Capítulo IV

—No veo la razón por la cual hemos de salir de la casa —rezongó Ibbetson.

—El techo se te va a caer encima, tonto —dijo Helen burlonamente.

—Estoy dispuesto a colaborar con usted, señor Bludin —aseguró Zane con acento de gran amabilidad.

—Yo vine en un taxi —declaró Fay.

—Ese cegato y yo vinimos en el mismo coche —dijo Helen—. Naturalmente, conducía yo.

Millie lanzó una risita.

—En algunos casos, la miopía resulta conveniente —observó con ironía.

—¿Lo dices por mí, rubia de laboratorio? —preguntó Helen, agresiva.

—Por favor, dejémonos de piques personales —rogó Bludin—. ¿Quieren seguirme?

Helen se volvió hacia Ibbetson.

—Tú puedes quedarte aquí, héroe —dijo.

Bludin inició la marcha. Seguido de los demás, atravesó la casa y, por la cocina, salió al patio exterior.

Había allí un gran garaje, con las puertas abiertas y, además, un cobertizo sostenido por varios postes, debajo del cual había unos cuantos automóviles.

Bludin encendió las luces del garaje. Uno de los coches era un «Rolls-Royce». El otro era de una marca corriente.

—Sí —dijo Helen—, son los de mi hermano. Y ése es el mío —señaló hacia uno de los automóviles con la mano izquierda.

—El mío —dijo Zane.

Millie tocó el suyo. Marion hizo lo propio.

—Quedan dos —dijo—. El mío y…

—Es el de Peggy. Ella trajo a Billy Torrance —declaró Helen—. Yo los vi llegar.

—Entonces, falta el de Simmons.

—No, está aquí…, pero él ha desaparecido.

—Para que te fíes de los abogados. Tan honesto y tan justo como parecía… y ha tomado parte en esta comedia —dijo Millie, despechada.

—¿Comedia? ¿Con tres muertes? —murmuró Marion.

—Quizá alguna más —intervino Bludin.

Todos se volvieron a mirarle.

—¿A quién se refiere? —preguntó Zane.

—Elphins. No hemos vuelto a saber de él, desde que sirvió las bebidas cuando Simmons estaba leyendo el testamento.

—Podemos ver si se encuentra en el piso alto. Allí es donde duerme la servidumbre —dijo Helen—. Quizá Simmons ande por allá arriba.

—Subiré al piso alto —declaró Bludin.

—Le acompañaré, Bat —se ofreció la cuarentona.

—Yo iré con usted también —dijo Marion.

Millie y Zane dijeron que se volvían a la casa. Helen guió a la pareja hasta el piso alto. Entraron sucesivamente en todas las habitaciones de los sirvientes, pero no encontraron al mayordomo.

Bludin registró muy especialmente la habitación de Elphins. Buscaba un arma de fuego; quizá Elphins la tenía, cuidando de ocultarla a los ojos de Koldicutt. Pero sus esperanzas resultaron vanas.

—En resumen, Elphins se ha evaporado —dijo Helen, con las manos en sus opulentas caderas.

—Hay más habitaciones en la casa, ¿no? —observo Marion.

Estaban en el ático. Debajo se hallaba el piso principal y luego venía la planta baja, en donde no había más que un dormitorio, que pertenecía a la cocinera y que igualmente se hallaba vacío.

Regresaron a la sala.

—El registro, sin embargo, ha sido muy ligero —comentó Bludin.

—¿Usted cree? —dijo Marion.

Bludin movió la cabeza.

—Lo único que hemos podido ver es que ni Elphins ni Simmons están en la casa. Pero tengo interés en hacer un registro más a fondo —contestó.

—¿Armas?

—Y pistas.

—Creo que comprendo —dijo ella.

—Lo celebro —dijo Bludin.

De pronto, cuando asomaban al vestíbulo, Bludin se detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó la muchacha.

Los ojos de Bludin estaban fijos en la cámara mortuoria, cuya puerta se hallaba casi cerrada, aunque quedaba una rendija que permitía ver parte de lo que había en su interior.

Ahora, sin embargo, no se podía ver nada.

La cámara mortuoria estaba a oscuras. Bludin se acercó a la puerta, la abrió de par en par y lanzó un vistazo al interior de la estancia.

El olor a cera quemada persistía aún, pero muy débil. A Marion le extrañó ver también los cirios apagados.

Bludin cerró nuevamente. Miró a ambos lados de la cerradura; no había llave. Muy pensativo, regresó a la sala.

—Por favor —dijo—, ¿alguno de los presentes ha apagado los cirios que había en torno al ataúd?

Varios rostros se volvieron para mirarle con sorpresa.

—¿Están apagados? —preguntó Helen.

—Tal vez alguna corriente de aire… —sugirió Fay.

—Las ventanas estaban cerradas. Los cirios, por otra parte, están a cuatro o cinco metros de la puerta, ya que la cámara es muy grande.

—Pues yo no he apagado los cirios —dijo Helen.

—Ni yo —añadió Millie.

Ibbetson llegó en aquel momento con un par de bocadillos en las manos.

—¿De qué se habla? —preguntó, con la boca llena.

—¿Ha apagado usted los cirios?

—No. Helen, te he traído un bocadillo.

—Estoy a régimen —contestó destempladamente la aludida.

—¿Zane? —dijo Bludin.

—No —respondió el hombre con sequedad.

—Puesto que no hemos sido ninguno de los presentes, ya sólo falta la señora Zane.

—Escuche, ¿qué importancia tiene que los cirios estén o no apagados? —dijo Zane, casi a gritos.

—No se enoje, amigo; sólo se trata de una pregunta sin importancia —manifestó Bludin, conciliador.

—La señora Zane está en la cocina —intervino Ibbetson—. ¡Anda, que menudo banquete se está atizando! Había allí una enorme tarta y ya se ha zampado la mitad…

—¡Fred! ¿Qué lenguaje es ése? —le reprochó Helen.

En el mismo instante, Zane lanzó un agudo chillido:

—¡Lila!

—¿Qué le pasa, hombre? —preguntó Millie.

—¡Lila! ¡No debía haber probado el pastel…!

Como loco, Zane arrancó hacia la puerta, pero, casi en el mismo instante, apareció su esposa, con una intensa expresión de sufrimiento en su rostro.

—¡Oh, Robert, qué mal me siento! —gimió.

Zane la agarró por ambos brazos.

—¿Por qué tuviste que ir a la cocina? —gritó—. ¿Es que no podías apartarte de tu funesta manía de comer dulce a todas horas?

Bludin oyó aquellas palabras y sintió que se le ponían los pelos de punta. Millie se volvió de espaldas a la señora Zane, a la vez que se tapaba los ojos con las manos.

—Yo también vi la tarta en el frigorífico… y sentí la tentación de comerme un buen trozo…, pero pensé en mi línea…

Helen tenía la boca abierta. En cuanto a Ibbetson, se había olvidado de los bocadillos que tenía en las manos.

Bludin reaccionó vivamente.

—Vamos, llevemos a esta mujer a la cocina. Allí hay gomas; como sea, le haremos un lavado de estómago…

Pero no tuvo tiempo de terminar su frase; en el mismo instante, los dos esposos rodaron por tierra. Zane no había tenido fuerzas suficientes para sostener a su mujer y ella le había arrastrado en la caída.

Bludin se inclinó sobre ellos para socorrerlos. De pronto, Lila lanzó un sonoro eructo, aunque era ya algo independiente de su voluntad.

Un olor amargo y dulce al mismo tiempo llegó a la nariz de Bludin. El joven se puso pálido.

—Cianuro —murmuró.

Una baba espesa fluía de los labios de Lila, cuyos ojos estaban completamente en blanco. Todavía respiraba espasmódicamente, aunque a los pocos minutos, su cuerpo adquirió la definitiva inmovilidad de la muerte.

* * *

Los restos de la tarta estaban sobre la mesa. Bludin buscó una cucharilla, tomó un pequeño fragmento y se lo llevó a la boca.

—¡Cuidado, no haga eso! —gritó Marion desde la puerta.

Bludin extendió una mano.

—No se preocupe. —Lamió un poco el trozo de tarta y meneó la cabeza—. El veneno no está en la parte de bizcocho, nata y chocolate —dijo a continuación, a la vez que se llevaba a la nariz la bandeja con la media tarta—. Venga, Marion, huela.

Ella se acercó aprensivamente. Bludin señaló una de las cerezas de adorno, que componían una corona doble en torno a la tarta.

—Ahí está el cianuro, en las cerezas —señaló.

Marion le contempló asombrada.

—Pero ¿cómo esa pobre mujer…?

—Ya ha oído a su esposo, era terriblemente aficionada a los dulces. Comer mucho, en según qué ocasiones, es un modo como otro cualquiera de calmar los nervios.

—Sí, entiendo.

—Bueno, Lila vino aquí, como Ibbetson, y vio la tarta en el frigorífico. Recuerde lo que dijo el miope; se estaba dando un banquete. Con toda seguridad, comió vorazmente, dominada tanto por los nervios como por la gula. Cuando quiso darse cuenta del veneno, si es que lo advirtió, ya era tarde.

Marion se inclinó de nuevo sobre la tarta.

—El olor del cianuro es claramente perceptible —dijo.

—Pero ella no lo captó, tanto por la avidez que la dominaba porque, al salir la tarta del frigorífico, la baja temperatura había impedido que el olor resaltara demasiado.

—Entonces, Koldicutt tenía razón —murmuró ella.

—Si no abandonaban sus costumbres… Peggy era una urraca ladrona. Torrance el hombre atlético, pagado de su musculatura y amigo de ostentar su físico y sus fuerzas a la menor ocasión. Lila, una glotona… ¿Cuáles son los defectos más acusados de los otros?

Marion se mordió los labios.

—Bat, ¿se ha preguntado usted alguna vez por qué Koldicutt le mencionaba en el testamento?

—A cada momento me lo estoy preguntando. Pero, francamente, no entiendo los motivos de esa mención. Jamás me relacioné con él, ni de cerca ni de lejos…, aunque sí confieso que me sentí halagado cuando recibí la carta de Simmons.

—Lo mismo me pasó a mí —dijo la muchacha—. Me resulta absolutamente incomprensible la actitud de Koldicutt.

Bludin sacó cigarrillos y le ofreció uno. Ella aceptó.

Después de la primera bocanada de humo, Marion dijo:

—Bat, me gustaría hacerle una pregunta. Si es indiscreta…

—Hágala —sonrió él.

—¿A qué se dedica usted?

—Delineante. Y estoy pagándome los estudios de arquitectura, claro que la obtención del título va para largo. El trabajo es mucho, aunque bastante bien remunerado. Esos veinticinco mil dólares me hubieran venido muy bien para estar un par de años sin hacer otra cosa que estudiar.

—Yo estoy empleada —declaró Marion—. Ya sabe, un pisito compartido con otra chica, trabajo de nueve a cinco de la tarde…; rutina, pura rutina, aunque también es cierto que el sueldo es bastante bueno.

—Cuando sea arquitecto, la llamaré para que trabaje conmigo como secretaria.

—Será famoso —pronosticó Marion, sonriendo—. ¿Tiene en mente algún proyecto especial?

Helen apareció de pronto en la puerta de la cocina e impidió que Bludin contestara a la pregunta que acababa de serle formulada.

—Oh, dispensen…

—No se preocupe, Helen —dijo el joven—. ¿Buscaba algo?

—De comer, nada. Más café, en todo caso.

—Pondré agua al fuego —se ofreció Marion.

Los ojos de Helen se fijaron en la tarta.

—Lila tenía que morir así —murmuró.

—No se pudo aguantar, por lo visto.

—Era un caso. Nunca he visto a una mujer que le gustasen más los dulces.

—Su hermano sabía bien lo que hacía cuando envenenó la tarta, Helen —dijo Bludin.

—¿Lo hizo él?

—¿Quién, si no?

Helen presionó la tarta con la yema del índice.

—Es reciente, no tiene más de un día —dijo—. Hyram murió anoche, apenas hace veinticuatro horas, así que no creo que fuese él quien la hizo. Aunque sí pudo encargarla.

—Y luego poner por sí mismo las cerezas envenenadas.

—Ah, el veneno está en las cerezas.

—Sí.

Helen sonrió.

—Será cosa de no mostrar el defecto principal —dijo la cuarentona—. Resultará fatal, pero, claro, no les voy a decir cuál es mi defecto.

Bludin la miró de pies a cabeza. Ella sostuvo provocativamente la mirada del joven.

«Ya sé cuál es tu defecto», pensó él.

—¿Qué hace Zane? —preguntó Bludin, desviando intencionadamente la conversación.

—Está arriba, velando el cadáver de su esposa. Ha sufrido un durísimo golpe.

—¿Lo conocía usted?

—Sí, aunque superficialmente. Es ingeniero electricista.

—Ah —dijo Bludin.

—Trabajaba en una de las fábricas de mi hermano. Hyram lo despidió. —Helen hizo un signo muy gráfico con los dedos—. Se le pegaba el material.

—Vamos, no irá a decirme que Zane se llevaba rollitos de cable conductor…

—En camiones. Y muchas otras clases de materiales.

—En tal caso, tenía el mismo defecto que Peggy.

—Bueno, las cosas son un poco distintas. Peggy rapiñaba objetos de poco valor, relativamente. Pero Zane o hacía a camionadas.

—Ya entiendo —sonrió Bludin.

—El café está hecho —anunció Marion de pronto.