GEORGE JAKES no estaba de muy buen humor. Todavía le dolía el brazo a rabiar a pesar de llevarlo enyesado y en cabestrillo. Había perdido su codiciado trabajo antes de empezar siquiera; tal como había intuido, el bufete de abogados Fawcett Renshaw retiró la oferta después de que su nombre apareciera en prensa como viajero de la libertad herido. Así las cosas, su futuro se le antojaba incierto.
La ceremonia de graduación se celebró en el Old Yard de la Universidad de Harvard, una explanada de césped rodeada por llamativos edificios de ladrillo rojo. Los miembros de la Junta Directiva llevaban sombrero de copa y chaqué. Se concedieron doctorados honoris causa al secretario del Foreign Office británico, lord Home, aristócrata sin personalidad, y a McGeorge Bundy, miembro de la administración Kennedy con curioso nombre de pila. A pesar de su malhumor, a George lo invadió cierta melancolía por marcharse de Harvard. Llevaba siete años en la universidad, primero estudiando la carrera y luego el doctorado en Derecho. Había conocido a muchas personas extraordinarias y hecho buenos amigos. Había aprobado todos los exámenes a los que se había presentado. Había salido con muchas mujeres y se había acostado con tres. En una ocasión se había emborrachado y no le había gustado la sensación de perder el control.
Sin embargo, ese día el enfado le impedía sentirse nostálgico. Tras los violentos disturbios de Anniston, esperaba una reacción contundente por parte de la administración Kennedy. Jack Kennedy se había presentado al pueblo estadounidense como un político liberal y había ganado el voto negro. Bobby Kennedy era secretario de Justicia, la máxima autoridad legal de la nación. George había supuesto que Bobby diría alto y claro que la Constitución de Estados Unidos regía en Alabama tanto como en cualquier otro estado.
Pero no fue así.
No se produjeron detenciones por las agresiones a los viajeros de la libertad. Ni la policía local ni el FBI investigaron ninguno de los delitos violentos que se habían cometido. En los Estados Unidos de 1961, ante la impasibilidad policial, los racistas blancos atacaban a los manifestantes que defendían los derechos civiles, les partían las piernas, intentaban quemarlos vivos… y quedaban impunes.
La última vez que George había visto a Maria Summers fue en la consulta de un médico. Los viajeros de la libertad heridos fueron rechazados por el hospital más próximo a los altercados, pero al final encontraron a profesionales dispuestos a atenderlos. George se hallaba con una enfermera que le enyesaba el brazo roto, cuando Maria entró a decirle que había conseguido un billete con destino a Chicago. De haber podido, se habría levantado para abrazarla. Tal como estaba, ella lo había besado en la mejilla y se había marchado.
Se preguntó si volvería a verla algún día. «Podría haberme enamorado de ella —pensó—. Quizá ya lo haya hecho». En diez días de conversación continuada no se había aburrido ni un segundo. Ella era por lo menos tan inteligente como él, si no más. Y aunque parecía una chica ingenua, tenía los ojos de un tono marrón aterciopelado que hacían que se la imaginara a la luz de las velas.
La ceremonia de graduación tocó a su fin a las once y media. Estudiantes, padres y antiguos alumnos empezaron a avanzar entre las sombras de los imponentes olmos hacia el almuerzo de etiqueta durante el que se realizaría la entrega de diplomas. George echó un vistazo para localizar a los miembros de su familia, pero no los vio a la primera.
A quien sí vio fue a Joseph Hugo.
Hugo estaba solo junto a la escultura de bronce de John Harvard, encendiéndose uno de sus alargados pitillos. Con la toga negra ceremonial, su piel blanca parecía aún más pálida. George cerró los puños.
Quería darle una buena tunda a esa rata asquerosa, pero tenía el brazo izquierdo inutilizado y, en cualquier caso, si Hugo y él se liaban a puñetazos en el Old Yard precisamente ese día, les saldría carísimo.
Incluso podrían quitarles el título. George ya tenía bastantes problemas. Lo más inteligente habría sido ignorar a ese tipo y marcharse.
Pero en lugar de eso, le espetó:
—Hugo, eres un mierda.
Hugo se asustó a pesar de que su interlocutor llevara el brazo en cabestrillo. Eran de la misma altura y seguramente igual de fuertes, pero George tenía el odio de su parte, y Joseph lo sabía. Miró hacia otro lado e intentó evitarlo.
—No me apetece hablar contigo —respondió.
—No me sorprende. —George se desplazó hacia un lado para cortarle el paso—. Te quedaste mirando sin hacer nada mientras una turba enloquecida me atacaba. Esos brutos me rompieron el brazo, joder.
Hugo dio un paso atrás.
—No tendrías que haber metido las narices en Alabama.
—Y tú no tendrías que haber metido las narices en el activismo por los derechos civiles cuando no has dejado de espiar para los del otro bando. ¿Quién te pagaba, el Ku Klux Klan?
Hugo levantó la barbilla como poniéndose a la defensiva, y George sintió ganas de pegarle un puñetazo.
—Me ofrecí voluntario para pasar información al FBI —afirmó Hugo.
—¡Y encima lo has hecho gratis! No sé qué es peor.
—Pero no me queda mucho como voluntario. Empiezo a trabajar para ellos el mes que viene —informó entre avergonzado y desafiante, como si estuviera reconociendo que pertenecía a alguna secta religiosa secreta.
—Has sido tan buen soplón que te han dado trabajo.
—Siempre he querido dedicarme a velar por el orden público.
—Pues no te dedicaste a eso en Anniston. Allí estabas del lado de los delincuentes.
—Vosotros sois comunistas, os he oído hablar de Karl Marx.
—Y de Hegel, de Voltaire, de Gandhi y de Jesús. ¡Venga ya, Hugo!
No puedes ser tan tonto.
—Odio el desorden.
Y ese era el verdadero problema, reflexionó George amargamente.
La ciudadanía odiaba el desorden. La prensa culpaba a los viajeros de la libertad de haber provocado altercados, y no a los racistas con sus bates de béisbol y sus bombas incendiarias. Eso lo hacía enfurecer de impotencia: ¿es que no había nadie en Estados Unidos que entendiera lo que era justo de verdad?
Al otro extremo de la explanada de césped vio a Verena Marquand, que lo saludaba con la mano, y perdió el interés en Joseph Hugo de golpe.
Verena se iba a licenciar en Lengua Inglesa, pero en Harvard había tan pocas personas de color que todas se conocían. Y ella era tan espectacular que la habría visto aunque hubiera sido una entre mil chicas de color. Tenía los ojos verdes y la piel de color café con leche. Debajo de la toga llevaba un vestido verde y corto que dejaba a la vista sus largas piernas de piel tersa. Se había puesto el birrete de medio lado.
Estaba arrebatadora.
Decían que George y ella hacían buena pareja, pero nunca habían salido juntos. Siempre que él estaba solo, ella tenía pareja, y viceversa.
En ese momento ya era demasiado tarde.
Verena era una apasionada defensora de los derechos civiles y comenzaría a trabajar para Martin Luther King en Atlanta al acabar la carrera.
—¡Los Viajeros de la Libertad habéis iniciado algo importante! —exclamó ella con entusiasmo.
Era cierto. Tras el ataque con bombas incendiarias de Anniston, George había dejado Alabama con el brazo enyesado, pero otros habían tomado el relevo de la causa. Diez estudiantes de Nashville habían viajado en autobús a Birmingham, donde los habían detenido. Nuevos viajeros de la libertad habían sustituido al primer grupo. Se habían producido más altercados violentos protagonizados por los racistas blancos. Las acciones de los viajeros se habían convertido en un movimiento de masas.
—Pero he perdido mi trabajo —explicó George.
—Ven a Atlanta a trabajar para King —le sugirió Verena enseguida.
George se sorprendió.
—¿Te ha dicho él que me lo ofrecieras?
—No, pero necesita un abogado, y no hay ningún candidato para el puesto ni la mitad de inteligente que tú.
George estaba intrigado. Había estado a punto de enamorarse de Maria Summers, aunque le convenía olvidarla: seguro que no volvería a verla jamás. Se preguntó si Verena saldría con él si ambos trabajaban para King.
—No es mala idea —aseguró. Aunque quería pensárselo.
Cambió de tema.
—¿Están aquí tus padres?
—Claro, ven y te los presento.
Los padres de Verena eran conocidos simpatizantes de Kennedy.
George esperaba que tomaran partido y criticaran la actitud del presidente por su tibieza ante los violentos actos racistas. Pensó que quizá, con ayuda de Verena, lograría convencerlos para hacer unas declaraciones en público. Eso contribuiría en gran medida a aliviar el dolor que sentía en el brazo.
Cruzó la explanada de césped junto a Verena.
—Mamá, papá, os presento a mi amigo George Jakes —dijo ella.
Sus padres eran un negro alto elegantemente vestido y una mujer blanca de melena rubia con peinado de peluquería. George había visto fotografías suyas en numerosas ocasiones: formaban una pareja interracial de moda. Percy Marquand era «el Bing Crosby negro», estrella de cine y cantante melódico. Babe Lee era una actriz teatral encasillada en el papel de mujer de armas tomar.
Percy hablaba con un cálido tono de barítono que George ya conocía de sus decenas de éxitos musicales.
—Señor Jakes, en Alabama se rompió usted el brazo por todos nosotros. Es un honor estrecharle la mano.
—Gracias, señor, pero, por favor, llámeme George.
Babe Lee lo tomó de la mano y lo miró a los ojos como si quisiera declarársele.
—Nos sentimos muy agradecidos, George, y también orgullosos.
—Lo dijo con un tono tan seductor que el joven miró de forma soslayada y con cierta incomodidad al marido, por si se había molestado, pero ni a Percy ni a Verena les había sorprendido la calidez del saludo.
George se preguntó si Babe hacía lo mismo con todos los hombres a los que conocía. En cuanto logró soltarle la mano, se volvió hacia Percy.
—Sé que hizo usted campaña por Kennedy en las elecciones presidenciales del año pasado —comentó—. ¿No está molesto con su postura sobre los derechos civiles?
—Estamos todos decepcionados —respondió Percy.
—¡Y no es para menos! —intervino Verena—. Bobby Kennedy ha pedido a los Viajeros de la Libertad que estén tranquilos un tiempo.
¿Os lo podéis creer? El Congreso para la Igualdad Racial se ha negado, por supuesto. ¡Estados Unidos está gobernado por leyes, no por alborotadores!
—Argumento que debería haber esgrimido el secretario de Justicia —afirmó George.
Percy asintió en silencio, impertérrito ante ese ataque a dos bandas.
—He oído que la administración ha llegado a un acuerdo con los estados del Sur —comentó. George aguzó el oído: eso no había salido en los periódicos—. Los gobernadores estatales han accedido a contener los disturbios, que es lo que quieren los hermanos Kennedy.
George sabía que en política ninguna concesión era gratuita.
—¿Y a cambio de qué?
—El secretario de Justicia hará la vista gorda ante las detenciones ilegales de viajeros de la libertad.
Verena se sintió indignada y furiosa con su padre.
—¡Ojalá me lo hubieras contado antes, papá! —espetó con brusquedad.
—Sabía que te enfurecería, cielo.
Verena torció el gesto ante la condescendencia paterna y miró hacia otro lado.
George se centró en la cuestión que le interesaba.
—¿Hará declaraciones sobre su malestar, señor Marquand?
—He estado dándole vueltas —comentó Percy—, pero no creo que tuviera demasiada repercusión.
—Podría decantar el voto negro en contra de Kennedy en las elecciones de 1964.
—¿Y es eso lo que queremos? ¿Seguro? Acabaríamos peor parados con alguien como Dick Nixon en la Casa Blanca.
—¿Qué podemos hacer, entonces? —preguntó Verena, indignada.
—Lo que ocurrió el mes pasado en el Sur ha demostrado, fuera de toda duda, que la legislación actual no es lo bastante contundente. Necesitamos un nuevo proyecto de ley para la protección de los derechos civiles —dijo Percy.
—¡Amén! —exclamó George.
—Yo podría contribuir a que eso ocurriera —prosiguió Percy—. Ahora mismo tengo cierta influencia en la Casa Blanca. Si critico a los Kennedy, dejaré de tenerla.
George estaba convencido de que Percy debía expresar su opinión en público. Verena verbalizó el mismo sentimiento.
—Debes decirle a la gente lo que es correcto —afirmó—. Estados Unidos ya está plagado de personas prudentes. Por eso nos hemos metido en este lío.
Su madre se sintió ofendida.
—Tu padre es conocido por decir siempre lo correcto —puntualizó, indignada—. Siempre ha dado la cara.
George se percató de que no iba a convencer a Percy. Aunque quizá el padre de Verena tuviera razón. Un nuevo proyecto de ley de derechos civiles que impidiera a los estados del Sur oprimir a los negros podría ser la única solución real.
—Será mejor que localice a mis padres —comentó George—. Ha sido un honor conocerlos.
—Piénsate lo de trabajar para Martin —exclamó Verena mientras él se alejaba.
George se dirigió hacia el parque donde iban a entregarse los diplomas de Derecho. Habían instalado un escenario provisional y unas carpas para las mesas de caballetes donde se celebraría el almuerzo posterior a la entrega. Encontró a sus padres enseguida.
Su madre estrenaba un vestido amarillo. Seguro que había ahorrado para comprárselo; era una mujer orgullosa y no habría permitido que los adinerados Peshkov le regalaran nada a ella, solo a George. Miró a su hijo de la cabeza a los pies, con su toga académica y su birrete.
—Jamás me he sentido más orgullosa en toda mi vida —afirmó y, para asombro de su hijo, rompió a llorar.
George estaba sorprendido. No era una reacción típica en ella.
Había pasado los últimos veinticinco años negándose a mostrar debilidad en público. Se acercó a su madre y la abrazó.
—Tengo mucha suerte de tenerte, mamá —dijo.
George se separó con delicadeza de Jacky y le enjugó las lágrimas con un pañuelo blanco y pulcro. Luego se volvió hacia su padre. Como la mayoría de los antiguos alumnos, Greg llevaba puesto un canotier con una cinta que lo rodeaba y donde estaba inscrito el año de su graduación en Harvard; en su caso, 1942.
—Felicidades, hijo mío —dijo al tiempo que estrechaba la mano de George.
«Bueno —pensó el joven—, al menos ha venido. Algo es algo».
Los abuelos de George aparecieron poco después. Ambos eran inmigrantes rusos. Su abuelo, Lev Peshkov, había empezado abriendo bares y clubes nocturnos en Buffalo y había llegado a ser el dueño de un estudio de cine en Hollywood. El abuelo siempre había sido un dandi, y vestía traje blanco para la ocasión. George nunca sabía qué pensar de él. Decían que era un hombre de negocios despiadado con poco respeto por la ley. Por otra parte, se había portado muy bien con su nieto negro al darle una generosa asignación, además de pagarle los estudios.
Agarró a George por el brazo.
—Voy a darte un consejo para tu carrera de abogado. No representes a delincuentes —dijo con un tono confidencial.
—¿Por qué no?
—Porque siempre tienen las de perder. —El abuelo soltó una risotada.
No era ningún secreto que el propio Lev Peshkov había sido uno de ellos, contrabandista en la época de la Ley Seca.
—¿Seguro que todos los delincuentes siempre tienen las de perder? —preguntó George.
—A los que pillan, sí —respondió Lev—. Los demás no necesitan abogados. —Rió sin reparos.
La abuela de George, Marga, le plantó un cálido beso en la mejilla.
—No hagas caso a tu abuelo —le aconsejó.
—Debo hacerlo —repuso George—. Me ha pagado los estudios.
Lev lo señaló con el dedo.
—Me alegra que no lo olvides.
Marga pasó por alto el comentario.
—Mírate —le dijo al chico con un tono cargado de afecto—. ¡Estás tan guapo! ¡Y ya eres abogado!
George era su único nieto y sentía predilección por él. Seguramente, antes de que acabara la tarde le daría un billete de cincuenta dólares a escondidas.
Marga había sido cantante en un club nocturno, y a sus sesenta y cinco años todavía salía a escena con un vestido sugerente. A esas alturas, la negrura de su cabello tenía que ser obra del tinte. George era consciente de que llevaba más joyas de lo que resultaba apropiado para una celebración al aire libre, aunque supuso que como amante de su abuelo, y no esposa, necesitaba recurrir a esos símbolos de posición social.
Hacía casi cincuenta años que Marga era la querida de Lev, y Greg había sido el único hijo de ambos.
Lev también tenía una esposa, Olga, en Buffalo, y una hija, Daisy, casada con un inglés y afincada en Londres. Así que George tenía primos ingleses que no había llegado a conocer; primos blancos, suponía.
Marga besó a Jacky, y George percibió que las personas que tenían a su alrededor les echaban miradas de desaprobación. Ni siquiera en la liberal Universidad de Harvard era frecuente ver a un blanco abrazando a un negro. En las contadas ocasiones en las que aparecían todos juntos en público, la familia de George siempre llamaba la atención.
Incluso en los lugares donde se respetaba a todas las razas, una familia multirracial todavía sacaba a relucir los prejuicios latentes de los blancos. El joven sabía que, antes de que terminase el día, escucharía a alguien murmurar la palabra «mulato». Él haría oídos sordos. Sus abuelos negros habían fallecido hacía tiempo, y esa era toda la familia que le quedaba. La presencia de aquellas cuatro personas orgullosas en su graduación no tenía precio.
—Ayer comí con el viejo Renshaw. Lo convencí para que te reno-vara la oferta de trabajo en Fawcett Renshaw —anunció Greg.
—¡Oh, eso es maravilloso! ¡George, al final ejercerás de abogado en Washington! —exclamó Marga.
Jacky le dedicó a Greg una sonrisa enigmática.
—Gracias, Greg —dijo.
Este levantó un dedo como gesto de advertencia.
—Pero hay ciertas condiciones —puntualizó.
—Oh, George accederá a cualquier exigencia razonable. Es una gran oportunidad para él —repuso Marga.
En realidad había querido decir que era una gran oportunidad para un chico negro; George lo sabía, pero no protestó. En cualquier caso, su abuela tenía razón.
—¿Qué condiciones? —preguntó con cautela.
—Nada que no deba hacer cualquier letrado del mundo —respondió Greg—. No debes meterte en líos, eso es todo. Un abogado no puede estar del lado contrario a las autoridades.
George se mostró receloso.
—¿Que no me meta en líos?
—Tú no vuelvas a participar en ningún movimiento de protesta, ni en marchas, ni en manifestaciones, ni en ninguna de esas cosas. De todas formas, como socio del bufete en su primer año, no tendrás tiempo para nada de eso.
La propuesta enfureció a George.
—Y empezaría mi trayectoria profesional dando mi palabra de no volver a trabajar por la causa de la libertad.
—No te lo plantees así —dijo su padre.
George reprimió una réplica airada. Sabía que su familia solo quería lo mejor para él.
—¿Y cómo debería planteármelo? —preguntó intentando hablar con tono neutro.
—Tu papel en el movimiento de los derechos civiles no será el de soldado en primera línea, eso es todo. Apóyalo. Envía un cheque una vez al año a la NAACP.
La NAACP, la Asociación para el Progreso de las Personas de Color, era el grupo más antiguo y conservador para la defensa de los derechos civiles y había expresado su desacuerdo con los Viajeros de la Libertad por considerarlo un movimiento sedicioso.
—Tú no llames mucho la atención. Que sea otro el que suba al autobús.
—Tal vez escoja un camino diferente —dijo George.
—¿A qué te refieres?
—Podría trabajar para Martin Luther King.
—¿Te ha ofrecido un puesto?
—Me están tanteando.
—¿Cuánto te pagaría?
—No mucho, supongo.
—No creas que puedes rechazar un empleo fantástico y luego venir arrastrándote a pedirme una asignación —dijo Lev.
—Está bien, abuelo —repuso George, aunque eso era exactamente lo que había pensado—. De todas formas, aceptaré ese trabajo.
Su madre se sumó a la discusión.
—¡Oh, George, no lo hagas! —suplicó. Iba a añadir algo más, pero los licenciados fueron llamados a formar en fila para recibir sus diplomas—. Ve —dijo—. Ya hablaremos más tarde.
George se apartó de sus familiares y ocupó su lugar en la cola. La ceremonia dio comienzo y los jóvenes fueron avanzando posiciones. Le vino a la memoria el verano anterior, cuando había trabajado en Fawcett Renshaw. El señor Renshaw se consideraba un liberal heroico por haber contratado a un empleado negro, pero a George le habían encomendado un trabajo humillante, tan banal que incluso para un pasante resultaba demasiado fácil. Él lo había soportado con paciencia a la espera de tener una oportunidad, hasta que por fin esta había llegado. Gracias a su labor de investigación para un caso el bufete había ganado un pleito, y a él le habían ofrecido un puesto para cuando se licenciara.
Esas cosas solían ocurrirle con frecuencia. Todo el mundo daba por hecho que un estudiante de Harvard era inteligente y estaba capacitado, a menos que fuera negro; en tal caso, nadie apostaba por él. Durante toda su vida, George había tenido que demostrar que no era idiota. Lo reconcomía el resentimiento. Si alguna vez tenía hijos, albergaba la esperanza de verlos crecer en un mundo distinto.
Llegó su turno de subir al escenario. Mientras ascendía aquellos pocos escalones se quedó asombrado al oír que lo abucheaban.
El abucheo era una tradición de Harvard, pero por lo general se usaba contra los profesores que impartían mal las clases o que eran maleducados con los alumnos. George se sintió tan horrorizado que se detuvo a medio camino, se volvió a mirar y vio a Joseph Hugo entre el público. Hugo no era el único —los silbidos eran demasiado fuertes—, pero George estaba convencido de que el soplón lo había instigado.
Se sintió odiado. Se sintió demasiado humillado para seguir subiendo al escenario, así que se detuvo, paralizado y rojo como un tomate.
Entonces alguien empezó a aplaudir. George miró hacia las hileras de asientos y vio que un profesor se ponía en pie. Era Merv West, uno de los docentes más jóvenes. Otros se unieron a él en el aplauso y no tardaron en acallar el abucheo. Muchas más personas se levantaron.
George imaginó que incluso los que no sabían quién era lo habían deducido gracias a su brazo en cabestrillo.
Volvió a armarse de valor y siguió ascendiendo hacia el escenario.
Los vítores aumentaron de volumen cuando le entregaron el diploma.
Se volvió lentamente hacia el público y agradeció el aplauso con una modesta inclinación de cabeza. Luego bajó.
Tenía el corazón desbocado mientras iba a reunirse con los demás estudiantes. Varios hombres le estrecharon la mano sin mediar palabra.
George tenía un gran disgusto por el abucheo, aunque, al mismo tiempo, se sentía eufórico por la ovación. Se dio cuenta de que estaba sudando y se secó la cara con un pañuelo de tela. Menudo mal trago.
Vivió el resto de la ceremonia sumido en una bruma de confusión, contento de tener tiempo para recuperarse. A medida que la impresión provocada por el abucheo iba remitiendo, entendió que este había sido alentado por Hugo y un puñado de chiflados de derechas, y que el resto de los miembros de Harvard, liberales, le habían presentado sus respetos. Se dijo a sí mismo que debía sentirse orgulloso.
Los estudiantes se reunieron con sus familias para el almuerzo. La madre de George lo abrazó.
—Te han vitoreado —dijo.
—Sí —coincidió Greg—. Aunque por un momento me ha parecido oír algo más.
George separó las manos en un gesto implorante.
—¿Cómo no voy a luchar por la causa? —preguntó—. De verdad que quiero ese puesto en Fawcett Renshaw, y deseo complacer a la familia que me ha apoyado durante todos estos años de estudio, pero eso no lo es todo en la vida. ¿Y si tengo hijos?
—¡Eso sería maravilloso! —exclamó Marga.
—Pero, abuela, mis hijos serían de color. ¿En qué clase de mundo crecerían? ¿Serían ciudadanos de segunda?
Merv West interrumpió la conversación, estrechó la mano de George y lo felicitó por haber obtenido el título. El profesor West no iba demasiado elegante, con su traje de tweed y una camisa con botones en el cuello.
—Gracias por haber iniciado el aplauso, profesor —dijo George.
—No me des las gracias, te lo merecías.
George le presentó a su familia.
—Precisamente estábamos hablando sobre mi futuro.
—Espero que no hayas tomado ninguna decisión definitiva.
A George le picó la curiosidad. ¿Qué significaba eso?
—Aún no —respondió—. ¿Por qué?
—He estado hablando con el secretario de Justicia, Bobby Kennedy, licenciado en Harvard, como ya sabes.
—Espero que le haya transmitido que su gestión de lo sucedido en Alabama es una vergüenza para la nación.
West sonrió tristemente.
—No con esas palabras, claro. Pero coincidimos en que la actuación de la administración fue inapropiada.
—Y mucho. No puedo imaginar que… —George dejó la frase inacabada pues le asaltó una duda—. ¿Qué tiene que ver esto con las decisiones sobre mi futuro profesional?
—Bobby quiere contratar a un joven abogado de color para que dé al equipo del secretario de Justicia una perspectiva negra sobre los derechos civiles. Y me ha pedido que le recomendase a alguien.
George se quedó anonadado durante unos segundos.
—¿Está diciendo que…?
West levantó una mano con gesto de advertencia.
—No estoy ofreciéndote un puesto, eso solo puede hacerlo Bobby.
Pero te conseguiré una entrevista… si quieres.
—¡George! ¡Un trabajo con Bobby Kennedy! Eso sería maravilloso —exclamó Jacky.
—Mamá, los Kennedy nos han fallado.
—Entonces, ¡trabaja para Bobby y cambia las cosas!
George vaciló un instante y recorrió con la mirada las ansiosas expresiones de quienes lo rodeaban: su madre, su padre, su abuela, su abuelo y, de nuevo, su madre.
—Quizá lo haga —respondió por fin.