Con no poca aprensión. Marion y Millie se dieron cuenta de que el joven las guiaba a la cámara mortuoria. Bludin encendió la luz eléctrica. Los cirios estaban apagados.
—Ahí está el hombre que quería matarme —dijo Millie—. Me dan ganas de escupirle…
—Cuidado, usted también deseó su muerte.
—Si hubiera tenido que soportar lo que yo soporté…
—Eso se ha pasado ya. Miren aquí, por favor.
Bludin cruzó la fúnebre estancia y se acercó al gran armario situado al fondo. Abrió la puerta y luego, sin vacilar, penetró en su interior.
Marion lanzó un grito de angustia:
—¡Cuidado, Bat!
—No tema —sonrió el joven—. Aguarden un momento.
Tenía la lámpara eléctrica portátil en una mano, mientras que con la otra exploraba la pared del fondo. De pronto vio una fina línea de separación en la madera y presionó a fondo.
Una puerta giró, dejando ver la entrada de un pasadizo, que acababa a un par de metros, para convertirse en una especie de pozo completamente vertical, con una escalera de peldaños de hierro sujetos al muro.
Al frente había otra puerta. Bludin empezó a comprender muchas de las cosas que habían ocurrido durante la noche en aquella casa, sobre todo cuando divisó una enorme maleta situada al pie de la escalera.
—¡Bat! —llamó la muchacha—. ¿Qué pasa ahí?
—Un momento, por favor; salgo en seguida.
Los nervios de Marion no lo pudieron resistir y corrió hacia el armario. Al asomarse a su interior, lanzó una exclamación de sorpresa:
—¡Cielos!
Bludin se volvió sonriendo hacia ella.
—¿Qué le parece? —preguntó.
—¿Adónde da ese pasadizo?
El joven alzó una mano hacia arriba.
—Por aquí, al dormitorio de Elphins. —Abrió la otra puerta—. Y por allí, a la cocina.
Marion se sentía estupefacta.
—Pero ¿qué objeto tienen esos pasadizos? —insistió.
—Ahora lo sabrá. Tengo ganas de fumar un cigarrillo —dijo él inesperadamente.
Salió fuera y se puso el cigarrillo en los labios.
—Aparte de las muertes, aquí se ha estado produciendo esta noche una especie de juego de burla, bastante macabro, pero que, sin embargo, no tenía otro objeto que torturar los nervios de los invitados —dijo.
—¿Quién hacía ese juego, Bat?
Bludin encendió el cigarrillo e inhaló un par de bocanadas de humo.
—¡Puah! ¡Qué mal sabe este tabaco! —exclamó.
Y con gesto de asco, lanzó el cigarrillo encendido al ataúd donde yacía Koldicutt.
Entonces, el muerto se sentó vivamente, manoteando con frenesí para apartar de su cara el cigarrillo encendido.
Se oyó un agudo chillido. Marion retrocedió unos cuantos pasos, con los ojos desorbitados por el horror.
Millie fue más práctica y se desmayó.
Sentado en el ataúd, Koldicutt miró al joven con ojos llameantes.
—¿Por qué ha tenido que descubrirme? —dijo—. Les tenía preparado un tablón para cruzar el foso y veinticinco mil dólares para cada uno…
—No nos gustan las cosas que han pasado aquí esta noche —respondió Bludin fríamente.
* * *
Koldicutt abandonó el ataúd y se sacudió las ropas.
—No le gustan. ¿Y qué? Ellos querían matarme. Yo estaba en mi derecho al vengarme.
Marion, arrodillada junto a Millie, trataba de volverla a la vida.
—Lo que ha hecho no está ni pizca de bien —dijo—. Ni el señor Bludin ni yo le conocíamos a usted…
—Sí, me conocían —sonrió Koldicutt—. Hace un par de años, ambos fueron testigos, por separado, de un accidente automovilístico. Yo fui el perjudicado, pero en aquellos instantes viajaba con otro nombre. Cuestión de negocios, ¿saben? De no haber sido por la declaración de ustedes dos, yo habría perdido aquel negocio, ya que el juez de tráfico me exculpó inmediatamente.
—Además de usar el nombre de John Kerrigan, tenía también otro aspecto —recordó Bludin.
—Sí, en efecto; pero ustedes no cambiaron de nombre y yo los anoté y me dije que algún día recompensaría aquel favor, que me iba a permitir ganar bastante dinero. Lo que no imaginé es que ustedes me estropearían este otro negocio.
—¿Califica de negocio las muertes que se han producido? —exclamó Marion, vivamente indignada.
—Es sólo una forma de expresión —sonrió Koldicutt—. Pero tenía que vengarme.
—¿También de Elphins?
—Elphins me ayudó mucho. Incluso se prestó de buena gana a posar para el artista que modeló la mascarilla, de la que luego se obtuvo una copia exacta de sus facciones. Elphins y yo teníamos una figura muy parecida, de modo que no me ha costado demasiado hacerme pasar por él desde el primer momento. Adecué igualmente la voz y…
—Elphins hizo más tarde algo que no le gustó, ¿verdad? —adivinó la muchacha.
—Sí.
—¿Qué hizo?
—Seguramente, pedirle la mitad del dinero que hay en una maleta, en el pasadizo —terció Bludin.
Koldicutt se volvió hacia el joven.
—Ah, lo ha descubierto usted —exclamó.
—Sí. Debe de haber algo así como un millón de dólares en efectivo. Y seguramente pensaba abandonar el país, tras haber destruido los documentos que había en la cartera de Simmons, ¿no es cierto?
—¿Por qué les habré llamado? —se lamentó Koldicutt hipócritamente—. Van a ser mi perdición…
—Usted mismo se ha perdido cuando empezó a matar a la gente —acusó el joven—. Eso no se concibe, si no se piensa en la morbosa afición de satisfacer la venganza, antes de marcharse del país.
—Sí, tiene usted razón.
—Así, pues, la máscara le servía para hacerse pasar por Elphins, quien seguramente era el muerto que vimos aquí a nuestra llegada. Eso significa una segunda máscara.
—Justamente —admitió Koldicutt sin pestañear.
—¿Qué pasaba con los cirios encendidos y apagados? —preguntó Marion. Millie se había levantado ya y miraba al ex difunto con ojos llenos de pasmo.
—Servía para crear ambiente. Lo mismo que el falso Simmons, «resucitado» —sonrió Koldicutt.
—Sí, primero fue Elphins el ahorcado y luego usted.
—Exactamente. Pero no me negará que las trampas fueron preparadas de acuerdo con la idiosincrasia y hábitos de cada cual.
—Salvo Millie, quien se está curando de su afición al alcohol.
Los ojos de Koldicutt se posaron en el rostro de la aludida.
—Uno no puede atender a todo —dijo con falsa resignación.
—Estarás en la cárcel el resto de tus días —exclamó Millie, colérica.
Koldicutt lanzó una atronadora risotada.
—Voy a marcharme de aquí y nadie me lo podrá impedir —aseguró.
—Ni siquiera el abogado Simmons —dijo Bludin.
—Simmons se encargó de procurarme el dinero, pero cuando se puso pesado, tuve que eliminarle. Además, no podía permitir que divulgara mi «resurrección». Ustedes dos se habrían ido de aquí, convencidos de que yo había muerto… y entre las ruinas de la casa, que hubiera ardido hasta los cimientos, habrían encontrado el cadáver de Elphins, que habría pasado por el mío.
—Es decir, pensaba pegar fuego a la casa.
—Sí.
—El pasadizo le servía para ir y venir sin ser visto.
—Y para llevar y traer el cuerpo de Elphins cuando convenía. ¡No pueden imaginarse lo pesado que es ese cadáver!
—Una pregunta, señor Koldicutt —dijo Bludin.
—Sí, amigo mío.
—¿Tienen algún significado los cirios?
—Pues… a decir verdad, uno para cada mujer. Pero la ceremonia del entierro tuvo que suspenderse y me perdí la diversión de ver a cuatro hombres cavando una tumba, alumbrados por seis mujeres. Blanco para usted, señorita Ford; amarillo para Peggy, la ladrona; rojo para ti, Millie, ya que es el color del vino; verde para mi querida hermanita; azul para la idiota de Lila Zane.
—Se olvida del negro —dijo Bludin.
—Para Fay, hombre —rió Koldicutt—. Es la única que habría llevado luto por mí, aunque sólo hubiera sido interiormente.
—Usted odiaba también a Ibbetson. No era pariente suyo…
—¡Era un parásito inmundo! De todas las cosas que he detestado en la vida, los tipos como Ibbetson, capaces de las mayores abyecciones por vivir sin trabajar, a costa de los demás, son los que más he odiado. Sabía que vendría aquí, a remolque de mi desvergonzada hermana, y le preparé la trampa del piano con ametralladora.
—Muy bien, pero ya que sabemos que está vivo, ¿cuáles son sus intenciones? ¿Matarnos a los que aún estamos vivos? ¿Qué hará después, huir con ese millón de dólares que, probablemente, es todo cuanto resta de sus negocios?
Los ojos de Koldicutt centellearon.
—Les encerraré en una habitación de la cual no podrán salir. Yo tengo escondido un coche fuera del foso. Cuando quieran avisar a la policía, ya estaré muy lejos de aquí.
Bludin pensó en el revólver que tenía en el bolsillo posterior de los pantalones. Seguramente, calculó, Koldicutt estaba también armado. De momento, era mejor dejarse encerrar. Sólo si veía intenciones agresivas en Koldicutt usaría el arma.
Y, en todo caso, podía servirle para descerrajar la puerta.
Alguien entró en la estancia.
—Fay —exclamó Koldicutt.
Bludin se volvió hacia el ama de llaves, cuyas manos, observó, estaban a la espalda.
Pero sus ojos le llamaron más la atención. Parecían los de una demente.
—Lo he oído todo —dijo Fay.
—Es lamentable, pero no puedo hacer más por ti —contestó Koldicutt fríamente—. Debiste haber comprendido hace tiempo que lo que hubo entre los dos no son ahora más que cenizas frías.
—Sí —contestó ella—, cenizas frías… ¡Lo mismo que serás tú dentro de muy poco!
Y de súbito, un hacha volteó en el aire y alcanzó el lado izquierdo del cuello de Koldicutt.
Se oyó un terrible alarido. Un caño de sangre brotó de la yugular de Koldicutt, seccionada por el hachazo. Pero Fay no parecía darse por satisfecha con aquel golpe, de por sí solo mortífero.
Koldicutt se tambaleó, en medio del horror de los presentes. Como poseída por un espíritu infernal, Fay alzó el hacha y la descargó contra la frente del millonario, empleando en la acción todas sus fuerzas.
Se oyó un espeluznante crujido. El hacha rompió los huesos y penetró hasta la masa encefálica.
Koldicutt cayó al suelo, pataleando espantosamente. Pero Fay seguía descargando hachazos en su cuerpo, completamente enloquecida, a la vez que profería gritos de fiera en el paroxismo de su cólera.
De pronto, Bludin reaccionó y apartó a la mujer, lanzándola al suelo de un empellón. Fay quiso levantarse, pero el joven la aturdió de un seco puñetazo en la mandíbula.
Marion y Millie, espantadas, habían abandonado aquella cámara de horrores. Bludin contempló unos instantes el sangriento cadáver de Koldicutt.
—Nunca se debe herir el orgullo y el amor propio de una persona —murmuró—. Sobre todo, si es alguien que nos ama intensamente.
Pero Koldicutt ya no podía oírle.
Ahora sí había muerto de verdad, pensó Bludin.
Miró hacia la ventana. Ya se divisaba una ligera claridad hacia el este.
Suspiró. Terminaba la noche de difuntos.
* * *
Los policías habían pasado por una pasarela construida rudimentaria, pero eficazmente. Un pesado camión-grúa hacía pasar algunos coches al camino que accedía a la casa.
Los cadáveres habían salido por el mismo procedimiento. Hacía sol.
Bludin, cansado, se sentó en un banco del jardín. Marion se le unió minutos más tarde.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó ella.
Bludin se esforzó por sonreír.
—Bien, aunque estoy deseando olvidar esta noche —respondió.
—Yo también. ¿Lo conseguiremos algún día, Bat?
—Al menos debemos intentarlo, Marion.
Dos policías se llevaron a Fay. Bludin meneó la cabeza. Compadecía a aquella pobre mujer. Tal vez saldría relativamente bien librada, si un abogado hábil conseguía una declaración de locura transitoria.
—¿Seguirás estudiando, Bat?
—Sí, quiero ser arquitecto.
—Es una profesión muy bonita.
—A mí me gusta.
—Pero casi podrías dedicarte a detective.
Bludin se espantó.
—¡Horror! No, con una vez tengo más que suficiente. Por cierto. Marion, tengo que pedirte una cosa.
—Dime, Bat.
—Cuando todo esto haya quedado suficientemente aclarado, me gustaría invitarte a cenar una noche.
Ella sonrió dulcemente.
—Cuando quieras, Bat —accedió.
Estaban mirándose a los ojos. Ambos sabían que en aquella trágica noche se habían anudado unos lazos que el tiempo iría consolidando firmemente.
F I N