19

EL teléfono despertó a Dimka. El corazón le dio un vuelco, ¿habría estallado la guerra? ¿Cuántos minutos de vida le quedaban? Descolgó de inmediato. Era Natalia.

—Hay un comunicado urgente de Plíyev —anunció. Siempre era la primera en enterarse de todo.

El general Plíyev estaba al mando de las fuerzas soviéticas en Cuba.

—¿Qué? —preguntó Dimka—. ¿Qué dice?

—Creen que los americanos atacarán hoy al alba, hora de allí.

Todavía no había amanecido en Moscú. Dimka encendió la lamparita de noche y miró el reloj: eran las ocho de la mañana, y ya tendría que estar en el Kremlin. Sin embargo, todavía faltaban cinco horas para que amaneciera en Cuba. Su corazón empezó a recuperar un latido más sosegado.

—¿Cómo lo saben?

—Esa no es la cuestión —dijo Natalia, impaciente.

—¿Cuál es la cuestión?

—Te leo la última frase: «Hemos decidido que, en caso de que se produzca un ataque estadounidense sobre nuestras instalaciones, emplearemos todos los medios de defensa aérea disponibles». Utilizarán armas nucleares.

—¡No pueden hacerlo sin nuestro permiso!

—Pues eso es justo lo que dicen.

—Malinovski no se lo permitirá.

—Yo no estaría tan segura.

Dimka lanzó un juramento entre dientes. A veces parecía que el ejército deseara la aniquilación nuclear.

—Nos vemos en el comedor.

—Estaré allí dentro de media hora.

Dimka se dio una ducha rápida. Su madre se ofreció a prepararle el desayuno, pero él no quiso, así que la mujer le cortó un trozo de pan negro de centeno para que se lo llevara.

—No olvides que hoy es la fiesta de tu abuelo —dijo Ania.

Grigori cumplía setenta y cuatro años, y se celebraría un gran ágape en su apartamento. Dimka había prometido llevar a Nina, y ya habían decidido que sorprenderían a todo el mundo con el anuncio de su compromiso.

Sin embargo, no habría ninguna fiesta si los estadounidenses atacaban Cuba.

Ania detuvo a Dimka cuando este salía.

—Dime la verdad —le pidió—. ¿Qué va a pasar?

Dimka colocó sus manos en los hombros de Ania.

—Lo siento, mamá, no lo sé.

—Tu hermana está allí, en Cuba.

—Lo sé.

—En plena línea de fuego.

—Los americanos tienen misiles intercontinentales, mamá. Todos estamos en la línea de fuego.

La mujer lo abrazó y se dio la vuelta.

Dimka se dirigió al Kremlin en su moto. Cuando llegó al edificio del Presídium, Natalia ya lo esperaba en el comedor. Igual que él, se había vestido con prisas y tenía un aspecto un tanto desaliñado, aunque los mechones de pelo que le caían sobre la cara resultaban cautivadores. «Tengo que dejar de pensar en estas cosas —se dijo Dimka—. Voy a hacer lo correcto, voy a casarme con Nina y criaré a nuestro hijo».

Se preguntó qué diría Natalia cuando se lo contara.

Sin embargo, aquel no era el momento.

—Ojalá pudiera tomarme un té —comentó mientras sacaba el trozo de pan de centeno del bolsillo.

Las puertas del comedor estaban abiertas, pero no había nadie sirviendo todavía.

—He oído que en Estados Unidos los restaurantes abren cuando a la gente le apetece algo de comer o de beber, no cuando al personal le apetece trabajar —comentó Natalia—. ¿Crees que es verdad?

—Seguramente solo sea propaganda —contestó Dimka, y tomó asiento.

—¿Por qué no escribimos el borrador de la respuesta a Plíyev? —propuso Natalia, y abrió una libreta.

Dimka se puso manos a la obra mientras iba masticando.

—El Presídium debería prohibir a Plíyev lanzar armas nucleares sin órdenes específicas de Moscú.

—Yo incluso le prohibiría montar las cabezas nucleares en los misiles. Así no pueden dispararse por accidente.

—Bien pensado.

Yevgueni Filípov entró en la sala. Llevaba un suéter marrón debajo de una americana gris.

—Buenos días, Filípov, ¿vienes a disculparte? —preguntó Dimka.

—¿Por qué?

—Me acusaste de filtrar el secreto de los misiles cubanos. Incluso dijiste que deberían detenerme. Ahora ya se sabe que fue un avión espía de la CIA el que fotografió los misiles, así que es obvio que me debes una buena disculpa.

—No digas tonterías —espetó Filípov, bravucón—. A nadie se le ocurrió que en sus fotografías de gran altitud pudiera verse algo tan pequeño como un misil. ¿Qué andáis tramando?

Natalia le dijo la verdad.

—Estamos comentando el comunicado urgente de Plíyev de esta mañana.

—Ya he hablado con Malinovski sobre el asunto. —Filípov trabajaba para Malinovski, el ministro de Defensa—. Está de acuerdo con Plíyev.

Dimka se escandalizó.

—¡Plíyev no puede tener la potestad de iniciar una tercera guerra mundial por iniciativa propia!

—Él no iniciará nada; si hace algo, solo estará defendiendo a nuestras tropas de un ataque americano.

—Una respuesta de esas dimensiones no puede derivarse de una decisión tomada de manera unilateral.

—Tal vez no haya tiempo para nada más.

—Pues Plíyev debe encontrarlo, en lugar de desencadenar una guerra nuclear.

—Malinovski cree que debemos proteger las armas que tenemos en Cuba. Si los americanos las destruyen, eso podría mermar la capacidad defensiva de la Unión Soviética.

Dimka no había caído en ello. Una parte significativa de las reservas nucleares soviéticas se encontraba en Cuba en esos momentos. Los estadounidenses podían hacer desaparecer todas esas armas tan costosas y debilitar gravemente la posición de la URSS.

—No, nuestra estrategia debe basarse en no usar armas nucleares —intervino Natalia—. ¿Por qué? Porque disponemos de muy pocas en comparación con el arsenal americano. —Se inclinó sobre la mesa del comedor—. Escúchame, Yevgueni, si al final estalla una guerra nuclear total… ganarán ellos. —Enderezó la espalda—. Podemos fanfarronear, podemos ponernos gallitos, podemos amenazar, pero no podemos disparar nuestras armas. Para nosotros, una guerra nuclear es un suicidio.

—El ministro de Defensa no lo ve así.

Natalia vaciló.

—Lo dices como si ya se hubiera tomado una decisión.

—Así es. Malinovski ha respaldado la propuesta de Plíyev.

—A Jrushchov no va a gustarle —aseguró Dimka.

—Al contrario, está de acuerdo —repuso Filípov.

Dimka comprendió que se había perdido las reuniones de primera hora de la mañana por haberse quedado despierto hasta tan tarde la noche anterior. Aquello lo ponía en desventaja. Se levantó.

—Vamos —le dijo a Natalia.

Salieron del comedor.

—Mierda, tenemos que conseguir revertir esa decisión —comentó Dimka mientras esperaban el ascensor.

—Estoy segura de que Kosiguin querrá plantearlo hoy en el Presídium.

—¿Por qué no pasas a limpio la orden que hemos redactado y le propones a Kosiguin que la presente en la reunión? Yo intentaré convencer a Jrushchov.

—De acuerdo.

Se despidieron y Dimka se dirigió al despacho de Jrushchov. El primer secretario estaba leyendo las traducciones de las crónicas de los periódicos occidentales, cada una de ellas grapada al recorte original.

—¿Has leído el artículo de Walter Lippmann?

Lippmann era un columnista estadounidense de ideas liberales que publicaba en varios medios. Se decía que era una persona muy cercana al presidente Kennedy.

—No.

Dimka todavía no había consultado los periódicos.

—Lippmann propone un intercambio: nosotros retiramos nuestros misiles de Cuba y ellos retiran los suyos de Turquía. ¡Kennedy me envía un mensaje!

—Lippmann solo es un periodista…

—No, no. Es un portavoz del presidente.

Dimka dudaba de que la democracia estadounidense funcionara de esa manera, pero no dijo nada.

—Eso significa que si proponemos ese intercambio, Kennedy lo aceptará —siguió argumentando Jrushchov.

—Pero ya les hemos pedido algo distinto, la promesa de que no invadirán Cuba.

—Bueno, ¡tendremos a Kennedy en ascuas!

«Confundirlo, lo confundiremos, eso seguro», pensó Dimka, pero así era Jrushchov. ¿Para qué ser coherente? Eso solo le facilitaba las cosas al enemigo.

Dimka cambió de tema.

—En el Presídium se harán preguntas sobre el mensaje de Plíyev.

Si se le otorga el poder de disparar armas nucleares…

—No te preocupes —lo interrumpió Jrushchov, restándole importancia con un gesto de la mano—. Los americanos no van a atacar en estos momentos. Si incluso están hablando con el secretario general de las Naciones Unidas. Quieren la paz.

—Por supuesto —dijo Dimka con deferencia—. Solo quería que supiera que saldrá a colación.

—Ya, ya.

Los dirigentes de la Unión Soviética se reunieron en la sala del Presídium pocos minutos después. Jrushchov abrió la sesión con un largo discurso en el que defendía que ya no existía la amenaza de un ataque por parte de los estadounidenses. A continuación expuso lo que llamó la «propuesta Lippmann», que no despertó demasiado entusiasmo entre quienes se sentaban alrededor de la larga mesa, aunque nadie se opuso. Allí solía aceptarse que el líder tenía que ejercer la diplomacia a su manera.

Jrushchov estaba tan emocionado con su nueva idea que se dispuso a dictar en ese mismo momento la carta que enviaría a Kennedy, mientras los demás escuchaban. Después ordenó que la difundieran por Radio Moscú, ya que de ese modo la embajada estadounidense podía remitirla a Washington sin el precioso y fastidioso tiempo que se necesitaba para codificarla.

Finalmente Kosiguin mencionó la cuestión del comunicado urgente de Plíyev. Defendió que Moscú debía retener el control de las armas nucleares y leyó en voz alta la orden dirigida a Plíyev que Dimka y Natalia habían redactado.

—Sí, sí, envíela —dijo Jrushchov con impaciencia, y su asistente respiró un poco más tranquilo.

Una hora después, Dimka subía con Nina en el ascensor de la Casa del Gobierno.

—Intentemos olvidar nuestras preocupaciones durante un rato —propuso Dimka—. No hablaremos de Cuba. Vamos a una fiesta, así que divirtámonos.

—Me gusta la idea —contestó Nina.

Cuando llegaron al apartamento de los abuelos de Dimka, Katerina les abrió la puerta ataviada con un vestido rojo. Dimka se sorprendió al ver que le llegaba hasta la rodilla, a la última moda occidental, y que su abuela seguía conservando unas piernas estilizadas. Había vivido en Occidente mientras su marido estaba en el servicio diplomático y había aprendido a vestir con más elegancia que la mayoría de las mujeres soviéticas.

La mujer miró a Nina de arriba abajo con esa curiosidad exenta de formalismos de la gente mayor.

—No está mal —dictaminó, aunque Dimka se preguntó por la razón de aquella nota extraña en su voz.

Nina se lo tomó como un cumplido.

—Gracias, usted tampoco. ¿Dónde ha comprado ese vestido?

Katerina los acompañó al salón que Dimka tanto recordaba de cuando era niño e iba a visitarlos. Su abuela siempre le daba pastilá, una especie de dulce tradicional ruso hecho a base de manzana. La boca se le hizo agua pensando en lo mucho que le gustaría comerse uno en esos momentos.

Katerina caminaba con paso un tanto vacilante con sus zapatos de tacón. Grigori estaba sentado en la butaca que había delante del televisor, como siempre, aunque esta vez el aparato permanecía apagado, y había abierto una botella de vodka. Tal vez aquello explicara el ligero tambaleo de su abuela.

—Felicidades, abuelo —dijo Dimka.

—Bebe un poco —contestó Grigori.

Dimka tenía que ir con cuidado. Borracho, no le serviría de nada a Jrushchov. Apuró el vaso que Grigori le ofrecía y lo dejó fuera del alcance de su abuelo para evitar que volviera a llenarlo.

La madre de Dimka ya estaba allí, se había adelantado para ayudar a Katerina y en esos momentos salía de la cocina con una bandeja de galletas saladas con caviar rojo. Ania no había heredado la elegancia de Katerina. Su madre siempre parecía despreocupadamente rechoncha, llevara lo que llevase.

La mujer besó a Nina.

Oyeron el timbre de la puerta y el tío Volodia entró con su familia.

Tenía cuarenta y ocho años y ya hacía un tiempo que peinaba canas, aunque continuaba llevando el pelo cortado casi al rape. Vestía el uniforme, ya que podían llamarlo a las armas en cualquier momento. Lo seguía la tía Zoya, quien a pesar de rondar la cincuentena seguía siendo una diosa rusa de piel blanca como la nieve. Detrás de ella venían sus dos hijos adolescentes, Kotia y Galina, los primos de Dimka.

Dimka les presentó a Nina. Tanto Volodia como Zoya la saludaron con afecto.

—¡Ya estamos todos! —exclamó Katerina.

Dimka miró a su alrededor y contempló a la anciana pareja que lo había empezado todo, a su anodina madre y al apuesto hermano de ojos azules de esta, a su hermosa tía, a sus primos adolescentes y a la voluptuosa pelirroja con la que iba a casarse. Aquella era su familia, y también lo más valioso de todo lo que desaparecería ese día si sus temores se hacían realidad. Todos vivían a menos de dos kilómetros del Kremlin. Si esa noche los estadounidenses lanzaban sus armas nucleares contra Moscú, las personas que en esos momentos ocupaban aquella habitación estarían muertas por la mañana, con el cerebro licuado, el cuerpo arrugado y la piel calcinada. El único consuelo era que no tendría que llorarlos porque él también habría muerto.

Todos brindaron a la salud de Grigori.

—Ojalá Lev, mi hermano pequeño, pudiera estar aquí con nosotros —dijo el abuelo.

—Y Tania —añadió Ania.

—Lev Peshkov ya no es tan pequeño, papá. Tiene sesenta y siete años y es millonario en América.

—Me pregunto si tendrá nietos allí.

—No, en América no —aseguró Volodia. Dimka sabía que el Servicio Secreto del Ejército Rojo podía averiguar ese tipo de cosas sin dificultad—. El hijo ilegítimo de Lev, Greg, el senador, está soltero.

Pero su hija legítima, Daisy, vive en Londres y tiene dos hijos adolescentes, chico y chica, más o menos de la edad de Kotia y Galina.

—Entonces tengo dos sobrinos nietos británicos —caviló Grigori con tono complacido—. ¿Cómo se llaman? Puede que John y Bill.

Todos rieron ante la extraña musicalidad de los nombres ingleses.

—David y Evie —contestó Volodia.

—¿Sabéis? En principio era yo quien iba a ir a América —dijo Grigori—, pero tuve que darle mi billete a Lev en el último momento.

Grigori comenzó a explicar una de sus batallitas. La familia ya había oído aquella historia antes, pero aun así todos prestaron atención, sintiéndose condescendientes con él en el día de su cumpleaños.

Al cabo de un rato Volodia se llevó a Dimka aparte.

—¿Cómo ha ido esta mañana en el Presídium? —preguntó.

—Han ordenado a Plíyev que no dispare las armas nucleares sin autorización específica del Kremlin.

Volodia gruñó, insatisfecho.

—Menuda pérdida de tiempo.

—¿Por qué? —quiso saber Dimka, sorprendido.

—No servirá de nada.

—¿Estás diciendo que Plíyev desobedecerá las órdenes?

—Igual que haría cualquier comandante. Tú no has estado en combate, ¿verdad? —Volodia miró a Dimka de manera inquisitiva con sus intensos ojos azules—. Cuando te están atacando y tu vida corre peligro, te defiendes con lo que sea que tengas al alcance de la mano. Es algo instintivo, no puedes evitarlo. Si los americanos invaden Cuba, las fuerzas rusas que se encuentran allí desplazadas responderán con todo lo que tengan a mano, digan lo que digan las órdenes de Moscú.

—Mierda —soltó Dimka.

Si Volodia tenía razón, todo el trabajo de esa mañana había sido una pérdida de tiempo.

La historia del abuelo empezó a perder interés y Nina le tocó el brazo a Dimka.

—Ahora podría ser un buen momento.

Dimka se dirigió a toda la familia.

—Ahora que ya hemos felicitado al abuelo por su cumpleaños, tengo algo que anunciaros. Atención, por favor. —Esperó hasta que los adolescentes guardaron silencio—. Le he pedido a Nina que se case conmigo y ella ha aceptado.

Todos los felicitaron con efusividad y se sirvió otra ronda de vodka, aunque en esa ocasión Dimka se las arregló para no apurar el vaso.

Ania le dio un beso.

—Bien hecho, hijo. Ella no quería casarse… ¡hasta que te conoció!

—¡Puede que pronto tenga bisnietos! —exclamó Grigori, y le lanzó un guiño a Nina sin disimulo alguno.

—Papá, no avergüences a la pobre chica —dijo Volodia.

—¿Avergonzarla? Tonterías, Nina y yo somos amigos.

—No hace falta que te preocupes por eso —intervino Katerina, que ya estaba borracha—. Está embarazada.

—¡Mamá! —protestó Volodia.

—Una mujer sabe esas cosas —repuso ella encogiéndose de hombros.

«Por eso la abuela ha mirado a Nina de arriba abajo con tanta dureza cuando hemos llegado», pensó Dimka. Vio que Volodia y Zoya intercambiaban una mirada. Volodia enarcó una ceja, Zoya asintió ligeramente con la cabeza y a él se le escapó un momentáneo «Oh».

Ania no salía de su asombro.

—Pero me dijiste… —balbució dirigiéndose a Nina.

—Lo sé —repuso Dimka—. Creíamos que Nina no podía tener hijos, ¡pero los médicos se equivocaron!

Grigori alzó un nuevo vaso de vodka.

—¡Brindemos por los médicos que se equivocan! Quiero un niño, Nina. ¡Un bisnieto que perpetúe el linaje Peshkov-Dvorkin!

Nina sonrió.

—Haré lo que pueda, Grigori Serguéyevich.

Ania no parecía tenerlas todas consigo.

—¿Los médicos se equivocaron?

—Ya sabes cómo son, nunca admiten sus errores —contestó Nina—. Dicen que es un milagro.

—Espero vivir lo suficiente para llegar a ver a mi bisnieto —comentó Grigori—. ¡A la mierda los americanos! —soltó, y apuró el vaso.

Kotia, de dieciséis años, se animó a decir algo.

—¿Por qué los americanos tienen más misiles que nosotros?

—Cuando los científicos empezaron a trabajar en la energía nuclear, allá por 1940, y le dijimos al gobierno que podría utilizarse para construir una bomba de gran potencia, Stalin no nos creyó —contestó Zoya—. De ese modo Occidente le tomó la delantera a la Unión Soviética, y ahí siguen. Es lo que ocurre cuando los gobiernos no escuchan a los científicos.

—Pero no repitas lo que dice tu madre cuando vayas al instituto, ¿de acuerdo? —añadió Volodia.

—¿Qué más da? —dijo Ania—. Stalin acabó con la mitad de nosotros y ahora Jrushchov acabará con la otra mitad.

—¡Ania! —protestó Volodia—. ¡Delante de los niños, no!

—Mi pobre Tania… —dijo Ania, haciendo caso omiso de las protestas de su hermano—. Allí, en Cuba, esperando a que ataquen los americanos. —Se echó a llorar—. Ojalá pudiera volver a ver a mi preciosa niñita —dijo mientras unas lágrimas inesperadas resbalaban por sus mejillas—. Solo una vez más antes de morir.

El sábado por la mañana Estados Unidos estaba listo para atacar Cuba.

Larry Mawhinney le dio a George los detalles en la Sala de Crisis de la Casa Blanca, situada en el sótano. Kennedy llamaba «pocilga» a aquel espacio porque le resultaba muy estrecho. Pero el presidente se había criado en hogares espaciosos; la sala era más grande que el apartamento de George.

Según Mawhinney, la fuerza aérea contaba con quinientos setenta y seis aviones en cinco bases distintas, listos para la incursión que convertiría a Cuba en un páramo humeante. El ejército había movilizado ciento cincuenta mil soldados para la invasión subsiguiente. La armada tenía veintiséis destructores y tres portaaviones dando vueltas a la isla.

Mawhinney lo contaba henchido de orgullo, como si todo aquello se debiera a un logro personal.

George pensó que Mawhinney era demasiado simplista.

—Todo eso no servirá de nada contra unos misiles nucleares —dijo.

—Por suerte, nosotros también disponemos de armas atómicas —replicó Mawhinney.

Como si eso lo solucionara todo.

—¿Y qué hay que hacer para lanzarlos? —preguntó George—. Es decir, ¿qué ha de hacer el presidente? Físicamente.

—Ha de llamar al Centro Nacional del Mando Militar del Pentágono. El teléfono del Despacho Oval tiene un botón rojo que lo comunica con ellos al instante.

—¿Y qué tiene que decir?

—Tiene que usar varios códigos que se encuentran en un maletín de cuero negro. El maletín va a todas partes con él.

—¿Y luego?

—Es inmediato. Hay un programa que se llama Plan Único Operativo Integrado. Nuestros bombarderos y misiles despegan con alrededor de tres mil armas nucleares en dirección a un millar de objetivos situados en el bloque comunista. —Mawhinney movió la mano como si aplanara una superficie—. Los borran del mapa —añadió, visiblemente satisfecho.

George no compartía su euforia.

—Y ellos hacen otro tanto con nosotros.

El comentario pareció irritar a Mawhinney.

—Escúchame, si somos los primeros en golpear, podemos destruir la mayoría de sus armas antes de que despeguen del suelo.

—Pero no es probable que seamos los primeros en golpear porque no somos unos salvajes y no queremos iniciar una guerra nuclear que acabaría con la vida de millones de personas.

—Ahí es donde os equivocáis los políticos. Para ganar, hay que atacar primero.

—Aunque hiciéramos lo que queréis, solo destruiríamos la mayoría de sus armas, como tú has dicho, pero no todas.

—Obviamente, no acertaremos al cien por cien.

—Así que, en cualquier caso, Estados Unidos sufrirá un ataque nuclear.

—La guerra no es una excursión al campo —contestó Mawhinney, enfadado.

—Si evitamos la guerra, podremos seguir haciendo excursiones al campo.

Larry consultó la hora en su reloj de pulsera.

—ExCom a las diez —dijo.

Salieron de la Sala de Crisis y subieron a la Sala del Gabinete. Los asesores más cercanos del presidente empezaban a llegar, junto con sus asistentes. El presidente Kennedy entró unos minutos después de las diez. Era la primera vez que George lo veía desde el aborto de Maria, y lo miró con otros ojos. Aquel hombre de mediana edad y traje oscuro de raya diplomática se había tirado a una joven y luego había dejado que fuera sola al médico para que le practicaran un aborto. George sintió que lo invadía una rabia repentina e incontenible. En ese momento podría haber matado a Jack Kennedy.

Aun así, el presidente no parecía la encarnación del mal. El destino de la humanidad estaba en sus manos, literalmente, de ahí que se viera sometido a una gran presión, y George, a su pesar, también sintió lástima por él.

Como era habitual, McCone, jefe de la CIA, abrió la sesión con un resumen de la información que tenían los servicios secretos. A pesar de su habitual tono soporífero, las noticias que traía eran lo bastante alarmantes para que todo el mundo permaneciera bien atento. En aquellos momentos Cuba disponía de cinco bases de misiles de medio alcance completamente operativas. Cada una de ellas contaba con cuatro misiles, de modo que en ese preciso instante había veinte armas nucleares apuntando a Estados Unidos y listas para ser disparadas.

George pensó con desánimo que una, como mínimo, debía de estar dirigida hacia aquel edificio, y se le formó un nudo en el estómago.

McCone propuso una vigilancia continua de las bases. Ocho cazas de la armada estadounidense estaban listos para despegar desde Cayo Hueso para sobrevolar las plataformas de lanzamiento a baja altitud.

Otros ocho realizarían el mismo recorrido esa tarde y lo repetirían una vez más cuando oscureciera, momento en que iluminarían las bases con bengalas. También se seguiría adelante con los vuelos de reconocimiento a gran altitud de los aviones espía U-2.

George se preguntó qué se conseguía con eso. Los vuelos de reconocimiento podían detectar la actividad previa a un lanzamiento, pero ¿de qué le serviría eso a Estados Unidos? Aunque los bombarderos estadounidenses despegaran de inmediato, no llegarían a Cuba antes de que dispararan los misiles.

Asimismo, existía otro problema. Además de los misiles nucleares que apuntaban a Estados Unidos, el Ejército Rojo en Cuba disponía de misiles tierra-aire diseñados para la defensa antiaérea. Según informó McCone, las veinticuatro baterías de misiles tierra-aire se hallaban operativas y los sistemas de radar estaban en funcionamiento, por lo que los aviones estadounidenses que sobrevolaran Cuba serían localizados y seleccionados como objetivo.

Un asistente entró en la Sala del Gabinete con una larga hoja de papel arrancada de un teletipo, que le tendió al presidente Kennedy.

—Es de la Associated Press de Moscú —dijo el presidente, y la leyó en voz alta—: «El primer secretario Jrushchov le comunicó ayer al presidente Kennedy que retiraría las armas ofensivas de Cuba si Estados Unidos retiraba sus misiles de Turquía».

—Pero si no lo hizo —dijo Mac Bundy, asesor de Seguridad Nacional.

George estaba tan desconcertado como los demás. En la carta del día anterior, Jrushchov pedía que Estados Unidos prometiera no invadir Cuba. No decía nada sobre Turquía. ¿Se habría equivocado Associated Press? ¿O se trataba de una de las artimañas habituales de Jrushchov?

—Puede que vaya a emitir otra carta —dijo el presidente.

Lo cual acabó resultando cierto. Al cabo de pocos minutos, varios comunicados posteriores aclararon la cuestión. Jrushchov presentaba una propuesta completamente distinta, y además la había retransmitido a través de Radio Moscú.

—Nos ha metido en un buen lío —admitió Kennedy—. La mayoría de la gente la considerará bastante razonable.

A Mac Bundy no le gustaba la idea.

—¿Qué «mayoría», señor presidente?

—Yo diría que puede resultar difícil de explicar por qué nos empeñamos en emprender una acción de guerra contra Cuba cuando Jrushchov nos está diciendo: «Sacad vuestros misiles de Turquía y sacaremos los nuestros de Cuba». Creo que es una cuestión bastante peliaguda —contestó.

Bundy abogó por volver a la primera oferta de Jrushchov.

—¿Por qué escoger esa vía cuando no hace ni veinticuatro horas que nos ha ofrecido la otra?

—Porque esta es su última postura… y además la ha hecho pública —repuso el presidente con impaciencia.

La prensa todavía no conocía la carta de Jrushchov, pero la nueva propuesta se había emitido a través de los medios de comunicación.

Bundy insistió y alegó que los aliados de la OTAN se sentirían traicionados si Estados Unidos empezaba a comerciar con misiles.

Bob McNamara, el secretario de Defensa, expresó con palabras el miedo y el desconcierto que sentían todos.

—Primero se nos propuso un trato por carta y ahora se nos presenta otro distinto —dijo—. ¿Cómo vamos a negociar con alguien que cambia de propuesta incluso antes de darnos la oportunidad de contestar?

Nadie sabía la respuesta.

Ese sábado florecieron los flamboyanes de las calles de La Habana, y sus brillantes flores rojas salpicaron el cielo de gotitas de sangre.

Tania fue a la tienda a primera hora de la mañana y se abasteció de provisiones para el fin del mundo: carne ahumada, leche evaporada, queso en lonchas, un cartón de tabaco, una botella de ron y pilas para la linterna. A pesar de que empezaba a amanecer ya había cola, aunque solo tuvo que esperar quince minutos, lo cual no era nada para alguien acostumbrado a las colas de Moscú.

En las estrechas calles del casco viejo se respiraba un aire de fatalidad. Los habaneros ya no blandían sus machetes mientras entonaban el himno nacional, sino que llenaban cubos con arena para extinguir incendios, pegaban papel engomado en las ventanas para que las esquirlas de cristal no salieran volando y cargaban con sacos de harina.

Habían cometido la insensatez de desafiar a su todopoderoso vecino e iban a recibir su castigo. Deberían haber actuado con mayor prudencia.

¿Tenían razón? ¿La guerra era inevitable? Tania estaba convencida de que ningún dirigente mundial la quería, ni siquiera Castro, quien empezaba a rayar en la locura, pero aun así podía producirse. Pensó con pesimismo en los acontecimientos de 1914. Nadie deseaba la guerra, pero el emperador austrohúngaro había considerado que la independencia serbia suponía una amenaza del mismo modo que Kennedy consideraba que la independencia cubana suponía una amenaza. Y una vez que el imperio austrohúngaro le declaró la guerra a Serbia, las fichas del dominó cayeron con funesta inevitabilidad hasta que medio planeta se vio envuelto en el conflicto más cruel y sangriento que el mundo hubiera conocido hasta entonces. Sin embargo, ¿en esta ocasión podría evitarse ese desenlace?

Pensó en Vasili Yénkov, en un campo de prisioneros en Siberia.

Ironías de la vida, tal vez él tuviera la suerte de sobrevivir a una guerra nuclear. Su castigo podría ser su salvación. Al menos eso esperaba Tania.

Encendió la radio en cuanto llegó a su apartamento y sintonizó una de las emisoras estadounidenses que emitían desde Florida. La noticia era que Jrushchov le había ofrecido un trato a Kennedy: él retiraría los misiles de Cuba si Kennedy estaba dispuesto a hacer lo mismo en Turquía.

Tania miró la lata de leche evaporada con una sensación de profundo alivio. Puede que al final no necesitara las raciones de emergencia, aunque se dijo que era demasiado pronto para sentirse a salvo. ¿Aceptaría Kennedy? ¿Demostraría ser más inteligente que Francisco José, el emperador austrohúngaro ultraconservador?

Oyó un bocinazo en la calle. Ese día tenía una cita acordada hacía tiempo y volaría al extremo oriental de Cuba con Paz para escribir acerca de una batería antiaérea soviética. En realidad no esperaba que Paz se presentara, pero cuando miró por la ventana vio su Buick familiar aparcado junto al bordillo, con los limpiaparabrisas tratando de hacer frente al aguacero tropical. Cogió el impermeable y salió.

—¿Has visto lo que ha hecho tu dirigente? —preguntó Paz de mal humor en cuanto Tania subió al coche.

—¿Te refieres a la oferta de Turquía? —preguntó, sorprendida ante la rabia de él.

—¡Ni siquiera nos ha consultado!

Paz arrancó y recorrió las estrechas calles de la ciudad a toda velocidad.

Tania no había llegado a plantearse si los dirigentes cubanos tenían que formar parte de la negociación, y era evidente que Jrushchov tampoco había considerado necesaria dicha cortesía. El mundo veía la crisis como un conflicto entre superpotencias, pero naturalmente los cubanos continuaban creyendo que ellos tenían mucho que decir, y sentían la remota posibilidad de un acuerdo como una traición.

Tenía que tranquilizar a Paz, aunque solo fuera para evitar un accidente.

—¿Y qué habríais dicho si Jrushchov os hubiera preguntado?

—¡Que no estamos dispuestos a intercambiar nuestra seguridad por la de Turquía! —contestó él, y golpeó el volante con la mano.

Tania pensó que las armas nucleares no habían consolidado la seguridad de Cuba, sino todo lo contrario. La soberanía de la isla se veía más amenazada que nunca, aunque decidió no comentárselo a Paz para no enfurecerlo más aún.

Paz condujo hasta una pista militar de aterrizaje fuera de La Habana, donde les esperaba su avión, un Yákovlev Yak-16 soviético de transporte ligero bimotor. Tania lo miró con interés. Nunca había tenido intención de ser corresponsal de guerra, pero se había esforzado en aprender esas cosas que sabían los hombres, sobre todo a identificar aviones, tanques y barcos, para no parecer una ignorante. Vio que se trataba de un Yak modificado por el ejército, con una ametralladora montada en una torreta dorsal en lo alto del fuselaje.

Compartieron la cabina de diez asientos con dos comandantes del 32.º Regimiento de Cazas de la Guardia, ataviados con las llamativas camisas a cuadros y los holgados pantalones de pinzas que les habían sido entregados en un tosco intento de hacer pasar a los soldados soviéticos por cubanos.

El despegue fue excesivamente emocionante. El Caribe se encontraba en plena estación lluviosa, y además soplaba un fuerte viento.

Cuando conseguían atisbar la tierra que quedaba a sus pies a través de los diminutos claros que se abrían entre las nubes, veían un mosaico de campos marrones y verdes recorridos por las tortuosas líneas amarillas de los caminos de tierra. El pequeño aparato se vio zarandeado por la tormenta durante dos horas hasta que el cielo se despejó con la rapidez característica de los cambios tropicales, y pudieron aterrizar sin mayores contratiempos cerca del municipio de Banes.

Un coronel del Ejército Rojo llamado Ivánov, que ya se hallaba al tanto de la visita de Tania y del artículo que estaba escribiendo, fue a su encuentro y los acompañó a la base antiaérea. Llegaron a las diez de la mañana, hora cubana.

La base estaba dispuesta en forma de estrella de seis puntas, con el puesto de mando en el centro y las lanzaderas en cada uno de los extremos. Todas ellas tenían un remolque con un solo misil tierra-aire. Los soldados ofrecían un aspecto calamitoso en las trincheras anegadas de agua. En el puesto de mando, los oficiales no apartaban la vista de las pantallas verdes del radar, que lanzaba pitidos de manera monótona.

Ivánov les presentó al comandante al mando de la batería. Era obvio que estaba tenso. Sin duda habría preferido no tener visitas importantes en un día como aquel.

Pocos minutos después de su llegada, se avistó a gran altitud un avión extranjero que había entrado en el espacio aéreo cubano a unos trescientos kilómetros al oeste. Se le dio el identificador «Objetivo Número 33».

Todo el mundo hablaba ruso, así que Tania tradujo para Paz.

—Tiene que ser un avión espía U-2 —dijo el general cubano—. No hay nada más que vuele a esa altitud.

Tania no las tenía todas consigo.

—¿Se trata de un ejercicio? —le preguntó a Ivánov.

—Habíamos pensado en hacer una simulación para ustedes —contestó este—, pero esto es real.

Parecía tan nervioso que Tania lo creyó.

—No vamos a derribarlo, ¿verdad? —le preguntó.

—No lo sé.

—¡Serán arrogantes esos americanos! —exclamó Paz—. ¡Sobrevolar nuestro espacio! ¿Qué dirían ellos si un avión cubano sobrevolara Fort Bragg? ¡Imagínate su indignación!

El comandante decretó una alerta de combate y los soldados soviéticos empezaron a trasladar los misiles de las plataformas de transporte a las lanzaderas y a fijar los cables. Lo hicieron con suma eficiencia y tranquilidad, y Tania imaginó que lo habían ensayado muchas veces.

Un capitán estaba trazando la trayectoria del U-2 en un mapa.

Cuba era alargada y estrecha, medía mil doscientos cincuenta kilómetros de este a oeste, pero solo entre cien y doscientos kilómetros de norte a sur. Tania vio que el avión espía había entrado unos ochenta kilómetros en cielo cubano.

—¿A qué velocidad vuelan? —preguntó.

—A ochocientos kilómetros por hora.

—¿Y a qué altitud?

—A setenta mil pies, más o menos el doble que un avión de una línea aérea regular.

—¿De verdad podemos alcanzar un objetivo tan alejado que se mueve a esa velocidad?

—No es necesario alcanzarlo de pleno. El misil lleva una espoleta de proximidad que explota cuando se acerca.

—Sé que ese avión está identificado como objetivo —dijo Tania—, pero, por favor, dígame que no vamos a dispararle de verdad.

—El comandante está esperando instrucciones.

—Pero los americanos podrían tomar represalias.

—No soy yo quien decide.

El radar seguía la trayectoria del avión intruso mientras un teniente leía en voz alta en una pantalla la altitud, la velocidad y la distancia.

Fuera del puesto de mando, los artilleros soviéticos regulaban las lanzaderas para apuntar al Objetivo Número 33. El U-2 cruzó Cuba de norte a sur, y a continuación torció hacia el este siguiendo la costa, cada vez más cerca de Banes. Fuera del puesto de mando, las lanzaderas de misiles se movían lentamente sobre sus bases giratorias, vigilando el objetivo como lobos que olisquean el aire.

—¿Y si disparan por accidente? —le preguntó Tania a Paz.

Sin embargo, los pensamientos de Paz iban por otros derroteros.

—¡Está fotografiando nuestras posiciones! —exclamó—. Esas fotografías se usarán para guiar a su ejército cuando nos invadan… Lo cual podría ocurrir en cuestión de horas.

—¡La invasión será mucho más probable si matáis a un piloto americano!

El comandante estaba pegado a un teléfono y atento al radar de control de tiro.

—Están hablando con Plíyev —dijo mirando a Ivánov.

Tania sabía que Plíyev era el comandante en jefe soviético en Cuba.

Pero ¿estaba segura de que Plíyev no derribaría un avión estadounidense sin autorización de Moscú?

El U-2 alcanzó el extremo meridional de Cuba, dio la vuelta y siguió la costa norte. Banes se encontraba cerca del litoral. La trayectoria del avión espía pasaba directamente por encima de ellos. Aunque también podía torcer hacia el norte en cualquier momento y, viajando a casi dos kilómetros por segundo, enseguida quedaría fuera de su alcance.

—¡Derríbenlo! —gritó Paz—. ¡Ahora!

Nadie le hizo caso.

El avión torció hacia el norte. Estaba prácticamente encima de la batería, aunque a casi veintiún mil metros de altitud.

«Solo unos segundos más, por favor», pensó Tania, rezándole no sabía a qué dios.

Tania, Paz e Ivánov no apartaban la vista del comandante, quien a su vez no apartaba la suya de la pantalla. Salvo por el pitido del radar, la sala permanecía en silencio.

—Sí, señor —dijo el comandante en ese momento.

¿Qué era? ¿Salvación o condena?

El oficial se dirigió a sus hombres sin colgar el auricular:

—Destruyan el Objetivo Número 33. Disparen dos misiles.

—¡No! —exclamó Tania.

Se oyó un gran estruendo. La periodista miró por la ventana. Un misil abandonó la lanzadera y desapareció en un abrir y cerrar de ojos.

Otro más lo siguió escasos segundos después. Tania se llevó una mano a la boca con la sensación de que iba a vomitar de miedo.

Tardarían aproximadamente un minuto en alcanzar una altitud de veintiún mil metros.

«Algo podría salir mal», pensó. Los misiles podían averiarse, cambiar de dirección y caer al mar sin provocar ningún daño.

En la pantalla del radar, dos puntitos se aproximaban a otro de mayor tamaño.

Tania deseó que fallaran.

Se movían con rapidez, y de pronto los tres puntos confluyeron.

Paz lanzó un grito triunfal.

A continuación, la pantalla quedó salpicada de puntos más pequeños.

—El Objetivo Número 33 ha sido destruido —dijo el comandante al teléfono.

Tania miró por la ventana, como si fuera a ver el U-2 estrellándose contra el suelo.

—Enemigo derribado. Felicidades a todos —añadió el comandante alzando la voz.

—¿Y qué nos hará ahora el presidente Kennedy? —dijo Tania.

El sábado por la tarde, George contemplaba la situación lleno de esperanza. Los mensajes de Jrushchov eran incongruentes y confusos, pero el dirigente soviético parecía estar buscando el modo de salir de la crisis, y el presidente Kennedy desde luego no quería una guerra. Dada la buena voluntad de ambas partes, parecía inconcebible que no lo consiguieran.

De camino a la Sala del Gabinete, George se detuvo en la oficina de prensa y encontró a Maria sentada a su mesa. Llevaba un elegante vestido gris, pero también una cinta de un rosa chillón en la cabeza, como si quisiera informar al mundo de que todo iba bien. George decidió no preguntarle cómo estaba; era evidente que Maria no quería que la trataran como a una inválida.

—¿Estás ocupada? —le preguntó.

—Estamos esperando la respuesta del presidente a Jrushchov —contestó ella—. La oferta soviética se hizo de manera pública, por lo que suponemos que la respuesta americana se anunciará mediante la prensa.

—Esa es la reunión a la que voy con Bobby —dijo George—. Para redactar la respuesta.

—Intercambiar los misiles de Cuba por misiles de Turquía parece una propuesta razonable —comentó ella—. Sobre todo teniendo en cuenta que podría salvarnos la vida.

—Que Dios te oiga.

—Eso lo dice tu madre.

George rió y continuó su camino. Los asesores y sus asistentes empezaban a llegar a la Sala del Gabinete para la reunión del ExCom de las cuatro.

—¡Hay que impedir que entreguen Turquía a los comunistas! —decía Larry Mawhinney junto a la puerta, rodeado por un puñado de asistentes militares.

George soltó un gemido. El ejército lo veía todo como una lucha a muerte. En realidad, nadie iba a entregar Turquía. Lo que les proponían era desmantelar unos misiles que, en cualquier caso, ya estaban obsoletos. ¿De verdad el Pentágono pretendía oponerse a un acuerdo de paz? No daba crédito.

El presidente Kennedy entró y ocupó su lugar habitual, en el centro de la larga mesa y con las ventanas detrás de él. Todos disponían de una copia del borrador de propuesta que habían elaborado con anterioridad, en el que se decía que Estados Unidos no podía discutir la cuestión de los misiles de Turquía hasta que la crisis de Cuba hubiera quedado resuelta. Al presidente no le gustó el redactado de la respuesta al premier soviético.

—Estamos obviando el mensaje de Jrushchov —protestó. Siempre hablaba de su homólogo y no del pueblo al que representaba. Para Kennedy, se trataba de un conflicto personal—. No vamos a conseguir nada. Dirá que hemos rechazado su propuesta. Nuestra postura debería ser la de mostrarnos «encantados» de discutir la cuestión… una vez que dispongamos de una prueba fehaciente de que sus trabajos en Cuba han cesado.

—Pero eso convierte a Turquía en moneda de cambio —dijo alguien.

Mac Bundy, asesor de Seguridad Nacional, metió baza.

—Eso es lo que temo. —Bundy, al que le empezaban a salir entradas aunque solo tenía cuarenta y tres años de edad, procedía de una familia republicana y solía adscribirse a la línea dura—. Si damos a entender, ante la OTAN y otros aliados, que nos interesa el intercambio, estaremos en verdaderos apuros.

A George se le cayó el alma a los pies, Bundy se alineaba con el Pentágono en contra del acuerdo.

—Si da la impresión de que estamos canjeando la defensa de Turquía por la desaparición de la amenaza cubana —prosiguió Bundy—, tendremos que hacer frente a un descenso radical de la eficacia de la Alianza Atlántica.

George comprendió que aquel era el problema. Tal vez los misiles Júpiter estuvieran obsoletos, pero simbolizaban la determinación estadounidense a impedir la expansión del comunismo.

Bundy no convenció al presidente.

—Es a lo que nos lleva la situación, Mac.

—La única justificación para ese mensaje sería que esperamos que los rusos no acepten —insistió Bundy.

«¿En serio?», pensó George. Estaba bastante seguro de que el presidente Kennedy y su hermano no eran de la misma opinión.

—Estamos preparados para tomar medidas contra Cuba mañana o pasado mañana —siguió diciendo Bundy—. ¿Cuál es el plan de ataque?

Ese no era el modo en que George había imaginado que iría la reunión. Tendrían que estar hablando de paz, no de guerra.

Bob McNamara, secretario de Defensa y chico prodigio de Ford, contestó la pregunta:

—Un ataque aéreo a gran escala previo a la invasión. —A continuación, retomó el tema de Turquía—: Para minimizar la respuesta soviética contra la OTAN tras un ataque americano sobre Cuba, sacamos los Júpiter de Turquía antes del ataque a la isla y dejamos que los soviéticos se enteren. De ese modo, no creo que los soviéticos atacaran Turquía.

George pensó que aquello era irónico: para proteger Turquía era necesario desmantelar sus armas nucleares.

—Podrían tomar otro tipo de medidas… En Berlín —advirtió el secretario de Estado Dean Rusk, a quien George consideraba el hombre más inteligente de la sala.

A George le asombraba que el presidente estadounidense no pudiera atacar una isla caribeña sin calcular las repercusiones que eso tendría a ocho mil kilómetros de distancia, en la Europa oriental, lo cual demostraba que el planeta entero era un tablero de ajedrez para las dos superpotencias.

—En estos momentos no puedo recomendar un ataque aéreo sobre Cuba —repuso McNamara—. Lo único que digo es que debemos empezar a considerarlo de manera más realista.

El general Maxwell, que había estado en contacto con la Junta de Jefes de Estado Mayor, intervino entonces:

—Lo que recomiendan es que el ataque, el Plan de Operaciones 312, se lleve a término no más tarde de la mañana del lunes, salvo que en el ínterin aparezca alguna prueba irrefutable de que se han desmantelado las armas ofensivas.

Mawhinney y sus amigos, sentados detrás de Taylor, parecían complacidos. George pensó que eran iguales que los militares: no veían la hora de entrar en combate, aun cuando eso pudiera significar el fin del mundo. Rezó para que los soldados no acabaran guiando a los políticos reunidos en aquella sala.

—Y que a la ejecución de dicho plan de ataque le siga la ejecución del 316, el plan de invasión, siete días después —prosiguió Taylor.

—Vaya, menuda sorpresa —dijo Bobby Kennedy con tono sarcástico.

El comentario provocó carcajadas entre los asistentes a la reunión.

Por lo visto, todo el mundo creía que las recomendaciones del ejército eran cómicamente predecibles. George respiró aliviado.

Sin embargo, los ánimos volvieron a ensombrecerse cuando McNamara leyó de pronto una nota que le acababa de pasar uno de sus asistentes.

—El U-2 ha sido derribado.

George ahogó un grito. Sabía que habían perdido el contacto con un avión espía de la CIA durante una misión en Cuba, pero todo el mundo esperaba que hubiera tenido problemas con la radio y que estuviera de vuelta en casa.

Era evidente que el presidente Kennedy no había sido informado acerca del avión desaparecido.

—¿Han derribado un U-2? —preguntó con voz acongojada.

George conocía la razón de la consternación del presidente. Hasta entonces las superpotencias se habían enfrentado cara a cara, pero lo único que habían hecho era lanzarse amenazas mutuas. Sin embargo, de pronto se había producido el primer disparo y desde ese momento sería mucho más difícil evitar una guerra.

—Wright solo ha dicho que lo han encontrado derribado —dijo McNamara. El coronel John Wright pertenecía a la Agencia de Inteligencia de la Defensa.

—¿El piloto ha muerto? —preguntó Bobby.

Como solía ocurrir, había hecho la pregunta clave.

—El cuerpo del piloto está en el avión —contestó el general Taylor.

—¿Alguien ha visto al piloto? —insistió el presidente Kennedy.

—Sí, señor —dijo Taylor—. Los restos del avión están en tierra y el piloto está muerto.

Se hizo el silencio en la sala. Aquello lo cambiaba todo. Un estadounidense había muerto, había sido abatido en Cuba por armas soviéticas.

—Eso plantea la cuestión de las represalias —apuntó Taylor.

Desde luego. El pueblo estadounidense exigiría venganza. George sentía lo mismo. De pronto deseó que el presidente lanzara el ataque aéreo a gran escala que había solicitado el Pentágono. Ya podía imaginar cientos de bombarderos en formación de ataque cruzando a baja altitud el estrecho de Florida y dejando caer su carga letal sobre Cuba como una granizada. Quería que volaran hasta la última lanzadera de misiles, que mataran hasta al último soldado soviético y que acabaran con Castro. Si sufría la nación cubana al completo, que así fuera, eso les enseñaría a no matar estadounidenses.

Hacía ya dos horas que había empezado la reunión, y en la sala se veía una especie de niebla a causa del humo del tabaco. El presidente anunció un descanso y George pensó que era una buena idea. Desde luego, él necesitaba tranquilizarse. Si los demás se sentían tan ávidos de sangre como él, no se encontraban en condiciones de tomar ninguna decisión racional.

George era consciente de que el motivo principal del descanso era que el presidente Kennedy debía tomarse la medicación. Casi todo el mundo estaba al corriente de que sufría dolores de espalda, pero pocos sabían que libraba una batalla constante contra todo un abanico de dolencias entre las que se incluían la enfermedad de Addison y la colitis. Los médicos le inyectaban un cóctel de esteroides y antibióticos dos veces al día para que pudiera seguir adelante.

Bobby se encargó de volver a redactar la carta para Jrushchov con la ayuda del joven redactor de discursos del presidente, el alegre Ted Sorensen. Los dos se encerraron junto con sus asistentes en el estudio del presidente, una pequeña habitación que había junto al Despacho Oval. George cogió un bolígrafo y una libreta y fue tomando nota de todo lo que Bobby le dictaba. Gracias a que solo había dos personas implicadas en su elaboración, el borrador estuvo listo enseguida.

Los párrafos clave eran:

1. Ustedes accederán a retirar dichos sistemas de armas de Cuba bajo las debidas vigilancia y supervisión por parte de las Naciones Unidas; y procederán, con las garantías adecuadas, a detener la introducción de tales sistemas de armas en la isla.

2. Nosotros, por nuestra parte, accederemos —mediante el establecimiento de los acuerdos apropiados a través de las Naciones Unidas para garantizar el cumplimiento y la continuación de estos compromisos— a: a) levantar con efecto inmediato las medidas de cuarentena ahora en vigor; y b) ofrecer garantías de que no se procederá a la invasión de Cuba. Y estoy convencido de que otras naciones del hemisferio occidental estarán dispuestas a actuar del mismo modo.

Estados Unidos aceptaba la primera oferta de Jrushchov, pero ¿y la segunda? Bobby y Sorensen acordaron lo siguiente:

El efecto de tal acuerdo para la disminución de la tensión mundial debería permitirnos trabajar en pos de un acuerdo más general en cuanto a «otros armamentos», tal como proponen ustedes en su segunda carta.

No era mucho, apenas la insinuación de una promesa de debatir algo, pero seguramente era lo máximo que el ExCom permitiría.

George se preguntaba cómo iba a ser aquello suficiente.

Le entregó el borrador escrito a mano a una de las secretarias del presidente y le pidió que lo mecanografiara. Unos minutos después, Bobby fue convocado al Despacho Oval, donde se había reunido un grupo más reducido: el presidente, Dean Rusk, Mac Bundy y dos o tres hombres más, junto con sus asistentes de confianza. El vicepresidente Lyndon Johnson había quedado excluido. George lo consideraba un político inteligente, pero sus toscas maneras texanas chirriaban con el refinamiento bostoniano de los hermanos Kennedy.

El presidente quería que Bobby entregara la carta en persona al embajador soviético en Washington, Anatoli Dobrinin. Bobby y Dobrinin habían mantenido varias reuniones informales durante los últimos días. No se gustaban demasiado, pero podían hablar con franqueza y habían establecido una vía alternativa de comunicación que esquivaba la burocracia de Washington. En un encuentro cara a cara, Bobby podía concretar la promesa de debatir la cuestión de los misiles de Turquía sin haber obtenido una aprobación previa del ExCom.

Dean Rusk propuso que Bobby fuera un poco más allá con Dobrinin. En la reunión de ese día había quedado claro que nadie quería que los misiles Júpiter continuaran en Turquía. Desde un punto de vista estrictamente militar resultaban inútiles, por lo tanto el problema era estético: el gobierno turco y el resto de los aliados de la OTAN se indignarían si Estados Unidos negociaba la retirada de esos misiles en un acuerdo por Cuba. Rusk sugirió una solución que George encontró muy inteligente.

—Ofrécele sacar los Júpiter más adelante, pongamos que dentro de cinco o seis meses —dijo Rusk—. Entonces podremos hacerlo con calma, con el acuerdo de nuestros aliados, y aumentar la presencia de nuestros submarinos nucleares en el Mediterráneo para compensar.

Pero los soviéticos tienen que prometer que mantendrán el acuerdo en absoluto secreto.

George creía que se trataba de una sugerencia sorprendente pero brillante.

Todo el mundo aceptó la propuesta con una velocidad insólita. Los debates con el ExCom se habían alargado durante casi todo el día sin llegar a ninguna conclusión, pero aquel grupo más reducido del Despacho Oval de pronto se había vuelto resolutivo.

—Llama a Dobrinin —le dijo Bobby a George. Consultó la hora en su reloj de pulsera y George hizo otro tanto. Eran las siete y cuarto de la tarde—. Dile que se reúna conmigo en el Departamento de Justicia de aquí a media hora.

—Y entrega la carta a la prensa quince minutos después —añadió el presidente.

George entró en la sala de las secretarias que había junto al Despacho Oval y levantó el auricular del teléfono.

—Póngame con la embajada soviética —le dijo a la operadora.

El embajador aceptó acudir a la reunión al instante.

George le llevó la carta mecanografiada a Maria y le dijo que el presidente quería entregarla a la prensa a las ocho en punto.

Maria consultó la hora con inquietud.

—Muy bien, chicas, será mejor que nos pongamos a trabajar —anunció a sus compañeras.

Bobby y George salieron de la Casa Blanca y un coche los trasladó hasta el Departamento de Justicia, a pocas manzanas de allí. Las estatuas del gran salón de actos parecían observarlos con recelo bajo la débil iluminación de los fines de semana. George explicó al personal de seguridad que una visita importante estaba a punto de llegar para reunirse con Bobby.

Subieron en ascensor. George pensó que Bobby parecía exhausto, e indudablemente lo estaba. Los pasillos desiertos del gigantesco edificio devolvían el eco. El despacho de Bobby permanecía tenebroso, apenas iluminado, pero no se molestó en encender más lámparas. Se desplomó en su sillón y se frotó los ojos.

George miró las farolas del exterior por la ventana. El centro de Washington se hallaba ocupado por un bonito parque lleno de monumentos y palacios, pero el resto era una metrópolis densamente poblada por cinco millones de habitantes, de los que más de la mitad eran negros. ¿Seguiría allí la ciudad a la mañana siguiente? George había visto fotografías de Hiroshima: kilómetros de edificios convertidos en escombros, supervivientes lisiados y con quemaduras en las afueras, mirando con ojos desconcertados el mundo irreconocible que los rodeaba. ¿Washington tendría aquel aspecto por la mañana?

El embajador Dobrinin apareció puntual a las ocho menos cuarto.

Se trataba de un hombre calvo de cuarenta y pocos años, y era evidente que disfrutaba de aquellas reuniones informales con el hermano del presidente.

—Quiero exponer la alarmante situación actual tal como la ve el presidente —anunció Bobby—. Uno de nuestros aviones ha sido derribado sobre Cuba y el piloto ha muerto.

—Sus aviones no tienen derecho a sobrevolar Cuba —contestó Dobrinin de inmediato.

Los encuentros entre Bobby y Dobrinin podían tener un talante combativo, pero ese día el secretario de Justicia prefirió darle otro carácter a la reunión.

—Quiero que entienda la realidad política —dijo—. En estos momentos existe una gran presión para que el presidente responda con fuego. No podemos cancelar esos vuelos de reconocimiento, es la única manera que tenemos de comprobar el avance de la construcción de sus bases de misiles, pero si los cubanos disparan contra nuestros aviones, responderemos.

Bobby compartió con Dobrinin el contenido de la carta del presidente Kennedy al primer secretario Jrushchov.

—¿Y Turquía? —preguntó Dobrinin con aspereza.

Bobby contestó con cautela.

—Si ese es el único escollo para alcanzar el acuerdo que he mencionado con anterioridad, el presidente no ve ningún obstáculo insalvable. La mayor dificultad para el presidente es la discusión pública de la cuestión. Si una decisión de esas características se anunciara en estos momentos, la OTAN se vería dividida. Necesitamos cuatro o cinco meses para retirar los misiles de Turquía. Sin embargo, se trata de un tema altamente confidencial, solo un puñado de personas sabe lo que le estoy diciendo.

George observó el rostro de Dobrinin con suma atención. ¿Eran imaginaciones suyas o el diplomático ocultaba un atisbo de excitación?

—George, dale al embajador los números de teléfono que utilizamos para hablar directamente con el presidente —pidió Bobby.

George cogió una libreta, anotó tres números, arrancó la hoja y se la tendió a Dobrinin. Bobby se levantó y el embajador hizo otro tanto.

—Necesito una respuesta mañana —dijo Bobby—. No se trata de un ultimátum, es lo que hay. Nuestros generales están deseando entrar en combate. Y no nos envíen una de esas cartas interminables de Jrushchov que tardan todo un día en traducirse. Necesitamos de usted una respuesta clara y directa, señor embajador. Y la necesitamos ya.

—Muy bien —contestó el ruso, y se fue.

El domingo por la mañana, la delegación principal del KGB en La Habana informó al Kremlin de que los cubanos creían que el ataque estadounidense era inminente.

Dimka se encontraba en la dacha gubernamental de Novo-Ogarevo, una localidad pintoresca en las afueras de Moscú. La dacha era un edificio pequeño con columnas blancas que recordaban las de la Casa Blanca de Washington. Dimka estaba preparándose para la reunión del Presídium que se celebraría allí a las doce del mediodía y para la que faltaban pocos minutos. Rodeó la larga mesa de roble con dieciocho carpetas informativas y fue dejando una en cada sitio. Contenían el último mensaje del presidente Kennedy a Jrushchov, traducido al ruso.

Dimka se sentía optimista. El presidente americano había accedido a todo lo que Jrushchov le había pedido en un principio. Si aquella carta hubiera llegado como por milagro minutos después de que se enviara el primer mensaje de Jrushchov, la crisis se habría zanjado de inmediato. Sin embargo, el retraso había permitido que Jrushchov aumentara sus peticiones y, por desgracia, la carta de Kennedy no mencionaba Turquía de manera directa. Dimka no sabía si aquello sería un escollo para su jefe.

Los miembros del Presídium empezaban a llegar cuando Natalia Smótrova entró en la sala. Lo primero en lo que se fijó Dimka fue en que tenía la melena rizada cada vez más larga y estaba más guapa, y lo segundo fue en que parecía asustada. Dimka había intentado encontrar el momento para contarle lo de su compromiso, pues tenía la sensación de que no podía decírselo a nadie del Kremlin hasta que no se lo hubiera dicho a Natalia. Sin embargo, aquella tampoco era la mejor ocasión. Necesitaba estar a solas con ella.

Natalia se dirigió directa hacia él.

—Esos imbéciles han derribado un avión estadounidense —dijo.

—¡Oh, no!

Natalia asintió con la cabeza.

—Un avión espía U-2. El piloto ha muerto.

—¡Mierda! ¿Quiénes han sido? ¿Los cubanos?

—Nadie dice nada, lo cual significa que seguramente hemos sido nosotros.

—¡Pero si no se ha dado ninguna orden!

—Por eso.

Aquello era precisamente lo que ambos siempre habían temido, que alguien abriera fuego sin autorización.

Los miembros del Presídium estaban tomando asiento, con sus asistentes detrás de ellos, como era habitual.

—Iré a informarlo —dijo Dimka, pero Jrushchov apareció por la puerta en ese mismo instante.

Dimka se apresuró a ponerse al lado del dirigente y le susurró la noticia al oído mientras este se sentaba. Jrushchov no contestó, pero no parecía muy contento.

Abrió la sesión con lo que sin duda era un discurso preparado.

—Hubo un tiempo en que avanzamos, como en octubre de 1917; pero en marzo de 1918 tuvimos que retroceder, tras firmar el tratado de Brest-Litovsk con los alemanes —comenzó a decir—. Ahora hemos de enfrentarnos cara a cara con la amenaza de una guerra y de una catástrofe nuclear que podría tener el posible resultado de la destrucción de la raza humana. Debemos retirarnos para salvar al mundo.

Dimka pensó que sonaba al inicio de un debate en busca de una solución negociada.

Sin embargo, Jrushchov no tardó en dar paso a la cuestión militar.

¿Qué haría la Unión Soviética si los estadounidenses atacaban Cuba ese día, como los propios cubanos estaban convencidos de que ocurriría? El general Plíyev debía recibir órdenes de defender a las fuerzas soviéticas en Cuba, pero también debía pedir permiso antes de utilizar armas nucleares.

Mientras el Presídium discutía aquella posibilidad, Vera Pletner, la secretaria de Dimka, le pidió que saliera de la sala. Tenía una llamada.

Natalia lo siguió fuera.

El Ministerio de Exteriores tenía noticias que debían comunicarse a Jrushchov de inmediato. Sí, en mitad de la reunión. Acababan de recibir un cable del embajador soviético en Washington diciendo que Bobby Kennedy le había asegurado que los misiles de Turquía serían retirados en cuestión de cuatro o cinco meses, aunque debía guardarse en absoluto secreto.

—¡Es una buena noticia! —exclamó Dimka, encantado—. Se lo diré enseguida.

—Una cosa más —añadió el funcionario del Ministerio de Exteriores—. Bobby hizo hincapié en la urgencia de la respuesta. Por lo visto, el presidente americano está sometido a una gran presión por parte del Pentágono para atacar Cuba.

—Como habíamos imaginado.

—Bobby insistió en que apenas queda tiempo. Deben tener una respuesta hoy.

—Se lo diré.

Colgó. Natalia estaba a su lado, con cara expectante. Tenía olfato para las noticias.

—Bobby Kennedy ha ofrecido retirar los misiles de Turquía —informó Dimka.

Natalia sonrió, complacida.

—¡Se acabó! —exclamó—. ¡Hemos ganado!

Y lo besó en la boca.

Dimka regresó a la sala de reuniones, apenas capaz de ocultar su excitación. Malinovski, el ministro de Defensa, estaba hablando en esos momentos. Dimka se acercó a Jrushchov.

—Un cable de Dobrinin —le comunicó al oído—. Ha recibido una nueva oferta de Bobby Kennedy.

—Explícaselo a todos —dijo Jrushchov, interrumpiendo a Malinovski.

Dimka repitió lo que le habían dicho.

Rara era la vez que los miembros del Presídium sonreían, pero Dimka vio amplias sonrisas por toda la mesa. ¡Kennedy les daba todo lo que habían pedido! Se trataba de un triunfo para la Unión Soviética en general y para Jrushchov en particular.

—Tenemos que aceptar lo antes posible —dijo el primer secretario—. Que venga un taquígrafo. Le dictaré la carta de aceptación de inmediato y se retransmitirá a través de Radio Moscú.

—¿Cuándo debo ordenar a Plíyev que empiece a desmantelar las lanzaderas de misiles? —preguntó Malinovski.

Jrushchov lo miró como si el ministro fuera idiota.

—Ya —contestó.

Acabado el pleno del Presídium, Dimka por fin pudo quedarse a solas con Natalia, que estaba sentada en una antesala, repasando las notas que había tomado de la reunión.

—Tengo que contarte algo —dijo Dimka.

A pesar de que no había nada por lo que estar nervioso, notaba cierto malestar en el estómago, y no sabía por qué.

—Adelante.

Natalia volvió una página de la libreta y Dimka vaciló. Tenía la sensación de que ella no le prestaba atención. Natalia dejó la libreta y sonrió.

O entonces o nunca.

—Nina y yo vamos a casarnos —soltó Dimka.

Natalia palideció, boquiabierta.

Él sintió la necesidad de añadir algo más.

—Se lo dijimos ayer a mi familia —prosiguió—. En la fiesta de cumpleaños de mi abuelo. —«Deja de farfullar, cállate», pensó—. Cumplió setenta y cuatro años.

Cuando Natalia habló, sus palabras lo dejaron completamente perplejo.

—¿Y yo qué?

Dimka no comprendió a qué se refería.

—¿Tú?

—Pasamos una noche juntos —dijo Natalia con un hilo de voz.

—Nunca lo olvidaré. —Dimka se sentía desconcertado—. Pero después de aquello lo único que me dijiste fue que estabas casada.

—Tenía miedo.

—¿De qué?

El rostro de Natalia delataba auténtica angustia. Sus labios formaban una mueca, como si sufriera por algo.

—¡No te cases, por favor!

—¿Por qué no?

—Porque no quiero que lo hagas.

Dimka estaba estupefacto.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—No sabía qué hacer.

—Pero ahora es demasiado tarde.

—¿Por qué? —Lo miró con ojos suplicantes—. Podrías romper el compromiso… si quisieras.

—Nina está embarazada.

Natalia ahogó un grito.

—Tendrías que haberme dicho algo… antes… —insistió Dimka.

—¿Y si lo hubiera hecho?

Dimka negó con la cabeza.

—Ahora ya no vale la pena hablar de ello.

—No, ya lo veo.

—Bueno, por lo menos hemos evitado una guerra nuclear —dijo Dimka.

—Sí, estamos vivos —contestó ella—. Algo es algo.