GEORGE JAKES llevó a Verena Marquand a almorzar al Jockey Club.
En realidad no era un club, sino un restaurante nuevo y lujoso en el interior del hotel Fairfax que gozaba de una gran popularidad entre el clan de los Kennedy. George y Verena formaban la pareja más elegante del lugar: ella estaba deslumbrante con un vestido de algodón a cuadros y un cinturón ancho de color rojo, mientras que él lucía una chaqueta a medida de lino azul oscuro y corbata a rayas. Sin embargo, les dieron una mesa junto a la puerta de la cocina. Washington no era segregacionista, pero en la ciudad todavía imperaban ciertos prejuicios. George no dejó que aquello le afectara en absoluto.
Verena se encontraba en la ciudad en compañía de sus padres, quienes habían sido invitados a la Casa Blanca ese mismo día, más tarde, para asistir a un cóctel en agradecimiento a las personalidades públicas que, como los Marquand, habían apoyado la campaña, y que serviría además —George estaba convencido de ello— para seguir contando con el apoyo de estas con vistas a la siguiente campaña.
Verena miró a su alrededor con admiración.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve en un buen restaurante —dijo—. Atlanta es un páramo.
Teniendo en cuenta que sus padres eran estrellas de Hollywood, se había criado pensando que estar rodeada de lujo y platos exquisitos era lo más normal del mundo.
—Deberías venirte a vivir aquí —dijo George, mirándola a sus espectaculares ojos verdes.
El vestido sin mangas resaltaba la perfección de su piel color café con leche, y ella lo sabía perfectamente. Si se trasladaba a vivir a Washington, le pediría que saliera con él una noche.
George estaba tratando de olvidar a Maria Summers. En esos momentos salía con Norine Latimer, una licenciada en Historia que trabajaba como secretaria en el Museo de Historia Americana. Era una mujer atractiva e inteligente, pero la relación no acababa de funcionar porque él todavía pensaba en Maria a todas horas. Tal vez Verena podría ser un remedio más eficaz. Aunque, naturalmente, no expresó aquel pensamiento en voz alta.
—Ahí abajo en Georgia te lo estás perdiendo todo —añadió.
—No estés tan seguro —respondió ella—. Trabajo para Martin Luther King; él va a cambiar Estados Unidos, mucho más que John F.
Kennedy.
—Eso es porque el doctor King tiene un solo problema, los derechos civiles. El presidente, en cambio, tiene un millar de otros asuntos de los que ocuparse. Es el defensor del mundo libre. En este momento su principal preocupación es Berlín.
—Es curioso, ¿no te parece? —señaló ella—. Kennedy cree en la libertad y la democracia para los alemanes de Berlín Este, pero no para los negros estadounidenses del Sur.
George sonrió. Ella siempre tan combativa.
—No se trata de en qué cree o no cree el presidente —dijo—, sino de lo que puede conseguir.
Verena se encogió de hombros.
—Entonces, ¿cómo vas a cambiar tú las cosas?
—El Departamento de Justicia cuenta con novecientos cincuenta abogados. Antes de que llegara yo, solo diez de ellos eran negros. Yo solo ya represento una mejora del diez por ciento.
—Bueno, pero ¿qué es lo que has conseguido?
—El Departamento va a adoptar una línea muy dura con la Comisión Interestatal de Comercio. Bobby les ha pedido que prohíban la segregación en el servicio de autobuses.
—¿Y qué te hace pensar que esta vez sí van a acatar la norma y que no pasará lo mismo que con las anteriores?
—Por ahora, no tengo muchas razones para pensarlo, la verdad. —George sentía una gran frustración, pero no tenía intención de que Verena se diera cuenta—. Hay un tipo llamado Dennis Wilson, un joven abo gado blanco que trabaja en el equipo de Bobby, que me ve como una amenaza y me mantiene al margen de las reuniones más importantes.
—¿Y cómo es posible que te impida asistir a esas reuniones? Tú fuiste contratado por Robert Kennedy, ¿es que no quiere que lo asesores?
—Tengo que ganarme la confianza de Bobby.
—Solo te tiene a su lado para hacerte figurar —dijo Verena con desdén—. Contigo en su equipo, Bobby puede decirle al mundo que tiene a un negro para aconsejarle sobre la cuestión de los derechos civiles, pero no tiene por qué escucharte.
George temía que estuviese en lo cierto, pero no lo admitió.
—Eso depende de mí. Tengo que conseguir que me escuche.
—Ven a Atlanta —le propuso ella—. El puesto con el doctor King sigue vacante.
George negó con la cabeza.
—Mi carrera está aquí. —Recordó lo que le había dicho Maria y lo repitió—: Los manifestantes pueden causar un gran impacto, pero al final son los gobiernos los que remodelan el mundo.
—Algunos lo hacen, otros no —repuso Verena.
Cuando se fueron, se encontraron con la madre de George esperando en el vestíbulo del hotel. George había quedado allí con ella, pero no se le ocurrió que pudiese estar esperándolos fuera del restaurante.
—¿Por qué no has entrado a reunirte con nosotros? —le preguntó.
Ella hizo caso omiso de la pregunta y se dirigió a Verena.
—Nos conocimos un momento en la ceremonia de graduación de Harvard —dijo—. ¿Cómo estás, Verena?
Estaba haciendo un gran esfuerzo por mostrarse cortés con la chica, lo cual, como su hijo sabía perfectamente, era señal de que no le caía nada bien.
George acompañó a Verena a parar un taxi y la besó en la mejilla.
—Me ha encantado verte otra vez —dijo.
Él y su madre encaminaron sus pasos en dirección al Departamento de Justicia. Jacky Jakes quería ver dónde trabajaba su hijo.
George lo había organizado todo para que pudiese ir a visitarlo un día en que las cosas estuviesen tranquilas, cuando Bobby Kennedy se hallaba en la sede de la CIA en Langley, Virginia, a doce o trece kilómetros de la ciudad.
Jacky se había cogido el día libre en el trabajo e iba vestida para la ocasión con sombrero y guantes, como si fuera a la iglesia. Mientras caminaban, su hijo le preguntó:
—¿Qué te parece Verena?
—Es una chica muy guapa —respondió Jacky de inmediato.
—Te gustarían sus ideas políticas —dijo George—. A ti y a Jrushchov. —Estaba exagerando, pero tanto Verena como Jacky eran extremadamente liberales—. Opina que los cubanos tienen todo el derecho del mundo a ser comunistas, si quieren.
—Porque lo tienen —convino Jacky, lo que demostraba que él tenía razón.
—Entonces, ¿qué es lo que no te gusta de ella?
—No hay nada que no me guste.
—Mamá, los hombres no somos muy intuitivos, pero llevo observándote toda mi vida y sé detectar cuándo tienes reservas con alguien.
Jacky sonrió y le tocó el brazo con cariño.
—Te sientes atraído por ella y entiendo perfectamente por qué.
Es irresistible. No quiero hablar mal de una chica que te gusta, pero…
—Pero ¿qué?
—Podría ser complicado estar casado con Verena. Tengo la sensación de que siempre tiene en cuenta sus propias prioridades antes, durante y después.
—Crees que es egoísta.
—Todos somos egoístas. En su caso, creo que es caprichosa y consentida.
George asintió y trató de no sentirse ofendido. Seguramente su madre tenía razón.
—No tienes por qué preocuparte —dijo—. Está decidida a quedarse en Atlanta.
—Bueno, tal vez sea lo mejor. Solo quiero que seas feliz.
El Departamento de Justicia tenía su sede en un magnífico edificio clásico justo enfrente de la Casa Blanca. Jacky pareció hincharse un poco de orgullo cuando entraron por la puerta. Le complacía que su hijo trabajase en un lugar tan prestigioso. George se sintió muy satisfecho de ver aquella reacción; su madre tenía todo el derecho a sentirse orgullosa, había consagrado su vida por entero a él, y aquella era su recompensa.
Entraron en el salón principal. A Jacky le gustaron los célebres murales que mostraban escenas cotidianas de la vida estadounidense, pero examinó con recelo la estatua de aluminio del Espíritu de la Justicia, que representaba a una mujer mostrando un pecho.
—No soy ninguna mojigata, pero no entiendo por qué la Justicia ha de tener un pecho al descubierto —comentó su madre—. ¿Qué sentido puede tener eso?
George se quedó pensativo un instante.
—¿Para demostrar que la Justicia no tiene nada que ocultar, tal vez?
Ella se echó a reír.
—Buen intento.
Subieron en el ascensor.
—¿Cómo está tu brazo? —preguntó Jacky.
Le habían quitado la escayola y George ya no necesitaba llevarlo en cabestrillo.
—Todavía me duele —contestó—. Creo que me ayuda llevar la mano izquierda metida en el bolsillo. Así tengo un punto de apoyo para el brazo.
Se bajaron en la quinta planta. George acompañó a Jacky hasta el despacho que compartía con Dennis Wilson y otros compañeros. El despacho del secretario de Justicia se encontraba en la sala contigua.
Dennis estaba sentado a su escritorio, cerca de la puerta. Era un hombre pálido cuyo pelo rubio empezaba a ralear de forma acaso un poco prematura.
—¿Cuándo va a volver? —le preguntó George.
Dennis sabía que se refería a Bobby.
—No hasta dentro de una hora, por lo menos.
—Ven y entra a ver el despacho de Bobby Kennedy —le dijo George a su madre.
—¿Estás seguro de que no pasa nada?
—Él no está aquí. Seguro que no le importa.
George condujo a Jacky a través de una antesala, saludó con la cabeza a dos secretarias y entró en el despacho del secretario de Justicia. En realidad parecía el salón de una gran mansión, con las paredes recubiertas de paneles de madera de nogal, una enorme chimenea de piedra, alfombras y cortinas estampadas, y lámparas en alguna que otra mesa. Era un espacio enorme, pero Bobby había conseguido abarrotarla de todos modos. Entre los muebles había incluso un acuario y un tigre de peluche. Su enorme escritorio era un desorden de papeles, ceniceros y fotografías familiares. El estante que había detrás de la silla del escritorio sostenía cuatro teléfonos.
—¿Te acuerdas de aquel sitio en Union Station donde vivíamos cuando eras un niño? —preguntó Jacky.
—Pues claro que me acuerdo.
—En esta habitación cabría la casa entera.
George miró a su alrededor.
—Sí, supongo que sí.
—Y ese escritorio es más grande que la cama donde dormíamos tú y yo hasta que cumpliste los cuatro años.
—Nosotros dos y también el perro.
Había una boina verde encima del escritorio, la gorra de las Fuerzas Especiales del Ejército de Estados Unidos, por las que Bobby sentía tanta admiración. Sin embargo, a Jacky le interesaban mucho más las fotografías. George cogió una foto enmarcada de Bobby en el césped enfrente de una casa enorme, rodeados de sus siete hijos.
—Esta la tomaron en el exterior de Hickory Hill, la casa que tienen en McLean, Virginia.
Se la dio.
—Eso me gusta —comentó ella, examinando la foto detenidamente—. Se preocupa por su familia.
Una voz potente y segura de sí misma, con un marcado acento de Boston, intervino en ese momento:
—¿Quién se preocupa por su familia?
George dio media vuelta y vio a Bobby Kennedy entrar en el despacho. Vestía un traje arrugado de verano de color gris claro, se había aflojado la corbata y llevaba el cuello de la camisa desabrochado. No era tan guapo como su hermano mayor, sobre todo por culpa de aquellos enormes dientes delanteros, como los de un conejo.
George estaba nervioso y aturullado.
—Lo siento, señor —dijo—. Creí que no iba a volver hoy.
—No, si no importa —repuso Bobby, aunque George no estaba seguro de que lo dijese de verdad—. Este lugar es propiedad de los ciudadanos de Estados Unidos, pueden venir a verlo si quieren.
—Le presento a mi madre, Jacky Jakes —dijo George.
Bobby le estrechó la mano con vigor.
—Señora Jakes, tiene un hijo excepcional —dijo haciendo uso de todo su encanto, como hacía cada vez que hablaba con un votante.
Jacky se había ruborizado por la vergüenza, pero habló sin titubeos.
—Gracias —contestó—. Usted tiene varios, los estaba mirando en esta foto.
—Cuatro hijos y tres hijas. Son todos maravillosos, y estoy siendo completamente objetivo.
Los tres se echaron a reír.
—Ha sido un placer conocerla, señora Jakes —dijo Bobby—. Venga a vernos cuando quiera.
Había sido un comentario cortés, pero era evidente que los estaba despidiendo, de modo que George y su madre salieron de la habitación y avanzaron por el pasillo en dirección al ascensor.
—Me ha dado mucho apuro, pero Bobby ha sido muy amable —comentó Jacky.
—Lo ha hecho a propósito —repuso George, enfadado, refiriéndose a Dennis—. Bobby nunca llega antes de tiempo a ningún sitio.
Dennis nos ha mentido deliberadamente; quería hacerme quedar mal.
Su madre le dio una palmadita en el brazo.
—Si eso es lo peor que nos puede pasar hoy, va a ser un día estupendo.
—No sé. —George recordó el reproche de Verena, cuando le había dicho que su trabajo era la tapadera perfecta para aparentar una actitud progresista—. ¿Tú crees que aquí mi única misión consiste en hacer que parezca que Bobby tiene en cuenta la opinión de los negros cuando no es así?
Jacky se quedó pensativa.
—Podría ser.
—Sería mucho más útil trabajando para Martin Luther King en Atlanta.
—Entiendo cómo te sientes, pero creo que deberías quedarte aquí.
—Sabía que dirías eso.
La acompañó a la salida del edificio.
—¿Cómo es el apartamento donde vives? —preguntó ella—. Tendré que visitarlo un día de estos.
—Está muy bien. —George había alquilado un piso en la planta superior de un edificio alto y estrecho de estilo victoriano en el barrio de Capitol Hill—. Ven el domingo a verlo.
—¿Para poder prepararte la cena en tu cocina?
—Qué bien, muy amable.
—¿Conoceré a tu novia?
—Invitaré a Norine.
Se dieron un beso de despedida. Jacky iba a coger el tren para volver a su casa del condado de Prince George, en Maryland. Antes de irse, añadió:
—No olvides lo que voy a decirte: hay un millar de jóvenes inteligentes dispuestos a trabajar para Martin Luther King, pero solo hay un negro sentado en el despacho contiguo a la oficina de Bobby Kennedy.
George pensó que tenía razón. Como de costumbre.
Cuando volvió al despacho, no le dijo nada a Dennis, sino que se sentó a su escritorio y redactó para Bobby el resumen de un informe sobre la integración escolar.
A las cinco, Bobby y sus ayudantes se subieron a unas limusinas para realizar el corto trayecto hasta la Casa Blanca, donde el secreta rio de Justicia tenía programada una reunión con el presidente. Era la primera vez que George los acompañaba a una reunión en la Casa Blanca y se preguntó si sería una señal de que cada vez confiaban más en él… o de que, sencillamente, la reunión era menos importante.
Entraron en el Ala Oeste y se dirigieron a la Sala del Gabinete. Era una habitación alargada con cuatro ventanales altos en una pared lateral. Una veintena de sillas de oficina de cuero azul oscuro rodeaban una mesa que tenía forma rectangular. En aquella sala se tomaban decisiones que hacían temblar al mundo, pensó George con aire solemne.
Pasaron quince minutos y seguía sin haber rastro del presidente Kennedy.
—Sal y asegúrate de que Dave Powers sabe que estamos aquí, ¿quieres? —le dijo Dennis a George. Powers era el secretario personal del presidente.
—Claro —contestó George.
«Siete años en Harvard para ser el chico de los recados», pensó.
Antes de la reunión con Bobby, el presidente tenía previsto participar en un cóctel con un nutrido grupo de famosos que lo habían apoyado en su campaña. George se dirigió al edificio principal y siguió la estela del ruido. Bajo las enormes arañas de luces del Salón Este, un centenar de personas llevaban ya dos horas bebiendo. George saludó a los padres de Verena, Percy Marquand y Babe Lee, que estaban hablando con alguien del Comité Nacional Demócrata.
El presidente no estaba en la habitación.
George miró a su alrededor y vio una puerta de entrada a la cocina.
Sabía que el presidente muchas veces utilizaba las puertas del personal de servicio y los pasillos secundarios para que no estuvieran parándolo y retrasándolo continuamente.
Cruzó la puerta y encontró al grupo del presidente justo al otro lado. Con solo cuarenta y cuatro años, Jack Kennedy era un hombre joven y atractivo, llevaba un traje azul marino con una camisa blanca y una corbata muy fina. Parecía cansado y nervioso.
—¡No me pueden fotografiar con una pareja interracial! —exclamó con tono airado y frustrado, como si le hubiesen obligado a repetirse—. ¡Perderé diez millones de votos!
George solo había visto a una pareja mixta en el salón de baile: Percy Marquand y Babe Lee. Estaba indignado. ¡Así que el presidente liberal tenía miedo a ser fotografiado con ellos!
Dave Powers era un hombre de mediana edad de gesto amable, con una nariz grande y completamente calvo, por lo que no se parecía en nada a su jefe.
—¿Qué quiere que haga? —le preguntó al presidente.
—¡Haz que se vayan!
Dave era un amigo personal del presidente y no le daba miedo expresarle a Kennedy su irritación cuando no estaba de acuerdo con él.
—¿Y qué voy a decirles, si se puede saber?
De pronto, George dejó su indignación a un lado y empezó a darle vueltas a una idea. ¿Y si aquella era una oportunidad para él? Sin ningún plan definido en mente, intervino en la conversación:
—Señor presidente, soy George Jakes, trabajo para el secretario de Justicia. ¿Quiere que le solucione este problema?
Observó sus rostros y supo lo que estaban pensando: si Percy Marquand iba a ser insultado en la Casa Blanca, sería mucho mejor que quien lo ofendiese fuese otro negro.
—¡Sí, por favor! —exclamó—. Se lo agradezco, George.
—Sí, señor —dijo George, y volvió al salón de baile.
¿Qué iba a hacer ahora? Mientras atravesaba la sala hacia donde estaban Percy y Babe, trató de sopesar todas las posibilidades. Tenía que llevárselos de la sala durante unos quince o veinte minutos, nada más, pero ¿qué podía decirles?
Cualquier cosa menos la verdad, supuso.
Cuando llegó al grupo de gente, que charlaba animadamente, y tocó a Percy Marquand con delicadeza en el brazo, todavía no sabía qué iba a decirle. Percy se volvió y, al reconocerlo, sonrió y le estrechó la mano.
—¡Eh, oídme todos! —exclamó, dirigiéndose al grupo de personas que lo rodeaban—. ¡Os presento a uno de los viajeros de la libertad!
Babe Lee lo agarró del brazo con ambas manos, como si temiera que alguien fuese a llevárselo de su lado.
—Eres un héroe, George —le dijo.
En ese momento George supo lo que tenía que hacer.
—Señor Marquand, señorita Lee, ahora trabajo para Bobby Kennedy, y a él le gustaría hablar con ustedes un momento sobre la cuestión de los derechos civiles. ¿Me permiten que los acompañe hasta él?
—Por supuesto —dijo Percy, y unos segundos después ya estaban fuera de la sala.
George se arrepintió inmediatamente de haberles dicho aquello.
El corazón le palpitaba acelerado mientras los dirigía hacia el Ala Oeste. ¿Cómo iba a reaccionar Bobby? ¿Y si decía: «Joder, ni hablar. Ahora no tengo tiempo»? Si aquello terminaba en un incidente embarazoso, George sería el culpable. ¿Por qué no había mantenido la boca cerrada?
—Hoy he almorzado con Verena —comentó por darles conversación.
—Le encanta su trabajo en Atlanta —señaló Babe—. La organización de la Conferencia del Liderazgo Cristiano del Sur es todavía muy pequeña, pero están haciendo grandes cosas.
—El doctor King es un gran hombre. De todos los líderes de los derechos civiles que he conocido, él es el más carismático.
Llegaron a la Sala del Gabinete y entraron. La media docena de hombres estaban sentados en un extremo de la mesa alargada, charlando, algunos de ellos fumando. Miraron a los recién llegados con expresión de sorpresa. George buscó a Bobby con la mirada y observó su reacción. Parecía perplejo e irritado.
—Bobby, ya conoce a Percy Marquand y a Babe Lee. Les encantaría hablar unos minutos con nosotros sobre los derechos civiles.
Por unos segundos, el rostro de Bobby se ensombreció de ira.
George se dio cuenta de que era la segunda vez ese día que sorprendía a su jefe con un invitado inesperado. Entonces Bobby sonrió.
—¡Qué privilegio! —exclamó—. Siéntense, amigos, y gracias por apoyar la campaña electoral de mi hermano.
George sintió una oleada de alivio, momentánea. No iba a producirse ninguna situación embarazosa, pues Bobby había desplegado su encanto habitual de forma automática. Pidió sus opiniones a Percy y Babe, y habló con franqueza sobre las dificultades que tenían los Kennedy con los demócratas sureños en el Congreso. Los invitados se sintieron halagados.
Unos minutos más tarde entró el presidente. Estrechó la mano de Percy y Babe y a continuación le pidió a Dave Powers que los acompañara de vuelta a la fiesta.
Nada más cerrar la puerta a sus espaldas, Bobby se encaró con George.
—¡No vuelvas a ponerme en esa situación nunca más! —gritó. Su rostro reflejaba la intensidad de su furia contenida.
George vio a Dennis Wilson sofocar una sonrisa.
—¿Quién cojones te crees que eres? —soltó Bobby.
El joven creyó que Bobby iba a pegarle, y se puso de puntillas para mantener el equilibrio, disponiéndose a esquivar el posible golpe.
—¡El presidente los quería fuera del salón! —se defendió con voz desesperada—. No quería que lo fotografiaran con Percy y Babe.
Bobby miró a su hermano, quien asintió con la cabeza.
—Solo tenía treinta segundos para que se me ocurriera algún pretexto y echarlos de allí sin que se sintieran insultados, así que les dije que usted quería reunirse con ellos —explicó George—. Y ha funcionado, ¿no? No están ofendidos, de hecho ¡creen que los hemos tratado como a personajes realmente importantes!
—Es verdad, Bob —dijo el presidente—. El bueno de George nos ha sacado de una situación un poco peliaguda.
—Quería asegurarme de que no nos retiraran su apoyo para la campaña de reelección —insistió el joven abogado.
Bobby se quedó pensativo un momento, asimilando sus palabras.
—Entonces —dijo— les has contado que quería hablar con ellos para llevártelos y evitar que salieran en las fotografías presidenciales.
—En efecto —confirmó George.
—Pues sí que has sabido reaccionar con rapidez —comentó el presidente.
Bobby suavizó su expresión. Al cabo de un momento, se echó a reír y su hermano lo acompañó. Los demás hombres de la sala hicieron lo mismo.
Bobby pasó el brazo por encima de los hombros de George.
A este aún le temblaban las piernas, creía que habían estado a punto de despedirlo.
—¡Georgie, chico, eres uno de los nuestros! —exclamó Bobby.
George se dio cuenta de que lo habían aceptado en el círculo más íntimo y se desplomó en la silla con alivio.
No estaba tan orgulloso de sí mismo como cabría esperar, pues había alentado una pequeña farsa y había participado en ella para ayudar al presidente a ceder ante los prejuicios raciales. Sintió la necesidad de lavarse las manos.
Entonces vio la expresión de rabia en el rostro de Dennis Wilson y se sintió mucho mejor.