17

GEORGE nunca había sentido la muerte tan cerca como en la Sala del Gabinete de la Casa Blanca el miércoles 24 de octubre.

La reunión comenzó a las diez de la mañana, y George pensó que la guerra estallaría antes de las once.

En teoría se trataba del Comité Ejecutivo del Consejo de Seguridad Nacional, llamado ExCom para abreviar, pero en la práctica el presidente Kennedy había convocado a cualquiera que creyese que podía ayudar a solucionar la crisis. Su hermano Bobby, como siempre, se contaba entre ellos.

Los asesores estaban sentados en sillones de piel alrededor de la mesa alargada, mientras que los asistentes de estos ocupaban unos sillones similares pegados a las paredes. La tensión en la sala hacía el aire irrespirable.

El estado de alerta del Mando Aéreo Estratégico había pasado a DEFCON-2, el nivel inmediatamente anterior al de guerra inminente.

Todos los bombarderos de la fuerza aérea estaban listos. Muchos estaban continuamente en el aire, cargados con armas nucleares, sobrevolando el espacio aéreo de Canadá, Groenlandia y Turquía para acercarse todo lo posible a las fronteras de la URSS. Cada bombardero tenía asignado de antemano un objetivo soviético.

Si estallaba la guerra, los estadounidenses provocarían una tormenta de fuego nuclear que aniquilaría todas las ciudades importantes de la Unión Soviética. Morirían millones de personas. Rusia no se recuperaría ni en un centenar de años.

Y no había duda de que los soviéticos tenían previsto algo similar para Estados Unidos.

Las diez en punto era la hora a la que entraba en vigor el bloqueo.

Cualquier buque soviético dentro de un radio de quinientas millas de la costa cubana pasaba a ser un blanco legítimo. Se esperaba que la primera interceptación de un barco de misiles soviéticos por parte del portaviones USS Essex tuviese lugar entre las diez y media y las once.

A esa hora, las once en punto, tal vez todos estarían muertos.

El jefe de la CIA, John McCone, comenzó realizando una descripción pormenorizada de toda la flota soviética en ruta hacia Cuba.

Hablaba con una voz cargante y monótona que acrecentó la tensión impacientando a todos los presentes. ¿Qué barcos soviéticos debía interceptar primero la armada estadounidense? ¿Qué pasaría entonces?

¿Permitirían los soviéticos que sus barcos fuesen inspeccionados?

¿Abrirían fuego contra la flota estadounidense? ¿Qué debía hacer la marina de guerra, entonces?

Mientras el grupo de asesores trataba de anticiparse a sus homólogos de Moscú, un ayudante le entregó a McCone una nota. McCone era un hombre pulcro, de pelo blanco, que tenía unos sesenta años de edad. Era, sobre todo, un hombre de negocios, y George supuso que los profesionales de carrera de la CIA no le contaban todo lo que hacían.

En ese momento, McCone examinó la nota a través de sus gafas sin montura y puso cara de perplejidad.

—Señor presidente —dijo al fin—, acabamos de recibir información de la Oficina de Inteligencia Naval en la que se nos comunica que los seis barcos soviéticos que se encuentran actualmente en aguas cubanas se han detenido o bien han invertido el rumbo.

«¿Qué diablos querrá decir eso?», pensó George.

—¿Qué quiere decir con lo de aguas cubanas? —preguntó Dean Rusk, el secretario de Estado, que lucía una pronunciada calvicie y una nariz respingona.

McCone no lo sabía.

—La mayoría de esos barcos salen de Cuba rumbo a la Unión Soviética… —dijo Bob McNamara, el presidente de la empresa Ford a quien Kennedy había nombrado secretario de Defensa.

—Pues ¿por qué no lo averiguamos? —interrumpió el presidente con irritación—. ¿Estamos hablando de unos barcos que salen de Cuba o que se dirigen a la isla?

—Lo averiguaré —ofreció McCone, y salió de la habitación.

La tensión iba en aumento.

George siempre había imaginado que las reuniones del gabinete de crisis en la Casa Blanca serían encuentros trascendentales de alto voltaje, y que todos los asesores proporcionarían al presidente información precisa y rigurosa a fin de que pudiera tomar una decisión con todos los elementos de juicio a su alcance. Sin embargo, nunca se había producido una crisis como aquella y todo era confusión y malentendidos. Eso hizo que George sintiera aún más miedo.

Cuando McCone regresó, anunció:

—Todos esos buques van rumbo al oeste, todos se dirigen hacia Cuba. —Y enumeró los seis barcos por su nombre.

El siguiente en hablar fue McNamara. Tenía cuarenta y seis años y formaba parte del famoso grupo de veteranos conocidos como los «Whiz Kids», los chicos prodigio, por haber sacado a la empresa fabricante de automóviles Ford de la quiebra y conseguir que empezase a obtener beneficios. Exceptuando a Bobby, era la persona de aquella habitación en la que más confiaba el presidente Kennedy. En ese momento, McNamara recitó de memoria las posiciones de los seis barcos.

La mayoría estaban aún a cientos de millas náuticas de Cuba.

El presidente se mostraba impaciente.

—Bueno, ¿y qué es lo que dicen que están haciendo esos barcos, John?

—Se han detenido o han invertido el rumbo —contestó McCone.

—¿Estás hablando de todos los barcos soviéticos o solo de unos cuantos?

—Solo es un grupo concreto de buques. Hay veinticuatro en total.

Una vez más, McNamara interrumpió con la información clave.

—Todo indica que se trata de los navíos más próximos al cerco naval.

—Parece que los soviéticos tratan de alejarse del abismo y dan marcha atrás —le susurró George a Skip Dickerson, sentado a su lado.

—Por el bien de todos, espero que tengas razón —murmuró Skip.

—No tenemos planeado abordar ninguno de esos barcos, ¿verdad? —preguntó el presidente.

—No tenemos planeado interceptar ningún buque que no vaya de camino a Cuba —respondió McNamara.

El general Maxwell Taylor, el presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor, cogió un teléfono y ordenó:

—Póngame con George Anderson.

El almirante Anderson era el jefe de operaciones navales y estaba al mando del bloqueo. Al cabo de unos segundos, Taylor se puso a hablar en voz baja.

Hubo una pausa. Todos trataban de asimilar la noticia e interpretar lo que significaba. ¿Estaban cediendo los soviéticos?

—Primero necesitamos hacer las comprobaciones necesarias para cerciorarnos —dijo el presidente—. ¿Cómo podemos averiguar si seis barcos están desviando el rumbo al mismo tiempo? General, ¿qué dice la armada sobre este informe?

El general Taylor levantó la vista y respondió:

—Definitivamente, tres buques han virado su rumbo y han dado la vuelta.

—Mantenga el contacto con el Essex y dígales que esperen una hora. Tenemos que actuar con rapidez, ya que iban a interceptarlos entre las diez y media y las once.

Todos los presentes en la habitación miraron sus relojes de pulsera.

Eran las diez y treinta y dos minutos.

George miró a Bobby de soslayo; tenía el aspecto de un hombre que acababa de obtener el indulto de una condena a muerte.

La crisis inmediata había terminado, pero George se dio cuenta a lo largo de los minutos siguientes de que la situación aún estaba lejos de resolverse. Si bien era evidente que los soviéticos estaban maniobrando para evitar la confrontación en el mar, sus misiles nucleares todavía seguían en Cuba. Habían retrasado una hora en el reloj, pero este seguía su avance implacable.

El grupo del ExCom abordó entonces el tema de Alemania. El presidente temía que Jrushchov anunciase un bloqueo del Berlín occidental en paralelo al bloqueo estadounidense de Cuba, y con respecto a eso tampoco podían hacer nada.

La reunión se disolvió en ese momento. Bobby no necesitaba a George en su siguiente cita, así que este se fue con Skip Dickerson.

—¿Cómo está tu amiga Maria? —preguntó Skip.

—Bien, creo.

—Ayer me pasé por la oficina de prensa. Había llamado para decir que estaba enferma.

A George le dio un vuelco el corazón. Había renunciado a toda esperanza de tener una relación amorosa con Maria, pero la noticia de que estaba enferma le hizo sentir pánico de todos modos. Arrugó la frente.

—No lo sabía.

—No es asunto mío, George, pero es una buena chica, y pensé que tal vez alguien debería ir a ver cómo se encuentra.

George apretó el brazo de Skip en señal de agradecimiento.

—Gracias por decírmelo. Eres un buen amigo.

El personal de la Casa Blanca no llamaba para anunciar una baja por enfermedad en mitad de la mayor crisis de la Guerra Fría, reflexionó George, a menos que fuese algo realmente grave. Sintió más ansiedad aún.

Corrió a la oficina de prensa. La silla de Maria estaba vacía. Nelly Fordham, la amable mujer que ocupaba la mesa de al lado, se dirigió a él.

—Maria no se encuentra bien.

—Sí, eso he oído. ¿Ha dicho qué le pasaba?

—No.

George frunció el ceño.

—Me gustaría tomarme una hora libre para ir a verla.

—Te lo agradecería mucho —dijo Nelly—, yo también estoy preocupada.

George consultó su reloj. Estaba seguro de que Bobby no lo necesitaría hasta después del almuerzo.

—Supongo que me dará tiempo. Vive en Georgetown, ¿verdad?

—Sí, pero se ha cambiado de casa.

—¿Por qué?

—Decía que sus compañeras de piso eran demasiado entrometidas.

A George le pareció que aquello tenía sentido, las otras chicas se morirían de ganas de conocer la identidad de su amante clandestino.

Maria estaba tan decidida a guardar el secreto que se había ido a vivir a otro sitio, lo cual era una prueba evidente de que lo suyo con aquel hombre iba en serio.

Nelly estaba hojeando su agenda Rolodex.

—Toma, te anotaré la dirección.

—Gracias.

—Tú eres Georgy Jakes, ¿verdad? —preguntó al entregarle el papel.

—Sí. —Sonrió—. Aunque hace mucho tiempo que nadie me llama Georgy.

—Yo conocí al senador Peshkov.

El hecho de que hubiese mencionado a Greg quería decir, casi con toda seguridad, que sabía que él era su padre.

—¿De veras? —exclamó George—. ¿Y de qué lo conoces?

—Pues la verdad es que estuvimos saliendo un tiempo, pero la cosa no pasó de ahí. ¿Cómo está?

—Bastante bien. Almorzamos juntos una vez al mes.

—Supongo que nunca llegó a casarse.

—No, todavía no.

—Y debe de pasar de los cuarenta.

—Tengo entendido que hay una mujer en su vida.

—Oh, no te preocupes, no estoy interesada en él. Tomé esa decisión hace mucho tiempo. De todos modos, le deseo lo mejor.

—Se lo diré. Ahora voy a coger un taxi para ir a ver a Maria.

—Gracias, Georgy… o George, debería decir.

George salió a toda prisa. Nelly era una mujer atractiva y de buen corazón. ¿Por qué Greg no se había casado con ella? Tal vez la vida de soltero encajaba mejor con él.

—¿Trabaja en la Casa Blanca? —le preguntó el taxista a George.

—Trabajo para Bobby Kennedy. Soy abogado.

—¡No puede ser! —El taxista no se molestó en disimular su sorpresa ante el hecho de que un negro pudiera ser un abogado con un trabajo de gran responsabilidad—. Pues dígale a Bobby que deberíamos bombardear Cuba y hacerla picadillo. Eso es lo que debemos hacer.

Bombardear la maldita isla y reducirla a cenizas.

—¿Sabe usted qué tamaño tiene Cuba, de punta a punta? —preguntó George.

—¿Esto qué es, un concurso? —replicó el taxista, molesto.

George se encogió de hombros y no dijo nada más. En los últimos tiempos evitaba las discusiones políticas con desconocidos; por lo general, siempre tenían respuestas fáciles para todo: enviar a todos los mexicanos a casa, reclutar a los Ángeles del Infierno para el ejército, castrar a los maricones… Cuanto mayor era su ignorancia, más vehementes eran sus opiniones.

Georgetown quedaba a escasos minutos de distancia en coche, pero el trayecto se le hizo muy largo. George se imaginaba a Maria desplomada en el suelo o en la cama, al borde de la muerte o en estado de coma.

La dirección que Nelly le había dado resultó ser una casa antigua y elegante dividida en apartamentos tipo estudio. Maria no respondió al timbre de la puerta principal, sino que le abrió una chica negra que parecía una estudiante. Lo dejó pasar y le señaló la habitación de Maria.

La joven acudió a la puerta en bata. Desde luego, tenía aspecto de enferma: estaba muy pálida y su expresión era de abatimiento. No lo invitó a pasar sino que se alejó dejando la puerta abierta, y George entró. Por lo menos podía andar, pensó él con alivio. Había temido algo peor.

El espacio era muy reducido, una habitación con una pequeña cocina. Supuso que Maria compartía el baño al fondo del pasillo.

La miró con atención. Le dolía verla así, no solo enferma, sino también con aquella cara de sentirse muy desgraciada. Le dieron ganas de estrecharla en sus brazos, pero sabía que eso no le gustaría.

—Maria, ¿qué te pasa? —preguntó—. Tienes muy mal aspecto.

—Solo son problemas que tenemos las mujeres, eso es todo.

Esa frase normalmente era el lenguaje en código que empleaban para referirse al período menstrual, pero George estaba convencido de que se trataba de algo más.

—Déjame que te prepare una taza de café… ¿o tal vez un té?

Se quitó el abrigo.

—No, gracias —dijo Maria.

Él decidió preparárselo de todos modos, solo para demostrarle que se preocupaba por ella, pero entonces miró a la silla en la que Maria estaba a punto de sentarse y vio que el asiento estaba manchado de sangre.

Ella se dio cuenta al mismo tiempo y se sonrojó.

—Maldita sea… —exclamó.

George sabía algo acerca de la fisiología femenina, de modo que por su cabeza desfilaron distintas posibilidades.

—Maria, ¿has sufrido un aborto espontáneo? —inquirió.

—No —respondió ella con voz apagada, y vaciló antes de seguir hablando.

George aguardó pacientemente.

—No ha sido espontáneo. Ha sido un aborto provocado —dijo Maria al fin.

—Pobrecilla… —Cogió un paño de la cocina, lo dobló y lo puso encima de la mancha de sangre—. Siéntate encima de esto, de momento —le indicó—. Descansa.

Miró al estante que había encima de la nevera y vio un paquete de té de jazmín. Suponiendo que debía de ser la clase que a ella le gustaba, puso agua a hervir. No dijo nada más hasta que hubo preparado la infusión.

La ley que regulaba el aborto variaba en función del estado de Estados Unidos. George sabía que en el Distrito de Columbia era legal abortar con el fin de proteger la salud de la madre. Muchos médicos interpretaban la ley libremente, de forma que la salud de la mujer contemplaba su bienestar en general. En la práctica, cualquiera que tuviese dinero podía encontrar un médico dispuesto a practicar un aborto.

A pesar de que había dicho que no quería té, Maria aceptó la taza que le ofrecía George.

El joven se sentó frente a ella con una taza también.

—Tu amante secreto —dijo—. Imagino que él debe de ser el padre.

Ella asintió con la cabeza.

—Gracias por el té. Supongo que la tercera guerra mundial no ha empezado todavía, de lo contrario no estarías aquí.

—Los rusos han dado instrucciones a sus barcos para que se desvíen, por lo que el peligro de un enfrentamiento en el mar ha pasado, pero los cubanos siguen teniendo armas nucleares que apuntan directamente a nosotros.

Maria parecía demasiado deprimida para que aquello pudiese importarle.

—No va a casarse contigo —dijo George.

—No.

—¿Porque ya está casado?

Maria no respondió.

—Así que te buscó un médico y pagó la factura.

Ella asintió.

A George le pareció un comportamiento despreciable, de una bajeza moral extrema, pero si se lo decía, lo más probable era que lo echara a patadas de allí por insultar al hombre al que amaba.

—¿Dónde está ahora? —dijo George tratando de controlar su ira.

—Me va a llamar por teléfono. —Maria miró el reloj—. Pronto, probablemente.

George decidió no hacer más preguntas. Sería cruel seguir interrogándola, y no le hacía falta que le recordaran lo estúpida que había sido.

¿Qué necesitaba? Decidió preguntárselo.

—¿Necesitas algo? ¿Hay algo que pueda hacer por ti?

La joven se echó a llorar.

—¡Apenas te conozco! —exclamó entre sollozos—. ¿Cómo es que eres mi único amigo de verdad en toda la ciudad?

Él sabía cuál era la respuesta a esa pregunta. Maria tenía un secreto que no estaba dispuesta a compartir con nadie, y eso hacía difícil que los demás se sintieran cerca de ella.

—Por suerte para mí, tú eres muy bueno y amable conmigo.

Su gratitud hizo que se sintiera incómodo.

—¿Te duele? —le preguntó.

—Sí, es un dolor espantoso.

—¿Quieres que llame a un médico?

—No, no es tan grave. Me dijeron que era normal que me doliera.

—¿Tienes aspirinas?

—No.

—¿Por qué no salgo y te compro un bote?

—¿Te importaría? Odio tener que pedirle a un hombre que me haga los recados.

—No pasa nada, esto es una emergencia.

—Hay un drugstore justo en la esquina.

George dejó la taza y se puso el abrigo.

—¿Puedo pedirte un favor aún mayor? —le preguntó ella.

—Por supuesto.

—Necesito compresas higiénicas. ¿Crees que podrías comprarme un paquete?

Vaciló un instante. ¿Un hombre comprando compresas?

—No, eso es demasiado pedir —dijo ella—. Olvídalo.

—Joder, ¿qué van a hacer, detenerme?

—La marca es Kotex.

George asintió.

—Volveré enseguida.

Su arrojo no le duró demasiado: cuando llegó al drugstore, sintió que se moría de vergüenza. Se dijo que no había para tanto. Sí, iba a ser incómodo, pero había hombres de su edad arriesgando la vida en las selvas de Vietnam. ¿Cómo podía compararse una cosa con la otra?

En la tienda había tres pasillos de autoservicio y un mostrador. Las aspirinas no estaban a disposición de la clientela en las estanterías, sino que había que pedirlas en el mostrador.

Para consternación de George, con los productos higiénicos femeninos ocurría exactamente lo mismo.

Cogió un envase de cartón con seis botellas de Coca-Cola. Maria estaba perdiendo sangre, por lo que necesitaba líquidos. Sin embargo, no podía seguir postergando el bochornoso trance por más tiempo, de manera que se acercó al mostrador.

La dependienta era una mujer blanca de mediana edad. «Qué suerte la mía», pensó.

Dejó las Coca-Colas en el mostrador y dijo:

—Necesito un bote de aspirinas, por favor.

—¿De qué tamaño? Tenemos botes pequeños, medianos y grandes.

George se quedó desconcertado. ¿Y si le preguntaba qué tamaño de compresas quería?

—Mmm… grande, supongo —contestó.

La dependienta depositó un bote grande de aspirinas sobre el mostrador.

—¿Algo más?

Se acercó una clienta joven que se puso a hacer cola detrás de George, sosteniendo una cesta que contenía productos cosméticos. Obviamente, iba a oírlo todo.

—¿Algo más? —repitió la dependienta.

«Vamos, George, compórtate como un hombre», pensó él.

—Necesito un paquete de compresas —dijo—. Kotex.

La mujer que tenía detrás sofocó una risita burlona.

La dependienta lo miró por encima de sus gafas.

—Joven, ¿se trata de alguna clase de apuesta?

—¡No! ¡En absoluto, señora! —exclamó, indignado—. Son para una mujer que se encuentra demasiado indispuesta para acudir a la tienda.

Lo repasó de arriba abajo, fijándose en el traje gris oscuro, la camisa blanca, la corbata lisa y el pañuelo blanco doblado en el bolsillo superior de la chaqueta. George se alegró de no tener la pinta del típico estudiante que participa en alguna broma pesada.

—Está bien, le creo —dijo ella. Metió la mano por debajo del mostrador y sacó un paquete.

George lo miró con gesto horrorizado. Llevaba la palabra «Kotex» impresa con letras grandes en un lado. ¿Iba a tener que llevar eso por toda la calle?

La dependienta le leyó el pensamiento.

—Supongo que querrá que se lo envuelva.

—Sí, por favor.

Con movimientos rápidos y expertos, la mujer envolvió el paquete en papel marrón y luego lo metió en una bolsa junto con el bote de aspirinas.

George pagó.

La dependienta lo miró con severidad y luego pareció ablandarse un poco.

—Siento haber dudado de usted —dijo—. Debe de ser un buen amigo de la chica.

—Gracias —musitó él, y salió apresuradamente.

A pesar del frío de octubre, estaba sudando a mares.

Regresó a casa de Maria, quien se tomó tres aspirinas y luego salió al pasillo para ir en dirección al cuarto de baño con el paquete envuelto.

George metió las Coca-Colas en la nevera y miró a su alrededor.

Vio una estantería repleta de libros de derecho encima de un pequeño escritorio con fotografías enmarcadas. En una foto de grupo aparecían sus padres, supuso, y un pastor entrado en años que debía de ser su distinguido abuelo. Otra mostraba a Maria con la toga de su graduación. También había una fotografía del presidente Kennedy. Maria tenía un televisor, una radio y un reproductor de discos. George examinó sus discos y descubrió que le gustaba la música pop más reciente: los Crystals, Little Eva y los Booker T & the MG’s. En la mesilla de noche que había junto a su cama tenía un ejemplar del best seller La nave de los locos.

Mientras ella seguía en el baño, sonó el teléfono y George lo cogió.

—¿Diga? Está llamando al teléfono de Maria.

—¿Puedo hablar con Maria, por favor? —dijo una voz masculina.

La voz le resultaba algo familiar, pero George no la reconoció.

—Ha salido un momento —contestó—. ¿Quiere dejarle un…?

Espere, acaba de llegar…

Maria le arrancó el teléfono de las manos.

—¿Diga? Ah, hola… Es un amigo, me ha traído unas aspirinas…

No, no muy mal, me pondré bien…

—Voy a salir al pasillo y así tendrás más intimidad —dijo George.

La conducta del amante de Maria le parecía francamente reprochable. Aunque estuviera casado, debería haber estado allí, con ella. La había dejado embarazada, así que debería haber cuidado de ella después del aborto.

Aquella voz… George la había oído antes. ¿Y si resultaba que conocía al amante de Maria? No tendría nada de raro si el hombre era un compañero de trabajo, como había sugerido la madre de George, pero la voz que había oído en el teléfono no era la de Pierre Salinger.

La chica que lo había dejado entrar pasó en ese momento por su lado, de camino a la puerta. Se disponía a salir y le sonrió al verlo allí, plantado delante de la habitación de Maria como un niño travieso.

—¿Es que te has portado mal en clase? —le dijo con tono burlón.

—No, no he tenido esa suerte —contestó George.

Ella se rió y siguió andando.

Maria abrió la puerta y George entró de nuevo en la habitación.

—Tengo que volver ya al trabajo —dijo.

—Lo sé. Has venido a verme en plena crisis de Cuba. Nunca lo olvidaré. —Se notaba a la legua que estaba muy feliz ahora que por fin había hablado con su hombre.

De pronto, George creyó reconocer aquella voz.

—¡Esa voz! —exclamó—. La del teléfono…

—¿La has reconocido?

Se quedó atónito.

—¿Tienes una aventura con Dave Powers?

Para consternación de George, Maria se echó a reír a carcajadas.

—¡Por favor! —soltó.

Se dio cuenta de inmediato de lo absurda que era esa idea: David, el secretario personal del presidente, era un hombre de unos cincuenta años con aspecto entrañable y que todavía llevaba sombrero. No tenía muchas posibilidades de ir por ahí seduciendo a jovencitas hermosas y llenas de vitalidad.

Unos segundos después, George se dio cuenta de con quién estaba teniendo una aventura Maria.

—¡Oh, Dios santo! —dijo mirándola fijamente. Se había quedado perplejo ante aquel descubrimiento.

Maria no dijo nada.

—Te acuestas con el presidente Kennedy —afirmó George con una mezcla de asombro e incredulidad.

—¡Por favor, no se lo digas a nadie! —imploró la joven—. Si lo haces, me dejará. ¡Prométemelo, por favor!

—Te lo prometo —dijo George.

Por primera vez en su vida adulta, Dimka había hecho algo verdadera, indiscutible y vergonzosamente malo.

No estaba casado con Nina, pero ella esperaba que él le fuera fiel, y Dimka suponía que ella le era fiel a él, así que no había duda de que había traicionado su confianza al pasar la noche con Natalia.

En aquel momento había creído que podía ser la última noche de su vida, pero como en realidad no lo había sido, de pronto la excusa parecía débil.

No había llegado a mantener relaciones sexuales completas con Natalia, pero esa también era una excusa insostenible. Lo que habían hecho era, si cabe, aún más íntimo y especial que un coito. Se sentía miserablemente culpable. Nunca en toda su vida se había visto a sí mismo como una persona indigna de confianza, deshonesta y poco de fiar.

Su amigo Valentín sin duda sabría manejar aquella situación con mucha más soltura y seguiría tan feliz sus relaciones con ambas mujeres hasta que lo descubriesen. Dimka ni siquiera se planteó esa opción.

Ya se sentía bastante mal después de engañar a Nina una sola noche, así que no podría seguir haciéndolo de forma regular. Terminaría arrojándose de cabeza al río Moscova.

Tenía que decírselo a Nina o romper con ella, o ambas cosas. No podía vivir con un engaño tan gigantesco. Sin embargo, descubrió que estaba asustado. Aquello era ridículo: él era Dimitri Iliich Dvorkin, mano derecha de Jrushchov, odiado por algunos, temido por muchos.

¿Cómo podía tener miedo de una chica? Pero lo tenía.

¿Y qué pasaba con Natalia?

Tenía un centenar de preguntas para Natalia. Quería averiguar cómo se sentía con respecto a su marido. Dimka no sabía nada de él, excepto su nombre, Nik. ¿Iba a divorciarse? Si así era, ¿la ruptura de su matrimonio tenía algo que ver con Dimka? Y lo más importante: ¿veía Natalia a Dimka desempeñando algún papel en su futuro?

Él se la seguía encontrando en el Kremlin, pero no había ninguna posibilidad de que pudieran verse a solas. El Presídium se reunía tres veces todos los martes —por la mañana, por la tarde y por la noche—, y los asistentes estaban aún más ocupados durante las pausas para el almuerzo. Cada vez que Dimka miraba a Natalia le parecía aún más maravillosa. Él todavía llevaba el mismo traje con el que había dormido, al igual que el resto de los hombres, pero Natalia se había puesto un vestido azul oscuro con una chaqueta a juego que la hacía parecer autoritaria y atractiva al mismo tiempo. A Dimka le costaba concentrarse en las reuniones, a pesar de que su tarea consistía en evitar la tercera guerra mundial. Fijaba la mirada en ella, recordaba lo que se habían hecho el uno al otro, y apartaba los ojos, avergonzado, para tan solo un minuto después quedarse mirándola embobado otra vez.

Sin embargo, el ritmo de trabajo era tan intenso que no tenía modo de hablar en privado con ella, ni aunque fuese unos pocos segundos.

A última hora del martes por la noche Jrushchov se había ido a su casa, a dormir en su propia cama, por lo que todos los demás siguieron su ejemplo. A primera hora de la mañana del miércoles, Dimka le dio a Jrushchov la buena noticia —que acababa de recibir de su hermana, en Cuba— de que el Aleksandrovsk había atracado sano y salvo en La Isabela. El resto del día lo pasó igual de ocupado. Veía a Natalia a cada momento, pero ninguno de los dos tenía un segundo de respiro.

Para entonces Dimka ya se estaba haciendo sus propias preguntas: ¿qué había significado para él en realidad la noche del lunes? ¿Qué esperaba del futuro? Si alguno de ellos seguía vivo al cabo de una semana, ¿quería pasar el resto de su vida con Natalia, con Nina… o con ninguna de las dos?

El jueves estaba desesperado por obtener una respuesta a esos interrogantes. Sentía, de forma completamente irracional, que no quería morir en una guerra nuclear antes de resolver aquel asunto.

Había quedado con Nina esa noche; irían a ver una película con Valentín y Anna. Si lograba escabullirse de sus obligaciones en el Kremlin y acudir a la cita con ella, ¿qué le diría a Nina?

El pleno del Presídium de la mañana solía empezar a las diez, de forma que los asistentes se reunían de manera informal a las ocho en la Sala Onilova. Ese jueves por la mañana Dimka tenía una nueva propuesta de Jrushchov que presentar a los demás. También esperaba poder mantener una conversación privada con Natalia. Estaba a punto de abordarla cuando Yevgueni Filípov apareció con las primeras ediciones de los periódicos europeos.

—Las portadas son todas igual de terribles —anunció. Fingía sentirse abatido por el dolor, pero Dimka sabía que estaba sintiendo lo contrario—. ¡La marcha atrás de nuestros buques aparece retratada como una humillante derrota para la Unión Soviética!

Al ver los periódicos desplegados sobre las mesas modernas y baratas, Dimka comprendió que no exageraba en absoluto.

Natalia salió de inmediato en defensa de Jrushchov.

—Pues claro que dicen eso —replicó—. Todos esos periódicos son propiedad de los capitalistas. ¿Acaso esperabas que alabasen la sabiduría y la moderación de nuestro líder? Pero qué ingenuo llegas a ser…

—¡La única ingenua eres tú! El Times de Londres, el Corriere della Sera italiano y Le Monde de París: son los periódicos que leen y a cuyos titulares dan crédito los líderes de los países del Tercer Mundo.

Los mismos líderes a los que esperamos ganarnos para que se pongan de nuestro lado.

Eso era cierto. Por muy desleal que fuese, la gente de todo el mundo confiaba más en la prensa capitalista que en las publicaciones comunistas.

—No podemos decidir nuestra política exterior basándonos en cuáles serán las reacciones probables de los periódicos occidentales —respondió Natalia.

—Se suponía que esta operación era de alto secreto —dijo Filípov—, y sin embargo, los americanos estaban al corriente. Todos sabemos quién era el responsable de la seguridad. —Se refería a Dimka—. ¿Por qué está esa persona sentada a esta mesa? ¿No deberíamos someterlo a un interrogatorio?

—Es posible que la culpa la tenga la seguridad del ejército —terció Dimka. Filípov trabajaba para el Ministerio de Defensa—. Cuando sepamos cómo se filtró el secreto, entonces podremos decidir a quién hay que interrogar.

Era un argumento débil y él lo sabía, pero seguía sin conocer la causa del error.

Filípov cambió de táctica.

—En el pleno de esta mañana, el KGB informará de que los americanos han intensificado extraordinariamente sus movilizaciones en la zona de Florida. Las vías del tren están abarrotadas de vagones que transportan tanques y artillería. La 1.ª División Acorazada ha tomado la pista de carreras de Hallandale, millares de hombres duermen ahora en las gradas. Las fábricas de munición trabajan las veinticuatro horas del día produciendo balas para que sus aviones disparen contra las tropas soviéticas y cubanas. Las bombas de napalm…

Natalia lo interrumpió.

—Sí, sí, también contábamos con eso.

—Pero ¿qué vamos a hacer cuando invadan Cuba? —inquirió Fi-lípov—. Si respondemos utilizando solo las armas convencionales, no podremos ganar, los americanos son demasiado fuertes. ¿Vamos a responder con armas nucleares? El presidente Kennedy ha declarado que si se lanza una sola arma nuclear desde Cuba, bombardeará la Unión Soviética.

—No puede decirlo en serio —adujo Natalia.

—Lee los informes del Servicio Secreto del Ejército Rojo. ¡Los bombarderos americanos nos están rodeando ahora mismo! —Señaló hacia el techo, como si al mirar arriba fuesen a ver los aviones—. Solo hay dos posibles resultados para nosotros: la humillación internacional, si tenemos suerte, y la muerte nuclear si no somos tan afortunados.

Natalia se quedó en silencio. Nadie en la mesa tenía respuesta para eso.

Nadie excepto Dimka.

—El camarada Jrushchov tiene una solución —anunció.

Todos lo miraron con gesto de sorpresa.

—En la reunión de esta mañana —continuó—, el primer secretario propondrá hacer una oferta a Estados Unidos. —En la sala reinaba un silencio sepulcral—. Vamos a desmantelar nuestros misiles en Cuba…

Lo interrumpió un coro de reacciones de quienes rodeaban la mesa, reacciones que alternaban entre las exclamaciones de asombro y los gritos de protesta. Levantó una mano para que se callasen.

—Desmantelar nuestros misiles… a cambio de que nos ofrezcan una garantía de lo que hemos querido desde el principio: los americanos deben prometer que no invadirán Cuba…

Los asistentes tardaron unos minutos en asimilar aquellas palabras.

Natalia fue la más rápida en conseguirlo.

—Es una idea brillante —dijo—. ¿Cómo puede negarse Kennedy? Eso equivaldría a admitir su intención de invadir un país pobre del Tercer Mundo. Solo conseguiría la reprobación por parte de todos los países por su actitud colonialista y estaría demostrando que tenemos razón cuando aducimos que Cuba necesita misiles nucleares para defenderse. —Era la persona más inteligente de la mesa, además de la más hermosa.

—Pero si Kennedy acepta, tendremos que traernos los misiles a casa —dijo Filípov.

—¡Ya no harán falta! —exclamó Natalia—. La revolución cubana estará a salvo.

Dimka vio que Filípov habría querido argumentar en contra, pero no podía. Aunque Jrushchov había metido a la Unión Soviética en un lío, también había ideado una salida honorable.

Cuando acabó la reunión, Dimka logró al fin estar un momento a solas con Natalia.

—Necesitamos discutir los términos de la oferta de Jrushchov a Kennedy —dijo.

Se retiraron a un rincón de la sala y se sentaron. Dimka le examinó la parte delantera del vestido, recordando sus pequeños pechos con los pezones puntiagudos.

—Tienes que dejar de mirarme así —pidió ella.

Él se sintió como un tonto.

—No… no te estaba mirando a ti —protestó, aunque evidentemente no era cierto.

Ella no le hizo ningún caso.

—Si sigues mirándome así, hasta los hombres se darán cuenta.

—Lo siento, no puedo evitarlo.

Dimka se sintió desanimado; aquella no era la conversación íntima y agradable que había previsto.

—Nadie debe saber lo que hicimos —dijo Natalia, algo asustada.

A Dimka le parecía estar hablando con una persona distinta de la chica sensual y alegre que lo había seducido apenas dos días atrás.

—Bueno, no tengo pensado ir por ahí diciéndoselo a la gente, pero no sabía que fuese un secreto de Estado.

—¡Estoy casada!

—¿Vas a seguir con Nik?

—¿Qué clase de pregunta es esa?

—¿Tenéis hijos?

—No.

—La gente se divorcia.

—Mi marido nunca consentiría en darme el divorcio.

Dimka la miró de hito en hito. Era evidente que el asunto no acababa ahí: una mujer podía pedir el divorcio contra la voluntad de su marido. Sin embargo, en realidad la discusión no giraba en torno a la situación jurídica. Por lo visto, Natalia parecía presa del pánico.

—Bueno, ¿y por qué lo hiciste, entonces? —dijo Dimka.

—¡Creía que todos íbamos a morir!

—¿Y ahora te arrepientes?

—¡Estoy casada! —repitió.

Eso no contestaba a su pregunta, pero supuso que no iba a conseguir sonsacarle nada más.

Borís Kozlov, otro de los ayudantes de Jrushchov, lo llamó desde el otro lado de la sala:

—¡Dimka! ¡Vamos!

Dimka se puso de pie.

—¿Podemos hablar de nuevo pronto? —murmuró.

Natalia bajó la vista y no dijo nada.

—¡Dimka, vámonos! —insistió Borís.

Dimka se fue.

El Presídium discutió la propuesta de Jrushchov durante la mayor parte del día. Había ciertas complicaciones. ¿Insistirían los americanos en inspeccionar las plataformas de lanzamiento para verificar que habían sido desmanteladas? ¿Estaría Castro dispuesto a aceptar esas inspecciones? ¿Prometería Castro no aceptar armas nucleares de cualquier otro proveedor, como por ejemplo China? Aun así, Dimka opinaba que aquella representaba la mejor oportunidad para mantener la paz.

Mientras tanto, Dimka pensaba en Nina y en Natalia. Antes de la conversación de esa mañana, estaba convencido de que dependía de él con cuál de las dos mujeres quería estar, pero de pronto se daba cuenta de que se había engañado a sí mismo pensando que la elección era única y exclusivamente suya.

Natalia no iba a dejar a su marido.

Se dio cuenta también de que estaba loco por Natalia, de que sentía por ella algo mucho más intenso de lo que nunca había llegado a sentir por Nina. Cada vez que alguien llamaba a la puerta de su despacho, esperaba que fuese ella. En su recuerdo, repetía los momentos que habían pasado juntos una y otra vez, rememorando de forma obsesiva todo lo que había dicho ella, incluso aquellas palabras inolvidables:

«Oh, Dimka, te adoro…».

No le había dicho que lo amaba, pero era casi lo mismo.

Y sin embargo, no iba a divorciarse. Aun así, a pesar de los pesares, Natalia era la mujer a la que él quería.

Eso significaba que tenía que decirle a Nina que su relación había terminado. No podía seguir saliendo con una chica que le gustaba solo como plato de segunda mesa, no sería justo ni sincero. En su imaginación, ya estaba oyendo a Valentín burlarse de sus escrúpulos, pero no podía evitar sentirlos.

No obstante, Natalia no tenía ninguna intención de separarse de su marido, de manera que Dimka no tendría a nadie.

Se lo diría a Nina esa misma noche. Los cuatro iban a quedar en el apartamento de las chicas. Él se llevaría a Nina a un lado y le diría… ¿qué iba a decirle? Parecía más difícil cuando trataba de verbalizar las palabras. «Vamos —se dijo—, has escrito discursos para Jrushchov; podrás escribirte un discurso para ti mismo, ¿no?».

«Lo nuestro ha terminado…». «No quiero verte más…». «Creía estar enamorado de ti, pero me he dado cuenta de que no es así…». «Estuvo bien mientras duró…».

Todo lo que pensaba sonaba cruel. ¿No había ninguna forma amable de decir aquello? Tal vez no. ¿Y si le decía la verdad cruda? «He conocido a otra persona y estoy enamorado de ella…». Eso era aún peor que todo lo demás.

Al final de la tarde, Jrushchov decidió que el Presídium debía hacer una exhibición pública de buena voluntad internacional acudiendo al completo al teatro Bolshói, donde el estadounidense Jerome Hines interpretaba Borís Godunov, la más popular de las óperas rusas. Los asistentes también estaban invitados. A Dimka le parecía una idea estúpida. ¿A quién querían engañar? Por otra parte, sintió un gran alivio por verse obligado a cancelar su cita con Nina, pues lo cierto es que la temía.

La llamó al trabajo y la pilló justo antes de que se marchara.

—No puedo verte esta noche —dijo—. Tengo que ir al Bolshói con el jefe.

—¿Y no puedes escaparte? —sugirió ella.

—¿Lo dices en serio?

Un hombre que trabajaba para el primer secretario sería capaz de no asistir al funeral de su madre antes que desobedecer.

—Quiero verte.

—Es imposible.

—Ven después de la ópera.

—Se hará muy tarde.

—No importa lo tarde que sea, ven a mi casa. Te esperaré despierta, aunque tenga que quedarme levantada toda la noche.

Estaba perplejo. Normalmente no era tan insistente. Casi parecía desesperada, y eso no era nada propio de ella.

—¿Es que pasa algo?

—Tenemos que hablar.

—¿De qué?

—Te lo diré esta noche.

—Dímelo ahora.

Nina colgó el teléfono.

Dimka se puso el gabán y se fue a pie al teatro, que estaba a solo unos pasos del Kremlin.

Jerome Hines medía un metro noventa y ocho de estatura y llevaba una corona con una cruz en la cabeza; su presencia era apabullante. Su portentosa voz de bajo inundaba todos los rincones del teatro y empequeñecía el espacio allí donde retumbaba. Sin embargo, Dimka presenció toda la ópera de Músorgski sin escuchar prácticamente nada. Apenas prestó atención a cuanto sucedía en el escenario, y pasó la velada alternando su preocupación por cómo iban a responder los americanos a la propuesta de paz de Jrushchov con su inquietud por cómo reaccionaría Nina cuando le dijese que quería romper con ella.

Cuando Jrushchov se despidió al fin y dio las buenas noches a todos, Dimka se fue andando hasta el apartamento de las chicas, que estaba a poco menos de dos kilómetros de distancia del teatro. Por el camino empezó a hacer conjeturas sobre el motivo de Nina para hablar con él. Tal vez ella también quisiese poner fin a su relación; eso sería un ali vio. Tal vez le habían ofrecido un ascenso que la obligaba a trasladarse a vivir a Leningrado. Incluso podría haber conocido a otra persona, como le había ocurrido a él, y decidido que era el hombre de su vida. O podía estar enferma, una enfermedad mortal, tal vez relacionada con las misteriosas razones por las que no podía quedarse embarazada. Todas aquellas posibilidades ofrecían a Dimka una salida fácil, y se dio cuenta de que cualquiera de ellas le alegraría, incluida —para su vergüenza— la alternativa de la enfermedad mortal.

«No —pensó—, no es verdad que quiera verla muerta».

Tal como le había prometido, Nina lo estaba esperando.

Ataviada con una bata de seda verde, parecía como si estuviera a punto de irse a la cama, pero el peinado que llevaba era perfecto y se había puesto un poco de maquillaje. Ella le dio un beso en los labios y él la correspondió, profundamente avergonzado; estaba traicionando a Natalia al disfrutar de aquel beso, y traicionando a Nina al pensar en Natalia. Aquel sentimiento de culpabilidad por partida doble hacía que le doliera el estómago.

Nina le sirvió un vaso de cerveza y él se bebió la mitad de un trago, ansioso porque el alcohol le insuflase un poco de coraje. Ella se sentó a su lado en el sofá. Estaba bastante seguro de que no llevaba nada debajo de aquella bata y sintió que el deseo se apoderaba de su cuerpo.

En su cerebro, la imagen de Natalia empezó a difuminarse.

—Todavía no estamos en guerra —dijo Dimka—. Esas son mis noticias. ¿Y las tuyas?

Nina le quitó la cerveza de las manos y la dejó encima de la mesa de café; luego lo tomó de la mano.

—Estoy embarazada —anunció.

Dimka sintió como si le hubieran dado un puñetazo. Se la quedó mirando conmocionado, sin comprender.

—Embarazada —repitió estúpidamente.

—De dos meses y alguna semana.

—¿Estás segura?

—He tenido dos faltas consecutivas en mi período.

—Aun así…

—Mira. —Se abrió la bata para enseñarle los pechos—. Los tengo más grandes.

En efecto, así era, y Dimka sintió una mezcla de deseo y consternación.

—Y me duelen. —Se cerró la bata, pero no se la ciñó demasiado—. Y cuando fumo, me sienta fatal en el estómago. Maldita sea, todo mi cuerpo siente que estoy embarazada.

No podía ser verdad.

—Pero dijiste…

—Que no podía tener hijos. —Apartó la mirada—. Eso es lo que me dijo mi médico.

—¿Has ido a verlo?

—Sí. Me ha confirmado el embarazo.

—¿Y qué dice ahora? —exclamó Dimka, incrédulo.

—Que es un milagro.

—Los médicos no creen en milagros.

—Eso pensaba yo.

Dimka intentó evitar que la habitación siguiera dando vueltas.

Tragó saliva y trató de encajar el golpe. Tenía que ser práctico.

—Tú no quieres casarte y yo tampoco, eso seguro —dijo—. ¿Qué vas a hacer al respecto?

—Tienes que darme el dinero para un aborto.

Dimka tragó saliva.

—Está bien. —Podían practicarse abortos en Moscú con relativa facilidad, pero costaban dinero. Dimka pensó en cómo podía conseguirlo. Había estado planeando vender su motocicleta para comprarse un coche usado. Si dejaba eso para más adelante, seguro que podría apañárselas. También podía pedirles algo prestado a sus abuelos—. Sí, puedo dártelo —dijo.

Ella se arrepintió inmediatamente de habérselo pedido.

—Deberíamos pagar la mitad cada uno. Al fin y al cabo, este niño lo hemos hecho juntos.

De pronto, Dimka se sintió distinto. Era por cómo había utilizado ella esa palabra, «niño». Tenía sentimientos encontrados: se imaginó a sí mismo sosteniendo a un bebé en sus brazos, viendo a un niño dar sus primeros pasos, enseñándole a leer, llevándolo a la escuela…

—¿Estás segura de que lo que quieres es abortar?

—¿Tú cómo te sientes?

—Incómodo. —Y de pronto se preguntó por qué—. No creo que sea un pecado, ni nada de eso, pero es que estaba imaginándome… bueno, a un niño pequeño… —No sabía de dónde le venían aquellos sentimientos—. ¿Y no podríamos dar al niño en adopción?

—¿Dar a luz y luego entregarle el bebé a unos extraños?

—Sí, lo sé. A mí tampoco me gusta, pero es difícil criar a un hijo sola. Aunque yo te ayudaría.

—¿Por qué?

—Porque va a ser mi hijo, también.

Ella le cogió la mano.

—Gracias por decir eso. —De repente Nina parecía muy vulnerable y a Dimka el corazón le dio un vuelco. Ella añadió—: Nos queremos, ¿verdad?

—Sí.

En ese momento la quería. Pensó en Natalia, pero de algún modo la imagen que tenía de ella era confusa y distante, mientras que Nina estaba allí, en carne y hueso, pensó, y esa frase hecha le pareció más real que nunca.

—Los dos querremos al niño, ¿no es así?

—Sí.

—Bueno, pues entonces…

—Pero tú no quieres casarte.

—No quería.

—Lo dices en pasado.

—Pensaba así cuando no estaba embarazada.

—¿Has cambiado de opinión?

—Ahora todo parece distinto.

Dimka se sentía desconcertado. ¿Estaban hablando de casarse?

De sesperado por encontrar algo que decir, probó a hacer una broma.

—Si me estás pidiendo matrimonio, ¿dónde están el pan y la sal?

—La ceremonia de compromiso tradicional requería el intercambio de los regalos del pan y la sal.

Para su sorpresa, ella se echó a llorar.

Se le derritió el corazón. La rodeó con los brazos. Al principio Nina se resistió, pero después de un momento permitió que la abrazase. Sus lágrimas le mojaban la camisa. Le acarició el pelo.

Nina levantó la cabeza para que la besara. Un minuto después, se separó de él.

—¿Quieres hacer el amor conmigo, antes de que me ponga demasiado gorda y fea?

Se le abrió la bata y Dimka vio que le asomaba un pecho suave y turgente, salpicado de pecas.

—Sí —dijo sin pensar, alejando cada vez más la imagen de Natalia de su mente.

Nina lo besó de nuevo y él le acarició un pecho, que al tacto parecía aún más turgente que antes.

Ella se apartó de nuevo.

—No decías en serio eso que has dicho al principio, ¿verdad?

—¿Qué he dicho?

—Que estabas seguro de que no querías casarte.

Dimka sonrió, sin apartar la mano de su pecho.

—No —contestó—. No lo decía en serio.

El jueves por la tarde, George Jakes sentía una leve punzada de optimismo.

Las espadas seguían en alto, pero no había llegado la sangre al río.

El cerco naval continuaba en vigor, los buques con proyectiles soviéticos habían dado marcha atrás y no se había producido ningún enfrentamiento en alta mar. Estados Unidos no había invadido Cuba y nadie había disparado ningún arma nuclear. Quizá la tercera guerra mundial pudiera evitarse después de todo.

La sensación se prolongó por un poco más de tiempo.

Los asistentes de Bobby Kennedy disponían de un aparato de televisión en su despacho del Departamento de Justicia, y a las cinco en punto estaban viendo una retransmisión desde la sede de las Naciones Unidas en Nueva York. El Consejo de Seguridad se hallaba reunido en una sesión, veinte sillas alrededor de una mesa con forma de herradura. Dentro de la herradura, los intérpretes se sentaban con unos auriculares en la cabeza. El resto de la sala estaba abarrotada de asistentes y otros observadores, espectadores del enfrentamiento cara a cara entre las dos superpotencias.

El embajador de Estados Unidos ante la ONU era Adlai Stevenson, un intelectual con alopecia que había tratado de conseguir la nominación presidencial demócrata en 1960 y había sido derrotado por Jack Kennedy, mucho más atractivo para las cámaras de televisión.

El representante soviético, el insulso Valerián Zorin, hablaba con su habitual tono monótono de voz, negando la existencia de cualquier tipo de armas nucleares en Cuba.

—¡Es un maldito mentiroso! —exclamó George con exasperación, viendo la televisión desde Washington—. Stevenson debería enseñar las fotografías.

—Eso es lo que el presidente le dijo que hiciera.

—Entonces, ¿por qué no lo hace?

Wilson se encogió de hombros.

—Los hombres como Stevenson siempre creen que ellos saben más que nadie.

En la pantalla, Stevenson se levantó.

—Deje que le haga una pregunta muy sencilla —dijo—. ¿Niega usted, embajador Zorin, que la Unión Soviética haya desplegado y esté desplegando misiles de alcance medio e intermedio en Cuba? ¿Sí o no?

—¡Bien hecho, Adlai! —exclamó George, y se oyó un murmullo de aprobación de los hombres que veían la televisión con él.

En Nueva York, Stevenson miraba a Zorin, que estaba sentado unos pocos asientos más allá en la mesa. El soviético continuó escribiendo notas en su libreta.

—No espere a la traducción: ¿sí o no? —insistió Stevenson, impaciente.

Los asesores en Washington se rieron.

Al final, Zorin contestó en ruso y el intérprete tradujo sus palabras:

—Señor Stevenson, prosiga con su declaración, por favor. Recibirá la respuesta a su pregunta a su debido tiempo, no se preocupe.

—Estoy dispuesto a esperar mi respuesta hasta que se hiele el infierno —repuso Stevenson.

Los asistentes de Bobby Kennedy prorrumpieron en vítores. Por fin, Estados Unidos les iba a dar su merecido.

—También estoy dispuesto a presentar las pruebas en esta sala, ahora mismo —añadió Stevenson en ese momento.

—¡Sí! —exclamó George, y dio un puñetazo en el aire.

—Si me permiten unos instantes —continuó Stevenson—, vamos a colocar un caballete aquí, al fondo de la sala, donde espero que sea visible para todos.

La cámara se desplazó y enfocó a media docena de hombres vestidos con trajes que estaban montando rápidamente una exhibición de fotografías de grandes dimensiones.

—¡Ya tenemos a esos cabrones! —exclamó George.

Stevenson siguió hablando con tono pausado y comedido, pero también con cierto dejo de agresividad.

—La primera de esta serie de fotografías muestra un área al norte de la localidad de Candelaria, cerca de San Cristóbal, al sudoeste de La Habana. La primera fotografía muestra la zona a finales de agosto de 1962, cuando solo era un tranquilo entorno natural.

Los delegados y los demás se agolpaban alrededor de los caballetes, tratando de ver a qué hacía alusión Stevenson.

—La segunda fotografía muestra la misma área un día de la semana pasada. En la zona habían aparecido algunas tiendas de campaña y vehículos, se habían abierto nuevos caminos secundarios y la carretera principal estaba en mejores condiciones.

Stevenson hizo una pausa y la sala se sumió en un silencio expectante.

—La tercera fotografía, tomada solo veinticuatro horas después, muestra las instalaciones para un batallón de misiles de alcance intermedio —dijo.

Las exclamaciones de los delegados se fundieron en un murmullo generalizado de sorpresa.

Stevenson siguió hablando. Se expusieron más fotografías. Hasta ese momento, algunos líderes mundiales habían creído la negativa del embajador soviético. De pronto todo el mundo sabía la verdad.

Zorin permaneció con el rostro impertérrito, sin decir una sola palabra.

George levantó la vista del televisor y vio a Larry Mawhinney entrar en la sala. George lo miró de reojo; la única vez que habían hablado, Larry se había enfadado con él, pero ahora parecía mostrarse amable.

—Hola, George —lo saludó, como si nunca hubiese habido un agrio intercambio entre ambos.

—¿Qué noticias traes del Pentágono? —preguntó George con tono neutro.

—He venido para avisaros de que vamos a interceptar un buque soviético —dijo Larry—. El presidente tomó la decisión hace unos minutos.

A George se le aceleró el corazón.

—Mierda… —soltó—. Justo cuando creíamos que las cosas se estaban calmando.

—Por lo visto —prosiguió Mawhinney—, cree que la cuarentena defensiva no significa nada si no interceptamos e inspeccionamos al menos una embarcación sospechosa. Ya le están lloviendo críticas porque dejamos pasar un petrolero.

—¿Qué tipo de buque vamos a detener?

—El Marucla, un carguero libanés con tripulación griega, fletado por el gobierno soviético. Zarpó de Riga con un cargamento de papel, azufre y piezas de repuesto para los camiones soviéticos, supuestamente.

—No me imagino a los rusos confiando sus misiles a una tripulación griega.

—Si tienes razón, no habrá ningún problema.

George consultó el reloj.

—¿Para cuándo está previsto?

—Ahora es de noche en el Atlántico. Tendrán que esperar hasta la mañana.

Larry se marchó y George se preguntó hasta qué punto era una maniobra peligrosa. Era difícil saberlo: si el Marucla era tan inocente como pretendía ser, tal vez la interceptación sería como una inspección rutinaria y no habría violencia de ninguna clase. Ahora bien, ¿qué ocurriría si transportaba armas nucleares? El presidente Kennedy había tomado otra decisión arriesgada.

Y había seducido a Maria Summers.

A George no le sorprendía que Kennedy estuviese teniendo una aventura con una chica de color. Si la mitad de las habladurías eran ciertas, el presidente no era en absoluto exigente en materia de mujeres.

Todo lo contrario, le gustaban todas: maduras y jóvenes, rubias y morenas, tanto las damas de la alta sociedad —del mismo estrato social que él— como las mecanógrafas más ligeras de cascos.

George se preguntó por un momento si Maria sospecharía siquiera que ella solo era una más del montón.

El presidente Kennedy no tenía ideas firmes sobre las cuestiones raciales, sino que siempre las había considerado un asunto puramente político. A pesar de que no había querido fotografiarse con Percy Marquand y Babe Lee por temor a perder votos, George lo había visto estrechar la mano de forma efusiva a hombres y mujeres negros, charlar y reír con ellos, relajado y cómodo. A George también le habían dicho que Kennedy asistía a fiestas en las que había prostitutas de todas las razas, aunque no sabía si los rumores eran ciertos.

Sin embargo, la falta de sensibilidad del presidente había tomado a George por sorpresa. No se trataba solo por la intervención a la que había tenido que someterse Maria —aunque eso en sí ya era bastante desagradable—, sino por el hecho de que hubiese tenido que ir sola. El hombre que la dejó embarazada debería haberla recogido en coche después de la operación para llevarla a su casa y quedarse con ella hasta asegurarse de que se encontraba bien. No bastaba con una llamada telefónica. Que fuese el presidente no era una excusa aceptable. Jack Kennedy había perdido buena parte de la admiración que George sentía por él.

Justo estaba pensando en los hombres que, de forma completamente irresponsable, dejaban embarazadas a sus chicas cuando su propio padre apareció por la puerta. George se sorprendió; Greg nunca había ido a visitarlo a la oficina.

—Hola, George —saludó, y se estrecharon la mano como si no fueran padre e hijo.

Greg llevaba un traje arrugado de una suave tela azul a rayas que parecía contener algún porcentaje de cachemira en su composición. «Si pudiera permitirme un traje como ese —pensó George—, lo llevaría siempre planchado». Muchas veces tenía esa clase de pensamientos cuando miraba a Greg.

—Qué sorpresa tan inesperada —le dijo a su padre—. ¿Cómo estás?

—Pasaba por aquí y… ¿Quieres tomar un café?

Fueron a la cafetería. Greg pidió un té y George quiso una botella de Coca-Cola y una pajita.

—Alguien me preguntó por ti el otro día —dijo George cuando se sentaron—. Una señora de la oficina de prensa.

—¿Cómo se llama?

—Nell… y algo más, ahora mismo no lo recuerdo. ¿Nelly Ford?

—Nelly Fordham. —Greg se quedó con la mirada perdida, con una expresión que denotaba nostalgia por otros tiempos de placeres caídos en el olvido.

A George le hizo gracia.

—Una antigua novia, evidentemente.

—Más que eso. Estuvimos prometidos.

—Pero no os casasteis.

—Ella rompió el compromiso.

George vaciló un momento antes de seguir indagando.

—Puede que no sea de mi incumbencia, pero ¿por qué?

—Pues… si quieres saber la verdad, se enteró de tu existencia y dijo que no quería casarse con un hombre que ya tenía una familia.

George se quedó fascinado. Su padre rara vez le hablaba de aquellos tiempos.

Greg parecía pensativo.

—Nelly probablemente tenía razón —dijo—. Tu madre y tú erais mi familia, pero yo no podía casarme con tu madre… No habría tenido ningún porvenir en política con una esposa negra, así que elegí mi carrera. No puedo decir que mi decisión me haya hecho feliz.

—Nunca me habías hablado de eso.

—Lo sé. Me ha hecho falta la amenaza de una tercera guerra mundial para decirte la verdad. Bueno, y dime, ¿cómo crees tú que van a ir las cosas?

—Espera un momento. ¿De verdad llegaste a plantearte alguna vez casarte con mamá?

—Cuando tenía quince años quería hacerlo, más que cualquier otra cosa en el mundo, pero mi padre se aseguró por todos los medios de que no lo consiguiera, ya lo creo que lo hizo… Tuve otra oportunidad, una década más tarde, pero en ese momento ya tenía edad suficiente para darme cuenta de que habría sido una locura. Verás, las parejas mixtas ya lo tienen bastante difícil ahora mismo, en los años sesenta, conque imagínate lo que habría sido en los cuarenta… Lo más probable es que los tres hubiésemos sido muy desgraciados. —Parecía triste—. Además, el caso es que en su momento no tuve agallas… y esa es la verdad. Ahora, háblame de la crisis.

No sin esfuerzo, George se concentró en los misiles cubanos.

—Hace una hora empezaba a creer que podíamos salir de esta, pero el presidente acaba de dar órdenes a la armada para que intercepten un barco soviético mañana por la mañana.

Le habló a Greg sobre el Marucla.

—Si en efecto se trata de un buque mercante, no habrá ningún problema —señaló su padre.

—Exacto, los nuestros subirán a bordo e inspeccionarán el cargamento, luego les darán unos caramelos y santas pascuas.

—¿Caramelos?

—Han asignado doscientos dólares a todos nuestros buques en la zona de intercepción para el material de los «intercambios pueblo a pueblo», lo que significa caramelos, revistas y mecheros baratos.

—Que Dios bendiga a América, pero…

—Pero si la tripulación está formada por militares soviéticos y el buque va cargado con cabezas nucleares, lo más probable es que el barco no se detenga cuando le den el alto. Entonces empezarán los tiros.

—Será mejor que te deje volver a tu labor de salvar el mundo.

Se levantaron y salieron de la cafetería. Se despidieron estrechándose la mano de nuevo.

—La razón por la que he venido a verte… —dijo Greg.

George esperó a que continuara.

—Cabe la posibilidad de que después de este fin de semana todos estemos muertos, y antes de que eso pase hay algo que quiero que sepas.

—Muy bien. Dime. —George se preguntó qué diablos iba a decirle a esas alturas.

—Eres lo mejor que me ha pasado en la vida.

—Caramba… —exclamó George en voz baja.

—No he sido un buen padre, y no me porté bien con tu madre, y… ya sabes todo eso. Pero estoy orgulloso de ti, George. El mérito no es mío, desde luego, eso ya lo sé, pero, Dios mío…, me siento muy orgulloso. —Tenía lágrimas en los ojos.

George no tenía ni idea de que Greg albergase unos sentimientos tan intensos. Se quedó atónito. No sabía qué decir en respuesta a aquella reacción emocional tan inesperada.

—Gracias —acertó a decir al final.

—Adiós, George.

—Adiós.

—Que Dios te bendiga y te proteja —dijo Greg, y se marchó.

El viernes por la mañana temprano, George se dirigió a la Sala de Crisis de la Casa Blanca.

El presidente Kennedy había creado aquella sala en el sótano bajo el Ala Oeste donde antes había habido una bolera. Su propósito aparente era acelerar y facilitar las comunicaciones en situaciones de emergencia. La verdad era que Kennedy creía que los militares le habían ocultado información durante la crisis de bahía de Cochinos y quería asegurarse de que no volvieran a tener oportunidad de hacer nada parecido.

Esa mañana las paredes estaban cubiertas de mapas a gran escala de Cuba y sus accesos por mar. Las máquinas del teletipo chirriaban como cigarras en una cálida noche de verano. Allí se recibían los telegramas del Pentágono y el presidente podía escuchar las comunicaciones militares. La implantación de la cuarentena se dirigía desde un centro de mando del Pentágono conocido como «Sala de Control de la Armada», pero las conversaciones por radio entre dicha sala y la flota de barcos podían seguirse desde allí.

Los militares odiaban la Sala de Crisis.

George se sentó en una silla moderna muy incómoda a una mesa de comedor barata y se dispuso a escuchar. Todavía estaba dándole vueltas a la conversación de la noche anterior con Greg. ¿Esperaba su padre que George lo abrazase y le dijese: «¡Papá!»? No, probablemente no. Greg parecía sentirse cómodo con su papel paternalista y George no tenía ninguna intención de cambiar eso. A sus veintiséis años, no podía empezar a tratar a Greg como a un padre normal, así, de repente. En cualquier caso, lo cierto era que se sentía contento por lo que le había dicho Greg. «Mi padre me quiere —pensó—, y eso no puede ser malo».

Al amanecer, el destructor USS Joseph P. Kennedy dio la orden al Marucla de que se detuviera.

El Kennedy era un destructor de dos mil cuatrocientas toneladas armado con ocho misiles, un lanzador de cohetes antisubmarinos, seis tubos lanzatorpedos y montajes dobles de cinco pulgadas. También tenía capacidad para cargas de profundidad nuclear.

El Marucla paró sus motores de inmediato y George respiró más tranquilo.

El Kennedy arrió un bote y seis hombres se aproximaron al Marucla. El mar estaba agitado, pero la tripulación del carguero tiró amablemente una escalera de cuerda por la borda. Pese a todo, la marejada hacía difícil el abordaje. El oficial al mando no quería hacer el ridículo cayendo al agua, pero al final decidió arriesgarse, saltó a la escalera y subió al navío. Sus hombres lo siguieron.

La tripulación griega les ofreció café.

Estuvieron encantados de abrir las escotillas para que los norteamericanos inspeccionasen su carga, que coincidía más o menos con lo que habían dicho que transportaban. Hubo un momento de tensión cuando los estadounidenses insistieron en la apertura de una caja con la etiqueta de instrumental científico, pero resultó que solo contenía material de laboratorio no mucho más sofisticado de lo que cabría encontrar en un instituto de secundaria.

Los estadounidenses bajaron del buque y el Marucla reanudó su travesía rumbo a La Habana.

George informó de la buena noticia a Bobby Kennedy por teléfono y luego subió a un taxi de un salto.

Le dijo al taxista que lo llevara a la esquina de la calle Quinta con la calle K, en uno de los barrios más deprimidos de la ciudad. Allí, encima de un concesionario de coches, se hallaba el Centro Nacional de Interpretación Fotográfica de la CIA. George quería entender aquel arte y había solicitado una reunión informativa especial y, puesto que trabajaba para Bobby, se la habían concedido. Se abrió camino a través de una acera repleta de botellines de cerveza, entró en el edificio, pasó por un torno de seguridad y luego fue escoltado hasta el cuarto piso.

Un especialista en fotointerpretación le mostró las instalaciones.

Era un hombre de pelo gris que se llamaba Claud Henry y que había aprendido su oficio durante la Segunda Guerra Mundial, analizando fotografías aéreas de los daños que habían causado los bombardeos en Alemania.

—Ayer la armada envió aviones de combate Crusader sobre Cuba, por lo que ahora tenemos fotografías desde baja altura, mucho más fáciles de interpretar.

A George no le resultaba tan fácil. Para él las fotos colgadas alrededor de toda la sala de Claud seguían pareciendo arte abstracto, formas sin sentido dispuestas en un patrón aleatorio.

—Eso de ahí es una base militar soviética —dijo Claud, señalando una foto.

—¿Cómo lo sabe?

—Aquí hay un campo de fútbol. Los soldados cubanos no juegan al fútbol. Si fuese una base cubana habría un campo de béisbol.

George asintió. «Muy sagaz», pensó.

—Aquí hay una fila de tanques T-54.

A George le parecían simples cuadrados negros.

—Esas tiendas de campaña albergan misiles en su interior —dijo Claud—. Según nuestros especialistas en tiendas.

—¿Especialistas en tiendas?

—Sí. Yo en realidad soy especialista en cajones. Escribí el manual de la CIA sobre cajones.

George sonrió.

—No me estará tomando el pelo, ¿verdad?

—Cuando los rusos envían aparatos muy grandes, como aviones de combate, estos tienen que ser transportados en cubierta. Los esconden metiéndolos en cajones, pero por lo general podemos calcular las dimensiones de los contenedores. Y un MiG-15 viene en un cajón de tamaño diferente del de un MiG-21.

—Dígame una cosa, ¿los rusos también pueden averiguar esa clase de información? —quiso saber George.

—Creemos que no. Piense lo siguiente: derribaron un avión U-2, así que saben que tenemos aviones capaces de volar a gran altitud con cámaras. Sin embargo, creyeron que podrían enviar misiles a Cuba sin que los descubriéramos. Seguían negando la existencia de los misiles hasta ayer mismo, cuando les mostramos las fotos. Por lo tanto, saben lo de los aviones espía y saben lo de las cámaras, pero hasta ahora no sabían que podíamos ver sus misiles desde la estratosfera. Eso me in-duce a pensar que van por detrás de nosotros en el terreno de la fotointerpretación.

—Eso parece.

—Pero he aquí la gran revelación de anoche. —Claud señaló un objeto con aletas en una de las fotos—. Mi jefe informará al presidente de esto en breve. Mide diez metros de largo y nosotros lo llamamos FROG, por las siglas en inglés de «cohete de vuelo libre sobre terreno».

Es un misil de corto alcance, diseñado para las fuerzas terrestres.

—De manera que lo utilizarán contra las tropas estadounidenses si invadimos Cuba.

—Sí. Y está diseñado para transportar una cabeza nuclear.

—¡Mierda! —exclamó George.

—Probablemente eso es justo lo que va a decir el presidente Kennedy —comentó Claud.