11

GEORGE no las tenía todas consigo cuando salió a comer con Larry Mawhinney al Electric Diner. No sabía muy bien por qué había propuesto Larry esa comida, pero él había accedido por curiosidad.

Los dos tenían la misma edad y trabajos parecidos. Larry era asistente en el despacho del jefe de Estado Mayor de la Fuerza Aérea, el general Curtis LeMay. Sin embargo, los jefes de ambos andaban siempre a la greña: los hermanos Kennedy no se fiaban de los militares.

Larry vestía uniforme de teniente de la fuerza aérea. Todo en él delataba que era soldado: el rasurado reciente, el pelo rubio cortado al rape, la corbata con nudo prieto, los zapatos lustrosos.

—Al Pentágono no le gusta la segregación —dijo.

George arqueó las cejas.

—¿En serio? Pensaba que, tradicionalmente, el ejército prefería no confiar armas a los negros.

Mawhinney alzó una mano apaciguadora.

—Sé lo que quieres decir, pero uno: esa actitud siempre se ha visto superada por la necesidad. Los negros han luchado en todos los conflictos desde la guerra de Independencia. Y dos: es historia. En la actualidad al Pentágono le hacen falta hombres de color en el ejército.

Y no nos interesa el gasto y la ineficiencia que trae consigo la segregación: dos instalaciones de baños, dos instalaciones de barracones, prejuicios y odio entre hombres que se supone que deben luchar codo con codo.

—De acuerdo, eso me lo trago —dijo George.

Larry atacó su sándwich de queso gratinado y George se llevó a la boca un tenedor cargado de chile con carne.

—Bueno, pues parece que Jrushchov se ha salido con la suya en Berlín —comentó Larry.

George sintió que ese era el verdadero motivo de la comida.

—Gracias a Dios que no tenemos que entrar en guerra con los soviéticos —repuso.

—Kennedy se ha acojonado —opinó Larry—. El régimen de la Alemania Oriental estaba a punto de venirse abajo. Si el presidente hubiese seguido una línea más dura, podría haberse producido una contrarrevolución. Sin embargo, el Muro ha detenido la marea de refugiados hacia el Oeste, y ahora los soviéticos pueden hacer lo que les plazca en Berlín Este. Nuestros aliados de la Alemania Occidental están muy cabreados.

Ese comentario crispó a George.

—¡Pero si el presidente ha evitado una tercera guerra mundial!

—A expensas de dejar que los soviéticos afiancen su posición. No es que haya sido precisamente una victoria.

—¿Así es como lo ve el Pentágono?

—Más o menos.

Desde luego que lo veían así, pensó George, molesto. De pronto lo entendió: Mawhinney estaba allí para defender la opinión del Pentágono, con la esperanza de ganarse a George como un partidario más.

«Debería sentirme halagado —se dijo—. Eso demuestra que ahora me ven como parte del círculo más íntimo de Bobby».

Sin embargo, no pensaba quedarse sentado escuchando cómo criticaban al presidente Kennedy sin contraatacar.

—Supongo que no podía esperarse menos del general LeMay. ¿No lo llaman «Bombardero» LeMay?

Mawhinney lo miró ceñudo. Si el apodo de su jefe le resultaba gracioso, no pensaba demostrarlo.

A George le parecía que LeMay, un hombre autoritario que siempre mascaba un puro, merecía la burla.

—Tengo entendido que una vez dijo que, si estallara una guerra nuclear y al final quedaran dos americanos y un solo ruso, habríamos ganado.

—Nunca le he oído decir nada semejante.

—Pues por lo visto el presidente Kennedy contestó: «Será mejor que confíe en que esos dos americanos sean un hombre y una mujer».

—¡Tenemos que mostrarnos fuertes! —exclamó Mawhinney, que empezaba a enervarse—. Hemos perdido Cuba, Laos y el Berlín oriental, y ahora Vietnam también peligra.

—¿Qué imaginas que podemos hacer con Vietnam?

—Enviar al ejército —contestó Larry enseguida.

—¿No tenemos ya a miles de consejeros militares allí?

—Con eso no basta. El Pentágono ha pedido en reiteradas ocasiones al presidente que envíe tropas de combate terrestre, pero parece que Kennedy no tiene agallas para hacerlo.

Eso molestó a George, que lo encontró muy injusto.

—Al presidente Kennedy no le falta valor —espetó.

—Entonces, ¿por qué no quiere atacar a los comunistas en Vietnam?

—Porque no cree que podamos ganar.

—Debería hacer más caso a los generales entendidos y experimentados.

—¿Ah, sí? Ellos le aconsejaron que apoyara esa estúpida invasión de bahía de Cochinos. Si en la Junta de Jefes de Estado Mayor son todos tan entendidos y experimentados, ¿cómo es que no le dijeron al presidente que una invasión protagonizada por exiliados cubanos estaba condenada al fracaso?

—Ya le advertimos que enviara refuerzos aéreos…

—Perdóname, Larry, pero la idea era evitar cualquier clase de implicación estadounidense. Aun así, en cuanto la cosa se torció, el Pentágono enseguida quiso enviar a los Marines. Los Kennedy sospechan que planeasteis un golpe a traición. Metisteis al presidente en una nefasta invasión con exiliados porque queríais obligarlo a enviar tropas.

—Eso no es cierto.

—Puede, pero ahora cree que estáis intentando embaucarlo para entrar en Vietnam con el mismo método, y está decidido a no dejarse engañar una segunda vez.

—Muy bien, resulta que nos guarda rencor por lo de bahía de Cochinos. En serio, George, ¿es esa suficiente razón para dejar que Vietnam acabe siendo comunista?

—En lo único que estamos de acuerdo es en que no estamos de acuerdo.

Mawhinney dejó el cuchillo y el tenedor.

—¿Quieres postre?

Se había dado cuenta de que perdía el tiempo, George jamás se convertiría en aliado del Pentágono.

—No, no quiero postre, gracias —repuso George.

Trabajaba en el despacho de Bobby para luchar por la justicia, para que así sus hijos pudieran crecer siendo ciudadanos estadounidenses con igualdad de derechos. Serían otros lo que tendrían que luchar contra el comunismo en Asia.

La cara de Mawhinney se transformó de pronto, y saludó con la mano a alguien que había en la otra punta del restaurante. George se volvió para mirar atrás por encima del hombro y se quedó atónito.

La persona a la que saludaba Mawhinney era Maria Summers.

Ella no lo vio. Ya se había vuelto de nuevo hacia su acompañante, una chica blanca más o menos de su misma edad.

—¿Esa es Maria Summers? —preguntó George con incredulidad.

—Pues sí.

—¿La conoces?

—Claro. Estudiamos juntos en la facultad de derecho de Chicago.

—¿Y qué hace en Washington?

—Es una historia muy curiosa. En un principio la rechazaron para un puesto en la oficina de prensa de la Casa Blanca. Luego la persona que habían elegido no dio buen resultado, y ella era la segunda opción.

George se sentía encantado. Maria estaba allí… ¡viviendo en Washington! Decidió que se acercaría a hablar con ella antes de salir del restaurante.

Se le ocurrió que antes tal vez podría averiguar algo más a través de Mawhinney.

—¿Saliste con ella en la universidad?

—No, ella solo salía con chicos de color, y no con muchos. Tenía fama de ser un témpano de hielo.

George no se tomó eso muy al pie de la letra. Para algunos hombres, cualquier chica que decía «no» era un témpano de hielo.

—¿Tenía a alguien especial?

—Estuvo saliendo con un tipo más o menos un año, pero él rompió la relación porque ella no quería acostarse con él.

—No me sorprende —comentó George—. Creció en una familia muy estricta.

—¿Cómo sabes tú eso?

—Coincidimos en el primer viaje de la libertad. Hablamos un poco.

—Es guapa.

—Sí que lo es.

Les llevaron la cuenta y pagaron a medias. De camino a la salida, George se detuvo en la mesa de Maria.

—Bienvenida a Washington —dijo.

Ella le sonrió con calidez.

—Hola, George. Me preguntaba cuánto tardaría en encontrarme contigo.

—Qué hay, Maria —saludó Larry—. Le estaba comentando a George que en la facultad eras conocida por ser un auténtico témpano de hielo. —Se echó a reír.

Era una típica pulla masculina, nada fuera de lo común, pero Maria se sonrojó.

Larry salió del restaurante, y George se quedó atrás.

—Siento que te haya dicho eso, Maria. Y me avergüenza haberlo oído. La verdad es que ha sido muy grosero.

—Gracias. —Ella gesticuló en dirección a la otra chica—. Te presento a Antonia Capel. También es abogada.

Antonia era una mujer delgada y de aspecto vehemente que llevaba el cabello peinado muy tirante hacia atrás.

—Me alegro de conocerte —dijo George.

—A George le rompieron un brazo con una barra de hierro por protegerme de un segregacionista en Alabama.

Antonia parecía impresionada.

—George, eres todo un caballero —comentó.

Él vio que las chicas estaban listas para irse, en la mesa ya había un platito con la cuenta y unos cuantos billetes encima.

—¿Me permitís que os acompañe hasta la Casa Blanca? —le preguntó a Maria.

—Claro que sí —contestó ella.

—Yo tengo que ir un momento al drugstore —dijo Antonia.

Salieron al aire fresco del otoño de Washington. Antonia se despidió de ellos con la mano, y George y Maria echaron a andar hacia la Casa Blanca.

Él la observó con el rabillo del ojo mientras cruzaban Pennsylvania Avenue. Maria llevaba una elegante gabardina de color negro bajo la que se veía un cuello alto blanco, prendas de seria funcionaria política que no conseguían desmerecer su cálida sonrisa. Era guapa, tenía la nariz y la barbilla pequeñas, sus grandes ojos castaños y sus labios suaves resultaban muy sensuales.

—Estaba discutiendo con Mawhinney sobre Vietnam —explicó George—. Creo que esperaba reclutarme y utilizarme como vía indirecta para llegar hasta Bobby.

—No me extraña —dijo Maria—, pero el presidente no va a claudicar ante el Pentágono en eso.

—¿Cómo lo sabes?

—Esta noche dará un discurso y afirmará que lo que podemos conseguir en el ámbito de la política exterior tiene unos límites. No podemos arreglar todos los males ni solventar cualquier adversidad.

Acabo de escribir el comunicado de prensa del discurso.

—Me alegro de que se mantenga firme.

—George, no has oído lo que he dicho. ¡He redactado un comunicado de prensa! ¿No entiendes lo excepcional que es esto? Normalmente los escriben los hombres. Las mujeres solo los pasan a máquina.

George sonrió.

—Felicidades.

Se alegraba de estar con ella, y no habían tardado nada en retomar su relación de amistad.

—Te lo advierto, descubriré qué les ha parecido en cuanto vuelva a la oficina. ¿Cómo va todo por Justicia?

—Pues parece que nuestro viaje de la libertad sí que sirvió para algo —informó George con entusiasmo—. Pronto todos los autobuses interestatales llevarán un cartel en el que se leerá: los asientos de este vehículo pueden ocuparse sin distinción de raza, color, credo o nacionalidad. Las mismas palabras tendrán que ir impresas en los billetes. —Estaba orgulloso de lo que habían logrado—. ¿Qué te parece?

—Buen trabajo. —Pero Maria hizo entonces la pregunta clave—:

¿Entrará en vigor la normativa?

—De eso debemos ocuparnos desde Justicia, y nos estamos esforzando mucho más que nunca. Ya hemos actuado varias veces para enfrentarnos a las autoridades de Mississippi y Alabama. Y una cantidad sorprendente de ciudades de otros estados la están aplicando sin resistencia.

—Cuesta creer que de veras estemos ganando. Los segregacionistas siempre parecen guardarse otro sucio truco en la manga.

—Nuestra nueva campaña será la inscripción en el censo electoral.

Martin Luther King quiere duplicar la cantidad de votantes negros en el Sur a finales de año.

—Lo que necesitamos de verdad es una nueva ley de derechos civiles que les ponga más difícil a los estados sureños desafiar la legalidad vigente —dijo ella, reflexiva.

—Estamos trabajando en ello.

—O sea que ¿me estás diciendo que Bobby Kennedy es un defensor de los derechos civiles?

—No, caray. Hace un año este asunto ni siquiera estaba en su programa, pero a Bobby y al presidente les horrorizaron esas fotografías de violencia y linchamientos por parte de blancos en el Sur. Aquello dejó en mal lugar a los Kennedy en las portadas de los periódicos de todo el mundo.

—Y la política mundial es lo que de veras les importa.

—Exacto.

George quería pedirle que salieran, pero se contuvo. Tenía que romper con Norine Latimer cuanto antes; era inevitable, sabiendo que Maria estaba allí. Sin embargo, sentía que debía decirle a Norine que su relación había terminado antes de pedirle una cita a Maria. Cualquier otra conducta le habría parecido poco honesta. Además, tampoco tendría que esperar mucho, porque iba a ver a Norine al cabo de unos días.

Entraron en el Ala Oeste. Contemplar rostros negros en la Casa Blanca era tan poco corriente que la gente se los quedaba mirando.

Entraron en la oficina de prensa, y George se sorprendió al comprobar que era una sala pequeña pero abarrotada de escritorios. Media docena de personas trabajaban concentradas en sus máquinas de escribir grises de la marca Remington y junto a unos teléfonos con hileras de lucecitas que se encendían y se apagaban. Desde una sala adyacente llegaba el soniquete de los teletipos, puntuado de vez en cuando por la campanilla que sonaba para anunciar las noticias especialmente importantes. Había un despacho interior que George supuso que debía de corresponder al jefe de prensa, Pierre Salinger.

Allí todos parecían estar muy atentos a lo suyo, nadie charlaba ni se dedicaba a mirar por la ventana.

Maria le enseñó su escritorio y le presentó a la mujer que se sentaba frente a la máquina de escribir de al lado, una pelirroja atractiva de treinta y tantos años.

—George, te presento a la señorita Fordham, una amiga. Nelly, ¿por qué está todo el mundo tan callado?

Antes de que Nelly pudiera contestar, Salinger salió de su despacho. Era un hombre entrado en carnes y de estatura baja, e iba vestido con un traje a medida de estilo europeo. Con él estaba Kennedy.

El presidente sonrió a todo el mundo, le dirigió a George un saludo con la cabeza y luego habló con Maria.

—Usted debe de ser Maria Summers —dijo—. Ha escrito un buen comunicado de prensa: claro y vehemente. Buen trabajo.

Maria se sonrojó de satisfacción.

—Gracias, señor presidente.

Kennedy no parecía tener ninguna prisa.

—¿A qué se dedicaba usted antes de entrar aquí? —Formuló la pregunta como si no hubiera nada más interesante en el mundo.

—Estudié en la facultad de derecho de Chicago.

—¿Le gusta la oficina de prensa?

—Huy, mucho. Es emocionante.

—Bueno, pues le agradezco su buen trabajo. Siga con ello.

—Lo haré tan bien como pueda.

El presidente salió y Salinger fue tras él.

George, contento, miró a Maria, que seguía azorada.

Fue Nelly Fordham quien habló un momento después.

—Sí, eso es lo que consigue —comentó—. Por un minuto has sido la mujer más bella del mundo.

Maria la miró.

—Sí —coincidió—. Es exactamente como me he sentido.

Maria estaba algo sola, pero por lo demás era feliz.

Le encantaba trabajar en la Casa Blanca, rodeada de personas brillantes y sinceras que solo querían hacer del mundo un lugar mejor.

Sentía que podía conseguir mucho colaborando con el gobierno. Sabía que tendría que luchar contra los prejuicios, tanto hacia las mujeres como hacia los negros, pero creía que sería capaz de superarlos gracias a su inteligencia y su determinación.

En su familia siempre habían conseguido vencer las dificultades contra todo pronóstico. Su abuelo, Saul Summers, había llegado a pie a Chicago desde su pequeña ciudad natal de Golgotha, en Alabama.

A lo largo del camino lo habían detenido por «vagabundear» y lo sentenciaron a treinta días de trabajo en una mina de carbón. Estando allí, vio cómo los guardias mataban a un hombre de una paliza con sus porras por intentar escapar. Pasados los treinta días no lo liberaron y, cuando fue a protestar, lo azotaron. Se jugó la vida para escapar y por fin llegó a Chicago, donde terminó por convertirse en pastor de la Iglesia del Evangelio Completo de Belén. Ya tenía ochenta años y estaba medio jubilado, pero seguía predicando de vez en cuando.

El padre de Maria, Daniel, había ido a una universidad y a una facultad de derecho para negros. En 1930, durante la Gran Depresión, había abierto un bufete de abogados a pie de calle en el barrio de South Side, donde nadie podía permitirse comprar un sello, así que mucho menos contratar a un abogado. Maria lo había oído recordar muchas veces que sus clientes le pagaban en especie: pasteles caseros, huevos de las gallinas que criaban en el patio de atrás, un corte de pelo gratis, algún arreglo de carpintería en el despacho. Para cuando el new deal de Roosevelt empezó a surtir efecto y la economía mejoró, se convirtió en el abogado negro más conocido de todo Chicago.

Así que Maria no le temía a la adversidad, pero se sentía sola. A su alrededor todo el mundo era blanco. «Los blancos no tienen nada de malo; solo que no son negros», solía comentar el abuelo Summers.

Y ella sabía qué quería decir con eso. Los blancos no sabían lo que era «vagabundear». De algún modo habían conseguido no enterarse de que en Alabama siguieron enviando a negros a campos de trabajos forzados hasta 1927. Si Maria les hablaba de esas cosas, la miraban un momento con tristeza y luego se volvían hacia otro lado, y ella sabía que lo tomaban por una exageración. Los negros que hablaban sobre prejuicios aburrían a los blancos, como esos enfermos que continuamente recitaban sus síntomas.

Le había gustado muchísimo ver de nuevo a George Jakes. Habría intentado dar con él nada más llegar a Washington, solo que una chica recatada no se ponía a perseguir a un hombre, por muy encantador que fuera; y además, de todas formas no habría sabido qué decirle. George le gustaba más que ningún otro hombre al que hubiera conocido después de romper con Frank Baker, hacía ya dos años. Con Frank se habría casado si él se lo hubiera propuesto, pero en lugar de eso le había pedido sexo antes del matrimonio, algo que ella no estaba dispuesta a darle. Mientras George la acompañaba desde el restaurante hasta la oficina de prensa, Maria había tenido la certeza de que estaba a punto de pedirle una cita, así que se sintió decepcionada cuando no lo hizo.

Compartía apartamento con otras dos chicas negras, pero no tenía mucho en común con ellas. Ambas eran secretarias, y pocas cosas les interesaban más que la moda y el cine.

Maria estaba acostumbrada a ser excepcional. No había coincidido con muchas mujeres negras en su universidad, y en la facultad de derecho había sido la única. En la Casa Blanca también era la única mujer de color, sin contar a las cocineras y al personal de limpieza.

Ella no tenía queja alguna, todo el mundo la trataba bien. Pero se sentía sola.

La mañana después de encontrarse con George, estaba estudiando un discurso de Fidel Castro en busca de datos jugosos que la oficina de prensa pudiera aprovechar cuando sonó el teléfono.

—¿Te gustaría venir a nadar? —preguntó una voz de hombre.

El monótono acento de Boston le resultaba conocido, pero en ese momento no logró identificar la voz.

—¿Con quién hablo? —preguntó.

—Con Dave.

Era Dave Powers, el secretario personal del presidente, a quien a veces llamaban «primer amigo». Maria había hablado con él en dos o tres ocasiones. Igual que la mayoría de la gente de la Casa Blanca, era amable y encantador.

En ese momento, sin embargo, la había pillado desprevenida.

—¿Dónde? —dijo.

Él se echó a reír.

—Aquí, en la Casa Blanca, por supuesto.

Maria recordaba que había una piscina en la galería que separaba la Casa Blanca del Ala Oeste. Nunca la había visto, pero sabía que Roosevelt la había mandado construir, y había oído decir que al presidente Kennedy le gustaba ir a nadar al menos una vez al día porque el agua le aliviaba la tensión que padecía en la espalda.

—Vendrán algunas chicas más —añadió Dave.

Lo primero que pensó Maria fue en su cabello. Casi todas las mujeres negras empleadas en una oficina se ponían postizos o pelucas para trabajar. Negros y blancos por igual tenían la sensación de que el aspecto natural del pelo de los negros no resultaba profesional. Ese día Maria se había hecho un moño estilo «colmena» gracias a un postizo trenzado cuidadosa y hábilmente con su propio cabello, que se había tratado con productos químicos para imitar la textura suave y lisa del pelo de las blancas. No era ningún secreto, y cualquier negra que la mirara lo detectaría a la primera. Pero seguro que un hombre blanco como Dave no se habría dado cuenta.

¿Cómo quería que fuera a nadar? Si se mojaba el pelo, acabaría hecho un desastre sin remedio.

Le daba demasiada vergüenza admitir cuál era el problema, pero enseguida se le ocurrió una excusa.

—Es que no tengo traje de baño.

—Nosotros tenemos bañadores —repuso Dave—. Te pasaré a buscar a mediodía. —Y colgó.

Maria consultó su reloj. Eran las doce menos diez.

¿Qué iba a hacer? ¿Dejarían que se metiera poco a poco en el agua por el lado donde no cubría y se bañara sin mojarse la cabeza?

Entonces comprendió que se estaba haciendo las preguntas equivocadas. Lo que de verdad tenía que saber era por qué la habían invitado, qué esperarían de ella… y si el presidente estaría allí.

Miró a la mujer del escritorio de al lado. Nelly Fordham estaba soltera y hacía una década que trabajaba en la Casa Blanca. Una vez había insinuado que, años atrás, había sufrido un desengaño amoroso.

Desde el principio había ayudado mucho a Maria, y en ese momento la miraba con curiosidad.

—¿«Es que no tengo traje de baño»? —dijo, repitiendo sus palabras.

—Me han invitado a la piscina del presidente —explicó Maria—. ¿Debo ir?

—¡Claro que sí! Siempre que me lo cuentes todo cuando vuelvas.

Maria bajó la voz.

—Me ha dicho que habrá más chicas. ¿Crees que estará el presidente?

Nelly miró alrededor, pero no había nadie escuchando.

—¿Que si le gusta a Jack Kennedy nadar rodeado de chicas guapas? —dijo—. No te darían ningún premio por acertar esa respuesta.

Maria todavía no estaba segura de si debía ir, pero entonces recordó que Larry Mawhinney le había dicho que era un témpano de hielo.

Eso la había herido. No era tan fría. Seguía siendo virgen a los veinticinco años porque aún no había conocido al hombre a quien querría entregarse en cuerpo y alma, pero no era frígida.

Dave Powers apareció por la puerta.

—¿Qué, vienes?

—Qué diablos, sí —respondió Maria.

Dave la llevó por las arcadas que bordeaban la Rosaleda hasta la entrada de la piscina. Dos chicas más llegaron en ese mismo momento.

Maria ya las había visto antes, siempre juntas; las dos eran secretarias de la Casa Blanca. Dave se las presentó.

—Estas son Jennifer y Geraldine, pero todos las conocen como Jenny y Jerry —dijo.

Las chicas llevaron a Maria a un vestidor en el que había una decena de bañadores, o más incluso, en unos colgadores. Jenny y Jerry se desvistieron enseguida. Maria se fijó en que las dos tenían una figura magnífica. No solía ver a chicas blancas desnudas; aunque eran rubias, las dos tenían el vello púbico oscuro y arreglado en un pulcro triángulo. Se preguntó si se lo cortarían con tijeras. A ella nunca se le había ocurrido hacer algo así.

Todos los bañadores eran de una pieza y estaban hechos de algodón. Maria rechazó los colores más extravagantes y escogió un discreto azul marino. Luego siguió a Jenny y a Jerry a la piscina.

Tres de las cuatro paredes lucían frescos de escenas caribeñas, palmeras y veleros. La cuarta estaba cubierta por espejos, y Maria contempló su propia imagen. Pensó que no estaba muy gorda, salvo por el trasero, que era demasiado grande. El azul marino le quedaba bien sobre la oscura piel morena.

Vio entonces una mesa con bebidas y sándwiches a un lado, pero se sentía demasiado nerviosa para comer nada.

Dave se había sentado en el borde de la piscina, descalzo y con los pantalones remangados, y movía los pies en el agua. Jenny y Jerry andaban de aquí para allá, charlando y riendo. Maria se sentó frente a Dave y metió los pies en la piscina, que estaba tibia como una bañera.

Un minuto después apareció el presidente Kennedy, y a Maria empezó a latirle más deprisa el corazón.

Llevaba puesto su habitual traje oscuro, una camisa blanca y una corbata estrecha. Se detuvo en el borde de la piscina y sonrió a las chicas. Maria percibió el aroma a cítricos de su colonia 4711.

—¿Os importa que me una a vosotras? —preguntó, como si la piscina fuese de ellas, y no suya.

—¡Por favor! —contestó Jenny.

Ella y Jerry no se sorprendieron al verlo, y Maria dedujo que no era la primera vez que se bañaban con él.

Kennedy entró en el vestidor y salió de nuevo con un bañador azul. Era esbelto y estaba moreno, se le veía en muy buena forma para ser un hombre de cuarenta y cuatro años, seguramente a causa de lo mucho que salía a navegar con su velero desde Hyannis Port, en el cabo Cod, donde tenía una residencia para las vacaciones. Se sentó en el borde, luego se dejó caer en el agua con un suspiro y nadó varios minutos.

Maria se preguntó qué diría su madre. Seguro que no vería con buenos ojos que su hija estuviera en una piscina con un hombre casado, por mucho que fuera el presidente. Pero allí no podía ocurrir nada, en la Casa Blanca, delante de Dave Powers y Jenny y Jerry…, ¿verdad?

El presidente se acercó nadando a donde estaba ella.

—¿Qué tal te van las cosas por la oficina de prensa, Maria? —Formuló la pregunta como si fuera la más importante del mundo.

—Muy bien, gracias, señor.

—¿Pierre es buen jefe?

—Muy bueno. A todos nos cae bien.

—También a mí.

Desde tan cerca, Maria le veía pequeñas arrugas en las comisuras de los ojos y la boca, y ligeras pinceladas grises en su denso cabello castaño rojizo. Se fijó en que no tenía los ojos azules; eran más bien color avellana.

Maria pensó que él se daba cuenta de que lo estaba observando, y que no le importaba. Tal vez estuviera acostumbrado. Tal vez incluso le gustara.

—¿Qué clase de trabajo haces? —preguntó el presidente, sonriendo.

—Una mezcla de varias cosas. —Se sentía abrumadoramente halagada. Era posible que él solo pretendiera ser amable, pero su interés por ella parecía genuino—. Sobre todo me encargo de investigar para Pierre. Esta mañana he estado peinando un discurso de Castro.

—Mejor tú que yo. ¡Sus discursos son larguísimos!

Maria se echó a reír. En su cabeza oía una voz que decía: «¡El presidente está bromeando conmigo sobre Fidel Castro! ¡En una piscina!».

—A veces Pierre me pide que redacte un comunicado de prensa —siguió explicando—, y esa es la mejor parte.

—Dile que te encargue más comunicados. Se te dan muy bien.

—Gracias, señor presidente. No encuentro palabras para decirle lo mucho que eso significa para mí.

—Eres de Chicago, ¿verdad?

—Sí, señor.

—¿Dónde vives ahora?

—En Georgetown. Comparto piso con dos chicas que trabajan en el Departamento de Estado.

—Tiene buena pinta. Bueno, me alegro de que te hayas instalado aquí. Valoro mucho tu trabajo, y sé que Pierre también.

Kennedy se volvió para hablar con Jenny, pero Maria no oyó lo que le dijo. Estaba demasiado emocionada. El presidente recordaba su nombre; sabía que era de Chicago; tenía en alta estima su trabajo.

Y, por si fuera poco, era muy atractivo. Se sentía tan liviana que podría haber levitado hasta la luna.

—Son las doce y media, señor presidente —dijo Dave tras consultar su reloj.

Maria no podía creer que llevaran media hora allí. A ella le habían parecido dos minutos, pero Kennedy salió de la piscina y se fue al vestidor.

Las tres chicas salieron también.

—Probad un sándwich —dijo Dave.

Se acercaron a la mesa y Maria intentó comer algo, ya que estaba en su descanso del almuerzo, pero el estómago parecía habérsele encogido y no le cabía nada dentro. Solo bebió un refresco de soda.

También Dave se marchó entonces, y las tres chicas volvieron a cambiarse y ponerse su ropa. Maria se miró en el espejo. Tenía el cabello algo mojado por la humedad de la piscina, pero seguía estando en perfecto estado.

Se despidió de Jenny y de Jerry, y luego regresó a la oficina de prensa. En su escritorio encontró un grueso informe sobre la asistencia sanitaria y una nota de Salinger pidiéndole un resumen de dos páginas para una hora después.

Vio que Nelly la estaba mirando.

—Bueno, ¿de qué se trataba? —preguntó su compañera.

Maria lo pensó un momento antes de contestar.

—No tengo ni idea.

George Jakes recibió un mensaje que le pedía que se pasara por las oficinas centrales del FBI para ver a Joseph Hugo, que trabajaba como ayudante del director del FBI, J. Edgar Hoover. El mensaje decía que la organización disponía de una información importante sobre Martin Luther King que Hugo deseaba compartir con el personal del secretario de Justicia.

Hoover detestaba a Martin Luther King. Ni un solo agente del FBI era negro. Hoover también detestaba a Bobby Kennedy. Detestaba a muchas personas.

George pensó en negarse a ir. Lo último que le apetecía era hablar con ese cabrón de Hugo, que había traicionado el movimiento de los derechos civiles y también a George personalmente. A veces todavía le dolía el brazo a causa de la agresión que había recibido en Anniston mientras Hugo, charlando y fumando con la policía, se limitaba a mirar.

Por otro lado, si había malas noticias, George quería ser el primero en enterarse. Quizá el FBI había pillado a King en plena aventura extramatrimonial o algo por el estilo. George agradecería la oportunidad de gestionar la difusión de cualquier información negativa relacionada con el movimiento de los derechos civiles. No quería que alguien como Dennis Wilson hiciese correr la voz por ahí. Por ese motivo tendría que ir a ver a Hugo, y seguramente soportar su regodeo.

Las oficinas centrales del FBI ocupaban una planta del mismo edificio que albergaba el Departamento de Justicia. George encontró a Hugo en un pequeño despacho cerca de los salones de su director.

Llevaba el pelo muy corto, al estilo del FBI, y vestía un traje sencillo y de un gris discreto con una camisa de nailon blanca y corbata azul marino. Sobre su escritorio había una cajetilla de cigarrillos mentolados y un expediente.

—¿Qué quieres? —dijo George.

Hugo sonrió de medio lado. No podía ocultar el placer que le causaba aquello.

—Uno de los asesores de Martin Luther King es comunista —anunció.

George se quedó de piedra. Esa acusación podía echar por tierra todo el movimiento de los derechos civiles. Sintió que lo invadía el frío de la inquietud. Nunca podía demostrarse que alguien «no» era comunista… y de todas formas la verdad poco importaba, la mera insinuación resultaba mortífera. Igual que una acusación de brujería en la Edad Media, era una forma fácil para azuzar el odio entre la gente estúpida e ignorante.

—¿Quién es ese asesor? —preguntó.

Hugo miró su expediente como si tuviera que refrescarse la memoria.

—Stanley Levison.

—No me parece un nombre negro.

—Es judío.

Hugo sacó una fotografía del expediente y se la pasó.

George vio un rostro blanco mediocre, con grandes entradas y gafas enormes. El hombre llevaba pajarita. George había conocido a King y a su gente en Atlanta, y ninguno de ellos tenía esa pinta.

—¿Estás seguro de que trabaja para la Conferencia del Liderazgo Cristiano del Sur?

—Yo no he dicho que trabajara exactamente para King. Es un abogado de Nueva York, y también un próspero hombre de negocios.

—¿Y en qué sentido es «asesor» del doctor King?

—Lo ayudó a conseguir editorial para su libro y lo defendió en un pleito por evasión de impuestos en Alabama. No se ven muy a menudo, pero sí hablan por teléfono.

George se irguió en su silla.

—¿Cómo puedes saber algo así?

—Tengo mis fuentes —respondió Hugo con aires de suficiencia.

—O sea que afirmas que el doctor King habla a veces por teléfono con un abogado de Nueva York y que le pide consejo sobre impuestos y asuntos editoriales.

—Un comunista.

—¿Cómo sabes que es comunista?

—Tengo mis fuentes.

—¿Qué fuentes?

—No podemos revelar la identidad de los informantes.

—Al secretario de Justicia, sí.

—Tú no eres el secretario de Justicia.

—¿Conoces el número de carnet de Levison?

—¿Qué? —Hugo se aturulló por un momento.

—Los miembros del Partido Comunista tienen carnet, como bien sabrás. Cada carnet tiene un número. ¿Cuál es el número de carnet de Levison?

Hugo fingió buscarlo.

—Me parece que no figura en este expediente.

—Es decir, que no puedes demostrar que Levison sea comunista.

—¿Demostrar? No necesitamos demostrar nada —espetó Hugo, molesto—. No vamos a procesarlo. Sencillamente informamos al secretario de Justicia de nuestras sospechas, tal como es nuestro deber.

George levantó la voz.

—Estás desacreditando el nombre del doctor King al afirmar que ha consultado con un abogado que es comunista… ¿y no me ofreces ninguna clase de prueba?

—Tienes razón —dijo Hugo, sorprendiendo a George—. Necesitamos más pruebas. Por eso pediré que intervengan el teléfono de Levison. —Las escuchas telefónicas debían ser autorizadas por el secretario de Justicia—. El expediente es para ti.

Se lo ofreció, pero George no lo aceptó.

—Si pinchas el teléfono de Levison escucharás algunas llamadas del doctor King.

Hugo se encogió de hombros.

—Los que hablan con comunistas corren el riesgo de ver intervenidas sus llamadas. ¿Qué hay de malo en ello?

George pensó que, en un país libre, sí había algo de malo, pero no dijo nada.

—No sabemos si Levison es comunista —insistió.

—Por eso tenemos que descubrirlo.

George cogió el expediente, se puso de pie y abrió la puerta.

—No dudes que Hoover le mencionará esto a Bobby la próxima vez que se vean. Así que no intentes guardártelo.

—Pues claro que no —replicó entonces George, aunque era algo que se le había pasado por la cabeza. De todas formas era una mala idea.

—¿Y qué vas a hacer?

—Se lo diré a Bobby —contestó George—. Él decidirá.

Salió del despacho y subió en ascensor hasta la quinta planta. Varios funcionarios del departamento salían justo entonces del despacho del secretario de Justicia. George asomó por la puerta. Como de costumbre, Bobby se había quitado la americana, iba arremangado y llevaba las gafas puestas. Era evidente que acababan de terminar una reunión.

George consultó su reloj: tenía unos cuantos minutos antes de la siguiente. Entró.

Bobby lo saludó con afecto.

—Hola, George, ¿qué tal te va?

Así había sido desde aquel día en que George había imaginado que Bobby estaba a punto de pegarle. El secretario de Justicia lo trataba como si fueran amigos íntimos. George se preguntaba si le sucedía a menudo. Tal vez Bobby tuviera que pelearse primero con alguien para luego poder estrechar la relación.

—Malas noticias —dijo.

—Siéntate y cuéntame.

George cerró la puerta.

—Hoover dice que ha encontrado un comunista en el círculo de Martin Luther King.

—Hoover es un camorrista, además de un soplapollas.

George se sobresaltó. ¿Insinuaba Bobby que Hoover era invertido?

Parecía imposible. Quizá solo pretendía insultarlo.

—Se llama Stanley Levison —siguió informando.

—¿Quién es?

—Un abogado al que el doctor King ha consultado sobre impuestos y otros asuntos.

—¿De Atlanta?

—No, Levison trabaja en Nueva York.

—No parece muy cercano a King.

—No creo que lo sea.

—Pero eso poco importa —dijo Bobby, cansado—. Hoover siempre puede hacer que parezca peor de lo que es.

—El FBI afirma que Levison es comunista, pero no quieren decirme qué pruebas tienen, aunque a usted podrían dárselas.

—Yo no quiero saber nada sobre cuáles son sus fuentes de información. —Bobby levantó las manos en un gesto defensivo—. Cargaría con la culpa de cualquier maldita filtración que se produzca de aquí a la eternidad.

—Ni siquiera conocen el número de carnet de Levison.

—Porque no tienen ni puñetera idea —espetó Bobby—. Están dando palos de ciego, pero eso no importa. La gente lo creerá.

—¿Qué vamos a hacer?

—King tiene que romper con Levison —afirmó Bobby con decisión—. Si no, Hoover filtrará la información, King se verá perjudicado y todo este lío de los derechos civiles se enredará más aún.

George no creía que la campaña de los derechos civiles fuera ningún «lío», pero los hermanos Kennedy sí. Sin embargo, la cuestión no era esa. La acusación de Hoover representaba una amenaza que había que afrontar, y Bobby tenía razón: la solución más sencilla era que King se distanciara de Levison.

—Pero ¿cómo vamos a conseguir que el doctor King haga eso? —preguntó.

—Vas a coger un avión a Atlanta para pedírselo —respondió Bobby.

George se sintió intimidado. Martin Luther King era famoso por desafiar la autoridad, y George sabía por Verena que en privado, igual que en público, no era precisamente fácil convencerlo de nada. No obstante, ocultó su aprensión bajo una pátina de calma.

—Llamaré ahora mismo para concertar una cita —dijo, y fue hacia la puerta.

—Gracias, George —contestó Bobby con evidente alivio—. Es genial poder confiar en ti.

El día después de ir a nadar con el presidente, Maria descolgó el teléfono y volvió a oír la voz de Dave Powers.

—Hay una pequeña fiesta de personal a las cinco y media —le anunció—. ¿Te gustaría venir?

Maria y sus compañeras de piso habían quedado para ir a ver a Audrey Hepburn y al bombón de George Peppard en Desayuno con diamantes, pero el personal más joven de la Casa Blanca nunca le decía que no a Dave Powers. Las chicas tendrían que babear por Peppard sin ella.

—¿Dónde será? —preguntó.

—Arriba.

—¿Arriba? —Así solían referirse allí a la residencia privada del presidente.

—Pasaré a buscarte —dijo Dave antes de colgar.

En ese mismo instante Maria deseó haberse puesto un conjunto más bonito ese día. Llevaba una falda plisada de cuadros escoceses y una blusa blanca muy sencilla con botones dorados. Se había arreglado el cabello en una melena sencilla, muy corta por detrás y con largos mechones a cada lado de la barbilla, como estaba de moda. Temía parecerse a cualquier otra oficinista de Washington.

—¿Te han invitado a la fiesta de personal de esta tarde? —le preguntó a Nelly.

—A mí no. ¿Dónde se celebra?

—Arriba.

—Qué suerte, chica.

A las cinco y cuarto Maria fue al servicio de señoras para arreglarse el pelo y retocarse el maquillaje. Se fijó en que ninguna de las demás mujeres que había allí se estaba acicalando, así que supuso que no las habían invitado. Quizá la reunión era solo para las nuevas incorporaciones.

A las cinco y media Nelly cogió su bolso para irse.

—Cuídate mucho esta tarde —le dijo a Maria.

—Tú también.

—No, lo digo en serio —insistió Nelly, y salió antes de que Maria pudiera preguntarle qué quería decir con eso.

Dave Powers se presentó un minuto después. La acompañó fuera de la oficina y la condujo hacia la Columnata Oeste. Pasaron de largo ante la puerta de la piscina y entraron de nuevo para coger un ascensor.

Una vez arriba, las puertas se abrieron a un majestuoso vestíbulo con dos grandes arañas de luz. Las paredes estaban pintadas de un color entre azul y verde que Maria pensó que podía describirse como eau de Nil. Apenas tuvo tiempo para asimilarlo.

—Estamos en el Salón Oeste —dijo Dave, y la condujo por una entrada abierta a una sala informal en la que había varios sofás cómodos y una enorme ventana en arco que daba a la puesta de sol.

Allí estaban las mismas dos secretarias del día anterior, Jenny y Jerry, pero nadie más. Maria se sentó preguntándose si se les uniría más gente. En la mesita de café había una bandeja con copas de cóctel y una jarra.

—Tómate un daiquiri —dijo Dave, y se lo sirvió sin esperar su respuesta.

Maria no solía beber alcohol, pero dio unos sorbos y le gustó.

Luego cogió un hojaldre de queso de la bandeja de aperitivos. ¿De qué iba todo aquello?

—¿Vendrá también la primera dama? —preguntó—. Me encantaría conocerla.

Se produjo un momento de silencio que le hizo sentir que había tenido muy poco tacto con su comentario.

—Jackie se ha ido a Glen Ora —informó Dave entonces.

Glen Ora era una granja de Middleburg, en Virginia, donde Jackie Kennedy tenía caballos y montaba con la Partida de Caza de Orange County. Quedaba más o menos a una hora de Washington.

—Se ha llevado a Caroline y a John John —dijo Jenny.

Caroline Kennedy tenía cuatro años, y John John, uno.

«Si yo estuviera casada con él —pensó Maria—, no lo dejaría solo para ir a montar a caballo».

De pronto entró el presidente y todos se pusieron de pie.

Se lo veía cansado y tenso, pero su sonrisa era tan cálida como siempre. Se quitó la americana, la lanzó sobre el respaldo de una silla, se sentó en el sofá, se reclinó y apoyó los pies en la mesita de café.

Maria sentía que había sido admitida en el grupo social más exclusivo del mundo. Estaba en casa del presidente, bebiendo y picando algo mientras él se sentaba con los pies en alto. Pasara lo que pasase después, siempre conservaría ese recuerdo.

Apuró su copa y Dave volvió a llenársela.

¿Por qué acababa de pensar «pase lo que pase después»? Allí había gato encerrado. Ella solo era una auxiliar que esperaba que no tardasen en ascenderla a asistente de la oficina de prensa. El ambiente era relajado, pero en realidad no estaba entre amigos. Ninguna de esas personas sabía nada de ella. ¿Qué hacía allí?

El presidente se levantó.

—Maria, ¿te gustaría acompañarme para que te enseñe la residencia? —preguntó.

¿Ver la residencia? ¿Acompañada del mismísimo presidente? ¿Quién se negaría?

—Desde luego.

Se levantó. El daiquiri se le había subido a la cabeza y sintió un ligero mareo, pero pasó enseguida.

Kennedy cruzó una puerta lateral y ella lo siguió.

—Esto era una habitación de invitados, pero la señora Kennedy la convirtió en un comedor —explicó.

Las paredes estaban cubiertas de cuadros de batallas de la guerra de Independencia. La mesa cuadrada del centro le pareció a Maria demasiado pequeña para aquel espacio, y la araña del techo demasiado grande para la mesa. Pero casi lo único que podía pensar era: «¡Estoy a solas con el presidente en la residencia de la Casa Blanca! ¡Yo! ¡Maria Summers!».

Él sonrió y la miró a los ojos.

—¿Qué te parece? —preguntó, como si no pudiera formarse su propia opinión hasta haber escuchado la de ella.

—Me encanta —dijo Maria, aunque deseó que se le hubiera ocurrido un cumplido más inteligente.

—Por aquí. —La llevó de nuevo hasta el Salón Oeste y cruzaron la puerta que había al otro lado—. Este es el dormitorio de la señora Kennedy —explicó el presidente, y cerró la puerta tras ellos.

—Es muy bonito —susurró ella.

En la pared de enfrente había dos ventanas altas con cortinas azul claro. A la izquierda de Maria se abría una chimenea con un sillón dispuesto sobre una alfombra cuyo estampado era de ese mismo azul.

En la repisa de la chimenea había una colección de dibujos enmarcados que irradiaban buen gusto e inteligencia, igual que Jackie. Al otro lado, la colcha de la cama y el dosel también hacían juego, igual que el tapete que cubría la mesita auxiliar redonda que había en un rincón. Maria nunca había visto una habitación como aquella, ni siquiera en las revistas.

Pero lo único que podía pensar era: «¿Por qué ha dicho que es “el dormitorio de la señora Kennedy”?». ¿Acaso no dormía él allí? La gran cama de matrimonio estaba compuesta por dos mitades separadas, y Maria recordó que el presidente tenía que dormir sobre un colchón duro por culpa de los problemas de espalda.

Él la condujo hasta la ventana para disfrutar de las vistas. La luz de la tarde caía con suavidad sobre el Jardín Sur y la fuente en la que los hijos de los Kennedy chapoteaban a veces.

—Qué bonito… —comentó Maria.

Él posó la mano en su hombro. Era la primera vez que la tocaba, y ella tembló un poco de emoción. Olía su colonia, estaba tan cerca que podía percibir el romero y el almizcle que subyacían a los cítricos.

Kennedy la miró con esa leve sonrisa que era tan cautivadora.

—Esta habitación es muy privada —murmuró el presidente.

Maria lo miró a los ojos.

—Sí —susurró.

Sentía un grado de cercanía muy íntimo con él, como si lo conociera de toda la vida, como si tuviera la absoluta certeza de que podía confiar en él y amarlo sin límites. Por un momento notó una punzada de culpa al pensar en George Jakes, pero George ni siquiera le había pedido una cita, así que lo apartó de su mente.

El presidente le puso la otra mano en el hombro y la empujó hacia atrás con suavidad. Cuando sus piernas tocaron la cama, Maria se sentó.

Él siguió empujando hasta que ella tuvo que apoyarse en los codos.

Todavía mirándola fijamente a los ojos, empezó a desabrocharle la blusa. Maria se avergonzó unos segundos de llevar esos botones de color dorado, allí, en aquel dormitorio de elegancia indescriptible. El presidente le puso entonces las manos sobre los pechos.

Maria sintió de pronto que detestaba el sujetador de nailon que separaba las pieles de ambos. Enseguida deshizo los botones que faltaban, se quitó la blusa, se llevó las manos a la espalda para desabrocharse el sostén y lo tiró también a un lado. Él contempló sus pechos con adoración, luego los tomó en sus suaves manos y los acarició con delicadeza al principio, más firmemente después.

Metió una mano bajo la falda escocesa y tiró de sus panties. Maria deseó haber pensado en recortarse el vello púbico como hacían Jenny y Jerry.

La respiración del presidente, como la de Maria, era pesada. Se desabrochó los pantalones del traje, se los bajó y se tumbó encima de ella.

¿Siempre sucedía tan deprisa? Maria no lo sabía.

La penetró con suavidad y entonces, al encontrar resistencia, se detuvo.

—¿No habías hecho esto nunca? —preguntó, sorprendido.

—No.

—¿Estás bien?

—Sí. —Estaba mejor que bien. Estaba feliz, anhelante, ansiosa.

Él empujó con más delicadeza. Algo cedió, y Maria sintió un dolor intenso. No pudo contener un suave sollozo.

—¿Estás bien? —repitió él.

—Sí. —No quería que parara.

Él siguió con los ojos cerrados mientras ella observaba su rostro, la expresión de concentración, la sonrisa de placer. Hasta que soltó un gemido de satisfacción, y todo terminó.

Kennedy se levantó y se subió los pantalones.

—El baño está por ahí —dijo con una sonrisa, señalando la puerta del rincón antes de subirse la cremallera.

De pronto Maria sintió vergüenza, tumbada en la cama con su desnudez bien visible. Se levantó enseguida. Cogió la blusa y el sujetador, se agachó para recoger los panties y corrió al baño.

—¿Qué acaba de ocurrir? —dijo, mirándose en el espejo.

«He perdido la virginidad —pensó—. He tenido relaciones con un hombre maravilloso. Que resulta ser el presidente de Estados Unidos. Y me ha gustado».

Se vistió y se retocó el maquillaje. Por suerte no le había alborotado el cabello.

«Este es el baño de Jackie», pensó con sentimiento de culpa, y de repente tuvo ganas de salir de allí.

El dormitorio estaba vacío. Cruzó la puerta, luego se volvió y miró otra vez la cama.

Se dio cuenta de que él ni siquiera le había dado un beso.

Cuando acabó de vestirse salió al Salón Oeste, encontró al presidente sentado allí, solo, con los pies sobre la mesita de café. Dave y las chicas se habían marchado y habían dejado allí la bandeja con las copas y los restos del tentempié. Kennedy parecía relajado, como si no hubiese ocurrido nada significativo. ¿Sería algo corriente para él?

—¿Te apetece comer algo? —preguntó—. La cocina está ahí mismo.

—No, gracias, señor presidente.

«Acaba de follarme y yo sigo llamándolo “señor presidente”», pensó.

Kennedy se puso de pie.

—Hay un coche en el Pórtico Sur que espera para llevarte a casa —dijo, y la acompañó al vestíbulo principal—. ¿Estás bien? —preguntó por tercera vez.

—Sí.

El ascensor llegó y ella se preguntó si le daría un beso de despedida.

No lo hizo. Maria entró en el ascensor.

—Buenas noches, Maria —dijo Kennedy.

—Buenas noches —repitió ella, y las puertas se cerraron.

Pasó una semana antes de que George tuviera ocasión de decirle a Norine Latimer que su relación había terminado.

Temía que llegara el momento.

Ya había roto antes con alguna chica, desde luego. Después de una o dos citas era fácil: no las volvía a llamar y ya estaba. Tras una relación más larga, por lo que él había vivido, la sensación solía ser mutua: ambos sentían que la emoción se había desvanecido. Pero el caso de Norine se encontraba entre ambos extremos. George salía con ella desde hacía apenas un par de meses, y se llevaban bien. Incluso había llegado a suponer que pronto pasarían la noche juntos. Lo último que esperaría Norine era que se la quitara de encima.

Quedaron para comer. Ella le pidió que la llevara al restaurante del sótano de la Casa Blanca, que todo el mundo conocía como «el comedor», pero no se admitían mujeres. George no quería ir a ningún sitio chic como el Jockey Club por miedo a que ella imaginara que estaba a punto de pedirle matrimonio. Al final fueron al Old Ebbitt’s, un tradicional restaurante de políticos que había visto días mejores.

Norine tenía más aspecto de árabe que de africana. Era de una belleza espectacular, con una melena negra y ondulada, la piel aceitunada y la nariz curva. Ese día se había puesto un jersey de punto suave y mullido que en realidad no le favorecía demasiado; George supuso que intentaba no intimidar a su jefe. Los hombres se sentían incómodos cuando tenían en la oficina a mujeres de aspecto autoritario.

—Siento mucho haber cancelado lo de anoche —dijo cuando ya habían pedido—. Me convocaron a una reunión con el presidente.

—Bueno, no puedo competir con el presidente —repuso ella.

A él le pareció un comentario bastante tonto. Por supuesto que no podía competir con el presidente; nadie podía. Sin embargo, no quería entrar en esa discusión. Fue directo al grano.

—Ha ocurrido algo —empezó a decir—. Antes de conocerte, había otra chica.

—Ya lo sé —dijo Norine.

—¿A qué te refieres?

—Me gustas, George. Eres listo, divertido y bueno. Y guapo, salvo por esa oreja.

—Pero…

—Pero sé ver cuándo un hombre bebe los vientos por otra.

—¿Ah, sí?

—Supongo que es Maria —dijo Norine.

George estaba atónito.

—¿Cómo puñetas lo has sabido?

—Has mencionado su nombre cuatro o cinco veces. Y nunca has hablado de ninguna otra chica de tu pasado. Así que no hay que ser un genio para suponer que sigue siendo importante para ti. Pero está en Chicago, así que pensé que tal vez podría lograr que la olvidaras.

De pronto a Norine se le entristeció el semblante.

—Ha venido a Washington —anunció George.

—Una chica lista.

—No por mí. Por trabajo.

—Lo mismo da, vas a dejarme por ella.

¿Cómo podía decirle que sí en ese momento? Sin embargo, era cierto, así que permaneció callado.

Les sirvieron la comida, pero Norine ni siquiera levantó el tenedor.

—Te deseo lo mejor, George —dijo—. Cuídate mucho.

Todo parecía demasiado repentino.

—Hum… tú también.

Ella se levantó.

—Adiós.

Solo había una cosa que decir.

—Adiós, Norine.

—Puedes comerte mi ensalada —añadió ella, y se marchó.

George jugó con la comida unos minutos, se sentía fatal. Norine había sido elegante, a su manera. Se lo había puesto fácil. Esperaba que se encontrara bien. No merecía que le hicieran daño.

Al salir del restaurante se fue a la Casa Blanca. Tenía que asistir a la Comisión para la Igualdad de Oportunidades en el Empleo, instituida por el presidente y dirigida por el vicepresidente Lyndon Johnson. George había formado una alianza con uno de los consejeros de Johnson, Skip Dickerson. Pero tenía media hora libre antes de que comenzara la reunión, así que se acercó a la oficina de prensa para ver a Maria.

Ese día ella llevaba un vestido de lunares con una cinta a juego en el pelo. La cinta seguramente servía para mantener en su sitio una peluca: la preciosa melena corta de Maria sin duda era artificial.

Cuando ella le preguntó cómo estaba, George no supo qué contestar. Se sentía culpable por Norine, pero por fin podía pedirle a Maria que saliera con él sin tener mala conciencia.

—Bastante bien, en general —dijo—. ¿Y tú?

—Hay días en que detesto a los blancos —contestó ella, bajando la voz.

—¿De dónde sale eso?

—No conoces a mi abuelo.

—No conozco a nadie de tu familia.

—Mi abuelo todavía predica en Chicago de vez en cuando, pero pasa la mayor parte del tiempo en su pequeña ciudad natal, Golgotha, en Alabama. Dice que nunca terminó de acostumbrarse al viento frío del Medio Oeste. Sigue siendo un hombre muy batallador. Se puso su mejor traje y se acercó al juzgado de Golgotha para inscribirse en el censo de votantes.

—¿Y qué sucedió?

—Lo humillaron. —Maria sacudió la cabeza—. Ya conoces sus argucias. Le hacen a la gente una prueba de alfabetización: tienen que leer en voz alta un fragmento de la constitución del estado, comentar-lo y luego escribirlo. El registrador escoge la cláusula que tienen que leer. A los blancos les pone una frase sencilla, como: «Ninguna persona será encarcelada por una deuda», pero a los negros les asigna párrafos complicados que solo un abogado podría entender. La decisión de si están lo bastante alfabetizados recae en el propio registrador, y desde luego siempre decide que los blancos sí pero los negros no.

—Hijos de perra.

—Y eso no es todo. A los negros que intentan inscribirse en el censo electoral los despiden del trabajo, como castigo, pero a mi abuelo no podían hacerle eso porque ya está jubilado. Así que, cuando salía del juzgado, lo detuvieron por holgazanear. Tuvo que pasar una noche en la cárcel… y eso no es ninguna broma cuando tienes ochenta años.

—Se le saltaron las lágrimas.

Esa historia fortaleció la determinación de George. ¿De qué tenía que quejarse él? Sí, algunas de las cosas que se veía obligado a hacer le daban ganas de lavarse las manos, pero trabajar para Bobby seguía siendo el método más efectivo para ayudar a gente como el abuelo Summers. Algún día esos sureños racistas acabarían machacados.

Consultó su reloj.

—Tengo una reunión con Lyndon.

—Háblale de mi abuelo.

—Puede que lo haga. —A George siempre se le hacía muy corto el tiempo que pasaba con Maria—. Siento irme tan deprisa, pero ¿te apetece que quedemos después del trabajo? —preguntó—. Podríamos ir a tomar algo, ¿y quizá cenar en algún sitio?

Ella le sonrió.

—Gracias, George, pero esta noche tengo una cita.

—Oh. —George se sentía desconcertado. No sabía muy bien por qué, pero no se le había ocurrido que pudiera estar saliendo con alguien—. Hum, mañana tengo que irme a Atlanta, pero regresaré dentro de dos o tres días. ¿Quizá el fin de semana?

—No, gracias. —Maria vaciló y luego explicó—: Es que salgo con alguien más o menos en serio.

George estaba desolado. Lo cual era estúpido: ¿cómo no iba a tener una relación seria con alguien una chica tan atractiva como Maria? Había sido un idiota. Se sintió desorientado, como si hubiese perdido pie.

—Un tipo con suerte —fue cuanto logró decir.

Ella sonrió.

—Es muy amable por tu parte.

George quería saber contra quién competía.

—¿Quién es él?

—No lo conoces.

«No, pero lo conoceré en cuanto sepa cómo se llama».

—Ponme a prueba.

Ella negó con la cabeza.

—Prefiero no decírtelo.

George estaba frustrado más allá de lo imaginable. Tenía un rival y ni siquiera sabía su nombre. Quería seguir interrogando a Maria, pero se resistía a actuar como un matón y presionarla; las chicas detestaban esa actitud.

—De acuerdo —dijo a regañadientes. Y con una falta de sinceridad monumental, añadió—: Que lo pases bien esta noche.

—Seguro que sí.

Se separaron, Maria regresó a la oficina de prensa y George fue hacia las salas del vicepresidente.

Estaba abatido. Maria le gustaba más que ninguna otra chica que hubiera conocido nunca, y la había perdido a manos de otro hombre.

«Me pregunto quién será».

Maria se quitó la ropa y se metió en la bañera con el presidente Kennedy.

Jack Kennedy se pasaba el día tomando pastillas, pero no había nada que le aliviara más el dolor de espalda que estar en el agua. Incluso se afeitaba en la bañera por las mañanas, y habría dormido ahí dentro de haber podido.

Aquella era la bañera de él, en el baño de él, con la botella turquesa y dorada de colonia 4711 de él en la repisa del lavabo. Desde aquella primera vez, Maria no había vuelto a estar en las habitaciones de Jackie.

El presidente tenía un dormitorio y un cuarto de baño propios, comunicados con los de su esposa por un pequeño pasillo en el que, por algún motivo, guardaban el tocadiscos.

Jackie volvía a estar fuera de la ciudad. Maria había aprendido a no torturarse pensando en la esposa de su amante. Sabía que estaba traicionando de una forma muy cruel a una mujer decente, y eso la consternaba, así que prefería no recordarlo.

Le encantaba aquel baño, que era más lujoso de lo que se pudiera soñar, con toallas suaves y albornoces blancos y jabones caros… y una familia de patitos de goma amarillos.

Ya tenían incluso su propia rutina. Cada vez que Dave Powers la invitaba, que era más o menos una vez a la semana, ella subía en ascensor a la residencia presidencial cuando terminaba de trabajar. Allí siempre encontraba una jarra de daiquiri y una bandeja de tentempiés preparada en el Salón Oeste. A veces estaba Dave, a veces estaban Jenny y Jerry, a veces no había nadie. Maria se servía una copa y esperaba, paciente aunque ansiosa, hasta que llegaba el presidente.

Poco después se trasladaban al dormitorio, que era el lugar preferido de Maria en el mundo entero. Tenía una cama de columnas con un dosel azul, dos sillas delante de una buena chimenea y pilas de libros, revistas y periódicos por todas partes. Maria sentía que podría vivir feliz en esa habitación el resto de su vida.

Él le había enseñado con mucho tacto a practicar el sexo oral, y ella había resultado ser una alumna ávida. Eso era lo que solía querer el presidente nada más llegar. A menudo lo pedía con impaciencia, casi con desesperación, y esa urgencia tenía algo de excitante. Pero Maria disfrutaba más de él después, cuando se relajaba y estaba más tierno y cariñoso.

A veces ponían un disco. A él le gustaban Sinatra, Tony Bennett y Percy Marquand. Nunca había oído hablar de los Miracles o las Shirelles.

Siempre tenían una cena fría preparada en la cocina: pollo, gambas, sándwiches, ensalada. Después de comer algo, se desnudaban y se metían en la bañera.

Ese día estaban sentados dentro de ella, el uno frente al otro.

—Te apuesto veinticinco centavos a que mi pato nada más deprisa que el tuyo —dijo Kennedy tras meter dos patitos en el agua. Su acento de Boston hacía que pronunciara algunas palabras casi como un británico.

Maria cogió un pato. Cuando estaba así era cuando más lo amaba: juguetón, bobo, infantil.

—De acuerdo, señor presidente —repuso—, pero que sea un dólar, si se atreve.

Seguía llamándolo «señor presidente» casi todo el tiempo. Su mujer lo llamaba Jack; sus hermanos lo llamaban Johnny. Maria solo lo llamaba Johnny en momentos de gran pasión.

—No puedo permitirme perder un dólar —dijo él riendo, pero era un hombre sensible y se dio cuenta de que ella no estaba de humor para juegos—. ¿Qué sucede?

—No lo sé. —Maria se encogió de hombros—. Normalmente no te hablo de política.

—¿Por qué no? La política es mi vida, y la tuya también.

—Ya te dan la lata todo el día. El tiempo que pasamos juntos es para relajarnos y divertirnos.

—Haz una excepción.

Buscó el pie de Maria, que estaba en el agua junto al muslo de él, y le acarició los dedos. Tenía unos pies bonitos y ella lo sabía, por eso siempre se pintaba las uñas.

—Algo te ha molestado —dijo él en voz baja—. Dime qué ha sido.

Cuando la miraba tan profundamente con sus ojos color avellana y su media sonrisa, ella estaba perdida.

—Anteayer encarcelaron a mi abuelo por intentar inscribirse en el censo de votantes.

—¿Lo encarcelaron? No pueden hacer eso. ¿De qué lo acusaron?

—De holgazanear.

—Ah. Sucedió en algún lugar del Sur.

—En Golgotha, Alabama. Su ciudad natal. —Vaciló, pero entonces decidió contarle toda la verdad, aunque quizá no le gustara—. ¿Quieres saber lo que dijo cuando salió de la cárcel?

—¿Qué dijo?

—Dijo: «Pensaba que con el presidente Kennedy en la Casa Blanca podría votar, pero supongo que me equivocaba». Eso me explicó mi abuela.

—Joder —dijo el presidente—. Creía en mí, y le he fallado.

—Eso es lo que cree él, supongo.

—¿Y qué crees tú, Maria? —Seguía acariciándole los dedos del pie.

Ella volvió a dudar mientras veía su pie oscuro entre las manos blancas de él. Temía que esa discusión pudiera volverse enconada.

Kennedy se mostraba susceptible ante la más leve insinuación de que era falso o poco coherente, o de que no había mantenido sus promesas como político. Si lo presionaba demasiado, tal vez pusiera fin a su relación. Y entonces ella moriría.

Aun así, tenía que ser sincera con él. Inspiró hondo e intentó mantener la calma.

—Tal como yo lo veo, no es un tema complicado —empezó a exponer—. Los sureños lo hacen porque pueden. La ley, según está, deja que se salgan con la suya a pesar de la Constitución.

—No del todo —la interrumpió él—. Mi hermano Bob ha incrementado el número de pleitos del Departamento de Justicia contra las violaciones de los derechos de los votantes. Tiene trabajando con él a un abogado negro joven y brillante.

Ella asintió con la cabeza.

—George Jakes. Lo conozco. Pero lo que hacen no es suficiente.

Él se encogió de hombros.

—Eso no puedo negarlo.

Maria no aflojó.

—Todo el mundo está de acuerdo en que tenemos que cambiar la legislación vigente promulgando una nueva ley de derechos civiles.

Mucha gente creyó que lo prometiste durante tu campaña electoral.

Y… nadie entiende por qué no lo has hecho ya. —Se mordió el labio y luego se arriesgó a ir más allá—: Yo incluida.

El rostro del presidente se endureció.

Maria se arrepintió al instante de haber sido tan franca.

—No te enfades —suplicó—. Por nada del mundo querría molestarte… pero me has hecho una pregunta, y quería ser sincera. —Se le saltaron las lágrimas—. Y mi pobre abuelo tuvo que pasar toda una noche en la cárcel, con su mejor traje.

Él se obligó a reír.

—No estoy enfadado, Maria. Contigo no, al menos.

—Puedes decirme lo que quieras. Te adoro. Yo jamás te juzgaría, eso tienes que saberlo. Solo dime cómo te sientes.

—Siento rabia porque soy débil, supongo —dijo él—. Solo tenemos mayoría en el Congreso contando a los demócratas sureños, que son muy conservadores. Si presento un proyecto de ley de derechos civiles, lo sabotearán… Y eso no es todo: como venganza, votarán en contra de todo mi programa sobre legislación nacional, incluido el Medicare. Y la protección sanitaria del Medicare podría mejorar las vidas de los estadounidenses de color más aún que una legislación sobre derechos civiles.

—¿Quiere eso decir que has tirado la toalla con los derechos civiles?

—No. El próximo noviembre tenemos las elecciones de mitad de legislatura. Le pediré al pueblo norteamericano que envíe a más demócratas al Congreso para poder cumplir mis promesas de campaña.

—¿Y lo harán?

—Tal vez no. Los republicanos me están atacando por el flanco de la política exterior. Hemos perdido Cuba, hemos perdido Laos y ahora perdemos Vietnam. He tenido que permitir que Jrushchov levante una valla de alambre de espino que cruza todo Berlín. Ahora mismo estoy contra las malditas cuerdas.

—Qué extraño —reflexionó Maria—. No puedes dejar que los negros del Sur voten porque eres vulnerable a causa de la política exterior.

—Todo líder tiene que mostrarse fuerte en el escenario internacional; si no, no conseguirá terminar nada.

—Pero ¿no podrías intentarlo? Presenta un proyecto de ley de derechos civiles, aunque probablemente pierdas. Al menos así la gente sabrá que eres sincero.

Él negó con la cabeza.

—Si presento un proyecto y me derrotan, pareceré débil. Eso pondría en peligro todo lo demás, y jamás tendría una segunda oportunidad con los derechos civiles.

—¿Y qué le digo a mi abuelo?

—Que hacer lo correcto no siempre es tan sencillo como parece, ni siquiera cuando se es presidente.

Se levantó, y ella lo siguió. Cada uno secó al otro con una toalla y luego fueron al dormitorio. Maria se puso una de las suaves camisas de dormir de algodón azul del presidente.

Volvieron a hacer el amor. Cuando él se sentía cansado, duraba poco, como la primera vez; pero esa noche estaba relajado. Volvió a adoptar un ánimo juguetón y se tumbó con ella en la cama para que ambos disfrutasen de sus cuerpos como si en el mundo no importara nada más.

Después se durmió enseguida. Ella, echada a su lado, sonreía de felicidad. No quería que llegara la mañana, el momento en que tendría que vestirse y regresar a la oficina de prensa para empezar su jornada laboral. Vivía en el mundo real como si fuera un sueño, esperando únicamente esa llamada de Dave Powers que significaba que podía despertar y regresar a la única realidad que significaba algo.

Sabía que algunas de sus compañeras debían de haber adivinado lo que hacía. Sabía que él jamás dejaría a su mujer por ella. Sabía que debería inquietarle la posibilidad de quedarse embarazada. Sabía que todo lo que hacía era una locura y estaba mal, y que seguramente no tendría un final feliz.

Y estaba demasiado enamorada para que nada de eso importara.

George comprendía por qué Bobby estaba tan satisfecho con poder enviarlo a él a hablar con King. Si el secretario de Justicia se veía obligado a ejercer presión sobre el movimiento de los derechos civiles, tenía más probabilidades de conseguir lo que buscaba utilizando a un mensajero negro. George pensó que Bobby tenía razón en cuanto a Levison, pero aun así no se sentía del todo cómodo con su papel; una sensación que empezaba a resultarle conocida.

En Atlanta hacía frío y llovía. Verena, que fue a buscar a George al aeropuerto, llevaba puesto un abrigo color tabaco con cuello de pieles negras. Estaba guapa, pero a George seguía doliéndole demasiado el rechazo de Maria para sentirse atraído por ella.

—Conozco a Stanley Levison —explicó Verena mientras llevaba a George en coche por la enorme extensión de la ciudad—. Un tipo muy sincero.

—Es abogado, ¿verdad?

—Más que eso. Ayudó a Martin a escribir Los viajeros de la libertad. Son íntimos.

—El FBI dice que Levison es comunista.

—Todo el que esté en desacuerdo con J. Edgar Hoover es comunista, según el FBI.

—Bobby dijo que Hoover es un soplapollas.

Verena se echó a reír.

—¿Crees que lo dijo con segundas?

—No lo sé.

—¿Hoover, un mariposón? —Ella meneó la cabeza sin dar crédito—. Sería demasiado bueno para ser cierto. La vida real nunca es tan divertida.

Verena condujo bajo la lluvia hasta el barrio de Old Fourth Ward, donde había cientos de negocios de propiedad negra. Parecía que en todas las manzanas hubiera una iglesia. Auburn Avenue había llegado a ser conocida como la calle negra más próspera de todo Estados Unidos, y la Conferencia del Liderazgo Cristiano del Sur tenía su sede central en el número 320. Aparcó frente a un edificio de dos pisos construido con ladrillo rojo.

—Bobby cree que el doctor King es arrogante —comentó George.

Ella se encogió de hombros.

—Martin cree que Bobby es arrogante.

—¿Tú qué crees?

—Que ambos tienen razón.

George se echó a reír. Le gustaba el afilado ingenio de Verena.

Corrieron por la acera mojada y entraron en el edificio. Tuvieron que esperar frente al despacho de King unos quince minutos, hasta que los llamaron.

Martin Luther King era un hombre apuesto de treinta y tres años con bigote y entradas prematuras en su pelo negro. No tenía mucha estatura —George le calculó poco más de un metro sesenta y cinco— y era algo grueso. Llevaba puesto un traje gris oscuro bien planchado, con una camisa blanca y una corbata estrecha de satén negro, además de grandes gemelos. Del bolsillo de la americana asomaba un pañuelo blanco de seda. George percibió un leve olor a colonia. Le dio la impresión de que era un hombre a quien le resultaba importante la dignidad. George simpatizó con él; sentía lo mismo.

King le estrechó la mano.

—La última vez que nos vimos participaba usted en un viaje de la libertad e iba de camino hacia Anniston. ¿Qué tal ese brazo?

—Ya está curado del todo, gracias —dijo George—. He dejado la lucha de competición, pero estaba dispuesto a hacerlo de todas formas. Ahora entreno a un equipo de instituto en Ivy City. —Era un barrio negro de Washington.

—Eso está bien —opinó King—. Enseñar a los niños negros a utilizar la fuerza en un deporte disciplinado, con reglas. Siéntese, por favor. —Le indicó una silla y retrocedió hasta el otro lado de su escritorio—. Explíqueme por qué lo ha enviado el secretario de Justicia a hablar conmigo. —En su voz se percibía un deje de orgullo herido.

Quizá King pensaba que Bobby debería haber acudido en persona.

George recordó que dentro del movimiento de los derechos civiles había quien llamaba a King «De Lawd», el señorito.

Le expuso resumidamente el problema de Levison, con eficiencia y sin omitir nada, salvo la petición de intervenirle el teléfono.

—Bobby me ha enviado para que le ruegue, con la mayor vehemencia posible, que rompa todos los vínculos que le unen al señor Levison —dijo para concluir—. Es la única forma de protegerse de la acusación de simpatizar con los comunistas, una acusación que puede hacerle un daño incalculable a este movimiento en el que tanto usted como yo creemos.

—Stanley Levison no es comunista —afirmó King tras escuchar a George.

Este abrió la boca para formular una pregunta, pero el pastor levantó una mano para silenciarlo; no era un hombre que tolerara las interrupciones.

—Stanley nunca ha sido miembro del Partido Comunista. El comunismo es ateo, y a mí, como seguidor de Nuestro Señor Jesucristo, me resultaría imposible ser íntimo amigo de un ateo. Sin embargo… —añadió inclinándose hacia delante sobre el escritorio—, esa no es toda la verdad.

Guardó silencio un momento, pero George sabía que no debía tomar la palabra aún.

—Deje que le explique toda la verdad sobre Stanley Levison —prosiguió King.

George tenía la sensación de estar a punto de escuchar un sermón.

—A Stanley se le da bien hacer dinero. Eso lo avergüenza. Siente que debería dedicar su vida a ayudar al prójimo. Así que cuando era joven se sintió… fascinado. Sí, esa es la palabra. Se sintió fascinado por los ideales del comunismo. Aunque nunca se afilió al Partido Comunista de Estados Unidos, sí le ofreció su extraordinario talento de varias formas. No tardó en ver lo equivocado que estaba, rompió su asociación con ellos y entregó su apoyo a la causa de la libertad y la igualdad para los negros. Y así llegó a ser amigo mío.

George esperó hasta estar seguro de que King había terminado.

—Lamento muchísimo saber eso, pastor —dijo entonces—. Si Levison ha sido asesor financiero del Partido Comunista, está marcado para siempre.

—Pero ha cambiado.

—Yo le creo, pero otros no lo harán. Si continúa su relación con Levison estará dando munición a nuestros enemigos.

—Que así sea —dijo King.

George quedó estupefacto.

—¿Qué quiere decir?

—Que las reglas morales deben obedecerse aunque no nos con-vengan. De otro modo, ¿para qué necesitaríamos reglas?

—Pero si sopesa…

—No sopesamos nada —interrumpió King—. Stanley hizo mal en ayudar a los comunistas. Se ha arrepentido y está reparando el daño que cometió. Yo soy un predicador al servicio del Señor. Debo perdonar igual que hace Jesús y recibir a Stanley con los brazos abiertos. Habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos. Yo mismo me veo a menudo en la necesidad de recibir la gracia de Dios, ¿cómo voy a negarle misericordia a otro?

—Pero el precio…

—Soy un pastor cristiano, George. La doctrina del perdón imbuye mi alma, más aún que la libertad y la justicia. No podría renunciar a ella a cambio de ningún premio.

George se dio cuenta de que su misión estaba condenada al fracaso.

King era completamente sincero. No había ninguna posibilidad de hacerle cambiar de opinión, así que se levantó.

—Gracias por dedicar tiempo a explicarme su punto de vista. Se lo agradezco, y también el secretario de Justicia.

—Que Dios le bendiga —dijo King.

George y Verena salieron del despacho y del edificio. Sin decirse nada, subieron al coche de Verena.

—Te llevaré al hotel.

George asintió con la cabeza. Seguía pensando en las palabras de King y no le apetecía hablar.

Recorrieron el trayecto en silencio hasta que ella aparcó a la entrada del hotel.

—¿Y bien? —le preguntó a George.

—King ha conseguido que me avergüence de mí mismo.

—Eso es lo que hacen los predicadores —dijo la madre de George—. Es su trabajo, y es por tu bien.

Le sirvió a su hijo un vaso de leche y un trozo de pastel. A él no le apetecía ni lo uno ni lo otro. Se lo había contado todo, sentados ambos en la cocina.

—Tenía tanta fuerza de espíritu… —dijo George—. En cuanto supo lo que era correcto, se decidió a seguir ese camino sin que le importara nada más.

—No lo idealices demasiado —comentó Jacky—. Nadie es un ángel; sobre todo si se trata de un hombre.

Era última hora de la tarde y ella seguía llevando puesta la ropa del trabajo, un sencillo vestido negro y zapatos planos.

—Ya lo sé, pero ahí estaba yo, intentando convencerlo de que abandonara a un amigo leal por cínicas razones políticas, y él no hizo más que hablar del bien y del mal.

—¿Cómo está Verena?

—Ojalá la hubieras visto, con ese abrigo con cuello negro de pieles.

—¿La invitaste a algo?

—Cenamos juntos. —Aunque George no se había despedido de ella con un beso.

—Me gusta esa tal Maria Summers —dijo de pronto Jacky, sin que viniera a cuento.

George se sobresaltó.

—¿Qué sabes de ella?

—Pertenece al club. —Jacky era la supervisora del personal de color en el Club de Mujeres Universitarias—. No hay muchas socias negras, así que charlamos, por supuesto. Mencionó que trabajaba en la Casa Blanca y yo le hablé de ti, y nos dimos cuenta de que ya os conocíais. Su familia es muy agradable.

George estaba divertido.

—¿Y eso cómo lo sabes?

—Llevó a sus padres a comer. Su padre es un gran abogado de Chicago y conoce al alcalde Daley.

Daley era un gran defensor de Kennedy.

—¡Pero si sabes más que yo!

—Las mujeres escuchamos. Los hombres hablan.

—A mí también me gusta Maria.

—Bien. —Jacky arrugó la frente al recordar el tema inicial de la conversación—. ¿Qué te dijo Bobby Kennedy cuando volviste de Atlanta?

—Que va a autorizar las escuchas telefónicas de Levison. Eso significa que el FBI tendrá acceso a algunas de las conversaciones telefónicas del doctor King.

—¿Importa mucho? Todo lo que hace King está pensado para ser publicitado.

—Puede que descubran con antelación cuál será su siguiente movimiento. Si es así, les pasarán el soplo a los segregacionistas, que podrán planear con tiempo y encontrar formas de echar por tierra el trabajo de King.

—Es malo, pero no es el fin del mundo.

—Podría informar a King de las escuchas, decirle a Verena que lo avise para que tenga cuidado con lo que le explica a Levison por teléfono.

—Estarías traicionando la confianza de tus compañeros de trabajo.

—Eso es lo que me inquieta.

—De hecho, seguramente deberías dimitir.

—Exacto, porque me sentiría como un traidor.

—Además, puede que descubrieran lo del soplo y, cuando miraran alrededor en busca del culpable, solo encontrarían un rostro negro en toda la sala, el tuyo.

—Quizá debería irme de todos modos, si es lo correcto.

—Pero si tú te vas, George, no habrá ningún rostro negro en el círculo más íntimo de Bobby Kennedy.

—Sabía que dirías que tengo que cerrar la boca y quedarme.

—Es duro, pero sí, creo que es lo que deberías hacer.

—Yo también —dijo George.