Capítulo VIII

Un par de buenos tragos entonaron a Bludin notablemente, a lo que también contribuyó en no pequeña medida cinco minutos con la cabeza metida bajo un grifo de agua fría. Después de secarse, se sintió considerablemente mejor.

—Normal —dijo sonriendo—. ¿Siguen los otros en la sala?

—Allí están. Ninguno de ellos se atreve a moverse.

—Vamos, Marion.

Cuando llegaron, Millie dormía profundamente, acurrucada en un rincón. Helen les dirigió una mirada inquisitiva.

—¿Han visto a Elphins? —preguntó Bludin.

—No, desde que sirvió el café —respondió Helen.

—¿Por qué le busca? —preguntó Ibbetson.

—Curiosidad.

—Le han atacado —intervino Marion.

—¿Cómo? —se asombró Helen.

—Fui a buscar la cartera de Simmons. La encontré, pero, en el mismo momento, alguien me asaltó y me hizo perder el conocimiento.

—¡Vaya! ¿Y para qué quería la cartera?

—Helen, ¿cómo sabe usted que va a heredar un millón de dólares? —preguntó Bludin.

—¡Hombre, qué cosas tiene! Lo dijo Simmons.

—¿Ha visto usted el testamento?

Helen se quedó cortada.

Ibbetson soltó una risita.

—Un testamento de viva voz —comentó burlón.

—¡Cállate, estúp…! —De pronto, Helen recordó los consejos recibidos y se mordió los labios—. Dispensa, Fred.

—No tiene importancia, preciosa.

—Bien, Helen —dijo Bludin—, le he preguntado si había visto el testamento.

—Lo mismo que usted y que todos: un papel en manos de Simmons. Pero, sin embargo, nadie lo ha leído.

—Es de suponer que Simmons dijera realmente lo que está escrito; pero, de todos modos, habría resultado interesante leer ese testamento, más algunos de los papeles que contenía su cartera. Sospecho que eso es algo que ya no conseguiremos —concluyó Bludin melancólicamente.

—¿Sabe quién le atacó? —preguntó Millie, que había despertado unos minutos antes.

—No tuve tiempo de verle la cara. Se me echó encima cuando ya ponía la mano sobre el portafolios. Perdí el sentido en el acto… y si alguien lo duda, puede poner su mano aquí. —Bludin señaló gráficamente el lugar donde había recibido el golpe—. Tengo un hermoso chichón que tardará todavía algunas horas en rebajarse.

—Ninguno de los que estamos aquí nos hemos movido hace mucho rato —aseguró Helen.

—Empiezo ya a aburrirme —dijo Ibbetson.

—Entonces, cierra los ojos y duerme.

—Bat, ¿no cree que sería conveniente buscar a Elphins? —sugirió Marion.

—Sí, sería buena idea. Probablemente se cansó de dormir en tan incómoda postura y se fue a su habitación.

—Elphins fue a su habitación y yo… Helen —dijo Ibbetson—, ¿sabes que lo que está sucediendo esta noche estimula mi inspiración? Voy a componer una canción que se titulará Balada de los herederos chasqueados. Tendrá éxito, te lo garantizo.

Helen hizo una mueca, con la que quería expresar sus dudas sobre el particular. Bludin se quedó un tanto perplejo al percatarse de la inconsciencia de aquel sujeto.

De pronto, Ibbetson se fijó en el piano vertical que había en uno de los lados de la estancia.

—¡Hombre, y ahora que lo veo…! Voy a ver si anoto los primeros compases, antes de que se me olvide la idea básica, el leit-motiv de la canción… Balada de los herederos chasqueados. ¿Verdad que es un bonito título?

En medio del asombro de los presentes, Ibbetson se acercó al piano. Había en el atril un papel pautado y lo tomó para examinarlo.

Un instante después, se volvía hacia Helen.

—¡Mira, mi canción! —exclamó—. Balada del ganster arrepentido. ¿La recuerdas? ¿Ninguno de ustedes la ha escuchado? Aguarden un momento y juzgarán…

Ibbetson se sentó ante el piano y levantó la tapa. Bludin pudo darse cuenta de que estaba bastante nervioso y que quería ocultar su estado con una charla voluble.

—¡Fred! —dijo Helen de pronto—. Deja el piano, éstos no son momentos adecuados para…

El miope se volvió sonriendo hacia ella.

—Al ilustre forajido que era tu hermano no le importará ya mucho que yo toque el piano un ratito —dijo—. Incluso me dan ganas de cambiar el título de esta canción. En lugar de llamarse Balada por un ganster arrepentido, podría titularse El graznido del buitre o algo por el estilo, ¿no te parece?

Helen no dijo nada. Sin dejar de sonreír, Ibbetson alzó un poco las manos y luego las bajó de golpe, para golpear las teclas con las yemas de los dedos.

Ibbetson consiguió tocar un par de acordes. De repente, un chorro de llamas, fuego y ruido brotó del piano.

Bludin se agachó instintivamente. Aquello que estaba funcionando en el interior del instrumento musical era una ametralladora.

El mortífero artefacto disparó diez o doce tiros en contados segundos. Ibbetson tenía la boca abierta y, sin duda gritaba, pero el estruendoso castañeteo del arma apagaba su voz.

Los estampidos cesaron tan súbitamente como habían empezado. Entonces, Ibbetson abrió los brazos y cayó de espaldas al suelo, con el pecho destrozado por la ráfaga de proyectiles.

* * *

Bludin levantó la tapa superior del piano y vio la ametralladora, sujeta mediante una combinación de maderas y tiras de metal, atornilladas a las paredes del piano. El macillo correspondiente a una de las teclas accionaba el disparador. La boca del cañón había sido situada justamente frente a la persona que tocase el piano.

El cadáver de Ibbetson había sido ya cubierto con una manta. Bludin se volvió y miró a las mujeres una por una.

Había un vivo terror en los rostros femeninos. Bludin pensó en la amarga ironía que suponía el hecho de ser el único hombre, si se dejaba a Elphins de lado.

—Ese maldito muerto nos va a matar —gimió Millie, al borde de un ataque de nervios.

—Será mejor que salgamos de aquí —propuso Bludin—. En la cocina estaremos mejor. No conviene que toquemos el cadáver.

La proposición fue aceptada sin objeciones. Antes de ir a la cocina, sin embargo, Bludin se acercó a la cámara mortuoria.

Koldicutt yacía sobre el ataúd, con las manos cruzadas encima del pecho. A Bludin le pareció que había una sonrisa en los labios del muerto.

Quizá se estaba burlando desde el más allá de sus herederos. Bludin se estremeció; ya habían muerto cinco…

Pero Ibbetson no era pariente de Koldicutt.

¿Por qué había tenido que morir?

La trampa estaba preparada de antemano. Era preciso reconocer que Ibbetson era un sujeto pagado de sí mismo, aunque no hubiese hecho ninguna demostración espectacular, como la habría hecho otro, Torrance, por ejemplo. Pero su orgullo le había llevado a sentarse ante el piano.

En el atril se hallaba la partitura de una de sus canciones. El que había preparado todas aquellas trampas, sabía que, tarde o temprano, Ibbetson vería el papel pautado y no podría resistir la tentación de tocar el piano.

Abandonó la cámara mortuoria y se fue a la cocina.

Marion estaba ocupándose de calentar el café. Al verle entrar, le dirigió una sonrisa.

—¿Ha visto a Elphins?

—Aún no. Tomaré una taza de café y subiré a su habitación.

—Es curioso —dijo Helen—. Los disparos han hecho un ruido espantoso. ¿Por qué no ha bajado a ver lo que sucedía?

Bludin frunció el ceño.

—Tiene usted razón —convino—. Aunque tuviera mucho sueño, los disparos le habrían despertado. Iré a ver qué le pasa.

Salió de la cocina y echó a correr escaleras arriba. Momentos más tarde, entraba en la habitación del mayordomo.

—¡Elphins!

El mayordomo, vestido, estaba tumbado en su cama, con los ojos cerrados. Bludin pensó en el primer instante que habría muerto, pero no tardó en advertir los movimientos de su pecho.

—¡Elphins! —gritó de nuevo.

Zarandeó varias veces al mayordomo, pero éste no se despertó. Al cabo de unos momentos, Bludin creyó comprender la verdad. Luego salió y empezó a registrar nuevamente los otros dormitorios.

De súbito, sonaron varios agudos gritos en la planta baja.

Eran chillidos de terror. Bludin dio media vuelta y se precipitó hacia la puerta del dormitorio en que se hallaba.

Marion corrió hacia él, cuando ya llegaba al vestíbulo.

—¡Hemos visto a Simmons! —dijo, terriblemente agitada.

* * *

Bludin respingó.

—¡No puede ser! —dijo.

—Es cierto —manifestó Helen, desde la puerta de acceso a la cocina—. Todas lo hemos visto. Pasó por la parte de atrás, sin prisas, como un fantasma…

—¿Están seguras de que era él?

Helen lanzó una sarcástica risotada.

—Tenemos buena vista y afuera hay bastante luz —contestó—. Por otra parte, la sangre de su camisa no deja lugar a dudas.

Bludin frunció el ceño. Tras unos segundos de indecisión, avanzó, cruzó la cocina y salió al exterior.

Las luces del garaje estaban encendidas. Bludin avanzó hacia allí. Con grandes precauciones, se asomó a la puerta.

Helen y Marion le miraban desde una prudente distancia. Al cabo de unos momentos, vieron que Bludin salía del garaje.

—Está allí —dijo el joven.

—¡Pero eso es imposible…!

—Vayan a cerciorarse ustedes mismas —insistió el joven.

—Bat, quizá Simmons está desempeñando una comedia…

Bludin movió la cabeza para contradecir a la muchacha.

—No, Marion —insistió—. Yo también había pensado en ello, pero he abandonado esa hipótesis.

—¿Por qué? —preguntó Helen.

La mano del joven trazó un amplio semicírculo.

—Hay trozos con hierba en esta parte del patio —dijo—. La hora es muy avanzada y la hierba está húmeda. Miren mis zapatos… —Levantó el pie derecho—. Los de Simmons están completamente secos.

Marion lanzó una exclamación.

—¿Habremos visto un fantasma?

—Era lo que nos faltaba —se estremeció Helen—. ¡Fantasmas en Cutson’s Hill!

—Será mejor que volvamos a la cocina —propuso Bludin—. Ah, entre paréntesis: Elphins está en su habitación.

—¿Qué ha dicho? —preguntó la cuarentona.

—Nada. Duerme como un leño. Seguramente ha tomado un somnífero.

—¡Vaya una manera de cumplir sus obligaciones! —exclamó Helen, irritada—. Si fuese mi mayordomo, lo despediría hoy mismo.

Entraron en la cocina. Millie estaba acurrucada en una silla, lejos de la puerta. Había terror en su mirada.

—¿Dónde está Fay? —preguntó Bludin, al observar la ausencia del ama de llaves.

—Ha salido… Está en el lavabo…

Bludin contempló el bolso de Fay, que había quedado sobre la mesa. Sintióse tentado de abrirlo, pero, lamentablemente, estaba con las mujeres y no se atrevió.

Marion le entregó una taza de café. Bludin tomó un par de sorbos. Luego se encaró con la hermana del difunto.

—Helen —dijo—, quiero hacerle un par de preguntas.

—Si puedo contestarlas…

—No soy policía y, en verdad, tampoco sé por qué lo hago, pero quiero aclarar este misterio. Tengamos en cuenta que esta noche han muerto ya seis personas.

—Noche de difuntos —comentó Helen cáusticamente.

—Sí, pero alguien se está frotando las manos de gusto, al ver tantas muertes. Helen, ¿a qué vino usted hace algunos días a Cutson’s Hill?

—¿Le interesa?

—No puedo obligarla a que me conteste, ciertamente; pero recuerdo lo que alguien dijo antes: ninguno de los herederos se relacionaba, aunque todos se conocían. Solamente se felicitaban para Navidad o en los cumpleaños. Sin embargo, todos, absolutamente todos, desfilaron por aquí en los días inmediatamente precedentes a la muerte de su hermano.

—Es cierto —convino Helen—. La mía fue solamente una visita de cumplido. Hice un pequeño viaje y pasé cerca de esta casa. No me importaba perder un par de horas, así que me desvié para charlar con Hyram y, de paso, enterarme de su estado de salud.

—¿Se encontraba enfermo?

—Hacía un par de años que su corazón no marchaba demasiado bien. Sé que estaba sometido a un tratamiento médico, pero no puedo decirle más.

Bludin se volvió hacia Millie.

—¿Y usted?

La rubia vaciló.

—Necesitaba dinero —contestó.

—¿Te lo dio? —preguntó Helen.

—Cinco mil.

—¡Qué generosidad!

—Le encontré de buen humor —explicó Millie.

Fay entró en aquel instante.

—¿Puedo ayudarles en algo?

—Sí. Señora Williams, hace diez años usted era el ama de llaves del difunto Koldicutt. Lo dejó a causa de una enfermedad…

—Es cierto —dijo la mujer, impasible.

—¿A qué vino a esta casa, hace dos o tres días?

Fay avanzó unos cuantos pasos, se sentó ante la mesa y puso sus manos sobre el bolso.

—Me dijeron que el ama de llaves actual se iba a despedir. Vine a pedirle el puesto —contestó.

—¿Nada más?

—No.

La mujer mentía, presintió Bludin. Pero, ¿cómo sacarle la verdad?

—Ninguna de nosotras hemos asesinado a Koldicutt —dijo Helen—. Bat, ese camino está equivocado.

—Además, el doctor Ralston certificó su defunción —añadió Millie.

—¡Como me gustaría hablar con ese médico! —rezongó Bludin. Consultó su reloj—. Las tres y diez minutos —dijo.

—Aún faltan tres horas para que amanezca —señaló Marion.

—Y, en ese tiempo, todavía puede morir alguno de nosotros —dijo Millie tétricamente.