Capítulo X

Bludin salió corriendo al pasillo y se asomó a la escalera. Abajo, al pie, torcido en una rara postura, se veía el cuerpo de Helen, agitándose en violentas convulsiones.

Fay y Millie salieron de la cocina. Bludin descendió la escalera a saltos y se arrodilló junto a la caída.

—Helen…

Ella abrió los ojos. Había en su rostro una expresión de indescriptible sufrimiento.

—El medallón… Está envenenado…

Bruscamente, todo el cuerpo de Helen se agitó en una tremenda convulsión. La fuerza de la sacudida fue tan enorme, que Bludin, pillado a contrapié, rodó por el suelo con las piernas por alto.

Helen se agitó todavía unas cuantas veces, a la vez que emitía roncos sonidos, que no parecían brotar de una garganta humana. Marion y las otras dos mujeres contemplaban la escena con ojos llenos de horror.

De pronto, Helen se quedó quieta. Respiraba estertorosamente, pero, a los pocos instantes, cesó en ella todo signo de vida.

Entonces Bludin se acercó a la mujer y, con infinito cuidado, examinó el medallón.

La blanca piel del seno de Helen tenía ahora en buena parte un tinte violáceo. Bludin pudo ver las huellas de un pinchazo, del que habían brotado algunas gotas de sangre.

Examinó la cara interna del medallón. Por allí asomaba la punta de una aguja, de unos dos milímetros de grueso. Bludin recordó los golpecitos que la satisfecha Helen había dado en el medallón, después de habérselo colgado del cuello.

Marion bajó por la escalera, peldaño a peldaño.

—¿E… está…?

—Sí —confirmó él, sombrío.

Y volvió el medallón, para que ella pudiera ver la aguja envenenada que, al clavarse en la piel de Helen, había introducido en su sangre la sustancia tóxica, causante de su muerte.

Marion se puso ambas manos en la cara.

—Horrible, horrible… —musitó.

En aquellos instantes, Bludin deseó que Koldicutt estuviese vivo. Habría sido capaz de matarle con sus propias manos, pensó rabiosamente.

Millie seguía aún con vida. ¿Cuánto tiempo tardaría en morir?, se preguntó.

Rumor de sollozos llegó a sus tímpanos. Volvió la cabeza y divisó a Millie sentada en una silla, con la cara entre las manos y el cuerpo sacudido por violentos espasmos de llanto.

Bludin se volvió hacia Marion y le hizo una señal con la cabeza. Ella comprendió y se dirigió hacia el lugar donde estaba la rubia.

—Vamos, Millie —dijo afectuosamente—. Debe tomar algo…

—Estamos condenados a muerte; todos vamos a morir… —gimió la rubia.

Bludin alzó en vilo el cuerpo de Helen y se dirigió hacia el piso superior. Instantes después, el cadáver de aquella mujer, tan exuberante y llena de vitalidad hasta hacía unos momentos, reposaba sobre la misma cama en que había dormido el hombre que había planeado su asesinato.

Sí, pensó el joven, Koldicutt sabía cómo reaccionarían todos y había dispuesto las cosas para que fuesen muriendo uno por uno. Tal vez Zane era el único que no había muerto por una trampa preparada de antemano, ya que si había caído al foso se debía al empujón propinado por Ibbetson. Pero, en cierto modo, había jugado con la electricidad y ésta le había matado.

De pronto, oyó ruido en la puerta y se volvió.

Fay Williams apareció en el umbral. Estaba muy seria, cosa lógica, dadas las circunstancias.

Lo que ya no parecía tan lógico era el revólver que brillaba en su mano derecha.

* * *

En el primer momento, Bludin sintió que se le contraía el estómago. Luego se dijo que debía mantener la serenidad a toda costa.

—¿Va a matarme? —preguntó.

—Sólo si es necesario —dijo Fay.

—Está bien, hable.

—Tiene una fotografía. Devuélvamela.

Las cejas del joven se arquearon.

—Lo siento —respondió.

Fay estiró el brazo.

—Contaré hasta tres…

—Y me matará y luego registrará mis ropas, pero no encontrará la fotografía.

El acento de sinceridad de Bludin desconcertó a Fay.

—Se me cayó aquí —dijo.

—Sí.

—Entonces, usted sabe dónde está.

—Desde luego.

—¡Dígalo, pronto!

Bludin avanzó hacia la mujer.

—¿Por qué le interesa tanto una fotografía que, si se puede calificar de comprometedora, no es debido a que usted aparezca en ella? —preguntó.

—Eso no le importa…

—Se han producido varias muertes. El muerto se está vengando. ¿Conoce usted las causas?

Los labios de Fay temblaron.

—No haga preguntas —dijo—. Quiero la fotografía.

—Pero ¿por qué? Usted no figura en el grupo…

—Repito que no le importa. Dígamelo o haré fuego.

—Y se quedará como está ahora, sin saber qué fue de la fotografía.

—Pero ¿es que no lo comprende…?

—Señora Williams, ¿qué motivos le trajeron a usted a esta casa, hace algunos días?

—Ya lo he dicho; había oído que el puesto de ama de llaves iba a quedar vacante…

—Y quería volver al lado del hombre a quien tanto amó en tiempos pasados y que, al cansarse de usted, la dio de lado como un trapo usado, ¿no es cierto?

—¡Hyram era un canalla, un miserable…!

—Por todo lo cual, lo asesinó usted.

—¡No, no, yo no fui!

—Entonces, ¿quién lo hizo?

El pecho de la mujer subía y bajaba tempestuosamente.

—No se lo diré —exclamó.

—Lo cual significa que lo sabe.

Ella retrocedió un paso. Bludin se dio cuenta de que la mente de Fay empezaba a desquiciarse.

—¿Qué significado tiene la fotografía? —dijo—. ¿Acaso una reunión de conspiradores?

Los ojos de Fay se abrieron de golpe. Bludin supo así que su dardo lanzado al azar había llegado a la diana.

—Siete personas se reunieron en un lugar determinado, para acordar la muerte de Koldicutt —dijo—. Todos ellos, más o menos, estaban necesitados de dinero. Suele ser un buen motivo, cuando hay una herencia en perspectiva. Quizá algunos intervinieron por odio o resentimiento, usted, por ejemplo.

—Yo tomé la fotografía —declaró Fay.

—¿Con qué objeto? ¿Para conservar un recuerdo de la reunión?

Ella guardó silencio. De pronto, Bludin dijo:

—Marion, llegas a tiempo. Dale la fotografía a la señora Williams.

Fay se volvió. Entonces Bludin, rápido, pegó un manotazo al revólver y lo hizo saltar por los aires. Era mejor, se dijo, que agarrar la muñeca armada y forcejear: podía dispararse accidentalmente y…

Fay lanzó un chillido de rabia:

—¡Me ha engañado!

—Pero es cierto que Marion tiene la fotografía —sonrió él, a la vez que guardaba el arma en el bolsillo de la cadera—. Usted está muy nerviosa; no tengo ganas de que se le dispare el revólver.

De repente, Fay se dejó caer sobre una silla, completamente desmadejada.

—Ese miserable me engañó… Me hizo perder los mejores años de mi vida… A mí no me importaba su dinero; yo lo quería a él por sí mismo… Pero cuando empezaron a pasar los años y mi figura perdió atractivos…

Bludin meneó la cabeza. Era la tragedia de una mujer que había amado a un hombre desprovisto de escrúpulos.

—¿Lo amaba todavía? —preguntó.

Fay hizo un gesto afirmativo.

—Entonces, ¿por qué intervino en la conspiración?

Ella seguía guardando silencio.

—Creo comprender —dijo Bludin—. De algún modo, usted supo que los herederos planeaban matar a Koldicutt. Que deseaban su muerte, está fuera de toda duda. Pero usted consiguió reunir a todos ellos, ya que, además, sabían que también estaba resentida con Koldicutt. Lo que, seguramente, no les dijo, fue que pensaba delatarles, con el objeto de conseguir recuperar de nuevo el afecto perdido. ¿Me equivoco, Fay?

—Es cierto —murmuró ella sordamente.

—Aún más: a fin de que todos resultasen comprometidos, hizo que viniesen sucesivamente en los días precedentes a la muerte de Koldicutt. De este modo, cada cual se aseguraba del silencio de los demás y quedaba tan comprometido como el resto. ¿Es verdad?

—Sí.

—Bien, en tal caso, sólo falta saber quién sustituyó las píldoras estimulantes, cuya falta provocó el colapso mortal.

—No hubo sustitución de píldoras —declaró Fay sorprendentemente.

—¿Cómo dice?

—Ya lo ha oído. Yo le dije a Hyram lo que pensaban hacer los otros y le avisé del peligro. Pero ¿sabe cuál fue su respuesta?

—No. Dígalo.

—¡Me dio quinientos dólares! Figúrese, quinientos dólares por salvarle la vida…

—Pero el caso es que murió.

—Sí, aunque yo no fui, insisto.

—Antes dijo que conocía el nombre del asesino.

—Lo que quise decir era que conocía el plan para asesinarle. Asesinos, al menos, en potencia, lo eran todos. Pero yo le salvé la vida, insisto. ¡Y sólo me dio quinientos dólares!

Bludin reflexionó sobre las declaraciones que acababa de escuchar.

Fay parecía sincera. Entonces, ¿dónde estaba la solución?

Si había habido o no sustitución de píldoras, hipótesis que le costaba mucho abandonar, era algo imposible de probar por el momento. Tal vez, de haber dispuesto de las auténticas, podía haberlas comparado con las que tenía en el bolsillo, simplemente por el color externo y luego por la simple observación visual de su interior…, pero era algo en lo que no cabía soñar en aquellas circunstancias.

De todos modos, había algo que no comprendía en la fotografía. Y no quiso hacer la pregunta siquiera, seguro de que Fay no le respondería.

Entonces, casi de súbito, se acordó de que todavía quedaba alguien en la casa que podía ayudarle mucho.

—Fay, gracias por todo —dijo.

Ella no contestó. Parecía abrumada por el dolor y la frustración.

En silencio, Bludin descendió a la planta baja. Entró en la salita y dijo:

—Millie, quiero hablar con usted.