WALLI FRANCK tocaba el piano en la sala de estar del primer piso. El instrumento era un piano de cola Steinway que el padre de Walli mantenía afinado para que la abuela Maud pudiera tocarlo. Walli interpretaba de memoria el riff de la canción A Mess of Blues, de Elvis Presley. Era una pieza en do, lo cual facilitaba las cosas.
Su abuela estaba sentada leyendo las necrológicas del Berliner Zeitung. A sus setenta años, era una mujer delgada y de porte erguido, y llevaba puesto un vestido de cachemira de color azul oscuro.
—Se te da bien ese tipo de música —comentó sin levantar la vista del periódico—. Has heredado mi oído, además de mis ojos verdes. Tu abuelo Walter, que en gloria esté y por quien te pusieron tu nombre, nunca aprendió a tocar ragtime. Intenté enseñarle, pero no hubo manera.
—¿Tú tocabas ragtime? —Walli estaba sorprendido—. Tenía entendido que solo interpretabas música clásica.
—El ragtime nos salvó de morir de hambre cuando tu madre era una cría. Después de la Primera Guerra Mundial, trabajé en un club llamado Nachtleben. Estaba aquí mismo, en Berlín. Aunque me pagaban varios billones de marcos la noche, con eso apenas llegaba para comprar pan. Sin embargo, a veces recibía propinas en moneda extranjera, y dos dólares nos daban para vivir bien una semana.
—Vaya.
A Walli le costaba imaginar a su anciana abuela tocando el piano a cambio de propinas en un club nocturno.
La hermana de Walli entró en la habitación. Lili era casi tres años menor que él, y últimamente no sabía cómo tratarla. Desde que tenía uso de razón, su hermana le había resultado una lata, una especie de hermano pequeño pero más pesado. Sin embargo, desde hacía un tiempo Lili se había vuelto más sensata y, para complicar las cosas, a algunas de sus amigas les habían crecido los pechos.
Walli le dio la espalda al piano y cogió la guitarra. La había comprado hacía un año en una casa de empeños del Berlín occidental, donde seguramente la había dejado en depósito un soldado estadounidense a cambio de un dinero que nunca llegó a devolver. Era una Martin y, aunque le había salido barata, a Walli le parecía bastante buena. Suponía que ni el prestamista ni el soldado habían sabido apreciar su verdadero valor.
—Escucha esto —le dijo a Lili, y empezó a tocar All My Trials, una canción con melodía bahamesa y letra en inglés que había oído en las emisoras de radio occidentales y que, por lo visto, gozaba de popularidad entre los grupos folk estadounidenses.
Los acordes menores la convertían en una pieza melancólica y Walli estaba muy satisfecho con el lánguido punteo de acompañamiento que había improvisado.
Cuando terminó, la abuela Maud miró por encima del periódico.
—Tienes un acento absolutamente espantoso, Walli, querido —dijo en inglés.
—Lo siento.
Maud pasó al alemán.
—Pero cantas muy bien.
—Gracias. —Walli se volvió hacia Lili—. ¿Qué te parece la canción?
—Es un poco deprimente —contestó su hermana—. Puede que me guste más después de oírla varias veces.
—Pues vaya chasco —dijo Walli—. Quería tocarla esta noche en el Minnesänger.
Se trataba de un local de música folk del Berlín occidental, situado en una calle que daba a Kurfürstendamm y cuyo nombre significaba «trovador».
El anuncio sorprendió a Lili.
—¿Vas a cantar en el Minnesänger?
—Es una noche especial. Celebran un concurso donde puede tocar quien quiera. Al ganador le dan la oportunidad de actuar de manera periódica.
—No sabía que ahora se hicieran esas cosas.
—No suelen hacerlo. Se trata de algo excepcional.
—¿No hay que ser mayor para que te dejen entrar en esos sitios? —preguntó la abuela Maud.
—Sí, pero no es la primera vez que voy.
—Walli parece mayor de lo que es —apuntó Lili.
—Ya…
—Nunca has cantado en público, ¿no estás nervioso? —le preguntó Lili a su hermano.
—Y que lo digas.
—Deberías cantar algo más alegre.
—Creo que tienes razón.
—¿Qué te parece This Land is Your Land? Me encanta.
Walli la tocó y Lili cantó a coro con él.
Justo entonces entró Rebecca, su hermana mayor. Walli la adoraba.
Después de la guerra, mientras sus padres trabajaban de sol a sol para llevar el pan a casa, Rebecca solía quedarse a cargo de Walli y Lili. Era como una segunda madre, aunque menos estricta.
Además, ¡menuda era Rebecca! Walli había presenciado con pasmo cómo arrojaba por la ventana la maqueta hecha con cerillas de su marido. A Walli nunca le había gustado Hans, y se regocijó en secreto cuando lo vio marchar.
El rumor de que Rebecca se había casado con un oficial de la Stasi sin saber a lo que este se dedicaba en realidad estaba en boca de todos los vecinos. Gracias a ello, Walli había ganado cierto prestigio en la escuela, donde hasta ese momento a nadie se le había ocurrido que los Franck tuvieran nada especial. A las chicas en concreto les fascinaba la idea de que la policía hubiera estado informada de todo lo que se había dicho y hecho en aquella casa durante cerca de un año.
A pesar de que Rebecca era su hermana, Walli sabía apreciar su belleza. Tenía muy buen tipo, y sus bonitas facciones transmitían bondad a la vez que carácter. Sin embargo, en ese momento se dio cuenta de que su hermana había llegado con cara de funeral y dejó de tocar.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Me han despedido —contestó ella.
La abuela Maud bajó el periódico.
—¡Pero eso es un disparate! —exclamó Walli—. ¡Los chicos de tu escuela dicen que eres su mejor maestra!
—Lo sé.
—¿Por qué te han echado?
—Creo que es la forma que tiene Hans de vengarse.
Walli recordó la reacción de Hans al ver la maqueta destrozada y miles de cerillas esparcidas sobre el suelo mojado. «Te arrepentirás de esto», había gritado bajo la lluvia, vuelto hacia la ventana. Walli se lo había tomado como una bravuconada, aunque si lo hubiera pensado bien se habría dado cuenta de que un agente de la policía secreta tenía potestad de cumplir aquel tipo de amenazas. «Tú y tu familia», había vociferado Hans, con lo que Walli quedaba incluido en la maldición.
Se estremeció.
—¿No andan escasos de maestros? —preguntó la abuela Maud.
—Bern Held está hecho una furia —dijo Rebecca—, pero las órdenes vienen de arriba.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Lili.
—Buscar otro trabajo. No creo que sea difícil. Las referencias que me ha dado Bernd son muy elogiosas y no hay escuela de la Alemania Oriental que no necesite maestros después de todos los que se han trasladado a la parte occidental.
—Tendrías que hacer lo mismo —opinó Lili.
—Tendríamos que hacerlo todos —matizó Walli.
—Mamá no querrá, ya lo sabes —repuso Rebecca—. Dice que hay que enfrentarse a los problemas, no huir de ellos.
En ese momento entró el padre de Walli, vestido con traje y chaleco de color azul oscuro, algo anticuados aunque elegantes.
—Buenas tardes, Werner, querido —lo saludó la abuela Maud—. Rebecca necesita un trago. La han despedido.
La abuela acostumbraba a recomendar que la gente se sirviera un trago. De ese modo aprovechaba y se servía otro para ella.
—Ya sé lo de Rebecca —contestó el padre de Walli con sequedad—. He hablado con ella.
Estaba de mal humor. Era la única explicación para que se hubiera dirigido de manera tan descortés a su suegra, a quien quería y admiraba. Walli se preguntó qué habría ocurrido para que estuviera tan disgustado.
No tardó en averiguarlo.
—Acompáñame al estudio, Walli —ordenó su padre—. Quiero hablar contigo.
El hombre cruzó las puertas dobles y entró en una salita de menor tamaño que utilizaba a modo de despacho. Walli lo siguió. Su padre tomó asiento detrás del escritorio, aunque Walli sabía que él debía permanecer de pie.
—Hace un mes tuvimos una conversación sobre el tabaco —empezó a decir Werner.
Walli se sintió culpable de inmediato. Empezó a fumar para parecer mayor, pero había acabado tomándole el gustillo y se había convertido en un hábito.
—Me prometiste que lo dejarías —prosiguió su padre.
En opinión de Walli, no era de su incumbencia si fumaba o no.
—¿Lo has dejado?
—Sí —mintió Walli.
—¿Sabes que el tabaco apesta?
—Eso creo.
—Lo he olido en cuanto he entrado en el salón.
Walli se sintió como un bobo. Lo habían pillado diciendo una mentira pueril, cosa que no lo ayudaba a acercar posiciones con su padre.
—Por eso sé que no lo has dejado.
—Entonces, ¿para qué preguntas?
Walli aborreció el tono despectivo que detectó en su propia voz.
—Esperaba que me dijeras la verdad.
—Esperabas poder pillarme.
—Cree lo que quieras. Supongo que llevarás un paquete en el bolsillo.
—Sí.
—Déjalo en la mesa.
Walli lo sacó del pantalón y lo arrojó sobre el escritorio con gesto airado. Su padre cogió la cajetilla y la lanzó con indiferencia al interior de un cajón. Era un paquete de Lucky Strike, no de aquella marca alemana oriental de menor calidad llamada «f6», y además estaba casi entero.
—No saldrás en un mes —dijo su padre—. Así al menos no frecuentarás bares donde la gente toca el banjo y fuma como un carretero.
Walli sintió que el pánico le formaba un nudo en el estómago, aunque intentó conservar la calma y no perder los estribos.
—No es un banjo, es una guitarra. Y no pienso quedarme un mes sin salir.
—No digas tonterías, harás lo que se te ordene.
—Está bien, pero el castigo empieza mañana —dijo Walli a la desesperada.
—Empieza ahora mismo.
—Pero esta noche tengo que ir al Minnesänger.
—Ese es justo el tipo de lugares de los que quiero apartarte.
¡Aquel hombre no atendía a razones!
—No saldré durante un mes a partir de mañana, ¿de acuerdo?
—El castigo no se adaptará según convenga a tus intereses. Eso contradiría su finalidad. Su propósito es causarte molestias.
Cuando su padre estaba de aquel humor, no había forma de que diera su brazo a torcer, pero la frustración ofuscaba a Walli, que lo intentó de todos modos.
—¡No lo entiendes! Esta noche participo en un concurso en el Minnesänger, es una oportunidad única.
—¡No pienso posponer tu castigo para que vayas a tocar el banjo!
—¡Es una guitarra, viejo estúpido! ¡Una guitarra! —vociferó Walli, y abandonó el estudio.
Como era de esperar, las tres mujeres de la habitación contigua lo habían oído todo y se lo quedaron mirando.
—Walli… —dijo Rebecca.
Walli cogió su guitarra y salió de allí.
Cuando llegó a la planta baja todavía no tenía un plan, solo rabia, pero supo qué hacer en cuanto vio la puerta de la calle. Salió de la casa con la guitarra en la mano y cerró dando tal portazo que temblaron las paredes.
Una de las ventanas del primer piso se abrió de sopetón.
—¡Vuelve aquí! ¿Me has oído? ¡Vuelve aquí ahora mismo si no quieres empeorar las cosas! —oyó gritar a su padre.
Walli no se detuvo.
Al principio solo estaba enfadado, pero al cabo de un rato se sintió eufórico. Había desafiado a su padre, ¡incluso lo había llamado «viejo estúpido»! Se encaminó hacia el oeste con paso desenfadado. Sin embargo, la euforia no tardó en desvanecerse y empezó a preguntarse cuáles serían las consecuencias. Su padre no se tomaba la desobediencia a la ligera. Daba órdenes a sus hijos y empleados y esperaba que estos las acataran. Aunque ¿qué iba a hacerle? Walli ya era demasiado mayor para recibir azotainas. Su padre había intentado encerrarlo en casa como si se tratara de una prisión, pero no lo había conseguido. En ocasiones lo amenazaba con sacarlo de la escuela y ponerlo a trabajar en el negocio familiar, pero Walli creía que era una bravuconada. Su padre no se sentiría cómodo con un adolescente lleno de rencor deambulando por su preciosa fábrica. En cualquier caso, Walli tenía la sensación de que al viejo se le ocurriría algo.
La calle por la que caminaba pasaba a pertenecer al Berlín occidental a partir del siguiente cruce. En una de sus esquinas holgazaneaban tres vopos, tres policías de la Alemania Oriental, fumando un cigarrillo.
Tenían derecho a dar el alto a cualquiera que cruzara la frontera invisible, aunque resultaba imposible parar a todo el mundo ya que eran decenas de miles de personas las que atravesaban a diario, entre ellas muchos Grenzgänger, berlineses orientales que trabajaban en el lado occidental a cambio de sueldos mayores, que recibían en valiosos marcos alemanes. El padre de Walli era un Grenzgänger, aunque él trabajaba para obtener beneficios, no a cambio de un sueldo. El propio Walli cruzaba al menos una vez a la semana, por lo general para ir con sus amigos a los cines del Berlín occidental, donde proyectaban películas estadounidenses con escenas eróticas y violentas, más emocionantes que las fábulas moralizadoras de las salas comunistas.
En la práctica, los vopos paraban a quienes les llamaban la atención.
Las familias que pretendían pasar al completo, padres e hijos juntos, tenían muchas probabilidades de que les dieran el alto, ya que levantaban la sospecha de querer abandonar la zona oriental de manera definitiva, sobre todo si llevaban equipaje. Otro grupo de personas a quienes los vopos disfrutaban acosando eran los adolescentes, en especial si vestían a la moda occidental. Muchos chicos del Berlín oriental pertenecían a pandillas que desafiaban el orden establecido, como los Texas Gang, los Jeans Gang o la Asociación de Admiradores de Elvis Presley. Odiaban a la policía y la policía los odiaba a ellos.
Walli llevaba unos pantalones negros normales y corrientes, una camiseta blanca y un chubasquero marrón claro. Consideraba que tenía un aspecto moderno, un poco a lo James Dean, pero no tanto como para que lo tomaran por miembro de una pandilla. Sin embargo, la guitarra podía hacer que se fijaran en él. Era el símbolo por antonomasia de lo que llamaban la «incultura americana», era incluso peor que un cómic de Superman.
Cruzó la calle procurando no mirar a los vopos. Con el rabillo del ojo creyó ver que uno de ellos se había fijado en él, pero no le dijeron nada y cruzó al mundo libre sin que le dieran el alto.
Subió a un tranvía que bordeaba el lado sur del parque hasta Ku’damm mientras iba pensando que lo mejor del Berlín occidental era que absolutamente todas las chicas llevaban medias.
Se dirigió al Minnesänger Club, un sótano situado en una calle que desembocaba en Ku’damm y donde servían cerveza suave y salchichas de Frankfurt. Había llegado pronto, pero el local ya había empezado a llenarse. Walli habló con el joven dueño del lugar, Danni Hausmann, y se apuntó en la lista de participantes. Pidió una cerveza sin que nadie le preguntara cuántos años tenía. Había un montón de chicos con guitarra, igual que él, casi el mismo número de chicas y alguna que otra persona de mayor edad.
El concurso empezó una hora después. Cada participante concursaba con dos canciones. Algunos de los competidores eran aficionados sin demasiado futuro que se limitaban a tocar acordes sencillos, pero, para consternación de Walli, había varios guitarristas más diestros que él. Casi todos se parecían a los artistas estadounidenses cuyo material copiaban. Tres hombres vestidos como The Kingston Trio interpreta Tom Dooley, y una chica morena de pelo largo y con una guitarra cantó The House of the Rising Sun igual que Joan Baez y se ganó los aplausos y las ovaciones del público.
Una pareja algo mayor y vestida de pana subió al escenario y escogió una canción bucólica titulada Im Märzen der Bauer, con acompañamiento de acordeón. Se trataba de música folk, aunque no la que deseaba oír aquel público. Obtuvieron una ovación inesperada, pero estaban desfasados.
Walli aguardaba su turno, cada vez más impaciente, cuando se le acercó una chica guapa. Le ocurría a menudo. Él creía tener un rostro raro, con aquellos pómulos altos y los ojos almendrados, como si fuera medio japonés, pero muchas chicas lo consideraban atractivo.
Aquella en concreto dijo que se llamaba Karolin y parecía un año o dos mayor que él. Era rubia, y su melena, larga, lacia y con la raya peinada en medio, enmarcaba un rostro ovalado. Lo primero que pensó Walli fue que era idéntica a las demás chicas aficionadas al folk, pero la sonrisa deslumbrante de aquella lo dejó sin respiración.
—Iba a participar en el concurso con mi hermano y su guitarra, pero me ha fallado. Supongo que no te apetecerá formar un dúo conmigo, ¿verdad?
El primer impulso de Walli fue rechazar la oferta. Tenía un repertorio de canciones y ninguna se había escrito para un dúo, pero Karolin era encantadora y él necesitaba una razón para seguir hablando con ella.
—Tendríamos que ensayar —dijo sin demasiada convicción.
—Podemos salir fuera. ¿Qué ibas a tocar?
—All My Trials y luego This Land is Your Land.
—¿Qué te parece Noch Einen Tanz?
No formaba parte del repertorio de Walli, pero se sabía la melodía y no era complicada.
—Ni se me había pasado por la cabeza tocar una pieza cómica —comentó.
—Al público le encantará. Tú puedes cantar la parte del hombre, en la que le dice a la mujer que se vaya a casa a cuidar de su marido enfermo, a continuación yo canto lo de «un baile más y ya está», y luego podemos hacer juntos el último verso.
—Probemos.
Salieron del local. Estaban a principios de verano y todavía había luz, de modo que se sentaron a ensayar en los escalones de un portal.
Sus voces combinaban bastante bien y Walli improvisó una armonía en el verso final.
Pensó que Karolin tenía una voz de contralto pura que podía levantar pasiones, por lo que propuso que la segunda canción fuera triste, para contrastar. Karolin rechazó All My Trials porque le resultaba demasiado deprimente, pero le gustaba Nobody’s Fault But Mine, un espiritual lento. Cuando lo ensayaron, a Walli se le erizó el vello de la nuca.
Un soldado estadounidense que entraba en el local les sonrió.
—¡Dios mío, si son los gemelos Bobbsey! —exclamó en inglés.
Karolin se echó a reír.
—Creo que nos parecemos mucho, los dos somos rubios y tenemos los ojos verdes. ¿Quiénes son los gemelos Bobbsey?
Walli no se había fijado en el color de los ojos de Karolin y le resultó halagador que ella en cambio sí lo hubiera hecho.
—La primera vez que oigo hablar de ellos —contestó.
—No importa, no suena mal como nombre de dúo. Igual que los Everly Brothers.
—¿Necesitamos un nombre?
—Sí, si ganamos.
—De acuerdo. Volvamos dentro. Ya casi debe de ser nuestro turno.
—Una cosa más —dijo ella—. Cuando cantemos Noch Einen Tanz, tendríamos que mirarnos de vez en cuando y sonreír.
—Está bien.
—Como si fuéramos novios, ¿entiendes? Quedará bien en el escenario.
—Perfecto.
No le costaría nada sonreír a Karolin como si fuera su novia.
Dentro, una chica rubia cantaba Freight Train y tocaba la guitarra.
No era tan guapa como Karolin, pero sus encantos eran más evidentes.
A continuación, un guitarrista consumado tocó un blues con punteos complicados y, acto seguido, Danni Hausmann pronunció el nombre de Walli.
El chico se puso tenso en cuanto estuvo frente al público. Casi todos los guitarristas tenían sofisticadas correas de cuero, pero él ni siquiera se había molestado en agenciarse una, por lo que utilizaba un trozo de cuerda para colgarse la guitarra del cuello. En ese momento deseó tener una.
—Buenas noches, somos los Bobbsey Twins —anunció Karolin.
Walli tocó un acorde, empezó a cantar y descubrió que ya no le importaban las correas. Se trataba de un vals, y él acompañó la melodía rasgueando la guitarra con desenfado. Karolin le dio la réplica en su papel de licenciosa mujer de vida alegre y Walli contestó a su vez transformado en un envarado teniente prusiano.
El público rió.
Y algo le ocurrió a Walli en ese momento. Lo que había oído no era más que la risita colectiva de agradecimiento de un público que apenas superaba el centenar de personas, pero aun así le provocó una sensación que no había experimentado antes, una sensación que se parecía ligeramente al placer que produce la primera calada de un cigarrillo.
Los asistentes rieron en otras tantas ocasiones y al final de la canción rompieron a aplaudir con estruendo.
Aquello le complació incluso más.
—¡Les gustamos! —le susurró Karolin, emocionada.
Walli empezó a tocar Nobody’s Fault But Mine, rasgueando las cuerdas metálicas con la punta de los dedos para acentuar el dramatismo de las melancólicas séptimas, y el público enmudeció. Karolin se transformó y se convirtió en una mujer perdida, sumida en la desesperación. Walli observó a la gente. Nadie hablaba. Una mujer tenía lágrimas en los ojos y el chico se preguntó si habría vivido lo que Karolin estaba cantando.
La concentración silenciosa era incluso mejor que las risas.
Al final, los ovacionaron y les pidieron que siguieran tocando.
Las normas establecían que cada concursante solo podía interpretar dos canciones, así que Walli y Karolin bajaron del escenario, haciendo oídos sordos a las peticiones de bises; pero Hausmann les pidió que volvieran a subir. No habían ensayado una tercera canción y se miraron, presa del pánico.
—¿Conoces This Land is Your Land? —le preguntó Walli entonces, y Karolin asintió con la cabeza.
El público coreó la canción, por lo que Karolin se vio obligada a cantar más alto, y a Walli le sorprendió su potencia de voz. Él cantó en tono agudo y la combinación de ambas voces se elevó por encima de la del público.
Walli estaba entusiasmado cuando por fin bajaron del escenario.
A Karolin le brillaban los ojos.
—¡Nos ha salido muy bien! —exclamó ella—. Eres mejor que mi hermano.
—¿Tienes tabaco? —preguntó Walli.
Se sentaron a fumar mientras veían el concurso.
—Creo que hemos sido los mejores —comentó él cuando acabó, al cabo de una hora.
Karolin se mostró más cauta.
—Les ha gustado la chica rubia que ha cantado Freight Train —dijo.
Por fin anunciaron el resultado.
Los Bobbsey Twins quedaron segundos.
La ganadora fue la doble de Joan Baez.
Walli estaba indignado.
—¡Pero si ni siquiera sabía tocar! —protestó.
Karolin se lo tomó con más filosofía.
—La gente adora a Joan Baez.
El local empezó a vaciarse y Walli y Karolin se encaminaron hacia la puerta. Walli parecía desanimado. Estaban saliendo cuando Danni Hausmann los llamó. Tenía veintitantos años y vestía a la moda, de manera informal, con un jersey negro de cuello vuelto y vaqueros.
—¿Podríais tocar media hora el lunes? —preguntó Danni.
Walli estaba demasiado sorprendido para contestar.
—¡Claro! —se apresuró a decir Karolin.
—Pero ha ganado la imitadora de Joan Baez —protestó Walli, aunque enseguida se preguntó de qué se quejaba.
—Vosotros dos parecéis saber cómo tener al público contento más de una o dos canciones. ¿Contáis con repertorio para una actuación completa?
Una vez más Walli vaciló y Karolin se le adelantó de nuevo.
—El lunes lo tendremos —aseguró.
Walli recordó que su padre había pensado encerrarlo en casa durante un mes, pero prefirió no mencionarlo.
—Gracias —dijo Danni—. Os toca el primer turno, el de las ocho y media, así que venid a las siete y media.
Se sentían eufóricos cuando salieron a la luz de las farolas. Walli no sabía qué iba a hacer respecto a su padre, pero estaba convencido de que todo saldría bien.
Resultó que Karolin también vivía en el Berlín oriental, así que tomaron un autobús y empezaron a hablar de lo que tocarían la semana siguiente. Había montones de canciones folk que ambos conocían.
Bajaron del autobús y se encaminaron hacia el parque. Karolin frunció el ceño.
—El tipo de detrás… —dijo.
Walli se volvió un instante. Un hombre ataviado con gorra caminaba a unos treinta o cuarenta metros por detrás de ellos, fumando un cigarrillo.
—¿Qué le pasa?
—¿No estaba en el Minnesänger?
El hombre evitó la mirada de Walli, a pesar de que este lo escrutó con atención.
—Yo diría que no —dijo—. ¿Te gustan los Everly Brothers?
—¡Sí!
Walli empezó a tocar All I Have to Do is Dream mientras caminaban, rasgueando la guitarra que seguía llevando colgaba del cuello con una cuerda. Karolin se le unió con entusiasmo y la corearon juntos mientras atravesaban el parque. A continuación Walli atacó el éxito de Chuck Berry Back in the USA.
Estaban cantando el estribillo a grito pelado, «Cómo me alegro de vivir en Estados Unidos», cuando Karolin se detuvo en seco.
—¡Calla! —exclamó.
Walli se dio cuenta de que habían llegado a la frontera y vio a tres vopos que los observaban con mirada aviesa bajo la luz de una farola.
Walli calló de inmediato, esperando haber parado a tiempo.
Uno de los policías, un sargento, miró algo más allá de Walli, quien se volvió un instante y vio que el hombre de la gorra asentía con un breve gesto de cabeza. El sargento se acercó a ellos.
—Papeles —dijo.
El hombre de la gorra habló por un walkie-talkie. Walli frunció el ceño. Por lo visto Karolin tenía razón y los habían seguido. En ese momento se le ocurrió que tal vez Hans estuviera detrás de todo aquello.
¿De verdad podía llegar a ser tan mezquino y vengativo?
Sí, podía.
El sargento revisó el documento de identidad de Walli.
—Solo tienes quince años. No deberías estar en la calle a estas horas.
Walli se mordió la lengua. No valía la pena discutir con ellos.
El sargento echó un vistazo al documento de identidad de Karolin.
—¡Tú tienes diecisiete años! ¿Qué andas haciendo con este crío?
Aquello hizo que Walli recordara la discusión con su padre y no pudo contenerse.
—No soy ningún crío.
El sargento lo ignoró.
—Podrías salir conmigo —le dijo a Karolin—. Con un hombre de verdad.
Los otros dos vopos rieron en señal de aprobación.
Karolin no dijo nada, pero el sargento volvió a la carga.
—¿Qué dices? —insistió.
—Debe de estar loco —contestó Karolin, en voz baja.
El hombre se ofendió.
—Vaya, eso ha sido una grosería —dijo.
No era la primera vez que Walli veía reaccionar a los hombres de aquella manera. Si una chica no les hacía caso, se indignaban; sin embargo, cualquier otra respuesta era considerada una insinuación. ¿Qué se suponía que debían hacer las mujeres?
—Devuélvame mi carnet, por favor —pidió Karolin.
—¿Eres virgen? —preguntó el sargento.
Karolin se sonrojó.
Una vez más, los otros dos policías se rieron con burla.
—Deberían ponerlo en los documentos de identidad de las mujeres —prosiguió el hombre—. Virgen o no virgen.
—Basta ya —intervino Walli.
—Soy delicado con las vírgenes.
Walli estaba furioso.
—¡Ese uniforme no le da derecho a molestar a las chicas!
—¿Ah, no?
El sargento no les devolvió los documentos de identidad.
Un Trabant 500 de color canela se detuvo y Hans Hoffmann bajó del vehículo. Walli empezó a preocuparse de verdad. ¿Cómo se había metido en aquel lío? Lo único que había hecho era cantar en el parque.
Hans se acercó a ellos.
—Enséñame eso que llevas colgado del cuello —ordenó.
—¿Por qué? —preguntó Walli haciendo acopio de coraje.
—Porque sospecho que está siendo utilizado para introducir propaganda imperialista capitalista en la República Democrática Alemana de manera clandestina. Dámela.
La guitarra significaba tanto para Walli que se resistió a obedecer a pesar de lo asustado que estaba.
—Y si no lo hago, ¿qué? —dijo—. ¿Van a detenerme?
El sargento se frotó los nudillos de una mano con la palma de la otra.
—Sí, al final sí —contestó Hans.
A Walli lo abandonaron las fuerzas. Se pasó la cuerda por encima de la cabeza y le entregó la guitarra a Hans.
Este la cogió como si fuera a tocarla, rasgueó las cuerdas y cantó en inglés:
—You ain’t nothing but a hound dog…
Los vopos se desternillaban de risa.
Por lo visto, hasta la policía escuchaba emisoras de música pop.
Hans metió la mano por debajo de las cuerdas e intentó palpar por dentro la boca de la guitarra.
—¡Ten cuidado! —pidió Walli.
La primera cuerda se rompió con un sonido metálico.
—¡Es un instrumento musical delicado! —insistió, desesperado.
Las cuerdas impedían que Hans pudiera inspeccionar la guitarra adecuadamente.
—¿Alguien tiene una navaja? —preguntó.
El sargento rebuscó en el interior de su chaqueta y sacó una navaja de hoja ancha que desde luego no formaba parte del equipamiento habitual, de eso Walli estaba seguro.
Hans intentó cortar las cuerdas, pero eran más resistentes de lo que había pensado. Consiguió seccionar la segunda y la tercera, pero todo fue inútil con las más gruesas.
—Dentro no hay nada —dijo Walli con tono de súplica—. Se nota por el peso.
Hans lo miró, sonrió y a continuación hundió la navaja con fuerza en la caja de resonancia, cerca del puente.
La hoja atravesó la madera y Walli gritó, desolado.
Complacido ante aquella reacción, Hans empezó a abrir toscos agujeros por toda la guitarra. La superficie ya apenas ofrecía resistencia y la tensión de las cuerdas hizo que el puente y la madera que lo rodeaba se separaran de la tapa del instrumento. Hans arrancó el resto, y el interior de la guitarra quedó a la vista. Recordaba a un ataúd vacío.
—No hay propaganda —anunció—. Felicidades, eres inocente.
Le tendió la maltrecha guitarra a Walli y este la aceptó.
El sargento les devolvió los documentos identificativos con una sonrisa burlona.
A continuación Karolin asió a Walli por el brazo y se lo llevó de allí.
—Venga —dijo en voz baja—. Vámonos de aquí.
Walli dejó que tirara de él. Apenas veía por dónde caminaba. No podía dejar de llorar.