10

ESE mes de agosto llamaron a Rebecca para que acudiera a la jefatura de la policía secreta por segunda vez.

Atemorizada, se preguntó qué querría la Stasi en esa ocasión. Ya le habían destrozado la vida: la habían engañado con un matrimonio que había sido una farsa y se había quedado sin trabajo, sin duda porque ellos mismos ordenaban a las escuelas que no la contrataran.

¿Qué más podían hacerle? Desde luego, no podían meterla en la cárcel cuando ella misma había sido su víctima, ¿no?

Sin embargo, podían hacer lo que les viniera en gana.

Era un día muy caluroso, y ella subió a un autobús en dirección al otro extremo de la ciudad de Berlín. El nuevo edificio de la jefatura era tan feo como la organización a la que representaba, una caja de hormigón de líneas rectas para personas cuyas mentes eran todas cuadradas e igual de rectilíneas. Una vez más, la escoltaron hasta el ascensor y por aquellos pasillos de color amarillento enfermizo, pero en esta ocasión la condujeron a otro despacho, en cuyo interior encontró a su marido, Hans, que la estaba esperando. Cuando lo vio, una oleada de ira aún más fuerte reemplazó al miedo que había sentido hasta entonces.

A pesar de que era consciente del daño que podía hacerle, estaba demasiado furiosa para doblegarse ante él.

Hans llevaba un traje de color gris azulado con el que nunca lo había visto. Tenía un despacho amplio con dos ventanas y muebles nuevos y modernos; al parecer, ocupaba un lugar más alto en el escalafón de lo que ella sospechaba.

—Esperaba ver al sargento Scholz —dijo tratando de ganar tiempo para poner sus ideas en orden.

Hans miró hacia otro lado.

—No era el hombre adecuado para realizar tareas relacionadas con la seguridad.

Rebecca se dio cuenta de que Hans le ocultaba algo. Era muy probable que hubiesen despedido a Scholz, o tal vez lo habían degradado a policía de tráfico.

—Supongo que se equivocó interrogándome aquí, en lugar de hacerlo en la comisaría local de policía.

—No debería haberte interrogado, simplemente. Siéntate ahí. —Señaló una silla frente a su escritorio, grande y feo.

La silla estaba hecha de un armazón de tubos de metal y plástico rígido de color naranja, diseñada para que sus víctimas se sintiesen aún más incómodas, dedujo Rebecca. Su furia contenida le daba fuerza para desafiar a Hans, de manera que en lugar de sentarse, se dirigió a la ventana y miró hacia el aparcamiento.

—Ha sido una pérdida de tiempo, ¿no es así? —dijo—. Te tomaste todas esas molestias para vigilar a mi familia y no has descubierto a ningún espía ni a ningún saboteador. —Se volvió para mirarlo—. Tus jefes deben de estar muy enfadados contigo.

—Todo lo contrario —repuso Hans—. Esta se considera una de las operaciones de mayor éxito de la historia de la Stasi.

Rebecca no entendía cómo era eso posible.

—No puedes haber descubierto nada interesante.

—Mi equipo ha elaborado una tabla con todos los socialdemócratas de la Alemania del Este y los vínculos que hay entre ellos —explicó él con orgullo—. Y obtuvimos la información clave en tu casa: tus padres conocen a los contrarrevolucionarios más importantes y muchos iban a visitarlos.

Rebecca arrugó la frente. Era cierto que la mayoría de las personas que iban a la casa eran antiguos socialdemócratas, era natural.

—Pero si son solo unos amigos —dijo.

Hans soltó una carcajada burlona.

—¡Solo unos amigos! —exclamó con desdén—. Por favor, ya sé que no nos consideras muy brillantes que digamos, tú misma lo repetiste muchas veces cuando vivía contigo, pero no somos del todo idiotas.

A Rebecca se le ocurrió que Hans y el resto de la policía secreta estaban obligados a creer —o, al menos, a fingir que así era— en fabulosas conspiraciones contra el gobierno. De lo contrario, su trabajo era una pérdida de tiempo, así que Hans había construido una red imaginaria de socialdemócratas tomando como base el domicilio de la familia Franck, todos tramando un complot para derrocar al gobierno comunista.

Ojalá fuera cierto.

—Por supuesto, la intención no era que acabara casándome contigo —dijo él—. Un flirteo, lo justo para que pudiera entrar en tu casa con libertad, eso era todo lo que teníamos planeado.

—Mi propuesta de matrimonio debió de suponer un auténtico problema para ti.

—Nuestro proyecto iba viento en popa. La información que estaba consiguiendo era crucial. Cada una de las personas que veía en tu casa nos conducía a más socialdemócratas. Si hubiese rechazado tu propuesta, el grifo se habría cerrado.

—Hay que ver qué valiente eres… —se burló Rebecca—. Estarás orgulloso de ti mismo.

Él la miró fijamente. Por un momento no supo interpretar su expresión. Era evidente que estaba pensando en algo, pero ella no acertaba a adivinarlo. Se le pasó por la cabeza que tal vez quisiera tocarla o besarla. La sola idea hacía que se le pusiera la carne de gallina. Luego Hans sacudió la cabeza, como para ahuyentar lo que fuera que estuviera pensando.

—No estamos aquí para hablar sobre nuestro matrimonio —dijo con exasperación.

—¿Por qué estamos aquí?

—Provocaste un incidente en la oficina de empleo.

—¿Un incidente? Le pregunté al hombre que tenía delante de mí en la fila cuánto tiempo llevaba en paro. La mujer del mostrador se levantó y se puso a dar voces, gritándome: «¡En los países comunistas no hay desempleo!». Miré a la cola, a toda la gente que tenía delante y detrás, y me eché a reír. ¿Eso es un incidente?

—Te pusiste a reír como una histérica y no querías dejar de hacerlo, y luego tuvieron que expulsarte del edificio.

—Es verdad que no podía parar de reír. Lo que dijo era tan absurdo…

—¡No era absurdo! —Hans sacó un cigarrillo de una cajetilla de f6. Como todos los matones, se ponía nervioso cuando alguien le plantaba cara—. Esa mujer tenía razón —dijo—. En la Alemania Oriental nadie está en paro. El comunismo ha resuelto el problema del de sempleo.

—No, por favor… —exclamó Rebecca—. Vas a hacerme reír otra vez y entonces tendrán que echarme de este edificio también.

—El sarcasmo no te va a ayudar en absoluto.

La joven examinó una fotografía enmarcada en la pared en la que aparecía Hans estrechándole la mano a Walter Ulbricht, el líder de la Alemania Oriental. Ulbricht lucía una calva, además de barba y perilla; el parecido con Lenin resultaba un tanto cómico.

—¿Qué te dijo Ulbricht? —preguntó Rebecca.

—Me felicitó por mi ascenso a capitán.

—Supongo que eso también forma parte de tu recompensa por engañar a tu esposa de una forma tan cruel. Así que dime, si no estoy en el paro, ¿dónde estoy?

—Ahora mismo estás sometida a una investigación por parasitismo social.

—¡Eso es una barbaridad! He trabajado toda mi vida desde que acabé los estudios. Ocho años seguidos, sin un solo día de baja por enfermedad. Me han concedido ascensos y asignado más responsabilidades, incluida la supervisión de los nuevos maestros. Y entonces, un día descubro que mi marido es un espía de la Stasi y poco después me despiden. Desde entonces he acudido a seis entrevistas de trabajo. En todas las ocasiones la escuela estaba desesperada porque empezase lo antes posible, pero a pesar de eso, sin darme explicaciones ni ninguna razón concreta, todas me escribieron poco tiempo después diciéndome que no podían ofrecerme el puesto. ¿Tú sabes por qué?

—No te quiere nadie.

—Todos me quieren. Soy una buena maestra.

—Ideológicamente no eres una persona de fiar. Serías una mala influencia para los jóvenes impresionables.

—Tengo unas referencias impecables de la última escuela en la que trabajé.

—De Bernd Held, querrás decir. Él también está siendo investigado por sus tendencias ideológicas.

Rebecca sintió un escalofrío de miedo en el pecho y trató de mantener el rostro inexpresivo. Sería terrible si Bernd, un hombre tan bueno y competente en su trabajo, se metiese en algún problema por culpa suya. «Tengo que advertirle», pensó.

No logró ocultar sus sentimientos a Hans.

—Eso te ha impresionado, ¿verdad? —dijo su marido—. Siempre he sospechado de ese Bernd. Estoy seguro de que te gustaba.

—Me propuso que tuviera una aventura con él —admitió Rebecca—, pero yo no quería engañarte. Fíjate qué idea más tonta…

—Os habría pillado.

—Y en vez de eso, te pillé yo a ti.

—Yo cumplía con mi deber.

—Así que estás haciendo todo lo posible para que no consiga trabajo y además me acusas de parasitismo social. ¿Qué esperas que haga?

¿Que me vaya a Occidente?

—Emigrar sin permiso es un delito.

—¡Pero si lo hace muchísima gente! He oído que el número ha aumentado a casi mil personas al día: profesores, médicos, ingenieros… ¡incluso agentes de policía! ¡Ah…! —De pronto la asaltó una idea—. ¿Fue eso lo que pasó con el sargento Scholz?

Hans parecía nervioso.

—No es asunto tuyo.

—Lo sé por la cara que pones. Así que Scholz desertó y se fue a Occidente. ¿Por qué crees tú que todas esas personas respetables se vuelven criminales? ¿Es porque quieren vivir en un país donde haya elecciones libres y esas cosas?

Hans levantó la voz con furia.

—Las elecciones libres nos dieron a Hitler. ¿Es eso lo que quieren?

—Tal vez no quieren vivir en un lugar donde la policía secreta puede hacer lo que le da la gana. Como imaginarás, eso pone nerviosa a la gente.

—¡Solo a aquellos que tienen secretos y son culpables!

—Bueno, ¿y qué secreto tengo yo, Hans? Vamos, dímelo.

—Eres un parásito social.

—Así que primero impides que consiga trabajo y luego me amenazas con meterme en la cárcel por no tenerlo. Supongo que me enviarían a un campo de trabajo, ¿verdad? Entonces sí que estaría empleada, solo que no me pagarían. Me encanta el comunismo, ¡es tan lógico! ¿Por qué habrá gente tan desesperada por escapar de él, me pregunto yo?

—Tu madre me dijo muchas veces que nunca emigraría a Berlín Oeste. Para ella sería como huir.

Rebecca se preguntó adónde querría ir a parar con aquello.

—¿Entonces…?

—Si cometes el delito de emigrar de forma ilegal, nunca podrás volver.

Rebecca entendió qué quería decir con aquello y sintió que la invadía la desesperación.

—Nunca volverías a ver a tu familia —dijo él con aire triunfal.

Rebecca se sentía destrozada. Salió del edificio y se dispuso a esperar en la parada del autobús. Hiciese lo que hiciese, se vería obligada a elegir entre perder a su familia o renunciar a su libertad.

Profundamente abatida, se subió al autobús que iba a la escuela donde trabajaba antes. No estaba preparada para soportar la nostalgia que la golpeó como un puñetazo cuando entró en el edificio: el griterío de los chicos jóvenes, el olor a tiza y a limpiador, los tablones de anuncios, las botas de fútbol y los carteles de prohibido correr. Se dio cuenta de lo feliz que había sido como maestra. Era un trabajo de una gran importancia, y a ella se le daba bien. No podía soportar la idea de renunciar a seguir dando clases.

Bernd estaba en el despacho del director y llevaba un traje de pana negro. La tela se veía muy desgastada, pero el color le sentaba bien.

Esbozó una sonrisa radiante al verla asomar por la puerta.

—¿Te han nombrado director? —preguntó Rebecca, aunque imaginaba cuál era la respuesta.

—Eso no va a ocurrir —respondió él—, pero hago la función de director de todos modos, y me encanta. Mientras tanto, nuestro antiguo jefe, Anselm, está trabajando de director en una escuela muy grande de Hamburgo… y gana el doble de sueldo que nosotros. ¿Y tú qué tal? Anda, siéntate.

Rebecca tomó asiento y le habló de sus entrevistas de trabajo.

—Es la venganza de Hans —dijo—. No tendría que haber tirado por la ventana su maldita maqueta de cerillas.

—Puede que no se trate de eso —repuso Bernd—. Ya he visto esa misma reacción otras veces: hombres que odian a las personas a quienes han tratado de forma injusta, por paradójico que pueda parecer. Creo que eso se debe a que la víctima es un recordatorio perpetuo de su comportamiento vergonzoso.

Bernd era muy inteligente. Rebecca lo echaba de menos.

—Me da miedo que Hans te odie a ti también —dijo—. Me contó que te están investigando por ideología sospechosa, porque me escribiste unas referencias.

—Oh, mierda.

Bernd se frotó la cicatriz de la frente, una señal de que estaba preocupado. Las relaciones con la Stasi nunca tenían un final feliz.

—Lo siento.

—Pues no lo sientas. Me alegro de haberte escrito esas referencias, y volvería a hacerlo, siempre. Alguien tiene que decir la verdad en este maldito país.

—Hans también descubrió, de alguna manera, que tú… te sentías atraído por mí.

—¿Y está celoso?

—Cuesta imaginarlo, ¿verdad?

—No, en absoluto. Ni siquiera un espía podría evitar enamorarse de ti.

—No digas bobadas.

—¿Para eso has venido? —preguntó Bernd—. ¿Para advertirme?

—Y para decirte… —Tenía que ser discreta, incluso con Bernd—. Para decirte que seguramente no te veré durante algún tiempo.

—Ah. —Asintió para mostrar que la había entendido.

La gente rara vez decía que se iba al otro lado, a Occidente. Podían detenerte solo por planearlo, y si alguien descubría que tenías intención de hacerlo y no informaba de ello a la policía, estaba cometiendo un delito, de manera que nadie salvo la familia más inmediata quería cargar con el peso culpable de conocer esa información.

Rebecca se puso de pie.

—Así que gracias por tu amistad.

Él rodeó el escritorio y le tomó las manos.

—No, gracias a ti. Y buena suerte.

—Buena suerte a ti también.

La joven se dio cuenta de que, en su subconsciente, ella ya había tomado la decisión de desertar, y justo estaba pensando en eso con una mezcla de sorpresa y ansiedad, cuando Bernd inclinó la cabeza de improviso y la besó.

Ella no se lo esperaba. Fue un beso delicado. Bernd mantuvo sus labios unidos a los de ella unos segundos, pero no abrió la boca. Rebecca cerró los ojos. Después de un año viviendo la farsa de su matrimonio, era agradable saber que alguien la encontraba verdaderamente deseable, incluso digna de ser amada. Sintió el impulso de lanzar los brazos alrededor de él, pero lo contuvo. Sería una locura dar pie en ese momento a una relación condenada al fracaso. Al cabo de unos instantes, Rebecca se apartó de él.

Sintió que estaba al borde de las lágrimas, pero tampoco quería que Bernd la viera llorar.

—Adiós —acertó a decir con la voz entrecortada, y acto seguido se dio media vuelta y salió deprisa de la habitación.

Decidió que se marcharía al cabo de dos días, la madrugada del domingo.

Todos se levantaron para despedirse de ella.

No tenía estómago para desayunar nada, se sentía demasiado triste.

—Seguramente me iré a Hamburgo —dijo, fingiendo estar de buen humor—. Anselm Weber es el director de una escuela allí y estoy segura de que me contratará.

—Podrías conseguir trabajo en cualquier parte de la Alemania Occidental —dijo su abuela Maud, enfundada en una bata de seda de color púrpura.

—Pero estaría bien conocer por lo menos a alguien en la ciudad —dijo Rebecca con tristeza.

—Tengo entendido que el panorama musical en Hamburgo está muy animado —intervino Walli—. Me reuniré contigo allí en cuanto pueda dejar los estudios.

—Si dejas los estudios, tendrás que trabajar —le dijo su padre a Walli con un tono sarcástico—. Esa sí sería una experiencia nueva para ti…

—No os peleéis esta mañana —pidió Rebecca.

Su padre le dio un sobre con dinero.

—En cuanto llegues al otro lado, busca un taxi —le indicó—. Vete directamente a Marienfelde. —Había un centro de refugiados en Marienfelde, en el sur de la ciudad, cerca del aeropuerto de Tempelhof—. Pon en marcha el proceso de emigración. Estoy seguro de que tendrás que hacer cola y esperar durante horas, tal vez días. En cuanto tengas todos los papeles en orden, dirígete a la fábrica. Me encargaré de abrir-te una cuenta bancaria en la Alemania Occidental y de todos los trámites.

Su madre estaba llorando.

—Volveremos a verte —dijo—. Puedes volar a Berlín Oeste cuando quieras y nosotros cruzaremos la frontera para encontrarnos contigo. Haremos picnics en la playa de Wannsee…

Rebecca estaba haciendo un esfuerzo por contener las lágrimas.

Metió el dinero en una pequeña bandolera, que era lo único que iba a llevar. Si cargaba con algo más, cualquier cosa que pudiese parecer un equipaje, los vopos podían detenerla en la frontera. Quería quedarse allí unos minutos más, pero si lo hacía, temía arrepentirse y dar marcha atrás en su decisión. Besó y abrazó a cada uno de ellos: a la abuela Maud, a su padre adoptivo, Werner, a sus hermanos adoptivos, Lili y Walli, y por último a Carla, la mujer que le había salvado la vida, la madre que no era su verdadera madre y que por esa misma razón era incluso más preciosa para ella.

Luego, con los ojos anegados en lágrimas, salió de la casa.

Era una mañana radiante de verano, con un cielo azul y despejado.

Trató de ver las cosas con optimismo: estaba empezando una nueva vida, lejos de la represión sombría de un régimen comunista, y volvería a ver a su familia de nuevo, de una forma u otra.

Caminó a paso rápido, recorriendo las calles del casco antiguo de la ciudad. Pasó por el extenso campus del hospital universitario de la Charité y torció para enfilar hacia Invalidenstrasse. A su izquierda quedaba el puente de Sandkrug, que soportaba el tráfico que cruzaba el canal de navegación de Berlín-Spandau hasta el Berlín occidental.

Solo que ese día no era así.

Al principio, Rebecca no estaba segura de lo que veían sus ojos: había una fila de vehículos completamente parados a escasos metros del puente. Más allá de los coches, una aglomeración de gente parecía estar mirando algo con mucha atención. Tal vez se había producido un accidente en el puente. Sin embargo, a su derecha, en Platz vor dem Neuen Tor, veinte o treinta soldados de la Alemania Oriental permanecían de brazos cruzados sin hacer nada. Detrás de ellos había dos tanques soviéticos.

La escena era desconcertante y aterradora.

Se abrió paso entre la multitud y vio cuál era el problema: habían levantado una alambrada que bloqueaba el acceso al extremo más próximo del puente. En la alambrada habían abierto un pequeño espacio en el que unos agentes de policía parecían estar negándose a dejar pasar a nadie.

Rebecca sintió la tentación de preguntar qué estaba ocurriendo, pero no quería atraer la atención. No se encontraba muy lejos de la estación de Friedrichstrasse, y desde allí podría ir en metro directamente a Marienfelde.

Dobló una esquina hacia el sur, caminando más rápido, y avanzó en zigzag para sortear una hilera de edificios de la universidad en dirección a la estación.

Allí también pasaba algo raro.

Varias decenas de personas se habían apiñado alrededor de la entrada. Rebecca se abrió paso a codazos hasta llegar al frente y leyó un cartel pegado a la pared que informaba de algo que ya era obvio: la estación estaba cerrada. En lo alto de la escalera, una fila de policías armados formaba una barrera. Estaban impidiendo el acceso a los andenes.

Rebecca empezó a alarmarse. Tal vez solo fuese una coincidencia que los dos primeros puntos que había escogido para cruzar al otro lado estuviesen bloqueados. O tal vez no.

Había ochenta y un sitios por donde la gente podía cruzar del este al oeste de Berlín. El siguiente paso más cercano era la Puerta de Brandemburgo, donde la amplia avenida de Unter den Linden atravesaba el arco monumental hacia el Tiergarten. Rebecca echó a andar en dirección sur por Friedrichstrasse.

En cuanto dobló al oeste por la avenida de Unter den Linden supo que se había metido en un lío; una vez más, había tanques y soldados por todas partes. Cientos de personas se habían congregado frente a la famosa puerta. Cuando llegó a la cabecera de la multitud, Rebecca vio otra valla de alambre. Estaba instalada sobre unos soportes de caballetes de madera y custodiada por la policía de la Alemania Oriental.

Unos jóvenes de aspecto muy similar al de Walli, vestidos con chaquetas de cuero, pantalones estrechos y peinados al estilo de Elvis Presley, gritaban insultos e improperios desde una distancia segura. En el lado oeste de Berlín, otros jóvenes muy parecidos gritaban también, enfurecidos, e iban lanzando piedras de vez en cuando a la policía.

Al observarlos más atentamente, Rebecca vio que los distintos policías —vopos, la policía de fronteras y la milicia civil— estaban haciendo socavones en la carretera, plantando pilares de hormigón de gran altura y tensando la alambrada de un pilar al otro para instalarla con un carácter más permanente.

«Permanente», pensó, y se le cayó el alma a los pies.

Habló con un hombre que tenía a su lado.

—¿Está en todas partes? —preguntó—. La valla, me refiero.

—En todas partes —contestó él—. Los muy hijos de puta…

El régimen de la Alemania Oriental había hecho lo que todo el mundo decía que no se podía hacer: había construido un muro que atravesaba el centro de Berlín.

Y Rebecca estaba en el lado equivocado.