La serie de golpes culminó con un fuerte estallido. Todos los presentes permanecían en el vestíbulo inmóviles, petrificados por el terror, con los ojos fijos en la puerta de la cámara mortuoria.
De pronto se oyeron unos pasos lentos, pesados. La puerta empezó a girar.
Para Millie fue demasiado. Lanzó un hondo suspiro, dobló las rodillas y cayó desmayada, sin que nadie se fijara en ella.
Una mano apareció en el borde de la puerta que giraba. Luego salió una pierna y, finalmente, se hizo visible todo el cuerpo.
De repente, un grito brotó de todas las gargantas:
—¡Elphins!
El mayordomo apareció en el vestíbulo, muy serio, pero también extrañado de ver el pequeño grupo de personas que le contemplaban desde el otro lado.
—Señores —dijo, a la vez que se inclinaba.
Bludin avanzó hacia él.
—Elphins, ¿de dónde demonios sale? —exclamó.
—Ruego a todos me perdonen —dijo el mayordomo—. Fue un accidente estúpido y… Bien, creo que no tengo disculpa por lo ocurrido…
—¿Por qué no lo cuentas de una vez, Elph? —preguntó Helen vivamente.
—Señorita, yo… Lo siento tantísimo… Estuve limpiando un poco el armario que hay en esa habitación y la puerta se cerró inopinadamente. No tiene tirador por dentro y es de una construcción muy robusta. Quise llamar, pero nadie me escuchaba. Luego, cansado, me senté un poco en el fondo del armario… Lo siento, me quedé dormido.
—Y ha salido ahora —dijo Bludin.
—En efecto, señor, así ha sido.
Bludin avanzó hacia el cuarto fúnebre y abrió la puerta. Al fondo, se divisaba un gran armario, que ocupaba toda la pared.
Una de las puertas aparecía abierta y con la cerradura astillada. La explicación del mayordomo parecía lógica.
Pero quizá, pensó, alguien había cerrado aquella puerta deliberadamente. ¿Cuál de los presentes había sido?, se preguntó.
—Elphins, mientras usted estaba en el armario han ocurrido cosas muy graves —dijo.
—¿Señor?
—Ha muerto la señorita Lorenz. La señora Zane y el señor Torrance han muerto también. El abogado está en el garaje, apuñalado…
—¡Qué horror! —se espantó el mayordomo.
—Bat, pregúntele quién hizo la tarta que casi se comió Lila —dijo Helen.
—Estaba envenenada —añadió Bludin, con los ojos fijos en el pétreo rostro del mayordomo.
—Horrible, horrible —murmuró Elphins—. Aunque el señor ya profetizó que se producirían algunas muertes, lo cierto es que yo no le hice caso.
—¿Cómo? ¿Quiere decir que ya sabía lo que iba a pasar?
—El señor no me ha entendido bien. Lo que trato de hacerle ver es que el difunto señor Koldicutt dijo en alguna ocasión que, después de muerto él, se producirían varias muertes. Pero lo tomé como alguna de sus excentricidades. Con todos los respetos, en ocasiones resultaba un tanto excéntrico.
—Demasiado —gruñó Helen.
Elphins se inclinó.
—La señorita, como hermana del difunto señor, debía de conocerle mejor que yo —dijo.
—¿Sabía usted que el puente ha volado y que no podemos pasar al otro lado, debido a esos pececitos que hay en el arroyo? —preguntó Bludin.
—Ignoraba lo del puente, señor —respondió Elphins—. En cuanto a las pirañas…; bien…, fueron un capricho del difunto señor Koldicutt.
—Han devorado ya a una persona —terció Marion.
—Horrible —murmuró el mayordomo.
—Está bien —dijo Helen—. Elph, creo que sería conveniente que preparases café en abundancia, relevando de ese trabajo a la señorita Ford.
—Bien, señorita Helen.
Elphins se fue hacia la cocina. Millie, sentada en el suelo todavía, dijo:
—Creí que el muerto resucitaba…
—Está bien muerto, no te preocupes —dijo Helen sarcásticamente.
Bludin miró a la muchacha. Marion asintió. Mientras los otros regresaban a la sala, ellos se encaminaron hacia la cocina.
—Elphins… —dijo Bludin.
El mayordomo se volvió.
—¿Señor?
—La señorita y yo queremos hablar con usted. Puede contestar a nuestras preguntas mientras hace el café.
—Sí, señor. Estoy a la disposición de ustedes dos…
—¿De qué murió el difunto señor Koldicutt?
—Ataque cardíaco, señor.
—¿Quién lo certificó? —terció Marion.
—El doctor Ralston, señorita. Era su médico de cabecera.
—¿Fue muy rápido?
—En cierto modo…
—¿Cómo? Explíquese, por favor.
—El señor sufrió un ataque cardiaco hace dos días, muy ligero. Pero ayer por la noche, sufrió el ataque definitivo.
—¿Estuvo todo este tiempo en la casa? —preguntó Bludin.
—Sí, señor.
—Y no salió.
—Salvo al jardín, no se movió de la casa, no, señor.
—¿Quién le visitó estos días?
Elphins demoró la respuesta algunos segundos. Bludin no dejó de observar la vacilación del mayordomo.
—Vamos, conteste —dijo.
—El señor recibió a varias visitas —declaró Elphins, al cabo.
—Diga sus nombres —pidió Marion.
—La señorita Helen… con el señor Ibbetson; el señor y la señora Zane, la señora Williams…
—¿Fay, su antigua ama de llaves?
—Sí, señor.
—¿A qué vinieron?
—Lo siento, señor.
—No lo sabe —dijo Bludin.
—O no quiere decirlo —añadió Marion.
—Lo ignoro —respondió Elphins—. Si trataron de algo importante, no lo hicieron en mi presencia.
—¿Vinieron también las señoritas Lorenz y Koldicutt?
—Sí, señor. Me extrañó muchísimo que todos sus parientes vinieran a visitarle. No era cosa que sucediera con frecuencia.
—¿Le pidieron dinero?
—No lo sé, señor.
—Elphins, hable claro y sin rodeos. ¿Cuál de ellos asesinó al señor Koldicutt?
El rostro del mayordomo se contrajo súbitamente.
—No creo que eso haya podido ocurrir —respondió—. Con su permiso, el agua está a punto de hervir…
Bludin y Marion cambiaron una mirada.
Ella asintió. Elphins sabía mucho más de lo que estaba dispuesto a declarar.
Bludin hizo un gesto disimulado a la muchacha, para emprender la retirada acto seguido.
—Gracias por todo, Elphins —se despidió.
—A su disposición, señor.
Los dos jóvenes salieron fuera de la cocina.
—Ha mentido —susurró ella.
—En gran parte, sí.
—¿Por qué, Bat?
—Ah, si lo supiéramos… Pero no me extrañaría nada que Elphins fuese, en cierto modo, ejecutor de la última voluntad de su amo.
—¿Cómo? ¿Piensa que puede ser el asesino? ¡Pero ha estado todo el tiempo encerrado en el armario!
—Eso es lo que él dice, Marion.
Ella se mordió los labios.
—Posiblemente tenga usted razón —dijo—. Elphins anduvo por ahí, hasta que le convino y entonces simuló ese encierro, que no tiene demasiada lógica, a decir verdad.
—De todos modos, hay algo muy difícil de descubrir.
—¿Qué es, Bat?
—La muerte de Koldicutt. ¿Fue crimen o, simplemente, se le paró el corazón? Pero yo me inclino a creer que fue crimen, porque, de otro modo, no se explican las muertes ocurridas, que no parecen ser sino la venganza de un difunto.
—O sea, él sabía que iba a morir y preparó su venganza.
—Sí.
—Demasiado retorcido, ¿no cree?
—Tal vez; pero, si no es así, ¿qué otra explicación podemos darle?
Marion guardó silencio unos instantes. De pronto, Zane apareció en el vestíbulo.
—Hola —dijo.
La muchacha respingó, un tanto asustada. Tanto ella como Bludin habían llegado a olvidarse por completo de Zane y su inesperada reaparición les había sobresaltado un tanto.
—Ya he encontrado la solución para franquear el foso —dijo el ingeniero, a la vez que agitaba con ambas manos un rollo de cable conductor.
* * *
—¿Será seguro? —dudó Bludin.
—No tardarán en verlo —contestó Zane con firme acento.
Las voces atrajeron la atención de Helen, que abandonó la salita para reunirse con el trío.
—¿Qué sucede, Robert? —preguntó.
—Voy a hacer que el paso por el arroyo pueda hacerse sin peligro —contestó Zane.
—Pero a nado.
—Claro…
—Perdón, yo había discurrido otro medio —intervino Bludin.
—¿Cuál? —preguntó Helen.
—Derribar un árbol y utilizar su tronco como puente.
—No es mala idea, aunque tardaríamos mucho. Quizá Robert lo consiga antes.
—Eso es seguro —dijo el aludido.
Millie, Ibbetson y Fay se reunieron con el grupo. De pronto, Zane dijo:
—¡Fay!
—¿Sí, Robert?
Bludin no dejó de captar el detalle. ¿Por qué una antigua ama de llaves trataba a Zane con tanta confianza?
—Toma —dijo el ingeniero—, yo voy a salir. Cuando grite, enchufa este cable a una toma de corriente. ¿Has entendido?
—Descuida, Robert.
Fay quedó con uno de los extremos del cable, previsto de una clavija. Acto seguido, Zane empezó a devanar el rollo, mientras se dirigía hacia la puerta.
Al salir, explicó su plan:
—Los dos hilos del extremo opuesto están pelados. Los meteré en el agua y entonces Fay conectará el cable a la corriente. Los peces carnívoros resultarán electrocutados y el paso quedará libre.
—¡Hombre, qué idea tan estupenda! —exclamó Ibbetson—. ¿Cómo no se me habrá ocurrido a mí antes?
—Porque no ves más allá de tus narices, lo mismo real que metafóricamente —dijo Helen burlonamente.
Bludin observó el rostro del miope. Casi le asustó ver la llamarada de cólera que surgió detrás de los gruesos cristales de sus gafas.
—Robert —dijo Millie—, voy a darte un consejo para atraer mejor a las pirañas. Échales algún trozo de carne…
—No es mala idea. ¿Quieres traerla?
—Sí, claro.
Millie dio media vuelta y echó a correr hacia la casa. Mientras, los demás habían llegado ya al borde del foso.
Zane se detuvo, con el extremo del cable en la mano. Millie vino poco más tarde, con una pierna de cordero en las manos.
—Lástima —dijo, glotona.
—También ellos merecen comer de cuando en cuando —rió Helen.
La carne voló por los aires y fue a caer en el centro del foso, con sonoro chapoteo.
Pasaron unos minutos. De pronto, las aguas empezaron a agitarse.
—Bien, ahí están —dijo Zane.
Y lanzó al agua el extremo del cable, con los dos hilos separados y desprovistos de su aislante en una longitud de treinta o cuarenta centímetros.
—¡Ahora, Fay! —gritó.
De pronto, los peces empezaron a saltar epilépticamente, sacudidos por la corriente eléctrica. Helen dio un paso hacia delante para contemplar mejor el espectáculo.
En el mismo instante, sonó un grito aterrador.
Situado junto al borde del foso, Zane braceó frenéticamente, buscando un asidero. Bludin alargó la mano hacia, él, pero, de pronto, Zane cayó al agua.
El desgraciado se hundió un instante, para emerger acto seguido de una forma horrible, casi verticalmente, incluso sacando medio cuerpo fuera del agua. Roncos gritos brotaban de su garganta, a la vez que todo su cuerpo era sacudido por horribles convulsiones.
—¡Desenchufe el cable! —gritó Bludin a voz en cuello.
Pero era ya tarde. De pronto, Zane se quedó inmóvil, flotando boca arriba, como muchas de las pirañas, que yacían con el vientre plateado a la vista.
Marion se sentía a punto de desmayarse. Bludin sacó el cable del agua y lo lanzó a un lado. Las mujeres chillaban histéricamente.
—¡Cállense! —gritó con poderosa voz.
Elphins acudió a la carrera.
—¿Qué ha pasado, señor? —preguntó.
—Zane ha caído al agua y se ha electrocutado.
Elphins lanzó una exclamación de horror. Bludin le señaló la casa.
—Ande, vaya y traiga un palo o algo para acercar el cadáver a la orilla —ordenó.
—Sí, señor.
Elphins se alejó rápidamente, para volver minutos más tarde con un largo palo, en uno de cuyos extremos había puesto un clavo doblado en ángulo recto. El clavo enganchó las ropas de Zane y así pudieron remolcarlo hacia la orilla.
De pronto, cuando ya lo sacaban del agua, se produjeron algunos remolinos en las inmediaciones.
—¡Todavía hay pirañas! —gritó Marion.
Aquellas fieras eran tan voraces, que tres o cuatro de las primeras en acudir salieron fuera del agua, agarradas aún a las piernas de Zane. Bludin, enloquecido momentáneamente, las separó a patadas. Aplastó a dos de sendos taconazos y otras dos volvieron al agua a puntapiés.
Las pantorrillas de Zane sangraban profusamente. Bludin miró su rostro una vez. Estaba cárdeno, con una expresión de horror inconcebible petrificada en aquellas facciones todavía mojadas.
Elphins trajo una manta, con la cual cubrió el cadáver. Luego, lentamente, abrumados por la nueva tragedia, regresaron a la casa.