EL aroma del café despertó a Maria, que abrió los ojos. El presidente Kennedy estaba en la cama, a su lado, recostado sobre varias almohadas, bebiendo café y leyendo la edición dominical de The New York Times. Llevaba una camisa de dormir de color azul claro, igual que ella.
—¡Vaya! —exclamó Maria.
Él sonrió.
—Pareces sorprendida.
—Lo estoy —contestó—. De estar viva. Creía que no pasaríamos de esta noche.
—Habrá que esperar a la siguiente.
Maria se había ido a dormir casi deseando que ocurriera. Temía que llegara el final de su aventura con el presidente, pues sabía que aquella relación no tenía futuro. Para él, abandonar a su mujer significaría poner fin a su carrera política, y hacerlo por una mujer negra, además, era algo impensable. En cualquier caso, él ni siquiera se planteaba dejar a Jackie. La quería, y quería a sus hijos. Estaba felizmente casado.
Maria era su amante y, cuando se cansara de ella, la olvidaría sin más.
A veces Maria pensaba que prefería morir antes de que aquello ocurriera, sobre todo si la muerte la visitaba estando a su lado, en la cama, en un destello cegador de destrucción nuclear que habría acabado con todo incluso antes de que se dieran cuenta de lo que sucedía.
No se lo dijo; su función era la de hacerlo feliz, no la de entristecerlo. Ella también se incorporó, lo besó en la sien, echó un vistazo al periódico por encima del hombro de Kennedy, le quitó la taza y bebió un poco de su café. A pesar de todo, agradecía seguir viva.
Él no le había mencionado el aborto, parecía como si lo hubiera olvidado, y ella tampoco lo había sacado a colación delante de él. Había llamado a Dave Powers, le había comunicado que estaba embarazada, y Dave le había dado un número de teléfono y le había dicho que él se ocuparía de los honorarios del médico. La única vez que el presidente había hablado acerca de aquello había sido cuando la había llamado por teléfono después de la intervención. Tenía otras y mayores preocupaciones en la cabeza.
Maria se planteó sacar el tema, pero enseguida decidió no hacerlo.
Igual que Dave, quería ahorrarle desvelos al presidente, no cargarlo con más responsabilidades. Estaba segura de que era la decisión correcta, a pesar de que no podía evitar sentirse triste, incluso dolida, por no poder hablar con él de algo tan importante.
Maria temía que las relaciones sexuales fueran dolorosas después de la intervención. Sin embargo, cuando Dave le había pedido que fuera a la residencia la noche anterior, se había sentido tan tentada de aceptar la invitación que había decidido correr el riesgo, y todo había ido bien. En realidad, de maravilla.
—Será mejor que me ponga en marcha —dijo el presidente—. Tengo que ir a la iglesia.
Estaba a punto de levantarse cuando sonó el teléfono de la mesilla de noche. Levantó el auricular.
—Buenos días, Mac —dijo.
Maria supuso que se trataba de McGeorge Bundy, el asesor de Seguridad Nacional, por lo que se levantó de un salto y entró en el baño.
Kennedy solía recibir llamadas en la cama por las mañanas. Maria imaginaba que la gente que lo llamaba no sabía que tenía compañía, o no le importaba. En esas ocasiones, ella le ahorraba al presidente la posibilidad de ponerlo en un aprieto y desaparecía, por si se trataba de cuestiones de alto secreto.
Echó un vistazo por la puerta justo en el momento en que Kennedy colgaba.
—¡Buenas noticias! Radio Moscú ha anunciado que Jrushchov está desmantelando los misiles cubanos y que los va a enviar de vuelta a la Unión Soviética.
Maria tuvo que contenerse para no gritar de alegría. ¡Se había acabado!
—Me siento como un hombre nuevo —dijo el presidente.
Maria lo rodeó con sus brazos y lo besó.
—Has salvado al mundo, Johnny.
Kennedy pareció reflexionar sobre aquello.
—Sí, creo que sí —convino al cabo de unos instantes.
Tania estaba en el balcón, apoyada en la barandilla de hierro, llenándose los pulmones con el aire húmedo de la mañana habanera, cuando el Buick de Paz aparcó a sus pies y bloqueó por completo el paso de la estrecha calle. Paz bajó del vehículo de un salto, levantó la vista y la vio.
—¡Me has traicionado! —vociferó.
—¿Qué? —Tania se quedó boquiabierta—. ¿De qué hablas?
—Ya lo sabes.
Paz tenía un temperamento apasionado y voluble, pero Tania nunca lo había visto tan enfadado, y se alegró de que no hubiera subido la escalera hasta su apartamento. No obstante, seguía sin lograr entender por qué estaba tan enojado.
—No le he contado ningún secreto a nadie y no me he acostado con ningún otro hombre, así que estoy segura de que no te he traicionado —contestó.
—Entonces, ¿por qué están desmantelando las lanzaderas de misiles?
—¿Las están desmantelando? —Si era cierto, la crisis había terminado—. ¿Estás seguro?
—No finjas que no lo sabes.
—No finjo nada, pero si lo que dices es verdad, estamos salvados. —Vio con el rabillo del ojo que varios de sus vecinos abrían puertas y ventanas con una curiosidad nada disimulada para seguir la pelea, pero hizo caso omiso—. ¿Por qué estás enfadado?
—Porque Jrushchov ha cerrado un trato con los yanquis ¡y ni siquiera lo ha comentado con Castro!
Se oyó un murmullo de desaprobación entre los vecinos.
—Pues claro que no lo sabía —dijo Tania, molesta—. ¿O crees que Jrushchov habla conmigo de esas cosas?
—Él te envió aquí.
—No personalmente.
—Habla con tu hermano.
—¿De verdad crees que soy una especie de emisaria especial de Jrushchov?
—¿Por qué crees que te he acompañado a todas partes durante meses?
—Pensé que te gustaba —contestó Tania bajando un poco la voz.
Las mujeres que los escuchaban se compadecieron de ella entre susurros.
—¡Ya no eres bienvenida en esta tierra! —le gritó Paz—. Haz la maleta, tienes que abandonar Cuba de inmediato. ¡Hoy!
Dicho aquello, Paz subió a su vehículo de un salto y se alejó produciendo un gran estruendo.
—Ha sido un placer conocerte —dijo Tania.
Dimka y Nina lo celebraron esa noche yendo a un bar que había cerca del apartamento de ella.
Dimka había decidido dejar de darle vueltas a la desconcertante conversación que había mantenido con Natalia. Aquello no cambiaba nada, por lo que intentó relegarla al fondo de sus pensamientos. Habían tenido una breve aventura y se había acabado. Él quería a Nina e iba a casarse con ella.
Pidió un par de botellines de suave cerveza rusa y tomó asiento a su lado, en un banco.
—Vamos a casarnos —dijo Dimka con ternura—. Quiero que lleves un vestido espectacular.
—Yo preferiría algo sencillo —repuso Nina.
—Yo también, pero no sé si a todo el mundo le parecerá bien —dijo Dimka frunciendo el ceño—. Soy el primero de mi generación que va a casarse. Mi madre y mis abuelos querrán celebrar una gran fiesta. ¿Y tu familia?
Dimka sabía que el padre de Nina había muerto en la guerra, pero su madre seguía viva, y tenía un hermano un par de años más joven que ella.
—Espero que mi madre se encuentre bien para venir.
La madre de Nina vivía en Perm, a mil quinientos kilómetros al este de Moscú. Sin embargo, algo le dijo a Dimka que Nina en realidad no quería que su madre asistiera a la boda.
—¿Y tu hermano?
—Pedirá un permiso, pero no sé si se lo concederán. —El hermano de Nina servía en el Ejército Rojo—. No tengo ni idea de dónde está destinado. Por lo que sé, incluso podría encontrarse en Cuba.
—Lo averiguaré —aseguró Dimka—. El tío Volodia puede tirar de unos cuantos hilos.
—No es necesario que te tomes tantas molestias.
—Quiero hacerlo. ¡No creo que vuelva a casarme!
—¿Qué quieres decir? —preguntó Nina al instante.
—Nada. —Solo se trataba de una broma y sentía haberla molestado—. Olvida lo que he dicho.
—¿Crees que voy a divorciarme de ti como hice con mi primer marido?
—He dicho justo lo contrario, ¿no? ¿Qué te pasa? —Dimka intentó esbozar una sonrisa—. Tendríamos que estar felices. Vamos a casarnos, vamos a tener un hijo y Jrushchov ha salvado al mundo.
—No lo entiendes. No soy virgen.
—Eso ya me lo imaginaba.
—¿Quieres hablar en serio?
—De acuerdo.
—Una boda es algo que normalmente hacen dos personas jóvenes para prometerse amor eterno. Esas cosas no se dicen dos veces. ¿No ves lo mucho que me avergüenza hacer esto por segunda vez después de haberme equivocado la primera?
—¡Ah! Sí, ahora que me lo has explicado, lo comprendo —contestó Dimka.
Mucha gente se divorciaba, pero Nina tenía una visión un poco anticuada, aunque tal vez se debiera a que procedía de una ciudad de provincias.
—Prefieres una celebración acorde con un segundo matrimonio: nada de promesas extravagantes, nada de chistes de recién casados, una reflexión madura de que la vida no siempre sale como uno lo planea.
—Exacto.
—Bien, mi vida, si eso es lo que quieres, me aseguraré de que lo tengas.
—¿De verdad lo harás?
—¿Qué te hace pensar que no querría hacerlo?
—No lo sé —contestó ella—. A veces olvido lo bueno que eres.
Esa mañana, en el último ExCom de la crisis, George oyó a Mac Bundy inventarse un nuevo término para designar las distintas posiciones que defendían los asesores del presidente.
—Todo el mundo sabe quiénes eran los halcones y quiénes las palomas —dijo. Bundy era uno de los halcones—. Hoy ha sido el día de las palomas.
Sin embargo, esa mañana había pocos halcones, todo el mundo se deshacía en halagos ante el presidente Kennedy por cómo había manejado la crisis, incluso algunos que no hacía mucho habían asegurado que estaba volviéndose peligrosamente débil y que lo habían presionado para llevar a Estados Unidos a la guerra.
George reunió el valor para bromear con el presidente.
—Tal vez lo siguiente sería solucionar la guerra sino-india, señor presidente.
—No creo que ellos, ni ningún otro, desee que lo haga.
—Pero hoy es usted un titán.
El presidente Kennedy rió.
—Eso durará una semana como mucho.
—Yo ya casi no sé cómo se vuelve a casa —dijo Bobby, a quien le complacía la perspectiva de ver más a su familia.
Los únicos que no parecían felices eran los generales. La Junta de Jefes de Estado Mayor, reunida en el Pentágono para ultimar el plan de ataque sobre Cuba, estaba furiosa. Sus miembros enviaron al presidente un mensaje urgente en el que afirmaban que la aceptación de Jrushchov era una treta para ganar tiempo. Curtis LeMay afirmó que aquella era la mayor derrota de la historia de Estados Unidos. Nadie le hizo el menor caso.
George había aprendido algo y creyó que tardaría un tiempo en digerirlo. Los conflictos políticos estaban más estrechamente interrelacionados de lo que había imaginado. Él había creído que las cuestiones de Berlín y Cuba no tenían nada que ver entre sí, y menos aún con temas como los derechos civiles y la atención sanitaria. Sin embargo, el presidente Kennedy no había podido volcarse en la resolución de la crisis de los misiles cubanos sin tener en cuenta las repercusiones que eso podría tener en Alemania. Y si no hubiera solucionado lo de Cuba, las inminentes elecciones de mitad de legislatura habrían menoscabado su programa de política interior y le habría resultado imposible aprobar una ley sobre los derechos civiles. Todo estaba vinculado. Aquella revelación tenía unas implicaciones para la carrera de George sobre las que debía reflexionar.
Cuando se disolvió el ExCom, George no se cambió de traje y fue a ver a su madre. Era un soleado día de otoño, y las hojas de los árboles habían adoptado una tonalidad rojiza y dorada. Su madre le preparó la cena, cosa que la mujer adoraba. Le hizo un bistec con puré de patatas. El bistec estaba demasiado hecho, porque todavía no había logrado convencerla de que lo cocinara a la manera francesa, vuelta y vuelta. En cualquier caso, George disfrutó de la comida por el amor con el que estaba preparada.
Después, su madre lavó los platos y él los secó, y una vez terminaron estuvieron listos para asistir al oficio vespertino de la Iglesia Evangélica de Betel.
—Tenemos que dar gracias al Señor por habernos salvado a todos —dijo su madre mientras se miraba en el espejo de la entrada y se colocaba el sombrero.
—Tú dale las gracias al Señor, mamá, yo se las daré al presidente Kennedy —repuso George, de buen humor.
—¿Por qué no se las damos a ambos?
—Me has convencido —dijo George, y salieron.