Capítulo V

Helen vaciló, con las pinzas que sostenían el terrón de azúcar en el aire.

—¿Y si está envenenado? —dijo, súbitamente aprensiva.

—No hay veneno más que en las cerezas —declaró Marion—. Y, por otra parte, usted ya ha tomado azúcar antes. Éste es de la misma caja, Helen.

—Está bien. —La cuarentona sonrió—. Correré el riesgo.

Removió el azúcar en la taza y tomó un sorbo.

—¿Piensa hacer algo, Bat? —preguntó.

—Seguir buscando —contestó Bludin.

—No hemos encontrado nada —le recordó Helen.

—Ha sido un registro muy superficial. Tenemos toda la noche de tiempo.

—Sí, es cierto. —Helen lanzó una risita—. El café estaba muy bueno, Marion; muchas gracias.

—No hay de qué —respondió la joven.

Helen se marchó. Bludin y Marion quedaron nuevamente a solas.

—¿Empezamos a buscar? —propuso ella.

—Sí, aguarde. Antes me pareció ver…

Bludin abrió una alacena y sacó una gran lámpara eléctrica.

—Nos conviene —dijo.

—¿Por dónde empezamos, Bat?

—Arriba, el ático.

Salieron de la cocina. Sonaban voces en la salita. De pronto, al girar para acometer la escalera, Marion se quedó inmóvil, con la vista fija en un punto determinado.

—¿Qué pasa? —preguntó Bludin.

La mano de la muchacha se tendió.

—Allí, mire —dijo.

Bludin volvió la cabeza. Una exclamación de sorpresa brotó de sus labios en el acto.

Un instante después, atravesaba el amplio vestíbulo a todo correr. Empujo la puerta de la cámara mortuoria y contempló los seis cirios encendidos.

Su carrera provocó ruido. Ibbetson se asomó.

—¿Qué sucede? —gritó.

—¿Ha encendido usted los cirios? —preguntó Marion.

—¿Yo? ¡Dios me libre…!

Helen asomó también la cabeza.

—¿Están encendidos los cirios? —se asombró.

—Sí.

—Yo no he sido, lo juro.

Bludin salió de la cámara mortuoria y tocó la puerta con la mano.

—La cerré, estoy seguro —declaró—. Precisamente, cuando vi los cirios apagados, miré de encontrar una llave, pero no hay. Sin embargo, la puerta quedó cerrada, aunque, lógicamente, sólo con el pestillo.

—Ninguno de nosotros hemos sido —insistió Helen.

—Yo no me he movido de la sala en todo el tiempo —declaró Fay, junto a la puerta, pero detrás de la pareja.

Bludin meneó la cabeza.

—Aparte de los muertos y de nosotros mismos, hay alguien más en esta casa y se está burlando de nosotros —dijo.

—Nos está matando uno a uno —exclamó Fay.

Bludin asintió.

—Lo mejor será que sigan donde están —propuso—. Marion y yo vamos a explorar la casa.

—A ver si encuentran al bromista —deseó Helen.

No, no era una broma, murmuró Bludin para sí, mientras ascendía hacia el piso superior. Al llegar al corredor, vio una luz que salía por una puerta entreabierta.

Se acercó a la puerta. Lila Zane, la glotona, yacía sobre una cama, cubierta con una sábana y con las manos cruzadas sobre el pecho. Su esposo estaba al lado, sentado en una silla y con la cabeza hundida en las manos.

Bludin se sintió tentado de decirle algo, pero pensó que las palabras sobraban en aquellas circunstancias. Giró sobre sus talones y caminó hacia el siguiente tramo de escalera, en cuyo arranque le aguardaba ya la muchacha.

—Es Zane —dijo él a media voz—. Está velando a su esposa.

Marion hizo un gesto de simpatía. Luego reanudó la ascensión.

Empezaron a registrar las habitaciones de nuevo, buscando con cuidado en todos los cajones. Bludin no se olvidaba en modo alguno de cartuchos para la escopeta.

Pero el registro, como la vez anterior, resultó infructuoso. Al terminar, cansados, Bludin sacó cigarrillos.

—Es cuestión de paciencia —dijo—. No tenemos otro remedio que aguardar a que pase la noche.

—¿Qué hará cuando llegue el día?

—Quizá pueda derribar un árbol y situarlo como puente —respondió él—. En alguna parte debe de haber herramientas: un hacha, alguna sierra… En estas residencias siempre hay objetos semejantes.

Marion se estremeció.

—Se necesita tener una mente retorcida para llenar el arroyo de pirañas —dijo.

—Además de bastante dinero —sonrió él.

—Eso es indudable. —De pronto, la muchacha se detuvo y le miró—. Bat, ¿cuál es el defecto principal de los otros herederos?

—¿Se refiere usted a los que quedan?

—Sí.

—No puedo decir nada, es la primera vez que les he visto y no tengo elementos de juicio suficientes para afirmar una cosa u otra. Realmente, no soy buen psicólogo —se disculpó Bludin con una sonrisa.

Marion parecía muy pensativa.

—Yo estoy tratando de averiguarlo —manifestó—. Pero también me he dado cuenta de que la voluntad del difunto respecto al entierro no se ha podido cumplir.

—Los acontecimientos se han precipitado.

—Es cierto, aunque quizá Koldicutt contaba que las cosas se produjeran tal como vienen sucediéndose. Pero ¿por qué esa venganza, absurda y estúpida?

—Koldicutt acusó a sus parientes de haberle asesinado.

—Pero la muerte fue por enfermedad, todo lo rápida que se quiera, pero enfermedad al fin y al cabo.

—Estamos discutiendo sobre algo que no está suficientemente claro. ¿No le parece que será mejor que nos dejemos por el momento de quebraderos de cabeza?

—Sí, será lo mejor —suspiró la muchacha.

—De todos modos, hay un sitio donde no hemos buscado a conciencia —dijo Bludin.

—¿En dónde, Bat?

—El salón principal. Hay una gran estantería con muchos libros. Podemos mirar el espacio que hay detrás de éstos…

—Sí, es buena idea. Vamos allá.

Descendieron sin prisas. Cuando llegaban al primer piso, Zane salió de la habitación donde estaba el cadáver de su mujer.

Los ojos del individuo brillaban de un modo extraño.

—Ya he encontrado el medio de salir de aquí —manifestó.

—Interesante —comentó Bludin.

—No podemos seguir ni un minuto más en esta situación. En cuanto haya llevado mi plan a la práctica, podremos salir de esta maldita casa sin peligro alguno, a fin de avisar a la policía.

—Está muy bien, señor Zane, pero ¿en qué consiste ese plan?

—Les avisaré cuando tenga todo listo.

El hombre echó a correr hacia la escalera y desapareció de la vista de los dos jóvenes. Bludin y la muchacha cambiaron una mirada.

—¿Será verdad? —murmuró ella.

—Puede —contestó Bludin—. A fin de cuentas, no podemos olvidar que es ingeniero.

—Sí, tiene razón.

Continuaron su camino. Cuando llegaban a la planta baja, oyeron en el exterior un agudo chillido.

—¡Aquí, está aquí!

Bludin giró hacia su izquierda y se lanzó hacia la puerta posterior, con la linterna en la mano. Marion le seguía a corta distancia.

Segundos más tarde, se hallaban en la explanada posterior. Zane, con mano convulsa, señalaba hacia el interior del garaje, que aparecía brillantemente iluminado.

Bludin se acercó a aquel lugar. Un estremecimiento de horror recorrió su cuerpo al ver al hombre situado en la pared del fondo, entre los dos automóviles allí estacionados.

El abogado estaba en pie, con la cabeza doblada sobre el pecho y los brazos caídos a lo largo del costado. Algo le sostenía erguido, a pesar de la enorme cantidad de sangre que había perdido por el amplio boquete que algún arma había abierto en su pecho.

En el primer instante, Bludin llegó a creer que Simmons estaba clavado a la pared. Un examen más atento le permitió encontrar el grueso clavo del que colgaba en parte, suspendido por el cuello de la chaqueta.

En cuanto al arma homicida, que no aparecía a la vista, dedujo debía de tratarse de un puñal o cuchillo de grandes dimensiones. Como fuera, la muerte se había producido instantáneamente o, al menos, en pocos minutos.

* * *

—¿Dónde estaba Simmons? —preguntó Ibbetson.

—Muchacho, mejor convendría saber dónde se había escondido hasta ahora —dijo Helen.

—No creo que eso importe demasiado —declaró Millie, despectiva—. A fin de cuentas, Simmons era cómplice de ese granuja de Koldicutt.

—¿Koldicutt o Elphins? —dijo Fay Williams.

—El mayordomo del diablo —rezongó Helen—. ¿Dónde se habrá metido?

—A mí no me importa dónde pueda estar ese maldito Elphins —dijo Zane agriamente—. Yo he ideado un plan para salir de esta casa y no tardaré en ponerlo en práctica.

—¿Perderá los cuatrocientos mil de la herencia? —preguntó Millie.

Zane se encogió de hombros.

—Ya he perdido algo más valioso —contestó.

—Me siento irresoluto —dijo Bludin.

—¿Por qué? —preguntó Marion.

—Ese pobre Simmons… Dejarlo ahí, colgado por el cuello de la chaqueta, como si fuese un traje viejo…

—Es mejor, Bat; así la policía no tendrá nada que reprocharnos.

Bludin asintió. Los demás se habían retirado ya, haciendo diversos comentarios sobre lo que había ocurrido.

Ajeno a lo que sucedía a su alrededor, Zane ejecutaba cierto trabajo con manos afanosas. Bludin se dio cuenta de su expresión concentrada y prefirió no molestarle con preguntas que acaso no habrían tenido la respuesta deseada.

Regresaron a la casa. Bludin manifestó que se sentía muy preocupado por algo en lo que no habían parado hasta entonces suficiente atención.

—¿Qué es, Bat? —preguntó la muchacha.

—Cierto párrafo del testamento, en el que el difunto aseguraba había sido asesinado por sus herederos. ¿Cómo podríamos saber qué hay de verdad en este asunto?

—¿Y por qué no les preguntamos a ellos directamente?

—¿Querrán contestar?

—Al menos, deberíamos intentarlo.

—Sí, tiene razón. Pero hemos de hacerlo uno por uno, sin que los demás estén presentes.

—¿Por quién piensa empezar?

—¿Qué le parece Millie?

—Está bien. Marion, llámela usted aquí al vestíbulo. Es sobradamente ancho para poder hablar con ella, sin que los otros oigan nuestra conversación.

—Conforme, Bat.

Marion cruzó el vestíbulo y se acercó a la sala donde estaban los demás. Asomó la cabeza y llamó:

—Millie, ¿quiere salir un momento, por favor?

La rubia se hizo visible a los pocos momentos.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Bat…, el señor Bludin quiere hablar con usted.

—Está bien —contestó Millie con displicencia.

Bludin le ofreció un cigarrillo que ella aceptó con gesto reticente.

—¿De qué se trata, Bat? —preguntó.

El joven estudió unos momentos a la hermosa mujer que tenía frente a sí. Estaba equivocado, pensó; Millie era algo mayor de lo que aparentaba. Cualquier observador superficial habría calculado su edad en veintiséis o veintisiete años. Ahora, viéndola más de cerca, se apreciaba muy bien una edad comprendida entre los treinta y los treinta y cinco años.

Y se explicaba, pensó, puesto que Millie era hija del hermano mayor de Koldicutt, muerto ya algún tiempo antes.

—Su tío ha muerto…

—Noticia fresca. El cadáver ya apesta —contestó Millie cínicamente.

—Lo sé, pero Marion y yo hemos recordado cierto pasaje del testamento.

—No sé nada…

—Koldicutt les acusó de haberle asesinado. ¿Qué puede decirnos usted al respecto?

—¿Son ustedes policías?

Bludin se volvió hacia Marion.

—Esperaba algo por el estilo —manifestó.

—No, no somos policías —dijo Marion—. Pero si se considera inocente de la muerte de su tío, ¿por qué tiene temor a hablar?

Millie exhaló una burlona carcajada.

—¿Miedo yo? ¿Por qué? Soy inocente, no he tenido nada que ver con la muerte de ese buitre. Si todo lo que tenían que decirme era esto, ya conocen mi respuesta —concluyó.

—Muy bien —dijo Bludin—. Demos por sentado que es usted inocente. Pero ¿qué nos dice de los demás?

—Sí, tengo algo que decirles —contestó Millie—. Todos los que acudimos anoche a esta maldita casa, vivíamos separados los unos de los otros y, aunque nos conocíamos, como es lógico, nuestras vidas no tenían nada en común. Todos éramos parientes de Koldicutt, es cierto, pero nada más. Nunca nos invitábamos a un fin de semana, a una velada de teatro o a una cena. Una postal por Navidad y, si acaso, algún cumpleaños, y eso era todo. ¿Enterados?

Bludin sonrió.

—No hay nada más que decir, Millie —repuso—. Gracias por su colaboración, de todos modos.

Millie dirigió una mirada burlona a la pareja. De repente, se oyó un sordo golpe.

La rubia dejó de sonreír en el acto. Bludin y Marion volvieron la vista hacia el lugar donde se había oído el ruido, que se repitió instantes después.

Millie palideció horriblemente.

—Es en la cámara mortuoria —exclamó.

Los golpes se repetían con cierto ritmo. Helen y los otros dos salieron de la habitación en que se hallaban, atraídos por el ruido.

A Bludin le parecieron los golpes que una persona podría dar con las manos en la tapa de un ataúd, en el cual hubiera sido encerrada viva.

—¡Koldicutt! —gimió Ibbetson—. ¡Ha resucitado!