LA madre de Dimka, Ania, quería conocer a Nina, lo cual sorprendió al joven. Su relación con Nina resultaba emocionante, y se acostaba con ella siempre que podía, pero ¿qué tendría que ver eso con su madre?
Así mismo se lo planteó, y Ania reaccionó con enfado.
—Eras el chico más listo de la clase, pero a veces pareces tonto —le dijo—. Escucha. Cada fin de semana que no te marchas a algún sitio con Jrushchov, estás con esa mujer. Es evidente que te importa. Llevas tres meses saliendo con ella. ¡Por supuesto que tu madre quiere conocerla! ¿Cómo te atreves a preguntármelo?
Dimka supuso que tenía razón. Nina no era un ligue cualquiera, ni siquiera una simple novia. Era su amante. Formaba parte de su vida.
Sin embargo, aunque Dimka quería a su madre, no la obedecía en todo: ella desaprobaba que tuviera moto, que vistiera vaqueros, y también su amistad con Valentín. Aun así, el joven habría accedido a cualquier cosa razonable para contentarla, de manera que invitó a Nina al apartamento.
En un primer momento, ella se negó.
—No pienso ir a que tu familia me inspeccione como si fuera un coche de segunda mano que pretendes comprar —respondió con resentimiento—. Dile a tu madre que no quiero casarme. Perderá el interés en mí.
—No es toda mi familia, es solo ella —aclaró Dimka—. Mi padre murió y mi hermana está en Cuba. De todas formas, ¿qué tienes en contra del matrimonio?
—¿Por qué? ¿Te estás declarando?
Dimka se sintió abochornado. Nina era excitante y sensual, y jamás se había sentido tan unido a una mujer, pero no había pensado en el matrimonio. ¿Deseaba pasar el resto de su vida con ella?
Evadió la pregunta.
—Solo intento comprenderte.
—Ya probé el matrimonio y no me gustó —respondió ella—. ¿Contento?
Nina había nacido para cuestionarlo todo. A él no le importaba.
Era una de las características que la hacían tan apasionante.
—Prefieres seguir soltera —afirmó Dimka.
—Evidentemente.
—¿Qué tiene eso de maravilloso?
—No tengo que hacer feliz a ningún hombre y persigo mi propia felicidad. Cuando quiero algo más, siempre puedo buscar un hueco para verte.
—Y yo encajo a la perfección en ese hueco.
Ella sonrió de oreja a oreja por el doble sentido de la frase.
—Exacto.
No obstante, permaneció un rato pensativa.
—¡Maldita sea! No quiero enemistarme con tu madre. Iré —dijo al final.
El día en cuestión, Dimka estaba nervioso. Nina era impredecible.
Cuando ocurría algo que la disgustaba —un plato roto por descuido, un desaire real o imaginario, un tono de reproche en la voz de Dimka—, su desaprobación era como las repentinas ráfagas de viento del norte del enero moscovita. Deseó que hiciera buenas migas con su madre.
Nina nunca había estado en la Casa del Gobierno. Le impresionó el vestíbulo, que tenía las dimensiones de una pequeña sala de baile. El piso no era tan grande, pero los acabados eran de lujo en comparación con la mayoría de las casas moscovitas, con sus alfombras mullidas, su papel de calidad en las paredes y la radiogramola: un armarito de madera de nogal con un tocadiscos y una radio. Se trataba de privilegios para los cargos más altos del KGB, como el padre de Dimka.
Ania había preparado una espléndida variedad de aperitivos, que los moscovitas preferían a una cena al uso: caballa ahumada y huevo duro con pimiento rojo sobre rebanadas de pan blanco; bocadillitos de pan de centeno con pepino y tomate; y su plato estrella, una bandeja de «veleros», tostadas redondas con cuñas triangulares de queso ensartadas en un palillo a modo de mástil.
Ania llevaba un vestido nuevo y se había maquillado un poco.
Había ganado algo de peso tras la muerte del padre de Dimka, y le sentaba bien. El chico notaba que su madre estaba más feliz desde el fallecimiento de su esposo. Quizá Nina tuviera razón en cuanto al matrimonio.
—Veintitrés años y es la primera vez que Dimka trae a una chica a casa —fue lo primero que Ania le dijo a Nina.
Él deseó que su madre no se lo hubiera contado. El comentario lo dejaba como un novato. Sí, era un novato, y Nina hacía tiempo que lo había descubierto, pero no quería que se lo recordaran. En cualquier caso, aprendía rápido. Nina aseguraba que era un buen amante, mejor que su marido, aunque no había entrado en detalles.
Para sorpresa de Dimka, Nina intentó ser complaciente con su madre y usó el apelativo formal de Ania Grigórievna, la ayudó en la cocina y le preguntó dónde había comprado el vestido que llevaba.
Después de haber bebido algo de vodka, Ania se sintió relajada para hablar de asuntos más íntimos.
—Y bien, Nina, mi Dimka me ha dicho que no quieres casarte.
Dimka soltó un bufido.
—¡Mamá, eso es demasiado personal!
Pero a Nina no pareció molestarle.
—Como usted, ya he estado casada —repuso.
—Pero yo soy una anciana.
Ania tenía cuarenta y cinco años, que en términos generales se consideraba una edad demasiado avanzada para unas segundas nupcias. Se creía que las mujeres como ella ya habían olvidado lo que era el deseo y, si no lo habían hecho, se las miraba con desprecio. Una viuda respetable que contrajera matrimonio en la mediana edad tendría la precaución de decir a todo el mundo que lo hacía «solo por la compañía».
—No parece una anciana, Ania Grigórievna —comentó Nina—. Podría ser la hermana mayor de Dimka.
Era una burda mentira, pero a la madre del joven le gustó de todos modos. Quizá las mujeres disfrutaban siempre de esa clase de cumplidos, fueran o no creíbles. De todas formas, no lo desmintió.
—En cualquier caso, soy demasiado vieja para tener más hijos.
—Yo tampoco puedo tener hijos.
—¡Oh! —Ania se estremeció ante esa confesión, que acabó con sus fantasías. Por un momento olvidó tener tacto—. ¿Por qué no? —preguntó con brusquedad.
—Por motivos médicos.
—¡Ah!
Quedó claro que Ania habría querido preguntar más. Dimka sabía que los detalles médicos interesaban a muchas mujeres, pero Nina se cerró en banda, como hacía siempre al hablar de ese tema.
Alguien llamó a la puerta. El joven lanzó un suspiro, suponía de quién se trataba. Abrió.
En el rellano estaban sus abuelos, que vivían en el mismo edificio.
—¡Oh, Dimka, pero si estás aquí! —exclamó su abuelo, Grigori Peshkov, fingiendo sorpresa.
Iba uniformado. Estaba a punto de cumplir los setenta y cuatro años, pero no quería jubilarse. En opinión de Dimka, que los viejos no supieran cuándo retirarse era un grave problema en la Unión Soviética.
La abuela de Dimka, Katerina, había ido a la peluquería.
—Te hemos traído caviar —anunció.
Saltaba a la vista que no se trataba de la visita improvisada que fingían. Habían averiguado que Nina estaría allí y se presentaron para pasarle revista. La chica estaba siendo inspeccionada por toda la familia, tal como había imaginado.
Dimka los presentó. Su abuela besó a Nina y su abuelo la tuvo abrazada más tiempo del necesario. El joven se sintió aliviado al ver que Nina seguía siendo encantadora y se dirigía al viejo Peshkov llamándolo «camarada general». Se percató de que el anciano tenía debilidad por las chicas guapas y coqueteó con él, para alegría del general; al mismo tiempo, dedicó una mirada cómplice de «mujer a mujer» a la abuela, con la que estaba diciendo: «Ambas sabemos cómo se las gastan los hombres».
El abuelo le preguntó por su trabajo. Hacía poco que la habían ascendido, le contó ella, y en ese momento era directora editorial y organizaba la impresión de varias publicaciones del sindicato del acero.
La abuela le preguntó por su familia, y ella respondió que no la veía muy a menudo porque vivían en su tierra natal, en Perm, a veinticuatro horas de viaje en tren hacia el este.
No tardó en hacer buenas migas con el abuelo gracias al tema favorito de este: las imprecisiones históricas en el película de Eisenstein Octubre, sobre todo en las escenas del asalto al Palacio de Invierno, en el que el abuelo había participado.
Dimka estaba encantado de ver lo bien que iba todo, aunque al mismo tiempo tenía la desagradable sensación de no controlar lo que ocurría, fuera lo que fuese. Se sentía navegando por aguas tranquilas con rumbo a lo desconocido; por el momento no había turbulencias, pero ¿qué aguardaría en el horizonte?
Sonó el teléfono, y el joven contestó. Siempre lo hacía por las noches; acostumbraban a ser llamadas del Kremlin para él.
—Acabo de recibir noticias de la delegación del KGB en Washington —anunció Natalia Smótrova.
Hablar con su colega mientras Nina se encontraba en la habitación incomodaba a Dimka. Se sintió ridículo; jamás había tocado a Natalia, aunque sí había pensado en hacerlo. ¿Debía sentirse culpable por sus pensamientos?
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.
—El presidente Kennedy ha reservado un espacio televisivo esta noche para dirigirse al pueblo estadounidense.
Como siempre, ella había sido la primera en recibir las últimas noticias.
—¿Por qué?
—No se sabe.
Dimka pensó de inmediato en Cuba. En ese momento, la mayoría de los misiles y sus cabezas nucleares se encontraban allí. Habían enviado toneladas de equipamiento secundario y miles de soldados. Al cabo de unos días, las armas estarían listas para su lanzamiento. La misión estaba casi a punto para ser concluida.
Sin embargo, quedaban dos semanas para las elecciones de mitad de legislatura en Estados Unidos. Dimka se había planteado volar a Cuba —existía conexión aérea regular desde Praga hasta La Habana— para asegurarse de que la caja de Pandora seguía sin abrirse unos días más. Era de vital importancia guardar el secreto durante más tiempo.
Rogó que la inesperada aparición televisiva de Kennedy se centrara en cualquier otro asunto: Berlín, quizá, o Vietnam.
—¿A qué hora se retransmite? —le preguntó Dimka a Natalia.
—A las siete de la tarde, hora de la Costa Este.
Serían las dos de la madrugada del día siguiente en Moscú.
—Llamaré al primer secretario enseguida —dijo—. Gracias. —Cortó la conexión y marcó el número de la residencia de Jrushchov.
Cogió el teléfono Iván Tépper, jefe del servicio doméstico, el equivalente a un mayordomo.
—Hola, Iván —dijo Dimka—. ¿Está en casa?
—A punto de acostarse —respondió Iván.
—Pues dile que vuelva a ponerse los pantalones. Kennedy va a hablar en televisión a las dos de la madrugada, hora rusa.
—Un minuto, lo tengo aquí mismo.
Dimka oyó una conversación entre susurros y luego la voz de Jrushchov:
—¡Han descubierto nuestros misiles!
Al joven ayudante le dio un vuelco el corazón. Las intuiciones de Jrushchov solían ser acertadas. El secreto se había destapado, y Dimka iba a cargar con toda la culpa.
—Buenas noches, camarada primer secretario —dijo, y las cuatro personas que estaban en la habitación con él se quedaron calladas—. Todavía no sabemos sobre qué va a hablar Kennedy.
—Tiene que ser sobre los misiles. Convoca un pleno de emergencia del Presídium.
—¿Para cuándo?
—Dentro de una hora.
—Muy bien.
Jrushchov colgó.
Dimka llamó a casa de su secretaria.
—Hola, Vera —saludó—. Pleno de emergencia del Presídium esta noche a las diez. El primer secretario ya va de camino al Kremlin.
—Los llamaré a todos —respondió ella.
—¿Tienes sus números en casa?
—Sí.
—Claro que los tienes. Gracias. Llegaré al despacho dentro de unos minutos. —Colgó el teléfono.
Todos estaban mirándolo. Le habían oído decir: «Buenas noches, camarada primer secretario». El abuelo parecía orgulloso, la abuela y la madre, preocupadas, y Nina tenía un brillo de emoción en la mirada.
—Tengo que ir a trabajar —explicó Dimka, aunque sobraba la aclaración.
—¿Cuál es la emergencia? —preguntó el abuelo.
—Todavía no lo sabemos.
El viejo general se puso emotivo.
—Con hombres como tú y mi hijo Volodia al mando, sé que la revolución no corre peligro.
Dimka sintió la tentación de decir que ojalá él tuviera la misma certeza.
—Abuelo, ¿conseguirás un vehículo militar para llevar a Nina a su casa?
—Desde luego.
—Siento interrumpir la fiesta…
—No te preocupes —dijo el abuelo—. Tu trabajo es más importante. Ve, ve.
Dimka se puso el abrigo, besó a Nina y se marchó.
Mientras bajaba en el ascensor se preguntaba, angustiado, si habría desvelado algún dato relativo a los misiles de Cuba a pesar de lo discreto que había intentado ser. Había dirigido la operación con una seguridad apabullante. Había demostrado una eficiencia brutal. Había actuado como un verdadero déspota al castigar los errores con severidad, humillar a los incompetentes y arruinar la carrera de hombres que no habían cumplido sus órdenes con meticulosidad. ¿Qué más podía haber hecho?
En el exterior tenía lugar un ensayo nocturno para el desfile militar programado para el día de la Revolución, que se celebraría dos semanas más tarde. Una hilera interminable de tanques, artillería pesada y soldados avanzaba emitiendo un sordo estruendo a orillas del río Moscova. «Todo esto será inútil si estalla la guerra nuclear», pensó Dimka.
Los estadounidenses no lo sabían, pero la Unión Soviética tenía pocas armas nucleares, ni de lejos alcanzaba las cifras de Estados Unidos. Los soviéticos podían lastimar a los estadounidenses, sin duda, pero estos tenían la capacidad de borrar la Unión Soviética de la faz de la Tierra.
Como la vía estaba bloqueada por el desfile, y el Kremlin quedaba a menos de un kilómetro y medio, Dimka dejó la moto en casa y fue a pie.
El Kremlin era una fortaleza de base triangular situada en la ribera septentrional del río. Su interior albergaba numerosas edificaciones transformadas en edificios gubernamentales. Dimka entró en el Senado, amarillo con columnas blancas, y subió en ascensor hasta la tercera planta, donde siguió el recorrido de una alfombra roja por un largo pasillo de techos altos hasta el despacho de Jrushchov. El primer secretario todavía no había llegado. Dimka fue dos puertas más allá, hasta la sala del Presídium. Por suerte estaba limpia y ordenada.
El Presídium del Comité Central del Partido Comunista era, en la práctica, el órgano gobernante de la Unión Soviética. Jrushchov era su presidente. Allí residía el poder. ¿Qué haría Jrushchov?
Dimka fue el primero, pero pronto empezaron a llegar los demás asistentes a cuentagotas. Nadie sabía qué iba a decir Kennedy. Yevgueni Filípov apareció con su jefe, el ministro de Defensa Rodión Malinovski.
—Alguien la ha cagado bien —espetó Filípov, apenas capaz de ocultar su satisfacción.
Dimka no le hizo ni caso.
Natalia entró con el ministro de Asuntos Exteriores, Andréi Gromiko, un hombre elegante y de pelo negro. Ella había decidido que una reunión a esas horas de la noche requería una vestimenta informal, y estaba preciosa con unos vaqueros azules ajustados de estilo estadounidense y un jersey holgado de lana con un grueso cuello vuelto.
—Gracias por haberme avisado con antelación —le susurró Dimka—. Te lo agradezco sinceramente.
Ella le tocó un brazo.
—Estoy de tu parte —dijo—. Ya lo sabes.
Jrushchov llegó y dio comienzo a la reunión.
—Creo que Kennedy hablará sobre Cuba en su discurso televisivo.
Dimka se enderezó en el asiento, apoyado contra la pared, detrás de Jrushchov, preparado para atender las necesidades del primer secretario. El líder podía requerir un archivo, un periódico, un informe; podía pedir una taza de té, una cerveza o un bocadillo. Otros dos ayudantes de Jrushchov estaban sentados con Dimka. Ninguno de ellos conocía las respuestas a las preguntas importantes. ¿Los estadounidenses habían descubierto los misiles? De ser así, ¿quién había desvelado el secreto? El futuro del mundo pendía de un hilo, pero Dimka, aunque le avergonzara reconocerlo, sentía tanta angustia o más por su propio destino.
La impaciencia estaba matándolo. Quedaban cuatro horas para que Kennedy hablara. ¿Acaso el Presídium no podía acceder al contenido del discurso antes de su retransmisión? ¿De qué servía el KGB?
El ministro de Defensa Malinovski tenía aspecto de vetusta estrella de cine, con sus rasgos bien definidos y una espesa mata de pelo canoso. Sostenía que Estados Unidos no estaba a punto de invadir Cuba.
El Servicio Secreto del Ejército Rojo tenía agentes en Florida. Habían aumentado el número de soldados en la isla, pero, en su opinión, no llegaban a la cifra necesaria, ni de lejos, para llevar a cabo una invasión.
—Es una bravuconada con fines electoralistas —afirmó.
A Dimka le pareció una afirmación cargada de soberbia.
Jrushchov también se mostró escéptico. Tal vez fuera cierto que Kennedy no quería la guerra contra Cuba, pero ¿sería libre de actuar siguiendo el dictado de su voluntad? Jrushchov creía que el presidente estadounidense rendía cuentas, al menos en parte, al Pentágono y a capitalistas imperialistas como la familia Rockefeller.
—Debemos tener un plan de contingencia por si los americanos deciden invadir —sentenció—. Nuestros soldados deben estar preparados para cualquier eventualidad. —Ordenó un descanso de diez minutos para que los miembros del comité deliberasen sobre las posibles opciones.
A Dimka le horrorizó la rapidez con la que el Presídium había empezado a hablar de guerra. ¡Jamás había sido el plan! Cuando Jrushchov decidió enviar misiles a Cuba, no tenía intención de provocar un conflicto. «¿Cómo hemos llegado a la situación actual?», se preguntó Dimka con desesperación.
Vio a Filípov hablando en corrillo con Malinovski y muchos más, y temió lo peor. Filípov estaba escribiendo algo. Cuando volvieron a reunirse, Malinovski leyó una orden provisional para el comando soviético en Cuba, el general Issá Plíyev, por la que se le autorizaba a emplear «todos los medios disponibles» para la defensa de Cuba.
Dimka quiso exclamar: «¡¿Se ha vuelto loco?!».
Jrushchov compartía su opinión.
—¡Así daríamos a Plíyev autoridad para iniciar una guerra nuclear! —espetó, furioso.
Dimka se sintió aliviado cuando Anastás Mikoyán refrendó la opinión de Jrushchov. Siempre partidario de la vía pacífica, Mikoyán parecía un abogado de pueblo, con un cuidado mostacho y una cabellera que empezaba a ralear. No obstante, era el hombre capaz de disuadir a Jrushchov de llevar a cabo sus planes más insensatos. En ese momento se oponía a Malinovski. Mikoyán era una voz de mayor autoridad porque había visitado Cuba hacía poco, justo después de la revolución.
—¿Y si otorgamos a Castro el control de los misiles? —preguntó Jrushchov.
Dimka había oído a su jefe decir unos cuantos disparates, sobre todo en lo referente a situaciones hipotéticas, pero aquella afirmación resultaba irresponsable incluso para él. ¿En qué estaba pensando?
—¿Puedo desaconsejarlo? —preguntó Mikoyán con cautela—. Los norteamericanos saben que no queremos la guerra nuclear, y mientras tengamos el control de las armas intentarán resolver este problema por la vía diplomática. Pero no se fiarán de Castro. Si saben que tiene el dedo en el gatillo, quizá intenten destruir todos los misiles de Cuba lanzando un primer ataque a gran escala.
Jrushchov lo aceptó, aunque no estaba dispuesto a descartar del todo la posibilidad de emplear las armas nucleares.
—¡Eso supondría que los americanos pueden recuperar Cuba! —replicó con indignación.
En ese preciso instante, Alekséi Kosiguin se decidió a hablar. Era el aliado más próximo a Jrushchov, aunque diez años más joven que el líder. Lucía grandes entradas, pero conservaba en lo alto de la cabeza una zona poblada de pelo canoso que le daba aspecto de proa de barco.
Tenía el rostro abotagado de bebedor, pero Dimka opinaba que era el hombre más inteligente del Kremlin.
—No deberíamos estar pensando en cuándo usar las armas nucleares —dijo Kosiguin—. Si llegamos a ese extremo, habremos fracasado estrepitosamente. La cuestión que debemos discutir es la siguiente: ¿qué movimientos podemos hacer hoy para garantizar que la situación no se deteriora hasta derivar en una guerra nuclear?
«Menos mal —pensó Dimka—. Por fin alguien con sentido común».
—Propongo que el general Plíyev sea autorizado para defender Cuba recurriendo a todos los medios salvo a las armas nucleares —prosiguió Kosiguin.
Malinovski tenía sus dudas, pues temía que los servicios secretos estadounidenses lograran enterarse de aquella orden; pero, a pesar de sus reservas, la propuesta fue admitida, para gran alivio de Dimka, y enviaron el mensaje. El peligro de un holocausto nuclear seguía existiendo, pero al menos el Presídium se centraba en evitar la guerra más que en librarla.
Poco después, Vera Pletner se asomó por la sala e hizo un gesto a Dimka. Él salió a hurtadillas de la reunión. En el ancho pasillo, la secretaria le entregó seis folios.
—Es el discurso de Kennedy —dijo en voz baja.
—¡Menos mal! —Miró el reloj. Era la una y cuarto de la madrugada, quedaban cuarenta y cinco minutos para que el presidente estadounidense apareciera en televisión—. ¿Cómo lo has conseguido?
—El gobierno americano ha tenido la amabilidad de facilitar a nuestra embajada en Washington una copia, y el ministro de Asuntos Exteriores se ha apresurado a traducirlo.
Sin dejar el pasillo, con la única compañía de Vera, Dimka lo leyó a todo correr.
Este gobierno, como había prometido, ha observado muy de cerca el aumento de armamento militar soviético en la isla de Cuba.
Dimka se fijó en que Kennedy llamaba «isla» a Cuba, como si no fuera un país por derecho propio.
Durante esta última semana, hemos detectado pruebas incontestables de que se preparan una serie de bases de misiles ofensivos en esa isla cautiva.
«¿Pruebas? —pensó Dimka—. ¿Qué pruebas?».
El objetivo de estas bases podría ser, nada más y nada menos, que el de convertirse en instalaciones militares con capacidad para lanzar un ataque nuclear contra el hemisferio occidental.
Dimka siguió leyendo, pero se enfureció al no encontrar ninguna mención por parte de Kennedy a su fuente de información, ya se tratara de traidores o de espías, soviéticos o cubanos; tampoco afirmaba haber obtenido las mentadas pruebas por cualquier otro medio. Dimka seguía sin averiguar si la crisis había sido culpa suya.
Kennedy hacía hincapié en el secretismo soviético y lo calificaba de engaño. Dimka pensó que era lógico; Jrushchov habría vertido la misma acusación si la situación hubiera sido a la inversa. Pero ¿qué iba a hacer el presidente estadounidense? Fue pasando las hojas hasta que llegó a la parte importante.
En primer lugar, para impedir la preparación de la ofensiva, se ha aplicado una cuarentena estricta al envío de todo equipamiento militar a Cuba.
«Ah —pensó Dimka—: un bloqueo». Eso violaba las leyes internacionales, por eso Kennedy lo llamaba «cuarentena», como si pretendiera combatir una epidemia.
Todos los barcos, de cualquier naturaleza, con destino a Cuba y procedentes de cualquier nación o puerto, serán obligados a regresar a su puerto de origen si se descubre que transportan armamento ofensivo.
Dimka se dio cuenta enseguida de que se trataba solo de medidas preliminares. Esa cuarentena no cambiaba nada, pues la mayoría de los misiles ya estaban en posición y a punto para su lanzamiento; y Kennedy debía de saberlo si era tan inteligente como parecía. El bloqueo era un gesto simbólico.
El discurso también contenía una amenaza.
Será la política de esta nación considerar cualquier misil nuclear lanzado desde Cuba contra cualquier país del hemisferio occidental como un ataque de la Unión Soviética a Estados Unidos, al cual responderá con un contundente contraataque a la Unión Soviética.
A Dimka se le hizo un nudo en el estómago. Era una amenaza terrible. Kennedy no se molestaría en averiguar si el misil había sido lanzado por los cubanos o por el Ejército Rojo; le daba lo mismo.
Tampoco le importaría el hipotético objetivo. Si bombardeaban Chile lo consideraría igual que si hubieran bombardeado Nueva York.
En cuanto se lanzara uno de los ataques nucleares de Dimka, Estados Unidos convertiría la Unión Soviética en un desierto radiactivo.
Dimka se imaginó a todos sus conocidos bajo la nube con forma de hongo de una bomba nuclear, y en su mente la vio elevarse sobre el centro de Moscú, donde el Kremlin, su hogar y todos los edificios que conocía estarían en ruinas, y los cuerpos desmembrados flotarían como terroríficos residuos tóxicos sobre el agua contaminada del río Moscova.
Una nueva frase llamó su atención.
Resulta difícil solucionar estos problemas o discutirlos siquiera en una atmósfera de amenaza.
La hipocresía de los estadounidenses dejó a Dimka atónito. ¿Qué era la Operación Mangosta sino una amenaza?
Por si fuera poco, había sido esa operación la que había convencido al reticente Presídium de enviar los misiles. Dimka empezaba a sospechar que en política internacional la agresividad era contraproducente.
Ya había leído bastante. Regresó a la sala del pleno, se acercó a toda prisa a Jrushchov y le entregó el pliego de hojas.
—El discurso televisivo de Kennedy —anunció, tan alto y claro que lo oyeron todos—. Una copia previa a su emisión, proporcionada por Estados Unidos.
Jrushchov le arrebató los papeles con brusquedad y empezó a leer.
Los presentes guardaron silencio. No tenía sentido manifestar nada hasta que supieran qué decía el documento.
El primer secretario se tomó su tiempo para asimilar el lenguaje abstracto y formal. De tanto en tanto soltaba un bufido socarrón o un gruñido de asombro. Mientras iba avanzando por las páginas, Dimka percibió que su ánimo pasaba de la ansiedad al alivio.
Transcurridos varios minutos, dejó sobre la mesa la última hoja.
Aunque siguió sin decir nada, pensativo. Al final levantó la vista. Una sonrisa afloró en su tosco rostro de campesino al tiempo que paseaba la mirada por sus colegas sentados a la mesa.
—Camaradas —dijo—, ¡hemos salvado Cuba!
Como de costumbre, Jacky interrogaba a George sobre su vida amorosa.
—¿Estás saliendo con alguien?
—Acabo de romper con Norine.
—¿Acabas de romper? ¡Si eso fue hace ya seis meses!
—Bueno… Si tú lo dices…
Jacky había preparado pollo frito con quingombó y los buñuelos de harina de maíz que ella llamaba «hush puppies». Era el plato favorito de George cuando era niño. A sus veintisiete años de edad, prefería un filete poco hecho y una ensalada, o pasta con salsa de almejas.
Además, tenía la costumbre de cenar a las ocho de la tarde, no a las seis.
Pero se zampó la comida de buena gana y no hizo comentario alguno sobre sus hábitos. Prefería ver a su madre feliz por el placer de alimentarlo.
Jacky se sentó frente a él en la mesa, como siempre había hecho.
—¿Cómo está la encantadora Maria Summers?
George intentó no torcer el gesto. La joven estaba con otro.
—Maria tiene novio —respondió.
—¡Oh! ¿Quién es?
—No lo sé.
Jacky gimió de impaciencia.
—¿No se lo has preguntado?
—Claro que sí. Pero no ha querido decírmelo.
—¿Por qué no?
George hizo un gesto de indiferencia.
—Es un hombre casado —dijo su madre con tono confidencial.
—Mamá, tú no lo sabes —repuso George, aunque tenía la horrible sospecha de que su madre no se equivocaba.
—Las chicas suelen presumir del hombre con el que salen. Si se niega a hablar, es que se siente avergonzada.
—Podría ser por otro motivo.
—¿Como por ejemplo?
En ese momento a George no se lo ocurrió ninguno.
—Seguro que es un compañero de trabajo —prosiguió Jacky—. De verdad, espero que su abuelo el pastor no se entere.
George pensó en otra posibilidad.
—A lo mejor es blanco.
—Casado y blanco, seguro. ¿Qué pinta tiene ese periodista, Pierre Salinger?
—Es un tipo agradable de unos treinta y tantos, viste siempre a la última, con trajes franceses, y está más bien rellenito. Está casado, y he oído que anda detrás de su secretaria, así que no creo que le quede mucho tiempo para tener otra novia.
—Siendo francés sería muy posible.
George sonrió de oreja a oreja.
—¿Conoces a algún francés?
—No, pero tienen fama de conquistadores.
—Y los negros tenemos fama de vagos.
—Llevas razón, no debería hablar así. Cada persona es un mundo.
—Eso es lo que me has inculcado.
George atendía solo a medias a la conversación. La noticia sobre los misiles de Cuba se había ocultado al pueblo estadounidense durante una semana, pero estaba a punto de salir a la luz. Habían sido siete días de acaloradas discusiones en el reducido círculo al que pertenecía, aunque no hubieran llegado a grandes conclusiones. Echando la vista atrás, George cayó en la cuenta de que, al enterarse del asunto, no le había dado la importancia suficiente. Se había preocupado más por las inminentes elecciones de mitad de legislatura y sus consecuencias para la campaña por los derechos civiles. Por un instante, incluso se había regodeado con la perspectiva de una represalia por parte de Estados Unidos. Solo más adelante entendió la verdadera dimensión de la tragedia: si estallaba la guerra nuclear, los derechos civiles dejarían de importar y no volverían a celebrarse más elecciones.
Jacky cambió de tema.
—El jefe de cocina de mi trabajo tiene una hija encantadora.
—¿Ah, sí?
—Cindy Bell.
—¿Cindy es la abreviación de Cinderella?
—De Lucinda. Se ha licenciado este año por la Universidad de Georgetown.
Georgetown era un barrio de Washington, pero pocos ciudadanos de la mayoría negra estudiaban en la prestigiosa universidad.
—¿Es blanca?
—No.
—Entonces tiene que ser lista.
—Y mucho.
—¿Católica? —La Universidad de Georgetown era una fundación de los jesuitas.
—Ser católico no tiene nada de malo —respondió Jacky con un tono un tanto desafiante. Jacky era feligresa de la Iglesia Evangélica de Betel, pero tenía una mentalidad abierta—. Los católicos también creen en Nuestro Señor.
—Pero los católicos no creen en el control de natalidad.
—Yo tampoco estoy segura de creer en eso.
—¿Cómo? No hablas en serio.
—Si hubiera usado anticonceptivos, no te habría tenido.
—Pero no querrás negar a otras mujeres el derecho a decidir.
—¡Ay, no me vengas con demagogias! No quiero prohibir la anticoncepción. —Sonrió con cariño—. Solo me alegro de haber sido una ignorante y una insensata a los dieciséis. —Se levantó—. Haré el café. —Sonó el timbre—. ¿Vas a ver quién es?
George abrió la puerta y se encontró con una atractiva joven negra de veintitantos años, con ceñidos pantalones Capri y jersey holgado.
Ella se sorprendió al verlo.
—¡Oh! —exclamó—. Lo siento, creía que era la casa de la señora Jakes.
—Sí que lo es —dijo George—. Estoy de visita.
—Mi padre me ha pedido que le entregue esto de camino a casa. —Le dio un libro titulado La nave de los locos. George ya había oído hablar de ese título; era un éxito de ventas—. Supongo que mi padre se lo pidió prestado a la señora Jakes.
—Gracias —dijo George al tiempo que recibía el libro y, con educación, añadió—: ¿Quieres entrar?
Ella vaciló.
Jacky se asomó por la puerta de la cocina. Desde allí podía ver quién estaba en la entrada, no era una casa grande.
—Hola, Cindy —saludó—. Justo estaba hablando de ti. Adelante, acabo de hacer café.
—Huele de maravilla —comentó la joven, y se decidió a entrar.
—¿Podemos tomar el café en la salita, mamá? Ya es casi la hora del discurso del presidente.
—Ahora no querrás ver la tele, ¿verdad? Siéntate y habla con Cindy.
George abrió la puerta de la salita.
—¿Te importa que veamos al presidente? Va a anunciar algo importante —dijo George.
—¿Cómo lo sabes?
—Colaboré en la redacción del discurso.
—Entonces tengo que verlo —repuso ella.
Entraron. El abuelo de George, Lev Peshkov, había comprado y amueblado la casa para Jacky y George en 1949. Después de aquello, Jacky, movida por el orgullo, rechazó de Lev todo lo que no fuera el pago del colegio y la universidad de George. Con su modesto sueldo no podía permitirse volver a decorar, por eso la salita había cambiado poco en trece años. A George le gustaba así: tapizados con flecos, una alfombra persa y un aparador para la porcelana. Resultaba anticuado pero acogedor.
La principal novedad era el aparato de televisión RCA Victor.
George lo encendió, y esperaron a que la pantalla verde se calentara.
—Tu madre trabaja en el Club de Mujeres Universitarias con mi padre, ¿verdad?
—Eso es.
—Así que, en realidad, no necesitaba que yo pasara a devolver el libro. Se lo podría haber dado él a tu madre mañana, en el trabajo.
—Sí.
—Nos han tendido una trampa.
—Lo sé.
Ella soltó una risita nerviosa.
—¡Oh, bueno, qué demonios!
A George le gustó por ese comentario.
Jacky entró con una bandeja. Cuando ya había servido el café, apareció el presidente Kennedy en la pantalla monocroma.
—Buenas noches, queridos compatriotas.
Estaba sentado tras su escritorio. Delante de él había un pequeño atril con dos micrófonos. Llevaba traje oscuro, camisa blanca y una corbata estrecha. George sabía que las ojeras por la terrible tensión que estaba experimentando habían quedado ocultas tras el maquillaje televisivo.
Cuando dijo que Cuba tenía «capacidad para lanzar un ataque nuclear contra el hemisferio occidental», Jacky lanzó un suspiro ahogado.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Cindy.
El presidente iba leyendo el discurso de las hojas apoyadas sobre el atril con su marcado acento de Boston, que recordaba al británico.
Su forma de hablar era monótona, casi aburrida, pero sus palabras, electrizantes.
«Cada uno de estos misiles, en resumen, tiene la capacidad de impactar contra Washington…».
Jacky soltó un gritito.
«… el canal de Panamá, Cabo Cañaveral, Ciudad de México…».
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Cindy.
—Espera —dijo George—. Ya lo verás.
—¿Cómo ha podido ocurrir algo así? —preguntó Jacky.
—Los soviéticos son taimados —respondió George.
«No tenemos ninguna intención de dominar ni conquistar ninguna otra nación, ni de imponer nuestro sistema a sus habitantes», afirmó Kennedy.
En otras circunstancias, Jacky habría hecho algún comentario burlón sobre la invasión de bahía de Cochinos, pero estaba demasiado preocupada para sarcasmos políticos.
La cámara enfocó en primer plano el rostro de Kennedy cuando dijo:
«Para impedir la preparación de la ofensiva, se ha aplicado una cuarentena estricta al envío de todo equipamiento militar a Cuba».
—¿De qué sirve eso? —preguntó Jacky—. Los misiles ya están allí, pero ¡si acaba de decirlo!
Con deliberada parsimonia, el presidente continuó:
«Será la política de esta nación considerar cualquier misil nuclear lanzado desde Cuba contra cualquier país del hemisferio occidental como un ataque de la Unión Soviética a Estados Unidos, al cual responderá con un contundente contraataque a la Unión Soviética».
—¡Oh, Dios mío! —repitió Cindy—. Si Cuba lanza un solo misil, estallará la guerra nuclear.
—Eso es —repuso George, quien había asistido a las reuniones donde se había debatido el asunto.
En cuanto el presidente dijo «Gracias y buenas noches», Jacky apagó el televisor y se volvió hacia George.
—¿Qué va a pasarnos?
George deseaba transmitirle confianza, conseguir que se sintiera segura, pero no podía.
—No lo sé, mamá.
—Eso de la cuarentena no cambia nada, incluso yo lo sé —dijo Cindy.
—Son solo los preliminares.
—Entonces, ¿qué ocurrirá luego?
—No lo sabemos.
—George, ahora dime la verdad. ¿Estallará la guerra? —preguntó Jacky.
Su hijo dudó un instante. Estaban cargando armamento nuclear en aviones militares para enviarlo a distintos puntos del país y garantizar que al menos algunos quedaran a salvo tras la primera ofensiva soviética. El plan de invasión de Cuba estaba perfeccionándose, y el Departamento de Estado hacía una criba de candidatos para el gobierno proestadounidense que subiría al poder en Cuba tras la invasión.
El Mando Aéreo Estratégico había aumentado el nivel de alerta a DEFCON-3: condición de defensa nivel tres, o disponibilidad para lanzar un ataque nuclear en cuestión de quince minutos.
Sopesando todas las circunstancias, ¿cuál era el resultado más probable?
—Sí, mamá, estallará la guerra —respondió George con el corazón en un puño.
A final, el Presídium envió la orden de que todos los barcos soviéticos cargados con misiles que todavía viajaban rumbo a Cuba dieran media vuelta y regresaran a casa.
Jrushchov consideró que no perdía mucho con esa decisión, y Dimka coincidía con él. Cuba ya tenía armas nucleares; poco importaba cuántas. La Unión Soviética evitaría un enfrentamiento en alta mar, se confirmaría como potencia mediadora en la crisis y seguiría manteniendo una base nuclear a ciento cuarenta kilómetros de Estados Unidos.
Todos sabían que la cuestión no se zanjaría así. Las dos superpotencias seguían sin atender al problema real: qué hacer con el armamento nuclear que ya estaba en Cuba. Todas las opciones de Kennedy continuaban sobre la mesa y, por lo que Dimka infería hasta ese momento, todas conducían a la guerra.
Jrushchov decidió no ir a casa esa noche. Era demasiado peligroso realizar un trayecto en coche, aunque fuera de un par de minutos; si estallaba la guerra, debía estar allí, listo para tomar decisiones al instante.
Junto a su enorme despacho había una pequeña habitación con un cómodo sofá. El primer secretario se tumbó en él con la ropa puesta.
La mayoría de los miembros del Presídium tomaron la misma decisión, y los líderes de la segunda potencia del mundo se acomodaron para intentar dormir un poco en sus despachos, aunque les resultara difícil.
Dimka tenía un pequeño cubículo al final del pasillo. En su despacho no había sofá, solo una silla dura, un escritorio funcional y un archivador. Intentaba imaginar cuál sería el lugar menos incómodo para reposar la cabeza cuando alguien tocó a la puerta. Entró Natalia, y el aire se llenó de una delicada fragancia distinta a cualquier perfume soviético.
Había tenido la previsión de ponerse ropa cómoda, reflexionó Dimka: todos iban a dormir vestidos.
—Me gusta ese jersey holgado que llevas —comentó.
—Se llama «Sloppy Joe» —dijo ella usando el término inglés.
—¿Qué significa?
—No lo sé, pero me gusta cómo suena.
Dimka rió.
—Justo ahora estaba intentando pensar dónde dormir.
—Yo también.
—Por otra parte, no estoy muy seguro de si podré dormir.
—¿Por si no vuelves a despertar jamás?
—Exacto.
—Me siento igual.
Dimka se quedó pensativo. Aunque fuera a pasar la noche despierto y preocupado, podía encontrar algún lugar cómodo.
—Esto es un palacio y está vacío —dijo. Vaciló y añadió—: ¿Vamos a echar un vistazo?
No estaba muy seguro de por qué lo había dicho. Era una ocurrencia más propia de Valentín.
—Está bien —accedió Natalia.
Dimka cogió su abrigo para usarlo como manta.
Las espaciosas habitaciones y los salones del palacio habían sido reconvertidos en funcionales despachos para burócratas y mecanógrafas, y decoradas con muebles baratos de plástico y de madera de pino.
En algunas de las estancias más espaciosas, destinadas a los hombres más importantes, había sillas tapizadas, pero ningún mueble que sirviera para dormir. Dimka empezó a pensar en formas de montar una cama en el suelo. Al fondo de esa ala del palacio encontraron un pasillo abarrotado de cubos y fregonas donde había también una espaciosa habitación llena de muebles apilados.
La estancia no tenía calefacción, y podía verse el vaho de ambos al respirar. Los enormes ventanales estaban cubiertos de escarcha. Los candelabros bañados en oro de las paredes y las arañas del techo no tenían velas. La única luz era la de dos tenues bombillas peladas que colgaban del techo pintado.
Los muebles apilados tenían aspecto de estar allí desde los días de la revolución. Había mesas desportilladas con las patas carcomidas, sillas con la tapicería de brocado apolillada, y estanterías de madera labrada con baldas vacías. Eran los tesoros de los zares reducidos a escombros.
El mobiliario estaba pudriéndose porque recordaba demasiado al antiguo régimen y no podía destinarse a los despachos de los comisarios, aunque Dimka supuso que esos objetos se habrían vendido por una fortuna en las subastas de antigüedades de Occidente.
Y había una cama con dosel.
Los cortinajes estaban llenos de polvo, pero la colcha azul y descolorida parecía intacta, e incluso había un colchón y almohadas.
—Bueno —dijo Dimka—, hay una cama.
—Podemos compartirla —sugirió Natalia.
A Dimka ya se le había ocurrido, pero había descartado la idea. Las chicas guapas le ofrecían de vez en cuando compartir la cama con él en sus fantasías, nunca en la vida real.
Hasta ese momento.
¿Quería hacerlo? No estaba casado con Nina, pero sabía que ella deseaba que él le fuera fiel, y él esperaba lo mismo de ella. Por otra parte, Nina no se encontraba allí, y Natalia sí.
—¿Estás sugiriendo que nos acostemos juntos? —preguntó de sopetón.
—Solo para darnos calor —respondió ella—. Puedo confiar en ti, ¿verdad?
—Por supuesto —afirmó Dimka. Supuso que eso lo aclaraba todo.
Natalia retiró la antigua colcha. Se levantó una nube de polvo que la hizo estornudar. Las sábanas habían amarilleado con el paso del tiempo, pero estaban intactas.
—A las polillas no les gusta el algodón —señaló.
—No lo sabía.
Se descalzó y se metió entre las sábanas con vaqueros y jersey. Se estremeció de frío.
—Ven —lo invitó—. No seas tímido.
Dimka le puso el abrigo por encima. Luego se desató los cordones y se quitó los zapatos. La situación resultaba extraña aunque excitante.
Natalia quería dormir con él, pero sin tener relaciones sexuales.
Nina jamás lo creería.
Pero en algún sitio tenía que dormir.
Se quitó la corbata y se metió en la cama. Las sábanas estaban heladas. Abrazó a Natalia. Ella apoyó la cabeza sobre su hombro y apretó su cuerpo contra el de Dimka. Su abultado jersey y el abrigo de paño hacían imposible que Dimka notara las curvas de su cuerpo, pero de todas formas tuvo una erección. Si ella se dio cuenta, no reaccionó.
Pasados unos pocos minutos, dejaron de temblar y empezaron a entrar en calor. Dimka tenía la cara hundida en el pelo de la joven, una melena ondulada y espesa que olía a jabón con aroma a limón. Tenía las manos en su espalda, aunque no lograba notar su piel a través del grueso jersey. Sentía el aliento de Natalia en el cuello. El ritmo de su respiración iba cambiando, estaba tornándose regular y profunda. La besó en la coronilla, pero ella no hizo nada.
Le resultaba difícil entender a Natalia. Era una simple ayudante, como Dimka, y con solo tres o cuatro años más de experiencia que él, pero conducía un Mercedes de doce años en perfecto estado. Acostumbraba a vestir la aburrida ropa sin estilo del Kremlin, aunque llevaba un carísimo perfume de importación. Era encantadora hasta el punto del coqueteo, pero se iba a casa y le preparaba la cena a su marido.
Había embaucado a Dimka para que se metiera en la cama con él y luego se había quedado dormida.
Él estaba seguro de que no lograría conciliar el sueño, tumbado y abrazado a una chica de cuerpo cálido, pero lo hizo.
Todavía era de noche cuando despertó.
—¿Qué hora es? —masculló Natalia.
Seguía entre los brazos de Dimka. Él alargó el cuello para mirar el reloj, que le quedaba detrás del hombro izquierdo de ella.
—Las seis y media.
—Y aún seguimos vivos.
—Los americanos no nos han bombardeado.
—Todavía no.
—Será mejor que nos levantemos —dijo Dimka, pero se arrepintió enseguida.
Jrushchov no se habría levantado todavía. Y, aunque así fuera, Dimka no tenía por qué poner fin de forma prematura a aquel momento tan delicioso. Se sentía abrumado, pero feliz. ¿Por qué demonios había sugerido que se levantaran?
Pero ella no estaba lista.
—Dentro de un rato —dijo.
A Dimka le encantó la idea de que ella disfrutara de estar entre sus brazos.
Natalia lo besó en el cuello.
Sus labios rozaron con delicadeza la piel de Dimka, como si una polilla hubiera salido revoloteando de uno de los antiguos tapices y lo hubiera acariciado con sus alas; pero no habían sido imaginaciones suyas.
Ella lo había besado de verdad.
Dimka le acarició el pelo.
Natalia echó la cabeza hacia atrás y lo miró. Tenía la boca ligeramente abierta, sus carnosos labios algo separados, y sonreía con timidez, como si hubiera recibido una agradable sorpresa. Dimka no era un experto en mujeres, pero le pareció evidente que se trataba de una invitación. Con todo, dudó si debía besarla.
—Puede que hoy muramos en un bombardeo —dijo ella.
Dimka la besó entonces.
El beso prendió la llama de la pasión. Ella le mordió el labio y le metió la lengua en la boca. Él la tumbó sobre el colchón y le metió las manos por debajo del holgado jersey. Natalia se desabrochó el sujetador con un rápido movimiento. Sus pechos eran pequeños, aunque firmes y suculentos, con grandes pezones en punta que ya estaban erectos entre los dedos de Dimka. Cuando se los chupó, ella lanzó un grito ahogado de placer.
Dimka intentó quitarle los vaqueros, pero a ella se le ocurrió algo distinto. Lo empujó de espaldas y, llevada por el éxtasis, le desabrochó la bragueta. Él temió eyacular al instante —algo que ocurría a algunos hombres, según decía Nina—, pero no le sucedió. Natalia sacó su sexo de la ropa interior. Lo acarició con ambas manos, se lo apoyó contra la mejilla y lo besó, luego se lo metió en la boca.
Cuando Dimka sintió que estaba a punto de explotar, intentó retirarse y le apartó la cabeza a Natalia; así le gustaba a Nina. Pero Natalia emitió un gemido de protesta y acarició y chupó con más fuerza.
Al final, él perdió el control y eyaculó en su boca.
Transcurridos unos segundos, ella lo besó. Dimka probó su propio semen en los labios de ella. Qué curioso, le pareció un gesto de afecto.
Entonces ella se quitó los vaqueros y las bragas, y él supo que era su turno de darle placer. Por suerte, Nina lo había aleccionado en ese terreno.
El vello púbico de Natalia era rizado y abundante, como su cabello. Él se sumergió entre sus piernas con el deseo de llevarla hasta el éxtasis, como acababa de hacer ella. La joven lo iba guiando con las manos en su cabeza, le mostraba con una ligera presión cuándo los besos debían ser más tiernos o más intensos, y movía las caderas arriba y abajo para indicarle dónde debía concentrar su atención. Era la segunda mujer a quien se lo hacía, y Dimka disfrutó con lujuria de su sabor y su olor.
Con Nina aquello eran solo los preliminares, pero, en un tiempo sorprendentemente breve, Natalia lanzó un grito; primero le presionó la cabeza contra su propio cuerpo, y luego, como si el placer fuera demasiado, lo apartó. Se quedaron tumbados uno junto a otro para recuperar el aliento.
Había sido una experiencia del todo novedosa para Dimka.
—Todo esto del sexo es mucho más complicado de lo que creía —dijo con tono reflexivo.
Para su sorpresa, el comentario hizo reír a carcajadas a Natalia.
—¿Qué he dicho? —preguntó.
Ella rió con más ganas y lo único que pudo decir fue:
—¡Oh, Dimka, te adoro!
Tania vio que La Isabela era una ciudad fantasma. El que antaño fuera un ajetreado puerto comercial cubano había sido vapuleado por el embargo comercial de Eisenhower. Estaba a kilómetros de distancia de cualquier parte, y rodeado de marismas de agua salobre y manglares. Cabras esqueléticas vagabundeaban por las calles. En el muelle había amarradas un par de barcas pesqueras destartaladas… y el Aleksandrovsk, un carguero soviético de cinco mil cuatrocientas toneladas cargado hasta los topes de cabezas nucleares.
El barco viajaba con rumbo a Mariel. Después de que el presidente Kennedy anunciara el bloqueo, la mayoría de los barcos soviéticos habían dado media vuelta, pero los pocos que se encontraban a unas horas de su destino recibieron la orden de fondear en el puerto cubano más próximo a su trayectoria.
Tania y Paz observaban la nave mientras se acercaba lentamente al espigón de cemento bajo un chaparrón. Llevaba los cañones antiaéreos ocultos bajo gruesos rollos de cabo.
Tania estaba aterrorizada. No tenía ni la menor idea de qué iba a ocurrir. Todos los esfuerzos de su hermano para evitar que el secreto saliera a la luz antes de las elecciones de mitad de legislatura de Estados Unidos habían fracasado; y el problema en que podía estar metido Dimka como resultado de ello era la menor de sus preocupaciones. El bloqueo estaba pensado solo para abrir fuego. En ese momento Kennedy debía hacer gala de su fuerza. Y con Kennedy haciéndose el fuerte y los cubanos defendiendo su querida «dignidad», cualquier cosa era posible, desde una invasión estadounidense hasta un holocausto nuclear en todo el mundo.
Tania y Paz iban conociéndose mejor. Habían hablado de sus respectivas infancias, de sus familias y de sus amores. Se tocaban con frecuencia. Reían a menudo. Pero se negaban a iniciar una relación íntima. Tania se sentía tentada, pero se resistía. La idea de acostarse con un hombre solo porque fuera tan guapo le parecía mal. Le gustaba Paz —a pesar de su «dignidad»—, pero no estaba enamorada de él. Ya había besado a hombres a los que no amaba, sobre todo cuando estudiaba en la universidad, pero no se había acostado con ellos. Solo había hecho el amor con uno, y lo había amado, o al menos eso creía entonces. Sin embargo, quizá acabara acostándose con Paz, aunque solo fuera por estar entre los brazos de alguien cuando cayeran las bombas.
El hangar más grande del puerto estaba quemado.
—Me preguntó cómo ocurriría —dijo Tania señalando el edificio.
—La CIA lo incendió —aclaró Paz—. Sufrimos muchos ataques terroristas.
Tania miró a su alrededor. Las edificaciones del muelle se veían vacías y en ruinas. La mayoría de las viviendas eran chabolas de madera de una sola planta. La lluvia dejaba encharcadas e impracticables las carreteras de tierra. Los estadounidenses podían hacer estallar lo que quisieran, y aun así no infligían un daño notable al régimen de Castro.
—¿Por qué? —preguntó ella.
Paz se encogió de hombros.
—Es un blanco fácil, la punta de la península. Llegan desde Florida en una lancha motora, atracan a escondidas, vuelan algo por los aires, matan a un par de inocentes y vuelven a Estados Unidos. —En inglés, añadió—: Putos cobardes.
Tania se preguntó si todos los gobiernos eran iguales. Los hermanos Kennedy hablaban de libertad y democracia y, sin embargo, enviaban comandos por mar para aterrorizar al pueblo cubano. Los comunistas soviéticos hablaban de liberar al proletariado mientras encarcelaban y asesinaban a todo el que no estuviera de acuerdo con ellos, y habían enviado a Vasili a Siberia por protestar. ¿Había en todo el mundo algún régimen honesto?
—Vamos —dijo Tania—. Queda un largo camino hasta La Habana, y tengo que decirle a Dimka que este barco ha llegado sano y salvo.
Moscú había decidido que el Aleksandrovsk se encontraba lo bastante cerca y había ordenado que arribara a puerto, pero Dimka estaba impaciente porque se lo confirmara.
Subieron al Buick de Paz y partieron con rumbo a la ciudad. Del otro lado de la carretera se veían los altos matorrales de caña de azúcar.
Los buitres cabecirrojos sobrevolaban los cañaverales a la caza de las gordas ratas que correteaban por ellos. A lo lejos, la imponente chimenea de una central azucarera apuntaba como un misil al cielo. El llano paisaje del centro de Cuba estaba surcado por las vías ferroviarias construidas para transportar la caña desde los campos hasta las fábricas.
La tierra no cultivada era, en su mayoría, selva tropical: árboles de fuego, jacarandas y altísimas palmeras; o pelados arbustos recortados por las reses. Las garcetas blancas y esbeltas que seguían a las vacas añadían una nota luminosa al paisaje parduzco.
El transporte en la Cuba rural todavía se realizaba mayoritariamente con carros tirados por caballos, pero a medida que se acercaban a La Habana, los caminos estaban abarrotados de camiones y autobuses militares que conducían a los reservistas a sus bases. Castro había declarado la alerta total de combate. La nación se hallaba en pie de guerra.
Cuando el Buick de Paz pasaba acelerando, los hombres los saludaban con la mano y gritaban: «¡Patria o muerte! ¡Cuba sí, yanquis no!».
A las afueras de la capital vieron un nuevo cartel que había aparecido por la noche y que de pronto empapelaba todas las paredes. En sencillo blanco y negro, mostraba una mano empuñando una metralleta y el lema a las armas. Castro manejaba muy bien la propaganda, pensó Tania; a diferencia de los vejestorios del Kremlin, cuya idea de un lema era «¡Aplicad las resoluciones del vigésimo congreso del partido!».
Tania había escrito y codificado su mensaje unas horas atrás, y solo había indicado la hora exacta a la que había arribado a puerto el Aleksandrovsk. Llevó el mensaje a la embajada soviética y se lo entregó al encargado de comunicaciones del KGB, a quien conocía bien.
Dimka se sentiría aliviado, pero Tania seguía asustada. ¿De verdad era una buena noticia que Cuba contara con otro envío naval de armas nucleares? ¿No estaría más seguro el pueblo cubano, y ella misma, si no hubiera más armamento?
—¿Tienes más obligaciones para hoy? —le preguntó a Paz al salir.
—Mi misión es entablar una relación contigo.
—Pero en plena crisis…
—En plena crisis no hay nada más importante que aclarar los términos de la comunicación con nuestros aliados soviéticos.
—Entonces vamos a dar un paseo por el Malecón.
Fueron en coche hasta el paseo marítimo. Paz aparcó frente al Nacional. Había soldados instalando un cañón antiaéreo a la entrada del famoso hotel.
Tania y Paz bajaron del coche y pasearon por el Malecón. El viento del norte azotaba el mar, levantaba furiosas olas que chocaban contra el espigón y lanzaban explosiones de espuma que llovían sobre el paseo marítimo. Era un lugar de recreo muy conocido, pero ese día había más visitantes de lo habitual, y no estaban de ánimo festivo. Se reunían en pequeños grupos; algunos charlaban, pero la mayoría permanecían en silencio. No coqueteaban ni contaban chistes ni presumían de sus mejores galas. Todos miraban en la misma dirección, hacia el norte, hacia Estados Unidos. Oteaban el horizonte en busca de yanquis.
Tania y Paz se quedaron observando con ellos un rato. Ella tenía el presentimiento de que iba a producirse una invasión. Los destructores llegarían surcando las olas; los submarinos emergerían a tan solo unos metros, y los aviones grises con sus estrellas azules y blancas aparecerían entre las nubes, cargados con bombas que lanzarían sobre el pueblo cubano y sus amigos soviéticos.
Al final Tania tomó a Paz de la mano. Él se la apretó con suavidad mientras ella miraba sus ojos marrones.
—Creo que vamos a morir —le dijo con serenidad.
—Sí —afirmó él.
—¿Quieres acostarte conmigo antes?
—Sí.
—¿Vamos a mi piso?
—Sí.
Regresaron al coche y condujeron por una calle angosta hasta el casco antiguo, cerca de la catedral, donde Tania tenía un apartamento en la segunda planta de un edificio colonial.
El primer y único amante de Tania había sido Petr Iloyán, un profesor de su universidad. Él veneraba su cuerpo joven, contemplaba sus pechos, acariciaba su piel y besaba su cabello como si hubiera descubierto algo asombroso. Paz tenía la misma edad que Petr, pero Tania no tardó en darse cuenta de que hacer el amor con él sería distinto. Su cuerpo masculino sería el centro de atención. Él se despojó de la ropa con lentitud, como provocándola, luego se quedó de pie, desnudo delante de ella, para darle tiempo a contemplar su piel tersa y la curvatura de sus músculos. Tania se sentó feliz al borde de la cama para admirarlo. A Paz parecía gustarle exhibirse, pues ya tenía el pene medio erecto, y ella estaba impaciente por acariciarlo.
Petr había sido un amante parsimonioso y delicado. Había sido capaz de llevar al éxtasis a Tania en una escalada de anticipación, y aguantar durante todo el recorrido. Cambiaba de postura varias veces: la hacía dar vueltas en la cama, se arrodillaba tras ella… hasta que la ponía a horcajadas sobre su cuerpo para que lo montara. Paz no era brusco, pero sí enérgico, y Tania se entregó a la excitación y al placer.
Cuando terminaron, ella preparó unos huevos e hizo café. Paz encendió la tele y vieron el discurso de Castro mientras comían.
Castro estaba sentado frente a una bandera cubana, sus intensas barras azules y blancas se veían en blanco y negro en la pantalla del televisor. Como siempre, vestía uniforme de campaña, y el único símbolo de rango militar era una estrella en la charretera; Tania jamás lo había visto vestido de civil, ni siquiera con el pomposo uniforme cubierto de galones que tanto amaban los líderes de todos los demás países comunistas.
Tania sintió una inyección de optimismo. Castro no era idiota.
Sabía que no podía vencer a Estados Unidos en una guerra, incluso con la Unión Soviética de su parte. Estaba segura de que se sacaría de la manga algún gesto teatral de reconciliación, alguna iniciativa que transformaría la situación y desactivaría la bomba de relojería.
Tenía una voz aguda y aflautada, pero hablaba con una pasión sobrecogedora. La poblada barba le daba un aire de mesías predicando en el desierto, aunque evidentemente se encontraba en un estudio de televisión. Sus cejas negras se movían de forma expresiva en su frente altiva y despejada. Gesticulaba con sus enormes manos e iba levantando un dedo índice para aleccionar contra la disidencia. A menudo apretaba los puños. A veces se agarraba a los brazos de su asiento como si quisiera reprimir el ansia de salir disparado como un cohete. Al parecer no tenía guión, ni siquiera notas. Su expresión reflejaba indignación, orgullo, soberbia, ira, pero jamás duda. Castro vivía en un universo de certezas.
Punto por punto, Castro atacó el discurso televisivo de Kennedy, que había sido retransmitido en directo por radio en la isla. Se mofó de la referencia que había hecho el presidente estadounidense al «pueblo cautivo de Cuba».
«No somos un pueblo soberano por la gracia de los yanquis», afirmó con desprecio.
Sin embargo, no dijo nada sobre la Unión Soviética ni sobre las armas nucleares.
El discurso duró noventa minutos. Fue un parlamento hipnótico, al más puro estilo de Churchill: la pequeña y osada Cuba desafiaría al bravucón Estados Unidos y jamás se rendiría. Había sido como un apoyo moral para el pueblo cubano. Aunque, por otro lado, no cambiaba nada. Tania estaba profundamente decepcionada e incluso más asustada que antes. Castro ni siquiera había intentado prevenir a sus compatriotas contra una guerra.
«Patria o muerte, ¡venceremos!», gritó al final.
Luego se levantó de un salto de la silla y salió corriendo como si no tuviera un minuto que perder para salvar Cuba.
Tania miró a Paz. A él le brillaban los ojos, empañados por las lágrimas.
Ella lo besó y volvieron a hacer el amor, en el sofá, delante de la pantalla parpadeante. Esta vez fue algo más pausado y placentero. Ella lo trató como había hecho Petr con ella. No era difícil adorar su cuerpo, y no cabía duda de que a él le gustaba que lo adorasen. Tania le apretaba los brazos, le besaba los pezones y hundía los dedos en sus rizos.
—Eres tan guapo… —murmuraba mientras le chupaba el lóbulo de la oreja.
Después, ya tumbados compartiendo un habano, oyeron ruidos en el exterior. Tania abrió la puerta del balcón. La ciudad había permanecido en silencio mientras Castro hablaba en televisión, pero en ese momento la gente empezaba a salir a las angostas calles. Había caído la noche, y algunos portaban velas y antorchas. Tania recuperó su instinto de periodista.
—Tengo que estar ahí fuera —le dijo a Paz—. Esta historia es importante.
—Iré contigo.
Se vistieron a todo correr y salieron del edificio. Las calles estaban húmedas, pero ya había dejado de llover. Cada vez iba apareciendo más gente. Se respiraba un ambiente de carnaval. Todo el mundo lanzaba vítores y coreaba eslóganes. Muchos cantaban el himno nacional, La Bayamesa. La melodía no tenía nada de son latino —parecía, más bien, una canción de taberna alemana—, pero la gente cantaba cada palabra con sentimiento.
En cadenas vivir, es vivir
en afrenta y oprobio sumidos.
Del clarín escuchad el sonido,
¡a las armas, valientes, corred!
Mientras Tania y Paz avanzaban por los callejones del casco antiguo, invadido por la multitud, Tania se percató de que muchos hombres iban armados. Como no tenían pistolas, llevaban herramientas de jardinería y machetes, cuchillos de cocina y de carnicero metidos en el cinturón, como si fueran a enfrentarse a los estadounidenses cuerpo a cuerpo en el Malecón.
Tania recordó que un Boeing B-52 Stratofortress de la Fuerza Aérea de Estados Unidos transportaba más de treinta toneladas de bombas.
«Pobres desgraciados —pensó con amargura—; ¿de verdad creéis que con esos cuchillos podréis defenderos de lo que está por llegar?».