Capítulo VII

—Pero eso es imposible, Bat —dijo Marion—. Los peces tenían que haber muerto…

—Los cálculos de Zane no eran del todo exactos. Si no me equivoco, la circunferencia del foso mide de trescientos cincuenta a cuatrocientos metros. La intensidad de la corriente se diluye con la distancia, sobre todo, teniendo en cuenta que el agua del foso es dulce y no salada, lo que habría aumentado su conductividad. Por tanto, las pirañas que se hallaban en el extremo opuesto no sufrieron los efectos de la descarga eléctrica o en todo caso, muy atenuados. Pero, además, al cesar el aflujo de la corriente, recuperaron su movilidad.

—Y acudieron…

—Acudieron al lugar en que se agitaba el agua, que era donde nosotros tratábamos de sacar el cadáver, simplemente.

Marion estaba muy seria.

—Bat, ¿se ha fijado que también en Zane se ha cumplido la predicción de Koldicutt?

—¿Por qué? Fue…

—Era ingeniero electricista, recuérdelo.

—Sí, tiene razón. Pero lo ocurrido no ha sido un mero accidente.

Marion respingó.

—¡Bat! ¿Qué está diciendo?

—Aguarde un momento, por favor.

Estaban hablando en el vestíbulo y Bludin se separó de la muchacha, para dirigirse a la sala. Abrió la puerta y llamó a Helen.

La cuarentona le miró inquisitivamente.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Tengo interés en hablar con usted. A solas —dijo Bludin.

—Está bien.

Ibbetson, derrumbado en un sillón, consumía el contenido de una copa. Millie estaba sentada, con los ojos cerrados, como si durmiese.

En todo caso, sufría pesadillas, porque su cuerpo se agitaba irregularmente y, de cuando en cuando, se movían sus labios. Fay permanecía más erguida, con las manos en el bolso que reposaba sobre sus rodillas.

Helen cruzó el umbral de la puerta. Gran parte de su arrogancia y seguridad en sí misma habían desaparecido.

—Bien, hable —dijo.

Bludin cerró la puerta.

—Helen, yo no quiero hacerle el menor reproche sobre su vida privada —declaró—. Eso es algo estrictamente personal suyo y yo no tengo el menor derecho a inmiscuirme. Pero sí quisiera hacerle una observación.

—De acuerdo. Dígalo de una vez.

—Lo primero que debe saber es que Zane no ha muerto accidentalmente…

—Resbaló. La hierba está húmeda y cayó al agua.

—No. Lo empujaron.

Helen abrió los ojos desmesuradamente.

—Sí —insistió Bludin—. Zane recibió un empujón que, en realidad, no estaba destinado a él. Ese empujón se dirigía a otra persona que, en aquel preciso instante, dio un paso oblicuo, para contemplar mejor el espectáculo de los peces electrocutados.

La cara de Helen se puso gris.

—No…, eso no me lo pudieron hacer…

—Por desgracia, así sucedió. El que iba a empujarla a usted, muy disimuladamente, claro está, falló al dar usted ese paso y fue Zane el que recibió el empujón fatal. Ahora sólo falta que recuerde quién tenía a su lado.

—Me cuesta creerlo…

—Créalo. Pero, en todo caso, usted es la única culpable.

Helen irguió el busto.

—¿Culpable yo? —exclamó—. Le estoy manteniendo, vive a mi costa…

—Y le insulta y se burla de él despiadadamente, casi sin interrupción. Un hombre puede aguantar mucho, pero llega un momento en que se produce el estallido y actúa sin pensar en las consecuencias.

—Si yo muero, ¿qué hará él, sin oficio ni beneficio? ¡Se morirá de hambre, con sus malditas canciones, que nadie escucha…!

—En esos momentos estaba muy harto, Helen.

Ella se mordió los labios.

—Pretender asesinarme —murmuró—. Después de todo lo que le he dado… y ahora podría tener un millón…

—La culpa es suya —repitió Bludin.

—Está bien. Ese miserable y yo hemos terminado. Se acabó. No soy una jovencita, pero no me faltarán hombres —dijo Helen arrogantemente.

—Sobre todo, si hereda el millón.

—¿Por qué no? Lo dice el testamento, recuérdelo. Pero ese cegato…

Helen dio un par de pasos hacia la salita. Bludin la retuvo por un brazo.

Ella le miró inquisitivamente.

—Sea sensata —aconsejó Bludin—. No se deje llevar por la cólera.

—Le voy a decir…

—Lo que yo le he contado es una observación personal pero no podemos probarlo, Helen.

—No se preocupe.

Helen entró en la salita. Bludin se encaró con la muchacha.

—Está furiosa —dijo.

—Más que eso: despechada. Y frustrada.

—No comprendo. ¿Por qué va con Fred? Son quince años al menos…

—Hay mujeres que no se sienten a gusto si no es con un hombre más joven. Ibbetson se deja mandar y eso le agrada a Helen. Pero ¿de veras cree que él quería asesinarla?

—Sí —contestó Bludin sombríamente—. Percibí claramente el movimiento de Ibbetson, aunque entonces, preocupado por Zane, no supe verlo de un modo definido. Ha sido después, cuando he rememorado todos los momentos del suceso, cuando he podido reconstruir mentalmente lo ocurrido.

—Para Helen habrá sido una tragedia saber que ese muchacho quería asesinarla.

—No tanto. Helen, por ahora, está encaprichada con Ibbetson. Pero ¿cuánto tardará en consolarse?

—Es cierto —convino la muchacha. De pronto, lanzó una mirada al gran carillón situado en uno de los muros del vestíbulo—. Bat, ¿cuándo terminará esta noche? —se lamentó.

Bludin miró a través de las ventanas. Apenas acababa de dar la una. Hasta que amaneciera, quedaban cinco horas largas.

Trescientos minutos, dieciocho mil segundos…; tiempo más que suficiente para que muriesen todavía más personas en aquella siniestra mansión.

* * *

El silencio más absoluto había caído sobre el ambiente.

Ninguno de los ocupantes de la mansión hablaba. Todos permanecían callados, abrumados por los terribles sucesos ocurridos en tan corto espacio de tiempo.

Bludin, sentado en un diván, reflexionaba.

¿Qué clase de insano odio había hecho que Koldicutt preparase semejante trampa a sus parientes?

Si sabía que iba a ser asesinado, ¿cómo no había puesto los medios para evitarlo?

Y, en todo caso, ¿cómo lo había averiguado?

Bludin recorrió con la vista los rostros de todos los que estaban en la sala. Algunos tenían los ojos cerrados, pero ninguno, estaba seguro, dormía.

Todos tenían miedo a dormirse y no despertar jamás.

¿Por qué?

¿Se sentían realmente culpables de la muerte del millonario?

¿A qué habían venido a visitarle los días inmediatamente precedentes a su fallecimiento?

¿Quién había matado a Simmons y por qué motivos?

Demasiadas preguntas se agolpaban en su mente y no tenía respuesta para ninguna de ellas.

Sólo podía contar con los hechos. Pero alguno de ellos podía ser aclarado, si…

De repente, se irguió. ¿Cómo no lo había pensado antes?

Cuando se puso en pie, nadie le hizo la menor pregunta. Tranquilamente, salió de la estancia y se dirigió hacia la trasera del edificio.

Atravesó la cocina. Elphins dormía, sentado en una silla y con la cabeza apoyada en los brazos, situados sobre una mesa. Bludin no quiso despertarlo.

Había un hornillo encendido. Sobre él humeaba una cafetera llena.

Salió fuera. Con la linterna, recorrió los coches. Pronto encontró el que buscaba. Era el del abogado Simmons.

Husmeó en los asientos. Allí no había nada.

Caminó hacia la trasera del coche y levantó la tapa del portaequipajes. Sí, allí estaba el portafolios de cuero negro que el abogado había traído consigo y del que había extraído los documentos relativos al testamento.

Alargó la mano. En el mismo instante, oyó pasos a su espalda.

Quiso volverse. Alguien había adivinado sus intenciones. Antes de que pudiese completar su giro, algo le golpeó con dureza cerca de la frente.

Le pareció que las piernas se le convertían en mantequilla. Cientos de brillantes luces estallaron delante de sus ojos. Cuando caía, le extrañó que el color de la tierra fuese negro.

* * *

Algo húmedo cayó sobre su cara y creyó que llovía.

—Bat —oyó una voz ansiosa.

Bludin hizo un esfuerzo por abrir los ojos.

—¿Marion?

—Sí. ¿Qué le ha pasado? ¿Por qué está en el suelo?

—Écheme más agua… Así, ya empiezo a sentirme mejor… ¡Diablos, cómo duele!

Bludin consiguió sentarse en el suelo, cogiéndose la cabeza con ambas manos.

—Voy a buscarle algo fuerte para beber…

—No, espere —dijo él—. ¿Sabe alguien que estamos aquí, Marion?

—Creo que no —respondió la muchacha.

—Entonces, déjelo por ahora. El agua que me ha echado usted y el fresco de la noche acabarán por despejarme. Si acaso, ya tomaré más tarde un par de copas.

Marion, arrodillada a su lado, se sentó de pronto sobre los talones.

—¿Qué ha sucedido, Bat?

—Me golpearon y perdí el sentido, así de sencillo.

Marion lanzó una exclamación de asombro.

—¿Es posible?

—Sí, es posible.

—Pero ¿por qué? ¿A qué había venido usted a este lugar?

Bludin hizo una mueca.

—Estuve mucho rato haciéndome preguntas que no tenían contestación —replicó—. Por fin pensé que había algo que podía aclarar muchos de los misterios que tanto nos preocupan.

—¿Qué era, Bat?

—La cartera de negocios de Simmons.

—¡Oh! ¿La encontró?

—Sí, pero demasiado tarde. Ya la tenía en la mano, cuando alguien la emprendió a porrazos conmigo.

—¿Pudo verle la cara?

—No. Sólo escuché unos pasos…, empecé a volverme y entonces cayeron un par de golpes sobre mí.

—Quería asesinarle —se estremeció ella.

—Lo dudo. Lo que de verdad quería, fuese quien fuese, era apoderarse de la cartera. Recuerde que Simmons sólo leyó el testamento, pero no dio a leer ni uno solo de los papeles que traía consigo.

—Creo que comprendo —dijo Marion—. ¿Sospecha de algún engaño en el testamento?

—En todo lo que está pasando aquí, hay mucho engaño, salvo en una cosa: las muertes. Todas son auténticas.

—Y aún puede morir más gente —se horrorizó la muchacha.

—Seamos optimistas —dijo él—. Quizá consigamos evitar… Marion, dígame, ¿por dónde ha salido usted?

—Por la cocina, claro. Vi que usted abandonaba la sala y aguardé un rato. Cuando me di cuenta de que tardaba demasiado, empecé a buscarle.

—¿Sabe cuánto tiempo ha pasado? Yo he perdido la noción…

—Una media hora aproximadamente, Bat.

—Entonces, el que me atacó ha tenido tiempo sobrado de escapar, aunque mejor sería decir esconder el portafolios.

—Entonces, usted opina que en esa cartera hay documentos importantes.

—Todo lo que sabemos del testamento, de las sumas que ha de heredar cada uno y del supuesto asesinato de Koldicutt es debido a la voz de Simmons, pero no a que ni uno solo de nosotros haya leído ningún documento.

—Sí, tiene usted razón.

Bludin se puso en pie.

—Para llegar aquí, usted atravesó la cocina, ha dicho. ¿Vio a Elphins, durmiendo, con la cabeza apoyada sobre los brazos?

—No —contestó la muchacha—. No he visto a Elphins.

Bludin suspiró.

—Le buscaremos más tarde —dijo—. Ahora voy a ver si me tomo una copa, que buena falta me está haciendo.