8

DIMKA DVORKIN se sentía avergonzado de seguir siendo virgen a los veintidós años.

Había salido con varias chicas durante la carrera, pero ninguna de ellas lo había dejado llegar hasta el final. De todas formas, no estaba seguro de que eso fuera lo correcto. Nadie le había dicho que el sexo debía formar parte de una relación amorosa duradera, pero, en cualquier caso, él tenía ese presentimiento. Jamás había sentido una prisa incontenible por hacerlo, como les ocurría a otros chicos. Sin embargo, su falta de experiencia empezaba a abochornarlo.

Su amigo Valentín Lébedev era el caso contrario. Alto y seguro de sí mismo, tenía el pelo negro, los ojos azules y derrochaba encanto. Al final de su primer año en la Universidad de Moscú, ya se había acostado con la mayoría de las alumnas del Departamento de Ciencias Políticas y con una de las profesoras.

—¿Cómo haces para… bueno, ya sabes, para evitar el embarazo? —le había preguntado Dimka al principio de su amistad.

—Eso es asunto de la chica, ¿no? —había respondido Valentín con despreocupación—. En el peor de los casos, no es tan difícil abortar.

Hablando del tema con otros, Dimka descubrió que muchos chicos soviéticos adoptaban la misma actitud. Los hombres no se quedaban embarazados, así que no era problema suyo. Se podía recurrir al aborto presentando una solicitud durante las primeras doce semanas de gestación. Sin embargo, Dimka no coincidía con la visión de Valentín, quizá porque su hermana se mostraba rotundamente en contra de la misma.

El interés principal de Valentín era el sexo, y los estudios ocupaban el segundo lugar. En el caso de Dimka era justo al revés; por eso él era asistente del Kremlin y su amigo trabajaba para el Departamento de Parques y Jardines de la ciudad de Moscú.

Gracias a su vínculo con ese organismo oficial, Valentín había conseguido que ambos disfrutaran de una semana en el Campamento de Verano Vladímir Iliich Lenin para jóvenes comunistas en julio de 1961.

El campamento tenía cierto aire militar, con sus tiendas de campaña dispuestas en hileras de rectitud milimétrica y un toque de queda que se iniciaba a las diez y media de la noche, aunque también contaba con una piscina, un lago navegable y montones de chicas. Pasar una semana allí era un privilegio codiciado por todos.

Dimka se merecía unas vacaciones. La cumbre de Viena había supuesto una victoria para la Unión Soviética, y él se sentía partícipe de ese éxito.

En realidad, la cumbre había empezado mal para Jrushchov. Kennedy y su deslumbrante esposa habían entrado en Viena con una comitiva de limusinas sobre las que ondeaban docenas de banderas con las barras y las estrellas. Cuando los dos líderes se encontraron, televidentes de todo el mundo vieron que Kennedy era bastantes centímetros más alto que Jrushchov y que miraba por debajo de su nariz patricia la calva del líder ruso. Las chaquetas de sastre y las estilizadas corbatas de Kennedy hicieron que Jrushchov, a su lado, pareciera un campesino vestido con el traje de los domingos. Estados Unidos había ganado un concurso de glamour en el que la Unión Soviética ni siquiera sabía que participaba.

Sin embargo, en cuanto dieron comienzo las conversaciones, Jrushchov había llevado la voz cantante. Cuando Kennedy intentaba sostener con él una discusión amable, como harían dos hombres razonables, el líder soviético alzaba la voz con agresividad. Kennedy insinuó que era ilógico que la Unión Soviética alentara el comunismo en los países del Tercer Mundo y arremetiera a renglón seguido contra los esfuerzos estadounidenses por contener el comunismo dentro de la esfera soviética. Jrushchov respondió con desprecio que la propagación del comunismo era un hecho histórico inevitable y nada de lo que hiciera ninguno de ellos dos se interpondría en su camino. Kennedy no conocía bien la filosofía marxista y se había quedado sin réplica posible.

La estrategia desarrollada por Dimka y otros consejeros había triunfado. Cuando Jrushchov regresó a Moscú, ordenó que se imprimieran decenas de copias de las actas de la cumbre, no solo para el bloque soviético, sino también para dirigentes de países tan lejanos como Camboya y México. La razón fue que Kennedy había guardado silencio y ni siquiera había reaccionado ante la amenaza de Jrushchov de tomar el Berlín occidental. Y Dimka se marchó de vacaciones.

El primer día Dimka se puso su ropa nueva, una camisa a cuadros de manga corta y un par de pantalones cortos que su madre le había confeccionado a partir de un viejo traje azul de estambre.

—¿Ese tipo de pantalones cortos están de moda en Occidente? —preguntó Valentín.

Dimka rió.

—No, que yo sepa.

Mientras Valentín se afeitaba, Dimka fue a comprar provisiones.

Al salir al exterior se sintió encantado de ver, justo al lado de la puerta de su tienda, a una joven encendiendo el pequeño infiernillo que se proporcionaba a los campistas. Era algo mayor que él, Dimka le echó unos veintisiete años de edad. Llevaba la espesa melena de color castaño con reflejos pelirrojos cortada al estilo garçon, y tenía el rostro salpicado de atractivas pecas. Iba vestida tan a la última, con su blusa naranja y unos ceñidos pantalones negros por debajo de la rodilla, que intimidaba.

—¡Hola! —exclamó Dimka con una sonrisa y, cuando la chica levantó la vista para mirarlo, añadió—: ¿Quieres que te eche una mano con eso?

La joven encendió el gas con una cerilla, luego entró en su tienda sin mediar palabra.

«Bueno, pues no perderé la virginidad con ella», pensó Dimka, y siguió su camino.

Compró huevos y pan en la tienda situada junto al barracón de los aseos comunitarios. Cuando regresó había dos chicas frente a la entrada de la tienda de al lado: la de antes y una rubia guapa de esbelta figura, que llevaba el mismo estilo de pantalones negros, pero con una blusa rosa. Valentín hablaba con ellas, y todos estaban riendo.

Se las presentó a Dimka. La pelirroja se llamaba Nina y no hizo referencia alguna a que se habían visto un momento antes, aunque, en realidad, parecía una chica más bien tímida. La rubia era Anna, y su carácter extrovertido saltaba a la vista: sonreía y se echaba el pelo hacia atrás con gesto coqueto.

Los dos amigos tenían una cacerola de hierro en la que pensaban preparar la comida de todos. Dimka la había llenado de agua para cocer unos huevos, pero las chicas estaban mejor provistas, y Nina usó esos huevos para preparar unos blinis.

«Esto pinta bien», pensó Dimka.

El joven observó con detenimiento a Nina mientras comían. La nariz afilada, la boca pequeña y la barbilla algo prominente aunque delicada, le daban un aspecto reflexivo, como si estuviera sopesando todo lo que ocurría. Sin embargo, era una joven voluptuosa, y cuando Dimka cayó en la cuenta de que podría verla en bañador se le secó la boca.

—Dimka y yo vamos a cruzar el lago hasta la otra orilla en bote —anunció Valentín. Era la primera vez que Dimka oía hablar del plan, pero no dijo nada—. ¿Por qué no vamos los cuatro juntos? —propuso—. Podríamos organizar una comida al aire libre.

«No puede ser tan fácil —pensó Dimka—. ¡Si nos acaban de conocer!».

Las chicas se miraron durante un instante para comunicarse en silencio.

—Ya veremos. Recojamos esto —respondió Nina con tono vivaracho, y empezó a retirar los platos y los cubiertos.

Fue una reacción decepcionante, aunque quizá no todo acabara así.

Dimka se ofreció a llevar los platos sucios a los aseos comunitarios.

—¿De dónde has sacado esos pantalones cortos? —preguntó Nina mientras caminaban.

—Me los ha hecho mi madre.

Ella rió.

—¡Qué tierno!

Dimka se preguntó qué habría querido decir su hermana si llamara «tierno» a un hombre, y decidió que lo consideraría amable, pero no atractivo.

Un barracón de cemento albergaba los aseos y las duchas comunitarias, además de unos enormes fregaderos. Dimka se quedó mirando mientras Nina lavaba los platos. Intentó pensar en algo que decir, pero no se le ocurría nada. Si ella le hubiera preguntado sobre la crisis de Berlín, podrían haber estado hablando el día entero. No obstante, Dimka no tenía el don de charlar sin pausa sobre entretenidas banalidades como hacía Valentín de forma natural.

—¿Hace mucho tiempo que sois amigas Anna y tú? —consiguió decir al final.

—Trabajamos juntas —respondió Nina—. Ambas somos administrativas en las oficinas centrales del sindicato del acero, en Moscú. Yo me divorcié hace un año, y Anna estaba buscando compañera de piso, así que ahora vivimos juntas.

«Divorciada», pensó Dimka. Eso quería decir que tenía experiencia sexual. Se sintió intimidado.

—¿Cómo era tu marido?

—Es un desgraciado —afirmó Nina—. No me gusta hablar de él.

—Está bien. —Dimka buscó a la desesperada algún comentario aliviara la tensión—. Anna parece una chica muy agradable —se aventuró a comentar.

—Está bien relacionada.

Fue un comentario llamativo para referirse a un amiga.

—¿Qué quieres decir?

—Su padre nos consiguió estas vacaciones. Es el secretario del sindicato para el Distrito de Moscú. —Nina parecía orgullosa de ello.

Dimka volvió a llevar los platos limpios a las tiendas.

—Hemos preparado unos bocadillos de jamón y queso —anunció alegremente Valentín cuando llegaron.

Anna miró a Nina y le hizo un gesto de impotencia, como diciendo que no había podido negarse ante la arrolladora actitud de Valentín; aunque Dimka tenía claro que su amiga tampoco deseaba oponerse. Nina se encogió de hombros, y de esta forma accedieron a ir de picnic.

Tuvieron que hacer cola durante una hora para conseguir un bote, pero los moscovitas estaban acostumbrados a esperar y, a última hora de la mañana, ya navegaban por el agua fría y cristalina. Valentín y Dimka se turnaron a los remos mientras las chicas tomaban el sol.

Ninguno sentía la necesidad de hablar por hablar.

Llegaron a la orilla contraria y amarraron el bote en una pequeña playa. Valentín se quitó la camisa, y Dimka hizo lo propio. Anna se desprendió de la blusa y los pantalones. Debajo llevaba un bañador de dos piezas azul celeste. Dimka sabía que se llamaba «biquini» y que estaba de moda en Occidente, aunque era la primera vez que lo veía, y se sintió abochornado por la excitación que le produjo. Apenas podía dejar de mirar el vientre de la chica, plano y de piel tersa, y su ombligo.

Por desgracia, Nina no se quitó la ropa.

Se comieron los bocadillos, y Valentín sacó una botella de vodka.

Dimka sabía que en el campamento no vendían alcohol.

—Se lo he comprado al encargado de los botes —explicó Valentín—. Ha puesto en marcha una pequeña empresa capitalista.

A Dimka no le sorprendió; casi todo lo que el pueblo deseaba se vendía en el mercado negro, desde televisores hasta pantalones vaqueros.

Fueron pasándose la botella, y las dos chicas bebieron un largo trago.

Nina se limpió la boca con el dorso de la mano.

—¿Así que trabajáis para el Departamento de Parques?

—¡No! —respondió Valentín riendo—. Mi amigo es demasiado listo para eso.

—Yo trabajo en el Kremlin —aclaró Dimka.

Nina quedó impresionada.

—¿A qué te dedicas?

La verdad era que a Dimka no le gustaba decirlo, porque sonaba algo pretencioso.

—Soy asistente del primer secretario.

—¡¿Te refieres a Jrushchov?! —exclamó Nina, asombrada.

—Sí.

—¿Cómo demonios has conseguido ese puesto?

—Ya os lo he dicho, es un chico listo. Era el primero en todas las asignaturas —intervino Valentín.

—No se llega a un puesto así solo por sacar las mejores notas —replicó Nina con sequedad—. ¿A quién conoces?

—Mi abuelo, Grigori Peshkov, participó en el asalto del Palacio de Invierno durante la Revolución de Octubre.

—Con eso no basta para conseguir un buen empleo.

—Bueno, mi padre estaba en el KGB, falleció el año pasado. Mi tío es general. Además, es verdad que soy listo.

—Y modesto —añadió ella con sarcástica genialidad—. ¿Cómo se llama tu tío?

—Vladímir Peshkov. Lo llamamos Volodia.

—He oído hablar del general Peshkov. Así que es tu tío. Pertene-ciendo a una familia así, ¿cómo es que llevas pantalones hechos en casa?

Dimka se sentía confuso. Ella mostraba interés en él por primera vez, pero no acertaba a distinguir si despertaba admiración o rechazo en la chica. Quizá fuera simplemente su forma de ser.

Valentín se levantó.

—Ven a explorar el terreno conmigo —le sugirió a Anna—. Dejaremos a estos dos solos para que hablen de los pantalones de Dimka.

Le tendió una mano a la chica. Anna la aceptó y permitió que la levantara. Luego se adentraron en el bosque, cogidos de la mano.

—A tu amigo no le gusto —afirmó Nina.

—Pero Anna sí.

—Ella es guapa.

—Tú eres preciosa —repuso Dimka. Lo había dicho sin pensar, de forma espontánea, pero de verdad lo sentía.

Nina lo miró pensativa, como si estuviera reevaluándolo.

—¿Quieres que nos demos un chapuzón? —preguntó.

A Dimka no es que le entusiasmara el agua, pero tenía muchas ganas de verla en traje de baño. Se quitó la ropa, llevaba el bañador debajo de los pantalones cortos.

Nina llevaba un bañador de nailon marrón, y no un biquini, pero la prenda resaltaba tanto sus curvas que a Dimka no le decepcionó. Su figura era lo opuesto a la estilizada anatomía de Anna. Nina tenía pechos voluptuosos y caderas anchas, y el cuello salpicado de pecas. Se fijó en cómo Dimka la miraba y se volvió para correr hacia el agua.

El joven la siguió.

Hacía muchísimo frío a pesar del sol, pero el joven disfrutó de la sensual caricia del agua sobre su cuerpo. Ambos nadaron con rapidez para entrar en calor. Se adentraron en la parte más profunda del lago y luego regresaron hacia la orilla a ritmo más pausado. Se detuvieron unos metros antes de alcanzar la playa, y Dimka dejó caer los pies hasta apoyarlos en el fondo. El agua les llegaba por la cintura. El joven se quedó mirando los pechos de Nina. El agua fría le había erizado los pezones, lo que realzaba sus senos por debajo del bañador.

—Deja de mirar —dijo ella, y le salpicó la cara con ánimo juguetón.

Él también la salpicó.

—¡Ahora verás! —exclamó Nina, y lo agarró por la cabeza para hacerle una aguadilla.

Dimka intentó zafarse y la agarró por la cintura. Lucharon en el agua. El cuerpo de Nina era pesado pero turgente, y al joven le gustaba su solidez. La rodeó con ambos brazos y la levantó del fondo.

Cuando ella contraatacó, entre risas e intentando liberarse, él la sujetó con más fuerza y sintió sus blandos senos apretados contra la cara.

—¡Me rindo! —gritó ella.

A regañadientes, él la soltó. Se miraron durante un instante, y en los ojos de Nina él percibió el fulgor del deseo. Algo había cambiado en su actitud hacia Dimka: el vodka, saber que era un miembro leal del partido o la euforia de hacer el indio en el agua; quizá fuera por las tres cosas. A él le traía sin cuidado. Interpretó su sonrisa como una invitación y la besó en la boca.

Ella correspondió el beso de forma apasionada.

Dimka dejó de sentir el agua fría, perdido en las sensaciones de los labios y la lengua de Nina, pero transcurridos unos minutos empezó a temblar.

—Salgamos —sugirió.

La llevó de la mano mientras avanzaban por la parte poco profunda hacia tierra firme. Se tumbaron sobre la hierba, uno junto a otro, y retomaron el beso. Dimka le acarició los pechos y se planteó si ese sería el día en que perdería la virginidad.

Pero entonces los interrumpió la voz brusca de un megáfono.

—¡Regresen con el bote al embarcadero! ¡Se ha acabado su tiempo!

—Es la policía sexual —murmuró Nina.

Dimka soltó una carcajada a pesar de su decepción.

Levantó la vista y vio una lancha neumática con un motor fuera borda pasando a unos cien metros de la orilla.

El joven hizo un gesto con la mano para que vieran que se había dado cuenta. Se suponía que podían tener el bote durante dos horas.

Imaginó que sobornando al encargado podría haber conseguido una prórroga, pero no lo pensó a tiempo. De hecho, no se había planteado que su relación con Nina evolucionaría tan rápido.

—No podemos regresar sin los otros dos —advirtió la chica, pero pasados unos minutos Valentín y Anna salieron del bosque.

Dimka imaginó que estaban escondidos y que habían oído la llamada de la megafonía.

Los chicos se apartaron un poco de las chicas, y todos se vistieron sin quitarse el bañador. Dimka oyó a Nina y Anna susurrando: Anna hablaba de forma atropellada y Nina respondía con risitas nerviosas al tiempo que asentía con la cabeza.

Anna le lanzó a Valentín una elocuente mirada, como si se tratara de una señal que ya habían acordado. Él asintió con la cabeza y se volvió hacia Dimka.

—Esta noche iremos los cuatro al baile popular —dijo en voz baja—. Cuando volvamos, Anna entrará en nuestra tienda conmigo, y tú irás a su tienda para estar con Nina. ¿Te parece bien?

Le parecía más que bien, era emocionante.

—¿Lo has pactado todo con Anna? —preguntó Dimka.

—Sí, y Nina acaba de decir que está de acuerdo.

Dimka no daba crédito. Podría pasar la noche abrazado al cuerpo turgente de Nina.

—¡Le gusto!

—Debe de ser por los pantalones cortos.

Subieron al bote y regresaron remando. Las chicas anunciaron que querían ducharse en cuanto llegaran. Dimka pensó en cómo conseguir que se le pasara el tiempo volando hasta la noche.

Cuando llegaron al embarcadero vieron a un hombre con traje negro.

Dimka supo de forma instintiva que era un mensajero que andaba buscándolo. «Debería haberlo imaginado —pensó lamentándose—. Todo estaba saliendo demasiado bien».

Los cuatro desembarcaron. Nina miró al hombre sudoroso y con traje.

—¿Van a detenernos por habernos quedado el bote demasiado tiempo? —preguntó bromeando, aunque solo a medias.

—¿Ha venido a buscarme? Soy Dimitri Dvorkin —preguntó Dimka.

—Sí, Dimitri Iliich —dijo el hombre, usando el patronímico como gesto de respeto—. Soy su chófer. He venido para llevarlo al aeropuerto.

—¿A qué viene tanta prisa?

El chófer se encogió de hombros.

—El primer secretario requiere su presencia.

—Iré a por mi mochila —anunció Dimka con tristeza.

Su único consuelo fue la cara de pasmada que se le quedó a Nina.

El coche condujo a Dimka hasta el aeropuerto de Vnúkovo, situado al sudoeste de Moscú, donde Vera Pletner estaba esperándolo con un sobre grande y un billete con destino a Tiflis, la capital de la República Socialista Soviética de Georgia.

Jrushchov no se encontraba en Moscú, sino en su dacha, o segunda residencia, en Pitsunda, un lugar de retiro para los funcionarios de alto rango en el mar Negro. Hacia allí se dirigía Dimka.

Era la primera vez que viajaba en avión.

No era el único al que habían interrumpido las vacaciones. Mientras Dimka estaba en la sala de espera del aeropuerto, a punto de abrir el sobre, se le acercó Yevgueni Filípov, quien vestía una camisa gris de franela, como siempre y a pesar del tiempo veraniego. Filípov parecía encantado, lo cual debía de ser mala señal.

—Tu estrategia ha fracasado —le dijo a Dimka con evidente satisfacción.

—¿Qué ha ocurrido?

—El presidente Kennedy ha pronunciado un discurso por televisión.

Kennedy había permanecido siete semanas sin hacer declaraciones desde la cumbre de Viena. Estados Unidos no había respondido a la amenaza de Jrushchov de firmar un tratado con la Alemania Oriental y ocupar el Berlín occidental. Dimka había supuesto que el presidente estadounidense se sentía demasiado amedrentado para responder a la provocación de Jrushchov.

—¿De qué ha hablado?

—Le ha dicho al pueblo estadounidense que se prepare para la guerra.

De ahí tantas prisas.

Los llamaron para el embarque.

—¿Cuáles han sido las palabras exactas de Kennedy? —le preguntó Dimka a Filípov.

—Refiriéndose a Berlín, ha dicho: «Un ataque contra esa ciudad será considerado como un ataque contra todos nosotros». La transcripción completa está dentro de tu sobre.

Cuando embarcaron, Dimka todavía llevaba los pantalones cortos.

El aparato era un avión de pasajeros Túpolev Tu-104. Dimka miró por la ventanilla durante el despegue. Conocía el funcionamiento de un avión —la fricción del aire sobre la curvada superficie superior del ala creaba una diferencia de presión—, pero seguía pareciéndole mágico que la nave se elevase hacia el cielo.

Al final desvió la mirada del ala y abrió el sobre.

Filípov no había exagerado.

Kennedy no se limitaba a amenazar a la ligera. Proponía triplicar la llamada a filas, convocar a los reservistas y aumentar el número de soldados del ejército estadounidense hasta alcanzar el millón de hombres.

Preparaba un nuevo transporte aéreo de contingentes a Berlín con el objeto de trasladar seis unidades militares a Europa, y planeaba implantar una sanción económica a los países firmantes del Pacto de Varsovia.

Además había aumentado el presupuesto militar en más de tres mil millones de dólares.

Dimka se dio cuenta de que la estrategia planificada por Jrushchov y sus asesores había fracasado de forma estrepitosa. Habían subestimado al atractivo y joven presidente. Nadie podía buscarle las cosquillas.

¿Qué haría Jrushchov?

Era posible que tuviera que dimitir. Ningún líder soviético lo había hecho jamás —tanto Lenin como Stalin habían muerto en el cargo—, pero en la política revolucionaria siempre había una primera vez para todo.

Dimka leyó dos veces el discurso y meditó sobre él durante las dos horas de viaje. Llegó a la conclusión de que solo había una alternativa posible a la dimisión de Jrushchov: el dirigente podía despedir a todos sus ayudantes, contratar a otros y reorganizar el Presídium, con lo que otorgaría más poder a sus enemigos, como reconocimiento de que se había equivocado y la promesa de aceptar consejos más sabios en un futuro.

Ocurriera lo que ocurriese, la fugaz trayectoria de Dimka en el Kremlin tocaría a su fin. Pensó con pesimismo que quizá había sido demasiado ambicioso. No cabía duda de que lo aguardaba un destino más humilde.

Se preguntó si la voluptuosa Nina todavía querría pasar una noche con él.

El avión aterrizó en Tiflis, y una pequeña avioneta militar trasladó a Dimka y a Filípov.

Natalia Smótrova, del Ministerio de Asuntos Exteriores, estaba esperándolos allí. La humedad del litoral le había encrespado el pelo, lo que le daba un aspecto lascivo.

—Tenemos malas noticias de Pervujin —dijo mientras se alejaban todos del avión. Mijaíl Pervujin era el embajador de la Unión Soviética en la Alemania Oriental—. El flujo de emigrantes hacia Occidente se ha convertido en avalancha.

Filípov pareció disgustado, seguramente porque él no había recibido esa información antes que Natalia.

—¿De qué cifras estamos hablando?

—Unas mil personas diarias.

Dimka se quedó de una pieza.

—¿Mil personas al día? ¿En serio?

Natalia asintió con la cabeza.

—Pervujin asegura que el gobierno de la Alemania Oriental ya no es estable. El país está al borde del colapso. Podría producirse un levantamiento popular.

—¿Lo ves? —le dijo Filípov a Dimka—. Este es el resultado de tu política.

Dimka se quedó sin respuesta.

Natalia condujo por una carretera costera hasta una península boscosa y detuvo el vehículo frente a una imponente verja de hierro instalada en un largo muro de estuco. Una mansión blanca se alzaba en el centro de inmaculadas extensiones de césped, con una alargada terraza en la segunda planta. Junto a la casa había una piscina olímpica.

Dimka jamás había visto una vivienda con piscina propia.

—Lo encontrará en la playa —le informó un guardia, señalando con un gesto de la cabeza al extremo más alejado de la casa.

Dimka caminó entre los árboles hasta llegar a una playa de guijarros. Un soldado armado con un fusil ametrallador le dedicó una severa mirada y le indicó que siguiera avanzando.

Encontró a Jrushchov bajo una palmera. El segundo hombre más poderoso del mundo era bajo, gordo, calvo y feo. Llevaba pantalones de traje sujetos con tirantes y una camisa blanca arremangada. Estaba sentado en una tumbona de mimbre, y sobre una mesita que tenía delante había una jarra de agua y un vaso de cristal. Al parecer no estaba haciendo nada.

—¿De dónde has sacado esos pantalones cortos? —preguntó mirando a Dimka.

—Me los ha hecho mi madre.

—Yo debería tener unos pantalones cortos.

Dimka pronunció las palabras que había ensayado.

—Camarada primer secretario, presento mi dimisión inmediata.

Jrushchov lo desoyó.

—Superaremos a Estados Unidos, en potencia militar y en prosperidad económica, durante los próximos veinte años —afirmó como si estuviera retomando una conversación inacabada—. Pero, mientras tanto, ¿cómo evitamos que la potencia más fuerte domine la política mundial y contenga la propagación del comunismo en el mundo?

—No lo sé —respondió Dimka.

—Fíjate en esto —dijo Jrushchov—. Yo soy la Unión Soviética.

—Levantó la jarra de agua y fue vertiendo el líquido poco a poco en el vaso hasta tenerlo a punto de rebosar. Luego pasó la jarra a Dimka—. Tú eres Estados Unidos —añadió—. Ahora vierte agua en el vaso.

Dimka obedeció la orden. El vaso rebosó, y el agua empapó el mantel blanco.

—¿Lo ves? —preguntó Jrushchov como si hubiera demostrado una teoría—. Cuando el vaso está lleno, no se puede añadir más sin provocar el desastre.

Dimka estaba desconcertado. Formuló la pregunta evidente.

—¿Qué significado tiene esto, Nikita Serguéyevich?

—La política internacional es como un vaso. Los movimientos agresivos por parte de cualquier bando vierten agua. El rebosamiento es la guerra.

Dimka entendió el argumento.

—Cuando la tensión alcanza su punto álgido, nadie puede mover ficha sin provocar una guerra.

—Bien visto. Los estadounidenses no quieren entrar en guerra, al igual que nosotros. Si mantenemos la tensión internacional al máximo, a punto de rebosar, el presidente estadounidense se verá indefenso.

Cualquier cosa que haga provocaría el conflicto, ¡así que no hará nada!

Dimka reconoció la genialidad del plan. Demostraba la posibilidad de que la potencia más débil fuera la dominante.

—Entonces, ¿Kennedy está ahora indefenso? —preguntó.

—¡Porque su próximo movimiento sería la guerra!

Dimka se preguntó si habría sido ese el plan de Jrushchov desde el principio. O tal vez se lo hubiera sacado de la manga como justificación. Si algo se le daba bien, era improvisar. Aunque eso carecía de importancia.

—Bueno, ¿y qué vamos a hacer con la crisis de Berlín? —preguntó.

—Vamos a levantar un muro —respondió Jrushchov.