ERA viernes por la tarde y la radio estaba encendida en la cocina de la casa de Great Peter Street. En todo el mundo la gente había encendido la radio para escuchar con temor las noticias de última hora.
La cocina era grande, con una larga mesa de madera de pino desgastada en el centro. Jasper Murray se había preparado una tostada y leía la prensa. Lloyd y Daisy Williams recibían todos los periódicos londinenses y también varios de Europa. El principal interés de Lloyd como parlamentario eran los asuntos exteriores, igual que lo habían sido desde que luchó en la Guerra Civil española. Jasper iba pasando las páginas en busca de algún motivo para tener esperanza.
El día siguiente, sábado, tendría lugar una marcha de protesta en Londres, si es que Londres seguía en pie por la mañana. Jasper asistiría como reportero del St. Julian’s News, el periódico universitario. Lo cierto es que no le gustaba dedicarse a los reportajes informativos; prefería los artículos de fondo, piezas más largas, más reflexivas, en las que se permitía un estilo algo más elaborado. Esperaba trabajar para una revista algún día, o quizá incluso en la televisión.
Sin embargo, primero quería llegar a director del St. Julian’s News.
El puesto iba acompañado de un pequeño sueldo y un año sabático en los estudios. Era muy codiciado, ya que prácticamente le garantizaba al universitario un buen trabajo como periodista una vez licenciado.
Jasper había presentado una solicitud, pero se había visto derrotado por Sam Cakebread. El apellido Cakebread tenía renombre en el periodismo británico: el padre de Sam era director adjunto de The Times, y su tío, un comentarista radiofónico muy apreciado. Tenía una hermana pequeña en el St. Julian’s College que había hecho las prácticas en la revista Vogue. Jasper sospechaba que era el apellido de Sam, y no sus méritos, lo que había hecho que consiguiera el puesto.
En Inglaterra el mérito nunca era suficiente. El abuelo de Jasper había sido general, y su padre había ido muy bien encarrilado en su carrera militar hasta que cometió el error de casarse con una chica judía, a consecuencia de lo cual jamás lo habían ascendido por encima del rango de coronel. La clase dirigente británica nunca perdonaba a quienes se saltaban sus normas. Jasper había oído decir que en Estados Unidos era diferente.
Evie Williams estaba en la cocina con él, sentada a la mesa haciendo una pancarta en la que decía cuba no se toca.
Evie ya no estaba enamorada de Jasper, y él se sentía aliviado. Tenía dieciséis años y una belleza pálida y etérea, pero era una chica demasiado solemne y profunda para su gusto. Cualquiera que saliera con ella tendría que compartir su apasionado compromiso con una amplia serie de campañas en contra de la crueldad y la injusticia, desde el apartheid en Sudáfrica hasta la experimentación con animales. Jasper no estaba comprometido con causa alguna, y de todas formas prefería a chicas como la traviesa de Beep Dewar, que ya a sus tiernos trece años le había metido la lengua en la boca y había frotado su cuerpo contra su erección.
Mientras Jasper miraba, Evie dibujó dentro de la «o» del «no» las cuatro líneas del símbolo de la Campaña para el Desarme Nuclear.
—¡Tu eslogan defiende dos causas idealistas por el precio de una!
—Esto no tiene nada de idealista —repuso ella con brusquedad—. Si esta noche estalla la guerra, ¿sabes cuál será el primer objetivo de las bombas nucleares soviéticas? Gran Bretaña. Eso es porque nosotros también tenemos armas atómicas, y ellos deben eliminarlas antes de atacar Estados Unidos. No bombardearán Noruega, ni Portugal, ni ningún otro país que haya tenido la sensatez de quedarse fuera de la carrera nuclear. Cualquiera que piense con lógica sobre la defensa de nuestro país sabe que las armas nucleares no nos protegen; nos ponen en peligro.
Jasper no había hecho su comentario con una intención tan seria, pero Evie se lo tomaba todo con mucha seriedad.
El hermano pequeño de Evie, Dave, de catorce años, también estaba sentado a la mesa, fabricando banderas cubanas en miniatura.
Había usado una plantilla para pintar las franjas azules en hojas de papel grueso, y en ese momento las estaba grapando a unos palitos hechos de contrachapado con una grapadora que le había prestado alguien. Jasper envidiaba la vida privilegiada de Dave y de sus padres ricos y permisivos, pero se esforzaba por ser agradable con él.
—¿Cuántas vas a hacer? —preguntó.
—Trescientas sesenta —contestó el chico.
—Supongo que no es un número al azar.
—Si esta noche las bombas no nos matan a todos, pienso venderlas en la manifestación de mañana a seis peniques cada una. Seis peniques por trescientos sesenta hacen ciento ochenta chelines, o sea nueve libras, que es lo que cuesta el amplificador para guitarra que quiero comprarme.
Dave tenía olfato para los negocios. Jasper recordaba el puesto de refrescos que había montado para la función del colegio, atendido por adolescentes que trabajaban a toda velocidad porque Dave les pagaba a comisión. Las clases, en cambio, no le iban muy bien, y era el último de su curso, o casi, en todas las asignaturas académicas. Eso ponía furioso a su padre, porque en otros aspectos Dave parecía brillante.
Lloyd lo acusaba de ser un vago, pero Jasper pensaba que era más complicado que eso. A Dave le costaba comprender cualquier cosa que estuviera por escrito. Su propia caligrafía era espantosa, llena de faltas de ortografía e incluso con letras del revés. A Jasper le recordaba a su mejor amigo del colegio, que era incapaz de cantar el himno escolar y no percibía la diferencia entre su soniquete monótono y la melodía que entonaban los demás. De una forma parecida, Dave tenía que hacer un gran esfuerzo de concentración para ver la diferencia entre las letras «d» y «b». El chico anhelaba cumplir con las expectativas de sus triunfadores padres, pero siempre se quedaba corto.
Mientras grapaba sus banderitas de a seis peniques, era evidente que tenía la cabeza muy lejos de allí, porque su siguiente comentario surgió de la nada.
—Tu madre y la mía no debían de tener mucho en común cuando se conocieron.
—No —dijo Jasper—. Daisy Peshkov era hija de un gángster rusoamericano. Eva Rothmann era hija de un médico, nacida en una familia judía de clase media en Berlín, a la que enviaron a América para que escapara de los nazis. Tu madre acogió a la mía.
—Es que mi madre tiene un gran corazón —dijo Evie, a quien le habían puesto su nombre por Eva.
—Ojalá alguien me enviara a mí a América —murmuró Jasper.
—¿Y por qué no te vas? —espetó la chica—. Podrías decirles que dejen en paz al pueblo cubano.
A Jasper le importaban un comino los cubanos.
—No me lo puedo permitir.
Aun sin tener que pagar un alquiler, estaba tan en la ruina que no le llegaba para comprar un billete a Estados Unidos.
La mujer de gran corazón entró justo entonces en la cocina. Daisy Williams seguía siendo atractiva a sus cuarenta y seis años. Tenía los ojos azules y grandes, y el pelo rubio y rizado, y Jasper pensó que de joven debía de haber sido irresistible. Esa noche se había vestido con recato y había elegido una falda de un azul discreto con chaqueta a juego. No llevaba joyas; debía de ocultar su riqueza, pensó Jasper con sarcasmo, para interpretar mejor el papel de esposa de un político.
Todavía tenía una buena figura, aunque no estaba tan delgada como antes. Al imaginarla desnuda, pensó que en la cama debía de ser mejor que su hija, Evie. Daisy sería como Beep, estaría dispuesta a todo. Le sorprendió descubrir que estaba fantaseando con alguien de la edad de su madre. Menos mal que las mujeres no podían leerles el pensamiento a los hombres.
—Qué estampa tan bonita —comentó Daisy con cariño—. Tres niños trabajando en calma. —Seguía teniendo un marcado acento estadounidense, aunque sus filos habían quedado limados después de vivir en Londres un cuarto de siglo. Entonces miró con sorpresa las banderas de Dave—. No sueles interesarte por los asuntos internacionales.
—Voy a venderlas a seis peniques cada una.
—Debí haber supuesto que tu esfuerzo no tenía nada que ver con la paz mundial.
—La paz mundial se la dejo a Evie.
—Alguien tiene que ocuparse de ello —dijo esta con vehemencia—. Podríamos estar todos muertos antes de que empiece la manifestación, ¿sabéis? Y solo porque los americanos son unos hipócritas.
Jasper miró a Daisy, pero vio que no se había ofendido. Estaba acostumbrada a las bruscas declaraciones éticas de su hija.
—Supongo que los americanos se han asustado bastante con los misiles de Cuba —opinó con suavidad.
—Pues tendrían que imaginarse cómo se sienten los demás y retirar sus misiles de Turquía.
—Yo creo que tienes razón, y fue un error que el presidente Kennedy los desplegara allí. De todas formas, hay una diferencia. Aquí, en Europa, estamos acostumbrados a tener misiles apuntándonos… desde ambos lados del Telón de Acero. Pero cuando Jrushchov envió misiles a Cuba en secreto provocó un cambio sorprendente en el statu quo.
—La justicia es la justicia.
—Y la política real es otra cosa. ¡Pero mira cómo se repite la historia! Mi hijo es igual que mi padre, siempre atento por si encuentra la ocasión de ganar unos cuantos billetes, incluso al borde de la tercera guerra mundial. Y mi hija es como mi tío Grigori, el bolchevique, decidida a cambiar el mundo.
Evie levantó la mirada.
—Si era bolchevique, sí que cambió el mundo.
—Pero ¿fue para mejor?
Entonces entró Lloyd. Igual que sus antepasados mineros, era bajo de estatura y de espaldas anchas. Su forma de caminar tenía algo que recordaba a Jasper que había sido campeón de boxeo. Iba vestido con un estilo algo anticuado, se había puesto un traje negro de espiga fina con un pañuelo de hilo blanco almidonado en el bolsillo de la chaqueta. Era evidente que los padres de los Williams iban a un acontecimiento político.
—Si ya estás lista, yo también, cariño —le dijo a Daisy.
—¿De qué va el mitin? —preguntó Evie.
—De Cuba —contestó su padre—. ¿De qué va a ir, si no? —Se fijó en la pancarta—. Veo que ya te has formado una opinión al respecto.
—No es muy difícil, ¿no crees? —repuso ella—. Habría que permitir al pueblo cubano decidir su propio destino. ¿No es ese un principio básico de la democracia?
Jasper vio la que se avecinaba. En aquella familia, la mitad de las peleas eran por asuntos políticos. Aburrido del idealismo de Evie, decidió interrumpir.
—Hank Remington cantará Poison Rain en Trafalgar Square mañana —dijo.
Remington, un chico irlandés que en realidad se llamaba Harry Riley, era el cantante de un grupo pop, los Kords. La canción hablaba sobre la lluvia radiactiva.
—Es maravilloso —exclamó Evie—. Piensa con una claridad increíble. —Hank era uno de sus héroes.
—Ha venido a verme —dijo Lloyd.
La voz de Evie cambió de tono al instante.
—¡No me lo habías dicho!
—Es que ha sido hoy mismo.
—¿Qué te ha parecido?
—Es un verdadero genio de la clase trabajadora.
—¿Qué es lo que quería?
—Que alzara la voz en la Cámara de los Comunes para denunciar al presidente Kennedy por belicista.
—¡Y deberías hacerlo!
—Pero ¿qué pasa si los laboristas ganan las próximas elecciones generales? Supongo que me nombrarían secretario del Foreign Office.
Puede que tuviera que ir a la Casa Blanca a pedirle al presidente de Estados Unidos que apoyara algo que el gobierno laborista querría llevar a cabo, tal vez una resolución de las Naciones Unidas contra la discriminación racial en Sudáfrica. Kennedy podría recordar que lo había insultado y decirme que me fuera al cuerno.
—Aun así, deberías hacerlo —insistió su hija.
—Llamar belicista a alguien no suele servir de nada. Si creyera que así solucionaría la crisis actual, lo haría, pero es una carta que solo se juega una vez, y prefiero reservarla para una mano ganadora.
Jasper pensó que Lloyd era un político práctico, cosa que a él le parecía bien. A Evie, por el contrario, no tanto.
—Yo creo que la gente debería alzar la voz y decir la verdad —proclamó.
Lloyd esbozó una sonrisa.
—Estoy orgulloso de tener una hija como tú —dijo—. Espero que sigas teniendo esos ideales toda tu vida, pero ahora he de ir a explicarles esta crisis a mis votantes del East End.
—Adiós, niños, hasta luego —dijo Daisy, y se fue con Lloyd.
—¿Quién ha ganado la discusión? —preguntó Evie.
«Tu padre —pensó Jasper—, y sobradamente». Pero no dijo nada.
George regresó al centro de Washington en un estado de gran inquietud.
Todo el mundo había estado trabajando sobre el supuesto de que la invasión de Cuba iba a tener éxito, pero los FROG lo cambiaban todo.
Las tropas estadounidenses se enfrentarían a armas nucleares tácticas.
Puede que los americanos se impusieran, pero la guerra sería más dura y se cobraría más vidas, y el resultado ya no era tan fácil de prever.
Bajó del taxi frente a la Casa Blanca y se detuvo en la oficina de prensa. Maria estaba en su escritorio. Él se alegró de ver que tenía mucha mejor cara que tres días atrás.
—Estoy bien, gracias —dijo contestando a la pregunta de George.
Un pequeño peso menos que aligeraba la inquietud de su corazón, aunque todavía seguía cargando con el mayor de todos. Maria se estaba recuperando físicamente, pero George no sabía qué daños emocionales podía estar causándole su aventura amorosa secreta.
No pudo preguntarle nada más íntimo porque no estaban solos.
Maria se encontraba acompañada de un joven negro que vestía una americana de tweed.
—Este es Leopold Montgomery —lo presentó ella—. Trabaja para Reuters. Ha venido a buscar un comunicado de prensa.
—Llámame Lee —dijo el joven.
—Supongo que no hay muchos periodistas de color que cubran Washington —comentó George.
—Soy el único —confirmó Lee.
—George Jakes trabaja para Bobby Kennedy —dijo Maria.
De pronto Lee pareció más interesado en él.
—¿Y cómo es tu jefe?
—El trabajo es genial —aseveró George, eludiendo la pregunta—. Sobre todo me dedico a asesorar sobre los derechos civiles. Estamos tomando medidas legales contra los estados sureños que impiden votar a los negros.
—Lo que necesitamos es una nueva ley de derechos civiles.
—Ya lo creo, hermano. —George se volvió hacia Maria—. No puedo quedarme. Me alegro de que te encuentres mejor.
—Te acompaño, si vas al Departamento de Justicia —propuso Lee.
George evitaba la compañía de periodistas, pero sentía cierta camaradería con Lee, que estaba intentando triunfar en el Washington blanco igual que él, así que accedió.
—De acuerdo.
—Gracias por pasarte, Lee. Por favor, llámame si necesitas cualquier aclaración sobre el comunicado —dijo Maria.
—Desde luego —repuso él.
George y Lee salieron del edificio y echaron a andar por Pennsylvania Avenue.
—¿De qué habla ese comunicado de prensa? —preguntó George.
—Aunque los buques han dado la vuelta, los soviéticos siguen construyendo lanzamisiles en Cuba, y a toda máquina, además.
George pensó en las fotografías de reconocimiento aéreo que acababa de ver y se sintió tentado de hablarle a Lee de ellas. Le habría gustado darle una primicia a un joven reportero negro. No obstante, eso habría sido atentar contra la seguridad nacional, así que resistió el impulso.
—Supongo que sí —repuso sin comprometerse.
—La administración no parece estar haciendo nada.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que está claro que la cuarentena ha resultado ineficaz, y el presidente no hace nada al respecto.
Ese comentario hirió a George. Él formaba parte de la administración, aunque fuera solo una pequeña pieza, y se sintió injustamente acusado.
—En su discurso televisado del lunes, el presidente afirmó que la cuarentena no había hecho más que empezar.
—¿O sea que tomará más medidas?
—Es evidente que se refería a eso.
—¿Y qué hará?
George sonrió al darse cuenta de que le estaba sonsacando.
—Les mantendremos informados, no cambien de canal —dijo.
Cuando regresó a Justicia, encontró a Bobby furioso. Su jefe no solía gritar, maldecir ni tirar objetos de un lado a otro de la sala. Su ira era fría y perversa. La aterradora mirada de sus ojos azules había dado ya mucho que hablar.
—¿Con quién está enfadado? —le preguntó George a Dennis Wilson.
—Con Tim Tedder. Ha enviado tres equipos de infiltrados a Cuba, de seis hombres cada uno. Y hay más esperando a partir.
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Quién le ha dicho a la CIA que haga eso?
—Forma parte de la Operación Mangosta, y por lo visto nadie les ha dicho que paren.
—¡Pero podrían provocar la tercera guerra mundial por su cuenta!
—Por eso Bobby está que echa humo. También han enviado un equipo de dos hombres a dinamitar una mina de cobre… y, por desgracia, hemos perdido el contacto con ellos.
—O sea que esos dos tipos deben de estar ahora mismo en la cárcel, dibujándoles planos de las instalaciones de la CIA en Miami a sus interrogadores soviéticos.
—Pues sí.
—Es un momento muy estúpido para hacer algo así por muchísimas razones —dijo George—. Cuba se está preparando para la guerra.
La seguridad de Castro siempre ha sido buena, pero ahora debe de estar en alerta máxima.
—Exacto. Bobby saldrá hacia una reunión de Mangosta en el Pentágono dentro de unos minutos, y supongo que piensa crucificar a Tedder.
George no acompañaba a Bobby al Pentágono. Todavía no lo invitaban a las reuniones de Mangosta… y hasta cierto punto se sentía aliviado; su viaje a La Isabela lo había convencido de que toda aquella operación era criminal, y no quería tener nada más que ver con ella.
Se sentó a su escritorio, pero le resultaba difícil concentrarse. De todas formas los derechos civiles habían quedado relegados a un segundo plano; esa semana nadie pensaba en la igualdad para los negros.
George tenía la sensación de que a Kennedy la crisis se le estaba yendo de las manos. Aun sabiendo que cometía un error, el presidente había ordenado que interceptaran el Marucla. El incidente no había tenido mayores complicaciones, pero ¿qué sucedería en la siguiente ocasión? De pronto había armas nucleares tácticas en Cuba; Estados Unidos todavía podía invadir la isla, pero el precio sería muy alto. Y para añadir un elemento de riesgo más, la CIA jugaba su propia partida.
Todo el mundo estaba deseando conseguir que la temperatura bajara, pero no hacía más que suceder lo contrario. La crisis se agudizaba como en una pesadilla que nadie deseaba.
Más avanzada la tarde, Bobby regresó del Pentágono con un teletipo en las manos.
—¿Qué cojones es esto? —preguntó a sus asesores, y empezó a leer—: «En respuesta a la campaña acelerada para construir lanzamisiles en Cuba, se esperan nuevas medidas inminentes por parte del presidente Kennedy…». —Levantó la mano en alto, con el índice apuntando al techo—. «… según fuentes cercanas al secretario de Justicia». —Bobby recorrió toda la sala con la mirada—. ¿Quién se ha ido de la lengua?
—Joder, mierda —dijo George.
Todos se lo quedaron mirando.
George quería que se lo tragase la tierra.
—Lo siento —se disculpó—. Lo único que hice fue citar el discurso del presidente cuando dijo que la cuarentena no era más que el principio.
—¡A un periodista no se le puede decir algo así! Le has dado una nueva primicia.
—Vaya. Ahora ya lo sé.
—Y mientras aquí todos estamos intentando apaciguar las cosas, tú solo acabas de agravar la crisis. El siguiente artículo especulará con qué acciones está barajando el presidente. Luego, si no hace nada, dirán que titubea.
—Sí, señor.
—¿Cómo es que has hablado con él?
—Me lo han presentado en la Casa Blanca y me ha acompañado un rato por Pennsylvania Avenue.
—¿Es una noticia de Reuters? —preguntó Dennis Wilson.
—Sí, ¿por qué? —contestó Bobby.
—Seguramente lo ha escrito Lee Montgomery.
George gimió por dentro. Sabía qué sería lo siguiente. Wilson estaba haciendo que el incidente pareciera más grave a propósito.
—¿Por qué dices eso, Dennis? —quiso saber Bobby.
Wilson vaciló, así que George respondió la pregunta:
—Porque Montgomery es negro.
—¿Y por eso has hablado con él, George?
—Supongo que no quería decirle que se fuera al cuerno.
—La próxima vez es exactamente eso lo que le dirás, a él y a cualquier otro periodista que intente sonsacarte una primicia, no me importa del color que sea.
George se tranquilizó al oír las palabras «la próxima vez». Significaban que no iban a despedirlo.
—Gracias —dijo—. Lo recordaré.
—Más te vale.
Bobby entró en su despacho.
—Te has librado de una buena —le dijo Wilson a George—. Qué suerte tienes, cabrón.
—Sí —repuso él, y añadió con sarcasmo—: Gracias por tu ayuda, Dennis.
Todo el mundo volvió al trabajo. George casi no daba crédito a lo que acababa de hacer. También él había echado más leña al fuego sin querer.
Todavía estaba algo abatido cuando la centralita le pasó una llamada de larga distancia procedente de Atlanta.
—Hola, George, soy Verena Marquand.
—¿Cómo estás? —Le alegró oír su voz.
—Preocupada —contestó ella.
—Tú y todo el mundo.
—El doctor King me ha pedido que te llame para saber qué está ocurriendo.
—Me parece que sabéis tanto como nosotros —repuso George. Todavía se resentía del rapapolvo de Bobby y no pensaba arriesgarse a cometer otra indiscreción—. En los periódicos puede leerse prácticamente todo.
—¿De verdad vamos a invadir Cuba?
—Eso solo lo sabe el presidente.
—¿Habrá una guerra nuclear?
—Eso ni siquiera el presidente lo sabe.
—Te echo de menos, George. Ojalá pudiera sentarme contigo y, no sé, simplemente charlar.
Eso le sorprendió. En Harvard no había llegado a conocerla demasiado, y hacía medio año que no la veía. No se había dado cuenta de que le tuviera tanto cariño como para llegar a extrañarlo. No sabía qué contestar.
—¿Qué voy a decirle al doctor King? —preguntó ella.
—Dile… —George se interrumpió. Pensó en todas las personas que rodeaban al presidente Kennedy: los generales exaltados que querían la guerra ya, los hombres de la CIA que pretendían ser James Bond, los periodistas que se quejaban de inacción cuando el presidente solo estaba actuando con cautela—. Dile que el hombre más listo de Estados Unidos está al mando, y que no podemos pedir nada mejor que eso.
—De acuerdo —respondió Verena, y colgó.
George se preguntó si de veras creía lo que acababa de decir. Quería odiar a Jack Kennedy por cómo había tratado a Maria, pero ¿había alguien que pudiera gestionar la crisis mejor que él? No. A George no se le ocurría ningún otro hombre con la combinación adecuada de valor, sabiduría, circunspección y calma.
Casi a última hora, Wilson recibió una llamada de teléfono y luego hizo un anuncio ante todos los presentes:
—Va a llegarnos una carta de Jrushchov. Nos la envían a través del Departamento de Estado.
—¿Qué dice? —preguntó alguien.
—No mucho, de momento —dijo Wilson, y consultó su libreta—. Todavía no la tenemos entera. «Nos están amenazando con la guerra, pero saben muy bien que lo mínimo que recibirían en respuesta sería experimentar las mismas consecuencias…». La han entregado en nuestra embajada de Moscú justo antes de las diez de esta mañana, hora de aquí.
—¡Las diez! —exclamó George—. Pero si ya son las seis de la tarde. ¿Cómo es que está tardando tanto?
Wilson respondió con tediosa condescendencia, como si estuviera harto de explicar procedimientos elementales a principiantes.
—Nuestra gente de Moscú tiene que traducir la carta al inglés, luego codificarla y después teclearla. Cuando se recibe aquí en Washington, los funcionarios del Departamento de Estado deben descodificarla y mecanografiarla. Y hay que comprobar tres veces cada palabra antes de que el presidente actúe. Es un procedimiento largo.
—Gracias —dijo George; Wilson era un capullo petulante, pero sabía muchas cosas.
Era viernes por la tarde, pero nadie se iría a casa.
El mensaje de Jrushchov llegó por partes. Como era de esperar, la más importante era la final. Si Estados Unidos prometía no invadir Cuba, decía Jrushchov, «desaparecería la necesidad de contar con la presencia de nuestros especialistas militares».
Era una propuesta de acuerdo bilateral, y eso tenía que ser buena noticia. Sin embargo, ¿qué significaba con exactitud?
Supuestamente, que los soviéticos retirarían sus armas nucleares de Cuba. Ninguna otra cosa contaría para nada.
No obstante, ¿podía Estados Unidos prometer que no invadiría Cuba? ¿Se plantearía siquiera el presidente Kennedy atarse sus propias manos de esa manera? George pensó que se resistiría a abandonar toda esperanza de librarse de Castro.
¿Y cómo reaccionaría el mundo ante un pacto así? ¿Lo verían como un golpe de la política exterior de Jrushchov? ¿O dirían que Kennedy había forzado a los soviéticos a echarse atrás?
¿Eran buenas noticias? George no podía decidirse.
Larry Mawhinney asomó la rapada cabeza por la puerta.
—Cuba ya dispone de armas nucleares de corto alcance —informó.
—Lo sabemos —dijo George—. La CIA las descubrió ayer.
—Eso significa que también nosotros debemos tenerlas —replicó Larry.
—¿Qué quieres decir?
—Que la fuerza de invasión de Cuba debe ir equipada con armas nucleares tácticas.
—¿De verdad?
—¡Por supuesto! La Junta de Jefes de Estado Mayor está a punto de exigirlo. ¿Enviarías a nuestros hombres a la batalla peor armados que el enemigo?
George veía que aquello tenía sentido; pero la consecuencia era espantosa.
—O sea que ahora cualquier guerra con Cuba tendrá que ser nuclear, desde el principio.
—Ya lo creo —dijo Larry, y se fue.
Lo último que hizo George fue acercarse a casa de su madre. Jacky le sirvió un café y sacó un plato lleno de galletas. Él no cogió ninguna.
—Ayer vi a Greg —dijo.
—¿Cómo está?
—Como siempre. Solo que… solo que me dijo que yo era lo mejor que le había sucedido en la vida.
—¡Hum! —espetó ella con desdén—. ¿A cuento de qué?
—Quería que supiera lo orgulloso que está de mí.
—Vaya, vaya. Todavía queda algo bueno en ese hombre.
—¿Cuánto hace desde que viste a Lev y a Marga por última vez?
Jacky entornó los ojos con suspicacia.
—¿Qué clase de pregunta es esa?
—Te llevas bien con la abuela Marga.
—Eso es porque te quiere. Cuando una persona quiere a tu hijo, te sientes más cerca de ella. Lo comprenderás cuando seas padre.
—No has vuelto a verla desde la ceremonia de graduación de Harvard, hace ya más de un año.
—Es cierto.
—El fin de semana no trabajas.
—El club cierra los sábados y los domingos. Cuando eras pequeño, tenía que librar los fines de semana para cuidarte.
—La primera dama se ha llevado a Caroline y a John Junior a Glen Ora.
—Ah, y supongo que crees que yo también debería irme a Virginia, a mi casa de campo, para pasar unos días montando en mis caballos, ¿no?
—Podrías ir a Buffalo para ver a Marga y a Lev.
—¿Que vaya a Buffalo un fin de semana? —preguntó ella con incredulidad—. ¡Por el amor de Dios, hijo! Me pasaría todo el sábado en el tren de ida y todo el domingo en el tren de vuelta.
—Pues ve en avión.
—No puedo permitírmelo.
—Yo te compro el billete.
—Ay, madre de Dios —dijo Jacky—. Crees que los rusos van a bombardearnos este fin de semana, ¿verdad?
—Nunca han estado tan cerca de hacerlo. Ve a Buffalo.
Ella apuró su taza y luego se levantó para ir al fregadero a lavarla.
—¿Y qué harás tú? —preguntó un momento después.
—Tengo que quedarme aquí y hacer todo lo posible para evitar que ocurra.
Jacky sacudió la cabeza con decisión.
—No pienso irme a Buffalo.
—Me quitarías un peso enorme del alma, mamá.
—Si quieres aligerar tu alma, reza al Señor.
—¿Sabes qué dicen los árabes? «Confía en Alá, pero ata tu camello». Rezaré si vas a Buffalo.
—¿Cómo sabes que los rusos no bombardearán Buffalo?
—No puedo estar seguro, pero imagino que es un objetivo secundario. Y podría quedar fuera del alcance de esos misiles de Cuba.
—Para ser abogado, tu alegato es muy débil.
—Hablo en serio, mamá.
—Yo también —replicó ella—. Y eres un buen hijo que se preocupa por su madre, pero ahora escúchame. Desde que tenía dieciséis años no he dedicado mi vida a otra cosa más que a educarte. Si todo lo que he hecho va a quedar arrasado por una explosión nuclear, no quiero seguir viva después para saberlo. Me quedo donde estés tú.
—O sobrevivimos los dos, o morimos los dos.
—El Señor dio y el Señor quitó —citó su madre—. Bendito sea su nombre.
Estados Unidos tenía más de doscientos misiles nucleares que podían alcanzar la Unión Soviética, según Volodia, el tío que Dimka tenía en el Servicio Secreto del Ejército Rojo. Su tío también le había dicho que los estadounidenses creían que la Unión Soviética poseía más o menos la mitad de los misiles intercontinentales. En realidad, la URSS tenía exactamente cuarenta y dos.
Y algunos habían quedado obsoletos.
Puesto que Estados Unidos no había respondido de inmediato a la oferta de acuerdo bilateral de la Unión Soviética, Jrushchov ordenó que incluso los más antiguos de esos misiles, muy poco fiables, estuvieran listos para el lanzamiento.
Durante las primeras horas de la mañana del sábado, Dimka llamó por teléfono al cosmódromo de Baikonur, en Kazajistán. Allí la base del ejército contaba con dos Semiorkas de cinco motores, cohetes R-7 obsoletos de la misma clase que los que habían puesto en órbita el Sputnik cinco años atrás y que estaban pasando una revisión para enviar una sonda a Marte.
Dimka suspendió la expedición a Marte. Esos dos Semiorkas estaban incluidos en esos cuarenta y dos misiles intercontinentales de la Unión Soviética y los necesitaban para la posible tercera guerra mundial, así que ordenó a los científicos que equiparan ambos cohetes con ojivas nucleares y los cargaran de combustible.
La preparación para el lanzamiento les llevaría veinte horas. Los cohetes se abastecían con un propergol líquido inestable, por lo que no podían tenerlos listos para el lanzamiento durante más de un día; o los utilizaban ese fin de semana o ya quedarían inservibles.
Los Semiorkas explotaban muchas veces durante el despegue. No obstante, si aguantaban, podían llegar hasta Chicago.
Cada uno iría armado con una bomba de 2,8 megatones.
Si alguna lograba alcanzar su objetivo, lo destruiría todo en un radio de once kilómetros alrededor del centro de Chicago, desde la orilla del lago hasta Oak Park, según el atlas de Dimka.
Cuando estuvo seguro de que el oficial al mando había comprendido las órdenes, Dimka se fue a dormir.