TU casa es alucinante —le comentó Beep Dewar a Dave Williams—. Dave tenía trece años. Vivía allí desde que tenía uso de razón y jamás se había fijado en la casa. Miró la fachada de ladrillo que daba al jardín delantero, con su hilera de ventanas de estilo georgiano.
—¿Alucinante? —repitió.
—Es muy antigua.
—Creo que del siglo XVIII, así que solo tendrá unos doscientos años.
—¡Solo! —Beep se echó a reír—. ¡En San Francisco no hay nada que tenga doscientos años!
La casa se hallaba en Great Peter Street, a un par de minutos a pie del Parlamento de Londres. Casi todas las residencias del barrio databan del siglo XVIII, y Dave tenía la vaga idea de que se habían construido para los parlamentarios y los pares que debían asistir a la Cámara de los Comunes y la Cámara de los Lores. El padre de Dave, Lloyd Williams, era miembro del Parlamento.
—¿Fumas? —preguntó Beep sacando un paquete.
—Cuando puedo.
La chica le dio un cigarrillo y se encendieron uno cada uno.
Ursula Dewar, conocida como «Beep», también tenía trece años, pero parecía mayor que Dave. Vestía ropa elegante de estilo estadounidense, jerséis ajustados, vaqueros estrechos y botas. Aseguraba que sabía conducir y decía que la radio británica era carca, porque solo tenían tres emisoras, ninguna ponía rock and roll… ¡y dejaban de emitir a medianoche! Cuando sorprendía a Dave con los ojos clavados en los pequeños bultos que despuntaban en la parte delantera de su suéter de cuello alto, Beep no parecía incomodarse; al contrario, sonreía. Sin embargo, todavía no le había dado la oportunidad de besarla.
No habría sido la primera chica a la que besaba. A Dave le habría gustado que ella lo supiera, para que no pensara que le faltaba experiencia. Beep sería la tercera, incluida Linda Robertson, a quien Dave contaba a pesar de que ella no le había correspondido el beso. La cuestión era que él sabía lo que había que hacer.
Sin embargo, no había habido suerte con Beep. Todavía.
Aunque había estado a punto. Una vez, en el asiento trasero del Humber Hawk de su padre, le había pasado el brazo discretamente por encima de los hombros, pero ella había vuelto la cara y se había dedicado a contemplar las calles iluminadas por las farolas. Beep no tenía cosquillas. Habían bailado el swing al son de un tocadiscos Dansette en el dormitorio de la hermana de Dave, Evie, que tenía quince años, pero Beep se había negado a bailar una lenta cuando él había puesto el Are You Lonesome Tonight?, de Elvis.
Aun así, no perdía la esperanza. Por desgracia, aquel no era el momento, allí fuera, en el pequeño jardín, mientras Beep cruzaba los brazos para protegerse del frío de aquella tarde de invierno y ambos iban vestidos de etiqueta para asistir a un acto solemne junto con la familia. Aunque después habría una fiesta, y Beep llevaba una botella de vodka en el bolso para echárselo a las bebidas sin alcohol que les servirían a ellos mientras sus padres se atiborraban de whisky y ginebra con total hipocresía. Luego podía ocurrir cualquier cosa. Dave miró fijamente aquellos labios rosados cerrándose alrededor del filtro del Chesterfield e imaginó con anhelo cómo sería besarlos.
—¡Niños, adentro! —los llamó la madre de Dave con su acento estadounidense desde el interior de la casa—. ¡Nos vamos!
Tiraron los cigarrillos al arriate de flores y entraron.
Las dos familias se reunieron en la entrada. La abuela de Dave, Eth Leckwith, iba a ser «presentada» en la Cámara de los Lores. Aquello significaba que se convertiría en baronesa, que habría que dirigirse a ella como «lady Leckwith» y que ocuparía un escaño en la cámara alta del Parlamento en calidad de par laborista. Los padres de Dave, Lloyd y Daisy, estaban esperando junto con su hermana Evie y un joven amigo de la familia, Jasper Murray. Los Dewar, amigos desde los tiempos de la guerra, también se encontraban allí. Woody Dewar era fotógrafo y lo habían destinado durante un año a Londres, adonde se había trasladado con su mujer, Bella, y sus hijos, Cameron y Beep. Todos los estadounidenses parecían fascinados por el boato de la vida pública británica, de ahí que los Dewar se unieran a la celebración. Formaban un nutrido grupo cuando abandonaron la casa y se encaminaron hacia Parliament Square.
Beep se olvidó de Dave y depositó su atención en Jasper Murray mientras paseaban por las neblinosas calles de Londres. El chico tenía dieciocho años y parecía un vikingo: alto, rubio y fornido. Vestía una gruesa chaqueta de tweed. Dave anhelaba tener la edad de Jasper y ser tan masculino como él, y que Beep lo mirara con esa expresión de admiración y deseo.
Dave trataba a Jasper como si fuera un hermano mayor y le pedía consejo. Le había confesado que estaba colado por Beep y que no sabía qué hacer para ganarse su corazón. «Tú insiste, a veces quien la sigue la consigue», le había dicho Jasper.
Dave escuchaba su conversación.
—Entonces, ¿tú eres primo de Dave? —le preguntó Beep a Jasper mientras atravesaban Parliament Square.
—En realidad, no —contestó Jasper—. No somos parientes.
—¿Y cómo es que no pagas alquiler y esas cosas?
—Mi madre iba al colegio con la madre de Dave en Buffalo, que es donde conocieron a tu padre. Todos se hicieron amigos por entonces.
Dave sabía que la cosa no acababa ahí. La madre de Jasper, Eva, era refugiada de la Alemania nazi, y la madre de Dave, Daisy, la había acogido en su casa con la generosidad que la caracterizaba. Sin embargo, Jasper prefirió obviar hasta qué punto su familia estaba en deuda con los Williams.
—¿Qué estudias? —preguntó Beep.
—Francés y alemán. Voy al St. Julian’s College, una de las mayores facultades de la Universidad de Londres, aunque principalmente escribo para el periódico universitario. Voy a ser periodista.
Dave lo envidiaba. Él nunca aprendería francés ni iría a la universidad. Era el último de la clase en todo, y su padre estaba desesperado.
—¿Dónde están tus padres? —le preguntó Beep a Jasper.
—En Alemania. Van de aquí para allá junto con el ejército. Mi padre es coronel.
—¡Coronel! —repitió Beep, admirada.
—Pero ¿qué se ha creído esa fresca? —susurró Evie al oído de su hermano—. ¡Primero te tira los trastos y luego coquetea con un hombre que le saca cinco años!
Dave no hizo ningún comentario, sabía que su hermana estaba completamente colada por Jasper, y aunque podría haberse burlado de ella, se contuvo. Le gustaba Evie. Además, era mejor guardarse aquel tipo de cosas y utilizarlas cuando ella se metiera con él.
—¿No hay que ser noble de nacimiento? —estaba preguntando Beep en esos momentos.
—Hasta en las familias más antiguas alguien tuvo que ser el primero —contestó Jasper—, aunque en la actualidad tenemos pares vitalicios cuyo título no es hereditario, y esa es la dignidad que se le concederá hoy a la señora Leckwith.
—¿Tendremos que hacerle reverencias?
Jasper se echó a reír.
—No, tonta.
—¿La reina acudirá a la ceremonia?
—No.
—¡Qué lástima!
—Será zorra… —murmuró Evie.
Accedieron al palacio de Westminster por la entrada de los lores, donde salió a recibirlos un hombre vestido con traje de librea, calzón corto y medias de seda incluidos.
—Los uniformes obsoletos son una clara señal de la necesidad de reforma que tiene una institución —oyó Dave que decía su abuela con su cadencioso acento galés.
Dave y Evie estaban acostumbrados a acudir al Parlamento desde que eran pequeños, pero se trataba de una experiencia nueva para los Dewar, que se habían quedado boquiabiertos.
—¡Está todo decorado! —exclamó Beep olvidando su encantadora coquetería—. ¡Las baldosas, las alfombras, el papel de las paredes, los revestimientos de madera, las vidrieras, la piedra labrada…!
Jasper la miró con mayor interés.
—Típico gótico victoriano.
—¿Ah, sí?
A Dave empezaba a irritarle la manera en que Jasper trataba de impresionar a Beep.
El grupo se dividió. La mayoría de ellos siguieron a un ujier que los acompañó por una escalera hasta una galería que daba a la cámara de debate. Los amigos de Ethel ya habían llegado. Beep se sentó junto a Jasper, pero Dave se las ingenió para colocarse al otro lado de ella, y Evie, a su vez, junto a su hermano. Dave había visitado a menudo la Cámara de los Comunes, en el otro extremo del palacio, pero aquella sala estaba más ornamentada y los escaños eran de cuero rojo en vez de verde.
Tras una larga espera, de pronto se produjo un pequeño revuelo en la parte inferior y su abuela y otras cuatro personas entraron caminando en fila, ataviadas con sombreros extravagantes y mantos sumamente ridículos, con ribetes de piel.
—¡Alucinante! —comentó Beep, aunque Dave y Evie soltaron una risita.
La procesión se detuvo delante de un trono y su abuela se arrodilló, aunque no sin dificultad; tenía sesenta y ocho años. A continuación, empezaron a pasarse unos rollos que los oficiantes fueron leyendo en voz alta. La madre de Dave, Daisy, iba explicándoles la ceremonia en voz baja a los padres de Beep, el alto Woody y la rechoncha Bella, pero Dave desconectó. Aquello era una verdadera tontería.
Al cabo, Ethel y dos de sus acompañantes fueron a ocupar un escaño y entonces empezó la parte más entretenida de todas.
Se sentaron y se levantaron de inmediato. Se quitaron los gorros e hicieron una reverencia. Se sentaron y volvieron a ponerse los gorros.
Acto seguido, lo repitieron todo de nuevo como tres marionetas movidas por hilos: arriba, gorros fuera, reverencia, abajo, gorros puestos.
Para entonces, Dave y Evie apenas eran capaces de contener las carcajadas. Y empezó la tercera ronda.
—¡Otra vez no, por favor! —oyó Dave que farfullaba su hermana, lo que hizo que aún le resultara más difícil reprimirse.
Daisy los fulminó con la mirada, aunque tenía que admitir que a ella también le resultaba divertido y al final no pudo por menos de sonreír.
La ceremonia terminó por fin y Ethel abandonó la sala. Su familia y sus amigos se levantaron y la madre de Dave los acompañó a través de un laberinto de pasillos y escaleras hasta el sótano, donde se celebraba la fiesta. Al llegar, Dave comprobó que su guitarra estuviera en su sitio, ya que Evie y él iban a actuar, aunque ella era la estrella mientras que él, su simple acompañante.
Un centenar de personas llenó la sala en cuestión de minutos.
Evie acorraló a Jasper y empezó a preguntarle por el periódico universitario. El tema era tan apasionante para él que respondió con entusiasmo, aunque Dave estaba seguro de que Evie no tenía nada que hacer. Jasper era un chico que sabía velar por sus propios intereses. En esos momentos disfrutaba de alojamiento gratuito y de lujo, y la facultad le quedaba a un corto trayecto en autobús. Dave, con su habitual cinismo, dudaba de que Jasper estuviera dispuesto a poner en peligro esa cómoda situación por vivir una aventura con la hija de sus caseros.
Sin embargo, Evie había conseguido que Jasper apartara su atención de Beep, lo cual había dejado el camino libre a su hermano. Dave le llevó una cerveza de jengibre a Beep y, mientras la joven añadía un chorro de vodka a sus refrescos con disimulo, le preguntó qué opinaba de la ceremonia. Un minuto después todo el mundo arrancó a aplaudir ante la entrada de Ethel, que se había cambiado y en esos momentos llevaba un vestido rojo y un abrigo a juego, con un pequeño gorro asentado sobre sus rizos blancos.
—Tuvo que ser toda una belleza en su juventud —comentó Beep en un susurro.
A Dave le resultó un poco raro imaginar a su abuela como una mujer atractiva.
Ethel tomó la palabra.
—Es un placer compartir esta ocasión con todos vosotros —dijo—. Lo único que lamento es que mi querido Bernie no viviera lo suficiente para ser testigo de este día. Nunca he conocido a nadie tan sabio como él.
El abuelo Bernie había muerto el año anterior.
—Es extraño que se dirijan a una llamándola «lady», en especial siendo socialista de toda la vida —prosiguió, y todos rieron—. Bernie me habría preguntado si he vencido a mis enemigos o me he unido a ellos, así que dejadme deciros que podéis estar tranquilos: me he unido a la aristocracia parlamentaria para abolirla.
Aplaudieron.
—En serio, compañeros, renuncié a ser parlamentaria por Aldgate porque sentí que había llegado el momento de pasar el relevo a alguien más joven, pero no me he retirado. Siguen existiendo demasiadas injusticias en nuestra sociedad, demasiados problemas de vivienda, de pobreza, demasiada hambre en el mundo… ¡y puede que solo me queden veinte o treinta años de campaña!
La gente volvió a reír.
—Me han aconsejado que aquí, en la Cámara de los Lores, lo más sensato es escoger una causa y defenderla a capa y espada. Pues ya he decidido cuál será mi causa.
Se hizo el silencio. La gente siempre estaba atenta a las novedades de Eth Leckwith.
—La semana pasada falleció nuestro querido amigo Robert von Ulrich. Luchó en la Primera Guerra Mundial, tuvo problemas con los nazis en la década de 1930 y acabó regentando el mejor restaurante de Cambridge. Una vez, cuando yo era una joven costurera que trabajaba en un taller del East End, me regaló un vestido y me llevó a comer al Ritz. Y… —Alzó la barbilla en actitud desafiante—. Y era homosexual.
Un rumor de sorpresa recorrió la sala.
—¡Caramba! —murmuró Dave.
—Me gusta tu abuela —dijo Beep.
La gente no estaba acostumbrada a debatir aquel tema de manera tan abierta, y menos aún a que lo hiciera una mujer. Dave sonrió complacido. Esta abuela… Seguía dando guerra después de tantos años.
—¿Qué son esos murmullos? No me digáis que os sorprende… —prosiguió Ethel con resolución—. Todos sabéis que hay hombres que quieren a otros hombres, gente que no le hace daño a nadie. De hecho, y lo digo por experiencia propia, suelen ser más amables que el resto. Sin embargo, según las leyes de nuestro país, están cometiendo un delito. Incluso peor: hay inspectores de policía que visten de paisano y fingen ser como ellos para tenderles trampas, detenerlos y encarcelarlos. En mi opinión, es lo mismo que perseguir a la gente por ser judía, pacifista o católica, y por ese motivo pienso volcar mis esfuerzos en la Cámara de los Lores en reformar la ley sobre la homosexualidad.
Espero que todos me deseéis suerte. Gracias.
Recibió una ovación prolongada y entusiasta, y Dave supuso que casi todos los presentes le deseaban suerte de corazón. Estaba impresionado, pues él tampoco creía que tuviera sentido encarcelar a los maricas. Si podía defenderse ese tipo de cambios en un lugar como aquel, tal vez la Cámara de los Lores no fuera una institución del todo ridícula, así que empezó a verla con otros ojos.
—Y ahora, en honor a nuestros parientes y amigos americanos —dijo Ethel, para finalizar—, una canción.
Evie se dirigió al frente de la sala y Dave la siguió.
—Nadie como la abuela para hacer pensar a la gente —le comentó Evie a su hermano entre susurros—. Me juego lo que quieras a que además se saldrá con la suya.
—Por lo general siempre consigue lo que quiere.
Dave cogió la guitarra y tocó un acorde de sol.
Evie empezó a cantar el himno de Estados Unidos:
O, say can you see by the dawn’s early light
La mayoría de los presentes eran británicos, no estadounidenses, pero la voz de Evie captó la atención de todo el mundo.
What so proudly we hail’d at the twilight’s last gleaming Dave pensaba que el orgullo nacionalista era una verdadera gilipollez, pero aun así se le formó un nudo en la garganta. La canción tenía la culpa.
Whose broad stripes and bright stars, through the perilous fight O’er the ramparts we’d watched, were so gallantly streaming
Era tal el silencio que reinaba en la sala que Dave oía su propia respiración. Evie tenía aquel don. Cuando ella estaba en el escenario, todo el mundo le prestaba atención.
And the rocket’s red glare, the bombs bursting in air Gave proof through the night that our flag was still there Dave miró a su madre y vio que se secaba una lágrima.
O say does that star-spangled banner yet wave
O’er the land of the free and the home of the brave?[1]
La gente aplaudió y los ovacionó. Dave tenía que reconocerlo, a veces su hermana era una pesada insoportable, pero sabía cómo cautivar al público.
Pidió otra cerveza de jengibre y luego fue a buscar a Beep, pero no la vio por ninguna parte, aunque sí a su hermano mayor, Cameron, que era un plasta.
—Eh, Cam, ¿adónde ha ido Beep?
—Supongo que habrá salido a fumar —contestó él.
Dave no sabía si lograría encontrarla, pero lo intentaría. Dejó el vaso.
Se acercó a la salida al mismo tiempo que su abuela y le sujetó la puerta. Dave tenía la vaga impresión de que las mujeres mayores se veían obligadas a visitar a menudo el lavabo de señoras y supuso que era allí adonde se dirigía su abuela. La mujer le sonrió y enfiló una escalera tapizada con una alfombra roja. Dave no tenía ni idea de dónde se encontraba, así que decidió seguirla.
Un anciano con bastón detuvo a Ethel en un rellano. Dave se fijó en que el hombre llevaba un elegante traje de raya diplomática de color gris claro de cuyo bolsillo superior asomaba un pañuelo de seda estampado. El anciano caballero tenía la cara llena de manchas y el pelo blanco, pero era evidente que había sido un hombre atractivo.
—Felicidades, Ethel —dijo este, y le estrechó la mano.
—Gracias, Fitz.
Parecía que se conocían bien.
El hombre no le soltó la mano.
—De modo que ahora eres baronesa.
Ethel sonrió.
—La vida da muchas vueltas, ¿verdad?
—Tantas que marea.
Obstruían el paso, así que Dave esperó sin saber muy bien qué hacer. A pesar de que se trataba de una conversación trivial, las palabras estaban cargadas de una intensidad cuyo origen Dave no conseguía identificar.
—¿No te importa que le hayan otorgado un título nobiliario a tu ama de llaves? —preguntó Ethel.
¿Ama de llaves? Dave sabía que su abuela había empezado de sirvienta en una casa señorial de Gales y supuso que aquel debía de ser el hombre para el que había trabajado.
—Ese tipo de cosas dejaron de importarme hace mucho tiempo —contestó el anciano. Le dio unas palmaditas en la mano y la soltó—. Durante el gobierno de Attlee, para ser precisos.
Ella se echó a reír. Era evidente que le gustaba hablar con él. El tono que empleaban dejaba traslucir a las claras que entre ellos había algo más, y no tenía que ver ni con el amor ni con el odio, sino con algo distinto. De no haber sido tan mayores, Dave habría pensado que se trataba de atracción sexual.
Tosió, impacientándose.
—Te presento a mi nieto, David Williams —dijo Ethel—. Si de verdad ya no te importa, podrías estrecharle la mano. Dave, te presento al conde Fitzherbert.
El conde vaciló y, por un instante, Dave pensó que iba a rechazar su mano, pero entonces pareció que el anciano cambiaba de opinión y le tendió la suya. Dave se la estrechó.
—Encantado —dijo el joven.
—Gracias, Fitz —musitó Ethel. O tal vez fuera eso lo que pretendía decir antes de que el nudo de la garganta le impidiera terminar la frase.
La mujer continuó su camino sin decir más, por lo que Dave saludó cortésmente con la cabeza al viejo conde y la siguió.
Un instante después, su abuela desapareció tras una puerta en la que se leía: señoras.
Dave imaginó que había existido algo entre Ethel y Fitz, y decidió preguntárselo a su madre, pero en ese momento vio una salida con aspecto de dar al exterior y olvidó por completo todo lo relacionado con los adultos.
Al cruzar la puerta se encontró en un patio interior de forma irregular y lleno de cubos de basura, y pensó que aquel era el sitio ideal para besuquearse a escondidas. No se trataba de un lugar de paso, no había ventanas que dieran allí, y se veía algún que otro rinconcito. Sus esperanzas aumentaron.
No había señal de Beep, pero olió a tabaco.
Pasó junto a los cubos de basura y echó un vistazo en uno de los recovecos.
Allí estaba, como había imaginado, y con un cigarrillo en la mano.
Sin embargo, la acompañaba Jasper, y estaban fundidos en un abrazo.
Dave se los quedó mirando. Sus cuerpos parecían unidos con pegamento y se besaban apasionadamente mientras Beep pasaba una mano por el pelo de Jasper y este le sobaba el pecho.
—Eres un traidor y un cabrón, Jasper Murray —dijo Dave antes de dar media vuelta y regresar al interior del edificio.
Evie Williams propuso interpretar desnuda la escena en que Ofelia pierde la cordura para la representación teatral de Hamlet que preparaban en el instituto.
La sola idea hizo que Cameron Dewar sintiera una turbadora excitación.
Cameron la adoraba, pero no compartía las opiniones de Evie, quien abrazaba cualquier causa perdida que apareciera en las noticias, desde el maltrato a los animales hasta el desarme nuclear. Además, hablaba como si la gente que no hacía lo mismo tuviera que ser cruel y obtusa por fuerza. Sin embargo, el chico estaba acostumbrado a aquel tipo de cosas, ya que solía discrepar con la mayoría de la gente de su edad y con su familia al completo. Sus padres eran liberales a ultranza y su abuela había sido directora de un periódico con un nombre inverosímil: Buffalo Anarchist.
Con los Williams ocurría otro tanto: izquierdistas todos y cada uno de ellos. El único habitante medio sensato de la casa de Great Peter Street era el gorrón de Jasper Murray, quien parecía estar de vuelta de todo. Londres era un nido de subversivos, incluso peor que la ciudad natal de Cameron, San Francisco. Le alegraría volver a Estados Unidos en cuanto su padre acabara el trabajo que los había llevado allí.
Aunque echaría de menos a Evie. Cameron tenía quince años y era la primera vez que se enamoraba, pero no quería líos sentimentales, no tenía tiempo para esas cosas. Sin embargo, cuando estaba sentado tras el pupitre del instituto, intentando memorizar el vocabulario de las clases de francés y latín, se descubría recordando a Evie cantando The Star-Spangled Banner, el himno de su país.
Él le gustaba, estaba seguro. Evie sabía que era listo y le hacía preguntas serias: ¿cómo funcionaban las centrales nucleares? ¿Existía Hollywood de verdad? ¿Cómo trataban a los negros en California?
Y aún mejor, ella escuchaba sus respuestas atentamente. A Evie no le gustaba hablar por hablar y, al igual que él, no perdía el tiempo en conversaciones intrascendentes. En las fantasías de Cameron acababan formando una renombrada pareja de intelectuales.
Ese año Cameron y Beep iban al mismo instituto que Evie y Dave, un centro progresista londinense donde, en opinión de Cameron, la mayoría de los maestros eran comunistas. La controversia que suscitó la escena de la locura de Evie pronto estuvo en boca de todos. Lo cierto era que el profesor de teatro, Jeremy Faulkner, un barbudo con bufanda a rayas, aprobaba la idea, pero el director parecía más sensato y la había rechazado de plano.
Aquella era una de las pocas ocasiones en que a Cameron le habría gustado que prevaleciera la decadencia liberal.
Los Williams y los Dewar fueron juntos a ver la obra. Cameron odiaba Shakespeare, pero estaba ansioso por ver qué haría en el escenario Evie, cuya intensidad emocional parecía florecer ante un público.
Según Ethel, Evie era como su bisabuelo, Dai Williams, predicador evangelista y uno de los primeros sindicalistas del país. «Mi padre tenía ese mismo brillo en la mirada, como si estuviera destinado a la gloria», había dicho Ethel.
Cameron había estudiado Hamlet a conciencia —del mismo modo en que lo estudiaba todo, para sacar buena nota— y sabía que el papel de Ofelia era de sobra conocido por su dificultad. A pesar de que supuestamente debía despertar lástima, sus canciones obscenas podían acabar haciendo de ella un personaje grotesco con suma facilidad.
¿Cómo iba una chica de quince años a interpretar aquel papel y convencer al público? Cameron no quería ver a Evie darse de bruces… aunque en el fondo alimentaba la pequeña fantasía de rodear sus delicados hombros para consolarla mientras ella lloraba por su humillante fracaso.
Cameron entró detrás de sus padres y su hermana pequeña, Beep, en el salón de actos del instituto. La sala también se utilizaba como gimnasio, de ahí que oliera tanto a cantorales polvorientos como a zapatillas de deporte sudadas. Los Dewar ocuparon sus asientos junto a la familia Williams: Lloyd Williams, el parlamentario laborista; su esposa estadounidense, Daisy; Eth Leckwith, la abuela, y Jasper Murray, el inquilino. El joven Dave, el hermano pequeño de Evie, estaba en alguna parte, montando un puesto de bebidas para el intermedio.
A lo largo de los últimos meses, Cameron había oído varias veces la historia de cómo se habían conocido sus padres durante la guerra, en Londres, en una fiesta que había organizado Daisy. Su padre había acompañado a su madre a casa. Cuando contaba la historia, un brillo extraño le iluminaba el rostro, y entonces su madre lo miraba como queriendo decir que cerrara la boca de inmediato, cosa que él hacía.
Cameron y Beep se preguntaban qué habrían hecho sus padres de camino a casa, aunque lo imaginaban.
Unos días después su padre se había lanzado en paracaídas sobre Normandía y su madre había creído que no volvería a verlo jamás. Aun así, Bella había roto el compromiso anterior que tenía con otro hombre.
«Mi madre se puso hecha una furia —aseguraba la mujer—. Nunca me lo perdonó».
Cameron encontraba incómodos los asientos del salón de actos del instituto hasta para los treinta minutos que duraba la asamblea matinal, por lo que esa noche iba a ser un suplicio. Sabía muy bien que la obra completa duraba cinco horas, aunque Evie le había asegurado que ellos harían una versión abreviada. Cameron se preguntó cómo de abreviada.
—¿Qué se va a poner Evie para la escena de la locura? —le preguntó a Jasper, sentado a su lado.
—No lo sé —contestó este—. No se lo ha dicho a nadie.
Las luces se apagaron y el telón se alzó sobre las almenas de Elsinore.
Cameron se había encargado del decorado y había pintado los telones del fondo. Tenía un buen sentido estético, algo que por lo visto había heredado de su padre, el fotógrafo, y se sentía particularmente orgulloso del modo en que la luna ocultaba el foco que iluminaba al centinela.
La obra no tenía nada más que le gustara. Todas las funciones escolares que Cameron había visto habían sido malísimas, y aquella no era una excepción. El chico de diecisiete años que interpretaba a Hamlet intentaba parecer enigmático, pero solo conseguía resultar acartonado. Sin embargo, Evie era otra cosa.
En su primera escena, Ofelia casi no hacía otra cosa que escuchar a su altivo hermano y a su pomposo padre, hasta que al final de esta prevenía a su hermano contra la hipocresía en un breve parlamento que Evie disfrutó pronunciando con mordacidad. Sin embargo, en su segunda escena, cuando Ofelia le cuenta a su padre la demente intrusión de Hamlet en sus aposentos privados, Evie se transformó. Al principio estaba muy nerviosa, pero luego empezó a calmarse, bajó la voz y se concentró, hasta que llegó un momento en que dio la sensación de que el público contenía la respiración mientras ella declamaba el verso de «Exhaló un suspiro tan profundo y triste». En la escena siguiente, cuando el iracundo Hamlet carga contra ella y le dice que ingrese en un convento, Evie parecía tan desconcertada y dolida que Cameron deseó saltar al escenario y darle una paliza a Hamlet. Jeremy Faulkner había decidido con gran tino acabar la primera mitad en ese punto, y el aplauso fue tremendo.
Dave se había encargado de montar un puesto para vender refrescos y dulces durante el intermedio, y tenía a un puñado de amigos atendiendo a la gente todo lo deprisa que podían. Cameron estaba impresionado, nunca había visto trabajar tan duro a unos alumnos.
—¿Les has dado estimulantes? —le preguntó a Dave, mientras le servían un vaso de refresco con sabor de cereza.
—Pues no —contestó este—. Solo el veinte por ciento de comisión de todo lo que vendan.
Cameron esperaba que Evie saliera a charlar con su familia durante el intermedio, pero todavía no había aparecido cuando sonó el timbre que anunciaba la segunda parte, así que regresó a su asiento decepcionado, aunque ansioso por ver qué haría Evie a continuación.
Hamlet mejoró cuando le tocó burlarse de Ofelia contando chistes verdes delante de todo el mundo. Tal vez al actor le saliera con naturalidad, pensó Cameron con mala intención. El azoramiento y la desesperación de Ofelia aumentaron hasta rayar en la histeria.
No obstante, fue la escena de su caída en la locura lo que hizo que la sala casi se viniera abajo con los aplausos.
Salió a escena ataviada con un camisón de algodón fino, sucio y hecho jirones, que solo le llegaba a medio muslo y que le daba aspecto de paciente de manicomio. Lejos de tratar de inspirar lástima, se mostró burlona y agresiva, como una prostituta borracha en medio de la calle.
Cuando declamó: «Dicen que la lechuza fue antes una doncella, hija de un panadero», una frase que, en opinión de Cameron, no significaba nada en absoluto, en sus labios sonó como una burla descarnada.
—No puedo creer que esa chica solo tenga quince años —oyó que le susurraba su madre a su padre.
Cuando Ofelia recitó el verso de «¿Qué galán desprecia ventura tan alta?», Evie hizo el gesto de agarrar los genitales del rey, y se oyeron varias risitas nerviosas entre las butacas.
Entonces se operó un cambio brusco. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas y su voz se convirtió en un susurro al hablar de su padre fallecido. El público enmudeció. De pronto volvía a ser una niña que decía «Pero yo no puedo menos de llorar considerando que le han dejado sobre la tierra fría».
Cameron también tenía ganas de llorar.
En ese instante Ofelia puso los ojos en blanco, se tambaleó y estalló en roncas carcajadas.
—¡Vamos, la carroza! —exclamó Evie a voces, como una loca. Se llevó las manos al cuello del camisón y lo desgarró de arriba abajo. El público contuvo la respiración—. ¡Buenas noches, señoras, buenas noches! —gritó, dejando caer la prenda al suelo—. ¡Buenas noches, buenas noches, buenas noches! —dijo sin bajar la voz, completamente desnuda.
Y se fue corriendo.
Después de aquello la obra ya no tuvo ningún interés. El enterrador no resultó gracioso y la lucha de espadas del final fue tan artificial que acabó haciéndose aburrida. Cameron no podía dejar de pensar en la Ofelia desnuda desvariando al frente del escenario, con aquellos pechos pequeños y airosos, y el caoba intenso del vello del pubis; una chica hermosa llevada a la locura. Imaginó que a todos los hombres del público les ocurría lo mismo. A nadie le importaba Hamlet.
Cuando cayó el telón, Evie se llevó la mayor ovación, pero el director del instituto no subió al escenario para repartir los generosos halagos y los exhaustivos agradecimientos que solían concederse a aquel tipo de pésimas producciones de teatro amateur.
Todo el mundo miraba a la familia de Evie a medida que abandonaba el salón de actos. Daisy charlaba animadamente con otros padres mientras ponía al mal tiempo buena cara. Lloyd, ataviado con un sobrio traje con chaleco de color gris oscuro, no decía nada, pero no parecía de muy buen humor. La abuela de Evie, Eth Leckwith, esbozaba una sonrisa. Quizá tuviera sus reservas, pero no pensaba quejarse.
En la familia de Cameron las reacciones también fueron variadas.
Su madre apretaba los labios a modo de desaprobación. Su padre sonreía divertido. Beep desbordaba admiración.
—Tu hermana es buenísima —le dijo Cameron a Dave.
—A mí también me gusta la tuya —contestó este con una sonrisa burlona.
—¡Ofelia se ha llevado todos los aplausos!
—Evie tiene un talento especial —admitió Dave—. Lleva a nuestros padres por el camino de la amargura.
—¿Por qué?
—Ellos creen que trabajar en el mundo del espectáculo no es algo serio. Quieren que ambos nos dediquemos a la política —contestó con un gesto de exasperación.
El padre de Cameron, Woody Dewar, los había oído.
—Yo tenía el mismo problema —intervino—. Mi padre era un senador americano, igual que lo había sido mi abuelo. No les cabía en la cabeza que yo quisiera ser fotógrafo. No les parecía un trabajo de verdad.
Woody trabajaba para la revista Life, tal vez el mejor semanario ilustrado del mundo después de Paris Match.
Ambas familias se dirigieron a los bastidores. Evie salió del camerino de las chicas vistiendo una camisa y una rebeca de aspecto recatado y una falda que le llegaba por debajo de la rodilla, un conjunto expresamente escogido para decir: «No soy una exhibicionista, esa era Ofelia». Sin embargo, en su rostro también se leía un triunfo contenido. Daba igual lo que la gente dijera acerca de su desnudo, nadie podía negar que su actuación había cautivado al público.
Su padre fue el primero en hablar.
—Solo espero que no te detengan por escándalo público —dijo Lloyd.
—No lo tenía planeado —contestó Evie, como si su padre le hubiera hecho un cumplido—. Fue algo que decidí en el último minuto.
Ni siquiera estaba segura de que el camisón fuera a rasgarse.
«Y una mierda», pensó Cameron.
Jeremy Faulkner apareció con su bufanda a rayas, marca de la casa.
Era el único profesor que permitía a los alumnos que lo llamaran por su nombre de pila.
—¡Ha sido fabuloso! —la elogió—. ¡Ha habido un antes y un después!
Los ojos le brillaban de emoción, y a Cameron se le pasó por la cabeza que Jeremy también estaba enamorado de Evie.
—Jerry, te presento a mis padres, Lloyd y Daisy Williams —dijo Evie.
El hombre pareció asustarse al principio, pero enseguida recobró la compostura.
—Señor y señora Williams, ustedes deben de estar incluso más sorprendidos que yo —dijo, eludiendo con destreza cualquier responsabilidad—. Permítanme decirles que Evie es la alumna más brillante que he tenido jamás.
Primero le estrechó la mano a Daisy y luego a Lloyd, visiblemente reacio.
—Puedes venir a la fiesta del reparto —le dijo Evie a Jasper—. Eres mi invitado especial.
Lloyd frunció el ceño.
—¿Una fiesta? —dijo—. ¿Después de eso?
Evidentemente, no creía que hubiera nada que celebrar.
Daisy le tocó el brazo.
—No pasa nada —aseguró su mujer.
Lloyd se encogió de hombros.
—No durará más de una hora. ¡Mañana hay clases! —dijo Jeremy, animado.
—Soy demasiado mayor. Me sentiría fuera de lugar —comentó Jasper.
—Solo les sacas un año a los de bachillerato —protestó Evie.
Cameron se preguntó para qué narices quería Evie que Jasper fuera a esa fiesta. Era muy mayor, un estudiante universitario no pintaba nada en una fiesta de instituto.
Por fortuna, Jasper coincidía con él.
—Te veré en casa —le dijo a Evie con firmeza.
—A las once como muy tarde, por favor —añadió Daisy.
Los padres se fueron.
—¡Dios mío, te has salido con la tuya! —exclamó Cameron.
Evie sonrió de oreja a oreja.
—Lo sé.
Lo celebraron con café y pastel. A Cameron le habría gustado que Beep estuviera allí para echar un poco de vodka en el café, pero su hermana no había participado en la producción, así que había tenido que irse a casa, igual que Dave.
Evie era el centro de atención. Incluso el chico que había interpretado a Hamlet admitió que ella era la estrella de la noche, y Jeremy Faulkner hablaba constantemente del modo en que la desnudez de Evie había expresado la vulnerabilidad de Ofelia. Sus elogios acabaron avergonzándola, y al final incluso repeliéndola.
Cameron esperó con paciencia y permitió que la monopolizaran, consciente de que se guardaba el mejor as en la manga: sería él quien la acompañaría a casa.
Se despidieron de la fiesta a las diez y media.
—Me alegro de que destinaran a mi padre a Londres —dijo Cameron mientras atajaban por las callejuelas—. No me hizo gracia irme de San Francisco, pero este sitio está bastante bien.
—Me alegro —contestó ella sin entusiasmo.
—Lo mejor de todo es haberte conocido.
—Eres un cielo. Gracias.
—Me ha cambiado la vida.
—Venga ya.
Aquello no estaba saliendo como Cameron había imaginado. Caminaban a solas por las calles desiertas, el uno al lado del otro, hablando en voz baja mientras atravesaban charcos de luz y sombras, pero no había sensación de intimidad. Parecían más bien dos personas perdiendo el tiempo en charlas intrascendentes. Aun así, Cameron no pensaba rendirse.
—Me gustaría que fuéramos amigos íntimos —insistió.
—Ya lo somos —contestó ella con cierta impaciencia.
Llegaron a Great Peter Street y él todavía no le había dicho lo que quería decirle. Cameron se detuvo cerca de la casa, pero Evie hizo el ademán de seguir caminando y él la retuvo por el brazo.
—Evie, estoy enamorado de ti —le confesó al fin.
—Venga, Cam, no digas tonterías.
Fue como si le hubieran propinado un puñetazo.
Ella intentó seguir adelante, pero Cameron la sujetó con más fuerza, sin importarle si le hacía daño.
—¿Tonterías? —repitió él con un embarazoso temblor en la voz, que dominó antes de proseguir—: ¿Por qué crees que son tonterías?
—No te enteras de nada —contestó Evie con un tono exasperado.
¿Cómo podía reprocharle aquello? Cameron se enorgullecía de estar enterado de casi todo y creía que a ella le gustaba precisamente por eso.
—¿De qué no me entero? —preguntó.
Evie consiguió que le soltara el brazo con un brusco tirón.
—De que estoy enamorada de Jasper, imbécil —dijo, y entró en la casa.