TODAVÍA no había amanecido y Rebecca y Bernd volvieron a hacer el amor.
Hacía tres meses que vivían juntos en la vieja casa adosada del distrito de Berlín-Mitte. Se trataba de un edificio de grandes dimensiones, lo cual agradecían ya que lo compartían con los padres de ella, Werner y Carla, con sus hermanos, Walli y Lili, y con la abuela Maud.
Durante un tiempo el amor les había servido de consuelo por todo lo que habían perdido. A pesar de la acusada escasez de maestros que padecía la Alemania Oriental, ambos estaban en paro y, gracias a la policía secreta, no tenían perspectivas de encontrar trabajo.
Los investigaban por parasitismo social, por estar desempleados, lo cual se consideraba un crimen en un país comunista, y tarde o temprano los condenarían y los encarcelarían. A Bernd lo enviarían a un campo de trabajos forzados, donde probablemente moriría.
Así que pensaban huir.
Ese era el último día que pasarían en el Berlín oriental.
—Estoy muy nerviosa —confesó Rebecca cuando Bernd la acarició con delicadeza por encima del camisón.
—Quizá no tengamos muchas más oportunidades —repuso él.
Rebecca lo abrazó con fuerza y se aferró a él. Sabía que Bernd tenía razón, cabía la posibilidad de que ambos murieran intentando huir.
O peor, podía ser que uno muriera y el otro sobreviviera.
Bernd alargó la mano en busca de un preservativo. Habían acordado que se casarían cuando llegaran al mundo libre y que, hasta entonces, evitarían que ella se quedara embarazada. Si sus planes salían mal, Rebecca no quería criar a un hijo en la Alemania del Este.
A pesar de los temores que la asediaban, el deseo se apoderó de ella y respondió efusivamente a las caricias de Bernd. No hacía mucho tiempo que Rebecca había descubierto la pasión. Podía decirse que había disfrutado en la cama con Hans, aunque no siempre, y también con dos amantes anteriores, pero nunca se había visto arrastrada por el deseo y poseída por este de manera tan absoluta que durante unos minutos perdía el mundo de vista. La idea de que aquella podía ser la última vez redobló la intensidad de su apetito.
—Eres una fiera —comentó Bernd cuando terminaron.
Rebecca se echó a reír.
—No me había pasado nunca. Tú tienes la culpa.
—La tenemos los dos —dijo él—. Formamos un gran equipo.
—Todos los días huye alguien —comentó ella una vez que consiguió recuperar el aliento.
—Nadie sabe cuántos van ya.
Los fugitivos cruzaban canales y ríos a nado, saltaban alambres de espino, se ocultaban en coches y camiones. Los alemanes occidentales, a quienes se les permitía entrar en el Berlín oriental, llevaban pasaportes falsificados para sus parientes. Como los soldados aliados podían pasearse por donde quisieran, un alemán oriental había aprovechado para comprar un uniforme de soldado del ejército de Estados Unidos en una tienda de disfraces y había atravesado un control sin que nadie le diera el alto.
—Y muchos mueren en el intento —añadió Rebecca.
Los guardias de la frontera no conocían ni la compasión ni la vergüenza. Disparaban a matar. En ocasiones dejaban que los heridos se desangraran hasta morir en tierra de nadie, para dar una lección a los demás. La muerte era el precio que se pagaba por intentar huir del paraíso comunista.
Rebecca y Bernd planeaban escapar por Bernauer Strasse.
Una de las tristes ironías del Muro era que los edificios de algunas calles se encontraban en el Berlín oriental, pero la acera pertenecía a la parte occidental. Los habitantes del lado oriental de Bernauer Strasse habían abierto la puerta de sus casas el domingo 13 de agosto de 1961 y habían descubierto que una valla de alambre de espino les impedía pisar la calle. Al principio, muchos habían saltado hacia la libertad desde las ventanas de las plantas superiores; algunos a costa de su integridad física, otros intentando caer en las sábanas que sujetaban los bomberos del otro Berlín. Todos aquellos edificios ya habían sido evacuados y sus puertas y ventanas habían sido clausuradas con tablas.
Rebecca y Bernd tenían un plan distinto.
Se vistieron y bajaron a desayunar con la familia, probablemente el último desayuno que compartirían en mucho tiempo. Fue una tensa repetición de lo mismo que había ocurrido el 13 de agosto del año anterior. En aquella ocasión a la familia le había apenado y entristecido que Rebecca hubiera decidido irse, pero al menos no le iba la vida en ello. Esta vez estaban asustados.
Rebecca intentó mostrarse animada.
—Puede que algún día nos reunamos todos al otro lado de la frontera —dijo.
—Sabes que eso no va a suceder —repuso Carla—. Tú tienes que irte, aquí no hay futuro para ti, pero nosotros nos quedamos.
—¿Y el trabajo de papá?
—Por el momento me las apaño —contestó Werner.
Ya no podía acudir a la fábrica de la que era dueño, porque se hallaba en el Berlín occidental. Intentaba dirigirla a distancia, pero era prácticamente imposible. No había servicio telefónico entre los dos Berlines, de modo que se veía forzado a hacerlo todo por correo, lo cual siempre implicaba la posibilidad de sufrir demoras por culpa de los censores.
Aquello suponía una tortura para Rebecca. Su familia lo era todo para ella, pero la obligaban a abandonarla.
—Bueno, ningún muro dura para siempre —dijo—. Un día Berlín volverá a ser una sola ciudad y todos estaremos juntos de nuevo.
Alguien llamó al timbre de la puerta y Lili se levantó de la mesa de un salto.
—Espero que sea el cartero con las cuentas de la fábrica —comentó Werner.
—Yo también voy a cruzar el Muro en cuanto pueda —anunció Walli—. No pienso desperdiciar mi vida en el Este, donde un vejestorio comunista puede decirme la música que debo tocar.
—Harás lo que te plazca… en cuanto tengas edad —dijo Carla.
Lili regresó a la cocina con expresión angustiada.
—No es el cartero —anunció—. Es Hans.
Rebecca no pudo reprimir un pequeño grito. Era imposible que su marido, con el que ya no vivía, supiera nada sobre sus planes de huida.
—¿Está solo? —preguntó Werner.
—Creo que sí.
—¿Te acuerdas de lo que hicimos con Joachim Koch? —le preguntó la abuela Maud a Carla.
Esta miró a sus hijos. Se suponía que los niños no debían saber qué habían hecho con Joachim Koch.
Werner se acercó a la alacena de la cocina y abrió el cajón inferior, el de las cacerolas pesadas. Lo extrajo por completo, lo dejó en el suelo y a continuación metió las manos en el hueco y sacó una pistola negra de culata marrón y una caja pequeña con balas.
—¡Jesús! —exclamó Bernd.
Rebecca no sabía mucho de armas, pero creyó que se trataba de una Walther P38. Werner debía de haberla conservado después de la guerra.
Rebecca se preguntó qué le habría ocurrido a Joachim Koch. ¿Lo habían asesinado?
¿Su madre? ¿Y la abuela?
—Si Hans Hoffmann te saca de esta casa, no volveremos a verte jamás —le dijo su padre, y a continuación empezó a cargar el arma.
—Tal vez no haya venido a detenerla —repuso Carla.
—Cierto —coincidió Werner, y se volvió hacia su hija—. Habla con él, averigua qué quiere, grita si es necesario.
Rebecca se levantó y Bernd la imitó.
—Tú no —lo detuvo Werner—. Podría enfadarse si te ve aquí.
—Pero…
—Mi padre tiene razón —dijo Rebecca—. Tú estate preparado por si te llamo.
—De acuerdo.
Rebecca inspiró hondo, se tranquilizó y salió al vestíbulo.
Hans llevaba un traje nuevo de color azul grisáceo y la corbata a rayas que Rebecca le había regalado por su último cumpleaños.
—Traigo los papeles del divorcio —anunció.
Ella asintió con la cabeza.
—Estabas esperándolos, claro.
—¿Podemos hablar al respecto? —dijo él.
—¿Queda algo más que decir?
—Tal vez.
Rebecca abrió la puerta del comedor, que solo se utilizaba en ocasiones especiales o para que los chicos hicieran los deberes. Entraron y tomaron asiento, pero no cerró la puerta.
—¿Estás segura de que quieres hacerlo? —preguntó Hans.
A Rebecca se le heló el corazón. ¿Se refería a huir? ¿Lo sabía?
—¿Hacer qué? —consiguió articular.
—Divorciarte —contestó él.
Se quedó desconcertada.
—¿Por qué no? Tú también estás de acuerdo.
—¿Ah, sí?
—Hans, ¿qué es lo que quieres decirme?
—Que no es necesario que nos divorciemos. Podríamos empezar de nuevo, esta vez sin mentiras. Ahora que sabes que soy agente de la Stasi ya no hay necesidad de mentir.
Aquello parecía un sueño descabellado en el que ocurrían cosas imposibles.
—Pero ¿por qué? —preguntó Rebecca.
Hans se inclinó sobre la mesa.
—¿No lo sabes? ¿Ni siquiera te lo imaginas?
—¡No, no sé de qué me hablas! —contestó ella, aunque empezaba a tener una leve y escalofriante sospecha.
—Te quiero —le confesó Hans.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Rebecca—. ¿Cómo puedes decir eso? ¡Después de lo que has hecho!
—Lo digo en serio —insistió él—. Al principio todo era fingido, pero con el tiempo comprendí que eras una mujer maravillosa y me casé contigo porque quise, no fue únicamente por cuestiones de trabajo. Eres guapa, e inteligente, y una maestra entregada. Admiro la entrega. Nunca he conocido a una mujer como tú. Vuelve conmigo, Rebecca… Por favor.
—¡No! —gritó ella.
—Piénsalo. Tómate un día. Una semana.
—¡No!
Rebecca lo rechazaba a voz en grito, pero él se comportaba como si ella fingiera su resistencia por recato.
—Volveremos a hablar —dijo él con una sonrisa.
—¡No! —chilló ella—. ¡Nunca! ¡Nunca jamás!
Y salió corriendo del comedor.
Todos la esperaban junto a la puerta abierta de la cocina, asustados.
—¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado? —preguntó Bernd.
—No quiere divorciarse —gimió Rebecca—. Dice que me quiere, que volvamos a intentarlo… ¡Que le dé otra oportunidad!
—Voy a matar a ese hijo de puta —soltó Bernd.
Sin embargo, no hizo falta detenerlo ya que en ese momento oyeron que la puerta principal se cerraba de golpe.
—Se ha ido —dijo Rebecca—. Gracias a Dios.
Bernd la abrazó y ella enterró el rostro en su hombro.
—Bueno, eso sí que no me lo esperaba —admitió Carla con voz temblorosa.
Werner descargó la pistola.
—Esto no se ha acabado —aseguró la abuela Maud—. Hans volverá. Los agentes de la Stasi creen que la gente normal no puede decirles que no.
—Y tienen razón —dijo Werner—. Rebecca, tienes que irte hoy mismo.
La joven se separó de Bernd.
—Oh, no… ¿Hoy?
—Ahora —puntualizó su padre—. Corres un grave peligro.
—Tu padre tiene razón —convino Bernd—. Hans podría volver con refuerzos. Debemos hacer ahora lo que teníamos planeado para mañana.
—De acuerdo —accedió Rebecca.
La pareja subió a su habitación. Bernd se puso el traje negro de pana, una camisa blanca y una corbata negra, como si fuera a un entierro. Rebecca también escogió el mismo color. Ambos se calzaron unas zapatillas de deporte negras. Bernd sacó de debajo de la cama una cuerda de tender enrollada que había comprado la semana anterior y se la colocó alrededor del cuerpo en bandolera. A continuación se puso una cazadora de cuero marrón para ocultarla. Rebecca se enfundó un abrigo corto y oscuro encima del suéter de cuello vuelto y los pantalones negros.
Estuvieron listos en cuestión de pocos minutos.
La familia esperaba en el vestíbulo, donde Rebecca abrazó y besó a todo el mundo. Lili lloraba.
—No dejes que te maten —dijo entre sollozos.
Bernd y Rebecca se pusieron los guantes de cuero y salieron por la puerta.
Walli los siguió a cierta distancia.
Quería ver cómo lo hacían. No le habían contado a nadie su plan, ni siquiera a la familia. La madre de Walli decía que el único modo de guardar un secreto era no compartirlo con nadie. Su padre y ella defendían aquella máxima con fervor, cosa que llevaba al chico a sospechar que todo aquello venía de las misteriosas experiencias de los tiempos de guerra que nunca les habían explicado.
Walli le había dicho a la familia que subía a tocar la guitarra a su habitación. En esos momentos tenía una eléctrica, por lo que, al no oír nada, sus padres supondrían que estaba practicando sin enchufarla.
Se escabulló por la puerta trasera.
Rebecca y Bernd caminaban cogidos del brazo. Avanzaban a paso ligero, pero no tanto como para llamar la atención. Eran las ocho y media y la niebla matutina empezaba a levantarse, así que Walli no tenía problemas para seguirlos. La cuerda de tender formaba un bulto en el hombro de Bernd. Él y Rebecca no miraban atrás, y las zapatillas de deporte de Walli no hacían ruido al caminar. Se fijó en que ellos también llevaban el mismo tipo de calzado y se preguntó por qué.
Walli estaba nervioso y asustado. Había sido una mañana llena de sorpresas. Él había estado a punto de desmayarse cuando su padre había extraído aquel cajón y había sacado nada más y nada menos que una pistola. ¡El viejo no habría dudado en disparar a Hans Hoffmann!
Después de todo, tal vez su padre no fuera un vejestorio.
Walli se sentía muerto de miedo por su hermana, a la que quería con toda el alma y a quien podían matar en cuestión de minutos, pero también vibraba de emoción. Si ella lograba huir, él también lo haría.
Seguía decidido a escapar de allí. A pesar de haber desafiado a su padre al ir al Minnesänger contraviniendo sus órdenes, no había sufrido represalias. Según su padre, la destrucción de la guitarra era castigo suficiente. De todas formas, todavía tenía que aguantar a dos tiranos, Werner Franck y el secretario general Walter Ulbricht, y estaba decidido a quitarse a ambos de encima a la primera oportunidad.
Rebecca y Bernd llegaron a una calle que conducía directamente al Muro y al final de la cual vieron a dos guardias fronterizos que pateaban el suelo intentando contrarrestar el frío de la mañana. Llevaban subfusiles PPSh-41 soviéticos de tambor cilíndrico colgados al hombro.
Walli no conseguía imaginar cómo iba nadie a superar el alambre de espino con aquellos dos vigilando.
Sin embargo, Rebecca y Bernd cambiaron de dirección y entraron en un cementerio.
Walli no podía seguirlos por los caminos que se abrían entre las tumbas porque resultaría demasiado sospechoso entre tanto espacio abierto, así que apretó el paso, tomó una ruta perpendicular a la trayectoria de su hermana y Bernd, y se ocultó detrás de la iglesia que se alzaba en medio del camposanto. Se asomó a la esquina del edificio para echar un vistazo. Era evidente que no lo habían visto.
Comprobó que se dirigían al extremo noroccidental del cementerio.
Allí había una valla de tela metálica y, al otro lado, el patio trasero de una casa.
Rebecca y Bernd la saltaron.
«Eso explica las zapatillas de deporte», pensó Walli.
¿Y la cuerda de tender?
Los edificios de Bernauer Strasse estaban abandonados y en ruinas, pero las calles que desembocaban en esta continuaban habitadas como siempre. Rebecca y Bernd, tensos y asustados, atravesaron con sigilo el patio trasero de una casa adosada situada en una de aquellas vías, a cinco puertas del final de la calle que el Muro cortaba. Rebecca tenía treinta años y era ágil. Bernd era mayor que ella, tenía cuarenta, pero estaba en buena forma y había entrenado al equipo de fútbol del colegio. Por fin llegaron a la parte trasera de la antepenúltima casa.
Habían estado en el cementerio con anterioridad, vestidos también de negro para hacerse pasar por visitantes apesadumbrados, pero con el verdadero propósito de estudiar aquellas casas. Desde allí no disponían de muy buena visión —y no podían arriesgarse a llevar binoculares—, pero estaban bastante seguros de que por la penúltima casa podrían subir al tejado.
Un tejado los conduciría al siguiente, y así sucesivamente hasta llegar a los edificios vacíos de Bernauer Strasse.
Rebecca iba poniéndose más nerviosa a medida que se acercaban.
Para subir hasta allí, primero habían planeado encaramarse a una carbonera no muy alta, y de esta a un retrete exterior de tejado plano.
Finalmente treparían por un hastial en el que se divisaba el alféizar de una ventana. Sin embargo, todas las alturas les habían parecido menores desde el cementerio. De cerca, la ascensión era imponente.
No podían entrar en la casa. Sus ocupantes darían la alarma, ya que, si no, se arriesgaban a ser castigados con severidad.
La niebla habría humedecido los tejados, que estarían resbaladizos, pero al menos no llovía.
—¿Estás lista? —preguntó Bernd.
No, no lo estaba. Estaba aterrorizada.
—Qué caray, sí —contestó.
—Eres una fiera.
La carbonera les llegaba a la altura del pecho, y se encaramaron a ella sin hacer apenas ruido gracias a la suela blanda de las zapatillas de deporte.
Desde allí, Bernd apoyó los codos en el borde del tejado plano del retrete exterior y se impulsó para subirse a él. Tumbado boca abajo, le tendió las manos a Rebecca y la izó. Se pusieron de pie. Rebecca tenía la angustiante sensación de que los verían en cualquier momento, pero cuando miró a su alrededor solo distinguió una forma lejana en el cementerio.
La siguiente parte suponía un gran reto. Bernd asentó una rodilla en el alféizar de la ventana, pero era estrecho. Por suerte las cortinas estaban echadas, de manera que si había alguien en la habitación no vería nada, salvo que oyera algo y se acercara a investigar. Bernd subió la otra rodilla no sin esfuerzo, se apoyó en el hombro de Rebecca para no caerse y consiguió erguirse. Con los pies bien plantados a pesar del poco espacio del que disponía, la ayudó a subir.
Ella se arrodilló en el alféizar e intentó no mirar hacia abajo.
Bernd extendió los brazos hacia el borde del tejado inclinado, el siguiente paso de su ascensión. Desde allí no podía izarse, no había nada a lo que agarrarse salvo el canto de las tejas de pizarra. Ya habían debatido aquel problema. Todavía arrodillada, Rebecca se preparó.
Bernd apuntaló un pie en uno de los hombros de ella y, sujetándose en el borde del tejado para mantener el equilibrio, descansó todo su peso en Rebecca. Dolía, pero ella aguantó. Bernd subió el otro pie inmediatamente a su otro hombro. En cuanto él se estabilizara, ella podría sostenerlo… aunque solo unos instantes.
Un segundo después, Bernd pasó una pierna por encima de las pizarras y se encaramó al tejado.
Abrió las piernas y los brazos para ejercer la mayor tracción posible, luego bajó una mano enguantada con la que cogió a Rebecca por el cuello del abrigo mientras esta se aferraba a su brazo.
De pronto, las cortinas se descorrieron y Rebecca se encontró a escasos centímetros del rostro de una mujer que se la quedó mirando.
La mujer empezó a chillar.
Con gran esfuerzo, Bernd izó a Rebecca hasta que esta pudo pasar la pierna por encima del borde del tejado en pendiente y a continuación tiró de ella para atraerla hacia sí y ponerla a salvo.
Sin embargo, ambos perdieron el control y empezaron a resbalar.
Rebecca abrió las manos y presionó las palmas enguantadas contra la pizarra, intentando frenar la caída. Aunque Bernd hizo lo mismo, ambos continuaron deslizándose, despacio pero de manera inexorable, hasta que las zapatillas de deporte de Rebecca toparon con un canalón de hierro. No parecía muy firme, pero aguantó y por fin se detuvieron.
—¿Qué ha sido ese chillido? —preguntó Bernd con apremio.
—Había una mujer en el dormitorio y me ha visto, aunque no creo que la hayan oído desde la calle.
—Pero podría dar la alarma.
—No hay nada que podamos hacer. Sigamos.
Avanzaron arrastrándose por el tejado inclinado. Las casas eran viejas y algunas de las pizarras estaban rotas. Rebecca intentaba no descargar demasiado peso en el canalón que tocaba con los pies, pero se movían con una lentitud exasperante.
Imaginó a la mujer de la ventana hablando con su marido: «Si no hacemos nada nos acusarán de colaborar. Podríamos decir que estábamos profundamente dormidos y que no hemos oído nada, pero es probable que nos detengan de todas formas. Aunque llamáramos a la policía, nos detendrían por sospechosos. Cuando las cosas salen mal, detienen a todo el que tienen a mano. Lo mejor es mantenerse al margen. Volveré a echar las cortinas».
La gente corriente evitaba el contacto con la policía, pero ¿y si la mujer de la ventana no era una persona corriente? Si ella o su marido pertenecían al partido y tenían privilegios y un trabajo no demasiado duro, estarían relativamente a salvo del acoso policial, por lo que no cabía duda de que los delatarían.
Sin embargo, pasaron los segundos y Rebecca continuó sin oír nada fuera de lo habitual. Tal vez se hubieran librado.
Llegaron a un punto en que el tejado hacía un ángulo al encontrarse con la siguiente casa y, apuntalando los pies en las vertientes opuestas, Bernd consiguió trepar hasta que logró sujetarse al caballete de lo alto. A pesar de que podía agarrarse mejor, la orientación de ese segundo tejado hacía que corriera el riesgo de que la policía viera los dedos de sus guantes oscuros desde la calle.
Dobló la esquina y continuó adelante, cada vez más cerca de Bernauer Strasse y de la libertad.
Rebecca lo siguió. Echó un vistazo atrás, preguntándose si alguien podría verlos. Sus ropas oscuras no destacaban sobre las pizarras grises, pero no eran invisibles. ¿Estaría alguien observándolos? Vio los patios traseros y el cementerio. La forma oscura que había divisado hacía un minuto se alejaba en esos momentos de la iglesia a la carrera, en dirección a la puerta del camposanto. Un miedo acerado le atenazó el estómago. ¿Los había descubierto y corría a avisar a la policía?
Se dejó llevar por el pánico unos instantes, hasta que cayó en la cuenta de que aquella figura le resultaba familiar.
—¿Walli? —dijo.
¿Qué narices se traía entre manos? Era evidente que los había seguido, pero ¿con qué fin? Además, ¿adónde se dirigía con esas prisas?
Aparte de preocuparse, no podía hacer nada más.
Llegaron a la pared trasera de un edificio de apartamentos de Bernauer Strasse.
Las ventanas estaban tapiadas con tablas. Bernd y Rebecca se habían planteado arrancarlas para entrar y hacer lo propio con las de la parte delantera para salir por allí, pero habían concluido que armarían demasiado jaleo, tardarían una eternidad y encontrarían muchas complicaciones. Al final decidieron que sería más fácil intentarlo por arriba.
El caballete del tejado en el que se encontraban llegaba a la misma altura que los canalones del alto edificio contiguo, de modo que podrían pasar sin dificultad de uno al otro.
A partir de entonces, los guardias armados con subfusiles que vigilaban la calle podrían verlos en cualquier momento.
Había llegado la hora de la verdad.
Bernd se encaramó al caballete, en el que se sentó a horcajadas, y a continuación pasó al tejado del edificio de apartamentos, desde donde siguió ascendiendo.
Rebecca fue tras él. Jadeaba. Tenía las rodillas magulladas y le dolían los hombros de cuando Bernd se había subido a ellos.
Se había sentado en el tejado de menor altura cuando echó un vistazo a la calle. Los policías se encontraban alarmantemente cerca.
En esos momentos se encendían un cigarrillo, pero si a uno de ellos le daba por mirar hacia arriba, Bernd y ella estarían perdidos. Ambos ofrecían un blanco fácil para sus subfusiles.
Sin embargo, también se encontraban a pocos pasos de la libertad.
Había empezado a incorporarse para pasar al otro tejado cuando notó que algo cedía bajo uno de sus pies. La suela de la zapatilla resbaló y, al perder el apoyo, Rebecca se golpeó la ingle con dureza. Ahogó un grito y por un instante aterrador se inclinó peligrosamente hacia un lado, pero consiguió recuperar el equilibrio.
Por desgracia, la causa del resbalón, una teja suelta, acabó de desprenderse del tejado, rebotó en el canalón y cayó a la calle, donde se hizo trizas con gran estruendo.
Los policías lo oyeron y contemplaron los fragmentos esparcidos sobre la acera.
Rebecca se quedó helada.
Los guardias miraron a su alrededor. En cualquier momento llegarían a la conclusión de que la teja había caído de arriba y alzarían la vista. Sin embargo, antes de que eso ocurriera, a uno de ellos lo alcanzó una piedra. Un segundo después, Rebecca oyó gritar a su hermano.
—¡Los polis sois unos hijos de puta!
Walli cogió otra piedra y se la lanzó a los policías. Esta vez no acertó a darles.
Acosar a la policía de la Alemania Oriental era un suicidio, y él lo sabía; lo más probable era que lo detuvieran, le dieran una paliza y lo encarcelaran. Pero tenía que hacerlo.
Bernd y Rebecca habían quedado completamente expuestos, y los guardias, que nunca se lo pensaban dos veces a la hora de disparar a los fugitivos, los verían en cualquier momento. Estaban a poca distancia, a unos quince metros, y ambos acabarían acribillados a balazos en cuestión de segundos.
Salvo que alguien distrajera a los policías.
No eran mucho mayores que Walli. Él tenía dieciséis años y ellos no aparentaban más de veinte. Miraban a su alrededor, desconcertados, con el cigarrillo recién encendido entre los labios, incapaces de comprender por qué una teja se había hecho añicos y les habían lanzado dos piedras.
—¡Cerdos! —gritó Walli—. ¡Cabrones! ¡Hijos de puta!
Por fin lo vieron. Estaba a unos cientos de metros de ellos, visible a pesar de la niebla. En cuanto lo divisaron, echaron a andar en dirección a él.
Walli retrocedió.
Ellos empezaron a correr.
Walli dio media vuelta y salió disparado.
Miró atrás al llegar a la puerta del cementerio y vio que uno de los hombres se había detenido. Sin duda acababa de caer en que los dos no podían abandonar su puesto junto al Muro para ir detrás de alguien que solo les había lanzado piedras. Todavía no se habían parado a pensar por qué haría nadie algo tan absurdo.
El segundo policía se arrodilló y apuntó con su arma.
Walli se coló en el cementerio.
Bernd pasó la cuerda de tender por detrás de una chimenea de ladrillo, la tensó e hizo un nudo.
Rebecca estaba tumbada en el caballete del tejado, mirando abajo sin resuello. Vio que un policía perseguía a Walli por la calle, y que Walli cruzaba el cementerio a la carrera. El segundo policía volvió a su puesto de vigilancia, pero por suerte continuó mirando atrás, observando a su compañero. Rebecca no sabía si sentir alivio o terror ante el hecho de que su hermano estuviera arriesgando la vida para desviar la atención de la policía durante los segundos siguientes, cruciales para ellos.
Volvió la vista hacia el otro lado, hacia el mundo libre. En Bernauer Strasse, al otro lado de la calle, una pareja los observaba y hablaba con excitación.
Bernd sujetó la cuerda con fuerza, se sentó y se dejó resbalar sobre el trasero por la vertiente occidental del tejado, en dirección al borde.
A continuación se pasó la cuerda por debajo de los brazos, se la enrolló alrededor del pecho un par de veces y aún le sobraron unos quince metros. Así podría inclinarse sobre el borde, sujeto por la cuerda, que estaba atada a la chimenea.
Volvió junto a Rebecca y se sentó en el caballete a horcajadas.
—Ponte recta —dijo.
Le pasó el cabo suelto por debajo de los brazos e hizo un nudo.
Luego sujetó fuerte la cuerda con sus manos enguantadas.
Rebecca echó un último vistazo al Berlín oriental y vio a Walli escalando con agilidad la valla del final del cementerio. Su figura cruzó una calzada y se perdió por una calle lateral. El policía tiró la toalla y dio media vuelta, momento en que le dio por levantar la vista hacia el tejado del edificio de apartamentos, y se quedó boquiabierto.
Rebecca no tenía ninguna duda de lo que había visto. Bernd y ella estaban encaramados en lo alto del tejado, recortados contra el cielo con toda nitidez.
El policía gritó y los señaló, luego echó a correr.
Rebecca bajó del caballete y fue dejándose resbalar poco a poco por la vertiente del tejado hasta que sus zapatillas de deporte tocaron el canalón delantero.
Oyó una ráfaga de ametralladora.
Bernd llegó junto a ella y se preparó para sujetar con fuerza la cuerda atada a la chimenea.
Rebecca sintió que él soportaba su peso.
«Allá vamos», pensó.
Rodó por encima del canalón y quedó suspendida en el aire.
La cuerda se le tensó dolorosamente alrededor del tronco, por encima del pecho. Quedó colgando inmóvil un instante, hasta que Bernd comenzó a soltar cuerda poco a poco y ella empezó a descender con pequeñas sacudidas.
Lo habían ensayado en casa de sus padres. Bernd la había ayudado a bajar desde la ventana más alta hasta el jardín trasero. Le dejaba las manos destrozadas, decía él, pero con unos buenos guantes podía hacerlo. En cualquier caso, Rebecca tenía instrucciones de detenerse brevemente siempre que pudiera descansar su peso en una ventana para darle a él un respiro.
Rebecca oyó gritos de ánimo e imaginó que a esas alturas ya se había congregado una pequeña multitud en Bernauer Strasse, en el lado occidental del Muro.
Debajo de ella vio la acera y el alambre de espino que recorría toda la fachada del edificio. ¿Ya estaba en el Berlín occidental? La policía fronteriza podía disparar a quien quisiera en el lado oriental, pero tenían órdenes estrictas de no hacerlo hacia el occidental, ya que los soviéticos querían evitar cualquier incidente diplomático. Sin embargo, se hallaba suspendida justo encima del alambre de espino, ni en un país ni en el otro.
Volvió a oír otra ráfaga de ametralladora. ¿Dónde estaban los policías y a quién disparaban? Supuso que intentarían subir al tejado para abatir a Bernd antes de que fuera demasiado tarde. Si seguían la complicada ruta de sus presas, no lo lograrían a tiempo. Aunque siempre podían atajar entrando en el edificio y subiendo la escalera a la carrera.
Ya casi estaba. Sus pies tocaron el alambre de espino. Se apartó del edificio de un empujón, pero sus piernas no acabaron de librarse del alambre y sintió que las púas le desgarraban los pantalones y la piel, produciéndole un intenso dolor. De pronto se vio rodeada de personas que intentaban ayudarla: la sujetaron, la desengancharon del alambre de espino, le desataron la cuerda que llevaba alrededor del pecho y la dejaron en el suelo.
En cuanto consiguió sostenerse derecha, miró hacia arriba. Bernd permanecía en el borde del tejado, soltando la cuerda que llevaba envuelta alrededor del pecho. Rebecca retrocedió unos pasos para poder verlo mejor. Los policías todavía no habían llegado al tejado.
Bernd asió la cuerda con firmeza entre sus manos y se puso de espaldas a la calle para bajar del tejado. Empezó a descender por la pared haciendo rappel, soltando cuerda poco a poco, algo extremadamente difícil ya que todo su peso descansaba en la fuerza con que sujetaba la cuerda. Lo había practicado en casa, descendiendo la pared trasera de la vivienda familiar, de noche, para que nadie pudiera verlo.
Sin embargo, aquel edificio era más alto.
La gente que se había reunido en la calle lo ovacionaba.
En ese momento, un policía apareció en el tejado.
Bernd aceleró el ritmo, arriesgándose a que la cuerda se le escurriera entre las manos al aumentar la velocidad.
—¡Traed una manta! —gritó alguien.
Rebecca sabía que no había tiempo.
El policía apuntó a Bernd con el subfusil, pero vaciló. No podía disparar hacia la Alemania Occidental, ya que podría alcanzarle a alguien que no fuera un fugitivo. Aquel era el tipo de incidente capaz de iniciar una guerra.
El hombre se volvió y miró la cuerda atada alrededor de la chimenea. Podría desatarla, pero para cuando lo consiguiera Bernd ya habría llegado al suelo.
¿Llevaría una navaja?
Por lo visto, no.
En ese momento el policía tuvo una inspiración. Apuntó el cañón del arma contra la tensa cuerda y disparó una sola vez.
Rebecca chilló.
La cuerda se partió y salió volando hacia Bernauer Strasse.
Bernd se precipitó al vacío.
La gente se apartó.
El fugitivo se estrelló contra la acera con un golpe sordo, espeluznante.
Y no se movió.
Tres días después, Bernd abrió los ojos y vio a Rebecca.
—Hola —dijo.
—Oh, gracias a Dios —musitó ella.
Había estado a punto de volverse loca de preocupación. Los médicos le habían dicho que Bernd recuperaría el conocimiento, pero ella no lo creyó hasta que pudo verlo con sus propios ojos. Lo habían sometido a varias operaciones y había permanecido profundamente sedado entre una y otra. Desde entonces, aquella era la primera vez que ella reconocía un atisbo de consciencia en su rostro. Se inclinó sobre la camilla de hospital y lo besó en los labios, tratando de reprimir las lágrimas.
—Has vuelto —dijo—. No sabes cuánto me alegro.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó él.
—Te caíste.
Bernd asintió con la cabeza.
—El tejado. Lo recuerdo. Pero…
—El policía disparó a la cuerda.
Bernd se miró el cuerpo.
—¿Estoy escayolado?
Rebecca llevaba tiempo deseando que despertara, pero también temía ese momento.
—De cintura para abajo —contestó.
—No… No puedo mover las piernas. No las siento. —De pronto pareció que le entraba el pánico—. ¿Me las han amputado?
—No. —Rebecca respiró hondo—. Tienes rotos casi todos los huesos de las piernas, pero no las sientes por culpa de una lesión parcial en la médula espinal.
Bernd guardó silencio largo rato.
—¿Tiene cura?
—Los médicos dicen que los nervios podrían sanar, aunque lentamente.
—Eso quiere decir…
—Eso quiere decir que, con el tiempo, podrías recuperar parte de la sensibilidad por debajo de la cintura. Aunque tendrás que ir en silla de ruedas cuando salgas del hospital.
—¿Han dicho cuánto tiempo?
—Han dicho que… —Tuvo que hacer un esfuerzo para no llorar—. Debes hacerte a la idea de que podría ser permanente.
Bernd apartó la mirada.
—Soy un inválido.
—Pero eres libre. Estás en Berlín Oeste. Hemos escapado.
—Escapado para acabar en una silla de ruedas.
—No lo mires de ese modo.
—¿Y qué coño quieres que haga?
—Ya lo he pensado. —Rebecca adoptó un tono de voz firme y decidido, mucho más de lo que sentía—. Vas a casarte conmigo y vas a volver a enseñar.
—No lo veo muy probable.
—Ya he llamado a Anselm Weber. Recordarás que ahora es director de una escuela en Hamburgo. Tiene trabajo para ambos, empezamos en septiembre.
—¿Un profesor en silla de ruedas?
—¿Y qué más da? Todavía puedes enseñar física y que la entienda hasta el niño menos avispado de la clase. No se necesitan piernas para eso.
—No tienes por qué casarte con un inválido.
—No, pero quiero casarme contigo. Y es lo que voy a hacer.
La voz de Bernd adoptó un tono amargo.
—No puedes casarte con un hombre sin sensibilidad de cintura para abajo.
—Escúchame bien —respondió ella con apasionamiento—, hace tres meses no sabía lo que era el amor. Acabo de encontrarte y no pienso perderte. Hemos escapado, hemos sobrevivido y vamos a vivir.
Nos casaremos, daremos clases y nos querremos.
—No sé.
—Solo te pido una cosa —insistió—, no puedes perder la esperanza. Nos enfrentaremos a todas las dificultades juntos y resolveremos todos nuestros problemas juntos. Puedo hacer frente a cualquier cosa siempre que te tenga a mi lado. Bernd Held, prométeme que nunca te rendirás. Nunca.
Se hizo un largo silencio.
—Prométemelo.
—Eres una fiera —dijo Bernd sonriendo.