Capítulo IX

En el vestíbulo sonaron unas campanadas. Bludin se volvió, con el pie derecho en el primer peldaño de la escalera que conducía a los pisos superiores.

—Las tres y media —murmuró.

Marion apareció de pronto en la puerta de la cocina.

—¡Bat! ¿Adónde va? —preguntó.

Bludin hizo un gesto con la mano.

—Quiero registrar el dormitorio de Koldicutt —respondió en voz baja, cuando ella se le hubo acercado.

Una chispa de comprensión brilló en los ojos de Marion.

—Iré con usted —murmuró.

Momentos después, se detenían ante la puerta del dormitorio mencionado. Bludin hizo girar el picaporte y dio la luz.

El dormitorio era enorme, con una colosal cama, decorada con dosel y altas columnas de estilo salomónico. Había en un rincón una especie de secrétaire, antiguo, de gran mérito artístico, un sillón y luego, en distintos lugares de la estancia, dos butacas.

Una puertecita lateral conducía al baño privado. En las paredes había algunos cuadros, con recargados marcos de cornucopia. Sobre la mesilla de noche, Bludin divisó unos frascos de medicina.

Curioso, examinó las etiquetas de los frascos. Uno de ellos contenía un medicamento estimulante de la actividad cardíaca.

Bludin entornó los ojos. En el frasco quedaban todavía una docena de píldoras, que no habían podido evitar el paro del corazón de Koldicutt.

—Bat, ¿en qué está pensando? —preguntó ella.

Bludin hizo saltar el frasco en la mano.

—Quizá esto sea el arma homicida —dijo.

Marion se sobresaltó.

—Oh, no… En todo caso, ¿quién le habría administrado una sobredosis de la medicina?

—Todo lo contrario —sonrió él—. La mejor forma de matar a un enfermo es quitarle la medicina.

—¿Qué?

Bludin levantó el frasco.

—Es muy probable que las píldoras que hay aquí no sean sino simples bolitas de harina y azúcar, con una ligera capa de caramelo por encima. Cualquiera podría prepararlas, sobre todo con una píldora auténtica como modelo, para reproducir mejor su color y dimensiones.

—Creo que entiendo. Koldicutt tomaba su estimulante, pero ignoraba que no eran sino unas píldoras completamente inofensivas. Por tanto, al cesar el estímulo del medicamento, se le paró el corazón.

Marion asintió, mientras Bludin guardaba el frasquito en uno de los bolsillos. De pronto, oyeron pasos en las inmediaciones.

—Viene alguien —susurró la muchacha.

Bludin tiró de ella y ambos se refugiaron en el contiguo cuarto de baño. Instantes después, se abría la puerta del dormitorio.

A través de la rendija que había dejado, Bludin pudo ver la cabeza del ama de llaves. Un segundo más tarde, Fay entraba en el dormitorio, pero apenas había dado un par de pasos, se oyó en el corredor una voz áspera:

—¡Salga de ahí!

Fay se sobresaltó terriblemente, tanto, que el bolso se le cayó y se abrió de golpe. Azorada, se inclinó para recogerlo, pero sus manos temblaban y lo único que consiguió fue volcarlo, con lo que parte de su contenido se esparció por el suelo.

—¡Ladrona, sal de ahí! —gritó Helen, abriendo la puerta con gesto colérico—. ¿Acaso te crees con derecho a algo de esta casa?

Fay se enderezó, con el bolso apretado contra su pecho.

—No tiene usted derecho…

—Hace diez años, tú metiste ciertas ideas en la cabeza de mi hermano, acerca de mi comportamiento —dijo Helen—. De nada te sirvió, porque él estaba ya cansándose de ti y te echó de la casa al poco tiempo. Nunca he podido tragar a las mosquitas muertas, que andan propalando por ahí insidias y calumnias.

—Lo que yo dije a su hermano de usted no eran precisamente calumnias…

—¿Y quién eras tú para juzgar mi conducta? ¿Acaso la tuya era mejor? ¿O es que quizá confiabas en tus mañas para conseguir cambiar el apellido Williams por el de Koldicutt?

—Basta, no quiero escuchar más insultos.

Helen lanzó una agria risotada.

—Es la pura verdad y tú lo sabes —contestó mordazmente—. Anda, lárgate, zorra. No es que yo sea mejor —admitió con singular cinismo—, pero, al menos en ese sentido, nunca me ha preocupado la opinión de los demás.

—Después de todo lo que he hecho…

—Vas a cobrar cien mil, ¿no? Entonces, no te quejes más y vete. Lo que hay aquí, donde ambas sabemos, no te pertenece en absoluto.

Fay abandonó el dormitorio. Una extraña sonrisa de satisfacción apareció en los labios de Helen al quedarse sola.

Casi en el acto, avanzó hacia uno de los cuadros y lo hizo girar a un lado. El brillante metal de una caja fuerte, empotrada en la pared, quedó a la vista.

Helen empezó a hacer girar la rueda de la combinación. De súbito, Bludin se sintió atacado por una especie de presentimiento y, sin poder contenerse, salió del baño y gritó:

—¡No, Helen, no abra! ¡Puede contener una trampa mortal, como el cajón del aparador y el piano!

* * *

Sobresaltada por la inesperada presencia de una persona en el dormitorio, cuando creía encontrarse sola, Helen lanzó un chillido de pavor. Luego se volvió y, rehaciéndose en parte, contempló al joven con expresión de mal humor.

—¿Qué diablos hace aquí? —le increpó. Marion se hizo visible en aquellos momentos—. ¡Pero si ella está también en el dormitorio! ¿Qué sucede? ¿Acaso buscaban algún lugar discreto para sus efusiones? —preguntó insultantemente.

—No sea mal pensada, Helen —dijo Bludin—. Marion y yo estamos buscando rastros.

—Ah, los detectives aficionados. ¿Y han encontrado algo?

—Un frasco de píldoras.

—Oh, mi hermano tomaba las medicinas a carretadas…

—Sospecho que alguien cambió el medicamento que tomaba como estimulante.

Helen entornó los ojos.

—Una medicina cambiada… Podría ser un buen método para eliminar al hombre que estorba —dijo.

—Eso es lo que yo pienso —contestó Bludin.

—¿Puede demostrarlo?

—No soy químico ni, en todo caso, dispongo de elementos adecuados para comprobar mis sospechas. Pero creo que a su hermano le cambiaron el estimulante prescrito, sustituyéndolo por una medicina inofensiva.

—Creo que entiendo. Esa medicina no surtía los efectos deseados…

—Y el corazón se le paró.

Helen rió estridentemente.

—Una bonita manera de matar a un enfermo —dijo—. En lugar de aumentarle la dosis, reducirla.

—Justamente.

—Bien, Hyram ya está muerto y yo no he sido quien cambió la medicina. ¿Le importa que siga con mi tarea?

Bludin dirigió una mirada hacia la caja de caudales.

—¿Conoce la combinación? —preguntó.

—Sí. Me fijé el día en que vine a visitar a mi hermano.

—Su hermano abrió la caja en presencia de usted.

—Exacto.

—¿Para qué?

Helen sonrió burlonamente, a la vez que se frotaba el índice contra el pulgar.

—Dinero, amiguito.

—He oído decir que no le interesa el dinero…

—Son frases hechas. Necesitaba algunos miles. Hyram se mostró extrañamente generoso y me dio diez mil dólares.

—Y ahora, claro, busca más dinero.

—No. Me he acordado de repente, aunque no lo crea, de un medallón antiguo que perteneció a la familia. Es muy bonito y he pensado que nadie mejor que yo para lucirlo.

Helen aspiró profundamente, a fin de hacer resaltar las abundantes curvas del busto, visible en buena parte debido al nada mesurado escote de su vestido.

—Tengo dónde lucirlo —añadió maliciosamente.

Y de nuevo puso la mano sobre la puerta de la caja fuerte.

—Cuidado —avisó Marion—. Puede haber una trampa.

Helen se echó a reír.

—No me dejaré sorprender como el pobre Fred —aseguró.

Instantes después, asía la empuñadura. Situándose a un lado, tiró con fuerza.

Bludin contuvo el aliento. Pero no ocurrió nada.

—¿Lo ven? —Helen volvió a reír—. Ahí no hay ninguna trampa, porque mi querido hermanito no se figuraba que yo podría abrir la caja fuerte.

Metió la mano y sacó una cajita forrada exteriormente de terciopelo rojo, la cual abrió de inmediato. Marion lanzó un grito de admiración al contemplar el medallón, de forma ovalada y hecho de oro, con brillantes, rubíes y esmeraldas cómo adorno. En el centro, había el retrato de una mujer de notable belleza, realizado en esmaltes al fuego.

—Mi abuela —dijo Helen—. Guapa de veras, ¿eh?

Bludin no se sentía todavía tranquilo. Presentía la tragedia, aunque no se imaginaba en qué forma podía sobrevenir.

Helen pasó por su cabeza la cadena de oro de que pendía el medallón.

—Ya es mío —dijo.

Cerró la puerta y echó a andar hacia la salida.

—Pueden seguir —indicó, burlona.

Caminó orgullosamente, con la cabeza muy alta. Marion la contempló con notable atención. De pronto vio algo caído en el suelo, a pocos pasos de la puerta.

Helen se volvió desde la entrada. Mientras hablaba, dio al medallón un golpe con la palma de su mano derecha.

—Ya es mío —dijo, satisfecha—. Cuando era una… jovencita, solía llevarlo con alguna frecuencia, pero Hyram se lo quedó y no quería entregármelo. Ahora ya no puede impedir que lo luzca… —Una ligera contracción sacudió su rostro súbitamente—. ¡Huy, me he pinchado! Pero no ha sido nada —añadió, cuando ya cruzaba el umbral.

Entonces, Marion echó a correr y se inclinó para recoger la cosa que había visto antes caída en el suelo. Bludin la contempló con notable interés.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Una fotografía —respondió ella—. Se cayó del bolso de Fay.

Bludin se acercó y contempló las imágenes reproducidas en la cartulina. Había un grupo de personas, todas ellas conocidas, sentadas en semicírculo alrededor de una mesa.

—Muy notable —comentó.

—Sí —convino Marion.

Y en el mismo instante, se oyó un grito sofocado.

Luego, se percibió el estruendo de un cuerpo que rodaba por la escalera.