descendía los peldaños muy despacio.

Cristina bajó la escalera que daba al sótano y cerró tras de sí la trampilla con un ruido metálico.

—¿Cómo es que está aquí la policía? —preguntó.

—La Stasi anda siguiendo a mi novia.

—Pedazo de imbécil, nos has traicionado a todos.

—Pues me quedaré el último —dijo Walli.

El estudiante se introdujo en el agujero y Cristina hizo lo propio.

—Dame la pistola —pidió Walli.

Ella vaciló.

—Tú no podrás usarla, conmigo detrás —explicó el chico.

Cristina le entregó el arma y Walli la cogió con cuidado. Se parecía mucho a la que su padre había sacado del escondrijo de la cocina el día que escaparon Rebecca y Bernd.

Ella percibió su intranquilidad.

—¿Has disparado alguna vez? —preguntó.

—No, nunca.

Cristina volvió a coger la pistola y accionó una palanca contigua al percutor.

—Así se retira el cierre de seguridad —explicó—. Lo único que tienes que hacer es apuntar y apretar el gatillo.

La chica volvió a poner el cierre de seguridad y le entregó la pistola a Walli. Luego bajó por la escalera de mano.

Walli oía gritos y motores de coches en el exterior. No sabía lo que estaba haciendo la policía, pero tenía claro que le quedaba poco tiempo.

Comprendió qué era lo que había salido mal. Hans Hoffmann tenía vigilada a Karolin, sin duda con la esperanza de que él volviera a buscarla. El espía la había visto encontrarse con un chico y marcharse con él. Alguien había decidido no detenerlos de inmediato y esperar a ver si los guiaban hasta un grupo de cómplices. Con gran astucia, la persona que los andaba siguiendo había cedido su puesto a otra cuando bajaron del autobús: el hombre del guardapolvo marrón, quien en algún momento reparó en que se dirigían hacia el Muro y dio la voz de alarma.

Allí fuera estaban la policía y la Stasi, inspeccionando la parte trasera de los edificios en ruinas para tratar de averiguar adónde iban Walli y Karolin. Darían con la puerta de un momento a otro.

Walli, pistola en mano, se introdujo por el agujero siguiendo a los demás.

Nada más poner un pie en la escalera de mano oyó el ruido metálico de la puerta. La policía había dado con la entrada del túnel. Al cabo de un momento se oyeron unos gritos ahogados de sorpresa y victoria; habían visto el agujero en el suelo.

Walli tuvo que esperar un instante eterno y angustioso en la boca del túnel, hasta que Cristina desapareció en su interior. Empezó a seguirla, pero se detuvo. Estaba delgado y, por tanto, podía dar la vuelta en el estrecho pasadizo. Se asomó para mirar hacia arriba y vio la figura de un policía poniendo los pies en la escalera de mano.

No había esperanza. Los agentes se hallaban demasiado cerca. Todo cuanto tenían que hacer era apuntar con las pistolas al túnel y disparar.

Herirían a Walli, y cuando él cayera las balas alcanzarían al siguiente de la fila, y así sucesivamente. Aquello sería una matanza sangrienta.

Además, sabía que no dudarían en disparar, pues nadie tenía piedad con los fugitivos. Jamás. Sería una auténtica carnicería.

Tenía que impedir que bajaran por la escalera de mano.

Claro que tampoco quería matar a otro hombre.

Se arrodilló en la boca misma del túnel y retiró el seguro de la Walther. A continuación extendió el brazo hasta que la pistola quedó fuera del túnel, apuntó hacia arriba y apretó el gatillo.

Notó el retroceso del arma. El disparo resonó con fuerza en el reducido espacio. Un instante después se oyeron gritos de terror y consternación, pero no de dolor, y Walli supuso que los había asustado sin llegar a herir a nadie. Se asomó y vio al agente subir por la escalera de mano y salir del agujero.

Aguardó. Sabía que los fugitivos que tenía por delante iban despacio a causa del niño. Oía a los policías discutir con tono airado sobre lo que debían hacer. Ninguno estaba dispuesto a bajar; era un suicidio, dijo uno. ¡Pero no podían dejar que aquella gente escapara!

Para aumentar la sensación de peligro, Walli volvió a disparar el arma y oyó los movimientos de los agentes asustados, que seguramente habían retrocedido para apartarse de la boca del agujero. Convencido de que los había ahuyentado, se volvió para internarse a gatas por el túnel.

Entonces oyó una voz que conocía bien.

—Necesitamos granadas —dijo Hans Hoffmann.

—¡Mierda! —exclamó Walli.

Se metió la pistola en el cinturón y empezó a arrastrarse por las tablas. Lo único que podía hacer era intentar alejarse lo más posible, pero al instante se topó con los zapatos de Cristina.

—¡Date prisa! —gritó—. ¡La policía va a usar granadas!

—¡No puedo pasar por encima del hombre que tengo delante! —exclamó ella a su vez.

Todo cuanto Walli podía hacer era seguirla. La oscuridad ya era total. No se oía sonido alguno procedente del sótano. Por lo que dedujo, la policía no debía de ir habitualmente equipada con granadas, pero Hans solo tardaría unos minutos en conseguir unas cuantas de los guardias del cercano puesto de vigilancia de la frontera.

Walli no veía nada, pero oía los jadeos de los demás fugitivos y el ruido de las rodillas que se arrastraban sobre las tablas. El niño empezó a llorar. El día anterior le habría dicho de todo por resultar un incordio y un peligro, pero dada su condición de futuro padre no podía dejar de sentir lástima del pequeño asustado.

¿Qué haría la policía con las granadas? ¿Jugarían limpio y se limitarían a lanzar una por el agujero para causar el mínimo daño? ¿O, por el contrario, habría alguien con sangre fría suficiente para bajar por la escalera de mano y arrojar una dentro del túnel de modo que resultara letal? Eso acabaría con todos los fugitivos.

Walli decidió que tenía que hacer algo más para asustar a los agentes. Dio media vuelta rodando por el suelo, sacó la pistola y se apoyó en el codo izquierdo. No veía nada, pero apuntó hacia la boca del túnel y disparó.

Varias personas gritaron.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Cristina.

Walli guardó la pistola y siguió gateando.

—Lo he hecho para asustar a los policías.

—La próxima vez avisa, por el amor de Dios.

Walli vio luz al fondo. El túnel se le había hecho más corto a la vuelta. Al oír las exclamaciones de alivio de quienes se acercaban al otro lado, se apresuró y volvió a toparse con los zapatos de Cristina.

Tras él se produjo una explosión.

Walli sintió la onda expansiva, pero era débil, y de inmediato adivinó que habían lanzado la granada directamente al agujero. Nunca había prestado demasiada atención a las clases de física en la escuela, pero supuso que en esas circunstancias casi toda la potencia del explosivo se habría dirigido hacia arriba.

Aun así, cayó en la cuenta de lo que Hans haría a continuación.

Tras haberse asegurado de que ya nadie aguardaba en la boca del túnel, ordenaría a un policía que bajara para lanzar la siguiente granada en su interior.

Los primeros fugitivos empezaban a salir al sótano de la tienda de comestibles abandonada.

—¡Deprisa! —gritó Walli—. ¡Subid!

Cristina salió del túnel y permaneció de pie junto a la entrada, sonriendo.

—Relájate —dijo—. Estamos en la parte oeste. Ya hemos salido.

¡Somos libres!

La pareja y el niño estaban trepando por la escalera de mano con una lentitud exasperante. El estudiante y Cristina los siguieron. Walli esperaba al pie de la escalera, temblando de impaciencia y de miedo.

Subió justo después de Cristina, con la cara pegada a sus rodillas. Una vez fuera observó a todos los que habían salido antes que él, que reían y se abrazaban.

—¡Al suelo! —gritó—. ¡Tienen granadas!

Él mismo se lanzó cuerpo a tierra.

Se oyó un estruendo horrible. Dio la impresión de que la onda expansiva sacudía todo el sótano. Luego se oyó el ruido de un chorro, como una fuente, y supuso que la tierra se estaba hundiendo en la boca del túnel. Para confirmar sus sospechas, una lluvia de barro y guijarros cayó sobre él. El cabrestante que pendía sobre el boquete se desprendió y cayó dentro.

El ruido cesó. En el sótano todo era silencio a excepción de los sollozos del niño. Walli miró alrededor. Al pequeño le sangraba la nariz, pero por lo demás parecía ileso y daba la impresión de que nadie más había resultado herido. Se asomó por el agujero y vio que el túnel se había derrumbado.

Se puso en pie, tembloroso. Lo había conseguido. Había sobrevivido y era libre.

Pero estaba solo.

Rebecca había gastado gran parte del dinero de su padre en el piso de Hamburgo. Ocupaba la planta baja de una antigua casa de mercader, majestuosa y grande. Todas las habitaciones eran lo bastante espaciosas para que Bernd pudiera dar la vuelta con la silla de ruedas, incluso el cuarto de baño. Rebecca instaló todos los elementos auxiliares que pudieran resultar útiles a un paralítico de cintura para abajo. De las paredes y los techos colgaban cuerdas y asideros que permitían a Bernd asearse y vestirse solo, y también acostarse y levantarse. Incluso podía cocinar si quería, aunque, como la mayoría de los hombres, no era capaz de preparar gran cosa más que un huevo.

Costara lo que costase, Rebecca estaba decidida a vivir junto a Bernd con la mayor normalidad posible a pesar de su lesión. Disfrutarían de su matrimonio, de su trabajo y de su libertad. Llevarían una vida ajetreada, variada y satisfactoria. Cualquier cosa menos conceder la victoria a los tiranos del otro lado del Muro.

El estado de Bernd no había cambiado desde que salieron del hospital. Los médicos le habían pronosticado una posible mejoría y le aconsejaban que no perdiera la esperanza. Algún día, insistían, incluso era posible que llegara a engendrar hijos. Rebecca no debía dejar de intentarlo.

Ella sentía que tenía mucho por lo que dar gracias. Volvía a ejercer de maestra y podía hacer aquello que tan bien se le daba: abrir la mente de los jóvenes a la riqueza intelectual del mundo en el que vivían.

Estaba enamorada de Bernd, cuya amabilidad y buen humor convertían cada día en un auténtico regalo. Eran libres de leer lo que quisieran, de pensar lo que quisieran y de expresar lo que quisieran, sin tener que preocuparse de que la policía los espiara.

Rebecca también tenía un objetivo a largo plazo. Anhelaba reunirse con su familia algún día. No con su primera familia; el recuerdo de sus padres biológicos era conmovedor, pero le resultaba distante y vago. Carla, sin embargo, la había salvado de los horrores de la guerra y había conseguido que sintiera seguridad y cariño, aun cuando todos pasaban hambre, frío y miedo. Con los años, la casa de Berlín-Mitte se había llenado de personas que la querían y se hacían querer: el pequeño Walli; Werner, su nuevo padre, y luego una hermana pequeña, Lili.

Incluso la abuela Maud, la distinguida anciana inglesa, había amado y cuidado a Rebecca.

Se reuniría con ellos cuando todos los alemanes del Berlín occidental lograran reunirse con los del Berlín oriental. Muchos creían que ese día no llegaría jamás, y tal vez estuvieran en lo cierto. La cuestión era que Carla y Werner le habían enseñado a Rebecca que, si quería cambiar algo, tenía que meterse en política para conseguirlo.

—En mi familia no hay lugar para la indiferencia —le había dicho Rebecca a Bernd.

Así que se habían afiliado al Partido Liberal Democrático, que era de tendencia liberal pero no tan socialista como el Partido Socialdemócrata de Willy Brandt. Rebecca era secretaria en la sede del partido y Bernd, tesorero.

En la Alemania Occidental era posible afiliarse al partido que se quisiera a excepción del Partido Comunista, que estaba ilegalizado.

Rebecca era contraria a la ilegalización. Detestaba el comunismo, pero las prohibiciones formaban parte precisamente del estilo comunista, no del democrático.

Bernd y ella iban juntos en coche al trabajo todos los días. Al salir de clase regresaban a casa, y Bernd ponía la mesa mientras Rebecca preparaba la cena. Algunos días, después de cenar acudía el masajista de Bernd. Como él no podía mover las piernas, tenían que darle masajes con regularidad para mejorar la circulación y evitar el debilitamiento de los nervios y los músculos, o por lo menos reducirlo. Rebecca recogía la mesa mientras Bernd se retiraba al dormitorio junto con el masajista, Heinz.

Esa noche, Rebecca se instaló en la mesa con un montón de cuadernos de ejercicios para corregir. Había pedido a sus alumnos que redactaran un anuncio imaginario sobre los atractivos de Moscú como destino turístico, y a ellos les gustaban las tareas que les permitían ironizar.

Al cabo de una hora Heinz se marchó, y Rebecca entró en el dormitorio.

Bernd estaba desnudo sobre la cama. Tenía la parte superior del cuerpo bien musculada debido a que siempre se impulsaba con los brazos para moverse. Sus piernas, en cambio, parecían las de un anciano: delgadas y pálidas.

Solía estar en buena forma física y mental después de los masajes.

Rebecca se tumbó sobre él y lo besó en los labios de forma lenta y prolongada.

—Te quiero —dijo—. Me hace muy feliz estar contigo.

Se lo decía a menudo porque era cierto, y también porque él necesitaba que potenciaran su autoestima. Rebecca sabía que él a veces se preguntaba cómo podía estar enamorada de un paralítico.

Se puso de pie ante él y se quitó la ropa. A Bernd le gustaba que lo hiciera, según decía, aunque no lograra tener una erección. Rebecca había aprendido que los paralíticos rara vez experimentaban erecciones psicogénicas, originadas por imágenes o pensamientos eróticos. Aun así, él la observó con evidente placer mientras se quitaba el sujetador, se bajaba las medias y se despojaba de las bragas.

—Eres preciosa —dijo.

—Y soy toda tuya.

—Qué suerte tengo.

Rebecca se tumbó encima de él y se acariciaron mutuamente con parsimonia. El sexo con Bernd, tanto antes como después del accidente, consistía en besos cariñosos y tiernas palabras pronunciadas a media voz, no solo en el coito. En ese sentido era distinto de su primer marido. Con Hans todo había sido mecánico: besarse, desnudarse, conseguir la erección y correrse. La filosofía de Bernd contemplaba todo aquello que provocara placer, en el orden que fuese.

Al cabo de un rato se sentó a horcajadas sobre él y se colocó de forma que pudiera besarle los pechos y chuparle los pezones. Bernd adoraba sus pechos desde el principio, y seguía disfrutándolos con la misma intensidad y deleite que antes del accidente, cosa que a Rebecca la excitaba como ninguna otra.

Cuando estuvo a punto, le formuló la pregunta:

—¿Quieres que lo intentemos?

—Claro —respondió él—. Siempre hay que intentarlo.

Ella retrocedió para sentarse sobre las debilitadas piernas de él y se inclinó sobre su pene. Lo rodeó con la mano, lo manipuló y consiguió que el miembro creciera un poco, lo cual recibía el nombre de erección refleja. Durante unos instantes estuvo lo bastante rígido para que penetrara en ella, pero se puso flácido enseguida.

—No importa —dijo Rebecca.

—A mí me da igual —repuso él.

Pero Rebecca sabía que no era cierto. A Bernd le habría gustado disfrutar de un orgasmo. Y también deseaba tener hijos.

Se tumbó a su lado, le cogió la mano y la situó sobre su vagina. Él colocó los dedos tal como ella le había enseñado, y entonces Rebecca le presionó la mano con la suya y empezó a moverla de forma rítmica.

Era como masturbarse pero con la mano de él. Mientras, con la otra mano Bernd le acariciaba el pelo de forma cariñosa. Funcionó, como siempre, y Rebecca tuvo un orgasmo delicioso.

—Gracias —dijo más tarde, acostada junto a él.

—De nada.

—No lo digo solo por el sexo.

—¿Por qué, entonces?

—Por venir conmigo. Por escaparte. Nunca podré llegar a expresarte lo agradecida que estoy.

—Me alegro.

Sonó el timbre y se miraron, desconcertados. No esperaban a nadie.

—A lo mejor Heinz se ha olvidado algo —dijo Bernd.

Rebecca se enfadó un poco. Habían interrumpido su momento de euforia. Se puso una bata y fue hacia la puerta de mal humor.

Y allí estaba Walli. Se había quedado muy delgado y olía que apestaba. Vestía unos vaqueros, unas zapatillas de béisbol y una camisa sucia. No iba cubierto con ninguna prenda de abrigo. En las manos llevaba una guitarra y nada más.

—Hola, Rebecca —saludó.

Su mal humor se esfumó al instante.

—¡Walli! —exclamó, y lo obsequió con una amplia sonrisa—. ¡Qué sorpresa tan maravillosa! ¡Cuánto me alegro de verte!

Rebecca se hizo a un lado y él entró en el recibidor.

—¿Qué haces aquí? —preguntó.

—He venido para quedarme a vivir con vosotros —respondió el chico.